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Filosofía en presente
Reflexiones sobre nuestro tiempo |
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio.
Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar. |
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La errancia del ser humano |
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La expresión ser errático no se refiere al hombre del desarraigo, aunque sea cierto que este fenómeno se extiende como una mancha de aceite. Aspira, más bien, a señalar un estrato ontológico del ser humano en cuanto tal. Errática es la existencia de suyo, no porque condene a una diáspora desalmada, sino porque impele a la creación de mundo desde el mundo. Si el hombre es un ser que tiene mundo, a diferencia de una roca, es porque lo habita, por un lado, pero también porque es capaz de situarse excéntricamente ante lo que lo rodea, por otro. Sin el extrañamiento que acompaña a la mirada humana desde un principio no habría lenguaje que contuviese el verbo ser.
| El canto errante. Rubén Darío (1907) |

Entre la pertenencia y la extradición, la centricidad de la morada y la excentricidad de la distancia, el ser errático es encrucijada. No lo constituyen dos mitades, como al Conde Demediado, sino un solo curso con dos orillas, una que se expande hacia lo que es, otra que se desploma en desfiladero y tiene la oscuridad por delante. |
La leyenda del Holandés Errante, originaria de los Países Bajos,
ha cautivado a marineros durante siglos |

Sin embargo, la erraticidad dignifica al hombre, lo coloca ante su radical soledad y le pide el salto continuamente más allá de lo firme. Como un arco tendido, es antes potencia dispuesta a lanzarse que estructura o forma esculpida a buril. De ahí que haya que distinguir al extrañado respecto al mundo y vagabundo por ello, del errático imponderable que atraviesa la historia y que es sólo en la medida en que se hace. Ocurre, paradójicamente, que nuestra sociedad, ajetreada hasta el extremo, afanada en un movimiento sin cese, es estacionaria: no se mueve, a pesar de las apariencias, sino que simplemente organiza su vacío. |
Si tenemos mundo no es exclusivamente porque somos en él. Es, al mismo tiempo, porque podemos distanciarnos excéntricamente de lo inmediato. Para que exista una situación y sea vivida en cuanto abierta, es necesario que podamos, ya siempre, experimentarla con extrañeza. Estando situados en contextos concretos, podemos, no sólo trascenderlos, sino ponerlos entre paréntesis, hacer una epojé. Naturalmente, no desde una altura etérea y pura. Extrañarse respecto a un lugar mundano que nos ha hospedado hasta ese momento implica, al unísono, colocarnos en otro lugar.
| Olga Tokarczuk- Los errantes (2007) |
Pero, tan cierto es que en este viaje de la vida, una y otra vez recomenzado, pertenecemos siempre a un mundo concreto, como que en la incesante reapertura del extrañamiento, no pertenecemos a ninguno en particular. Tenemos lugar, topos, y somos en ninguna parte (u-topos). El mismo orden de cosas que establecemos nos es familiar y extranjero (exótico). Estamos arraigados, y en el corazón de nuestro arraigo nos sentimos también oscuramente desterrados. El hombre es un ser errático.
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Radicación y e-radicación remiten el uno al otro, de modo que comprenderlos en su independencia o autonomía conduce a un sinsentido. Ser-en-el-mundo significa habitar un horizonte comprensivo y comprehensivo, pero al unísono mantener una distancia excéntrica respecto a él. Estar incardinado en un «mundo» no implica exclusivamente pertenecer a su campo de juego, si ello quiere decir corresponderle en la forma de un experimentarse interpelado. A esa nervadura del mundo, de la que emana la fuerza apelativa que invita y convoca a un modo de ser, le es inherente un carácter extrañante. Nos resulta extraño ser partícipes de un curso mundano de existencia. Y ello ocurre tan originariamente y de modo tan radical como, por otra parte, acontece que nos sintamos vinculados a él, alojados en su entraña. Quizás sea el extrañamiento una posibilidad cuya aparición es más inusitada o extraordinaria que la de sentirse incurso. Pero hay que presuponer que está ahí, siempre acechante, pues pertenece a la relación sub-representativa hombre-mundo. Si hay, para este ser, algo así como «mundo» es porque puede experimentar-se involucrado en él. Y no es posible esta experiencia sin que, al mismo tiempo, lo que involucra y concierne quede destacado en cuanto tal, extraído de una ciega uniformidad. Si el hombre puede decir «es» no es sólo porque se experimente incardinado. Es necesario para ello que aprehenda al mismo tiempo, la incardinación misma. Ahora bien, semejante acto de aprehensión no es posible sin presuponer una capacidad de distanciamiento respecto a la realidad. Sólo un distanciamiento excéntrico en el seno mismo de la centricidad mundana puede recobrar la muda existencia en la palabra «es» y la ciega pertenencia en la palabra «soy».
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