Las tesis fundamentales del libro son las siguientes:


La condición humana: «ser errático»

El ser humano posee «mundo» por la circunstancia aporética según la cual lo «habita» y está arraigado en el sustrato de su abismática demanda, por un lado, y comprende éste, su ser-en-el-mundo, justo en la medida en que se experimenta radicalmente en el acontecimiento del extrañamiento. El extrañamiento es ese posicionamiento del ser humano en su medio, en virtud del cual es capaz de experimentarse admirado, interrogante, y también perplejo, ante lo real. El animal está incrustado en su entorno y vive inmerso en él. Pero nosotros podemos comprender lo que nos rodea sintiéndonos extrañados por el hecho de que lo que es sea como lo vemos y no de otro modo. Es por esta capacidad del hombre por la que éste tiene, no sólo un «medio ambiente», sino «mundo». La experiencia del extrañamiento permite decir de lo real «es» y aprehenderlo, así, como un lugar que se habita significativamente, comprensivamente. La fuerza del extrañamiento es la raíz de la condición ex-céntrica, la cual le permite experimentar que, si bien, pertenece de hecho a un mundo concreto, no pertenece, de derecho, a ninguno en particular. En otros términos, es al mismo tiempo, céntrico (inmerso en) y ex-céntrico (fuera de). Y esto no le ocurre alternativamente, sino conformando una unidad, una unidad discorde, una unidad con dos caras diferentes y, en cierto modo, contradictorias entre sí.

El hombre es ser errático, no porque posea diferentes moradas, sino más bien porque es el ser que está continua e inexorablemente en camino. En cuanto habita un mundo, se halla en el seno de un magma de sentido y en la responsabilidad de escuchar la interpelación que de éste emerge. En cuanto excéntrico y extrañante, está lanzado a la exterioridad, hacia los confines de su mundo, ex-cediendo su pertenencia por medio de la responsabilidad y de la aventura consistente en saltar hacia una nueva tierra, aún por-venir. El ser humano es ese tránsito, ese intersticio, «entre» o intermedio, de estar en ciernes o en estado naciente, en la emocionante tensión entre radicación y erradicación, habitar y des-habitar, tener lo propio de una pertenencia y estar en proceso de ex-propiación. Estamos arraigados y, en el corazón del arraigo, parte ya una línea de fuga hacia lo extranjero y extraño. Siendo en la tierra, estamos desterrados, pero no como flotando en el aire, sino en el trayecto de conformar una nueva tierra que todavía no existe. El ser errático, por ello, es tránsito, lugar de un «entre» que es una especie de no-lugar, una especie de nada productiva, hasta el punto que podría decirse que el hombre es el ser que se sostiene sobre la nada productiva entre su centricidad y su excentricidad.



La sociedad actual es «estacionaria», ajetreada «organización del vacío
»

Nuestra sociedad no existe, sin embargo, en ese nihil creativo y altamente productivo del pasaje y de la trashumancia, sino en el nihil de un vacío, de una ausencia de mundo, de un paraje sin contenido y sin sustancia. Esta afirmación choca con la evidencia de que nos encontramos en un tiempo de convulsiones sin fin, de ajetreo desenfrenado y hasta de estresante movimiento. Pero justamente ahí radica la paradoja: lo que ocurre es que, en ausencia de mundo, el hombre hoy, tal y como ocurre en ciertos procesos neuróticos, emprende una huída hacia delante. Ya que no puede hacer un nuevo mundo, ya que se mantiene en un yermo páramo, emprende un movimiento compulsivo y sin cese, intenso, estremecedor. Pero como dicho movimiento no hace un mundo nuevo, se limita a calmar el malestar del vacío. El autor expresa esta situación como la propia de una sociedad estacionaria ocupada febrilmente en la organización del vacío. Organización del vacío es un vértigo de acción sustentado, paradójicamente, en la parálisis, un tráfago del hacer y del transitar que pivota, paradójicamente, sobre la inmovilidad.

Es necesaria hoy una ontología crítica, que desenmascare «patologías de civilización», entendidas como formas de la «ficcionalización del mundo»

La sociedad estacionaria es germen, debido la irrealidad de su presunta acción, de una ficcionalización del mundo, es decir, de procesos de sustitución del encuentro con la realidad problemática por subterfugios o ilusiones en las que es fantaseado, pero no realizado, dicho encuentro. Es a las manifestaciones de este fenómeno general, de carácter ontológico, a las que el autor llama «patologías», rehuyendo en ello la escisión oposicional «normal-anormal». Lo «patológico» se sitúa en la condición de posibilidad de cualquier oposición similar: es la condición de un desasimiento, de un ser-sin-mundo. Algunas de estas «patologías», así entendidas, que el autor destaca serían las que denomina «realización por desrealización», «deflación de la potencia», «judicialización de la vida», «inflación pedagógica», «organización de la apariencia», «resentimiento generalizado», entre otras.

El acontecimiento es una unidad discorde fuerza-sentido (gesta)

Las tesis anteriores fuerzan a Sáez a una discusión con Heidegger. Si bien acepta que lo errático posee figuras negativas (patológicas), destacadas ya por el autor alemán (como el «flotar en el aire», la «falta de paradero» o el «estar sobre el rastro»), le reprocha haber olvidado el sentido positivo de lo errático, expulsándolo del acontecimiento. Como resultado de una intensa confrontación, denuncia la parcialidad de los logros de Heidegger: se mantiene aún en una ontología que no atiende a la discordancia entre pertenencia y extradición y que, por ello, no acierta a descubrir la inherencia de la impropiedad en la propiedad del acontecer, errores a los que denomina «clausura de lo propio» y «eterno retorno de la apelación».

Pero Sáez desea incluir esta crítica en otra global que pretende ir más allá, simultáneamente, de Heidegger y de Nietzsche. El primero reduciría la dimensión de la potencia a la del sentido, mientras el segundo incurriría en la reducción inversa. Ambas reducciones atraviesan, según el autor, la filosofía contemporánea y deben ser desplazadas por una comprensión del acontecer en la que fuerza y sentido conforman una unidad irrescindible y discorde a un tiempo, a la que llama «gesta».

El logos es "pensamiento naciente" e ingenium

El pensamiento, desde este punto de vista, no es una instancia derivada respecto al ser o existir y, por decirlo frente a Nietzsche, respecto a la vida. El ser errático es, él mismo, acontecimiento pensante. Claro está que por «pensamiento» no puede entenderse el explícito, reflexivo y consciente dar razón de. Los juicios expresos, los argumentos presentables, las concepciones en cuanto contenidos acotables, operan sobre un pensar sub-representativo, que es, respecto a ellos, nervadura im-presentable e irrepresentable. El pensar es, se podría decir, el curso en el que la interrogación extrañante vive incursa. Es un encuentro franco y abierto con la problematicidad de lo real y, en su mismo movimiento, no puede dejar de generar un modo de habérselas con dicha problematicidad, una articulación inteligente y pre-lógica de la experiencia. También, en esa medida, el pensamiento no puede confundirse con sus producciones presentables. Es en la medida en que acontece. Como acontecimiento, ni emana de un fundamento, ni está orientado a un término pre-existente. Es en estado naciente. Y, por arraigar en un encuentro con lo problemático es una unidad del habérselas-con y del arreglárselas-en, unidad que Sáez analiza recuperando el barroco (graciano) término de ingenium.La «idealidad normativa» es la superficie de las creaciones heroicas del «hombre cenital». Hay que «ontologizar a Kant»

Ontologizar a Kant: el imperativo cenital

De estas reflexiones, Sáez deriva una exigencia que, desplegada con rigor, podría sustituir al imperativo categórico kantiano sin instaurar por ello una moral deontológica o una nueva forma de razón pura. Se trata de la exigencia de una existencia cenital, condición necesaria de la persistencia del intersticio que une y separa a los hombres, de ese «entre» o hendidura sin la cual no habría espacio de comunidad, de ese caudal de nada productiva sin cuyo curso no podrían tampoco existir y transformarse los márgenes. El término cenit hace relación con esa disposición de la luz en virtud de la cual la sombra recae verticalmente sobre uno mismo. Evidentemente, no cabe la posibilidad del cenit en el curso de la praxis. La sombra que proyecta nuestra propia locura no puede recaer exclusivamente sobre el que la porta ni ello es deseable, pues, en un sentido positivo, posee productividad: representa la perspectiva de cada individuo o colectividad y es necesaria para las relaciones humanas. Lo que se llama hombre cenital no es en modo alguno el ser humano que emprende el camino de anular la sombra productiva de su locura. Es el hombre capaz de olfato para percatarse, aunque no haya nunca seguridad en ello, de que su sombra, esta vez, oscurece al otro hasta el punto de cerrar el «entre», la distancia o intersticio del que se alimenta la comunidad y, junto a ello, la tarea de procurarle al acontecimiento un porvenir. Es el hombre lo suficientemente fuerte como para actuar, en tal situación, de una forma que el autor califica de heroica: nunca podrá zafarse de la parte de locura improductiva, cegadora, que acompaña a su locura productiva. Pero podrá jugar con ella en el uso del ingenio, habérselas creativamente con ella, de tal manera que su sospechado influjo oscurecedor no anegue los intersticios humanos. Es por esa noble meta por lo que preferirá que dicha sombra recaiga sólo sobre él mismo, a pesar del dolor y de la soledad que semejante propósito le depare. El hombre cenital porta su locura productiva y ni siquiera se le pasa por las mientes someterla a cadenas. Pero sabe lanzar una mirada de pesquisa a la parte de locura destructiva que lo acompaña y posee el valor suficiente para colocarse como reto el que semejante sombra no recaiga más que sobre sí mismo. En ese empeño, el hombre cenital emprende el proyecto de convertirse en valedor de sí. Tarea imposible de colmar, con toda probabilidad, pero susceptible de ser convertida en un principio de vida para quien, en tiempos de anonadante vacío, valore aún la posibilidad de grandeza en el hombre. El hombre cenital, por otra parte, proyecta su exigencia existencial en «creaciones heroicas» (de las cuales sería un ejemplo la Declaración Universal de los Derechos Humanos).

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