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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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Martin Heidegger (I). La pregunta por el ser explicada a los niños
20 / 11 /2022

 
Hay cuestiones filosóficas que parecen, cuando se las encuentra, un gran constructo artificial y que, en realidad, bien "empuñadas", se nos desvelan como experiencias que hemos albergado siempre, nos hayamos dado cuenta de ello o no en un tiempo pasado. Incluso, podemos retrotraerlas a la infancia y recordar que ciertas inquietudes, nacidas allí sobre un suelo tan pobre e ingenuo, eran ya, in nuce, esa cuestión filosófica a la que vuelve el adulto que se hace preguntas. Un caso muy destacado es el de esa actitud interrogante que solemos emblematizar con la expresión "pregunta por el ser". En Martin Heidegger nos conduce, además, a una tesis que pareciera confusa o intrincada, cuando en realidad resulta clara, y hasta diáfana, si es aprehendida su fibra germinal. Afirmaba Wittgenstein que lo que puede ser dicho puede decirse con claridad. Pero, ¿qué es un "lenguaje claro"? La alta matemática rebosa transparencia, aunque solo para quien comprende su trayecto y su abrupta cifra. Hay, sin embargo, otra claridad más universal, y es dicha en la lengua de la misma vida, es decir, en la experiencia que llamamos vital, con la sola condición de que no constituya una trivialidad. Pues las trivialidades son muy confusas, mientras que los pensamientos con verdadera hondura pueden ser experimentados con nitidez.

Ningún otro pensamiento articula con mayor centralidad la filosofía heideggeriana que el que lleva por título "diferencia óntico-ontológica". Comprendiéndolo se tiene acceso a todo un vasto territorio del pensamiento contemporáneo. Valga la siguiente caracterización.


En la existencia estamos siempre sumergidos. Nos internamos en ella casi (solo casi) como el agua en el agua. Y entonces estamos ante los entes concretos. Un ente es cualquier realidad concreta: una institución, una mesa, un libro o un campo de fútbol. Pues bien, sumergidos en la existencia, decíamos, nos situamos ante entes concretos. Mejor: ante el ser de entes concretos: nos sumimos en el partido de fútbol y estamos ante el modo de ser de ese ente, el fútbol. O nos sumergimos en el ser de ese mundo que es el juego infantil, si llevamos los niños al parque. Sabemos cuál es el modo de ser de estos contextos en los que, prácticamente, nos diluimos participando desde su interior. No hace falta explicarlo. Lo vivimos y lo comprendemos. Del mismo modo, podemos estar ante el ser de la relación amorosa, ante el ser de una clase de filosofía, ante el ser de esa situación en la que "tomamos una cerveza" con una amistad, ante el ser de un sufrimiento cualquiera.... Y ahora nos damos cuenta: no hay entes, así tal cual. Hay entes como un modo de ser. Cada ente tiene su modo de ser. Hay ser (del)-ente.

Ahora bien, ¿qué pasa con el ser, con el ser en cuanto tal? Todo "es", y "es" de un modo o de otro, así o asá, es en un modo-de-ser. ¿Qué pasa con el ser tomado por sí mismo? Lo primero que experimentamos será, tal vez, que "hay ser en general". Hay cosmos, es decir, planetas, soles y demás. Hay vida vegetal, animal, cultura humana.... Hay ser. Somos ya "en el ser".

A continuación es muy posible que entremos en un proceso de extrañamiento. Hay ser. ¿Y no es esto algo extraño? ¿No despierta en nosotros una perplejidad? Justo en este punto comenzaría, quizás, un segundo paso en la experiencia del ser. Ya no estamos inmersos en el mundo, sino que nos desplazamos hacia su frontera y lo contemplamos como un todo. Hemos interpuesto una distancia extrañante entre el mundo habitual y nuestra mirada, que está ahora perpleja contemplando desde un límite fronterizo del mundo. Surge entonces una inquietud radical. Hay ser, por supuesto, pero ¿por qué el ser y no más bien la nada? Abandone toda cuestión conceptual al respecto. Retroceda a la infancia o a algún momento de excentricidad extrañante de su vida. Identifique esa pregunta, pero no como una pregunta explícita que usted se hace sobre algo. Identifíquela como una actitud, como una actitud interrogante. Esa actitud extrañante nos ha asaltado alguna vez y la hemos acogido y sostenido, o bien, la hemos expulsado rápidamente debido a su carácter terrible. ¿Por qué el ser y no más bien la nada? ¿Y si todo fuese, finalmente, nada y volviésemos a fundirnos con ella en unos años? ¿No es terrible?

Pero se trata de ver lo que de aquí hay de sorprendente desde otro ángulo. Abandonemos ese carácter terrible que nos hace pensar en la posibilidad del sinsentido y en la seguridad de la muerte. Porque, en realidad, el peso de la pregunta reside en otra de sus caras.

Esta otra cara es la siguiente. Nos damos cuenta de que tal pregunta no puede ser respondida. Si a la cuestión "¿por qué el ser y no más bien la nada?" respondemos "porque X", la pregunta no queda satisfecha, sino que, más bien, vuelve con más brío: "¿y por qué 'porque X' en vez de 'porque Y'? "Porque Z"... "¿Y por qué porque Z y no porque W? Aquí nos percatamos no solo de que no puede ser respondida. Nos percatamos de que, si no la podemos responder no es a causa de nuestra limitación, a causa de la limitación de las capacidades humanas. No. Esa pregunta no se puede responder porque a la pregunta misma le es inherente el no poder ser respondida. Venga el más inteligente de los posibles seres del universo, si es que los hay (supongámoslo por un instante). ¿Podría este ser "superior" responder a esa pregunta? Evidentemente no. Todo lo que podría hacer es contestar que, en vez de ser porque X, Y, Z o W, es porque "&" (siendo "&" una "respuesta" o "razón" informulable para nosotros, humanos). De acuerdo. Entonces, siempre se le puede devolver la cuestión: ¿Y por qué 'porque &? Ya hemos detenido las ínfulas de la supra-inteligencia que nos salió al paso. Y le habremos indicado con ello que la pregunta no es, de modo inherente, de esas que tienen respuesta. Ni para nosotros ni para ser pensante alguno. Pensar con radicalidad es ya situarse en ese extremo, en esa posición-límite.

¿Y qué sentido tiene una pregunta que inherentemente carece de respuesta? Aquí se da otro paso. Tiene el sentido de ser una pregunta que se sostiene sobre sí misma. Vale por ella misma. Y vale porque (ahora lo vemos, o, mejor, lo "empuñamos") es una posición interrogativa que está supuesta en nuestra existencia: gracias a ella somos capaces de decir "es". Es este valle. Es aquel río. Es esta sociedad de hoy. Es el amor. Es el sufrimiento. Hay preguntas que "se hace" o "plantea" el ser humano; hay algunas, como la que estamos experimentando, en las que el ser humano solo "se coloca": cuando las comprendemos, no podemos decir que "albergamos una pregunta", sino que "somos albergados" en ella, porque la descubrimos como un hogar o morada donde siempre hemos habitado, aunque inconscientemente.

Una horda primitiva se encuentra, en su errar, un valle nuevo. Está muy bien situado y es asombrosamente fértil. Desde un altozano, esos hombres primerizos (más que primitivos) lo otean. Y ocurre algo esencial. No experimentan simplemente, al modo instintivo, algo así como "alimento" o "refugio". Experimentan lo siguiente "(es el) valle". Y es que una íntima conmoción se ha adelantado hacia el rostro surgiendo no se sabe bien dónde, una conmoción cuya aparente nimiedad esconde un secreto bien guardado: es una admiración, una especie de veneración, un sentimiento de asombro, confusión, perplejidad... Pero todos estos estados (admiración, veneración, asombro, confusión, perplejidad, etc....) son vestiduras de un mismo acontecimiento, a saber, de un extrañamiento primordial que late más hondo: "(es el) valle". Acompañamos cada visión de las cosas con un silencioso "es", y semejante ligadura (entre lo que se nos presenta y el sentimiento del "es") constituye la cifra de todo lo que nos distingue del resto de los seres de la naturaleza; también de todo lo que no sabemos explicar. Ese "X (es)" (en vez de no-ser") ya hemos averiguado a qué da lugar: representa la clave misma de la inteligencia. Ser inteligente es poder decir "es" (esto de aquí o aquello que se presenta allá). El "es" es la actitud inteligente misma, la actitud que posibilita "ver", "contemplar", "saber". La inteligencia es existencia y el nacimiento de la existencia consiste en el acto formar parte de un espacio iluminado. El "es" es como un claro en un bosque. En el bosque, si es muy tupido, vemos solo árboles. Y en claroscuro. Pero he ahí que nos encontramos un claro en el bosque. Desde él vemos el bosque entero, el bosque en cuanto tal. El acto o acontecimiento "es" constituye al ser humano y nos coloca en el "claro del ser". Ese claro es ya la conciencia, la base más íntima y profunda de la conciencia, consistente en estar "ante X" lúcidamente. Somos en el claro de ser.

La pregunta por el ser, entonces -y aquí damos otro paso más- no es una pregunta que se haga el ser humano. Tampoco una pregunta que otro ser ponga en el ser humano. El ser humano es esa pregunta viviente. Allí donde esté el ser humano habrá un brotar del preguntar -"¿cómo es que...?" Y porque el ser humano es, radicalmente, pregunta por el ser, se pregunta explícitamente por el ser del cielo y de los astros y empieza a hacer ciencia; se pregunta por el ser de lo viviente y comienza a hacer biología..... se pregunta por el ser suyo, por el mismo ser del ser humano y se lanza... ¿a qué? A hacerse a sí mismo. Porque, si somos la pregunta por el ser, somos, respecto a nosotros, pregunta por nuestro ser. Y esto quiere decir que no somos un ser "X" o un ser "Y", sino esto: somos el ser cuyo ser es indefinido, el ser que ha de darse forma, hacerse a sí mismo. El ser del ser humano es vocación de ser. Y ahora nos percatamos de que esta experiencia resuena en todas partes y de que ha sido expresada en muchos modos. ¿De dónde procede, por ejemplo, la conciencia atónita del renacentista, cuya curiosidad no tenía límite?

«Acabada su obra, el gran Artífice andaba buscando alguien que pudiera apreciar el sentido de tan gran maravilla, que amara su belleza y se extasiara ante tanta grandeza (…). Por eso, una vez acabada la obra (…) pensó en crear al hombre. No había ya arquetipo sobre el que forjar una nueva raza, ni más tesoros que legar como herencia a la nueva criatura. (…) En consecuencia dio al hombre una forma indeterminada, lo situó en el centro del mundo y le habló así: ‘Oh Adán: no te he dado ningún puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado. (…) A los demás les he prescrito una naturaleza regida por ciertas leyes. Tú marcaras tu naturaleza según la libertad que te entregué, pues no estás sometido a cauce angosto alguno. (…) No te hice celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal. Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti, pues eres el árbitro de tu honor, su modelador y diseñador. Con tu decisión puedes rebajarte hasta igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas» (Pico de la Mirándola, G., «Discurso sobre la dignidad del hombre», en Santidrián, P.R. (comp.), Humanismo y Renacimiento, Madrid, Alianza, 1994, pp. 121-153, p. 122-3).


Ya hemos asido lo que había que aclarar. Desde aquí, en efecto, podemos entender esa tesis, solo aparentemente abstrusa, de la diferencia óntico-ontológica. Somos pregunta por el ser. Pero al ser, en el movimiento mismo del devenir, somos siempre inmersos en algo, en una taberna, en una biblioteca, en una manifestación.... Cuando estamos inmersos en algo -habíamos dicho- estamos en relación con el ser-del-ente (la taberna, la biblioteca, etc.). ¿Qué ha pasado con el ser en cuanto tal? Sigue estando, pues la pregunta por el ser, como vemos, nos constituye. Ocurre que la pregunta por el ser (en cuanto tal) se retira ahora hacia lo profundo para dejar paso a la pregunta por este ser concreto, el del átomo, digamos. El de cualquier ente. Recapitulemos. Al preguntar por el ser -y dado que no tiene respuesta su por qué- hemos alcanzado esta experiencia, que estaba en nosotros: "ser", es decir, "es (todo lo que me rodea)", "(hay) ser". Pues bien, al centrarnos en el ser de un ente (y lo estamos en la vida cotidiana de continuo) ya no tenemos la mirada puesta en el ser en cuanto tal. Ahora bien, el ser, como decimos, no desaparece. Se retrae, en nosotros, a una oscuridad. Se nos oculta. Y ahora vemos que, si no se nos ocultara la experiencia radical del ser en cuanto tal, no podríamos tener la experiencia del ser del ente.

Diferencia óntico-ontológica: la diferencia entre ser y ente. Bajo la experiencia del ente yace la del ser en cuanto tal, pero retraída al fondo, "oculta". El ocultamiento del ser es condición de la aparición del ser-del-ente. Y lo que se oculta no es algo separado, algo que se separa del ente y se va a otro lugar. Hay, más bien, un acontecimiento con dos direcciones al unísono: ocultamiento del ser que permite, por contragolpe, el des-cubrimiento del ente. No son dos procesos sucesivos, sino uno solo con dos caras, haz y envés: ser (que acontece y se oculta a un tiempo) y ente, que es permitido ahora en su aparecer y en su presencia sobre el fondo del ser. Ser y ente no pueden separarse, pero no coinciden, mantienen una unidad en su diferencia.

Un paso más y basta. Precisamente porque en el estar inmersos en el mundo el ser se nos oculta dando espacio al ente, hay ya una tendencia en la experiencia del ser a que este, el ser mismo, sea olvidado y creamos que solo hay ente, solo entes por todas partes. En ese caso, ya no mantenemos en el fondo aquella experiencia que tuvimos de tan niños o cuando el hombre primordial arribó a un inmenso y espectacular lugar de la naturaleza: aquella experiencia del hay ser, y el ser se expresa en este ente, miro al ente y el ser no se desvanece, permanece una y otra vez como "ser ocultándose" en el mismo acto de abrir el espacio al ente. En tal caso ocurre, más bien, que el ser humano empieza a desligarse de la experiencia del ser, a olvidarla, a sepultarla en una nube de polvo tan espesa que se llega a experimentar, profundamente esto: "hay ente y nada más que ente; hay entes y el resto es nada".

¿Y qué puede ocurrir con un ser humano que olvida el ser y vive con la experiencia "ente y no más que ente"? Ocurre que ese ser humano pierde su ser (preguntarse por el ser), pierde su inteligencia y se liga solo al ente. Ligarse solo al ente es tenerlo, poseerlo, atraparlo, acumularlo. El ser humano olvida su propio ser y resulta que este ser humano, tan lejos de sí mismo, se yergue ahora entre los entes y proclama: "soy el dueño del ente". El olvido del ser conduce al enseñoreamiento del hombre sobre la totalidad de lo exist-ente. La Tierra -se dice entonces- es del hombre; y es del hombre el conjunto de los animales y seres vivos; y es del hombre el destino de todas las cosas. Ese hombre que ha perdido su ser se envanece, convirtiéndose en un ser cuyo más preciado afán consiste en dominar lo que lo rodea. De esta actitud básica ya se puede deducir todo lo demás.

Esta es la base del pensamiento de M. Heidegger.