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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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Infirmitas. Ganar la Tierra perdiéndola
03 / 06 / 2022

 
Todo fue, alguna vez, firme. Un día esa firmeza se retiró y comenzó nuestra vida.

Este acontecimiento está guardado secretamente en cada una de las cosas que verdaderamente nos importan, es el origen de lo importante, se lo considere de un modo o de otro, con este contenido o con aquél. Lo importante es algo que se retira de sí mismo para estar siempre aguardando. Su origen no lo encontrarás en un suelo firme, sino en todo lo contrario: en una Infirmitas. Y no podría ser de otro modo; esto es lo único seguro.

Todo fue, alguna vez, firme.

Éramos niños por la más primera de las veces -lo hemos olvidado, pero lo sabemos- y había una multitud de estrellas fijas a nuestro alrededor. El padre y la madre -y, si no los hubiese, aquellos que los sustituyeron- estaban ahí. La ventana, el sonido de unos pasos, un olor presente en el aire o en la magdalena, el sol aletargado en un patio, en la arena -quizás en los ojos de un rostro-, el golpe rotundo de una puerta -tal vez de una voz; o de un objeto que cae al suelo-... Todas esas cosas, y otra infinidad que las rodeaban y acompañaban, formaban un universo; y ese universo estaba ahí. Era un cosmos de presencias. A lo que hay que añadir que todos los pueblos, desde que los hombres existen, cantaron y soñaron sus orígenes en forma de cosmogonías.

La cuna, o lo que hiciera las veces de cuna, estuvo una vez ahí. Y todas las cosas que nos importan nacieron, es decir, tuvieron su cuna. No hay cultura o historia humana que no haya narrado los esplendorosos días en que se acunó.

Observa este detalle. El amigo -o la amiga- tuvieron un tiempo auroral. Era imposible esquivar su presencia. Tampoco queríamos hacerlo. Brillaba. Estuvo ahí. Y, por muchas guerras e ignominias que una comunidad humana haya sufrido, no tiene otro modo de padecerlas que recordando la época dorada en la que habitaba la Tierra en paz y amistosa armonía, junto a las aguas de un río, en la falda de unas montañas o en la espesura de los árboles.

Todo fue, sí, firme alguna vez. "Érase un suelo firme y un firmamento (que es un suelo al revés)"

Pero un día esa firmeza se retiró y comenzó nuestra vida.

El padre, la madre -o quienes los sustituyeron- se hicieron improbables un día. Quizás sí; quizás no: ¿estarían ahí? Y, sin embargo, solo entonces, cuando nosotros crecíamos y ellos retrocedían, nos dimos cuenta de que tenían un mundo adentro. En el momento en el que estuvieron ahí fueron rostro franco y visible, pura piel presente; te gustaba tocarlos; pero únicamente tras el momento en el que se alejaron cobró significado para nosotros lo que ellos vivían tras la piel, así como el otro rostro entraño, no palpable, invisible y enigmático del interior. Ocurrió al tiempo en el que la ventana, el patio de luz, los olores tan próximos, todas esas estrellas del universo cuyo centro ocupábamos, fueron alcanzados por la bruma. El flamígero firmamento quedó velado por las nubes, cuyas sombras a veces se disipaban para volver otra vez.

Y así fue como el firmamento se hizo interrogable. Y digno de incursión el suelo firme (que es un firmamento al revés). El misterio los atrapó; entonces surgió su historia, las narraciones que los pueblos le dedicaron y todo lo demás.

Si hay un suelo profundo y un firmamento elevado es porque han perdido su firmeza.

Observa este detalle. Cuando él o ella empezaron a ausentarse, cuando sobre sus cuerpos también cayeron las sombras y los velaron, se inició nuestra búsqueda. Y solo así se nos hicieron visibles. Aprendimos lentamente a amarlos. También la comunidad empezó a importar al retirarse la seguridad que depositábamos en ella. Lo firme la cerraba. Abandonando su firmeza, por fin clareaba.

Hijo, contempla. El ser se nos da en su ocaso. Los dioses se nos acercan cuando huyen. Y Ulises navega a su Ítaca lejana teniéndola a sus espaldas. Nacemos a la Infirmitas, a la inhibición sustractiva del suelo fundamental; y del firmamento (que es un fundamento al revés). Nacimos a ella. Y, aunque es el nombre que le dimos a la enfermedad, consiste más bien -si no es temida- en el malestar fructífero -ese vértigo en el estómago- que nos dejan los adioses para que podamos crear. La Tierra es una morada; para mi, para los que nos precedieron y para ti, que me sobrevivirás. Pero solo a condición de que nos extrañemos y permitamos su retiro, para ser, aun en su regazo, la irruptiva errancia. Porque la Tierra está, sí, está ahí. Es lo firme. Pero retirándose. Y no dejará jamás de estar en espera. Si posee la virtud de sustentar es porque se detrae en todas y cada una de las tierras que nos sustentan. Las tierras habitables que pisamos nos recogen y nos sirven de hogar si la Tierra que no acaba ni comienza se retira en ellas. Todas las tierras tienen confines y justo en el interior de estos rehúye su presencia esa Tierra que no tiene fin. Esta última se prolonga más allá, destituyéndose. Como Edipo de sus dominios, La Tierra se destierra a sí misma en todas sus tierras. Pero, al hacerlo, permanece viva ilimitadamente, del mismo modo que las cunas y los amores: también ellos son lo telúrico, a su modo. Y todo cobra sentido si esto se comprende.

Lo telúrico es la sustracción de La Tierra en todas las tierras y en los territorios de las tierras. Es el ser.

Nuestro tiempo comparte con todo tiempo esta Infirmitas. Siente de nuevo que los dioses huyen, que el firmamento se nubla y que la Tierra se agrieta mientras se hunde hacia el abismo de sí misma. Es el parpadeo sostenido entre una ausencia y una luz auroral. Pero, por un terror que ignora, quiere compulsivamente llenar la ausencia de muchas cosas e iluminar, por arrogancia, a la mismísima aurora. Quiere ser la cuna, el firmamento y la plena presencia. Se mide a sí misma por lo que atesora. Hace de todos los retiros algo pobre y enojoso: una carencia, una culpa y una deuda. Cuenta las estrellas, las acumula sobre una alfombra. Es un tren de alta velocidad en estático movimiento. Y el malestar, que podría servirle de substrato, la asusta. Es una Infirmitas que huye de sí misma. Bajo la falta de firmeza no ve la hondura, sino un légamo cenagoso. Por rehuirlo se eleva como Ícaro.

Hijo, generaciones venideras, no desistáis. Solo desisten los dioses y no regresan más que en esa gran presencia que es su vibrátil y poderosa ausencia. La vida comienza con otra firmeza extraña, más firme que el firme suelo y que el fijo firmamento. En la época en la que el retiro amenaza con retirarse a sí mismo, retenedlo para poner en él los piés. Somos y seremos el canto a lo que se queda abandonándonos. Dadle nuevas formas, bautizadlo con nombres aún inexistentes. No dejéis que el mundo se agote en lo tangible; y menos aún en lo visible. Que se pueble de vivaces ausencias. Nos queda la firmeza en la huída de la firmeza. El aedo del futuro lo recitará tal vez con palabras originarias: Firmitas en la Infirmitas.