Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1997, 13, artículo 07 · http://hdl.handle.net/10481/13572
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Publicado: 1997-10
El contacto con el otro. Antropología y sincretismo en Atacama (Chile)
Contact with the Other. Anthropology and syncretism in Atacama (Chile)

José Luis Anta Félez
Profesor del Área de Antropología Social, Universidad de Jaén.
jlanta@ujaen.es



RESUMEN
Este breve artículo plantea cómo es la particular interacción, durante el trabajo de campo, del antropólogo con aquéllos que estudia, el medio en que se mueve, su retentiva ante lo desconocido y su capacidad de movilidad. Basado en el trabajo de campo llevado a cabo en Atacama (Chile), el autor observa su propia conversión desde el relativismo antropológico al sincretismo cultural a través de la interpretación de algunas de sus fiestas. En este trabajo se muestra, por medio de un ejemplo, una boda, cómo, dónde, por qué y cuáles son algunos de los elementos donde antropología y cultura se entremezclan, hasta llegar un momento en que el trabajo de campo es una forma experimental de conocer lo propio y cómo los resultados de la investigación se convierten en un discurso literario, las más de las veces de carácter retórico.

ABSTRACT
This brief article outlines the nature of the particular interactions that take place during work in the field between the anthopologist and those whom he studies: the space in which one moves, ones' retention faced with the unknown, and ones capacity for mobility. Based in the fieldwork undertaken in Atacama (Chile), the author observes his own conversion from anthropological relativism to cultural sincretism through the interpretation of some of their fiestas In this work the author presents, as an example, a wedding: where, why, when, and which are some of the elements where the anthropologist and culture intermix, until they arrive in the moment in which field work is an experiential form of knowing oneself. The results of the investigation convert themselves into a literary discourse, most of the time with a rhetorical character.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
contacto con el Otro | sincretismo | relativismo cultural | Atacama | Chile | contact with the Other | syncretism | cultural relativism


I

Escribí el párrafo que sigue en San Pedro de Atacama, mientras realizaba trabajo de campo en aquella zona de Chile. Y ahora que lo veo (pro)puesto en la pantalla del ordenador me parece tan lejano y de un tono tan épico que quisiera no verme reconocido en ello. Ha cambiado el contexto y, por lo tanto, el texto toma una nueva dimensión, más narrativa: retórica. La distancia entre el trabajo de campo y el proceso de escritura es cada vez más grande: ¿dónde está Atacama?, ¿es el proceso antropológico un trabajo evocativo?, ¿cambian los atacameños o cambian con el antropólogo en el proceso de escritura?, ¿es el trabajo de campo un experimento o, simplemente, una serie de azares en cadena?

Todo ello parece definirse en el proceso de escritura, en los diarios de campo, durante la redacción de las conclusiones, en los informes, y en el fondo del escenario el debate entre los atacameños, en este caso, y el investigador. Una lucha en segundo plano que invariablemente determina el contexto del trabajo. Y, ahora, la escritura (evocativa):

En lo que a mí respecta, el desierto de Atacama tiene una empatía especial. Su mayor misterio es la desproporción existente entre la medida del hombre y la grandeza del lugar; no hay forma de explicarlo: el recogimiento, la exaltación de sentimientos primarios (amor, odio, frustración, felicidad...) y la incapacidad de lucha se convierten en una constante vital, siempre presentes. Este desierto descubre al hombre su cara humana (su ser cultural), pero también las necesidades básicas que muchas veces olvidamos (obviamente), en el desierto no hay ni qué beber, ni qué comer, ni dónde dormir. Estas necesidades crean una dependencia de ciertos objetos materiales, pero, sobre todo, de los elementos culturales que hacen sostenibles los criterios humanos (explicativos). En la soledad del desierto se toma conciencia de qué representan para nosotros ciertas comidas, la familia, el espacio o el tiempo. Pero también de lo poco que sirve utilizar conceptos como la amistad, la justicia o la libertad y es en la inutilidad de los valores en la lucha por la supervivencia donde se comprende la enorme diversidad de culturas que existen y lo limitado que es creer en la universalidad de lo «nuestro». El desierto es lo «otro» y se empeña en negarnos sin que nada sirva hacer lo mismo con él.

   Estas líneas las escribo a la luz de una vela, pues hace varias horas que han cortado la luz eléctrica --sólo hay 3 horas de electricidad al día, producidas por un generador que gasta en gasolina gran parte del dinero de la municipalidad-- y este hecho no es más que parte de la vanguardia en que viven inmersos los habitantes del ayuntamiento (municipio) de San Pedro de Atacama. De hecho, hoy por hoy esta falta de ciertos elementos materiales (electricidad, carreteras asfaltadas, alcantarillado...), asociados a un progresismo decimonónico, no son principios que les puedan asociar con el primitivismo, el atraso o el subdesarrollo. Muy por el contrario, estos principios se asocian, más bien, con la falta de equipos de informática, por ejemplo, que sirvan como símbolos de una imagen pública moderna, pero aquí el ayuntamiento, y con él la posta (puesto de sanidad), la escuela o la asociación de vecinos tienen su propio equipo y, por lo tanto, el resto de esas «comodidades», al ser parte de las necesidades inherentes al hombre, se convierten en un discurso antiprogresista y, consecuentemente, muy moderno, que entiendo como un exotismo (una imagen estereotipada de la otredad), como una ruptura con los cánones preestablecidos, todos los síntomas de la vanguardia: es popular, en ningún caso decorativo (San Pedro de Atacama. Cuaderno «C». 18 de febrero de 1993).

En efecto, esto lo escribí en San Pedro de Atacama, en el trascurso de mi trabajo de campo (durante 1992-1993, que he continuado en 1996 y 1997), dando por hecho que el trabajo en el campo no sea sólo eso: escritura; aunque hay otros antropólogos que proponen transcribir con otros métodos (véase, por ejemplo, West 1996: 327-352). Pero me consta que no soy el único europeo que ha tenido esta sensación ante los paisajes que, como éste, tiene el Cono Sur. Un misterio que se ha explicado generalmente recurriendo al hecho religioso (cuasi «místico»; lo que no deja de ser una paradoja que para explicar lo inexplicable se recurra a otra figura inexplicable). Darwin comenta ante la Patagonia que «aunque la vista no pudiera posarse en ningún objeto concreto, se experimentaba una indefinible e intensa sensación de placer» (Darwin 1972: 81); ya en el desierto de Atacama su opinión no parece cambiar, aunque la larga marcha por el despoblado (de Atacama) le hace que también sea más escéptico: «el paisaje mostraba la más completa desolación, subrayada por un cielo despejado y diáfano. Al principio, la contemplación del paisaje produce la impresión de lo sublime, pero ésta no dura mucho y acaba resultando de lo más anodino» (Darwin 1972: 177). Yo mismo más de una vez me vi envuelto en esa monotonía anodina, pero, a diferencia de Darwin, en mis viajes por el desierto siempre encontraba un nuevo tono marrón en el horizonte que me hacía que regresara a un momento de cercanía con lo «sublime». Bruce Chatwin, que utiliza la visión de otros para expresar su opinión, nos recuerda las interpretaciones que un viajero inglés, de nombre W. H. Hudson, hace en 1860 cuando se acercó a la Patagonia (1), tal cual hacía él mismo:

Hudson consagraba un capítulo íntegro de Días de ocio en la Patagonia [publicado originalmente en 1893 en Londres] a contestar el interrogante de Darwin, y llega a la conclusión de que quienes deambulan por el desierto descubren en sí mismos una serenidad primigenia (que también conoce el salvaje más simple), tal vez idéntica a la paz de Dios (Chatwin 1992: 27).

Y junto a estas visiones del desierto, tan teo-ego-etno-céntricas, hay que superponerse en pos de los hombres que allí viven. El desierto permite los principios culturales (aparentemente) más exóticos, diferentes y extremos. En su nada absoluta cabe todo: por aquí (por esta zona de Atacama) ha pasado la cultura Tiawanaco y el imperio Inca, la cultura de la clase media de la gente de Estados Unidos y la flema inglesa, el empuje español y el colorido de las bolivianas, el militarismo chileno y los emigrantes de la ex Checoslovaquia, y hasta sureños de Chile convertidos en pampinos. Han pasado todo tipo de dioses (desde los nacidos en la inhalación de alucinógenos, hasta aquéllos que vienen estampados en los dólares) y, ante todo, algo que se puede considerar como la cultura atacameña (Dannemann; Valencia 1989. Núñez 1992). Este desierto y su gente, con su capacidad de mantener un discurso polifónico y multicolor, rompe con las ideas de centro/periferia, de mayorías/minorías, al convertirse constantemente en un centro particular de múltiples periferias generalizantes, universales, globales. ¿Cabe la posibilidad, por lo tanto, de que el antropólogo, superada esa empatía personal hacia el medio, vea la manera de observar los hechos en su contexto ecológico-cultural? (para ver el trasfondo de este problema y tener algunas claves más véase Jenkins 1996: 807-822). Es más, si se tiene en cuenta que, sin perder la visión holística, el investigador se centra en una única temática, ¿cabe la posibilidad de estudiar, por ejemplo, fenómenos religiosos sin más? El propio Bronislaw Malinowski, padre del trabajo de campo como observador participante (tradición en la que quiera o no estoy incluido), tenía claro que:

El etnógrafo que se proponga estudiar sólo religión, o bien tecnología, u organización social, por separado, delimita el campo de su investigación de forma artificial, y eso le supondrá una seria desventaja en el trabajo (Malinowski 1986: I, 28).

Parece obvio --críticas aparte-- que vistas así las cosas no existe más posibilidad que llegar a la escritura de la consabida monografía etnográfica. Pero ¿por qué no estudiar los ritos, que --doy por hecho-- en Atacama están relacionados, entre otras cosas, con la organización social, con la explicación del medio, con las interpretaciones cosmológicas, que reflejan las tensiones y disidencias de la comunidad, sin que estemos dando una visión global de toda esta cultura? De este modo, las monografías no dejan de ser elementos de apropiación etnocéntrica, que con unos patrones predefinidos consideran las relaciones culturales desde la visión occidental ajena al hecho que en ese momento estudiamos (que generalmente se ha convertido en un mito donde se silencia al autor, véase Charmaz; Mitchell 1996: 285-302). Que el antropólogo esté influido, incluso delimitado, por su propia cultura de origen no significa traicionar lo que el otro es en su contexto, lo que Geertz (1994: 73-90) llama «desde el punto de vista del nativo». El trabajo de campo, en este sentido, sirve como desmitificador. No se trata, en principio, sólo de traducir otras culturas a un lenguaje propio comprensible por nosotros, para lo cual sería útil contar con la «lista» de aquello que consideramos importante: cómo se construye la vivienda, cómo se come, cómo se educa a los niños, cuáles son los ritos y cómo son los rostros de sus dioses... (una completa tabla de materias de datos culturales está en Maestre 1976: 237-255. También se ha tener en cuenta, o no, el trabajo clásico de Murdock 1994, que en Atacama ha sido aplicado por Mostny 1954), sino que, ante todo, nos propone ver lo que otros hacen y piensan en un contexto (comparativo) que de antemano nos es ajeno y que, consecuentemente, necesita de elementos propios para su explicación (Boon 1993. Geertz 1987: 44); que pueden ser válidos si en vez de excluyentes son multicomprensivos.


II

El discurso del progreso social (nacional) se propone en América Latina desde la idea de que, sobre todo, hay que industrializarse (Mansilla 1989: 67). Este hecho es símbolo del acceso a ciertas comodidades materiales (agua corriente, electricidad, transportes públicos...), que niegan, a su vez, la capacidad del hombre para vivir plenamente desde otros principios, permitiendo el autodesarrollo de un futuro propio. Niegan, en definitiva, la diversidad cultural (Clifford 1995: 30-32 expresa de forma más global esta misma idea). Por ello, podría parecer lógico pensar que a los grupos indígenas americanos se les inculque la necesidad o bien de ser artesanos (primer paso para la creación de un mundo industrial-capitalista) o bien se les ayude a formar cooperativas agrícolas (para el abastecimiento de los núcleos urbanos). Vistas las cosas de esta manera se equipara modernidad a «esa» forma de progreso: el desarrollismo. Atacama, por lo tanto, es parte consecuente del criterio donde lo tradicional es sinónimo de subdesarrollo, arcaísmo y exotismo. Pero la modernidad tiene otra cara: la de ser vanguardia frente a ciertos principios formales; en ese sentido, el tradicionalismo atacameño es el símbolo por excelencia de la modernidad. Su gran capacidad para incorporar nuevos elementos hacen de este lugar una trinchera de la creatividad y el dinamismo cultural. Intentar, por lo tanto, una complementariedad progresista industrial y consumista es negar su capacidad de ser vanguardia.

Pero ser vanguardia, como nos muestra lo atacameño, en un mundo que tiende a la homogeneidad (la globalidad) es, además de una provocación, una ironía con tintes de paradoja. En un lugar donde no hay electricidad de forma continuada, lo que representa una de las «pesadillas» de la municipalidad de San Pedro, este mismo organismo se puso como meta (parte de las promesas electorales) conseguir una antena parabólica con la que «abrirse al mundo» (palabras de la entonces alcaldesa, Ana María Barón 1992-1993) o, quizás, ¿abrir al mundo desde Atacama? Para encontrar algunas claves hay que combinar lo que nos dicen los actuales atacameños (sumergidos en sus propias contradicciones) y la manera en como se describía hace unos años (antes de la llegada del turismo masivo) el mundo atacameño. Así, pues, resulta del todo exótico leer, casi 30 años después, lo que un afamado folclorista chileno escribía de estas tierras:

Actualmente no se percibe ya tan absoluta esta lejanía y aislamiento de San Pedro, lo que en determinado momento le permitieron conservar mucha pureza de arquitectura y algunas propias artesanías, costumbres, color local, características étnicas y folclore. Hoy un espléndido camino, en gran parte pavimentado, permite un más fácil acceso a la villa pasando por Calama [...] Esta vía moderna por la inmensidad plana, dura y calcinada del desierto donde reina el silencio absoluto, contrasta con la milenaria majestad del paisaje [...] Esto, sobre todo, antes de llegar a la quebrada donde está San Pedro, al Norte del Gran Salar. El camino que atraviesa los cerros de sal ofrece el indescriptible espectáculo de fantasmagóricas y extravagantes conformaciones de un material compuesto de sal y yeso; paisaje que podríamos suponer la luna [...] Todo cambia en el pueblo mismo de San Pedro, cuya existencia después de todo parece un milagro (Urrutia 1968: 4).

Por ejemplo, la referencia al Valle de la Luna, zona que forma parte de uno de los mayores atractivos turísticos de la actual Atacama (e, incluso, del propio Chile), es parte de una construcción nacida directamente de la mano de los primeros investigadores que por allí pasaron (y, más en concreto, del arqueólogo y párroco local Gustavo Le Paige; véase, al respecto, la hagiografía hecha por Núñez 1995). Los atacameños en esto poco hicieron y su aporte a la construcción de Atacama ha tenido otros puntos de mira, que no tienen nada que ver con lo que aquí relato, como es el caso de trabajar en las minas que desde el siglo XIX inundan todo el desierto. Muy por el contrario, ellos han aportado a la construcción de la actual Atacama (y más concretamente a San Pedro) su puesta en escena, su figuración sobre el paisaje, ser los objetos de investigación, hacer de su vida cotidiana un tópico. En efecto, la folclorización de la vida tradicional ha impuesto a ciertos grupos americanos la dialéctica de vivir en lo antiguo o en el progresismo moderno. Aún así, culturas como la atacameña parecen imponer otra suerte: el sincretismo cultural entre lo tradicional y lo moderno (lo que García Canclini 1991 llama culturas híbridas); en definitiva, una sorprendente muestra de vitalidad y dinamismo en el espacio y en el tiempo.

Así, pues, en este espacio desértico la realidad de un grupo social, los atacameños, y la capacidad de observarlo, durante el trabajo de campo, se entremezclan, formando una nueva forma de realidad, la antropológica (siempre autorial, retórica y significada). En efecto, me propongo ahora observar todos estos elementos en un ejemplo concreto. No es tanto un producto antropológico terminado, sino la exposición del proceso de investigación en el campo y su correspondencia con el proceso teórico, siempre anterior, siempre construido de forma exógena a la realidad que se mira, pero que en la interacción con el otro aparece reconsiderado. Teoría y realidad, verdad y cultura, se construyen en función de la combinación de hechos, casuales generalmente, que toman forma en el largo proceso de la escritura antropológica (Rosaldo 1991) hacia la monografía, una forma de explicación «científica» que tiende, retóricamente, a negar la emoción, al autor, sin que, sin embargo, se pueda desprender de la autoridad literaria. Una paradoja que en su dinamismo se resuelve como parte de los elementos definitorios del antropólogo. De esta manera cabe preguntarse ¿cómo se construye, se asume y resuelve la paradoja antropológica, esa forma tan particular de contacto con el Otro?


III

Nada sospechaba un sábado por la tarde, cuando me acerqué a la casa parroquial de San Pedro, que iba a vivir el resto del día, y gran parte del siguiente, una jornada plagada de hechos muy significativos para mi trabajo, donde habría de toparme con una gran cantidad de elementos sincréticos en transformación; todo ello producto del sorpresivo trabajo de campo en una comunidad donde nada y todo pasa a la vez. De tarde en tarde me acercaba a ver al párroco de San Pedro (que actúa más o menos a tiempo completo, atendiendo a todas las comunidades, lo que es una tarea imposible y de gran dificultad), un hombre sencillo y amante de esta tierra: el padre Pepe --como le gusta que le llamen--; es de estatura media, se mueve en un «enorme» Toyota con tracción total y los fines de semana lo hace con la catequista, Luisa, venida desde la prelatura de Calama. Pepe es oriundo de Cataluña (Barcelona) y en su acento hay una mezcla de elementos que le dan una suavidad y soltura que le permiten la incorporación de su figura a estas agrestes tierras (2). Bien, como decía, me fui hasta la casa parroquial para distraerme un rato con el párroco, con el que compartía por un momento expresiones españolas que sólo nosotros parecíamos entender; en otros casos, aprendía de Luisa un poco de teología de la liberación. Ese día el padre salía hacia Toconao para oficiar una boda, había espacio en su todoterreno y, tras coger mi cámara de fotos --las libretas de trabajo de campo se llevan siempre puestas-- me fui hacia allí. No es que me interesara ver una boda por sí misma, ya había sido testigo de otras, sino que parecía que se pondría en escena una vieja costumbre de boda: el baile del chara-chara; en fin, a pesar de que conocía bien Toconao, este baile parecía algo que merecía ser visto (3).

Toconao es, sin duda, el pueblo donde el sincretismo cultural es más evidente, entre otras cosas porque en el resto de los oasis (comunidades) son, aún hoy en día, demasiado «atacameños» (andinos) y, por otro lado, San Pedro está resuelto a convertirse en una gran fonda turística --en el mejor de los casos, la carretera bioceánica que pasa por la mitad del pueblo no presagia nada bueno--, lo que hace que en unos u otros puntos existan demasiados estereotipos culturales (ya sea por acumulación o por exaltación). Toconao es, además, punto de encuentro para todos aquellos oasis que se encuentran a la derecha del salar de Atacama (Peine, Socaire, Cámar y Talabre), lo que les confiere el título de comerciantes --y, como no podía ser de otra manera, también, de abastecedores, pillos y truhanes-- y cambistas con estos pueblos. Tienen otras características importantes, como son su gran capacidad de innovación, recreación de la realidad cambiante y capacidad de trabajo en sus huertas, frutales, campos de maíz (choclo) y alfalfa y en las cercanas minas de rocas volcánicas. Todo lo cual hace del hombre y la mujer toconaos seres altivos y orgullosos, seguros de su medio y sus capacidades, lo que les permite competir con sus eternos rivales: los sampedrinos (Gómez 1980). Aún así, la boda no tenía --o, más bien, no parecía tener-- ningún elemento que la hiciera diferente o particular de cualquier otra boda en el orbe católico: misa, novia de blanco, novio con traje, testigos, trajes de gala en los invitados, anillos, el beso, el «sí quiero»... pero es esta misma «normalidad» lo que en última instancia no conjuga con el contexto de Toconao, lo que produce un hecho sincrético de múltiples y diferenciados elementos. No quiero decir con esto que durante el trabajo de campo se esté atento a lo que parece sospechoso, sino que la conjugación del trabajo de campo y los datos etnográficos analizados en el gabinete permiten sospechar cómo se construye la realidad que se observa.

El mundo andino, por su enorme capacidad de exotizarse, posee elementos que no se tienen en cuenta como parte de una hibridación que explica fenómenos, como ocurre aquí con el proceso de chilenización de Atacama, que generalmente no se tienen en cuenta. La actitud positivista, folclórica, de teorizar la realidad andina como un proceso en descomposición (se dice que «desaparecen»), niega que los atacameños, como cualquier otro grupo social, estén en constante cambio y reinterpretación de su cultura (lo que acertadamente el antropólogo Orin Starn 1992: 15-71 ha llamado «andinismo», siguiendo las sugerentes ideas de Said 1990 para Oriente). La boda que estaba a punto de ver estaba llena de elementos producto de la aculturación, pero tenía más elementos, incluso, si cabe, la interpretación de aquéllos que eran producto del contacto estaban siendo interpretados desde una lógica que no era la occidental. La novia podía estar casándose de blanco, como seguramente ocurre en casi cualquier parte del mundo católico occidental, pero la significación del color por parte de los atacameños es, en principio, diferente a la de otros lugares.


IV

El espacio simbólico de la iglesia es uno de los marcos ideales para observar el fenómeno del sincretismo, al igual que el del bar restaurante donde se realizó el convite, ya que son espacios sociales que permiten una polisemia de base y los diferentes símbolos se aúnan para recurrir a la finalidad propuesta, ya sea como hecho religioso, ya sea como introducción social de los novios (hecho que ocurre en el restaurante). En la iglesia se aúnan, en un único espacio-tiempo, cuando menos, tres códigos simbólicos diferentes, que conviven gracias no sólo a la capacidad polisémica de la iglesia, sino, ante todo, a la posibilidad referencial de aunar múltiples discursos y formas de entendimiento bajo el mismo hecho explicativo: la rememoración de la cosmología atacameña.

Así, pues, tenemos, por un lado, la iglesia del pueblo como espacio sacro, donde se llevan a cabo los diferentes sacramentos universalizados de la Iglesia católica de Roma; esto conlleva un altar, un sacerdote, una multitud fiel y creyente, una jerarquía, un mundo de referencia a Cristo, imágenes varias, etc. (no hace falta extenderse en un punto que se conoce a múltiples niveles y tiende a su universalización). Por otro lado, la utilización socializada de dichos elementos universales bajo criterios culturales específicos: se decora la iglesia con flores, se ponen cintas blancas entre los bancos (señalando el camino hacia el altar), se hacen fotos, se tira arroz a la salida de la iglesia (simbolización de un deseo de fertilidad y buenaventura que, en el mismo nivel, tiene mucho que ver con el baile de chara-chara)... todo ello nos muestra una interpretación sociocultural particular del hecho religioso universal. Y, por último, una interpretación sincrético-popular de los múltiples elementos que conviven en el espacio de la iglesia, como son una Virgen que tiene por aureola el escudo chileno y rodeada por cuatro banderas pequeñas de las líneas aéreas SAS (traídas por algún turista o algún emigrante), una serie de exvotos, el cepillo y un ramo de flores de plástico... una pequeña muestra de la riqueza y capacidad de adaptación del sincretismo religioso americano. Por lo tanto, estos tres elementos conviven entre sí, pero los dos últimos no se entienden porque se suscriban al primero, ya que de hecho viven diferenciados y en universos explicativos contrapuestos, sino porque todos ellos recrean un mundo explicativo de la cultura atacameña.


V

Como en tantas otras ocasiones durante el trabajo de campo, la casualidad vino a llamar a mi puerta, esta vez por dos veces: por un lado, el día anterior a la boda de Toconao yo había estado en un bar restaurante de San Pedro muy conocido (el Tambo-Cañaveral) por ser uno de los sitios de reunión para aquellas personas foráneas y donde se compran y venden los grandes estereotipos de la cultura andina-atacameña, en este lugar actúan grupos «folclóricos» y se encuentra el ambiente ideal para el turista, que quiere estar en un lugar exótico donde todo le recuerde lo lejos (físicamente) y cerca (conceptualmente) que está de su casa (Segura 1996: 51-82). Bueno, como contaba, estaba en el Tambo y fui testigo de la despedida de soltero del hombre que había de casarse al día siguiente en Toconao. Yo, en aquel momento, no le di mayor importancia a este hecho; me fijé en ellos y el alboroto que formaban por pura curiosidad y porque me llamó la atención lo bien que habían congeniado con unas lugareñas. Es indudable, además, que como antropólogo uno está hipersensibilizado con todo lo que ocurre alrededor; hechos aparentemente desconcertantes, más tarde (en el proceso de contextualización) se funden en uno solo, lo que exige atención continuada. Por lo demás aquella noche yo era un turista más, no en vano había tenido un día de mucho trabajo (el pueblo estaba de fiesta) y no quería saber más de atacameños y una cerveza de barril ayuda a despejar el ánimo, prepara para el sueño reparador y descontamina de exotismo.

El segundo hecho no es menos casual, la boda empezó realmente tarde, pues no aparecían las llaves de la iglesia, algo muy común en un lugar (Atacama) donde no existen encargados oficializados de las cosas y sólo se utilizan personas delegadas que administran los bienes comunales (iglesia, escuela, servicio médico...), hecho del que había sido testigo en diferentes lugares, momentos y contextos otras veces. Cuando por fin aparecieron las llaves y se abrió la iglesia, se empezó a esperar a la novia, que mantuvo el suspense su aparición por un buen raro. En este entreacto yo me dedicaba a hablar con algunos de los presentes, a tomar algunas notas en mi libreta y a realizar fotos; fue entonces cuando el hermano del novio se me acercó y me pidió que si podía actuar como fotógrafo, ya que a nadie se le había ocurrido traer una cámara; yo accedí, lo que me permitió congeniar un poco más con aquella gente. Fue así como me enteré que el novio no era de allí, sino de Chañaral (en otra región de Chile), y que la novia vivía y estudiaba en Calama desde hacía tres años, ... bueno y de otros muchos detalles que corrían entre lo personal, lo íntimo y lo social; a la par que fui invitado, junto con el sacerdote y las catequistas también presentes, al convite que había de hacerse más tarde y donde tendría lugar el baile del chara-chara.

Esta última casualidad me trasladó de mi papel de observador participante a participante comprometido, lo que realmente me permitió la inmersión en el mundo sincrético que allí se estaba viviendo. Tanto la despedida de soltero de la que fui --en parte, supongo-- testigo, como la necesidad de tener unas fotos del acontecimiento me planteaban una boda que no era propia del lugar. Por un lado, porque la despedida de soltero tiene en Atacama más el sentido de la iniciación a la sexualidad que el de despedida, en la medida en que se supone se pierde una condición (la soltería) y se toma otra nueva (el matrimonio), pero no se pierden los amigos con los que se seguirá bebiendo los fines de semana (e, incluso, a diario). Por otro lado, la boda en Toconao es diferente a lo que allí se observaba, no sólo los trajes de colores chillones (verde, fucsia, azul...) son los más comunes, en vez del blanco que llevaba aquí la novia, sino que no existe necesidad, por el hecho en sí mismo, de tomar fotografías, pues la condición y el acto de la boda están presentes, ya sea en la intimidad del hogar o al nivel social, de forma constante. La foto de la boda, como recuerdo de ese día (Bourdieu 1979), está sustituida por otros elementos recordatorios diferentes, como son la tenencia, por ejemplo, de una casa propia o de unos hijos. En última instancia, lo visual, como forma definitiva de demostración social de la «verdad» de los hechos, no se da de forma efectiva entre los atacameños.

Por otro lado, esta boda planteaba otro nivel de sincretismo cultural, donde los hechos sociales no son interpretables sólo como símbolos atacameños, ya que aparecen en un contexto explicativo sincrético. Por ejemplo: tradicionalmente --lo que viene a corresponder en Atacama más o menos a hace 100, a lo más 150 años-- la boda que tenía lugar en Toconao, y por analogía en todo Atacama, duraba dos días, el primero (con su consiguiente fiesta) en casa de los padres del novio y el segundo en la de los de la novia, las puertas de ambas casas se encontraban abiertas y todo el pueblo estaba invitado; el baile del chara-chara no era más que la acumulación de los regalos de boda (muebles, sacos de harina, colchón, ladrillos...) y en un momento dado el novio cogía todos, o gran parte de ellos, en sus espaldas y se daba unas vueltas por la estancia al ritmo de la música --¿guarda este rito alguna relación con el Dios de la fertilidad boliviano, el Equeko, que por igual se echa miles de objetos a la espalda?--. Es un hecho consumado que se había echado todas esas cosas encima al tomar esa nueva condición de hombre casado. Este hecho social es todo un símbolo del funcionamiento, estructura y valoración de esta cultura (tal cual nos recuerda Geertz 1987). Pero hoy en día la boda está restringida a los invitados, dura sólo un día y el convite se hace en un lugar social (un bar, un restaurante...), alejado de los criterios familiares y de intimidad, se bailan vals, cuecas (música folclórica del sur de Chile) e, incluso, música pop-rock. Los regalos son parte de lo «decorativo», frente a regalos de «utilidad popular»... En este contexto el baile del chara-chara (del que fui testigo), consistente en un doble arco decorado con latas de conserva, flores y el dibujo caricaturizado de los novios, es el símbolo de una nueva condición, que se explica cuando los novios bailan dentro del chara-chara al son repetitivo de un música que habla de la fertilidad de la mujer y de la tierra (pachamama). Para mí el problema, entre otros, que suscita este baile en la actualidad es, simplemente, si el símbolo necesita del contexto cultural del Toconao atacameño para existir o, por el contrario, si no es más que un ejemplo de lo que ocurre a un nivel más general (Grebe; Hidalgo 1988).

En efecto, existe una indudable vulgarización de los símbolos atacameños, que pierden su contexto original para inmiscuirse en realidades que le son ajenas, dando lugar a un doble juego, por un lado, sincrético, por otro, de cambio y reestructuración (lo he tratado, para otras fiestas religiosas, en Anta 1997; de forma más general este problema ha sido tratado para Chile, en Cristi; Dawson 1996: 319-338; Salinas 1996: 353-366; y para la dualidad andina Gelles 1995: 710-742; No menos interesante es cómo se transforman las técnicas de representación, un ejemplo andino se encuentra en Sillar 1996: 259-289). Es en este sentido en el que hay que ver la revitalización y/o recuperación de algunas fiestas y costumbres tradicionales. No en vano la modernidad en Atacama toma tintes, salvando las distancias, de un proceso muy parecido al que viven el resto de los chilenos.

La modernidad como parte de un múltiple entendimiento de símbolos sincréticos conjuga lo culto y lo popular, lo tradicional y lo moderno, lo artístico y lo decorativo. Es justo reconocer que la riqueza cultural proviene de este mismo hecho. No se puede decir, como constantemente se repite en ciertos círculos sampedrinos, que «se está perdiendo la cultura atacameña», primero, porque los hombres (atacameños) no pueden vivir sin cultura (atacameña); segundo, la cultura (atacameña) es una suma de unos símbolos que se ajustan a su realidad constantemente; y, tercero, en la medida en que la cultura necesita de una interpretación ésta se adscribe continuamente a múltiples niveles de entendimiento, que pueden ser paradójicos e, incluso, contradictorios entre ellos, pero, aún así, adscritos a una cultura referencial. El problema del antropólogo es situarse en un plano donde pueda descubrir cómo se construye esa realidad, cómo se referencia y, más tarde, cómo la expresa en el trabajo que se contextualiza en otro mundo, el científico occidental: en la escritura. Resolver tanta paradoja es tan fácil o difícil como saber, poder y querer estar en el lugar exacto donde se contacta con el Otro. Podemos y debemos intentarlo, pero los resultados no están, en ningún caso, asegurados.



Notas

1. Obviamente, la Patagonia no es el desierto de Atacama. Ahora bien, de lo que aquí hablo es de esa enorme metáfora que supone que los espacios naturales mueven tras de sí una imagen de grandeza. Más que nada, por su enorme capacidad de servir de contenedores polisémicos de conceptos no occidentales, donde el vacío natural se llena «siempre» de elementos culturales pre-construidos.

2. En otra de mis estancias en Atacama (1996) pude asistir a una de las múltiples fiestas, muestra de afecto, que se le hicieron a este mismo párroco cuando dejó, definitivamente y para regresar a su Cataluña natal, estas tierras. Resulta claro que existen complicidades en el trabajo de campo y que los informantes, las situaciones, la observación y la participación vienen, en múltiples ocasiones, mediadas por terceros. Eso sin contar la supuesta soledad del trabajo en otras tierras.

3. Nos acompañaba, también, el antropólogo chileno Blas Hidalgo, con el que tengo una enorme deuda de gratitud.



Bibliografía

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 Gazeta de Antropología