Tales

Tartaglia

La resolución de las ecuaciones de primer y de segundo grado ya se conocía en la antigüedad, posiblemente, desde los tiempos de los egipcios. Por otra parte, se presentaban frecuentemente problemas que desembocaban en ecuaciones de tercer y cuarto grado, las cuales fueron resueltas por los algebristas italianos del siglo XVI. Esta contribución se realizó en la primera mitad de ese siglo, aunque es difícil precisar la fecha: en esa época en Italia los matemáticos tenían la costumbre de desafiarse entre sí, proponiéndose unos a otros interesantes problemas, con cuya solución pretendían alcanzar prestigio y fama, más que una compensación económica. Esta es la razón por la cual a menudo ocultaban sus descubrimientos matemáticos.

Frecuentemente, estas competiciones eran públicas, como lo fue una, realmente espectacular, que tuvo lugar en Milán en 1548 entre Ferrari y Tartaglia, y que fue presenciada por numerosos expertos y curiosos. La mayoría de los problemas que se proponían en estas competiciones estaban vinculados a las ecuaciones de tercer grado. Estos torneos matemáticos son un ejemplo de una pasión común a todos los creadores ya que, como decía Rey Pastor en 1932: «un sabio sin vocación apasionada, incapaz de sentir el latido heroico que acompaña a toda creación, es un alma en pena, como un sacerdote sin fe».

Los desafíos matemáticos tuvieron una larga tradición. Como señala Santaló, otro famoso ejemplo de un concurso fue el de la braquistocrona (curva de caída de un cuerpo en un tiempo mínimo entre dos puntos no situados en una misma vertical), propuesto en 1696 por J. Bernouilli «a todos los matemáticos del mundo», con la promesa de «honor, alabanza y aplauso» para quien lograra resolverlo. Quien lo consiguió años más tarde fue el propio J. Bernouilli.

Teorema de Fermat

Teorema de las bisectrices interiores

Teorema de los cuatro colores

Poemilla de J.A. Lendon, Surrey, Inglaterra:

    "Cuatro colores usan los matemáticos de emblema,
    ansiosamente regiones colocando
    deseando obtener el teorema
    donde siguen sin remedio fracasando."

Entre todas las grandes conjeturas todavía no demostradas de las matemáticas, la más sencilla (sencilla en el sentido de que hasta un niño pequeño puede comprenderla) es la del famoso teorema topológico de los cuatro colores: ¿Cuántos colores son necesarios para iluminar un mapa arbitrario, de modo que nunca dos regiones colindantes sean del mismo color? La imposibilidad de trazar cinco regiones planas, de manera que cada par de ellas tenga frontera común, fue enunciada por Moebius en una conferencia que dio en 1840, donde la presentó en forma de cuento acerca de un príncipe oriental que legó su reino a sus cinco hijos con la condición de que fuera dividido en cinco regiones, cada una de ellas fronteriza con las otras cuatro. Este problema es equivalente al siguiente de la teoría de gráficos: ¿Es posible disponer cinco puntos sobre el plano de manera que sea posible unir cada uno con los otros cuatro mediante líneas rectas que no se corten? En cualquier libro de teoría de grafos puede verse la demostración de esta imposibilidad. Se podría creer que el teorema de los cuatro colores (para iluminar un mapa arbitrario, de modo que nunca dos regiones colindantes sean del mismo color, es siempre suficiente con cuatro colores) sería consecuencia inmediata de éste, pero tal conjetura es errónea. Es fácil hacer mapas que exigen cuatro colores; y basta un conocimiento elemental de las matemáticas para poder entender la demostración de que cinco colores son siempre suficientes. ¿Pero son los cuatro colores necesarios y suficientes? Para expresarlo de otro modo, ¿es posible hacer un mapa que exija utilizar cinco colores? Los matemáticos que se han interesado en esta cuestión pero no ha podido estar seguros hasta ???.

Contra lo que se ha dicho frecuentemente, no fueron los cartógrafos los primeros en observar que tan sólo son precisos cuatro colores para iluminar un mapa. Al parecer, el primero en enunciarlo explícitamente fue Francis Guthrie, un estudiante de Edimburgo quien se lo mencionó a su hermano Frederick, que más tarde sería químico. Éste, a su vez, se lo comunicó en 1852 a su profesor de matemáticas, Augustus de Morgan. La conjetura se hizo célebre después de que el gran Arthur Cayley admitiera, en 1878, que había estado trabajando infructuosamente en esta cuestión. En 1879, el jurista y matemático inglés Sir Alfred Kempe publicó la que él creía ser una demostración. Un año más tarde hacía aparecer en la revista Nature un artículo con el algo infatuado título «Cómo iluminar un mapa con cuatro colores». Durante una decena de años, los matemáticos creyeron el problema resuelto, entonces P. J. Heawood localizó un error fatal en la demostración de Kempe. Desde entonces, las mejores mentes matemáticas del mundo han estado bregando inútilmente con el problema. Lo que hace el problema tan atrayente y fascinador es que parece que demostrarlo haya de ser tarea fácil. En su obra autobiográfica titulada Ex-Prodigy, Norbert Wiener escribe que, como todos los matemáticos, intentó demostrar el teorema de los cuatro colores, con el único resultado de ver todas sus demostraciones fundirse como el oro en la mano del pródigo.

El estado actual del problema es que se ha establecido su validez para todos los mapas que no tengan más de 38 regiones. Puede pensarse que se trata de un exiguo resultado, pero éste parece algo menos trivial cuando se sabe que hay más de 1038 mapas topológicamente distintos que tengan treinta y ocho o menos regiones. Ni siquiera una moderna computadora electrónica podría examinar todas estas configuraciones en un tiempo razonable. El hecho de que hasta el momento se carezca de demostración para el teorema resulta todavía más exasperante si se tiene en cuenta que se han podido demostrar teoremas análogos para superficies mucho mas complejas que el plano. (La esfera es en lo que a este problema se refiere equivalente al plano pues cualquier mapa sobre la esfera se puede transformar en un mapa plano pinchando el mapa por el interior de una región y proyectando la figura que resulta sobre una superficie plana.) Para las superficies de una sola cara como la banda de Moebius, la botella de Klein y el plano proyectivo se ha podido demostrar que seis son los colores necesarios y suficientes. Este número es de siete para la superficie del toro. De hecho, el problema de iluminar un mapa ha sido resuelto para todas las superficies de orden superior que han sido estudiadas seriamente. Solamente cuando se quiere aplicar el teorema a superficies topológicamente equivalentes al plano o a la superficie esférica continua el problema desafiando a los topólogos; y lo que es peor, sin que aparentemente haya ninguna razón para ello. Hay algo de diabólico en el modo en que todos los intentos de demostración van progresando lindamente para, a última hora, cuando está a punto de completarse la cadena deductiva, mostrar una laguna irreparable. Nadie puede predecir lo que el porvenir reserva a este famoso problema, pero es seguro que alcanzará renombre universal quien sea capaz de alcanzar alguno de estos tres posibles resultados.

1. Descubrir un mapa que forzosamente necesite cinco colores. En su excelente artículo «El problema del mapa de cuatro colores, 1840-1870» H. S. M. Coxeter escribe: «Si hubiera de atreverme a formular una conjetura, diría que posiblemente existan mapas que exigen el empleo de cinco colores, pero que incluso el más sencillo de ellos tendrá tantas regiones, centenares de miles, posiblemente, que nadie enfrentándose a él, tendría el tiempo ni la paciencia para hacer todas las comprobaciones que serían necesarias para excluir la posibilidad de poderlo colorear con cuatro tintas.»

2. Descubrir una demostración del teorema, verosímilmente mediante alguna técnica nueva que quizá permitiera al mismo tiempo abrir algunas de las puertas más sólidamente ancladas en diversas partes de las matemáticas.

3. Demostrar que es imposible demostrar el teorema. Esto quizá suene extrañamente, pero en 1931, Kurt Godel estableció que en cada sistema deductivo lo bastante complejo como para incluir en si toda la aritmética existen teoremas matemáticos que son «indecidibles» en ese sistema. Hasta el momento, sólo para muy pocas de las grandes conjeturas todavía no resueltas de las matemáticas se ha podido establecer su indecidibilidad en este sentido. ¿Es una de ellas el teorema de los cuatro colores? Si así fuera, la única manera de que pudiéramos considerarlo como «verdadero» seria adoptarlos bien a él mismo, bien a otro teorema indecidible que le esté íntimamente ligado, como postulado nuevo e indemostrable de un sistema deductivo más amplio.

Teorema de los nueve puntos

Otro teorema muy elegante es el famoso «de los nueve puntos», en el cual parece surgir de la nada una circunferencia, lo mismo que en el de Morley se materializa insospechadamente un triángulo equilátero. Fue descubierto por dos matemáticos franceses, quienes lo publicaron en 1821. Dado un triángulo cualquiera, situemos en él tres ternas de puntos (véase la figura): los puntos medios (a, b, c) de los tres lados; los pies (p, q, r) de las tres alturas; y los puntos medios (x, y, z) de los segmentos rectilíneos que unen cada vértice con el ortocentro (intersección de las tres alturas). Como muestra la ilustración, estos nueve puntos yacen sobre una misma circunferencia, resultado sorprendente que abre paso a otra multitud de teoremas. Por ejemplo no es difícil demostrar que el radio de la circunferencia trazada por estos nueve puntos es precisamente la mitad del radio de la circunferencia circunscrita al triángulo de partida. La propiedad de las alturas de cortarse en un solo punto (ortocentro) es de por sí interesante; Euclides no la menciona, y aunque Arquímedes la da a entender parece ser que no fue enunciada explícitamente hasta Proclo, filósofo y geómetra del siglo V.

Teorema de Morley

Podría suponerse que el vulgar triángulo, tan concienzudamente estudiado por los antiguos, no podrá reservarnos grandes sorpresas. Sin embargo, se han descubierto recientemente muchos teoremas notables sobre triángulos, teoremas que Euclides hubiera podido descubrir fácilmente, pero que no llegó a descubrir. Un ejemplo sobresaliente a este respecto; discutido por Coxeter en su libro, es el teorema de Morley, descubierto hacia 1899 por Frank Morley, profesor de matemáticas de la Universidad John Hopkins, y padre del escritor Christopher Morley. Coxeter nos cuenta que el rumor del descubrimiento se extendió rápidamente por todo el mundo matemático, pero que no se publicó ninguna demostración de él hasta 1914. Cuando Paul y Percival Goodman, en el Capítulo 5 de su delicioso librito Communitas hablan de los bienes humanos que pueden disfrutarse sin ser consumidos, el teorema de Morley les sirve de acertado ejemplo. Tracemos un triángulo cualquiera y dividamos cada uno de sus tres ángulos en tres partes iguales. Las rectas así trazadas se cortan siempre en los tres vértices de un triángulo equilátero. Lo que resulta verdaderamente inesperado es que el triángulo pequeño, llamado triángulo de Morley, sea siempre equilátero. El profesor Morley escribió varios textos y realizó importantes trabajos en muchos terrenos, pero ha sido este teorema el que le ha hecho inmortal. ¿Por qué no fue descubierto antes? Coxeter piensa que quizá los matemáticos, sabiendo que es imposible realizar con regla y compás la trisección de un ángulo, propenden a dejar de lado los teoremas que exijan trisecciones.

Teorema de Steiner-Lehmus

Fue C.L. Lehmus el primero en sugerirlo en 1840, y Jacob Steiner el primero en demostrarlo. Si las dos bisectrices interiores de los dos ángulos de la base de un triángulo son iguales, parece intuitivamente evidente que el triángulo ha de ser isósceles. Ningún otro problema de la geometría elemental es más insidioso ni decepcionante. Su recíproco—que las bisectrices de los ángulos de la base de un triángulo isósceles son exactamente iguales—se conoce desde los tiempos de Euclides y es fácil de demostrar. Este otro, en cambio, en realidad es extraordinariamente difícil. Archibald Henderson escribió un artículo de unas 40 páginas en el Journal of the Elisha Mitchell Scientific Society de Diciembre de 1937, titulado «Ensayo sobre el problema de las bisectrices interiores para terminar con todos los ensayos sobre el problema de las bisectrices interiores.» En él señala que muchas de las demostraciones publicadas, algunas de ellas debidas a matemáticos famosos, son defectuosas; a continuación expone diez demostraciones válidas, todas largas y complicadas. Es una agradable sorpresa encontrarse en el libro de Coxeter con una nueva demostración, tan sencilla que solamente son necesarias cuatro líneas para apuntar la idea de la que se deduce rápidamente la demostración.

Teorema fundamental del álgebra

"Cualquier polinomio de grado n tiene n raíces reales o complejas". Enunciado por primera vez por Jean Le Rond d'Alembert en 1746, y demostrado parcialmente por él. La primera demostración rigurosa fue dada en 1799 por Gauss (v.) en su tesis doctoral, que a la sazón contaba con 21 años de edad. La demostración que hizo Gauss en su tesis se basa en consideraciones geométricas, por lo que no resultó excesivamente satisfactoria. Años más tarde, en 1816 publicó Gauss dos nuevas demostraciones así como otra en 1850 tratando siempre de encontrar una demostración puramente algebraica.

Thales de Mileto

(640-560 a.C.) fue el primero de los grandes filósofos griegos. A pesar de creer que la tierra era plana, inició la observación astronómica científica. Se le atribuye la predicción de un eclipse de sol en 585 a.C. En el momento de morir pronunció las siguientes palabras: «Te alabo, ¡oh Zeus!, porque me acercas a tí. Por haber envejecido, no podía ya ver las estrellas desde la tierra.»

Se concede a Thales el mérito de la invención de la demostración matemática rigurosa. Sea verdad o no, no cabe duda de que los griegos sabían que una proposición matemática era verdadera si había sido demostrada. Thales de Mileto era mercader y probablemente había viajado por Egipto, donde había entrado en contacto con escribas y calculistas de la época, de los que aprendió matemáticas, con sus realizaciones prácticas y sus vinculaciones con la astronomía, la religión y la magia. Los egipcios tenían razones prácticas para desarrollar fórmulas geométricas exactas: debían medir sus tierras regularmente, porque la crecida anual del Nilo borraba casi todas las marcas limítrofes. Se cuenta que comparando la sombra de un bastón y la sombra de las pirámides, Thales midió, por semejanza, sus alturas respectivas. La proporcionalidad entre los segmentos que las rectas paralelas determinan en otras rectas dio lugar a lo que hoy se conoce como el teorema de Thales.

Con Thales se puede marcar el límite simbólico del comienzo de las matemáticas, puesto que ya se efectúan generalizaciones de la realidad conocida a otras situaciones. Por ejemplo, los griegos ya tenían la noción de línea curva, que definían como el rastro dejado por un punto al desplazarse por el espacio.

Tierra

Está muy extendida la errónea creencia de que todos los pueblos de la antigüedad pensaban que la Tierra era plana y centro del universo. Los pitagóricos griegos, por ejemplo, enseñaban que la Tierra es redonda, y que está dotada de movimiento de rotación. Según ellos, el centro del sistema solar no era el Sol, sino un fuego central muy brillante, que el Sol reflejaba. La Tierra, la Luna, el Sol y los otros cinco planetas entonces conocidos daban vueltas en torno al fuego central. Como la Tierra mantenía siempre su mitad no habitada hacia este fuego durante su traslación en la órbita, que duraba 24 horas, tal fuego nunca podía ser visto. Aristóteles sugirió que el obsesivo culto que los pitagóricos prestaban al número 10 (número triangular que es también suma de 1, 2, 3 y 4) fue causa de que miembros de la escuela pitagórica añadieran un décimo cuerpo astral, llamado antichthon (contra-tierra), también invisible por recorrer una órbita intermedia yacente entre la Tierra y el fuego central. Un astrónomo griego del siglo III a. de C., Aristarco de Samos, llegó a proponer un auténtico sistema heliocéntrico, donde todos los planetas giraban alrededor del Sol, pero su tratado se ha perdido, y solamente se tienen referencias de él a través de comentarios de Arquímedes. Empero, el modelo que dominó la astronomía griega fue el modelo geocéntrico de Aristóteles: una Tierra esférica inmóvil, plantada en el centro del universo, alrededor de la cual giraban todos los demás cuerpos celestes, incluidas las estrellas. Aristóteles defendió y sostuvo un magnífico razonamiento anterior en favor de la redondez de la Tierra: durante los eclipses de Luna, la sombra de la Tierra sobre aquélla muestra un borde redondeado, perfectamente explicable si la Tierra fuese una bola. El sistema ptolemaico del siglo II d. de C., refinamiento del aristotélico, fue inventado para dar cuenta de las erráticas trayectorias de los cinco planetas visibles directamente cuando cruzan nuestro firmamento. Para ello se hacía que los planetas recorrieran círculos menores, llamados epiciclos, al mismo tiempo que iban describiendo órbitas mayores en torno a la Tierra. El modelo era bastante adecuado para explicar los movimientos aparentes de los cuerpos celestes, incluidos los irregulares movimientos de los planetas y de la Luna derivados del carácter elíptico de sus trayectorias; bastaba con postular suficientes epiciclos y hacer que éstos fueran recorridos con velocidad no uniforme.

Triángulos de área entera

Ya se sabía desde hace mucho que un triángulo cuyos lados son 13, 14 y 15 tiene un área de 84, un número entero. A lo largo de la historia los matemáticos han tratado de encontrar otras ternas (grupos de tres números consecutivos) que cumplieran la misma condición: que el área del triángulo formado con esas medidas fuera un número entero. Gracias a los ordenadores y sus cálculos incansables se ha descubierto algo muy curioso. Entre los números 1 y 999 hay pocas ternas que cumplan la condición. entre 1.000 y 1.999 ya hay más. Y aún más entre 2.000 y 2.999. Y van aumentando en cada millar de manera que a partir de 10.000, cualquier grupo de tres números consecutivos da como resultado un área entera.

Trigonometría

La tabla trigonométrica más antigua que se conoce figura en los Siddantas o sistemas astronómicos (hacia el año 290) durante el comienzo de la dinastía del rey hindú Gupta. En dicha tabla figuran los senos de los ángulos entre 0° y 90° distribuidos en 24 intervalos iguales de 3,75°. Para expresar la longitud del arco y la del seno en términos de la misma unidad, se tomaba como radio 3.438 unidades, la circunferencia correspondiente medía 360 x 60 = 21.600 unidades. Para el seno de 3,75 por ser muy pequeño confundían el seno con el arco, por tanto, se tenía que sen 3,75º = S1 = 60x3,75 = 225. Para los restantes ángulos se sustituía en la expresión Sn+1 = Sn + S1 - Rn/S1, donde Rn es la suma de los n primeros senos. Los resultados así obtenidos son muy próximos a los que podemos obtener hoy día con nuestras modernas calculadoras científicas.

William Oughtred, un matemático inglés del siglo XVII, fue el primero que introdujo las abreviaturas que todavía se usan en trigonometría: sen, cos y tg.

Trisección de ángulos

Dos de las primeras construcciones de regla y compás que aprenden los niños en geometría plana son el trazado de la bisectriz de un ángulo y la división de un segmento en cualquier número de partes iguales. Ambos problemas son tan fáciles que a muchos alumnos les cuesta creer que no haya manera de emplear esos dos instrumentos para dividir un ángulo en tres partes iguales. Con frecuencia es el estudiante mejor dotado en matemáticas el que lo toma como un reto y se pone inmediatamente a trabajar para demostrar que el profesor está equivocado. Algo así pasó entre los matemáticos cuando la geometría estaba en su «niñez». Quinientos años antes de Jesucristo, los geómetras ya dedicaban gran parte de su tiempo a buscar una manera de combinar rectas y circunferencias para obtener un punto de intersección que trisecase un ángulo. Sabían naturalmente que esta operación podía efectuarse con algunos ángulos; con las restricciones clásicas, pueden trisecarse una infinidad de ángulos especiales, pero lo que los geómetras griegos deseaban era hallar una solución general aplicable a cualquier ángulo dado. Su búsqueda, junto con la de la cuadratura del círculo y la duplicación del cubo, fue uno de los tres grandes problemas de construcción de la antigua geometría. Fue P. L. Wantzel quien en 1837 publicó por primera vez, en una revista de matemáticas francesa, la primera prueba completamente rigurosa de la imposibilidad de trisecar un ángulo. Aunque la demostración de que es imposible trisecar cualquier ángulo con regla y compás convence a cualquiera que la entienda, sigue habiendo matemáticos aficionados en todo el mundo que creen haber descubierto un método para hacerlo. El «trisecador» clásico es alguien que sabe suficiente geometría plana para idear un procedimiento, pero que no es capaz de comprender la prueba de imposibilidad ni de detectar el error de su propio método. La trisección es a menudo tan complicada y su demostración tiene tal cantidad de pasos, que incluso a un geómetra experto le resulta difícil encontrar el error que con toda seguridad contiene. Lo normal es que el autor envíe su pseudoprueba a un matemático profesional, quien por lo general la devuelve sin analizarla siquiera, porque buscar el error es un trabajo penoso y estéril. Esta actitud confirma invariablemente la sospecha del «trisector» acerca de la existencia de una conspiración organizada entre los profesionales para impedir que llegue a conocerse su gran descubrimiento. Suele publicarlo entonces en un libro o panfleto pagado de su bolsillo, una vez que todas las revistas matemáticas a las que lo ha enviado han rechazado su publicación. En ocasiones describe el método en un anuncio del periódico local, en el que indica además que el manuscrito ha sido adecuadamente registrado ante notario.

El último matemático amateur que recibió gran publicidad en los Estados Unidos por un método de trisecar fue el reverendo Jeremiah Joseph Callahan. Anunció que había resuelto el problema de la trisección en 1921, cuando ocupaba el puesto de presidente de la Universidad Duquesne de Pittsburgh. La agencia United Press lanzó una larga historia que había sido escrita por el propio Callahan. La revista Time publicó su fotografía junto con un artículo muy favorable en el que se comentaba lo revolucionario de su descubrimiento. (Ese mismo año publicó Callahan un libro de 310 páginas titulado Euclides o Einstein, en el que demolía la teoría de la relatividad mediante la demostración del famoso postulado del paralelismo de Euclides. Se deducía así que la geometría no euclídea, sobre la que está basada la relatividad general, era absurda.) Los periodistas y el público profano mostraron su sorpresa al comprobar que los matemáticos profesionales, sin esperar a ver las construcciones del Padre Callahan, declararon inequívocamente que no podía ser correcta. Por último, a finales de año, la Universidad Duquesne publicó el opúsculo del Padre Callahan con el título La trisección del ángulo.

El 3 de junio de 1960 el honorable Daniel K. Inouye, en aquel entornes representante por Hawai y más tarde senador y miembro del Comité de Investigación del Watergate, incluyó en el Congressional Record (Apéndice, páginas A4733-A4734) del 86.° Congreso un largo tributo a Maurice Kidlel, un retratista de Honolulú que no solamente había trisecado el ángulo sino que además había conseguido la cuadratura del círculo y la duplicación del cubo. Kidjel y Kenneth W. K. Young escribieron un libro sobre el tema, con el título de The Two Hours that Shook the Mathematical World (Las dos horas que conmovieron el mundo matemático), así como un opúsculo, Challenging and Solving the Three Impossibles [Desafío y resolución de los tres imposibles]. Vendían esta literatura, así como los calibres necesarios para emplear su sistema, a través de la compañía The Kidjel Ratio. Los dos dieron en 1959 conferencias sobre su trabajo en varias ciudades norteamericanas, y una cadena de televisión de San Francisco, la KPJX, hizo un informe documentado bajo el título The Riddle of the Ages. Según Inouye, «las soluciones de Kidjel se enseñan hoy en cientos de escuelas y colegios de todo Hawai, Estados Unidos y Canadá». Esperamos que la afirmación fuese exagerada. En un ejemplar del periódico Los Angeles Times, del domingo 6 de marzo de 1966 (Sección A, página 16), se ve cómo una persona de Hollywood había pagado un anuncio a dos columnas para dar a conocer, en 14 pasos, su procedimiento de trisecar ángulos.

¿Qué le puede decir actualmente un matemático a un trisector de ángulos? Le diría que en matemáticas es posible enunciar problemas que son imposibles en un sentido final y absoluto: imposibles en todo tiempo y en todos los mundos concebibles (lógicamente consistentes). Tan imposible es trisecar el ángulo como mover en ajedrez la reina de la misma manera que un caballo. En ambos casos la razón última de esa imposibilidad es la misma: la operación viola las reglas de un juego matemático. El matemático le recomendaría al «trisector» que se hiciese con un ejemplar de algún texto de geometría y se lo estudiara. Y que luego volviera sobre su demostración y pusiera más empeño en encontrar el error. Pero los «trisectores» son una raza muy dura y no es probable que acepten consejos de nadie. Augustus De Morgan, en su Budget of Paradoxes, cita una frase típica tomada de un panfleto del siglo XIX sobre la trisección de ángulos: «El resultado de años de intensa reflexión». El comentario de De Morgan es conciso: «muy probablemente, y muy triste».

Trompeta de Gabriel

Es la superficie de revolución generada por la hipérbola f(x) = 1/x, x > 0 al girar alrededor del eje OX. Su volumen es de unidades cúbicas, mientras que su superficie es infinita.