Tierra y Destino. Luis Sáez

Tierra y destino (Barcelona, Herder, 2021)

  RESUMEN
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Hoy, cuando los síntomas de la crisis ecológica se hacen evidentes, tomamos conciencia de que nos acercamos peligrosamente a un punto de no retorno. Los estudiosos nos ofrecen muchas razones para pensar así, pero, de cualquier modo, podríamos decir que el proceso por el que vamos haciendo de la Tierra un lugar inhóspito se convertirá, conducido a cierto extremo, en un destino. Pues este ha sido siempre aquello que, una vez desatado, ya no se puede evitar, transformando lo probable en lo completamente previsible, en lo inexorable, como fueron para Edipo el parricidio y las nupcias con su madre vaticinadas por el oráculo.

Pero el destino no es exclusivamente lo que tememos; es, al mismo tiempo, el arma simbólica que hemos utilizado contra la Tierra. Ante ella, en efecto, hemos adoptado una actitud de dominio, lo que ha conducido a concebirla como eso que está destinado, incluso desde un punto de vista religioso, a servir a nuestros intereses. Salvar a la Tierra de su trayecto hacia lo inhóspito significa, por tanto, liberarla, no solo de esa temible fatalidad que emergería realmente tras el punto de no retorno, sino también de las concepciones que tenemos de ella y que la someten a un destino que hemos inventado nosotros. Y es que lo que hagamos con la Tierra depende profundamente de cómo la concibamos, lo que atañe ya no exclusivamente a la ciencia, sino también a la filosofía. Intentando contestar a la pregunta “¿qué hacer?” ante la crisis ecológica, este libro se interna en las preguntas acerca de qué es la Tierra en realidad, qué lugar ocupa el ser humano en su seno y de qué modo el poder que ejercemos contra ella retorna sobre la comunidad. La ecología, así, se ve empujada a entrecruzarse con otros ámbitos de estudio necesarios: una antropología, una filosofía de la naturaleza y una teoría del poder.

Una visión de la Tierra que ha secuestrado nuestra atención es la que lleva a entenderla solo como un hábitat, que es el medio físico y biológico en el que se desarrolla la supervivencia. Ahora bien, esta perspectiva, no siendo falsa, se ha hecho peligrosa, al convertirse obsesivamente en la única que merece credibilidad. Tan intensa es ya la amenaza de un desastre ecológico, que para evitar ese destino se está focalizando la mirada únicamente en la necesidad de salvar la supervivencia misma de la especie. Pero las buenas intenciones que surgen de ahí constituyen una trampa fatal. Pues elevar la supervivencia al rango de lo más valioso es lo que, precisamente, nos ha conducido hasta esta dramática situación. Cuando el ser humano limita sus aspiraciones a la lucha por sobrevivir no lo hace como cualquier otra especie, integrándose en un conjunto mayor. Se distancia para observar a la Tierra como un objeto frente a él que puede controlar. Abandonada a sí misma, la voluntad de sobrevivir siempre termina transfigurándose en voluntad de dominar, lo que no hace más que intensificar el desastre temido. De ahí que sea necesario impulsar una experiencia que sirva de contrapeso.

Tener ecología significa, para los antiguos griegos, comprenderse en el oikos (hogar), situarse en un espacio como lo familiar envolvente. Es necesario recuperar la experiencia de una Tierra que no es simplemente un medio frente al cual nos definimos, sino, más hondamente, un espacio que solo es comprensible al ser habitado desde el interior. Pero ello implica una modificación de la mirada que permita superar la escisión enfermiza del sujeto actual, oscilante entre las experiencias de una vida deprimida, en la que el fondo resulta asfixiantemente inhabitable (mundo de cien), y otra volátil, a la que asciende para engañarse (mundo etéreo). Pues una vida con verdadera altura de miras y valores elevados se forma a condición de que, al mismo tiempo, pueda hundir sus raíces en lo que la envuelve. La Tierra que se habita es, en este sentido, también lo telúrico, esa naturaleza que, por debajo de lo visible, se siente como una vigorosa e invisible profundidad que se toca con los afectos y que no es racionalizable; aquello que los griegos llamaron Physis.



El mero interés por sobrevivir y la voluntad de dominio han conducido asimismo a pensar el orden de todo lo que puebla la Tierra en la forma de una totalidad inflexiblemente reglada, como si contuviese un destino maquínico en su interior. Pues no se puede dominar lo libremente impredecible y lo salvaje, razón por la cual ha sido preciso negarle toda espontaneidad y creatividad propias. Frente a esta perspectiva han aparecido en la historia reciente diversas teorías, desde las emergentes en la física no determinista hasta las que afirman que los seres de la Tierra se relacionan mediante una auto-regulación cibernética (hipótesis Gaia). Frente a esta última, que sigue dominada por la metáfora de la máquina, el libro se posiciona al lado de aquellos que comprenden lo viviente como un conjunto autopoiético, es decir, capaz de auto-organizarse de forma creativa. Ahora bien, el autor desarrolla una noción propia de auto-organización, a la que denomina gesta.

Gesta es la naturaleza en toda su amplitud, desde lo físico a lo humano, pero en el preciso sentido según el cual se hace a sí misma al auto-generarse creativamente («gestar-se») en medio de luchas («gestas») contra el dominio de las leyes. La ley es lo que tiene que ser obedecido por todos los seres, pero al mismo tiempo aquello que debe ser desafiado para mantener una auto-organización creadora. Según esto, todo huye del caos, pero el caos no es el desorden, sino por el contrario, el orden completo: fundirse con la ley, que es sujetarse a un destino férreo, coincide con la desintegración y la muerte. Hay, pues, en la naturaleza una gesta telúrica cuyo sentido precede a la propiamente humana. No podemos proyectar, sin más, nuestra propia experiencia sobre el modo en que procede la naturaleza, pero sí podemos partir del "supuesto" de que lo que llamamos, en la vida de los seres humanos, "gesta" es la subjetivación de un proceder pre-subjetivo y anónimo. La gesta de la naturaleza carece de sujeto, pero prefigura a la que aparece ulteriormente como autoexperiencia voluntaria y consciente, tanto en los individuos como en los pueblos.

La cultura, en ese todo, es la historia de las gestas humanas, no en oposición a la naturaleza, según la escisión dualista tradicional; tampoco en la dirección delirante de lo post-humano, sino como una concreta y asombrosa expresión de lo pre-humano. Lo verdaderamente post-humano es lo pre-humano.

Todas las formas de servidumbre y alienación que sufren los seres humanos en su vida social son, de acuerdo con esto, el sometimiento a un tipo de reglas que no surgen de sus gestas, sino que se les imponen en la forma de una ley extraña que anula su voluntad. Lo peculiar del presente consiste en que la esclavitud no procede solo de las intenciones dominadoras de unos seres humanos contra otros. Las leyes más temibles son ahora las fríamente anónimas. Y es que los instrumentos y medios que ha utilizado el ser humano para el dominio de la Tierra han alcanzado un grado tal de sofisticación, que se han autonomizado de su voluntad, controlando el rumbo entero de la comunidad y dejando pocos resquicios para la libertad.

Se trata, según el autor, de tres poderes que actúan como fuerzas ciegas. El primero concierne al capitalismo, que ha adoptado una inercia prácticamente ingobernable, determinando al Estado, incluido el democrático. El segundo es el procedimental, un dinamismo que tiende a disolver todos los fines en procedimientos formalizados. El tercero es el espíritu de cálculo, una tendencia a reducir todas las cosas a lo puramente cuantificable, de un modo muy próximo a como lo haría una matemática de la vida. Estos tres dinamismos se trenzan y, unitariamente, dan forma al paradigma del poder en la actualidad: el agenésico-gestionario. El modus operandi de este, según el autor, va más allá del poder sobre la vida (biopoder), porque actúa vaciando la idea misma de «vida»; es un poder que sustituye hoy al de las sociedades de adiestramiento (Foucault) y de control (Deleuze). Ambas necesitan mantener la vida como condición para moldearla y conducirla. La sociedad gestionaria, en cambio, es nihilista y thanatológica: no se dirige a moldear la vida, sino a colapsarla. Extirpa la posibilidad de auto-generación creativa, dando lugar al sinsentido de una vida fatídica, entregada a dinamismos indisponibles, que es como una muerte-en-vida.

Por este motivo, va analizando el autor, desde el comienzo del libro, el malestar colectivo que, a su juicio, crece en el presente: una dolencia que proyecta la ruptura con lo telúrico hacia el interior del psiquismo colectivo, provocando la angustiosa sensación de que, llevados en volandas por un destino sin rostro, terminamos perdiendo en la vida el suelo firme; tal es el sentido, en las lenguas latinas, de «enfermedad»: Infirmitas.

Hay una forma de sobreponerse al destino: reactivar el espíritu trágico. Con toda prevención, el libro entra en esta cuestión separando lo trágico de lo desesperanzador y, sobre todo, de una huida catastrofista. En la tragedia genuina, el héroe no huye del destino, sino que se fortalece solo cuando lo reconoce y lo experimenta con el inevitable dolor que implica. Es entonces cuando, en el máximo peligro, crece en él lo que lo salva, como dijera el poeta. Ante lo que se presenta como lo ya destinado, como si de una ley se tratase, el sentimiento de dignidad es catapultado a su más alta intensidad. Lo más digno emerge ante la amenaza de no disponer ya de alternativas. Y esa dignidad de lo trágico es lo que restituye en el doliente su impulso a convertir su proceder en una gesta, solo a través de la cual se hace a sí mismo realmente. Proponiendo este espíritu trágico para el presente, el autor se interna, finalmente, en una reflexión filosófico-política para pensar nuestra crisis actual como una oportunidad en vistas a renovar la dignidad y una buena dosis de heroísmo en las pasiones; desde ahí desarrolla las ideas, entre otras, de una ecología gestante y un cosmopolitismo telúrico.