Los clones y nosotros

 Enrique Iáñez Pareja

Instituto de Biotecnología, Universidad de Granada

Estaba “cantado”: más temprano que tarde íbamos a recibir la noticia de que se había logrado la clonación de un embrión humano por transferencia del material genético del núcleo de una célula normal (somática) de un adulto a un óvulo. De todas formas los investigadores no han logrado por ahora ir más allá de un embrión clónico de seis células, y no han conseguido que el proceso avance hasta la fase de blastocisto, indispensable para poder derivar las famosas células madre. Pero no cabe duda de que será cuestión de tiempo el que esta línea de investigación, si prospera, consiga esas células troncales. Una vez que se disponga de células madre embrionarias humanas procedentes de transferencia de núcleo, se abriría la perspectiva de poder diferenciarlas en los tipos celulares adecuados para realizar autotrasplantes (para el individuo que donó el núcleo), sin los inconvenientes de los injertos de tejidos entre individuos no emparentados. Por eso a esta variante de la clonación se la denomina como “terapéutica”. Ahora bien, y a pesar de lo que parecen transmitir a veces los medios de comunicación, el éxito final de esta empresa no está garantizado, y desde luego no es para pasado mañana (otra cosa es que a los agentes científicos y comerciales implicados les convenga hacer creer a la población que las curas milagrosas están a la vuelta de la esquina). Por otro lado, a nadie se le escapa que estamos ante una tecnología de posible “doble uso”, puesto que llegado el caso, un embrión clonado, implantado en el útero de una mujer, podría generar un individuo clónico respecto del que donó el material genético (aunque, los problemas técnicos y de seguridad hacen este evento muy improbable por el momento, si bien no se puede descartar que gente desaprensiva como los doctores Zavos y Antinori se empeñen en alcanzar una gloria dudosa en contra de los más elementales principios deontológicos y éticos).

Podemos hacer una primera constatación: al menos en Europa, vamos a colocar un dique ético y jurídico entre la clonación reproductiva y la terapéutica, oponiéndonos con fuerza a la primera, como quedó reflejado en el Protocolo Adicional al Convenio de Oviedo, del Consejo de Europa, legalmente vinculante para los países signatarios. Aunque un eventual individuo clónico tendría su propia individualidad y, por supuesto, plena dignidad humana, es general la idea de que sería inmoral recurrir a la clonación como forma de reproducción (aunque más que de reproducción cabe hablar de “réplica” al estilo primitivo asexuado de las bacterias. ¡Menudo adelanto!). Y no faltan motivos para este rechazo: al clónico le damos aposta una dotación genética ya experimentada (la del donante), y aunque lo genético no determina la personalidad, no sería ético imponer a nadie un número de la lotería genética que ya antes le ha salido a otra persona (obsérvese que a los gemelos idénticos les toca al mismo tiempo un número desconocido para todos). ¿En base a qué puede nadie a imponer a otro una dotación genética ya existente, aunque sea con “buenas intenciones”? Como dijo el gran Hans Jonas, hay que proclamar el derecho de todo individuo a no saber (o creer saber) demasiado por adelantado de sí mismo, a formar su personalidad con un genoma que antes nadie haya poseído. Además, al clónico le obligamos a vivir con la losa de saberse fruto de un capricho de otra persona, su “diseñador”. ¿Tenemos derecho a establecer esta asimetría tan brutal?. ¿Vamos a privar al más débil de unos referentes simbólico-biológicos de filiación tan importantes para construir su personalidad? ¿Justifica la supuesta autonomía reproductiva del adulto un tipo de aberración como éste, pasando por encima de los derechos e intereses del nuevo ser?

Afortunadamente aún no hemos llegado tan lejos (.. o tan atrás). Pero volvamos al otro punto de debate, el que se refiere a la clonación “terapéutica” (no reproductiva), cuyo primer paso se acaba de dar con el primer “embrión” humano clonado. El criterio ético principal aquí no es el hipotético beneficio futuro de las terapias celulares (como machaconamente se nos insiste, para buscar una cómoda aprobación ciudadana), porque si los embriones clonados de los que proceden las células madre tuvieran una entidad moral equivalente a personas, nada justificaría su destrucción. Acabo de escribir la palabra “embrión” entre comillas, porque aquí se impone al menos una aclaración que no sólo es terminológica, sino sobre todo ontológica, y por lo tanto con consecuencias morales importantes. Recordemos cómo se obtiene este “embrión”: no por fertilización de un óvulo y un espermatozoide, sino transfiriendo un núcleo somático a un óvulo previamente desprovisto del suyo. La nueva entidad no es un embrión natural, no se comporta como tal a no ser que en el laboratorio lo sometamos a ciertos estímulos. Algunos lo han bautizado como embrión somático, algo que en animales no existe en estado natural. Incluso los que adjudican un estatuto moral inviolable al embrión humano natural, fruto de la fertilización, no tendrían por qué adscribir el mismo estatuto a esa otra entidad artificial, cuyo futuro y desarrollo depende de señales aportadas en el laboratorio. Pero hagamos el siguiente experimento mental, que podría convertirse en realidad en un futuro: imaginemos que somos capaces de reprogramar directamente ciertas células somáticas normales del individuo, convirtiéndolas en células-huevo que puedan iniciar su andadura como “embriones”, de modo que ya ni siquiera tengamos que recurrir al engorro de la transferencia de núcleo a óvulos. ¿Significaría esto que, automáticamente, en esa reprogramación, las células han adquirido la dignidad de personas?. ¿No estamos reduciendo el problema al absurdo?

Lo que nos está diciendo todo esto es que quizá debamos ir despidiéndonos de una cierta imagen sustancialista, de corte aristotélico, sobre el inicio de la vida humana, como si su dignidad dependiera del genoma o del hecho de que la célula huevo tenga una “potencia” de convertirse en persona. Hace tiempo que este tipo de lenguaje es inapropiado para abordar los dilemas éticos del inicio del vida. Incluso en la reflexión católica, no todos los moralistas ven claro que el embrión natural de menos de 14 días, carente aún de individuación (como ponen de manifiesto los fenómenos de gemelación), tenga un estatuto equivalente al de persona.

Hay que seguir pensando y dialogando para que sea toda la sociedad la que asuma conscientemente unas decisiones trascendentales en una época en la que la biología lanza constantes desafíos, evitando embarcarnos de modo insensato en cualquier tipo de manipulación que suponga menoscabo de la dignidad de las personas o pérdida de importantes dimensiones simbólicas, afectivas y de respeto ligadas a la vida humana. Quizá de este modo seamos más merecedores de recoger los frutos benéficos de nuestros nuevos poderes sobre los procesos vitales.

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