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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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La atención a la vida, desde una idea leibniziana. Cómo rasgar lo indefinido
14 / 04 /2023

Acuarela: Cataratas del Rin en Schaffhausen (1841), de Joseph Mallord William Turner

Ninguna concepción de la atención como la de Leibniz, ninguna tan delicada y sutil como la suya. ¿Qué ocurre cuando atendemos? ¿Qué es atender? Además, hay que preguntar por el acto de "elegir" y, por tanto, por la libertad de la conciencia voluntaria, pues siempre que atendemos, elegimos, entre la multitud de fenómenos que nos envuelven, aquel o aquellos sobre los que aplicaremos, precisamente, la atención. Al menos en dos lugares acomete el problema el filósofo alemán: en Correspoondance avec Clarke (5º escrito, parágrafos 14-14) y en los capítulos 20 y 21 de Nouveaux essais, vol. II. Pero no es este el lugar apropiado para reconstruir un razonamiento que a muchos parecería desproporcionadamente abstruso. Es necesario teatralizar el argumento central, conferirle un lenguaje narrativo que tense la nervadura de la mente e imante a la conciencia. Hay que hacer este tipo de cosas cuanto antes, ahora que se abre ante nosotros la expectativa más probable: que la filosofía, vencida por la inercia de la red virtual, de la información dispersa en el tráfago de las conexiones inter-globales y de blogs como este -he aquí nuestra personal contradicción-, deje de interpelar definitivamente a los seres humanos.

Digamos, para ofrecer una glosa mínima capaz de permanecer en el recuerdo, que atender consiste, ni más ni menos, en irrumpir en el fondo indiferenciado del ser para rasgarlo y extraer de su seno micropercepciones perfiladas.

Mar de Jávea (1905). Sorolla
Sea el murmullo de las olas del mar mientras paseamos, al atardecer tal vez, por la orilla. En él no es posible distinguir, mientras se mantiene como una suma embrollada de sonidos, nada singular: todo es en el murmullo un fondo indiferenciado, un infinito uniforme y sin distinciones precisas. ¿Cómo tomamos conciencia de las olas en su singularidad, cómo podemos decir "ola junto a ola junto a ola, junto a..."? Se trata ahí de un acto de decisión que extrae una disyunción, como si introdujésemos una mano en el todo-uno informe y apresáramos dos olas en particular. Elegimos primero una ola, esta o aquella y renunciamos a la posibilidad de las demás. Tal es (si se nos permite un paréntesis) la tesitura humana en el barullo de la vida en general; siempre somos interpelados a elegir un curso de las cosas bien preciso, lo cual se realiza en detrimento de otros; somos finitos, y experimentarse en la existencia no es posible más que ligándose a una escena concreta: no hay existencia, sino muerte en vida, allí donde estupidamente anhelamos elegirlo todo a la vez. Volvamos a la situación de la playa. Elegimos una ola, decíamos, aplicamos una especie de puntería auditiva, la seleccionamos y la salvamos, así, al caos. Pero no podemos mantener la singularidad de algo si no captamos sus límites, que son los que le confieren una forma. Así que, sin darnos cuenta, habremos seleccionado una segunda ola que contrasta con la anterior. Y ahora sí. Ahora ya tenemos una palanca que lo cambiará todo, una dupla, un dos-en-uno o uno-en-dos, es decir, una síntesis disyuntiva. Dada esa disyunción sintética, lo informe ya no puede mantenerse, se cuartea: de pronto, en efecto, se destaca respecto a ella una tercera ola que hace disyunción con las anteriores; desde ahí una cuarta... y así, una serie. Una serie tan infinita como lo era el informe e impreciso tumulto inicial, pero esta vez, infinito de diferenciaciones. En la atención hemos pasado desde lo que nos viene dado amorfamente y sin límites a lo consciente en distinción, vínculo de concreciones delimitadas. Los filósofos presocráticos decían que la potencia de la naturaleza, physis, consiste en este tránsito inacabable desde el apeiron, lo ilimitado, a lo limitado de cada ser. Y nosotros, los seres humanos, hemos realizado algo análogo, comportándonos como si fuésemos un escenario en el que se traslucen las operaciones de la naturaleza entera. Hemos necesitado para ello algo estrictamente humano, una decisión iniciática, decisión por una primera disyunción que provoca la emergencia de toda una secuencia de singularidades separadas, discontinuas, articuladas. Nuestra atención es un a una singularidad elemental, microfísica, así como el trazado simultáneo de un límite suyo respecto a una segunda singularidad. Y ahora vemos, además, que el esfuerzo por escuchar la magnífica coral de olas reunidas tiene éxito si la atención se sitúa justo en el medio, en la hendidura que une y separa estas dos singularidades iniciales. Solo así se diferencia el par entero, él en cuanto tal, respecto a lo otro de sí, permitiendo otra emergencia. El contraste de esta tercera con las anteriores ya es un nuevo intersticio. Y desde él van desgranándose el resto de concreciones.

La conciencia es primero anónima o impersonal y aprehende un fondo indiferenciado. Se hace personal mucho más tarde, arrancando a ese fondo diferencias diminutas. Es esta última conciencia la que nos sitúa en el mundo, pues la primera... ¿no nos sumerge en la infinitud de lo cósmico? ¿No es muy probable que, junto al rumor de las olas, percibamos inconscientemente otros rumores que provienen de lo más lejano y se mezclan confusamente con los próximos? Como conciencia impersonal, recibimos las huellas o marcas de todo el universo. Como conciencia personal, recortamos sobre semejante inmensidad una escena mundana. Somos un cruce entre lo infinito y lo finito.
Grabado. Rusia. Siglo XIX. Anónimo


Sea el caballo que escucha cómo detrás de él avanza el movimiento confuso por el cual un ser humano se aproxima amenazantemente con algo en la mano (no sabe todavía que se trata de esto, es un barrunto). Al comienzo, desprevenido, escucha un murmullo (el murmullo es siempre lo primero) de micropercepciones, una infinidad de percepciones diminutas, todas mezcladas en un todo sin distinciones. Por eso experimenta una "inquietud", como un hormigueo que todavía no delata perfiles francos. Acto seguido entra la atención en acción. La inquietud fuerza a un discernimiento más claro. Elige, entonces, una micropercepción, elige a continuación otra. Y ya tiene dos, dos micropercepciones disyuntas que se balancean una respecto a la otra. Esa diferencia es la piedra angular de la conciencia (sea lo que sea la conciencia en el animal): es un "diferencial de conciencia". Dadas, en efecto, esas dos percepciones infinitesimales en su contraste, dado ese diferencial de conciencia que es como una micro-conciencia de un diminuto "entre" o intersticio, ya percibe claramente una tercera, y una cuarta.... La serie de distinciones se dispara hacia el infinito. Y el movimiento agresivo del hombre tras él emerge claro, diáfano, como una secuencia de pasos, de momentos en los que se despliega también la elevación de un brazo cortando el aire, así como la vibración del látigo.

¿Cómo será la conciencia anónima del animal? ¿Qué tipo de cosmos aprehende en su fondo? Más intrigante resulta su conciencia singular, ¿qué tipo de "escena mundana" recorta sobre la infinitud? Bergson decía que el instinto animal no es, comparado con lo humano, una inteligencia indigente, sino otro camino de la evolución que no tiene ninguna relación fundamental con el nuestro. Y que, si la inteligencia humana observa al universo como "desde fuera", en una actitud de espectador, el instinto "ve desde dentro". Si fuera así, ¿no atrae poderosamente devenir animal? Quienes le adjudican al animal "inteligencia" lo desprecian en el mismo acto.

The Mule Track (1918). Paul Nash
Los ejemplos se multiplican. A lo lejos, un ejército se aproxima. El tropel de los caballos, la furia de las armas, las imágenes confusas y mezcladas... todo eso conforma un barullo sin distinciones. Es una polvareda infernal en la que una cosa se interpenetra con otra y no permite la distinción, el momento del miedo, del terror a lo desconocido, que es lo continuo e indistinguible. Pero el soldado de aquí, el que hace de guardián y está despierto mientras todos duermen en las tiendas, presta atención a lo que se acerca y comienza a distinguir seres y cosas singulares. Lo narra De Quincey maravillosamente en un pasaje de La révolte des Tartares: «Durante la hora siguiente, cuando la dulce brisa de la mañana hubo refrescado un poco, la nube de polvo se amplificó y adquirió la apariencia de inmensos tapices aéreos, cuyas pesadas superficies caían del cielo sobre la tierra: y en algunas zonas, allí donde los torbellinos de la brisa agitaban los pliegues de esas cortinas aéreas, aparecían desgarrones que adquirían a veces la forma de arcos, de pórticos y de ventanas por las que comenzaban a dibujarse débilmente las cabezas de los camellos coronados de formas humanas y, por momentos, el movimiento de hombres y de caballos que avanzaban en un despliegue desordenado, luego, a través de otras aberturas o perspectivas, en la lejanía aparecía el brillo de armas bruñidas». ¿Cómo transforma el soldado, que vigila ahora atentamente para salir de su inquietud, la nebulosa inextricable en visión "distinta" de un ejército? Parte del barrunto, pero ahora elige una micropercepción, un resplandor de sable, por ejemplo. Luego otro, el sonido diminuto de una pezuña que holla la superficie de la tierra desértica. Y, de pronto, desde ese entredós se destaca un tercer elemento, la lanza, y un cuarto... de modo que el barullo deja de serlo y es superado por la contemplación lúcida, apareciendo así el ejército enemigo en toda su radiante articulación, como broncínea amenaza, presente, nítida, angustiante, inquietantemente pavorosa y mortal.
 



¡Vienen! Rosa Amorós (2007)

Dejemos a Leibniz conducir todo esto a las intimidades de la mónada y a su relato de la creación divina del mundo. Ahí no podemos seguirlo. Cabe concluir, tomando otro camino, que la conciencia voluntaria y lúcida comienza penetrando hacia el interior de lo telúrico. Allí, en el inconsciente de la Tierra, en eso que Deleuze llamó lo Virtual, se extiende el reino temible de lo indefinido, el apeiron o ser continuo del que provenimos, pura potencia cósmica, physis. ¿Es menos temible porque podemos aprehenderla? El pensador francés desentrañó, al menos, algo de ese fondo virtual y reconoció en él una cierta composición, la del "problema", así como un cierto ordenamiento, la consistencia interna de un orden "caosmótico". El vago barullo de olas, la algarabía confusa de micropercepciones tras el caballo, el tropel oscuro ante el soldado guardián, son "conjuntos difusos", no poseen primeramente elementos discernibles; pero tampoco constituyen ejemplos de un caos absoluto. Cada uno de ellos está articulado internamente por la extraña lógica del "problema" (lo cual ya no es un caos). La inquietud que provoca la infinidad del mar, la inquietud del caballo y la del soldado... esa inquietud es ya una forma de conocimiento anónimo, impersonal, en el interior del hombre o del animal. ¿Y qué capta, qué conoce la inquietud? Conoce eso que, precisamente, inquieta, es decir, lo esencialmente irresuelto. Aprehende un vasto problema real que discurre en movimiento. Pues los problemas no son solo eso que puede "hacerse" el ser humano en su interior. Hay problemas, como estos, que forman parte plenamente de la realidad misma y son tan objetivos como la solidez de una piedra. El barullo de olas está articulado como un problema del mar: es una irresolución que está constantemente resolviéndose y recomenzándose, un sutil y complejo fondo de tensiones, es decir, de campos de problematicid. Por su parte, la multitud de micropercepciones aún no discernidas que inquieta al caballo es un conjunto de problemas reales entrecruzados y en movimiento, porque da cuenta de mil devenires diminutos que nacen y se tensan entre sí, constituyendo un proceso irresuelto. El ejército todavía indefinido que se aproxima, finalmente, es un inquietante problema, no simplemente porque amenace, sino porque él mismo es lo no-conformado que exhibe su propia irresolución como dinamismo motriz.

Sí, pero un campo de problemas irresueltos no es todavía una posible morada para el ser humano. El ser humano porta una multitud de ellos en su fondo, pero los lleva a la existencia concreta, los inserta en acciones y situaciones precisas, donde se escenifican y se corporeizan. El fondo del mundo, ese fondo enorme de realidad del que tenemos noticia a través de una multitud de micropercepciones, puede ser descrito como un barullo o como un campo real de tensiones irresueltas (un devenir-problema). En cualquier caso, es lo informe. Y así es como se nos presentan todas las cosas al inicio; siempre son sombras palpitantes, multiplicidades desvaídas y laminadas, hervideros muy plobados de seres indistinguibles. Se nos presentan, por eso, como amenaza de disolución. Vienen a nosotros como lo continuo y voluble, que es el ser del que provenimos y del que nos hemos separado. Nos recuerdan, entonces, lo más horroroso para el ser humano, esa potencia que nos absorberá un fatídico día, ese Hades sin figuras, sin límites y sin formas que nos des-individuará, des-limitándonos, fundiéndonos con su ser aórgico.

Pero está el poder de vivir, la decisión de vivir, la apuesta por vivir. Elección de algo concreto y distinción respecto a un segundo elemento. Creación de una disyunción, que es una tensión, un entre-dós, un intersticio o pliegue, un surco con dos orillas. Y, desde ahí, el nacimiento de una tercera realidad precisa y preciosa, y una cuarta... emergiendo todo el milagro de la existencia. Creación humana de lo definido en medio de lo indefinido, acto de separación y contraste que hace detonar un balanceo entre esto y aquello, es decir, un ritmo. Todo comienza con la emergencia de ritmos diminutos, A-B, H-C, U-M.... La realidad vital brotando de micropercepciones mutuamente referidas y distintas. Arte de separar, de tomar sobre sí lo indiferenciado y causarle una rasgadura con dos vertientes. Arte del entre, del puente. Una vez abierta esa herida, la serie entera de lo real se destaca.

La herida existía antes que yo. Para vencer sobre la muerte de lo informe necesita el ser humano sus heridas. No hay paso a la vida diferenciada y consciente sin dolor. Todo consiste en mirar al propio fondo, en el que el ser se hunde hasta lo sin-fondo (o nosotros en él), aguantar el infinito vértigo (como hacía Rilke al crear su primera elegía, mientras contemplaba, desde un puente entre dos montañas y en las inmediaciones del castillo, el abismo del valle). Y, puestos los ojos ahí, en esa terrorífica, vaga, imprecisa opacidad, rasgar o arañar, dejar brotar la sangre del alma en la herida y ver cómo se derrama hacia una y otra orilla. Las demás cosas vendrán de inmediato y se podrá vivir como ser humano, es decir, como singularidad perfilada sobre la tormenta informe, sobre la nada, como el marinero que, en medio del mar embravecido, se yergue en su escuálida barcaza, selecciona un apoyo diminuto, lo distingue de otro y otro... hasta que hace nacer la enorme envergadura de un aplomo.