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Angel herido (Hugo Simberg, 1903)
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Filosofía en
Blog de Luis Sáez Rueda
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El nihilismo y la muerte de Dios
Enero 06, 2025
A nadie se le oculta la mezcla de íntima proximidad y de lejana inhospitalidad que tiene la navidad.
Todo el mundo lo sabe, aunque no seamos propensos a reconocerlo, debido, quizás, a la compulsiva necesidad que tenemos de creer y de embellecer el mundo, necesidad tanto más impetuosa cuanto más certera es la intuición de la falta de sentido y belleza. Entre otras razones, la navidad es una aporía que funciona como ese espejo en el que se reconoce el desgarrado Occidente de nuestra contemporaneidad. Y es que, por un lado, celebramos el nacimiento de Dios y, por otro, nuestra existencia entera está marcada, al menos desde finales del XIX, por la muerte de Dios.
Que Dios ha muerto no significa, claro está, que un ser inmortal fallece, acontecimiento absurdo en su propia enunciación. "Dios" significa, en esa expresión, "fundamento" o "comienzo absoluto".
Pieter Brueghel el Viejo. La muerte (1562) |
Quizás no nos acordemos de ello, pero, desde no hace tanto tiempo, venimos constatando esa muerte. Las especies no provienen de una creación originaria, sino que vienen inopinadamente a la vida, a empellones del azar y de la selección (Darwin). El "yo" no es este punto arquimédico absoluto desde el cual el mundo aparece y es pensado, sino un "efecto", una "escena" bajo la cual actúa, anónima, la tramoya del inconsciente (Freud) o de las fuerzas productivas (Marx). La vida, esta vida que nos es tan íntimamente cercana, no es conducida por el hombre hacia sus querencias, a sus metas, a sus sueños, sino que el hombre es llevado por ella en un devenir que no tiene meta o fin alguno más allá del crecimiento y la expansión (Nietzsche).
La muerte de Dios es este derrumbamiento del "Origen-que-dirige-y-conduce". Desde que este gigantesco acontecimiento, que camina con patas de paloma, está entre nosotros, ocurre que nos vemos excedidos, como si fuésemos empujados por un huracán. Es un acontecimiento, él mismo, excesivo, desmesurado para la conciencia que el ser humano venía haciéndose de sí mismo durante siglos de modernidad.
Yo no pienso, sino que acojo los pensamientos que me vienen (Nietzsche): soy, pues, este sujeto pasivo que no construye el mundo desde su centro, sino que lo sufre o lo padece antes de toda iniciativa. Caída del Yo activo hacia un Ello que lo habita. La muerte de Dios es también el hallazgo de este agujero en el sujeto, de esta "falta" (Lacan) en torno a la cual se organizan las significaciones. Porque no tenemos existencia, sino que estamos arrojados a ella, comenzados en ella (Heidegger) y nos vemos discurrir. Por todas partes vislumbramos un extraño en nosotros que toma las riendas sin necesidad de pedir permiso.
Claude Monet. San Giorgio Maggiore al atardecer (1908) |
De ahí que ya no podamos creer tampoco en un "sujeto de la revolución", como antes. Hay, presentimos, posibilidad de revolución, pero desde una red de encuentros cuyo centro está vacío. Como multiplicidad de hilos conformando una involuntaria tela de araña, se extiende un poder sin sujeto (Foucault), tal vez un capital no menos reticular y descabezado, sin general (Negri, Hardt).
Hasta en la concepción técnico-científica de nuestra mente, que no afirma nada de trascendencias, se escucha sollozante al Dios que agoniza. Lo mental sería, en efecto, una multitud de procesos de información dispuesta en ese formato conexionista que nadie protagoniza, computación sin yo omnímodo, vestigio de lo divino (Dennett, Inteligencia Artificial).
Donde hay Dios hay Bien y Mal, Verdadero y Falso, Izquierda y Derecha, Arriba y Abajo. Pero todo ese orden de referencias, en el que un creador divino y personal es sublimado, ha caído. La revolución de la física en nuestra época ha echado por tierra el espacio y el tiempo absolutos de Newton. El tiempo se hace relativo, dependiente de la velocidad y del punto de vista, y el espacio se curva, se retuerce, se pliega sobre sí como una túnica (Einstein, eco callado de Leibniz). Pero no solo eso, sino que, además, el "Dios no juega a los dados" (de nuevo Einstein) se derrumba unas décadas después de comenzado el XX. Porque la realidad última, la cuántica, ya no es imperio de la Ley, sino ámbito de probabilidad. Ya no es Fondo, sino un Sin-Fondo indeterminado, a-local, donde no se puede decir que X está aquí o allá. Para esa realidad ya no hay un universo de reglas como lo hay para las cosas, porque no es una cosa, sino el caos profano que precede al orden de las cosas (Prigogine, Thom).
Toda nuestra geopolítica, por otro lado, se reconfigura según el mismo acto de muerte de lo divino. ¿Dónde está el constructor del tablero de ajedrez? Hay torres que valen más que mil peones, y reyes, y reinas y caballos con inmenso poder, sí, pero todos han de jugar su juego en una escena de la que ninguno es origen primordial. Somos neobarrocos extremos y no creemos ya en una realidad anterior al teatro en el que se trama la vida.
Dios ha muerto en un sentido que no es religioso, sino metafísico
Hemos descubierto que no hay algo así como lo "primordial originario" más que como un recuerdo y una ilusión que nos ganan la partida cuando estamos distraídos. Ni la filosofía se atreve ya a creer demasiado en sí misma; hace tiempo que reconoció que no es la garante absoluta del conocimiento, sino, a lo sumo, el nexo que coliga los diferentes saberes y una fuente de preguntas que nunca cesará, porque sabe que la clave reside más en los problemas que en las respuestas y que avanzar no es más que problematizar de otra manera e interrogar a nuevas luces. Nuestras auroras ya no son un inicio, sino la juntura entre el difuso comienzo del día y el fin difuso de la noche, un entre-dos, un intersticio.
Lo Idéntico, lo que es tal cual "por naturaleza", como diría el medieval, es otro atributo de Dios que ha experimentado su correspondiente descenso al averno. Somos diferencia, proclamamos. Y una diferencia que no se establece entre identidades. Porque no muere la Identidad para hacer valer la multitud micrológica de sus hijos, sino que cada ser-idéntico se escinde internamente y se hace diferente a sí mismo.
José Carlos de Borbón. Paisaje con ruinas (1773) |
¿Qué clase de cosa es una "relación"? Algo que no es, precisamente, "algo", sino lo que pone en comunicación a realidades diferentes. Si A es su relación con B, entonces no hay A, no hay B "en sí", no hay suma de A y B. Hay heterogeneidad incalculable. Para nosotros, todas las realidades están compuestas por invisibles y espectrales relaciones.
¿Hemos comprendido todo esto? ¿Lo hemos asimilado?
Es el fenómeno del nihilismo, que aún no sabemos definir y que, por difícil, ya no se arriesgan a tocar los que todavía, a pesar de todo, escriben sus pensamientos. Pero este cataclismo no necesita, para hacerse valer, del consentimiento de los pensadores, ni de los poetas. Ni de los políticos. De nadie. Se desliza merced a su propio desnivel. Es un alud que avanza. Y lo sabemos, no podríamos permitirnos restituir a Dios en alguna de las ínfimas esquinas del mundo sin despertar, al mismo tiempo, el estruendo de su añoranza en todos los lugares. No podemos decir, aunque se nos escape, "sujeto de deseo", "centro de operaciones" o "meta común" sin electrizar a todos los Centros, Sujetos, Fundamentos, Fines y Cielos que, con la muerte de Dios, andan desfallecientes.
Ilya Repin. Estudiante nihilista (1883) |
El Greco. El coloquio de los perros (1577) |
La navidad nos confronta inconscientemente con todo esto. Pero "todo esto" es tan radical que nos aturulla y se nos hace extraordinariamente difícil pensarlo. Experimentamos la impotencia de bebernos el mar. Hemos perdido algo que ni siquiera podríamos abarcar con la mirada, porque estamos demasiado próximos al momento en que ocurrió, porque pertenecemos al movimiento mismo por el cual eso que ocurre nos conforma a nosotros y nos produce como ocurrencias suyas. Esta Gran Pérdida es la clave de la melancolía contemporánea.
Todos, por lo mismo, añoramos también hacia adelante y experimentamos esa melancolía de futuro a la que nadie escapa en nuestra época. Todas las gargantas quisieran gritar juntas un Mañana, una Aurora, un Renacer, y experimentan, con tan solo intentarlo, la vergüenza de confesarse creyentes de alguna cosa. Todo lo que anhelamos en positivo se nos muestra con esa faz de confesionario y nos hace retroceder, razón por la cual, espantados, nos refugiamos en el movimiento de la negación.
Lo negativo, el no-esto, el no-aquello, es la voz de nuestro destino epocal. Una voz que se cuartea en mil negaciones: contra el padre, contra el Estado, contra el Sistema, contra el capitalismo, contra... Estamos dando todo lo que podemos en este movimiento del contrariar y del negar, no cabe duda. Pero tenemos miedo de afirmar y de crear. Hemos llegado a palpar los secretos más recónditos del arte de la deconstrucción, pero retrocedemos horrorizados si nos nace, de improviso, un impulso creador.
De dónde sacaremos fuerzas para afirmar? ¿Cómo podremos revertir todo este torrente de consecuencias que se encadenan desde la muerte de Dios? Y, sobre todo, ¿cómo podremos hacerlo sin convertir la afirmación en una Gran Afirmación que exhume de nuevo a Dios y a sus absolutos ejes? Esta pregunta hace un tiempo que nos inquieta, aunque se nos escapa como un pez entre las manos.