Lo
que más fuertemente vincula a los seres humanos
entre sí no es, por extraño que parezca,
un conjunto de ideas o contenidos mentales que constituirían
algo así como una común "profesión
de fe". Anterior a cualquiera de tales imágenes
sobre la realidad o el mundo es la pregunta. Toda definición,
con bordes precisos, de una condición humana,
de una meta o de una ideología compartida, presupone
el acto o, mejor, el acontecimiento impreciso, sin un
límite capaz de acotarlo, de la interrogación.
Bajo una comunidad saludable, capaz de crear lazos subterráneos
fundados en la voluntad de creación y de generación
de futuro, late necesariamente una común pregunta
informulable, amplia y sin-fondo, que es campo
de juego para preguntas formulables concretas
y respuestas consecuentes. Esa pregunta informulable,
condición de posibilidad de las que son formulables,
es una emergencia viva del "ser salvaje" de
la cultura, pues la cultura, como subsuelo último
de ser-en-común, no es una mera suma de motivaciones
o tendencias, sino la potencia que hace las veces de
"génesis telúrica" de éstas.
El subsuelo cultural es una Physis, emergencia
intensiva, fuerza acontecimiental, que, no siendo reglable,
abre un espacio para las reglas, las normas y los procedimientos.
Es así como se hermanan cultura y naturaleza.
El extrañamiento interrogante que experimentó
el ser humano ante el enigma de lo real, de lo que lo
envolvía, fue lo que se convirtió en condición sine qua non de la inteligencia.
Nuestro
tiempo lo es de una crisis espiritual de gran calado.
Se trata, entre otras cosas, de una caída de
todo horizonte cualitativo capaz de arrojar a los seres
humanos hacia un advenir, como si fuesen una flecha
en un arco tendido. Desaparecido el arco, el ser humano
ya no se experimenta lanzado a un orden de cosas superior.
Sin semejante tensión hacia la apertura cualitativa,
no existe para él ya lo "otro de sí"
en cuyo misterio anhele transfigurarse. Una de las consecuencias
fundamentales de esta crisis es la experiencia sutil
y soterrada de "ausencia": ausencia de fin
(nihilismo), ausencia de "morada" (desarraigo),
ausencia de un nexo entre pasado-presente-futuro (pérdida
de la memoria, pérdida de la tracción-hacia
y, en consecuencia, la vida en precario de la inmediatez
o "presente fatídico"), ausencia de...
en fin, del "momento de autoanticipación"
del ser humano respecto a sí mismo, por concluir
aquí un listado que se prodría hacer excesivamente
prolijo.
Prueba
de la efectividad de la mencionada "ausencia"
es la evidente extensión e intensificación
del malestar generalizado y clandestino. Un malestar
sin objeto, como se ha dicho aquí otras veces,
que genera manantiales de impotencia, de angustia silente
y, en fin, de mortandad en vida.
Pero
la aprehensión de la crisis como este tipo "radical
de crisis cultural y espiritual" a la que nos referimos
no parece que esté produciéndose con la
severidad que requiere y la responsabilidad que supone.
Como si se tratase de un infierno en ciernes, las miradas
se alejan de ella nada más posar por un instante
la atención en su peligro. Se huye de la verdad.
Se rehuye la punzada de la zozobra. Se buscan bálsamos
mil: desplazamientos del problema crucial a problemas
secundarios y marginales. El malestar, de este modo,
no encuentra una vía de escape. Permanece creciendo,
en medio del desierto, como una bomba que puede explotar
en cualquier momento. Y se hace subjetivo, se aparta
de lo público, quedando a expensas de la gestión
privada de los individuos solitarios, cada vez más
solitarios.
Pues
bien, retomando el asunto. Falta la emergencia comunitaria
de la pregunta, del extrañamiento compartido.
¿Qué significa esta "ausencia"?
"¿Por qué esta "ausencia"?
Pero esta pregunta falta, no en raciocinio, sino en
la forma de una experiencia que pierde fuerza al ser
formulada, pues, aunque se dirige a inquirir sobre eso,
sobre esta ausencia, nace de la vivencia clara y valiente
de ésta, nunca racionalizable. Pregunta pre-reflexiva,
pre-lógica, campo de juego de preguntas reflexivas,
lógicamente encadenables, huye de los afanes
pragmáticos actuales. Es el actual modo de despresencia
que una vez otros seres humanos nombraron con la enigmática
expresión "huida de los dioses". Pero
sin ella, no habrá emergencia de salvación
en el horizonte, es decir, invocación humanamente
compartida de un advenir cualitativo, más allá
de los propósitos e intereses cuantificables.
Estamos encerrados en una pulsión a geometrizar
la ausencia y a evadir, temerosamente, el acontecimiento
de interrogación ante ella.
No
nos faltan respuestas. Por el contrario, hay demasiadas,
huérfanas de sustrato interrogante. Nos falta
vivir en común una pregunta, la esencial en nuestro
tiempo, y permanecer con mucha paciencia y demora en
el campo de indecisión y desasosiego que genera,
para que se haga Physis de un pueblo, de una
humanidad en ocaso, para que se convierta en potencia
y abra campos para la exploración, para el ensayo
de respuestas. Hay una compulsión desmesurada
hacia las opiniones, formas concretas de solución,
en ausencia de una pregunta que les ofrezca sentido
germinativo y que alimente el lazo social.
Los
seres humanos nos vinculamos esencialmente mediante
el extrañante y ex-céntrico acontecimiento
de la interrogación informulable. Nuestra época
nos sitúa en el reto de no evadir, por temor
y cobardía frente a su desasogante vibración,
el inquirir en común "¿Qué
pasa con esta ausencia?"
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