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El sueño. Henri Rousseau (1910)
Filosofía en
Blog de Luis Sáez Rueda
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Adolescencia. Sobre la virtualidad de lo real

Junio 25, 2025

La serie Adolescencia me parece simplemente genial. Genial la idea, genial el tratamiento cinematográfico, geniales los diálogos, las actuaciones… Pero, fundamentalmente, constituye un examen lúcido de lo que puede y no puede llegar a ser el mundo que llamamos «virtual».

Para empezar, hay que decir que nuestra época no descubre algo absolutamente nuevo. Ya en el Barroco, esa contra-modernidad del XVII o modernidad-otra en la que el pensamiento hispano apareció destellante, se pusieron en cuestión las fronteras entre el sueño y la vigilia, la realidad y la ficción, la seriedad y el histrionismo teatral y otras muchas, como esta otra: la frontera entre realidad e imagen. La imagen barroca no pretende ser una «copia» o «mímesis» de un mundo que está ahí fuera y que es ajeno a lo imaginario y la imagen. La imagen intenta simbolizar precisamente al ser, al ser que es absconditus y que forma parte de la realidad como un retiro o sustracción en ella misma. La imagen quiere captar, no las cosas, sino esa fuga de las cosas en las cosas mismas, con la seguridad de que lo presente está atravesado por la despresencia de su ser más íntimo. Y esta despresencia hace de lo real imagen de una realidad ausente.

El sueño del caballero. Antonio de Pereda (1611-1678)
El sueño de S. José. Francisco de Herrera (1660)
La vida es sueño. Compañía Nacional de Teatro Clásico

Por lo mismo, todo lo que existe cuenta para el hombre barroco como una vuelta a sí imposible. D. Quijote se busca a sí mismo, pero su «identidad» es tanto la que actúa en la «tierra» como la que solo llegaría a plenificarse en el «cielo». Cielo y Tierra son extremos sustraídos. No hay realmente Tierra, porque el Cielo se ha sustraído de ella. No hay realmente Cielo, porque tendría que hacerse Tierra para mostrar su grandeza. Lo mortal y lo inmortal remiten el uno al otro, tanto como lo finito y lo infinito o lo ficcional con lo real. La realidad misma es imagen. Nuestra época no se está equivocando en esto. Y no se trata de que de lo real se pueda hacer una imagen a través de la representación, sino de que es imagen, en la medida en que expresa un absoluto que no puede llegar a cobrar presencia.

La vida es sueño. Claudio Ríos

La Realidad, con mayúsculas, era -para el hombre premoderno- lo Infinito. Y la modernidad, que volvió del retiro monástico a las verdes riberas de lo sensible e inmediato, lo diluyó sin apenas darse cuenta en pro de la perspectiva natualista, de donde proviene nuestra ciencia actual y nuestro progreso técnico, pero también nuestras sombras y una multiplicidad de latentes añoranzas. Lo Infinito huyó, y esa ausencia se tomó su revancha, haciéndose valer como una huella de oso lo hace ante la mirada temerosa del cazador.

La realidad neobarroca, la nuestra, es este presentimiento de lo que se insinúa en las cosas sin estar en ellas. Como todas las épocas de crisis y, en mayor medida, la barroca, nuestro mundo actual experimenta la presencia de algo que ya no está, presencia real de la ausencia y no solo una idea lejana de ella; toda una paradoja. ¿Qué es, si no, la red virtual que se extiende hoy globalmente? ¿No son todas las cosas que en ella aparecen huellas o signos de seres humanos que ahí no están presentes? El Barroco es precisamente esto, la vivencia de que el mundo es una escena en la que los personajes están enmascarados. Hasta Descartes, que fue el protagonista de la racionalidad, de la lucidez, de la certeza de que, si pienso, existo realmente, sabía que el mundo es un teatro y que las pocas verdades a las que uno llega son tímidas y pequeñas piedras que brillan en medio de un mar de sueño.

Larvatus prodeo

«Como un actor se pone una máscara para no dejar ver el rubor de su frente, yo, que voy a subirme al teatro de este mundo del que hasta ahora no he sido más que espectador, aparezco en escena enmascarado (larvatus prodeo) (…) Las ciencias ahora están enmascaradas (larvatae nunc scientiae sunt)»
(Descartes, Cogitationes Privatae, AT X, 213).

Por lo mismo, todo lo que hace el ser humano cuenta para el Barroco como una vuelta a sí que se emprende una y otra vez, pero que es imposible. D. Quijote se busca a sí mismo, pero su «sí mismo», su «mismidad», está repartida en muchísimas escenas, todas las que Cervantes fue capaz de concebir. Y no vive como si fuera completamente real. Actúa en una «tierra» que está gobernada por apariciones fantásticas y encantamientos. La Tierra, tan lagunaria y mentirosa, solo llegaría a resplandecer de claridad y plenificarse en el «Cielo». Pero el Cielo, que no es el reino de Dios, sino el ideal al que el Caballero de la Triste Figura siempre aspiraba, era -por hermosa y tan grande- inalcanzable. Cielo y Tierra son extremos sustraídos y el ser humano existe entre ambos, en un intersticio onírico y teatral. No hay realmente Tierra, porque el Cielo se ha sustraído de ella, dejándole un hueco profundo como el abismo. No hay realmente Cielo, porque tendría que hacerse Tierra para crear justicia y mostrar así su grandeza.

El hombre barroco busca la verdad, pero ¿donde está la verdad? Solo se quitaría el velo en un mundo ideal, mientras que en este ha de jugar, como un personaje cualquiera, con las reglas indirectas y torcidas del teatro. Por eso, más que declarar lo verdadero, la verdad hace un guiño ingenioso y apunta a un infinito que en la vida de los hombres está despresente, indicando así una presencia de la ausencia. Lo mortal y lo inmortal remiten el uno al otro, tanto como lo finito y lo infinito o lo ficcional con lo real.

Sueño de una noche de verano. Teatro Trifulca

La verdad ha huido del mundo

Queda en el mundo una verdad vicaria que también se enmascara, porque la verdad verdadera se puso en fuga. Ha de hacerse valer aquí esta pobre verdad segunda también mediante el artificio. «Abrió los ojos la verdad, dio en andar con artificio, usa desde entonces las invenciones, introduciéndose por rodeos, vence con estratagemas, pinta lejos lo que está muy cerca, propone en extraño sujeto lo que quiere condenar en el propio, apunta a uno para dar en otro, delumbra las pasiones, desmiente los afectos, y por ingenioso circunloquio viene siempre a parar en el punto de su intención»
(Baltasar Gracián, Arte de ingenio, XLVI)

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Sueño y presentimiento. María Izquierdo (México, 1947)

Hoy, sí, estamos en un momento neobarroco. No es casual, entonces, que las fronteras entre el mundo que llamamos «virtual» y el que calificamos de «presencial», así como las que supuestamente existen entre lo imaginario y lo real, se borren en nuestra época. La vuelta de una imagen del mundo como la barroca, por cierto, es un acontecimiento ontológico, por mucho que los detractores de esta noción solo quieran hablar de condiciones materiales de la historia.

¿Alguien se va a creer que el mero capitalismo va a generar una visión del mundo como la neobarroca? Hoy todo intelectual que se precie habla del poder omnímodo del capitalismo. Y no hay punto de vista más cerril en nuestro momento histórico que este. De que el aire esté en todas partes no se deduce que produzca todas las cosas. Lo primero es ubicuidad, lo segundo generatividad. Se puede asumir, en ese sentido, toda la crítica marxista a la esclavitud capitalista, como yo mismo hago desde que trabajaba de peón de albañil con mi padre y recibía los golpes que cualquier proletario recibe de la clase de los enchaquetados y encorbatados, siempre mirando desde arriba de la zanja mientras tú cavas abajo, como si estuvieses simbólicamente construyendo tu propia tumba. Se puede, digo, asumir esa crítica marxista, que es genial y que le provoca a quien la entiende de veras que se le salten las lágrimas de rabia y coraje. Pero remitir lo que sucede a ese único motor es una simplificación de las cosas cuya tozudez solo había sido alcanzada hasta el momento por el cientificismo de principios del siglo pasado. Así que si, por el hecho de que me ría a mandíbula batiente del obsesivo crítico-social que hace del capital el universal generador de todo, alguien replicara «pues oye, eres un burgués» o un «intelectual tradicional en vez de orgánico» o cualquiera de estas mamarrachadas, no dudaría en contestarle: «tal vez tú, que tanto hablas del mal del capitalismo, no lo has sufrido nunca en carne propia y por eso ni lo entiendes ni sabes distinguirlo de otros dolores y padecimientos». Yo sí. Y a mucha honra. Y defendería a un obrero antes que a un banquero. Con los ojos cerrados. Ahora bien, decir que el agua es fundamental para la vida no significa afirmar que la vida sea agua. Aclarar esto siempre será un fastidio cuando tenemos delante a un obseso monocorde y monotemático.

No, lo neobarroco no proviene del capitalismo, sino que, más bien, el capitalismo lo toma como un medio para expandirse, que es otra cosa.
Adolescencia es una obra que habla sobre las condiciones ónticas (materiales) de nuestro momento histórico al mismo tiempo que pone en evidencia parte de sus condiciones ontológicas (nuestra comprensión del ser de las cosas). Ónticamente se puede decir que la tecnología está facilitando el desarrollo de posiciones dogmáticas y falseadoras a través de la red que pueden capturar la mente de los jóvenes (y de los no tan jóvenes). Ónticamente se puede decir que el desarrollo de la IA y de los algoritmos permite embaucar a grandes masas de personas. Se podrá decir que estamos en un retroceso ideológico hacia una derecha fascistoide y estúpida. Todo eso es verdad, una verdad incuestionable. Pero ¿eso es todo, amigos y amigas?

Nos estamos quedando yermos de pensamiento si solo analizamos lo que vengo llamando desde hace tiempo «factopolítica». Pero, a menos que nos hagamos cargo de la ontología de nuestra época, no vamos a entender nada ni vamos a tener ningún efecto en la realidad. «Nihilismo», «ocaso como crisis de espíritu», «huida de los dioses», «racionalidad instrumental», «resentimiento generalizado», «espíritu de cálculo», «contragénesis» y otros conceptos como estos, legados por el pensamiento del siglo pasado a través de la crítica más profunda y audaz que una civilización haya realizado de sí misma, son condiciones necesarias para comprender lo que nos pasa. Y ahí es donde encaja esto a lo que me refería.

La ruptura de la frontera entre lo virtual y lo real que se está dando hoy es algo valioso. Hay que romper de una maldita vez con la lógica binaria y con el purismo del pensamiento identitario. No hay, pues, que volverse contra la red, lo virtual, la técnica, lo imaginario, lo ficcional, lo teatral, la IA, etc., como si materializasen nuevas fuerzas demoníacas. Hay que averiguar, más bien, cómo podemos, en las condiciones actuales, reelaborar una ética y un pensamiento crítico que sean capaces de distinguir de una forma no binaria o polar entre «virtualidad real creativa y generadora» y «virtualidad real destructiva». De distinguir pares así, que no son «blanco-negro», sino encrucijadas entre un blanco-negro admirable y un blanco-negro miserable. Hay que pensar una ética y un pensamiento crítico, en una palabra, para la época en la que Dios ha muerto.