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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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Gestotecnia (II): técnicas de privatización del malestar
03 / 05 / 2022


Continúo aquí la descripción de un conjunto de técnicas actuales, la gestotecnia, que emana de un tipo de poder característico de las sociedades de finales del siglo XX y principios del XXI, el poder gestionario y agenésico (gestión agenésica). Pero antes de ofrecer una definición directa, me detengo aun en el intento de perfilar algunos ejemplos. Hemos delimitado ya una clase de estas técnicas, la herotecnia, destinada a forjar artificiosamente una nueva heroicidad de postín, ligada al éxito puro, al éxito en cuanto tal o, lo que es lo mismo, al éxito, no como posible término y consecuencia de un fin, sino como fin en sí mismo, caso en el cual el éxito funciona, además, como certitudo salutatis, confirmación interna de una experiencia de salvación. Hay otro grupo de gestotécnicas que está orientado a la privatización del sufrimiento compartido o malestar colectivo. Se trata de procedimientos de confinamiento psíquico, consistentes en hacer pasar por individuales enfermedades de civilización.

Los límites entre el malestar colectivo y el individual son tenues. En toda historia personal yace la historia de la comunidad a la que pertenece; de ahí que los pesares así llamados "íntimos" estén trenzados con los compartidos. Cuando el individuo "se siente mal" hay una parte de padecimiento que proviene de la completa singularidad de su vida, pero otra parte de este emana de una experiencia del mundo que, por su textura, es de un "nosotros". Por otro lado, no todo malestar puede ser llamado "patológico", sino solo aquel que surge de una falta de libertad. El individuo la pierde cuando oscuros procesos inconscientes actúan en él como una cuasi-ley o cuasi-naturaleza, como un mecanismo ajeno que habita en su interior y que actúa como un déspota. Lo patológico no es lo desviado respecto a una norma -la "norma" de la "normalidad"-, sino la sujeción completa a una norma ajena no consentida y asumida desde sí y que, por ello, se le impone desde lo hondo con la inercia e indiferencia de un destino. Algo semejante les ocurre a las unidades humanas: las hermandades, las hordas, las sociedades y, finalmente, las civilizaciones. No todo lo que pertenece a estas y genera dolor puede ser llamado "patológico". Sólo se hacen acreedoras de ese calificativo aquellas experiencias de sufrimiento en las que dicha unidad humana pierde la capacidad para gobernarse a sí misma, para fraguar su propio devenir, es decir, para gestarse desde sí. La patología no es otra cosa que una alienación a través de la cual el ser humano se pierde a sí mismo como agente de su vida en beneficio de un poder espurio.

Lo que un poder espurio destroza es lo que podríamos llamar gesta. El ser humano es ese ser incompleto marcado por el anhelo de hacerse a sí mismo. Su ser es hacer-por-ser. Pero, como el "ser" propio -pensando esto con rigor- no puede ser "hecho" (fabricado), sino dado a luz -y, ciertamente, a través de fuertes dolores de parto-, es más adecuado a la cosa misma entender este "hacerse" como un "gestarse". Y todo gestarse pide sus gestas. Pues entrar en un proceso vital de auto-génesis engendradora significa ineludiblemente entregarse a aventuras a través de las cuales cabe reinventarse o recrearse. Las vías para la libertad humana son, bien miradas, siempre gestas, pues el individuo o la comunidad que osa gestarse abre, en ese mismo acto, la posibilidad de perderse, de fracasar o de sucumbir en medio de los peligros que toda mudanza autotransformadora lleva en sí.

El dolor es patológico, pues, si la gesta de sí y las gestas por las que esta transita no nacen de la libertad autocreativa sino de la necesidad que imponen dinamismos al margen de tal libertad, es decir, dinamismos ciegos y autonomizados. La patología, tanto en el individuo como en la comunidad, consiste en la sustitución de lo libre de ser por el destino, sea el que impone un régimen económico, sea el que proviene de la funcioanalización de la vida o de cualquier otra actividad que llegue a separarse de la voluntad en la cual encontró comienzo y a regirse por su propia inercia, cada vez más fuerte y ajena, cada vez más deshumanizada y anónima, hasta adquirir esa inexorabilidad que tiene el destino.

La vida occidental está siendo colonizada por un trenzado de dinamismos inerciales constituido por el capital, el funcionalismo operacional o procedimental y el espíritu de cálculo. Del servilismo colectivo a estas fuerzas ciegas se deriva un dolor también colectivo, no reductible al de los individuos concretos, aunque se exprese en el psiquismo de cada uno de ellos. Entregada a estos destinos, la comunidad pierde pie, cayendo simbólicamente, como señalaba Binswanger, en el sentimiento de una tierra fangosa o de cieno, o bien, siendo llevada en volandas a un mundo etéreo. No es otro el sigificado que posee "enfermedad" en el origen de nuestras lenguas latinas: Infirmitas. Sea bautizada así (a falta de una clarificación más minuciosa que aquí no puede hacerse) esta experiencia supraindividual de malestar, un nuevo malestar en la cultura que carece de objeto. Carece de objeto porque no es provocado por "esto" o por "aquello", es decir, por entidades del mundo que serían representables en la forma de causas concretas, sino que es vivido como una inquietud o desasosiego informe y vago.

Un malestar con objeto admite representaciones mentales; las genera en el mundo mental del que lo padece: un miedo a figuras de autoridad o a un contexto humano amplio (sociofobia), una dificultad para realizar tareas mínimas de la vida cotidiana (descenso del tono vital y hasta de capacidades cognitivas), una imposibilidad para experimentar placer con lo que una vez fue placentero (anhedonia), etc. Ahora bien, un malestar que afecta a la comunidad pierde sus representaciones, así como los indicios de sus causas. Y es que tal malestar no pertenece a ninguno de los sujetos en particular, sino a lo que los pone en relación. Habita en la multiplicidad de los entredós, en los intersticios de la comunidad. Afectando a todos, no se inicia en ninguno. Se trata, en el fondo, de un estado de enajenación colectiva a la que la comunidad ya se ha acostumbrado. Por eso, es experimentado por el individuo concreto como un fondo de inquietud y de falta de ser cuya fuente ignora: es incapaz de reconocer en tal aflicción un "por qué" y un "de dónde".

Desde luego, tal malestar debe interpretarse como una voz de alarma procedente del inconsciente colectivo, un inconsciente que alberga la tensión hacia la autocreación, hacia la gesta de sí y sus gestas, y que se ve ahora colapsado por la invasión de mecanismos que someten este deseo de libre auto-organización y auto-determinación a sus leyes fatales. El malestar colectivo es un estado de enajenación compartida en la que ya no hay lugar para las gestas, pues la dirección de la praxis ha sido tomada por lo opuesto de la gesta: la ley inexorable.

Sin embargo, la sociedad presente huye de este dolor civilizatorio. En vez de considerar al padecimiento psíquico de los individuos concretos como síntoma de este otro más hondo, nuestro tiempo propende a encerrarlo en el individuo, como si sólo proviniese de los rasgos específicos de la personalidad y de la biografía singular.

Es cierto que cada ser humano sufre a causa de motivos que se internan en su irrepetible existencia. Pero, como venimos señalando, a él llegan los efluvios del malestar colectivo, con toda su ambigüedad y carencia de forma. Son los malestares que tienen lugar en este substrato profundo lo que, en nuestra época, causa los mayores sufrimientos, dando lugar a patologías de civilización. Sin embargo, las más variadas perspectivas acerca del sufrimiento psíquico desatienden hoy con rotundidad esta dimensión del inconsciente gestante (que hemos definido en otro lugar) y de las formas en que es sometido, reprimido o colonizado.

Hay que señalar, en este punto, que el malestar sin objeto producido por nuestra civilización occidental es semejante al sentimiento de «pérdida» que experimenta el melancólico. Pérdida de algo inconceptualizable, innombrable y difuso, comparable a un sol negro al que se mira y al que, sin embargo, no se puede ver, porque destella en exceso (1). Ahora bien, la experiencia de «lo perdido» no está vinculada a un trauma pasado del individuo (una falta de amor, un abandono). Lo perdido es la capacidad misma para ser, es decir, para auto-gestarse creativamente -habría que insistir-. Y lo esencial de este sentimiento de ausencia radica en que no es del sujeto, sino que está en él: viene a él desde lo colectivo-civilizacional, que no tiene ningún «yo», porque es trans-subjetivo. El dolor, entonces, que produce nuestra vida occidental es anónimo, anterior a los mundos privados de los sujetos, aunque se injerte en la circunstancia concreta de cada uno de ellos.

Al vincular el dolor fundamentalmente con el «mundo interior» del sujeto, nuestro presente rehúye hablar de los padecimientos que la humanidad porta en ella misma, en ese «interior del exterior» que es el inconsciente gestante. Negando este dolor colectivo, nuestra época lo privatiza. Lo achaca a los mundos privados de los individuos, a sus historias particulares y enredos personales. Hace lo mismo que el capital y la política neoliberal, que no reconocen la autoridad de la esfera pública. Y esta privatización del dolor produce dos consecuencias fundamentales. En primer lugar, exculpa tácitamente a la civilización occidental y, más ampliamente, a la deriva del tejido civilizacional global. En segundo lugar, inventa a un nuevo héroe para justificar esa exculpación, al héroe de los infortunios privados, lo invita a luchar dentro de sí mismo contra sus propios demonios, a sobreponerse ante sus traumas y errores. El individuo es conducido así a "trabajarse a sí mismo", a indagar en su historia personal en búsqueda de traumas o autoengaños. Nada en ese recorrido parece proceder de la realidad misma, es decir, de ese mundo inmundo del que el malestar colectivo es el verdadero testimonio. Todo lo que, presuntamente, pueda provenir de la experiencia colectiva de padecimiento es arumbado como "problema objetivo" de un mundo que es lejano, que aparece en las noticias de los medios de comunicación y que, en todo caso, es causa de indignación, no de perturbación psíquica (perturbación en el psiquismo colectivo). El mal del mundo es, así, purificado de lo que lo convierte también en un mal-estar. Así opera la privatización del malestar. Todo se origina, no el mundo, sino en el fuero interno de un paciente, que es convertido, de por vida, en un combatiente de sus propios delirios.

Pero con este giro se asesta un golpe mortal a lo que antaño fue llamado sentimiento trágico, el cual coloca a quien lo experimenta en la lucha contra destinos que afectan al ser humano en cuanto tal, a la humanidad. Pues este héroe ensimismado ya no es el que representa a lo enterizo de los hombres, a lo que somete universalmente. Es el héroe domesticado, lanzado a su lucha doméstica, la de su subjetividad o casa particular del alma.

Nacen así las técnicas de la privatización del dolor. Estas no surgen de intenciones conscientes por parte de agentes políticos o económicos. Pueden irrumpir, sí, en la conciencia de individuos concretos, que las ponen entonces a disposición de sus intereses particulares. Pero la privatización de los sufrimientos no es, ella misma, privada. La privatización de los sufrimientos es, más bien, un impulso público sin cabeza visible, una propensión sub-estructural que surge del terror del ser humano presente a mirarse como una horda global involucrada en gestas globales. Las teorías conspiratorias emanan también de ese terror, pues están alentadas por el pavor a reconocer la autoridad anónima de lo común. Y las conspiraciones, si las hay, no construyen técnicas de este tipo, sino que se hacen depositarias suyas. El colectivo es un doliente que se privatiza a sí mismo a través de padecimientos personalizados. Y de tal impulso emerge un arte técnico, una téchne. Cada individuo se ve hoy compulsivamente inclinado a tratarse técnicamente a sí mismo. Lo dirige un cuidado de sí ocultamente ególatra, propulsado en su íntima fibra por la necesidad imperiosa del descuido del nosotros. Pues lanzar una mirada a este «nosotros» significa iluminar lo realmente doloroso, lo cual infunde temor.

Esta gestión privada de lo doloroso tiende a ser superada subjetivamente y florece sobre el humus aportado por la represión del padecimiento compartido. Se comprende entonces que tales técnicas —que cada sujeto aplica en su propia vida sin necesidad de un método consciente— lleguen a constituirse, con el tiempo, en técnicas institucionalizadas dirigidas a desplazar la gesta colectiva a la gesta íntima. Toda la psicología cognitivista es un tipo de gesto-técnica, pues parte del principio de que no hay que cambiar el mundo, sino nuestra experiencia íntima del mundo (los pensamientos sobre el mundo). Mucho tendría que transformarse el psicoanálisis para escapar a la privatización del malestar colectivo. Porque para el psicoanálisis no hay padecimientos colectivos propiamente dichos, sino, a lo sumo, padecimientos individuales que se repiten en cada uno de los sujetos de la comunidad. No piensa a la comunidad como un campo humano sin sujeto central y como un conjunto mayor que la suma de individuos. Pero el psicoanálisis se percatará de esto algún día e intentará superarlo, pues su propensión no es, precisamente, la de la connivencia con el poder.

Hay muchas expresiones de esta gestotecnica dirigida a la privatización del malestar: el estilo de la psicología de autoayuda, pero también todas las técnicas que, adaptando cierta filosofía oriental que ha perdido su sentido en el campo del anfitrión, centran la lucha en el logro de una atención a sí mismo y en la construcción de un espacio interno invulnerable a los desequilibrios del mundo. Las expresiones son muchas. Hoy crecen. Y veremos en las décadas venideras muchas variantes que aun no conocemos.

Pero estas técnicas consituyen solo un ejemplo más de la gestotecnia, cuyo lema podríamos ya avanzar como primicia: "lo que solo puede ser gestado, el gestarse y las gestas, ha de ser construido con técnicas". La gestotecnia -como describimos en otra entrada- es una ingeniería de lo salvaje.


(1) Utlizando esta metáfora de Nerval, Julia Kristeva nos explica cómo para el melancólico lo que experimenta como ausente no es un «objeto», sino «la cosa» en general. Cfr. Kristeva, J., Sol negro. Depresión y melancolía, Gerona, Wunderkammer, 2017, pp. 27-28. V. también el interesante estudio de Carlos Fernández Atiénzar, Melancolía. Clínica y transmisión generacional, Barcelona, Xoroi ed., 2019.


[Ver Tierra y Destino, Barcelona, Herder, 2021 (pp. 168 ss.)]