Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera invocar
La muerte de Dios es este derrumbamiento del origen. Desde que este gigantesco acontecimiento, que camina con patas de paloma, está entre nosotros, ocurre que nos vemos excedidos, como si fuésemos empujados por un huracán. Es un acontecimiento, él mismo, excesivo, desmesurado para la conciencia que el ser humano venía haciéndose de sí mismo durante siglos de modernidad.
Nos encontramos en una época en la que lo subjetivamente humano, autonomizado, se ha incrustado en el ser de las realidades que nos rodean y se comporta en ellas como un parásito ontológico y espectral que nos alcanza de vuelta, generándonos una oscura inquietud. Este pensamiento, una vez aprehendido en su justa medida, produce pavor.
En nuestro mundo de sucesos vertiginosos, todo lo que "acontece" desaparece al instante. En su lugar, existe el presente continuo hecho de instantes iguales. Cada minuto, cada hora que pasa, la muerte desaparece. La muerte muere una y otra vez en nuestro tiempo de presentes y en nuestro mundo de puras presencias. Estas cosas que mueren una y otra vez, lo hacen sin esperanza de redención.
Cuanto más prolíficos nos volvemos en el arte de la teoría y el comentario, más nos alejamos de la posibilidad de tener una idea. Porque una idea, eso que solo puede existir naciendo, siendo concebido, y que es capaz de añadir al mundo un rayo de luz y de esperanza, es algo que tal vez necesite mucho más silencio del que esta sociedad de la información y de la comunicación está dispuesta a permitir.
En el acontecimiento Palestina hay una historia de Occidente que "se" expresa y cumple. Durante mucho tiempo, hemos ido caminando rápido y con muchas ínfulas, los hijos de esta civilización: fanfarroneando. Hemos convertido, de tanta insistencia, a la provocación y la fanfarronería misma en un poder por encima de nosostros mismos. Y, así, hemos caído esclavos de nuestra arrogancia. El destino es esta fatalidad de los efectos que se vuelve contra la causa.
¿Qué es la red virtual que se extiende hoy globalmente sino un Barroco globalizado? ¿No son todas las cosas que en ella aparecen huellas o signos de seres humanos que ahí no están presentes? El Barroco es precisamente esto, la vivencia de que el mundo es una escena en la que los personajes están enmascarados, la experiencia de una indiscernibilidad entre sueño y realidad.
Habría que tomarlas al modo de patrones, cuya expresión en la realidad cultural es siempre gradual, mayor o menor. Apuntan a tendencias generalizadas, a fuerzas ciegas que impulsan nuestro presente occidental desde la trastienda de su autocomprensión explícita. Tales tendencias orientan subyacentemente las figuras conscientes conforme a las cuales se emiten juicios, evaluaciones o justificaciones, aparentemente exentas de motivaciones poco nobles.
Cuanto más prolíficos nos volvemos en el arte de la teoría y el comentario, más nos alejamos de la posibilidad de tener una idea. Porque una idea, eso que solo puede existir naciendo, siendo concebido, y que es capaz de añadir al mundo un rayo de luz y de esperanza, es algo que tal vez necesite mucho más silencio del que esta sociedad de la información y de la comunicación está dispuesta a permitir.
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