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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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Miguel de Unamuno. Ecos barrocos y tragedia en su pensamiento
02 / 10 /2022

 

Se sabe que el Barroco del XVII refleja un mundo en el que se ha perdido la consistencia del cosmos medieval en cuanto un Todo-Uno centrado y fundamentado de modo absoluto. Parto de la tesis de que la problemática barroca central no es la de la ruptura de la Unidad de lo múltiple, sino la que implica una ruptura, más radical, con la unidad pensada como Identidad, como una realidad idéntica a sí misma. O, de otro modo, que la problemática esencial no radica en el problema de lo Uno y lo Múltiple, sino en el de la Identidad y la Diferencia.

Hay que decir, en primer lugar, que hay una Identidad de partida, materializada en el mundo y apócrifa, provocada por dinamismos ciegos. El XVII es un siglo en el que empiezan a hacerse notar grandes mecanismos autonomizados, como el del capital y el de una política constituida por grandes potencias administradas. Surge, en general, la experiencia de un mundo atravesado por procesos ingobernables e indisponibles. Quiere esto decir, desde la óptica que adopto, que el carácter diferencial de lo real tiende a reunirse en una Identidad impuesta por procesos ciegos y anónimos; la identidad que congrega lo diferente es, así, abstracta, produce una equivalencia de todas las cosas.

Esta Identidad abstracta es también la que la modernidad prevaleciente viene gestando. A través de Descartes, se trata de una identidad basada en la nueva verdad de la certitudo. Pues la certitudo es el nervio del ideal de Mathesis Universalis expresado en las Regulae. Es la identidad como equivalencia de todas las cosas en esta ciencia matematizante del orden y de la medida. Tal racionalidad es, al mismo tiempo, la que se impone como paradigmática en la Revolución Científica, a través de la cual la Mathesis se extiende y generaliza. En definitiva, el Barroco se encuentra con un mundo reducido a una Identidad abstracta, la de los globales dinamismos ciegos y la de la conceptualización matematizante de lo real.

Semejante Identidad abstracta es sustituida en el Barroco por una Identidad internamente aporética que se verá acompañada por un peculiar espíritu trágico. No quiero decir que el otro problema de la Totalidad, el de lo Uno y lo Múltiple no sea relevante en esta época. De hecho, es una de las cuestiones que más preocupan a Gracián y un campo problemático que se enfrenta a la modernidad prevaleciente. Así, en las primeras crisi de El Criticón los protagonistas, Critilo y Andrenio, expresan, efectivamente, su admiración por un mundo de inmensa pluralidad reunida por una armonía silente, escondida, enigmática. Y en Agudeza y Arte de Ingenio, es elevada a un rango superior la «agudeza de artificio». Esta trabaja en el medium del concepto (Obras Completas, Cátedra, vol. I, 50), que es todo lo contrario del discernimiento analítico y abstracto; el concepto es comprehensivo, pues busca las relaciones internas y cualitativas entre las cosas. «De suerte —dice Gracián— que se puede definir el concepto: Es un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objectos» (Obras Completas, Agudeza y arte de ingenio, II, 55). Busca, pues, el ingenio, que es elevado en esta época, como se sabe, al más elevado rango del conocimiento, la Unidad invisible y relacional de la multiplicidad del mundo, ofreciendo un cauce a la comprensión orgánica y cualitativa que la modernidad cartesiana y científica están, mientras tanto, desmantelando.

Ahora bien, la búsqueda de semejante Unidad de lo múltiple —esto es lo esencial— no llega a consumarse, sino que conduce a un desciframiento infinito, como muestra el autor barroco —al igual que Calderón y otros— al calificar al mundo como realidad cifrada (Criticón, III, cr. 4ª). El mundo es un infinito abisal en Gracián y en la mayoría de los autores del siglo porque su unidad está sustraída: coincide con la que se inscribe en el infinito divino, que es absconditus. Como se dice en El Criticón, Dios es, al mismo tiempo, «escondido y manifiesto» (Criticón, I, iii, 94). Y es en este punto donde el problema de la unidad de lo real muestra su dependencia respecto al de su Identidad: el retiro o sustracción de la unidad del mundo fuera de él implica que éste, el mundo, no es idéntico a sí mismo, pues su ser último o fundamento no está en él más que como una ausencia que deja su huella. También en El Quijote, como se ha argumentado desde diferentes fuentes, por ejemplo, por Leo Spitzer [1989, “Perspectivismo lingüístico en el Quijote”] encontramos esta figura de pensamiento, esta vez desde el perspectivismo. Las realidades reciben una pluralidad de nombres y descripciones y estas ópticas plurales no alcanzan una síntesis total y única; queda sustraída como si sólo pudiese ser colmada en el entendimiento divino.

Profundicemos un poco más. ¿Qué significa que el fundamento, lo infinito divino, sea absconditus? No estoy de acuerdo con quienes [como Jankélévitch («apariencia y manera») o Javier de la Higuera] se sitúan en un ficcionalismo que conduce a oponer radicalmente lo infinito como plenitud, es decir, como Todo, y lo finito mundanal como Nada, pura escena apariencial, teatro o, dicho con Calderón, un sueño completo. Según esta perspectiva el barroco contempla el mundo como un completo vaciamiento debido a la fuga de su ser en lo trascendente. La lógica que rige esta ontología es la de una oposición excluyente: o Todo (dios) o Nada (mundo), haciendo valer en esta alternativa el tertium non datur.

Como sostiene L. Goldmann, el Dios oculto es un «Dios presente y ausente, y no presente unas veces y ausente otras, sino siempre presente y siempre ausente» (Goldmann, Le dieu caché, 1985), simultaneidad que articula una experiencia trágica. Expresado desde la óptica aquí planteada. El mundo no es idéntico a sí mismo porque es Todo y Nada al unísono. Entre ambos sí hay tertium datur, que es la conjunción, es decir, “A y B” frente a la simple oposición "A o B". Es un todo, porque su fundamento es divino; nada, porque tal fundamento se ha retirado. El “y” de la conjunción significa que el Todo organiza desde dentro al mundo en cuanto ausente, que la presencia divina en el mundo es, aporéticamente, la de una ausencia activa, constituyente. No es lo divino en cuanto tal, dicho de otro modo, sino su despresencia, lo que otorga ser a la realidad desde su propio interior: su carácter desfondado es intimidad profunda y misteriosa activamente constituyente. Y esto hace verdadera tanto a la idea de que la realidad mundana sea un sueño o teatro de apariencias como a su contrario, que éstas conformen una densidad laberíntica y abisal por la que transita una potencia de ser. El alma barroca no niega al mundo, lo afirma como misterio que es, él mismo, gestante.

En consonancia con lo anterior, las apariencias engañosas del mundo son inseparables, en Gracián, del aparecer en cuanto tal, que no es engaño. Por eso dice en El discreto que «…tanto se requiere en las cosas la circunstancia como la substancia; (…), por lo exterior se viene al conocimiento de lo interior, y por la corteza del trato sacamos el fruto del caudal» (Obras Completas, D, XXII). En la vida es sueño, Segismundo proclama que todo es un soñar, sí, pero, al mismo tiempo, como ha defendido Antonio Regalado (Calderón, 1995, 69 ss.), es esta una experiencia de insurrección contra la nada que se adelanta a las de autores contemporáneos como Samuel Beckett . Hay un elemento de extrañamiento por el que Segismundo se experimenta arrojado al mundo y descubre en él un infinito ausente, la inefable presencia del misterio (Ibid., 84).

Bien, pues esta ausencia de Identidad del mundo consigo mismo da lugar a una experiencia trágica. El héroe barroco se siente impelido a afirmar, tanto al todo en la nada como a la nada en el todo. Ha de, por decirlo así, hundirse en el mundo desfondado para elevarse al infinito imposible. Esta tensión es trágica porque, como dice brillantemente M. Scheller sobre la tragedia, en ésta no sólo se oponen dos tendencias irrenunciables y de igual rango (en este caso la que va al Todo y la que se dirige a la Nada), sino porque cada uno de los extremos es destruido internamente por el otro (Gramática de los sentimientos, p. 207), es decir, en nuestro contexto, la nada por el todo ausente que la recorre inmanentemente y el todo infinito por la nada de su propio ser absconditus, escondido.

Vemos, pues, una tensión entre el mundo (no idéntico a sí mismo, porque es nada al unísono) y el Inifinito, que tampoco es una Identidad consigo mismo, porque se despresenta como absconditus. Tensión entre un mundo profundo pero sin plenitud y una plenitud transmundana imposible. El héroe graciano ha de elevarse a lo eterno infinito despresente, por lo mismo que ha de actuar en el ámbito del teatro mundano presente intentando hacer prevalecer la fuerza de lo invisible despresente, es decir, al hombre esencial y la potencia de su caudal. Segismundo, desengañado por el sueño que es la vida, se resuelve por lo eterno trasmundano, al mismo tiempo que se entrega al mundo con la resolución de hacer el bien y de heroizarse con ello: «Pues que ya vencer aguarda / mi valor grandes victorias, /hoy ha de ser la más alta / vencerme a mí» (vv. 3257-3258).

D. Quijote, por su parte, se eleva a un ideal que no es alcanzable, ante todo, porque no es presentable (una justicia innombrable, designable sólo en las alusiones a un dios o un cielo que permanece en silencio) y, al mismo tiempo, pretende realizar esa justicia en un mundo que la niega irremisiblemente. De ahí que su posición sea la de una locura lúcida por la cual él mismo, y paradójicamente, se reconoce inmerso en el engaño del mundo y, por ello, vuelto contra él en su propio medio engañoso. No resuelve la hipótesis del sueño deshaciéndola, como Descartes, en el saberse del cogito. Lo mantiene tensionalmente: se sabe en él, irremisiblemente, y lucha contra él. «Yo sé y tengo para mí —dice en un bellísimo pasaje— que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia, que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos y necesitados que de mi ayuda y amparo deben tener a la hora de ahora precisa y estrema necesidad» (I, 49). Este héroe barroco, al mantenerse en la afirmación simultánea del Todo y la Nada, está condenado a vencer y perder al mismo tiempo, que es lo trágico por excelencia, según Jaspers, a saber, que el héroe «vence en su caída».

Hay ecos barrocos en el 98 en general, aunque me referiré, sobre todo a Unamuno

Como ha mostrado Pedro Cerezo (El mal del siglo), la generación del 98 es la una crisis no sólo intrahispánica, sino europea en general. Acecha el nihilismo, que es la experiencia fundamental de la época, un nihilismo que viene provocado por la muerte de dios, en el sentido nietzscheano, es decir, del fundamento de la realidad, en medio del cual se propaga un desencanto de la civilización industrial y un malestar, también, por la decadencia de la cultura ilustrada. [El mal del siglo, pp. 23-61].

Hay una semejanza, ya de inicio, entre esta época y la barroca. El mundo ha quedado desfondado por la huida de lo divino, de lo infinito, de lo absoluto. Y si el siglo barroco había experimentado una realidad dominada por una Identidad abstracta que hace equivalentes a todas las cosas, ahora, la generación del 97 se encuentra con una realidad semejante, en la que prospera el positivismo. La Ilustración ha derivado en la razón instrumental ligada al positivismo y, como en el barroco del XVII, predomina la abstracta Mathesis Universalis, plasmada en el cientificismo. Se impone la Identidad abstracta que allana y geometriza. Junto a esta ilustración menoscabada sólo hace frente un romanticismo escuálido, que ya no invoca lo eterno, sino al subjetivismo. Esta situación tensional genera en los autores del 98 una tendencia trágica, señala Cerezo, que se afirma explícitamente, como en Unamuno, o se transforma en afirmación creativa. No pudiendo acogerse ni a la fe dogmática tradicional ni a la otra fe racional, desteñida en positivismo y cientificismo, sólo queda el refugio, en esta generación, de la fuerza experimentadora y creativa de la imaginación.

Me atrevería a decir que lo real es experimentado, entonces, en analogía con el barroco del XVII, como herido en su Identidad, que ya no es conforme a sí misma. Esta imaginación creativa afirma la riqueza del mundo más allá de la razón analítica, pero contempla al mundo, al mismo tiempo, en su desfundamentación, en la ausencia de su suelo esencial. De ahí que, en un eco barroco, se experimente en él el misterio a través de un misticismo con tonos diversos. Una mística atea, por ejemplo, en Azorín, en la que acaba dominando la experiencia de vacío; o un misticismo estético en Valle Inclán. En Ganivet lo místico es la repulsa del mundo material y la elevación incondicional hacia lo ideal. Esta tendencia se expresa también en el problema de España. En El porvenir de España, afirma Ganivet este espíritu como un carácter del país. España no se expandió en la conquista por intereses materiales, que no le importan esencialmente, como al resto de Europa, dice. Le es propio un talante quijotesco: buscaba un ideal, que ahora se ha venido abajo y que habría que renovar de algún modo. Y Unamuno le da la razón, aunque matiza que, precisamente por ese espíritu quijotesco ha caído España, que debería haber visto, como Alonso Quijano el Bueno, que todo es vanidad.

El desengaño, que es la clave barroca que permite reconocer tal vanidad del mundo, reaparece aquí recobrado en el 98. Ganivet había señalado en el Idearium que España había sido empujada, como lo fue Segismundo, fuera de su caverna por Europa, a la que vuelve preguntándose si todo ha sido un sueño. Unamuno se lo recuerda y prosigue añadiendo que, en efecto, ha sido todo un sueño y que, tras el desengaño, como Segismundo, hay que seguir, sin embargo, determinándose por «hacer el bien» (y recuerda los versos de Calderón al respecto). Pero el desengaño es también, como he señalado, respecto al desmoronamiento ilustrado en una razón analítica cientificista. El mundo, para el 98, pues, debería ser todo lo contrario de esa nueva modernidad europea matematizante, es decir, un mundo cargado de ideales de plenitud, pero, al unísono, se experimenta vaciado por la huida o derrumbe de esos ideales. Es, diríamos, de nuevo Todo y Nada al mismo tiempo. En Unamuno esto es completamente explícito.  

«(...) todas las penas, aunque tantas [dice en «Por dentro»]
son una sola pena,
una sola, infinita, soberana,
la pena de vivir llevando al Todo
temblando ante la Nada»


Temblando ante la nada: resistiendo al nihilismo nadista, a la identificación de la vida con la mera vida fáctica del mundo en el que se vive. Llevando al Todo la propia vida: el infinito divino que podría asegurar el «porvenir de la conciencia». Unamuno, como el barroco, no opone disyuntivamente el Todo y la Nada, mediante el tertium non datur. Los afirma a ambos. Lo divinino trascendente es un Todo atravesado por la Nada: un Todo puesto en fuga por la duda, por la descreencia, que ha sido ya empujada por la muerte de dios, el nihilismo contemporáneo. El mundo, por su parte, es Todo y Nada a un tiempo. Todo, porque el fundamento de su sentido está en la esperanza de lo divino. Nada, porque, retirado lo divino por la imposibilidad de afirmarlo en una fe sin fisuras, queda atravesado por su ausencia.

Pero esa ausencia se convierte, como en el barroco, en un nihil activo, en un fondo infinito, en un hondón no racionalizable. La afirmación trágica del Todo y la Nada al unísono tiene una estructura análoga a la barroca, aunque hayan cambiado los tiempos y las escenas. Frente al Utopismo del Todo y el nadismo, como se sabe, navega la creación desesperada, que afirma a ambos. Por el lado de lo infinito, la tensión se expresa en lo eterno aspirado junto a la descreencia y la duda. Por el lado del mundo, se trata de la experiencia de su profundidad, por un lado, y de la íntima ausencia de fundamento, por otro. Y, nuevamente, así, la tensión más abarcante consiste en hundirse en el mundo desfondado para elevarse al infinito imposible, que es el movimiento en Unamuno, como señala Cerezo, entre Sima y Cima. Cima de lo eterno inalcanzable, imposible. Sima por carácter abisal de la vida y el mundo.

Estas profundas analogías se confirman en el texto unamuniano «Leyendo a Baltasar Gracián»—. En él se refiere a su agonismo como convergente con el de Gracián. Enlaza su concepción del barroco con la trágica (O.C. (A) V, 1958, p.199) y, retomando la sentencia graciana que pregunta retóricamente “¿dónde irá uno que no guerree?”, sostiene que el aragonés no es un pesimista en ese sentido negativo, «[…] porque lo pésimo —señala— es la paz de los optimistas, la paz de los pacíficos. La paz de los guerreros es ya otra cosa» (O.C. (edit. Aguado) V, p. 199).

Hay que añadir que en el universo unamuniano reaparece también la dimensión teatral del mundo que es propia del barroco. El fondo del hombre de carne y hueso sólo es en la medida en que se expone en el exterior. «Todo es teatro», dice Unamuno, no hay vida sin representación (O. C., Escelier, p. 713). La persona, como un fondo abisal, se escenifica, necesariamente, a la luz pública y en las tablas. Porque no hay sustancia sin forma ni forma sin escenario» (Cerezo, Las máscaras de lo trágico, p. 66). Si la expresión de ese fondo del alma en la creación es la «forma mentis» del mundo, la forma mundi es lo teatral mundano. «El teatro —dice Cerezo— es, pues, la forma mundi. De ahí la necesidad de sacar a luz las entrañas espirituales, extrañándolas en la objetivación escénica» (p. 66). [El hombre está] «ex-puesto públicamente en la representación, des-entrañado y extrañado en ella» (p. 67).

Hay, pues, ecos barrocos en el 98, bastante agudizados en Unamuno, debido a la semejanza entre la crisis finisecular y la del XVII. Bolívar Echeverría ha llegado a reconocer en el pensamiento de Unamuno una expresión de lo que él entiende por «ethos barroco» (debo esta información a Gastón Beraldi). Este ethos se caracteriza, fundamentalmente, por constituir un modo de operar que, frente a los poderes de la modernidad prevaleciente, cartesiana y cientificista, emplea una estrategia de deconstrucción interna, de asunción y negación desde el interior. Esta actitud pertenece al barroco hispano a través, por ejemplo, de la asunción del capitalismo y de su negación mediante una cultura del exceso y del gasto improductivo del que hablase Bataille. Tal ethos es, precisamente, el que conduce a los indígenas americanos a aprovechar la colonización de modo que siembra en ella injertos del modo de vida colonizado que termina por subvertir al vencedor a través de una mixtura. Pues bien, ese mismo pathos encuentra en el agonismo trágico de Unamuno. Según Echeverría, ese agonismo llevaba implícito, junto a sus supuestos ontológicos, el afán de subvertir, desde dentro, la España pragmática y mercantil, reinstaurando, frente a ella el espíritu heroico quijotesco, un espíritu que, en la catástrofe de la pérdida de las colonias, podría ser experimentado como renovador [“Meditaciones sobre el barroquismo I. Alonso Quijano y los indios”. En Modernidad y blanquitud. México D.F.: Ediciones Era, pp.183-193]