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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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Contra el uso fascista de la expresión "Revolución Molecular Disipada"
24 / 05 / 2021


En medio de las recientes protestas (abril y mayo de 2021) por parte de diversos sectores de la ciudadanía en Colombia contra varias políticas neoliberales del gobierno -contrarias a toda norma de igualdad y equidad-, surgen viles usos del Estado neoliberal para legitimar sus acciones. Ocurre en Colombia, pero lo que allí sucede nos enseña sobre el devenir fascista que emerge en el mundo entero.

Vayamos al caso colombiano primero. Las protestas tienen lugar sobre el humus de una situación de pobreza, desigualdad e iniquidades [Boaventura de Sousa Santos lo resume muy bien]. No solo están siendo reprimidas estas protestas por la policía y comandos especializados de las Fuerzas Armadas con una brutalidad espantosa, sino que, además, el Estado represor se arma con macabras pseudodoctrinas que pretenden lavar la cara a sus acciones (asesinatos, detenciones masivas con violencia, violaciones, vejaciones de muchos tipos). Recientemente, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, difudió en Twuitter un llamamiento a resistir la "Revolución Molecular Disipada", aunque de un modo tan vago y confuso que solo siembra especulaciones, lo cual forma parte, tal vez, de las intenciones mismas del mensaje, dado que de lo que se trata es de confundir en el plano de las ideas. 

La expresión lleva directamente a Alexis López, un investigador chileno muy polémico en su país hace 20 años, porque lideró un encuentro internacional nacionalsocialista que fue cancelado en su momento. Hay una entrevista reciente (06-05-2021) a Alexis López que recoge el ideario fundamental, fascista, en su aplicación a qué es y cómo combatir la Revolución Molar Disipada y, también, una entrevista anterior ( 22-05-2020) bastante parecida y elocuente.

¿Qué sentido tiene ese concepto y qué lugar ocupa en la estrategia de represión? La fórmula conceptual "Revolución Molecular" (a la que Uribe y Alexis López añaden el término "Disipada", fue empleada por Feliz Guattari en varias ocasiones y aparece ligada también al nombre de G. Deleuze, en vinculación con el libro que ambos autores escribieron conjuntamente en la década de los 80 del pasado siglo, Mil Mesetas (Valencia, Pre-Textos, 2000). La Revolución Molecular tiene, en ese texto, el sentido de una movilización del pueblo en contra de la opresión de los aparatos institucionales y estatales, pero es deformado por la ideología represora para designar a una forma de guerra de guerrillas tramada malevolamente por la población; esta interpretación tiene el fin de justificar las acciones de represión como legítima defensa del Estado contra enemigos internos. Todo esto es macabro y permite comprender no solo parte de lo que ocurre en Colombia, sino un rasgo constante de la ultraderecha en todos los lugares donde hoy crece como un reguero de pólvora que augura nuevos conflictos en el mundo. Veamos dónde reside el engaño estratégico y cómo procede.

Antes de nada, es preciso aclarar mínimamente el concepto de "Revolución Molecular" (una aclaración más detallada, no solo de esta noción, sino del andamiaje conceptual de Mil Mesetas, está disponible en la grabación de una ponencia que sobre ello ofrecí en el Ateneo de Granada en 2013). Una sociedad, según la concepción filosófica de Deleuze y Guattari, posee dos caras heterogéneas, la molecular y la molar. Probemos con una analogía. Un individuo puede ser considerado desde dos perspectivas. Desde una de ellas (la molecular), el individuo es el conjunto complejo de afectos que lo recorren: tendencias, fobias, filias, anhelos, miedos y temores, valoraciones arraigadas en el sentimiento, interpretaciones de las cosas, etc. Unifiquemos la relación entre estos afectos con el término "deseo". El individuo es, en este plano, entonces, una retícula afectiva y práctica de deseo.

Pero el deseo no existe independientemente o por sí mismo; está encarnado en una materia (macrológica o molecular): las acciones globales del individuo y sus posiciones, también globales, ante los problemas que lo rodean. El deseo molecular es invisible (no se ve, huele o toca), subsiste en la profundidad como un caudal que se experimenta. La materialización, corporeización o encarnación del deseo es lo visible, la praxis que está a la vista de todos. Pues bien, entre el plano molar y el molecular existe, ineludiblemente, una tensión. En el plano molar todo llega a ser tipificado; en él se crea una costumbre o una norma de conducta: un "modo" de actuar, una "forma" de comportamiento, etc. Y todo lo tipificado tiende a hacerse rígido, fijo, permanente, como un conjunto de reglas y parámetros a los que acude el individuo en su vida. La retícula de hilos que conforman el deseo, por el contrario, está en continua ebullición, cambia, se expande; constantemente están surgiendo nuevas formas de desear, de anhelar, nuevas tendencias y propensiones.

El plano del deseo, pues, no es fijo y permanente, sino que cambia y deviene, se transforma. Pero la transformación que el deseo "pide" al individuo desde la profundidad encuentra el freno de las tipificaciones molares, que no se dejan modificar. El orden molar, por tanto, tiende a contener el crecimiento del individuo, a encapsularlo, a momificarlo. Todo avance en libertad y en intensidad de vida tiene lugar, en consecuencia, cuando el deseo contenido y retenido, empieza a expandirse según su propia tendencia interna, chocando con los límites y fronteras que le impone el orden molar. El oden molecular, finalmente (si es que la vida se abre paso) se convierte en un deseo que desborda tales límites molares y los hace estallar, obligando a que las pautas globales de comportamiento, en tal plano molar, se transformen.

Llevando esta analogía al campo social, resulta que lo molecular es el deseo del colectivo, es decir, del pueblo (un deseo formado por una gran retícula de propensiones entretejidas); lo molar es el orden de lo instituido: todos los aparatos de administración, todas las instituciones y también el Estado. Si una sociedad avanza es porque, en determinado momento de estancamiento y de crisis, el orden molecular puja por escapar a los límites del orden molar. Es este plano el que hace avanzar, porque consiste, precisamente, en la vida creciente, abriéndose paso a través de transfiguraciones que la hacen más rica e intensa. Este orden molecular está organizado diferencialmente, es decir, mediante relaciones de recíproca afección e influjo, de manera que no posee jerarquías.

El orden molar, en su estatismo, sí que impone jerarquías y desigualdades como condición de su sostenimiento. Pues bien, decir "revolución molecular" es referirse a un estado de extrema tensión entre lo molar y lo molecular. Es la situación en la que el fajador de lo molar asfixia al devenir molecular, la situación en la que el pueblo ya no puede ser tal, porque está impedido para evolucionar. En ese caso, surgen "líneas de fuga", lineamientos concretos del deseo que desafían los barrotes de la jaula institucional-molar. Surgen en diferentes direcciones y van haciendo síntesis diferenciales entre sí, agrupamientos cada vez más densos y pujantes. El orden estatal se ve, entonces, minado, en trance de deconstrucción. Y se defiende. Se defiende reforzando los límites rígidos sobre los que está establecido. Comienza así una intensificación de la tensión hasta que lo molecular, si tiene suerte y vigor suficiente, fuerza a un nuevo orden molar institucional.

Nadie diría, si esto se comprende, que la revolución molar es una guerra. Ningún individuo diría que sus propios deseos le están declarando la guerra. Diría, más bien, que sus deseos lo empujan a crecer y que tal crecimiento encuentra resistencias que provienen del miedo a la transformación. Del mismo modo, la revolución molecular no es ni a-social ni contra-social, sino una dimensión inherente a la sociedad en cuanto tal. Es la fuerza del devenir social hacia realizaciones nuevas, es la vida (social) abriéndose paso. Y la resistencia molar, institucional, es un modo de terror al cambio y un encorsetamiento que pretende mantener desequilibrios, jerarquías y estructuras de represión.

Bien, ¿qué hacen Uribe y Alexis López al tomar ese concepto? Lo toman, no como deseo social, sino como hostigamiento del orden social. Colocan en el deseo un principio extraño al deseo: la guerra. El deseo no es una guerra; eso es absurdo; el deseo no es más que una tendencia a la vida libre y profunda. Sólo se desliza así, creando espacio a la libertad y profundizando la estancia del ser humano en la tierra. El deseo es, en el fondo, anhelo de ser. No tiene a la guerra como objeto, afirman incansablemente Deleuze y Guattari. Y esto es comprensible para todo el mundo. Cuando yo encuentro en mí un deseo, me coloco en la necesidad de intensificar mi ser. El deseo, pues, sólo se convierte en "hostil" cuando se le oponen coerciones sistemáticas. Es como un grupo de seres humanos que se desplazan por la tierra inmensa, recorriendo un espacio que no es de nadie (porque es de todos). ¿Qué ocurre si este grupo encuentra una alambrada? Por supuesto, intenta abatirla con el fin de proseguir. ¿Es ésta una acción de guerra? De ningún modo: consiste simplemente en apartar un obstáculo, cosa perfectamente legítima desde el punto de vista de la libertad y de la vida. Si hay hostilidad, pues, en el movimiento de un pueblo en función de su deseo o anhelo de ser es porque se le obliga a ello. Y, en cualquier caso, siempre será una consecuencia secundaria, jamás un fin.

La estrategia de los mandatarios en Colombia consiste en tomar el deseo como una organización deliberada y destructiva contra la sociedad, como una confabulación contra la sociedad. De ese modo justifican que las fuerzas del Estado no actúen como necesarios mediadores del deseo social, es decir, como fuerzas que obligan a que el deseo social se exprese y avance sin violencia (teóricamente, las fuerzas del orden están para esto y nada más). No. De este modo se consigue, más bien, considerar al deseo del pueblo, a los manifestantes, a las protestas, como un proceso de guerra procedente de una "confabulación oculta" que proviene de un cuerpo cancerígeno (y consciente de sí). El Estado construye así la ficción de que lucha en defensa de la sociedad, que estaría amenazada por las fuerzas del mal. Y toma, finalmente, a los que se expresan y protestan como enemigos intencionalmente belicosos, contra los que hay que actuar, en consecuencia, mediante la guerra desde el gobierno y a través de las fuerzas armadas. El asesinato contra el pueblo adopta la engañosa forma de un acto de protección del pueblo. Se trata, pues, de una inversión. La víctima es presentada como verdugo. Tal es la estrategia.

Dicho esto para el caso de Colombia en las recientes circunstancias, ¿no se puede deducir de aquí una estrategia más extensa, más global, de la ultraderecha y de los sectores reaccionarios -del fascismo, dicho con claridad, que emerge a nuestro alrededor-? Hace bastantes años en lo que va de siglo que venimos presenciando este modo estratégico de operar. El mundo está en crisis espiritual y material y los poderosos se protegen en la caída. Para ello tienen que inventar todo un relato que convierta al pueblo, sometido y esclavo, en agresor. Las teorías confabulatorias no son azarosas o arbitrarias. Responden a una defensa del poder "molar" contra la expectativa, que clama desde todos los poros de la realidad, de una auto-transformación. El poder está, se podría decir, aterrorizado ante la visión de que el mundo que lo sostiene se viene abajo. Y ese terror se inviste de bondad y de moral, de legitimidad institucional para cometer crímenes y para eliminar a sus adversarios, al transformarlos, ante el mundo, en agresores de la vida y de la paz.

La estrategia de la ultraderecha, del fascismo emergente, implica invertir la situación real. Necesita convertir al lobo en cordero y viceversa. La inversión de los valores es, precisamente, el medio que, según Nietzsche, tienen los resentidos para vencer. Así que estamos ante un problema político, pero también ante un problema ontológico. El problema político tiene que ver con el crecimiento de ideologías que construyen un enemigo ficticio señalando al pueblo. El problema ontológico es el nihilismo. Un mundo que va siendo vaciado de sentido, es decir, un mundo que va siendo nihilizado, convertido en una nada, tiene que ser transformado. Son los seres humanos realmente fuertes los que comprenden esto, los que se dan cuenta de la necesidad de una reespiritualización del mundo a través de su transformación. Porque "fuerte", en este sentido, es el que es capaz de contemplar el abismo sin temblar y de intentar elaborar un puente hacia la otra orilla, la orilla lejana y brumosa de un mundo más justo y lleno de sentido. El débil, en cambio, es decir, el fascista y el reaccionario, se aterroriza ante el abismo, tiembla cuando contempla el vacío del mundo actual y se defiende ante su propio miedo y ante su propia impotencia.

Se defiende, en primer lugar, cerrando los ojos, no viendo el problema abisal, no mirando al abismo: se convierte en un negacionista. Niega que la Tierra está sometida a un peligrosísimo declive ecológico. Niega el calentamiento global. Niega que el capitalismo está topando hoy con sus mayores contradicciones. Niega que el pobre es pobre, que la desigualdad se extiende. Niega que el migrante sea un ser humano y lo convierte en otro invasor. Niega que la pobreza y miseria de los países de los que huyen los migrantes esté causada, en gran medida, por las acciones de los países poderosos, que han necesitado a una víctima colonial y a un fondo de recursos económicos, de materias primas. Niega que el virus del Covid sea realmente dañino, o que sea real, porque los que mueren no son, precisamente, los que tienen el lujo de recurrir a una sanidad privada carísima. Niega, en definitiva, a la sociedad en su sufrimiento. Y, por el mismo acto de negación, se convierte en un resentido. Resentido, sí, es el que se forja a sí mismo desde la negación de un otro.

El débil, reaccionario y fascista, se defiende, en segundo lugar, creando un relato sobre la Verdad. Fue Foucault quien formuló el necesario lazo que existe entre poder dominador y discurso de verdad (véase Foucault, M., La voluntad de saber). Un poder sólo se extiende si porta un discurso conforme a sus fines de dominio, un discurso capaz de generar una política de la verdad. Esta política de la verdad está encargada de re-definir los criterios de lo verdadero y lo falso que le ayudarán a instaurarse. Porque el poder, en una sociedad de la comunicación y de la información, ya no puede prosperar sin generar una forma de saber y toda una epistemología. De ahí que hoy asistamos al descomunal desarrollo de un discurso de la inversión, que es el del débil y resentido, el de la ultraderecha y el del fascismo que crece. Ese discurso tiene, antes de nada, que confundir, y por eso se desliza en las redes inventando todo tipo de falsedades. Sobre el suelo de la confusión, puede ya erigir un discurso que se presenta, precisamente, como esclarecedor de lo confuso, un discurso que dice tener claros los criterios de verdad y falsedad y los expone recurriendo a nobles ideales y absolutos. Aplíquese esto, dicho sea de paso, a las declaraciones de Abascal apelando a la Verdad, el Bien y la Belleza, los tres trascendentales de la razón o del ser (que un ignorante haga esto y lo diga ante sus ignorantes seguidores da cuenta suficientemente de lo artificioso de esta política de la verdad). Esos criterios que vienen a aclarar la confusión (que el propio discurso derechón ha generado) son, precisamente los que invierten el valor de la vida: el deseo del pueblo es transformado en acto hostil y belicoso; la búsqueda de igualdad (como la reclamada para cualquier tendencia sexual o de género, por ejemplo) es transformada en una caída en lo contra-natural; el ideal de redistribución de la riqueza es transformado en "comunismo autoritario" a la Stalin; la filosofía que pretende corregir la dialéctica de la ilustración (por la que la racionalidad autónoma se convierte en racionalidad estratégica) es tachada de posmodernidad relativista y descomprometida, etc. etc. Toda una inversión discursiva; hoy asistimos a ella, a esta política de la verdad como inversión en mil formas y direcciones. Pero todas tienen un mismo sentido: el débil y miedoso, que no quiere "ver" el declive de nuestro mundo civilizacional, el débil y miedoso al que se le caen los pantalones al contemplar el abismo y se convierte en negacionista, se venga del fuerte, que desea una nueva Tierra.

¿Y por qué -cabría preguntar- este poder fascistoide y este discurso nihilista reciben tanta acreditación a través de las elecciones y de los votos? ¿Por qué tiene tantos seguidores en el pueblo? ¿Por qué, en definitiva, hay un deseo fascista? Esto tiene una explicación política (en sentido estricto) y otra filosófica.

El fascismo es una tendencia política diferente a la del mero autoritarismo. Este último consiste en una imposición de lo molar sobre lo molecular, es decir, de los aparatos del Estado sobre el deseo del pueblo. El primero no impone, sino que seduce. El fascismo penetra en el interior del devenir social y genera movimientos en positivo que son congruentes con él. No obliga, sino que redirecciona el deseo molecular de un modo coherente con sus fines. Por eso Hitler dominó al principio desde la democracia y desplegó todo tipo de discursos seductores que movilizaron a su favor las querencias íntimas de la población. Para ello es necesario tener a la mano un buen mito, es decir, un buen relato sobre el origen de la colectividad. El mito es una memoria de los pueblos que intenta conservar su historia recurriendo a la idea de un "acto creador originario", el de los dioses tutelares. El mito eleva la procedencia de los pueblos a la estirpe de lo divino. Hitler supo hacerlo con gran maestría, convenciendo al pueblo de su origen extraordinario: el de una raza con un destino directivo en el conjunto de la humanidad. El fascismo español hace lo mismo: se remonta al mito de una "patria" que tuvo, en un momento privilegiado de la civilización, el alto destino de propagar la grandeza del cristianismo contra los infieles y de instaurar un imperio basado en valores trascendentes. Fascismos en Europa hay ya muchos. Cada uno de ellos tiene, si lo buscamos, su mito de fundación.

Filosóficamente, habría que decir que el nihilismo no es un fenómeno de clase; no concierne, si profundizamos un poco más de lo que he hecho hasta ahora, a los poderosos frente al pueblo. Es un fenómeno civilizacional que arrastra a una gran masa de seres humanos independientemente de su "lugar social". Es el "lugar vital" lo que importa aquí. Porque el nihilismo se forja y crece en aquellos que, ante una crisis, se retraen temerosamente, cierran sus ojos ante el abismo e invierten los valores. Y los seres humanos que hacen esto proceden de todas las clases sociales y de todos los ámbitos de la colectividad. La crisis ante la que nos enfrentamos concierne al ocaso de los grandes ideales que surgen de una vida pujante y llena de sentido, cuya causa es de tan compleja textura que desborda estas consideraciones. Lo importante reside en el hecho de que para tener miedo a la transformación cualitativa, que es lo que pide una crisis como la presente, basta con amarse a sí mismo por encima de la colectividad, basta querer conservarse a toda costa, basta poner el Ego como centro del universo de los valores. Y esto es algo que está ocurriendo a nivel masivo. Nuestra situación cultural de crisis, en definitiva, impele a no mirar de frente al ocaso y sus consecuencias globales; impele, por ese camino, a la huida reactiva y, así, al fascismo. Y nadie puede considerarse (tampoco el que escribe) a salvo de las tretas y acechanzas de éste. La lucidez hoy, si tuviera que emerger, debería proceder de la convicción de que todos estamos en peligro de perder la fortaleza y de dejarnos caer en el nihilismo. Intentar vencer las dinámicas de nuestro tiempo coincide con el esfuerzo por vencernos a nosotros mismos. A esa experiencia condujo el mal del siglo a Calderón, cuando puso en boca de Segismundo, después de que éste se hubiera desengañado de todo y llegado a la conclusión de que la vida que lo rodeaba era puro sueño, unas palabras ciertamente heroicas:

"Pues que ya vencer aguarda
mi valor grandes vitorias,
hoy ha de ser la más alta
vencerme a mí"
(La vida es sueño)


[Sobre el uso fascista de la noción de "Revolución Molecular Disipada" tuve el honor de participar como invitado en un Conversatorio realizado el 12 de mayo de 2021 organizado por algunos profesores del Departamento de Humanidades de la Universidad Santo Tomás de Bogotá]