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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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El significado de la errancia y la guerra
15 / 09 / 2022

 

He sostenido, en Ser errático. Una ontología de la sociedad, que la condición humana es la de un ser errático. La tesis puede ser malentendida si el uso habitual del sustantitivo (erraticidad) se impone. Defiendo allí que es necesario reinterpretar su sentido. En particular, me parece importante señalar que lo errático no es el simple vagar sin rumbo. Aclararé esta cuestión y aplicaré esta a algunos fenómenos en los que el ser humano actual está inserto, con especial atención al de la guerra.

Lo errático no es el vagar. Estar errante implica habitar, habitar un mundo concreto y guarecerse en él. Ahora bien, se trata siempre de un habitar desgarrado tensionalmente por una sutil extradición. El vagar, en cambio, es una extradición que anula cualquier forma de habitar. El que vaga no está nunca en casa.

¿Por qué en la erraticidad acontece simultáneamente el hospedaje en un mundo habitable y una especie de destierro concomitante? La erraticidad tiene el sentido de una aporía: consiste en estar-en-casa-renunciando-a-una-casa-esencial. Los griegos llamaban estrellas errantes a los planetas porque, a diferencia de otros astros, su movimiento no se repetía según una regla fija y previsible. Ahora bien, los planetas, los errantes, trazaban, para ellos, una trayectoria a la que se le presuponía un sentido. Otra cosa muy distinta ocurre con el vagar en el alma del griego. Las almas que vagan en el Hades carecían, para él, de camino o trayectoria; no tenían orientación alguna. No están, en realidad, en ninguna parte. Ni pueden estarlo. Se sabe que los griegos tenían por norma ser acogedores con los extranjeros, aunque no los integrasen plenamente en la polis. Al extranjero se le proporcionaba, así, un hospedaje en su trayectoria. Era un errante, pero, al menos en parte, encontraba refugio en una tierra que le servía de hogar. Tan necesario es para el que anda errante poseer un hogar transitorio que Zeus —según la mitología— castigaba a quienes no eran hospitalarios a vagar sin rumbo (no a errar encontrando moradas provisionales), a vagar quizás en una nave a la deriva en el proceloso mar. La errancia es extranjería en el hogar. El vagar es perder todos los hogares posibles.

El ser humano -profundicemos- es un ser errático en el preciso sentido siguiente. Su ser está constituido por dos caras discordantes y, sin embargo, inseparables: por un lado, es un ser que, debido a su posicionalidad céntrica en la existencia, habita un mundo determinado, este de aquí u otro, pero alguno en cualquier caso; por otro lado, es un ser que, a causa de su excentricidad extrañante, no pertenece por esencia al lugar que habita, ni a ningún mundo posible en particular. Se puede vivir en Granada y en España, pero no porque haya un vínculo inexorable con esta tierra que pertenezca a la esencia del andaluz o del español. Se habita un mundo (una ciudad, un país, una cosmovisión o visión de las cosas) contingentemente. El ser errático habita, por ello, céntrico-excéntricamente en el mundo. Céntricamente, está inmerso en un mundo habitable; excéntricamente, no puede dejar de extrañarse respecto a dicho mundo y de experimentar como puro azar su pertenencia a él. Y es por ello por lo que no pertenece a ningún contexto vital, nación, modo de vida, tradición o cultura particular, aunque cada vez esté en algún lugar y haga de este su morada. No es que renuncie a habitar. Siempre habita. Ocurre, más bien, que, al hacerlo, también se destierra inexorablemente.

Tomada desde otro ángulo, la erraticidad no puede ser confundida tampoco con un devenir que consistiese en abandonar un mundo (un lugar, un modo de vida, una tradición, un espacio humano) y trasladarse a otro. Porque entonces habría "muchos hogares" posibles y aquí se habría resuelto la cuestión. Lo que le ocurre al errante es algo más complejo: cada uno de estos hogares también es un no-hogar: todo habitar es, por su envés, un abandonar. El hogar, dicho de otro modo, no llega a serlo jamás. Acoge y, en ese mismo acto, despierta la ex-pedición o ex-tradición en el ser humano, que no puede dejar de extrañarse de todo lo que lo rodea y, por tanto, de experimentarse extraño en cualquier lugar.

Esta es nuestra condición. Todos somos erráticos. El ser humano es errático o no es nada. Por el mismo acto en el que nos entregamos, nos arrancamos de la entrega. Se da, al mismo tiempo y en el mismo acto, una pertenencia y una separación, un centro de existencia y un descentramiento excéntrico, un abrigo y una intemperie. Sólo existen tensiones céntrico-excéntricas: desamparo en el abrigo, soledad en el acompañamiento, menesterosidad en la prosperidad, indigencia en la plenitud, horfandad en la familiaridad. Ahora bien, son estas unidades discordes las que impulsan al ser humano más allá de sí, justo lo que le ocurría a D. Quijote de la Mancha, que abandonó la centricidad de su hacienda para ir excéntrico por el mundo, encontrando un lugar y otro, por supuesto, pero entrando en él en el acto mismo en que se muestraba extraño y ajeno.

El acontecimiento siempre es, como el ser humano, céntrico-excéntrico. En el corazón que se entrega por medio del amar, el mismo corazón parte hacia otro lugar; no quiero decir necesariamente “hacia otro amor”, sino “hacia otro modo de ser que el amor", como el forjarse a sí mismo en la vocación. A este movimiento excéntrico lo podríamos llamar, no des-amor, sino, si me permiten el neologismo, dis-amor, que es un salir del amor hacia un lugar-otro.

Lo que nos impulsa hacia el acontecimiento de la comunidad, es decir, hacia el ser-en-común, es, por una parte, luchar para crear una forma de comunidad concreta, al abrigo de la cual se pueda morar; pero, por otra parte, lo que impulsa es cultivar la salida expropiadora hacia una comunidad-otra. Se trata de ambas cosas, de ambos movimientos, al unísono. Somos esa paradoja. De un modo más preciso, he descrito este dinamismo, en El ocaso de Occidente, como la tensión entre comunidad y pueblo. La comunidad es el elemento céntrico del ser-en-común, el hogar que se busca y vamos construyendo. El pueblo, por el contrario, es la potencia excéntrica inserta en la comunidad. Es centrípeto a toda comunidad, un impulso de libertad que rompe cualquier concreción habitable y pugna por amplificarla y rebasarla. El pueblo es el acontecimiento del exceder.

El educar es, a un tiempo, un in-struir céntrico y una e-ducción excéntrica, la cual es un extraer y reelaborar. Instruye céntricamente, pero apela, al unísono, a que la generación de estudiantes que aprenden haga implosionar excéntricamente esa misma instrucción, de modo que —como afirma H. Arendt— sea posible un nuevo inicio. Y este mismo principio nascendi podría ayudarnos a comprender el desgarramiento céntrico-excéntrico del acontecimiento del pensar.

El pensar solo acontece si en el movimiento que lo impulsa a sostenerse, a erguirse lúcidamente, a destellar y, así, a con-centrarse, crece también, y al mismo tiempo, la excentricidad que lo descubre con las manos en la masa, pertrechado, fortificado y, en fin, cercado y sitiado por sí mismo, por sus propias convicciones enrocadas y blindadas, por sus recorridos y estancias ordenados en círculos concéntricos. Es este desenmascaramiento excéntrico lo que conduce toda con-centración (céntrica) a una irradiación (excéntrica) que la desplaza fuera de sí y mucho más lejos.

Errático es todo acontecimiento. Su centricidad, por describirla de un modo general, siempre se caracterizará por propender a un movimiento centrípeto, arrobado o absorto, como hechizado por una circunspección que pide adhesión completa; su excentricidad, por el contrario, tenderá, como envés simultáneo, a romper la adhesión, a hacer estallar el centro hechizado y a generar una forma de extradición respecto a ellas. Esta tensión impulsa a un movimiento con una multiplicidad de estancias posibles. En cada una de ellas, el acontecimiento morará, al tiempo que se hurtará al morar y se desbordará a sí mismo. El acontecimiento no tiene un lugar natural, un contexto al que pertenezca por esencia.

Por ofrecer un último ejemplo, pensemos en la guerra, ahora que el belicismo renace tristemente en Europa. Hay en ese acontecimiento del guerrear una inercia centrípeta que la cierra sobre sí misma, que la absorbe: un envite del ruso, una defensa o contraataque del ucranio, todo un preparar y armar seguidos de nuevas preparaciones y rearmes. Es como un movimiento que se alimenta a sí mismo y que gira sobre sí pidiendo una ratificación, adhesión o reconocimiento completo por parte del resto de la comunidad internacional. Pero todo ese ensimismamiento de la guerra en su propio afán, que es la muerte, lleva en sí también su excentricidad, que incrusta en ella el auto-extrañamiento, un extrañamiento connatural a su propia idea y existencia y que la obliga a mirarse como desde fuera, desde el margen más extremo o confín más liminar. La excentricidad es una luminaria que, en la guerra misma, emerge y pone en evidencia su inercia ciega e inhumana y, así, su absurdo y su terror. En la guerra emerge esta aporía. Es el acontecimiento del guerrear, él mismo, el que se extraña respecto a sí a través de los seres humanos que la padecen; es él mismo el que pide la paz. Si los seres humanos no escuchan este lado excéntrico y autoextrañante de la guerra, ya no habrá acontecimiento de retirada, un guerrear y, en su propio seno, la llamada a la paz, sino un mero centro autoenvolvente, un encadenamiento de hechos, hechos que conducen a más hechos fúnebres y oscuros, una centricidad funesta y ciega dando vueltas y revueltas sin expatriación ninguna. La guerra sin excentricidad nunca se mueve. Parece que sí, pues es todo un vértigo y un volcán de muerte. Pero sin semejante excentricidad no se mueve. No puede ser errática. Vaga sin rumbo. Y es eso lo que está ocurriendo actualmente.

Como ven, todo se transfigura y se supera a sí mismo si se hace errante, es decir, si en el suelo que ocupa y del que hace una residencia deja emerger el envés de esta adhesión ciega, es decir, el acontecimiento de un extrañarse excéntricamente que hace ver la necesidad de un desistimiento y de una expatriación. En la guerra que no cesa solo hay inmoración, un morar-en, aunque esta vez la morada sea muy parecida al infierno. En la guerra que no cesa ha sido sofocada esa potencia por la cual el ser humano comprende que no posee un hogar por esencia y que, por tanto, él es el ser-que-se-extradita-en-el-pertenecer. El extrañamiento excéntrico es un acontecimiento que nuestro presente rehúye. Y es que los seres humanos del presente se experimentan absorbidos por el teatro en el que actúan. Soñamos barrocamente, como sostengo en otra entrada.

[Extracto de la Conferencia El acontecimiento como erraticidad y gesta. Universidad de Guanajuato. 05-10-2022. Ver grabación]