Es como si en todas las cosas operase un movimiento
de sístole y diástole, como si ese ritmo
del corazón fuese tan solo una expresión
de la anatomía entera del mundo. ¿Qué
sería la existencia sin la inmersión diastólica
en su fluir acéfalo? ¿Y no nos conduciría
esa inmersión a la desaparición definitiva,
a la in-existencia, sin la resistencia concomitante
de la vuelta sistólica a sí mismo?
Dos potencias en litigio y cada una dependiente de la
otra. Diástole hacia el mundo desde la sístole
de la soledad, en la que esta última es arrastrada,
dormitando, al primero: de ahí que la experiencia
mundanal esté transida por un límite,
el del "yo" que oscuramente lo contempla,
incluso en la acción más despiadamente
desnuda. Sístole desde el mundo hacia la entraña
propia, pero siempre como el reflujo de una marejada
que arrastra inexorablemente seres completos o ínfimas
partículas marítimas: de ahí que
la entraña jamás sea completamente "propia",
que nunca podamos decir "yo" plenamente.
Diástole incompleta, también, hacia los
otros, que permanecen, por ello, socavados, horadados
por una oscuridad irredimible que nosotros depositamos.
Sístole inacabable desde ellos hacia un sí
mismo poblado de murmurante otredad, en la que los otros
todavía hablan o asisten en silencio.
La
extra-versión diastólica es una marcha
siempre frustada hacia la centricidad del mundo. La
intro-versión sistólica, una vuelta limitada
a la ex-centricidad del yo. Pero si centricidad diastólica
y excentricidad sistólica se interpenetran, no
hay ni mundo ni yo y, sin embargo, ambos al mismo tiempo.
Esto
lo convierte a todo en una paradoja, corazón
rítmico y misterioso de la vida: concordancia
discorde, discordancia concorde. El mundo: siempre un
inmenso hogar en el que nos zambullimos céntricamente
permaneciendo extraños. La soledad del yo: una
guarida a la que regresamos excéntricamente y
en cuya parte de sombra se adivinan ecos ajenos e, incluso,
si se afina la escucha, ancestrales rugidos de la bárbara
naturaleza.
El
ser humano es un entre-dos, un intersticio entre el
mundo externo, salvaje en cierto modo, al que pertenece
-y del que se está extraditando al unísono-,
por un lado, y ese otro mundo de humanidad de los sujetos,
por otro lado, siempre prometido como pueblo y tierra
nueva y jamás alcanzable en pureza. Ese tránsito
permanente de lo céntrico a lo excéntrico,
renovado ineludiblemente, hace del ser humano un ser
errático, es decir, un ser del "entre",
un mundo-yo en diástole y sístole. Y en
el tiempo, ¿qué es en el tiempo el ser
humano? Un ser que habita deshabitando lo presente y
que se lanza al advenir habitándolo por adelantado.
Pero no hay ni uno ni otro, sino el puente.
Y,
sin embargo, hay proclamas, pensamientos y acciones
surgidas de la necedad. Unos idolatran a un mundo de
pertenencia en el que creen poder estar como el agua
en el agua, sea el terruño limitado, sea la patria
sin confín, la cultura en la que nacieron, su
historia peculiar, la profesión que profesan,
la institución que instituyen, sus "mundos
puros" en fin. Y Otros sueñan ingenuamente
lo contrario, una idea indiscutible de humanidad y de
futuro, sin réplica, eterna e independiente de
su hundimiento en la tierra, sin mancha, sin luto, o
una hueste de almas sin arraigo al final de un camino,
claras como el agua, limpias y livianamente santas.
Patrias sin alma por las que se derraman ríos
de sangre sin extrañeza, almas sin tierra que
se defienden con uñas y dientes como si el que
hablase lo hiciese en nombre de una idea que nadie puede
poner en cuestión más que al precio de
erigirse en traidor.
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