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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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El principio fundamental de la Ética Cenital
28 / 06 / 2020


Se suele decir que los principios de carácter ético o moral no son propios de un sujeto que carece de esencia fija y cuyo ser consiste en un devenir constante. La comprensión de la condición humana que vengo defendiendo desde hace años, a saber, la que he dado en llamar condición errática, sería, según esa suposición -sostenida y proclamada por las éticas racionalistas y deontológicas-, candidata a la precipitada calificación de amoral o, incluso, de inmoral. Cuando comencé a forjar las claves de esta concepción del ser humano, deviniente en la errancia, intenté -en una fundamentación que implicaba discusiones con las posiciones de signo kantiano- vincularla a una ética precisa, a la que dí el nombre de ética cenital. Creo que, en los tiempos que corren, flagelados por la lógica oposicional, por los enfrentamientos constantes o, más radicalmente, por cierta propensión a actuar con el Otro desde el resentimiento (en un sentido nietzscheano), podría tener un sentido y, por qué no, hasta reclamar cierta necesidad.

Somos seres erráticos. Este es el punto de partida. Y es inexorable. Pero lo somos no porque andemos sin rumbo, como si desfalleciésemos constantemente y vagásemos al albur de alguna arbitrariedad sobrevenida o interna. Ser errático significa ser en el intersticio de los mundos: del presente y del advenir, del propio y del de los otros; ser en el quicio de las circunstancias, de las múltiples vidas que nos conforman, de lo ideal y lo fáctico. 

Habitamos céntricamente un mundo concreto, pero, al mismo tiempo, nos extrañamos de él. Si no nos produjese extrañamiento, no existiría para nosotros. Lo que no nos extraña no es. Pero esto implica que ya, en el mismo acto por el que pertenecemos a un interior cualquiera (un mundo, un horizonte, un círculo de existencia), estamos extraditándonos de él ex-céntricamente. Y nuestro ser no se cifra ni en la pertenencia céntrica ni en la extradición excéntrica. Somos la tensión entre estas dos potencias, impulso céntrico, ex-pulsión excéntrica. Lo somos en el mismo acto, no por pasos sucesivos. Soy aquí, en este campo de juego en el que me sitúo, y no soy simultáneamente en él, porque no puedo acallar la perplejidad excéntrica que me produce; y porque no puedo fundirme con nada, a pesar de vivir anhelando la fusión con todo, o precisamente por ello. Al internarme ya me he colocado -justamente en ese movimiento- de espaldas respecto al espacio viviente en el que me interno: en todo lo que habito estoy, irremisiblemente, en situación de despedida. Somos como Ulises, experimentando una Ítaca cuya presencia es tanto más real cuanto más ausentemente nos visita; entre la Troya que se esfuma y esa morada imposible donde aguarda el amor más venerado; atravesando siempre las turbulentas aguas entre Escila y Caribdis. Somos un entre, siempre un espacio intersticial céntrico-excéntrico, allí donde estemos, allí donde vayamos.

Comencé a darle forma a esta comprensión de la condición humana en Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad (2009). ¿Qué ética pertenece a tal condición?   Que seamos un entre implica que nos relacionamos con el otro en la medida en que él también lo es. Pero entre dos seres intersticiales la relación es también, y con mayor razón, un entre o intersticio. Él nos separa y nos une. Nos pliega. De alguna manera están entrelazados el entre que cada uno es y el de los demás. Se interpenetran como en un campo de trans-ducción o de real tras-pasamiento recíproco. Y esto hace más patente que la relación ética se juega en la necesidad de cuidar este entre o intersticio que liga y separa, como un pliegue, a los seres humanos entre sí, al propio ser errático (que ya es un entre) con el otro-errático, que es un entre pre-sentido resolviéndose en la bruma.


Si los vínculos, cruces o entretejimientos entre los seres humanos han de tejer un campo de juego agonístico capaz de generar desde sí procesos de crecimiento, es necesario que quede preservado el «encuentro» intersticial en cuanto tal, este entre de los seres erráticos, que somos todos los seres humanos. Pues éste, el encuentro, es la condición de que diversos cursos de acción mantengan su diferencia, por un lado, y la hagan valer de un modo recíprocamente enriquecedor, por otro. El encuentro es el espacio de la recíproca afección y, en ese sentido, la hendidura o brecha en la que se juega la gesta humana. Pues no somos: nos gestamos. A su través es vinculado lo diferente por la virtus de la relación diferencial misma, una relación en la que cada uno de los movimientos enlazados transforma al otro, siendo transformado por él. El encuentro entre los seres humanos es el cauce entre dos orillas que reconfiguran de continuo su silueta y, a la inversa, un litigio entre dos orillas que genera, desde sí, el curso del cauce. Este «entre» o «intersticio», bien mirado, no es un lugar prefijado propiamente dicho. Es el no-lugar que sirve de juntura entre los lugares; una nada, ciertamente, pero en la figura del nihil productivo que une y separa a los hombres, como si constituyese un pliegue entre ellos y por ellos. Y en cuanto nada activa, es susceptible de múltiples máscaras: es, por mencionar algunas, el silencio que permite la comunicación de todos los lenguajes, la oscuridad por la que las fuentes de luz reverberan unas en otras, el espacio de soledad sin el que no habría compañía.

Ahora bien, la existencia de cada uno se funda, además, en un fondo de existencia que se nos escapa debido a su extrema profundidad. Somos esa profundidad abisal. Y ésta resulta siempre ser un punto ciego. Todos los seres humanos albergamos un punto ciego. Es un fondo pre-racional, pre-reflexivo. Siempre está ese fondo en nosotros creativamente, es decir, permitiéndonos ser y generándonos. Por otro lado, sin embargo, es también la sima de sombra que comporta la luz. El punto ciego es el ojo que permite ver y no puede verse a sí mismo. Tal es la paradoja: él nos hace desde su silencio, pero constituye, simultáneamente, como tal punto ciego, el fondo oscuro que, siendo indisponible, obliga a cada ser humano, a cada comunidad, a proyectar la sombra de su perspectiva sobre el otro.

Ciertamente, sin esta proyección que proviene del punto ciego no habría encuentro o pliegue entre seres humanos, pues afectar y ser afectado es también proyectar y recibir sombra. Pero cabe siempre la posibilidad de que en este recíproco proyectar, el punto ciego supuesto en toda acción proyecte una sombra tan larga y densa que ciegue el espacio del encuentro de unos hombres con otros; cabe siempre la posibilidad de que oscurezca al «entre» o «intersticio» errático, de que anegue ese no-lugar que permite los espacios y cierre la posibilidad misma de la afección recíproca. El punto ciego de cada uno es una locura, un lugar fontanal de des-quiciamiento. Zafarse por completo de esa locura es imposible, pues ello equivaldría a confundir al hombre con un ángel. Pero sí cabe hospedar esta locura con gallardía y heroicidad. Pues siempre es factible trabajar la propia locura, agenciárselas con ella, de un modo tal que se ponga el coraje y la audacia en que sus efectos letales no recaigan, en lo posible, sobre el entre de las relaciones humanas.

El término cenit hace relación, entre otras cosas, a una disposición direccional de la luz que haría recaer la sombra verticalmente sobre uno mismo. Llamo hombre cenital a aquél que, ante la alternativa de que su locura ensombrezca los intersticios entre los seres humanos o que su sombra recaiga sobre él mismo, elige este último camino. Es el hombre lo suficientemente fuerte como para querer que su sombra cegadora recaiga antes sobre él mismo que sobre el otro, hospedarla en su propio destino, perseguir las transformaciones de su proteica forma a lo largo de toda la vida, para hacer frente a sus siempre posibles y lacerantes desbordamientos, pues sólo así podrá merecer el acontecimiento. El hombre cenital es el que, por plenitud de fortaleza, es capaz de dar hospedaje a esta locura destructiva y mantenerla a raya.

«Que la sombra de mi locura recaiga exclusivamente sobre mí». Este es el imperativo del hombre cenital. Hoy, a la vista de que se expande sin cese la voluntad de dominio de unos sobre otros, hay que admitir que el encuentro, el entre o intersticio de la comunidad corre el riesgo de ser sepultado bajo sólida argamasa. La tarea del pensar ante el reto del presente es inseparable de la tarea por hacer que algún día el hombre cenital no sea, como hoy, sólo un personaje de leyenda.

[Dispone del capítulo en el que justifico con mayor precisión este principio aquí]