Gazeta de Antropología


Gazeta de Antropología, 1999, 15 · Recensiones · http://hdl.handle.net/10481/7537
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RECENSIONES DE LIBROS

01 José Luis Anta Félez:
Atacama fin de siglo. Tres historias de vida y una bibliografía.
Jaén, Universidad de Jaén, 1998.

02 Manuel Delgado:
El animal público. Hacia una antropología de los espacios urbanos.
Barcelona, Anagrama, 1999.

03 Paola Cavalieri y Peter Singer (coord.):
El proyecto "Gran Simio". La igualdad más allá de la humanidad.
Madrid, Trotta, 1999.

04 Roberto Follari y Rigoberto Lanz (comp.):
Enfoques sobre posmodernidad en América Latina.
Caracas, Sentido, 1998.

05 Oriol Romaní:
Las drogas. Sueños y razones.
Barcelona, Ariel, 1999.

06 Marcia Stephenson:
Gender and modernity in andean Bolivia.
University of Texas Press, 1999.

07 Juan José Castillo:
A la búsqueda del trabajo perdido.
Madrid, Tecnos, 1998.

08 Josep R. Llobera:
La identidad de la antropología.
Barcelona, Anagrama, 1999 (2ª ed. ampliada).

09 David Le Breton:
Antropología del dolor.
Barcelona, Seix Barral, 1999.



Recensión 01

José Luis Anta Félez:
Atacama fin de siglo. Tres historias de vida y una bibliografía.
Jaén, Universidad de Jaén, 1998 (136 págs. y 16 imágenes).

Por José Luis Solana Ruiz

Durante 1992-93, 1996 y 1997 José Luis Anta, hoy profesor de Antropología Social en la Universidad de Jaén, realizó varias estancias en el desierto chileno de Atacama para efectuar trabajo de campo. El opúsculo que aquí brevemente reseñamos es, junto con dos artículos publicados anteriormente («La fiesta de la Candelaria: tradición y modernidad en Atacama», Quaderns de l'Institut Català d'Antropologia, 1997; y «El contacto con el Otro: Antropología y sincretismo en Atacama», Gazeta de Antropología, 1998), resultado de sus investigaciones en tan fascinante región.

Como revela su subtítulo, la obra está compuesta por tres historias de vida y una completa bibliografía de carácter socioantropológico, precedidas por una breve, pero sustanciosa, introducción («Contraintroducción» la titula su autor) y acompañadas de una serie de hermosas fotografías, en un límpido blanco y negro, sobre Atacama (el desierto, San Pedro, sacrificios, rituales, el carnaval, distintos oficios).

Por lo que a las historias de vida concierne, fueron grabadas durante el trabajo de campo acometido por José Luis Anta en el primer semestre de 1996. Realizadas, las tres, a hombres mayores de sesenta y cinco años, tienen como intención de fondo la de mostrar la complejidad de la Atacama del siglo XX, así como mostrar a los atacameños como sujetos complejos, como personas con múltiples dimensiones, con contradicciones y paradojas. Las tres historias, que Anta ha sabido transcribir (interpretar narrativamente) logrando cierto estilo literario, nos iluminan sobre diversos aspectos de la vida de los atacameños (la dureza del trabajo y la explotación laboral, experiencias significativamente presentes en todas ellas, las relaciones con el poder, sus creencias y prácticas rituales, etc.).

En la «Contraintroducción» se tratan distintos temas sobre la situación de la Atacama finisecular. Se critica la exotización de Atacama, de sus parajes, gentes y costumbres, realizada por el turismo occidental. El autor ilumina algunas de las relaciones existentes entre lo local (la micro-realidad atacameña) y lo global (lo macro, el Estado chileno), destacando, dentro de éstas, las presiones e incidencias del poder nacional-estatal chileno sobre Atacama. Se tratan los problemas, las ambigüedades y las paradojas ocasionadas por los intentos de integrar Atacama a la modernidad; las oposiciones de los atacameños a ello y sus estrategias de resistencia; la dialéctica entre la «identidad» atacameña y la modernidad. Se hacen referencias a la subyugación en las explotaciones mineras y al problema de la carencia de agua, vinculado al deterioro ecológico y al acaparamiento del líquido por las compañías mineras. Se explica la evolución de las políticas que los distintos poderes estatales articularon para la zona, desde el colonialismo clásico de finales del siglo XIX, hasta la presente década de los noventa, pasando por los intentos de integración económica del territorio atacameño durante la presidencia de Alessandri (1954-64), las políticas de desarrollo social y la culturización planteadas por Frei (1964-70), Salvador Allende (1970-73) y Pinochet.

Atacama fin de siglo, pues, desde la atalaya radicalmente crítica («Contra») e interpretativista donde no sin riesgo y con valor suele ubicarse su autor, nos ofrece un conjunto de rápidas e iluminadoras miradas sobre distintos aspectos de la Atacama finisecular.

 

Recensión 02

Manuel Delgado:
El animal público. Hacia una antropología de los espacios urbanos.
Barcelona, Anagrama, 1999 (218 págs.).

Por José Luis Solana Ruiz

El libro que reseñamos ha ganado el último Premio Anagrama de Ensayo. Es la primera vez que tan prestigioso galardón se otorga a un antropólogo (en 1990 resultó finalista ex aequo Josep R. Llobera con La identidad de la antropología, que en estos días ve su segunda edición corregida y aumentada), lo que quizás sea síntoma de la consolidación y el buen desarrollo que la disciplina está adquiriendo en nuestro país.

Con buen estilo, concinidad y un lenguaje rico sazonado con bellas expresiones con las que intenta iluminar lo opaco, expresar lo inefable y retener lo lábil, Delgado perfila un ámbito de estudio (el de una antropología urbana entendida, no en el sentido de una antropología de o en la ciudad, sino como una antropología de lo urbano) y pergeña un marco teórico para acometerlo. Distingue la ciudad de lo urbano, la polis de la urbs, entendiendo lo urbano como un modo de vida marcado por la proliferación de relaciones precarias, inestables, fortuitas, laxas, no estructuradas. Los espacios públicos constituyen el ámbito de lo urbano por antonomasia. Se trata de espacios usados transitoriamente (la calle, los bares, las grandes superficies comerciales), cuyo usuario suele ser un transeúnte, alguien que está «de paso». En estos espacios surgen relaciones transitorias, volátiles e inciertas entre desconocidos, constituidas en virtud de determinada teatralidad, de disfraz y juego. De estos fenómenos casi nada sabemos, de aquí la pertinencia de una antropología de los espacios urbanos, entendida como «antropología de las agitaciones humanas que tienen como escenario los espacios públicos» (p. 17). Antropología que plantea de entrada el problema y la posibilidad de desarrollar una «etnografía canónica» de lo urbano. Al respecto, Delgado propone la «observación flotante» delineada por Colette Pétonnet como la observación participante más idónea en los espacios públicos. Además, la etnografía de lo urbano trazada por nuestro autor tiene como fuentes de inspiración a la literatura y al reportero de actualidad, y puede utilizar las canciones, el spot publicitario, el clip televisivo y la cuña radiofónica («producciones culturales que han nacido con y para la vida urbana») como fuentes de información. Pero es sobre todo el cine el medio de observación más propicio para los fenómenos urbanos. La imagen cinematográfica permite restituir lo que se oculta a la mirada. Las películas preservan lo inobservable para el ojo y, recurriendo a las posibilidades técnicas que el cine nos brinda (descomponer la imagen, ralentizarla, aumentarla), nos permiten captarlo y analizarlo. El cine nos permite atrapar los acontecimientos, lo transitorio, pasajero y fugitivo, lo imprevisto (es decir, precisamente los rasgos caracterizadores de lo urbano). El segundo capítulo de la obra está dedicado al esbozo de una «antropología fílmica», desmarcada de la «antropología visual», que imitaría la mirada cinematográfica a la hora de percibir, registrar y organizar los materiales etnográficos.

Para elaborar esta antropología de lo urbano, el antropólogo (y es lo que Delgado hace en su libro) deberá recabar la ayuda de disciplinas como el arte, la literatura y la filosofía, a la par que asimilar las ideas de autores y corrientes teóricas que ya se han ocupado, en alguna medida, de lo urbano: el interaccionismo simbólico, la etnometodología, Gabriel Tarde, Simmel, G. H. Mead, la Escuela de Chicago, Henri Lefèbvre, Michel de Certeau, E. Goffman, Jean Remy, G. Gutwirth, Isaac Joseph, Jane Jacobs, Richard Sennet, entre otros. Pero es sobre todo en la antropología simbólica y la etnología de la religión, y en autores como Durkheim, van Gennep y Turner, cuyos planteamientos glosa con precisión y buena síntesis, donde encuentra los materiales para la indagación de lo urbano. Nuestro autor analiza lo urbano a partir de la anomía durkheimiana (realiza al respecto una muy interesante lectura de Durkheim, rompiendo con la tópica visión organicista de éste y poniendo de manifiesto sus apreciaciones acerca de la capacidad creativa del desorden social). Igualmente, piensa los fenómenos urbanos, así como a los inmigrantes, los adolescentes, los enamorados, los artistas y los outsiders en general, a partir de las categorías de umbral y liminaridad gestadas por Van Gennep y Turner para analizar las experiencias de trance y los ritos de paso de determinadas sociedades, como los ndembu de Zambia. Para nuestro autor, los usuarios del espacio público, como los transeúntes, son seres del umbral y seres «en trance» (pp. 119-120), de aquí que, para iluminar su condición, se dedique a establecer analogías entre los viandantes y los protagonistas del trance o de los rituales de paso.

A mi modesto parecer, estas analogías son excesivamente arriesgadas y confunden más que aclaran. Las condiciones del transeúnte por la calle no tienen una naturaleza alterada e indefinida; el transeúnte, el pasajero, no se encuentra sin atributos pasados (no es lo que era) y aún sin atributos futuros (todavía no es lo que será), no se halla desvinculado de toda obligación social ni es un ser momentáneamente desocializado; tampoco es, como los personajes liminoides, un ser moralmente ambivalente, no se rebela contra axiomas culturales básicos, ni protagoniza actividades al margen de los procesos político-económicos centrales; no escapa al sistema de clasificación que lo posiciona en el seno de la estructura social; no carece de estatuto ni de propiedades, ni se reconoce como nada o nadie; ni está en peligro, ni resulta peligroso, ni se halla «predispuesto a lo que salga (...) dispuesto a cualquier cosa»; el viandante no carece de referentes (rasgos, todos los referidos, que Delgado, siguiendo a Turner, considera propios de la situación liminal). Analogía arriesgada me parece también la interpretación de la calle y de los espacios públicos como communitas y como los ámbitos liminales de las sociedades urbanas.

La aplicación de los marcos conceptuales seleccionados conducen a nuestro autor a afirmaciones exageradas un tanto simplificadoras. Me referiré seguidamente a algunas. Nuestro autor escribe, refiriéndose al peatón: «No se sabe apenas nada de él, salvo que ya ha salido pero todavía no ha llegado, que antes o después de su tránsito era o será padre de familia, ama de casa, oficinista, obrero sindicado, funcionario, amante o panadero... pero que ahora, en tránsito, es pura potencia» (p. 201). Pero los transeúntes no dejamos de ser lo que somos por hallarnos en tránsito, ni por ello podemos llegar a ser cualquier cosa. Incluso más bien lo contrario: se transita por la calle, por ejemplo, porque se es ama de casa y se dirige a hacer la compra. Quien transita no deja de ser lo que es. La liberación súbita y momentánea de nuestros pesares que nos procuran nuestros trayectos cotidianos es tan mísera que no merece loa alguna. El cántico a la libertad pura, a la pura potencia por encima y más allá de cualesquiera condiciones materiales, nada tiene de liberador. Según nuestro autor, el «no ser nada» de las personas en público «las constituye en pura potencia, disposición permanentemente activada a convertirse en cualquier cosa», pues son «ser sin interioridad, vacío, simple oquedad» (p. 15). No cabe duda que tiene sentido y fundamento reconocer las dosis de teatralidad puestas en juego por la persona en público, pero de aquí a concebirla como simple oquedad media una relevante distancia. No creo que las personas en público nos hallemos permanentemente dispuestas y activadas para ser, por ejemplificar con «cualquier cosa», asesinos de niños. Es cierto que, como apunta con sagacidad en otra parte de su obra, en algunos espacios públicos se produce una especie de suspensión de nuestro ser; pero ello en modo alguno supone que la exposición pública nos deje sin interioridad.

Poco sostenible, por imponderado, me parece la concepción de lo social amorfo e indiferenciado como «una sociedad devenida pura potencialidad, disponibilidad anómica a ser cualquier cosa», como «apertura radical», como «una nada o vacío absoluto» que «permite cualquier generación o regeneración posterior» (pp. 96-98). Exceso infundado me parece su descripción de la calle y demás espacios urbanos de tránsito como ámbitos abiertos predispuestos «para lo que sea» (p. 185). Una exageración lo es también afirmar que los inmigrantes, los adolescentes, los enamorados, los artistas y los outsiders en general, junto al «rebelde sin causa en general» (es decir, ¿despolitizado?) y al etnólogo de lo urbano, «aturden el orden del mundo al tiempo que lo fundan» (p. 117).

Me parece simplificador concebir la dicotomía «público versus privado» como «versión» «del divorcio entre lo interior/anímico y lo exterior/sensible que es herencia común de la teología protestante y del pensamiento racionalista moderno» (p. 12). Lo privado refiere, como el autor apunta, al ámbito del hogar, que es el ámbito de la explotación sensible de la mujer, herencia de condiciones materiales socioeconómicas, no sólo de pensamientos. Tampoco la crítica a los espacios urbanos como alienantes y deshumanizados tiene por qué significar siempre, como nuestro autor sugiere, una huida hacia y una reclusión en la privacidad hogareña. No todo intento político-estatal de organizar el desorden urbano tiene por qué regirse por la «panoptización» ni por la aspiración a realizar «el sueño imposible de una gobernabilidad total sobre lo urbano», a instaurar una sociedad/ciudad perfecta (p. 180). El urbanismo no tiene por qué significar una desactivación de lo urbano (Alain Finkielkraut); no es cierto que la política urbana haya nacido y se haya desarrollado para poner fin a la ciudad (p. 180). No todo urbanismo tiene por qué pretender anular lo urbano (p. 196). Cuando no se olvida que lo urbano no es sólo ámbito de la «confusión» y de «procesos caóticos» autoorganizadores de la ciudad, sino también espacio de ejercicio del poder privado estatalmente desregulado o corruptor/regulador del Estado (es decir, ámbito de la «fuerza»), entonces las utopías anarquizantes se desvanecen y se revela la importancia de la regulación urbanística racional y éticamente orientada. Y lo que hace que ésta no sea eficiente no es sólo ni fundamentalmente «una hiperactividad urbana», «las masas», la urbs (mitificada como organismo totalizador), sino la actividad de determinados grupos de poder. Los «micropoderes» que conforman la ciudad y que escapan a los intentos de racionalización política no son sólo los de los viandantes que discurren sin objeto (p. 197), sino también y de modo fundamental los de los grupos inmobiliarios regidos por afán de lucro y espurios intereses. Para Delgado, además de por la labor de politización o de intentos de desenmarañamiento de lo urbano, la ciudad se configura mediante «ese trabajo nunca concluido de la sociedad sobre sí [que] produce un constante embrollamiento de la vida metropolitana» (p. 181). Pero no es la sociedad, como un todo orgánico, quien trabaja sobre sí, pues no todas las personas tienen la misma posibilidad de incidencia. La sociedad no es un todo homogéneo funcionando al unísono, sino que se halla cruzada por desigualdades y diferencias.

Nuestro autor entiende el «simple caminar por las calles como un acto radicalmente creativo e iluminador, de igual forma que el hecho mismo de abrir el portal para salir es un movimiento inicial hacia la libertad» (p. 198). Se trata de una generalización mistificadora. Si fuese uno de esos currantes precarizados que, a eso de las seis de la mañana, abren el sucio portal de su bloque de pisos para caminar hacia un trabajo sobreexplotador del que, además, quizás no retorne sano o vivo debido a unas condiciones laborales propicias al accidente laboral; si fuese uno de esos (que haberlos haylos), le pediría a Delgado que me explicase donde se halla mi fulgente libertad. Y es que no existe «el hecho mismo de abrir el portal para salir»; se abre el portal y se sale siempre para algo y bajo determinadas condiciones, y la libertad u opresión que tal hecho pueda significar dependerá siempre, no del hecho en sí, sino de las condiciones y finalidades bajo las que se realiza. El caos, la confusión, el magma, la efervescencia sociales (llámeseles como se quiera) no escapan a los vectores de clase, a las desigualdades de género, a las opresiones de «raza/etnia», al dominio en función de la edad.

Delgado, frente a la sociedad ya estructurada (ordenada, jerarquizada, estratificada), entiende la urbs como una dimensión de «aquella sociedad prepolítica que constituyen los ciudadanos» (p. 205), como «una sociedad pura, al margen de las contingencias del poder político» (p. 207). Delgado pretende inquirir sobre el «punto neutro de lo social», la «comunidad esencial» anterior a lo político, la «sociedad sin estructurar, recién nacida, pura y no deteriorada todavía por la acción humana o del tiempo». «Se trata, en una palabra -escribe-, del vínculo humano esencial y genérico, sin el que no podría existir ninguna sociedad» (p. 116). No se trata de un estado prístino de la sociedad, sino de una dimensión siempre presente. Nuestro autor describe al transeúnte como un «héroe [capaz] de las más inverosímiles hazañas», capaz, entre otras, de cavar trincheras en Madrid o de disparar contra los alemanes en París (p. 201). Pero creo que estas heroicidades no han sido realizadas propiamente por urbanitas y transeúntes qua tales, sino más bien por personas politizadas; no ha sido fulano qua transeúnte quien se ha enfrentado, arriesgando su vida, a los fascistas o a los nazis, sino fulano como, por ejemplo, militante comunista; no mengano qua urbanita, sino como ciudadano politizado. Para Delgado, las expresiones urbanas de la guerra de independencia argelina, mostradas en el film La batalla de Argel, nos revelan «la condición impenetrable de lo urbano», su «opacidad total», el carácter inopinado de la rebelión de las masas urbanas (p. 203). Pero, ¿y la organización política de quienes luchaban contra la colonización francesa?, ¿y el contexto socio-histórico de descolonización? ¿Acaso no restan estos opacidad a la cuestión y tornan más diáfana la trama viviente de aquella ciudad de Argel?.

Nuestro autor piensa los fenómenos urbanos a partir de las metáforas que nos presta la física contemporánea (p. 96). Así, interpreta la anomía durkheimiana como termodinámica social, como entropía (p. 92); afirma que la sociedad urbana y la calle «vienen a ser algo así como una traslación de lo que los matemáticos conocen como teoría de fractales» (p. 120), y se pregunta «hasta qué punto toda antropología urbana no sería sino una variante de la teoría de las catástrofes, en tanto que sus objetos siempre son terremotos (...) erupciones volcánicas, corrimientos de tierras» (p. 184). Mi respuesta a esta interpelación es que hasta un punto muy escaso: ¿qué tiene que ver lo que cotidianamente ocurre en la calle o en un parque con un terremoto o una erupción volcánica? Afortunadamente poco o nada. El trasvase de conceptos acuñados en ciencias como la física y la biología al ámbito de las ciencias sociales y los fenómenos sociales debe hacerse, si es que se justifica realizarlo, con sumo cuidado y máxima prudencia, pues, como ha revelado Allan Sokal (sus Imposturas intelectuales han sido recientemente traducidas al castellano), se trata de una operación intelectual erizada de peligros. Percátese el lector del problema: en lugar de dotar a la presunta antropología urbana de un acervo conceptual propio con el que comprender los espacios públicos, Delgado recurre a conceptos de otras disciplinas, tan dispares como la antropología de la religión y la teoría de las catástrofes, hasta el punto de sugerir que la antropología urbana no sería más que «una variante» de éstas. Lo que puedan tener en común (si algo tienen) una calle, un parque o una estación de autobús con un terremoto, una avalancha, un ritual de paso o una experiencia de trance no pasa de meras analogías tan excesivamente vagas y generales que tornan poco pertinente la comparación.

Por otra parte, los individuos inmersos en procesos de urbanización y modernización se encuentran amenazados por procesos de desestructuración de su identidad. Para Delgado, las sectas religiosas, que utilizan los espacios públicos como territorios de evangelización, son un modo de hacer frente a esta desestructuración y de organizar una coherencia identitaria a nivel personal. De aquí la posibilidad y pertinencia del estudio de las sectas desde una antropología de lo urbano (estudio al que está dedicado el cuarto capítulo del libro). Tras exponer sus características generales, nuestro autor lleva a cabo una muy interesante interpretación de estos movimientos de renovación religiosa a partir de las ideas de «complexofobia» (las sectas como modo de combatir el síndrome de pavor a la complejidad y de búsqueda de las certidumbres que la simplicidad procura) y de «sociedades intersticiales» (como tales, las sectas no niegan en realidad la estructura social, sino que hacen las funciones de cohesión social que las instituciones tradicionales en crisis, como la familia y la escuela, se muestran incapaces de hacer).

El animal público es un ensayo hermoso, valiente y arriesgado, que apunta caminos para la investigación antropológica, pero que, a mi modesto parecer, contiene planteamientos y afirmaciones discutibles. Ante la disolución de los ámbitos de estudio tradicionales de la antropología, los antropólogos andan a la búsqueda de objetos de estudio en las sociedades contemporáneas. Algunos han encontrado estos objetos en el estudio de los inmigrantes, los gitanos y los marginados. Delgado rechaza esta orientación de la disciplina porque convierte a la antropología en «el marcaje y fiscalización de disidencias», en «una especie de ciencia de las anomalías y las desviaciones», en una disciplina «para el control sobre supuestos descarriados e indeseables»; deja, así, sin contemplar la posibilidad de que el estudio de estos objetos pueda hacerse desde una perspectiva crítica, utilizándolos para analizar los mecanismos de poder, opresión, explotación y dominio existentes; lo que, en mi opinión, vendría a conformar un espacio de estudio antropológico de gran interés.

 

Recensión 03

Paola Cavalieri y Peter Singer (coord.):
El proyecto "Gran Simio". La igualdad más allá de la humanidad.
Madrid, Trotta, 1999. http://www.trotta.es

Por Pedro Gómez García

Se nos emplaza más allá del antropocentrismo. Se proclaman derechos para los grandes simios. Uno reacciona escéptico al leer por primera vez una pintada en la pared reivindicando "liberación animal". Cuando la emancipación humana, tras dos siglos de revoluciones que la proclamaban, está aún por llegar mínimamente a una gran mayoría de las personas humanas, y cuando parecen ser cada día menos los que creen en ella, sorprende que se esté formando un movimiento filosófico y social en pro de la liberación animal, o con más exactitud, en pro del reconocimiento de ciertos derechos a los simios antropomorfos.

El libro presenta una Declaración sobre los grandes simios (pág. 12-15), en la que exigen que "la comunidad de los iguales se haga extensiva a todos los grandes simios: además de los seres humanos, los chimpancés, los gorilas y los orangutanes". Tal comunidad moral implica básicamente el reconocimiento del derecho a la vida, la protección de la libertad individual y la prohibición de la tortura.

Coordinan la edición Paola Cavalieri y Peter Singer, sorprendentemente ambos filósofos, especialistas en ética, que han dirigido su mirada no a las consabidas nieblas transcendentales sino a las formas vivas, de cuya evolución formamos parte inequívocamente también nosotros los humanos. El australiano Peter Singer es, desde hace más de veinte años, uno de los profetas más conocidos del movimiento por la liberación animal (véase su ensayo Liberación animal, Madrid, Trotta, 1999).

En la obra que reseñamos ahora, una treintena de especialistas internacionales, etólogos, éticos, filósofos, zoólogos, sociólogos, antropólogos, psicólogos y juristas, abogan por la causa de los primates más próximos a nosotros, todos ellos en peligro de extinción, y presentan sus argumentaciones en favor del proyecto de reconocerles ciertos derechos. Además, los autores solicitan adhesiones y apoyo a ese proyecto. Habrá que derrumbar la muralla de prejuicios, convencionalismos e intereses que la humanidad ha levantado para perpetuar, sin demasiado mala conciencia, la tiranía impuesta sobre todo el reino animal. Lo cual supondrá revisar y rectificar la arrogante filosofía cartesiana que ha concebido la naturaleza como puro objeto de posesión y dominio.

No se trata de una reedición del jainismo (doctrina que preconizaba un respeto absoluto hacia toda forma viva por insignificante que fuera), sino una concreta propuesta inédita, que, bajo la denominación de Proyecto gran simio, pretende extender el ideal de igualdad moral, de libertad o de prohibición de la tortura, que ya existe entre los humanos, a los restantes grandes simios mencionados. La razón estriba en la constatación fundamental de que nosotros los animales humanos somos también grandes simios; pertenecemos al grupo de los monos antropomorfos, junto con el orangután, el gorila y el chimpancé, con quienes compartimos básicamente el más cercano parentesco genético, cerebral y social. De hecho, todos somos, con indiscutible analogía, seres inteligentes, dotados con una vida social y emocional notablemente compleja. De ahí que arguyan el deber moral de oponerse a cualquier sufrimiento infligido por la prepotencia humana.

En el fondo, no se trata de humanizar a los animales, o a algunos de ellos, sino de humanizarnos nosotros, haciéndonos responsables de su preservación en las condiciones que por su naturaleza les pertenecen. No es tanto reconocerles unos derechos "humanos" cuanto cumplir nuestra obligación de reconocimiento y respeto por esas formas superiores de la evolución de la vida, tan próximas a nuestro ser de personas. Tan próximas, que seguramente hayamos de atribuirles en algún grado el carácter personal.

Como he dicho, el principal razonamiento parte de la gran proximidad biológica de los grandes simios respecto a los humanos (y viceversa), dado que su genoma y el nuestro difieren en menos de un uno por ciento. A lo que se suma una clara cercanía psicológica y social. Es muy ilustrador conocer las amplias y hasta conmovedoras experiencias de investigación, realizadas sobre la vida de estas criaturas, a lo largo de los últimos treinta años. Sin duda la lectura del libro basta para derrumbar nuestros más arraigados prejuicios, a la par que nos plantea interesantes cuestiones teóricas de toda índole, cuyas repercusiones aún habrá que debatir durante mucho tiempo.

Lo que ya sabemos parece más que suficiente para justificar la atrevida propuesta del proyecto, que apunta a concederles a los individuos de estas especies la categoría de "personas", en la medida en que poseen grados de inteligencia, sensibilidad y autonomía de acción equiparables a las de un niño pequeño.

Nadie, sin embargo, propone incurrir en alguna clase de radicalismo. Más bien se nos convoca a responsabilizarnos de la suerte de estos hermanos pequeños, menesterosos, que requieren nuestra protección para sobrevivir y para hacerlo con un mínimo de dignidad animal. Nada de esto justificará, por tanto, el que surjan grupúsculos humanos fanatizados por una nueva modalidad de integrismo, de hirsuto zoocentrismo, que actúen como energúmenos en defensa a ultranza de las prerrogativas de los póngidos o cualesquiera otros animales extrahumanos.

Para ser coherentes, si reivindicamos los derechos de los orangutanes, gorilas, y chimpancés, ¡con cuánta más razón reclamaremos la condición de personas y los derechos para los cientos de millones de habitantes humanos de este planeta, los pobres, cuyo genoma es cien por cien el mismo que el de los plutócratas y los bien acomodados ciudadanos del mundo rico! Cuanto más lejos levantemos la muralla -la defensa del derecho-, mejor quedará defendido el baluarte.

La explotación de la naturaleza, en clave neolítica y luego industrial, proporcionó el modelo para la colonización de otras sociedades y para el sometimiento de las castas y clases de la propia sociedad. No deja de tener su lógica que una reconsideración del respeto que la naturaleza merece y de los derechos que asisten a otras especies vivas llegue a repercutir, en un recorrido análogo pero de signo diverso, en la asunción de un modelo para una convivencia más justa, más ecológica, con un sentido civilizatorio transcultural y de mayor equidad o democracia entre las sociedades humanas y en su interior.

Por último, esta defensa de la igualdad más allá de la humanidad no es sino un modo de reconocer, asimilar y pensar la inserción natural del hombre, nuestra plena pertenencia a la esfera de la vida y a este mundo terrenal y cósmico. Nos abre un camino a la superación del dualismo recalcitrante, que lleva siglos produciéndonos la ilusión de estar por encima de este mundo "natural" y "material", creyendo ser no sé qué sujetos transcendentales.

 

Recensión 04

Roberto Follari y Rigoberto Lanz (comp.):
Enfoques sobre posmodernidad en América Latina.
Caracas, Sentido, 1998.

Por José Luis Solana Ruiz

El inveterado etnocentrismo de nuestra sociedad, la fascinación, teñida de complejo de inferioridad y de acríticos deseos de europeización, de nuestros intelectuales y el no por disimulado, menos arraigado desprecio intelectual hacia nuestros «hermanos latinoamericanos» han hecho que en nuestro país se ignoren los desarrollos, muchas veces ricos y sorprendentes, realizados en Latinoamérica en torno a la posmodernidad, de manera que el foco de atención sobre estas cuestiones ha quedado recluido al feudo eurooccidental. Con esta breve reseña intento contribuir a paliar semejante injusticia. Para ello reseñaré un libro de interés que, por contener contribuciones de señeros autores latinoamericanos que se han ocupado de la posmodernidad, puede valer como introducción a algunos desarrollos de la posmodernidad en Latinoamérica. Además, sirviéndome del libro que recensiono, proporcionaré un conjunto de actuales compilaciones sobre la posmodernidad procedentes de distintos países del continente americano.

En el primero de los textos compilados en Enfoques sobre posmodernidad en América Latina, el filósofo chileno Martín Hopenhayn analiza la identidad latinoamericana y de los jóvenes metropolitanos en la época de la posmodernidad, mostrando el carácter sincrético y mestizo de ambas. Frente a la identidad acrítica y a la identidad fundamentalista antimoderna, propone una identidad enriquecida transculturalmente. El colombiano Jesús Martín Barbero, después de referirse a algunas de las paradojas existentes en el mundo posmoderno (opulencia comunicacional, pero debilitamiento de lo público; inmensa disponibilidad de información, pero deterioro de la educación y de la reflexividad; explosión de imágenes, pero empobrecimiento de la experiencia; saturación de signos, pero déficit simbólico), expone las transformaciones de nuestra percepción del espacio y del tiempo introducidas por la experiencia audiovisual, así como algunos de los modos posmodernos de habitar la ciudad.

En su contribución, el eximio sociólogo venezolano Rigoberto Lanz, autor de El discurso posmoderno (Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1996) y director de uno de los centros de investigación (el CIPOST: Centro de Investigaciones Post-doctorales), así como de una de las revistas (Relea. Revista Latinoamericana de Estudios Avanzados) que más y mejor están desarrollado los debates sobre posmodernidad en Latinoamérica, responde, entrando en diálogo con autores del calado de Omar Calabrese, Anthony Giddens, Ágnes Heller o Fredrich Jameson, a algunas de las críticas realizadas a lo posmoderno. Igualmente, el epistemólogo argentino Roberto Follari (quien se ha ocupado prolijamente de la posmodernidad en obras como Modernidad y posmodernidad: una óptica desde América Latina, Aique/Rei, Buenos Aires, 1990; Posmodernidad, filosofía y crisis política, Aique/Rei, Buenos Aires, 1993; y Territorios posmodernos, Universidad Nacional de Cuyo, 1995) rebate algunas de las malinterpretaciones existentes en torno a la posmodernidad.

Santiago Castro-Gómez, filósofo colombiano, muestra las características centrales de la crítica posmoderna al neocolonialismo en Latinoamérica y de la teorización poscolonial sobre Latinoamérica en los Estados Unidos. Por su parte, el filósofo costarricense Alexander Jiménez aborda, a partir de la intimidad en situaciones de desgracia y del duelo, los mecanismos conforme a los cuales los massmedia desarticulan y reconfiguran determinados planos de la subjetividad (afectos, sensibilidades, estructuras de percepción, etc.). Finalmente, la venezolana Magaldy Téllez, tras acometer varias cuestiones en torno al significado del concepto de posmodernidad, realiza un recorrido por los planteamientos de autores como Berman, Vattimo, Lyotard, Habermas y Foucault para analizar la noción de tiempo subyacente a cada uno de ellos.

Procederé a continuación, como señalé al principio, a referir algunas compilaciones que pueden servir para obtener una panorámica sobre el debate de la posmodernidad en América Latina. Son las siguientes: John Beverley (comp.), The Postmodernism. Debate in Latin America, Duke, Durham, 1995; Alexander Jiménez (comp.), Del búho a los gorriones. Ensayos sobre la postmodernidad, Guayacán, San José de Costa Rica, 1993; Rigoberto Lanz (comp.), La discusión posmoderna, Tropykos, Caracas, 1993; R. Lanz (comp.), Paradigma, método y posmodernidad, Universidad de los Andes, Mérida, 1995; E. Mendieta y P. Lange-Churión (eds.), Latin America and Postmodernity. A Reader, Humanities Press, Nueva Jersey, 1997; El debate modernidad-posmodernidad, Puntosur, Buenos Aires, 1989; Debates sobre la modernidad y la postmodernidad, Nariz del Diablo, Quito, 1991; Temas posmodernos. Crítica a la razón formal, Fondo Editorial de la Asamblea Legislativa del Estado Miranda, Caracas, 1998. A los interesados en la posmodernidad les será fructífero atender a los enfoques que de ésta se están realizando en América Latina.

 

Recensión 05

Oriol Romaní:
Las drogas. Sueños y razones.
Barcelona, Ariel, 1999.

Por José Luis Solana Ruiz

El libro que reseñamos --que agrupa, revisados y reelaborados, una serie de textos ya publicados por su autor-- aborda la problemática de las drogas desde una perspectiva antropológica (su autor es profesor de Antropología Social en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona). Las principales características metodológicas de la antropología (enfoque holístico y comparativo, etnografía, la cultura como uno de los ejes centrales de análisis, técnicas cualitativas y cuantitativas de investigación, acceso al nivel local o microsocial articulándolo y haciéndolo interaccionar progresivamente con los niveles macrosociales) si se manejan bien --y Romaní lo hace con pericia-- propician feraces análisis de los fenómenos sociales, de los que este libro constituye un buen ejemplo.

Tras informarnos, en el capítulo primero, sobre sus experiencias etnográficas y de intervención social en el ámbito de las drogas, Romaní expone en el segundo capítulo los orígenes históricos de la configuración del «problema de la droga» a partir de las Guerras del Opio en el siglo XIX, con las medidas prohibicionistas y penalizadoras del consumo de drogas en los Estados Unidos y con el proceso de medicalización de las drogodependencias.

En el capítulo tercero acomete los problemas que la definición y clasificación de las drogas y las drogodependencias plantean; además, expone los tres modelos básicos existentes con respecto a la consideración general de las drogas: el modelo penal, construido a partir de un paradigma jurídico-represivo (la droga como delito, criminalización y estigmatización de sus usuarios, prohibición de las drogas); el modelo médico (el drogadicto, no ya como delincuente, sino como enfermo), en cuya conformación Lewin jugó un papel esencial; y el modelo sociocultural. Estos modelos no son meramente teóricos, sino que tienen relevantes consecuencias prácticas, pues inspiran formas de gestión del «problema de la droga».

Romaní resalta la relevancia de las drogas en los procesos de automedicación y autoatención en salud, subraya la continuidad entre «drogas» y «medicamentos», y reubica a las drogas en el contexto más amplio de la atención a la salud, evitando la sesgada reclusión de estas en las experiencias de ebriedad o narcosis. Analiza las principales condiciones sociohistóricas que han permitido la emergencia de las drogodependencias como fenómeno social.

Los modos como se articulan los modelos penal y médico en los distintos contextos socioculturales conforman las ideologías y las prácticas dominantes actualmente en el campo de las drogas. Romaní muestra las secuelas del modelo penal y los equívocos generados por el modelo médico (como, por ejemplo, la confusión entre causa y efecto presente en la conceptualización del «síndrome amotivacional» endosado al uso de la cannabis) 

Por su parte, el modelo sociocultural pone de manifiesto la necesidad de considerar, en el estudio del fenómeno de las drogas, tres factores constitutivos fundamentales: la sustancia (de la que, a nivel farmacológico, derivan determinados efectos objetivos), el contexto sociocultural y el individuo, considerando como determinantes a las variables de tipo sociocultural. Romaní ejemplifica esto (los condicionamientos de los elementos socioculturales sobre los propios efectos de la droga) con el uso del tabaco como alucinógeno entre los warao del Amazonas. Y mediante los casos de los usos de la coca en los Andes y del tabaco y el alcohol en la España moderna ilustra los proteicos significados culturales y las cambiantes funciones sociales de las drogas. Subsiguientemente, sintetiza las principales funciones que cumplen las drogas en las sociedades contemporáneas, tanto a nivel económico como social e ideológico-político.

Lo relevante para comprender el fenómeno de las drogas es analizar el sistema de articulaciones que se establecen entre producto, contexto e individuo. Así, la adicción, por ejemplo, no es única ni principalmente consecuencia de los efectos farmacológicos que las sustancias provocan sobre un individuo, sino que se trata de un constructo sociocultural en el que influyen todo un entramado de relaciones sociales y expectativas culturales vinculadas, por otra parte, a los procesos de construcción de la identidad personal.

Por lo que a la clasificación de las drogas se refiere, recoge en sendos cuadros la propuesta clasificatoria de Fort y la propuesta de Edwards y Arif sobre las principales variables que deben considerarse a la hora de clasificar los distintos usos sociales de las drogas. El primer cuadro incluye: denominación oficial de la droga, dosis adulta habitual, duración del efecto, usos médicos legítimos, cantidad de usuarios, tolerancia, dependencia física, abuso y toxicidad, efectos (psicológicos, farmacológicos y sociales) a corto y largo plazo de las dosis comunes, forma legal de reglamentación y control. Finalmente, refiere --siguiendo de nuevo a Edwards y Arif-- las características principales del modelo tradicional y del modelo moderno de consumo de drogas.

La construcción social del «problema de la droga» en España es el tema acometido en el capítulo cuarto. Narra la historia de los derivados de la cannabis en nuestro país desde la posguerra hasta los años setenta, historia que aparece vinculada a los procesos de desarrollo de las sociedades urbano-industriales y a las subculturas juveniles (por ello clarifica previamente los conceptos de modernización y cultura juvenil). Igualmente, recorre la historia del «problema de la droga» en la España contemporánea, discerniendo cuatro períodos. Dentro de los tres primeros períodos se refiere al marco sociopolítico, los principales usos de drogas ilegales, los dispositivos asistenciales emergidos, las culturas juveniles vinculadas al uso de determinadas drogas, y el modelo de percepción y gestión de las drogas (penal o médico) hegemónico; en el cuarto período realiza unas reflexiones sobre los usos de las drogas de diseño.

Los períodos que establecen son: 1º) de 1968 a 1976: extensión del uso del hachís entre determinadas subculturas juveniles como los jipis, llegada de la heroína, la asistencia sociosanitaria en el campo de las drogas recayó sobre los servicios sanitarios de atención a los alcohólicos, creación de la Brigada Especial de Investigación de Estupefacientes de la Policía y de los grupos especializados de la Guardia Civil, comienza a encenderse la alarma social alrededor del tema, a magnificarse el consumo de hachís y a gestionarse el «problema de las drogas» a partir del modelo penal y del paradigma represivo-criminalizador; 2º) de 1977 a 1981: extensión del consumo de alcohol, tabaco y hachís, aumento del consumo de heroína, consumo de droga por los jóvenes radicales urbanos como los punkis; 3º) de 1982 a 1992: polémicas sobre seguridad ciudadana ligadas al tándem delincuencia-drogas, relativo aumento del consumo de cocaína, irrupción del sida transmitido mediante el consumo de drogas por vía intravenosa, expansión de la asistencia social a drogodependientes, aumento de la alarma social sobre el tema, reforma del Código Penal y Ley Corcuera, introducción de los programas de metadona; y 4º) de 1993 a 1998: posmodernidad, éxtasis y drogas de diseño.

Además de los recorridos por la historia del «problema de las drogas» en nuestro país, el capítulo cuarto nos ofrece también, y de modo paralelo a esos recorridos, un análisis de la construcción social del «problema de la droga», utilizando para ello un fenómeno sociocultural relevante: la cultura juvenil. La misma cuestión es analizada en el capítulo siguiente, pero en relación a un fenómeno sociocultural distinto: las migraciones. El capítulo quinto nos ofrece, además, una perspectiva macrosocial sobre el actual sistema de las drogas. Tras unas previas precisiones conceptuales en torno al concepto de marginación social, conceptualizado fundamentalmente en relación a los procesos de estigmatización, Romaní muestra cómo, en lo concerniente a las relaciones entre sistema mundial y drogas, el tráfico ilegal de drogas y la «guerra contra la droga» consolidan las desigualdades socioeconómicas y las relaciones de poder neocolonialistas existentes a nivel mundial.

Pasa luego a ocuparse de la discriminación y estigmatización que los inmigrantes extranjeros padecen en nuestro país, para recalar en la cuestión de los prejuicios y juicios interesados existentes con respecto a la imbricación de algunos inmigrantes en el mundo de las drogas. Termina señalando el carácter adictivo que tiene la construcción social del «problema de la droga» sustentada en el paradigma prohibicionista dominante.

El capítulo sexto está dedicado a las relaciones entre las Ciencias Sociales, en especial la Antropología, y la intervención en el campo de las drogas. Romaní critica el paradigma cientificista positivista por su incapacidad para dar cuenta de la complejidad de los fenómenos humanos y de nuestras sociedades. Con el fin de respetar esta complejidad, las Ciencias Sociales deben abordar el estudio de los problemas humanos a partir de los tres niveles que los constituyen, a saber: el biológico, el sociocultural y el psíquico. Estos tres niveles mantienen entre sí una relación sinérgica en la que, no obstante, el sociocultural termina por ser el condicionante principal. La investigación empírica, la conceptualización teórica y las intervenciones sociales en el campo de las drogas deben guiarse por un nuevo paradigma epistemológico (relacional, sistémico, holístico, de la complejidad... como quiera llamársele).

El análisis socioantropológico tiene en la desconstrucción de la construcción social de las drogas una de sus tareas principales. Esta desconstrucción permitiría enfocar las intervenciones de otra manera. Romaní esboza un modelo de análisis de los procesos de asistencia a los drogodependientes en el que subraya la necesidad de indagar las condiciones requeridas para que un individuo se convierta en «asistible» y de acometer una crítica a la individualización de los problemas y a la estigmatización de los drogodependientes --que constituyen dos de las secuelas de la ideología y las prácticas asistencialistas reinantes--. El modelo propugnado por Romaní presta especial atención, con el fin de adecuar de manera dúctil y dinámica las posibles intervenciones, a los itinerarios individuales de los drogodependientes; así como, para entender la articulación de las drogas con los demás elementos de la sociedad, al «código cultural» común o hegemónico existente --con sus distintos subcódigos-- sobre las drogas, pues éste condiciona tanto las formas de uso de las drogas como las expectativas culturales vinculadas (ejemplifica esto con la cuestión del síndrome de abstinencia).

Tras preguntarse por la pertinencia y las posibilidades de una «intervención sociosanitaria» en el campo de las drogodependencias, expone los aspectos principales de la metodología de estudio de los usos de drogas desde una óptica antropológica, las virtualidades del estudio etnográfico de la cultura de las drogas (señala, a este respecto, la necesidad de desarrollar una etnografía de los profesionales e instituciones de la intervención), algunas cuestiones de ética personal y profesional que se le plantean al antropólogo en el trabajo etnográfico, el role profesional del antropólogo en la intervención social en el campo de las drogas y sus ámbitos de actuación más destacables.

En el capítulo final (el séptimo), lleva a cabo un análisis crítico de la actual política dominante sobre las drogas, mostrando su fatuidad, ineficacia y efectos perversos, así como un agudo análisis de las ambigüedades de las políticas de reducción de daños y metadona. Como contrapartida a las políticas vigentes, esboza algunas de las líneas principales para una política sensata respecto a las drogas. Rechaza la utopía de la «eliminación de la droga» y aboga por optimizar las consecuencias del uso de drogas aumentando sus beneficios a la par que se reducen sus daños, así como por la adquisición de una «cultura positiva de las drogas». Defiende una opción preventiva sustentada, no en un modelo prescriptivo, sino en un modelo participativo. Señala las consecuencias sociales, económicas y políticas que tendría la implantación de una política «normalizadora» con respecto a las drogas.

Como es sabido, diversos movimientos sociales han luchado o bregan por impugnar el prohibicionismo, propugnando a la par una política de drogas sensata. Al final del libro se incluye el manifiesto promovido por uno de estos movimientos (el Consejo Europeo de ONGs de Drogas y Desarrollo, ENCOD) a favor de una política de drogas antiprohibicionista, justa y eficaz.

Estamos ante un libro --al que me atrevería a calificar de necesario, al menos en el panorama bibliográfico antropológico de nuestro país-- plagado de planteamientos acertados: conjuga la desconstrucción crítica de los discursos dominantes y de las intervenciones sociales hegemónicas sobre «el problema de las drogas» con acertadas propuestas constructivas; no se recluye en el mero discurso teórico academicista, sino que acomete cuestiones prácticas relacionadas con la intervención social en el ámbito de las drogas; sintetiza con acierto significativos datos históricos; y, más allá de la mera perspectiva liberal (cada cual es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera), ubica la política sobre las drogas en el ámbito de la gestión de la salud pública.

 

Recensión 06

Marcia Stephenson:
Gender and modernity in andean Bolivia.
University of Texas Press, 1999.

Por Warren C. Gilpin

Las diferencias raciales y culturales se sitúan en el primer plano de la lucha boliviana por la igualdad de derechos. Las diferencias raciales y culturales están vivamente marcadas en las mujeres que usan, o no, la ropa nativa y las lenguas indígenas (aymara, quechua), en vez de la ropa típica occidental y el español. La ropa y la lengua acentúa la lucha por iguales derechos. Por medio de la moda, la maternidad, la higiene y el hambre, la clase alta de Bolivia explota a la mujer indígena, y no le ofrece los derechos disfrutados por la élite. El título indica que el libro trata de temas acerca del género en Bolivia. Cada capítulo aporta su contribución en esta línea. El objeto del libro es estudiar la evolución del movimiento feminista por la igualdad de derechos. Marcia Stephenson ha obtenido datos de primera mano y usa las palabras y experiencias de gente real para reforzar sus discusiones en cada capítulo. Stephenson usa muchos textos diferentes, incluyendo ensayos críticos, novelas, testimonios, manuales educativos, folletos de autoayuda, y estudios de organizaciones feministas, para apoyar la argumentación del libro.

Empieza el libro con una viñeta que destaca el conflicto, ilustrando no sólo la lucha por los derechos, sino también la lucha entre la señora de la élite de clase alta y la indígena de la clase baja percibida. La viñeta procede de una revista llamada Mujer y Sociedad (Perú). Dicha viñeta retrata a una señora conversando con un hombre. Con el puño levantado, ella declara: «Las mujeres tienen derecho a reclamar la igualdad y la justicia». En ese momento, la criada, que estaba escuchando detrás de la puerta, entra de repente y grita: «¡Bravo!» Sorprendida, la primera mujer se vuelve a la criada y le dice: «Dije mujeres, no dije empleadas domésticas». Esta viñeta es un ejemplo no sólo de la política entre la mujer y el hombre en el país, sino también de la tensión entre la señora de élite y la indígena. Las dos facciones tienen el mismo propósito de reducir la explotación, pero no pueden andar juntas e ignorar sus diferencias.

La gente indígena es ciudadana de segunda clase en Bolivia. La ropa y la lengua sirven de instrumento para marcar diferencias raciales y culturales. En Estados Unidos, el racismo se basa principalmente en el color de la piel, pero en Bolivia deriva de la ropa que uno lleva. Stephenson argumenta que la raza es cultural en vez de biológica. La pollera frente al vestido señala la línea divisoria entre indígenas y señoras. La pollera, ropa típica de las indígenas, es un recuerdo tangible y visible de la distinción de clase. Stephenson observa que, «la ropa es un instrumento para establecer diferencias raciales y culturales … merced a que la forma de vestir puede cambiarse voluntariamente o por la fuerza» (p. 112). La actitud de la élite o los criollos es que pueden cambiar a la gente indígena e incorporar este cambio en una nación moderna. La ropa occidental produce una imagen de modernidad, mientras la ropa nativa produce una imagen de atraso. Pero, el cambio en la forma de vestir requeriría que uno negara el pasado, la identidad, y el origen.

Stephenson pone de manifiesto una paradoja: que las élites tienen la necesidad de modernizar al indio atrasado y, al mismo tiempo, la necesidad contraria, de remarcar la línea divisoria entre las dos clases. Parece que la élite quiere las dos cosas, una Bolivia moderna, pero con papeles culturalmente definidos, donde la élite mantiene el control. La clase alta quiere el progreso y que los indígenas se unan a él adoptando la vestimenta y los hábitos de aseo típicos occidentales. Pero esto llegó a ser una fuente de preocupación para el criollo, pues mediante un simple cambio de ropa (un «mestizaje») el indio podría hacer invisibles las diferencias raciales y pasar como un mestizo. Las señoras decidieron a obligar a sus criadas a vestir la pollera en vez de un vestido, presumiblemente para mantener la casta como separación entre ellas y las indias.

También destaca el libro la necesidad de que los educadores criollos incorporen la higiene en el currículum rural. La suciedad frente a la limpieza ha operado para marcar diferencias culturales, raciales y de género desde que el mundo empezó. Los criollos percibieron a los indígenas como gente plagada de enfermedades, y las señoras empezaron a hacer una campaña a favor de no permitir que las cholas (indígenas trabajadoras) usaran los autobuses públicos. Al mismo tiempo, la Policía Higiénica empezó a someter a las cholas que trabajaban en casas de mestizos a exámenes médicos. Las mujeres cholas tenían que ponerse de pie, desnudas, delante de los agentes varones, los mismos agentes que examinaban a prostitutas, y ellos les inspeccionaban el cuerpo buscando señales de infección. La mirada voyeurista de la Policía Higiénica contribuyó a consolidar el prejuicio de que los indios eran gente enferma y sucia. Puesto que la ropa es tan central a la identidad chola, al obligarlas a despojarse de la pollera, la Policía Higiénica pretendía despojarlas de su etnicidad o suprimirla. La higiene significaba claramente algo más que estar limpio. Son obvios los mensajes políticos y culturales que se enviaron a las comunidades rurales.

Stephenson termina su libro diciendo «los esfuerzos renovados de la organización y movilización indígena durante las dos décadas pasadas y la presencia creciente de los indígenas en sectores políticos y sociales de la vida urbana han hecho que algunos subrayen que el «criollaje» (el proyecto nacional de conformar un país criollo) al final ha fallado» (p. 203). Pero está claro que el aumento de las diferencias raciales y culturales no significa necesariamente que el cambio en lo socioeconómico, el mantenimiento de la ropa indígena y el aumento de poder político y riqueza económica, haya cambiado mucho el país. Los valores de la élite sólo reflejan los valores y principios de una minoría colonial, e impiden a la mayoría tradicional vivir de una manera digna y respetuosa con su cultura. 

Los historiadores, sociólogos, y antropólogos encontrarán este libro útil e interesante. Será una adquisición provechosa para cualquier universidad o biblioteca pública que mantenga colecciones importantes en temas de sociología y antropología.

 

Recensión 07

Juan José Castillo:
A la búsqueda del trabajo perdido.
Madrid, Tecnos, 1998.

Por Carmen Rodríguez Guzmán

A la búsqueda del trabajo perdido es un ejemplo de la mejor tradición sociológica. A saber, aquella en la que el trabajo empírico y la fina reflexión teórica están unidas y bien trabadas. El presente trabajo nos invita, en tiempos tan propensos a utilizar conceptos como sociedad tecnológica, sociedad del ocio o sociedad de la comunicación, a tomar distancia crítica con respecto a procesos sociales que se nos presentan como evidentes e inapelables, en este caso concreto, la «desaparición» del trabajo industrial.

Juan José Castillo nos muestra realidades del mundo del trabajo varias y diversas, paradójicas y contradictorias que difuminan y esconden los contornos del que fuera transparente trabajo asalariado. Realidades invisibles a una mirada sociológica carente de teoría. 

«El empleo ha muerto» es el lema de una ofensiva ideológica. La desaparición del trabajo y con él la clase obrera no es cosa de hoy: Bell 1961, Ure 1835, Naysmith 1851. Este último escribía: «esa clase de obreros que dependía exclusivamente de su pericia, ya no tienen razón de ser». 

Uno de los impedimentos para pensar el trabajo en nuestros días es la noción de trabajo asalariado, ya que bajo el sello del fin de la sociedad del trabajo existen toda una serie de trabajos imperceptibles. Hace falta estar más cerca para encontrar el trabajo perdido, para conocer sus características y cuáles son las experiencias de la gente. El objetivo, por tanto, es identificar el obrero colectivo que reproduce la producción de nuestras sociedades.

«El trabajo industrial no existe para quien no lo ve. Pero sí para quien lo vive». Juan José Castillo ofrece ejemplos que hablan por sí mismos: Fuenlabrada, Madrid, en un almacén de todo a cien; Elda, Comunidad Valenciana, la industria sumergida del zapato; Madrid, talleres de confección clandestinos con trabajadores chinos; Isla Cristina, Andalucía, trabajo sumergido; y Asturias, donde la práctica de la subcontratación está haciendo de la minería un sector precario.

El trabajo en las sociedades complejas se presenta en estado fluido. Los procesos productivos se disuelven y se extienden en diversos territorios y, para dar cuenta de ello, es preciso romper con la categoría «sector servicios» que esconde más que enseña y que justifica ese «adiós al proletariado».

La intensificación del trabajo es uno de los conceptos clave para abordar el estudio del «nuevo» trabajo, a través de él podemos detectar diversas situaciones como trabajar más con más desgaste en el mismo tiempo; el aumento constante de la cantidad de tiempo pasado en el puesto de trabajo; o el aumento de la demanda de trabajo no pagado (voluntariado, amas de casa). Trabajar más, con más funciones en el mismo tiempo, es una de las claves del modelo de producción ligera. Parece que el trabajo desaparece porque los que quedan trabajan el doble. Castillo lo afirma claramente: «la hegemonía disciplinaria conseguida se plasma en que unos se matan por trabajar: paro y precarización del empleo; y otros se matan trabajando: intensificación del trabajo, la nueva gestión basada en el estrés». Se constata la aceptación casi homogénea de la precariedad, prefiriéndola a la pérdida de la actividad productiva. De esta forma se consigue la adhesión a cualquier política organizativa empresarial que produce ese trabajo fluido, disperso, invisible, intensificado y desregularizado. La gente busca ese tipo de trabajos porque no encuentra verdaderos trabajos. Los discursos dominantes están fabricando las expectativas de los actores sociales y, por tanto, configurando sus mundos posibles. Tarea a la que contribuyen las Ciencias Sociales cuando se priman ciertos temas de investigación y otros quedan condenados al desinterés y al olvido.

La cuestión de los cambios en la organización del trabajo está enmarcada en el proceso de implantación de un nuevo modelo productivo que desde finales de los ochenta se está llevando a cabo en Europa: la producción ligera. La versión europea del toyotismo se denominará sistemas antropocéntricos de producción (APS). Un nuevo sistema orientado a reducir la incertidumbre del mercado y del trabajo, centrándose en los ámbitos de la gestión, la organización y las tecnologías. Castillo nos advierte de que en toda implantación de «nuevos» modelos subyace la idea de un ruptura, un antes y un después, que liquida la posibilidad de pensar en términos de procesos complejos. Frente a los estudios de un fenómeno a vista de pájaro y que basten cuatro brochazos para calificar una situación que se desconoce, el autor propone los estudios de caso, investigando más lo hecho que lo dicho, donde los modelos como polos opuestos se convierten en puntos de un continuo. Modelos productivos que han de ser estudiados dentro de la historia de la empresa y del contexto social donde se inscriben; deben insertarse en la compleja transformación de la organización del trabajo global de la empresa, detectar los cambios en la organización jerárquica de la empresa, formas de motivación e implicación de los trabajadores, las perspectivas de los sindicatos. El análisis de dispositivos y causas debe completarse con referencia al modelo en su conjunto: proyecto y diseño de productos y procesos, qué se hace dentro y qué se manda fuera (política de subcontratación), cómo vender los productos y en qué mercados (tipo de producto, calidad, producción en serie, lotes, etc).

Como estudio de caso el autor nos presenta su investigación en la fábrica Fasa-Renault de Valladolid donde se analizan y demuestran las dificultades, los éxitos, las rectificaciones y aprendizajes, junto con las interpretaciones y vivencias de los distintos actores sociales implicados. Fasa constituye un caso excepcional en el que se elige una sede periférica como líder experimental en la puesta a punto de un conjunto de medidas tecnológicas y organizativas, diseñadas para alcanzar a los japoneses. La fábrica líder debe ser capaz de copiar todo lo bueno de sus homólogos, y así evaluar los resultados para que puedan ser copiados en otros centros de trabajo de Renault. Valladolid fue elegida por las «ventajas de tipo laboral» que ofrecía: trabajadores «dispuestos» a trabajar en sábados, a trabajar más intensivamente, a flexibilizar horarios y cargas de trabajo, o a «echar horas» de formación fuera del horario de trabajo.

El sector del automóvil es un sector estratégico para la economía regional en términos de valor añadido, empleo y comercio exterior. Pero el carácter extranjero de las grandes empresas no permite el control de importantes decisiones por parte de las autoridades regionales. 

La reducción de las plantillas, progresiva desde los años ochenta a los noventa, a través del uso continuo de los expedientes de regulación de empleo ha ido acompañada por una elevación del volumen de producción. Este incremento de la productividad, junto con la moderación de los costes salariales, hacen posible que la industria del automóvil en la región sea una industria competitiva en Europa.

La estrategia participativa de Fasa Renault de Valladolid se basó en las Unidades Elementales de Trabajo (UET). Estudiar estos grupos de producción implica tener presente: la experiencia anterior de nuevas formas de organización, la antigüedad de la maquinaria utilizada, el grado de dureza del trabajo, la inclusión del «trabajo de servicios», la importancia estratégica del producto parcial o del proceso y el grado en que afecte a cada UET la política de movilidad de la empresa (desestabilización de colectivos de trabajo y políticas de implicación y motivación).

Las UET hacen responsables a los trabajadores en dos sentidos: responsables del trabajo que desarrollan como personas y responsables de los errores que cometan. Sin embargo, la nueva organización de en UETs ha sido enormemente perjudicada por las políticas de movilidad interna de la empresa y por la bajada de actividad que ha forzado la salida de la empresa de la mitad de los trabajadores. El desarrollo cotidiano de una UET provoca situaciones en las que el jefe de una unidad asume como inevitable y necesario que la producción tenga que salir, aunque sea a base de realizar él mismo tareas de reemplazante. Por su parte, el obrero directo percibe las mejoras de la UET como un sistema en el que hay siempre «un puesto menos de trabajo». Pese a esto los jefes de las nuevas UET afirman haber mejorado las relaciones con los trabajadores. 

La conclusión es bien clara: «se trabaja más porque lo primero es que tienes más responsabilidad; y, además, llevas muchas máquinas. O sea, se trabaja bastante más». La producción ligera puede ser «aligerar el trabajo», hacerlo más llevadero. Pero también, «aligerar al trabajo», sobrecargarlo, intensificarlo. Los trabajadores padecen estrés y aumenta, si cabe, la necesidad de dotar de sentido lo que se vive y lo que se hace. Gracias a ese estrés «estamos trayendo actividad aquí, y eso ¿por qué es? Pues porque somos rentables, no nos engañemos. Y gracias a eso estamos trabajando, que si no, no estaríamos trabajando todos». Vivir para trabajar. Vivir estresado para ser rentable y seguir trabajando. Se detecta un amplio consenso en los distintos actores sociales sobre la «necesidad de competir» para «asegurar el futuro», a pesar de que la carga de trabajo ha aumentado en proporción inversa a la reducción de plantilla. 

Otra de las contradicciones del funcionamiento de las UETs, detectadas en la investigación, es la carencia de un diseño capaz de asumir y adaptarse a las contingencias del proceso productivo: «esto está hecho para que no haya averías, las máquinas no paren, no falten piezas y nadie se equivoque». En este clima de tensión conseguir la colaboración se hace muy difícil. Hecho paradójico en una organización basada en el presupuesto de que su buen funcionamiento tiene que ver, sobre todo, con la voluntad de las personas. Los sindicatos, por su parte, asisten a la implantación del nuevo sistema como algo inevitable, pero al que deben incorporar sus demandas sociales y laborales.

En las nuevas formas organizativas que persiguen la competitividad, destacan los rasgos más vendibles de la participación de los trabajadores. Sin embargo, cada vez está más documentado que la mejora de costes internos de las empresas, asociada a la introducción del modelo de producción ligera, se hace, en muchas ocasiones, externalizando costes. Costes que «adelgazan la fábrica»: costes de transporte, contaminación, tráfico o traslado de malas condiciones de trabajo fuera de la fábrica. 

La investigación, presentada por Castillo, se vertebra en dos ejes fundamentales: el análisis del tejido productivo de la región y del papel de las redes de empresas, junto con las vivencias de los ex-trabajadores. En A la búsqueda del trabajo perdido aparecen siete biografías rotas reveladorasde la huella que deja el trabajo en una situación de ocio forzado. El trabajo entendido en su faceta disciplinaria, repetitiva y de dureza, y el trabajo como el lugar de socialización que era antes de la reorganización.

En las entrevistas se encuentra la historia laboral previa a Fasa Renault, la entrada en la fábrica, la carrera en la empresa, los puestos desempeñados (especialmente el último antes de la salida), la adaptación a la ausencia del trabajo, la visión del mundo antes y después de la salida o el punto de vista sobre el futuro del trabajo y de la región de siete ex-trabajadores de Fasa Renault en Valladolid. Casi todos afirman echar de menos la empresa, pero reconocen que Fasa ha cambiado mucho. La información que les suministran los que quedan es que «aquello de ha convertido en una cárcel». Todos ellos hablan de las presiones que sufrieron para «obligarles» a irse, por ejemplo: los cambios de puesto de trabajo (los llamados «bailes») eran el instrumento para producir una salida no conflictiva, en la que preside la idea de que es mejor dejar la empresa, si no se quieren sufrir mayores represalias. Estos ex-trabajadores buscan formas distintas de seguir sintiéndose útiles. Y viven con la contradicción de entender su situación como un despilfarro de cualificación (y encontrarse en paro) y asistir a la financiación del nuevo modelo de producción en esta empresa por parte del Estado.

En su empeño de clarificación conceptual Castillo se detiene en la cuestión de la cualificación que junto con la producción ligera, temas estrella durante los noventa, nos hablan de los cambios sustantivos del trabajo de las sociedades contemporáneas. La cualificación es un concepto socialmente construido y por tanto la relación cualificación-empleo depende de cuál sea la división del trabajo dominante en cada sistema productivo (el obrero colectivo).

Las cualificaciones son producto de una u otra política de división del trabajo, en unos casos se polarizan las cualificaciones y en otras se equilibran y generan distintas necesidades de cualificación. Al hablar de cualificación muchos son los elementos que entran en su definición, como por ejemplo la implicación de los trabajadores en el proceso productivo; un rasgo del comportamiento ha pasado a ser una categoría cualificacional. Conseguir trabajadores confiados, implicados o integrados es una de las demandas de cualificación. 

El autor insiste: el estudio sobre las cualificaciones debe tomar como objeto de reflexión la configuración productiva: un proceso completo de trabajo, ya que son las decisiones de cada distrito industrial las que orientan cada sistema productivo en una dirección concreta que origina una división del trabajo y de cualificaciones específica. 

En opinión de Castillo, la Sociología del Trabajo debe «mirar a los otros para verse a sí misma» y rescatar el paradigma perdido de la inderdisciplinariedad, haciendo uso de esa fuente inagotable que son los cásicos. A través de ellos, fenómenos que considerábamos nuevos, no resultan serlo tanto; hallamos modos de explicación más complejos, explorando las condiciones de posibilidad de determinados hechos. Leyendo a los clásicos nuestras ideas se completan y dotan de una extraña originalidad. Estas lecturas necesarias nos devuelven la forma en que se ha creado socialmente tanto la disciplina como sus problemáticas o su institucionalización.

De los clásicos también nos interesa conocer cuáles son los procedimientos de trabajo de campo, tal y cómo se realizaron. Según Malinowski, el método se compone de tres elementos: la capacidad científica, las buenas condiciones de trabajo, y la aplicación de reglas correctas de recogida de información. Pero además, hay que estar al día en la propia ciencia y, sin embargo, deberíamos también saber abandonar todas las reglas. «El estudio de lo concreto, que lo es de lo complejo, es posible y más cautivador y más explicativo aún en sociología» (Mauss, Sociología y antropología).

Para Juan José Castillo, la interdisciplinariedad en serio es salir de la propia disciplina buscando los puntos de vista que la interrogan e incomodan. La interdisciplinariedad mal entendida es una confrontación hueca y general. De lo que se trata es de confrontar puntos de vista, no disciplinas. Algunos de nuestros clásicos proceden de la antropología: hay que aprender críticamente de lo que fuimos.

 

Recensión 08

Josep R. Llobera:
La identidad de la antropología.
Barcelona, Anagrama, 1999 (2ª ed. ampliada).

Por José Luis Solana Ruiz

Finalista ex aequo del XVIII Premio Anagrama de Ensayo en 1990, se reedita este ensayo antropológico, ampliado con un postscriptum (págs.127-161), titulado «La reconstrucción de la antropología», donde Llobera reitera y profundiza algunos de los temas abordados en la edición anterior.

Con el fin del mundo colonial y la progresiva desaparición del «hombre primitivo», objeto de estudio clásico de la antropología, ésta ha sufrido una seria crisis de identidad, acentuada durante la década de los ochenta con la bancarrota de las «grandes teorías» (marxismo, estructuralismo) que habían inspirado la disciplina durante los años setenta y la irrupción del posmodernismo en antropología. El retorno al trabajo de campo y la especialización regional (por ejemplo, la antropología del área mediterránea) han sido algunas de las salidas a esta crisis (otras de las «soluciones de recambio» fueron la antropología aplicada y la llamada «antropología en casa», centrada fundamentalmente en el estudio de poblaciones marginales, como los gitanos y determinados grupos étnicos).

Llobera realiza en su obra una crítica al posmodernismo antropológico, al endiosamiento del trabajo de campo y a la antropología del área mediterránea. Asimismo, acusa al marxismo politizado, al tercermundismo (del que serían ejemplo los planteamientos de autores como Edward Said y Martin Bernal), al feminismo y al posmodernismo de la «situación de bancarrota científica total» en la que, según él, se encuentra hoy la antropología, examinando críticamente estos puntos de vista (excepto el marxismo politizado, por considerar que hoy «no es ya una alternativa claramente definida»).

A la antropología posmoderna le achaca un abandono del método comparado y de la generalización en antropología, reduciendo ésta a etnografía y la etnografía a ficción literaria. Según Llobera, el endiosamiento del trabajo de campo, de la descripción etnográfica, como técnica de investigación social definidora y constituyente del objeto antropológico (es decir, como elemento fundamental de la identidad antropológica), ha paralizado la comparación como método antropológico, conduciendo a la etnografía al «detallismo sin ton ni son».

Arremete también contra Clifford Geertz y el posmodernismo por su consideración de la antropología como una disciplina interpretativa o hermenéutica y no como una ciencia experimental nomológica. Llobera aboga por la posibilidad de desarrollar una antropología científica y considera que los posmodernos establecen una «dicotomía simplista» entre interpretación hermenéutica y explicación científica. Para Llobera, no se trata de rechazar o condenar a la etnografía interpretativa, sino de calibrarla en sus justos términos, lo que conlleva la recusación de sus excesos subjetivistas, así como de sus pretensiones literarias anticientíficas (la etnografía como un género literario a caballo entre la autobiografía, la novela y el libro de viajes). Igualmente cuestionable le parece el anarquismo epistemológico y el relativismo cultural de los antropólogos posmodernos y su tendencia a convertir la reflexividad (la interacción entre el investigador y su objeto de estudio etnográfico) en un fin en sí mismo de la investigación antropológica, en la razón de ser de la disciplina.

Repudia el alejamiento del posmodernismo antropológico de la ciencia en general y, en concreto, de disciplinas científicas como la biología. Con Helen Macbeth, Llobera opina que el desconocimiento, por parte de los antropólogos sociales y culturales, de los desarrollos habidos en la biología durante la segunda mitad del siglo XX hace que se sigan perpetuando añejas dicotomías tales como innato/aprendido, animalidad/humanidad, genético/ambiental. Similar desconocimiento muestran los antropólogos posmodernos con respecto a otras ciencias, como la neuropsicología de un Gazzinaga y la sociología histórica.

Para criticar al posmodernismo se sirve acríticamente del libro de Ernst Gellner Posmodernismo, Razón y Religión (1992). Si bien suscribo la mayoría de las alegaciones de Llobera contra el posmodernismo antropológico (véase mi esbozo de crítica epistemológica al posmodernismo antropológico publicado en el nº 13, abril-septiembre 1999, de la revista Iralka, dedicado a la posmodernidad), no obstante discrepo de la asunción acrítica que hace de este libro de Gellner. Al respecto, permítaseme reproducir aquí lo que de esta obra dije en una reseña (publicada igualmente en el anterreferido monográfico de Iralka).

El ensayo de Gellner constituye una de las críticas más enconadas, irónicas y mordaces, a la par que simplificadoras y sesgadas, de las arremetidas contra el posmodernismo antropológico. Frente al relativismo posmoderno y al fundamentalismo religioso, Gellner defiende y propugna un fundamentalismo racionalista ilustrado. Pero su propuesta no parece ir más allá de un ingenuo y acrítico positivismo ignorante de lo llovido durante los últimos decenios en filosofía y epistemología de la ciencia, y, a veces, no pone en práctica su suscribible alegato a favor de la lógica y la claridad, pues incurre en deducciones precipitadas y su discurso resulta ambiguo. Donde Gellner cree, con insultante contundencia, que hay deducciones, resulta no haberlas. No es cierto, por ejemplo, que el inevitable arraigo histórico-cultural de todo conocimiento implique ineluctablemente el nihilismo. Del reconocimiento de la construcción cultural de los significados no se deriva irremisiblemente, como cree, su inconmensurabilidad y la subsecuente igualdad de las culturas. En última instancia, no se termina de saber qué defiende. Si está defendiendo la independencia cultural de la ciencia, que la ciencia es un conocimiento «que trasciende a la cultura», que está «más allá y fuera de toda cultura», que «no es sólo el aspecto cognitivo de esta o aquella cultura», sino «el conocimiento en sí» (lo que constituye un auténtico desvarío). O bien que no todos los estilos de pensamiento son cognitivamente iguales, que desde una cultura es posible juzgar aspectos de otras culturas, que unas culturas pueden aceptar modos de conocimiento surgidos en otras (lo que es razonable y sostenible). En la obra existe ambigüedad al respecto. Pero el librito no acaba aquí. Resulta que el sublime método científico al que Gellner apela no puede aplicarse en el ámbito sociopolítico, pues, como muestran el comunismo y el nazismo (dos de los intentos de aplicación de la ciencia a la política), desemboca en el terror. El método científico no sirve para generar alternativas sociales. En el plano social sólo es posible ir saliendo del paso mediante soluciones intermedias incoherentes y, «en analogía a la monarquía constitucional» (instituciones simbólicas que «parecen funcionar satisfactoriamente»), sólo es factible una «religión constitucional». Así que ya saben: «absolutismo racionalista», religión (monarquía) constitucional y «en cuanto a la superación de las crisis sociales (...) Una buena voluntad pragmática puede bastar». Me morderé mi republicana lengua y de las monarquías me limitaré a decir lo que nuestro autor dice sobre las sociedades: que «son sistemas de fuerzas reales (...) y deben entenderse como tales y no sólo como sistemas de significados (...) Pretender lo contrario no sólo es un error, sino también un engaño. Es un error que está en flagrante conflicto con lo que (...) conocemos perfectamente bien».

Con respecto a la antropología del Mediterráneo (de la que serían representantes autores como Julian Pitt-Rives, John Peristiany, John Davis y David Gilmore), tras hacer una sucinta referencia a una serie de temas culturales sobre el Mediterráneo reiterados desde el siglo XIX, Llobera lleva a cabo una crítica global de ella. De entrada, muestra, con Julian Steward, el carácter problemático del concepto de área cultural (hay cambios temporales y los componentes de un área cultural muestran muchas veces rasgos culturales distintos de los predicados para el área cultural como un todo). La definición geográfica del área mediterránea es incoherente (se suele excluir a Francia, quizás por ser difícil de «primitivizar»). Cuando los mediterraneístas hablan del Mediterráneo como área cultural no especifican si suponen una longue duréeo si se refieren sólo al período contemporáneo. La obra de F. Braudel, que proporcionó el modelo intelectual para la idea del Mediterráneo como área cultural, ha sido cuestionada por Andrew Hess, quien insiste en la diversidad cultural existente subrayando las diferencias culturales entre el Islam y la Cristiandad. El marco de estudio es demasiado amplio, orillando diferencias sustanciales, como la existente entre el mundo árabe y el latino. Los mediterraneístas no concuerdan en cuáles son las características que dotarían de unidad cultural al área Mediterránea. Esencializan, a modo de invariantes temporales y espaciales, una serie de características (latifundismo/minifundismo, cacicazgo, individualismo extremo, el síndrome del honor y de la vergüenza) que consideran propias de «el Mediterráneo», pero que, estrictamente consideradas, no tienen universalidad dentro del ámbito mediterráneo. La antropología del área mediterránea primitiviza y exotiza, convirtiéndola en no europea, a la Europa del Sur, opera un proceso de «primitivización» del Mediterráneo europeo, «convertido en objeto etnográfico para el uso de jóvenes de la Europa del Norte o de los EE.UU. ávidos de exotismos y contrastes culturales.» Ignoran la inserción del Mediterráneo en el sistema capitalista mundial y los aportes realizados por la sociología histórica al respecto. Finalmente, la especialidad de la antropología del Mediterráneo, en lugar de regirse por las reglas de la crítica intelectual, se ha convertido en un culto cuasirreligioso.

Por lo que al tercermundismo y al feminismo concierne, Llobera impugna la idea de que los pertenecientes a determinados grupos culturales o sociales (los nativos, la clase trabajadora, las mujeres, etc.) tengan un privilegio cognitivo para acceder al conocimiento de determinadas realidades (la sociedad de la que se es miembro, el Capitalismo, etc.). Critica a Said y Bernal que, a partir del reconocimiento de que los orígenes sociales (raciales, étnicos, etc.) condicionan la investigación científica, abandonen cualquier pretensión de objetividad y aboquen a un relativismo sociocultural en el cual se sustituye una visión racial o étnica por otra. Para Llobera: «La verdad no es el privilegio de un grupo que ocupa una posición especial en la estructura social, sino que más bien es el resultado de una tarea penosa y ardua en la que hechos y teorías son examinados y medidos con precisión.».

También critica a Said su balance negativo del imperialismo occidental, que para éste «la única actitud que pueda adoptarse con respecto al imperialismo [sea la de] estar en contra». Pero, ¿acaso puede ser de otro modo? Si, tal y como lo define el Diccionario de la Real Academia Española, entendemos el imperialismo como: «Actitud y doctrina de un Estado o nación, o de personas o fuerzas sociales o políticas, partidarios de extender el dominio de un país sobre otro u otros por medio de la fuerza o por influjos económicos y políticos abusivos», entonces la actitud hacia él no puede ser, desde una óptica mínimamente crítica y humanista, sino negativa. Sin duda el contacto con Occidente ha producido también beneficios, pero el imperialismo es, por definición, un tipo de contacto siempre negativo para quien lo padece.

Conexo con la problemática del tercermundismo Llobera se plantea la relación entre los antropólogos del Norte y los del Sur, ofreciendo una serie de propuestas para quebrar el monopolio antropológico septentrional y conseguir una igualdad de oportunidades entre los antropólogos de los dos ámbitos geoculturales.

Ante la crisis de identidad de la antropología Llobera realiza algunas propuestas generales para su reconstrucción (algunas de las cuales las ilustra con una propuesta de análisis del fenómeno de la etnicidad).

Para empezar, es necesario no confundir antropología con etnografía y, sobre todo, no reducir la primera a la última. En las sociedades complejas, que en la actualidad son la mayoría de las estudiadas por la antropología, la etnografía no es más que una de las formas de recogida de datos y de las fuentes de información utilizas por el antropólogo para sus construcciones teóricas, construcciones que deben regirse por un triple proceso de acumulación, comparación y generalización. Además, Llobera defiende una teoría antropológica integrativa con aspiraciones a una ciencia humana unificada, una antropología «en la que se recojan las diferentes ciencias que estudian al hombre desde diversas perspectivas y vertientes.» Los antropólogos deberían frecuentar con asiduidad la literatura científica de disciplinas como la historia, la sociología (hay que superar los microanálisis integrándolos con una perspectiva histórico-sociológica de carácter macroscópico), la psicología y la biología para integrar sus aportes (expone algunos de los aportes de la sociobiología para explicar la etnicidad). Esta antropología integrativa, que tendría como finalidad última explicar al hombre «como ente biológico y ente sociocultural» y «en su multiplicidad fenoménica», es una de las tareas principales encomendadas a la antropología.

La obra incluye un excursus sobre «El etnógrafo y el racismo» donde Llobera narra el afloramiento de su racismo larvado durante su estancia en Barbados (donde el 95% de la población es negra). Indagando en su pasado personal y en el pasado colectivo de nuestra civilización, intenta comprender las influencias que a lo largo de su vida lo han predispuesto, incluso programado, para que, llegada la ocasión y a pesar del rechazo intelectual y consciente del racismo, se comporte de manera racista. A través del cine (Lo que el viento se llevó, por ejemplo) y de la literatura (con obras como La cabaña del tío Thom), las personas asimilan sin darse cuenta algunos estereotipos racistas sobre los negros, que se hallan tan omnipresentes que resulta sumamente difícil evitarlos. Estos prejuicios inculcados durante la infancia, la adolescencia y la juventud, y consolidados en la madurez, permanecen inactivos hasta que se presenta la situación que los dispara y manifiesta. En circunstancias normales este racismo queda disimulado, pero emerge cuando la ocasión lo propicia.

Finalmente, me centraré en el aspecto a mi juicio más discutible del libro. Llobera reproduce (en las páginas 142-143) un decálogo sobre el desarrollo establecido por Kishore Mahbutani (en The Guardian, 1990) del que, según Llobera, el Tercer Mundo y los antropólogos tercermundistas deberían tomar nota. Según este decálogo, la culpa del subdesarrollo no es del imperialismo, el colonialismo y el neoimperialismo, sino de los mismos países en vías de desarrollo y, de modo más concreto y fundamental, de la corrupción existente en ellos. Para enfrentar el subdesarrollo, se conmina a renunciar al control estatal por una economía libre de mercado y a transitar por el camino del desarrollo utilizado por los hoy países desarrollados, desechando las vías de desarrollo alternativas propugnadas por «ideologías muertas»: «Borrarás las ideas de Karl Marx y las sustituirás por las de Adam Smith.» Si se hace esto, los países en vías de desarrollo podrán lograr en un futuro el nivel de desarrollo logrado ya por los europeos.

En mi opinión este decálogo, que no va más allá de una asunción acrítica del cerril y mistificador fundamentalismo capitalista neoliberal, es en su mayor parte insostenible.

Los países en vías de desarrollo difícilmente podrán alcanzar el tipo de desarrollo logrado por los países europeos, pues el subdesarrollo de los primeros ha sido y sigue siendo condición de nuestro desarrollo (insistiré en esto más adelante). Se ignoran, además, las letales consecuencias medioambientales que tendría la universalización del modelo de desarrollo occidental. La ignorancia, en el decálogo referido, de la crisis medioambiental y la inexistencia de referencias a modelos alternativos de desarrollo sustentable resultan muy ilustrativas de lo que los programas de desarrollo neoliberal se ven obligados a obviar para venderse como posibles.

Al instar a olvidarse de Marx para abrazar a Adam Smith, el decálogo opera una sustitución acrítica de un clásico por otro, cuando lo deseable es la integración actualizada y razonada del pensamiento de los clásicos. Karl Marx tiene y tendrá mucho que enseñarnos, igual que Adam Smith. Pero, así como ha habido muchas lecturas de Marx, conviene también recordar que caben disímiles lecturas de Smith. Así, en contra de las sesgadas visiones que se dan de este autor, Noam Chomsky (véase, por ejemplo, Lucha de clases. Conversaciones con David Barsamian, Crítica, Barcelona, 1997) ha apuntado una lectura rigurosa de sus obras señalando su vertiente crítica con el capitalismo empresarial y las concentraciones de poder.

Sin duda la corrupción política existente en los países en vías de desarrollo es una de las causas de su subdesarrollo. Pero no debe olvidarse la complicidad de los gobiernos occidentales en esa corrupción. Tan grande parece ser el deterioro de la memoria en este fin de siglo que se ha olvidado ya, por ejemplo, quienes sustentaron a Mobutu. Como nos recuerda Manuel Castells en el volumen tercero de su magna obra sobre La era de la información (Alianza Editorial, Madrid, 1998), el saqueo del Zaire por parte de sus gobernantes se realizó «con la franca complicidad de las [desarrolladas] potencias occidentales» (pág.126). Occidente y sobre todo Francia contribuyó a la apropiación privada del Zaire por parte de las corruptas camarillas militares y burocráticas.

Ya que estamos reseñando un libro de y sobre antropología, digamos que el decálogo rezuma ignorancia de los aportes realizados por la antropología para y del desarrollo (un recorrido por éstas puede verse en Arturo Escobar, «Antropología y desarrollo», RICS, nº 154, 1997), entre ellos una visión crítica de las causas del subdesarrollo en el mundo, en la que se pone de relieve la responsabilidad de Occidente en el surgimiento y consolidación de las desigualdades económicas y sociales a nivel mundial. Para mostrar esto me referiré sucintamente al caso del continente africano (aconsejo, al respecto, la lectura del libro de Samir Amin El fracaso del desarrollo en África y en el Tercer Mundo, publicado en 1994 por la editorial Iepala). Distintos informes, como el del Banco Mundial de 1989 y el del PNUD de 1992, muestran cómo han fracasado los intentos por conducir al continente africano a niveles aceptables de desarrollo. ¿Cuáles han sido las causas remotas y cercanas de este pertinaz subdesarrollo de África?

En el África precolonial el comercio de esclavos, con los movimientos masivos y la implantación de recursos humanos en otras economías que supuso, comprometió y puso en peligro el desarrollo adecuado del continente africano. Según algunas estimaciones, durante el período del comercio de esclavos África perdió en torno a setenta millones de personas. Esta privación de tamaña fuerza laboral tuvo, junto a las matanzas y el pillaje que la acompañaron, efectos de largo alcance en el desarrollo de África.

La explotación colonial de los recursos agrícolas y mineros de África por parte de países occidentales profundizó aún más el subdesarrollo africano. Mediante la expropiación de las tierras a las poblaciones indígenas se crearon extensas granjas y plantaciones que explotaban mano de obra africana y cuyas ganancias no se destinaron al desarrollo de las colonias africanas, sino que iban a parar a Occidente. Además, se primaron los cultivos comerciales por encima de la producción de cultivos alimentarios, lo que condujo a la degradación ambiental, así como a hambrunas.

La partición de África realizada en la Conferencia de Berlín de 1884, junto con el gobierno colonial sustentado en la etnicidad como forma de control instaurado por algunos países occidentales, se hallan en la base de la balcanización de África y de los conflictos interétnicos que han desgarrado el continente.

Los occidentales manipularon las economías africanas para convertirlas en proporcionadoras de materias primas y mercados para los productos manufacturados occidentales, impidiendo, a la par y a posta, el desarrollo de la industria en las colonias.

«Todas las consideraciones anteriores -escribe Paul Nchoji en «La etnografía del desarrollo: la visión de un antropólogo africano sobre el proceso de desarrollo», recopilado en: Lourdes Arizpe (ed.), Dimensiones culturales del cambio global: una perspectiva antropológica, CRIM/UNAM, Cuernavaca, 1997, pág. 364- conducen a pensar que las instituciones financieras occidentales han desempeñado un papel principal en el subdesarrollo de África.»

Durante las décadas de los 60 y 70 la mayoría de las colonias africanas obtienen su independencia nacional. Pero esta independencia fue tan sólo una simulación. El dominio y la explotación se mantuvieron mediante la conservación de los monopolios económicos y la instauración de instituciones políticas al servicio de los intereses neocoloniales. El neocolonialismo fomentó el subdesarrollo de África.

El sistema de libre comercio que, a través del FMI, el Banco Mundial y el GATT/OMC, estructura el sistema económico internacional del capitalismo mundial beneficia a los países occidentales desarrollados y no permite prosperar a las débiles economías africanas. El endeudamiento externo de África y el continuo destino de recursos para pago de la deuda externa han impedido también el desarrollo de África.

Los sistemas políticos autoritarios y corruptos instaurados en África han sido otra de las claves del subdesarrollo del continente. A este respecto, se predica la democratización de África como paso previo al desarrollo económico. Pero esta democratización parece inviable sin un replanteamiento previo del orden económico mundial. Sin la democratización política las ayudas al desarrollo seguirán siendo despilfarradas (gastos militares, apropiamiento privado, caras obras de infraestructura para provecho de las élites). «Los gobiernos de los países desarrollados que han sostenido y fomentado los regímenes compradoriales [colaboradores internos de los imperialistas] son responsables en gran medida del subdesarrollo creciente de África.» (Nchoji, op.cit., pág.373).

Antes de concluir este apartado conviene también realizar unas sucintas consideraciones críticas sobre la asistencia al desarrollo prestada a los países africanos. Ésta ha estado mayoritariamente guiada por la lógica colonial, con el fin de seguir manteniendo el control sobre los Estados-nación africanos. No se ha considerado como una forma de restitución parcial de las riquezas expropiadas. Una parte significativa de la asistencia occidental al desarrollo se ha prestado como asistencia técnica militar. El sector agrícola también ha ocupado un lugar preponderante, pero las ayudas se ha dirigido a productos agrícolas demandados por los europeos, evitando cuidadosamente promover productos agrícolas africanos que pudiesen competir con la producción agrícola occidental. Uno de los fallos de los programas de desarrollo ha sido el plantearlos sin contar con las personas y las culturas nativas a quienes se destinaban. Desde un enfoque antropológico se afirma que los proyectos de desarrollo sólo podrán tener éxito si las poblaciones y las culturas locales participan en su diseño y puesta en práctica; los programas de desarrollo deben prestar atención a la diversidad étnica y la variedad cultural. Además, dado que las variables sociales se entrelazan y relacionan, un enfoque multi o interdisciplinario es una exigencia para toda estrategia de desarrollo viable.

Como Lévi-Strauss señaló en su texto de 1963 sobre «Las discontinuidades culturales y el desarrollo económico y social» (recopilado en Antropología estructural. Mito, sociedad, humanidades, Siglo XXI, México DF, 7ª ed., 1990, págs.294-303), los procesos de explotación y esclavización desarrollados por los europeos en los países hoy subdesarrollados de América, las Indias Orientales y África durante los albores de la era de producción capitalista constituyeron factores fundamentales de la acumulación originaria. Esta consideración, subrayada por Marx en El capital, es importante porque orienta la atención hacia aspectos del problema del desarrollo que muchos pensadores tienden, con excesiva frecuencia, a descuidar. Descuidan el hecho de que las sociedades que llamamos hoy «subdesarrolladas» no son tales por su propio desenvolvimiento, sino debido a la destrucción directa que, a través de la violencia, la opresión y el exterminio, la civilización occidental les ocasionó en especial entre los siglos XVI y XIX. Este saqueo ha hecho posible el desarrollo del mundo occidental. El modelo occidental de desarrollo es indesligable de esta rapiña.

Concluyendo: La identidad de la antropología me parece un interesante ensayo antropológico; sus críticas al posmodernismo antropológico, a los antropólogos mediterraneístas y al reduccionismo epistemológico sociologista, junto con su reivindicación del método comparativo y de una antropología integral, su no renuncia a una cientificidad mínima para la antropología y sus llamadas a que los antropólogos se nutran de conocimientos procedentes de las distintas ciencias naturales, me parecen suscribibles. Pero juzgo insostenible su acrítica propuesta de un modelo de desarrollo socioeconómico de claro carácter neoliberal, así como sus intentos por redimir una actitud comprensiva hacia el imperialismo. Como el mismo Llobera señala, la antropología logrará reorientar su rumbo si se muestra capaz de ofrecer diagnósticos acertados de los males de nuestra civilización y de sus causas. Si pierde su humanismo y su dimensión científica, la antropología se convierte en una técnica de manipulación y explotación al servicio del poder. 

 

Recensión 09

David Le Breton:
Antropología del dolor.
Barcelona, Seix Barral, 1999.

Por José Luis Solana Ruiz

La presente obra de David Le Breton, sociólogo y antropólogo profesor en la Universidad de Estrasburgo, constituye un nuevo capítulo en su proyecto de elaborar una antropología del cuerpo, proyecto que ha ido desarrollando en obras anteriores como Anthropologie du corps et modernité (1990) (de cuya traducción al castellano, en la editorial bonaerense Nueva Visión, realicé una reseña en el número 12 de nuestra Gazeta de Antropología), Des visages (1992) o La chair à vif. Usages médicaux et mondains du corps humain (1993).

De nuevo Le Breton pone a nuestra disposición y disfrute un libro plagado de virtudes: tema de indiscutible interés, bien escrito, erudición, profundas reflexiones sobre el significado del sufrimiento, perspectiva interdisciplinar, capacidad para captar la multidimensionalidad del fenómeno estudiado.

El autor nos muestra cómo el dolor no es una mera reacción anatómica y fisiológica objetiva sentida de manera más o menos igual por todos, no es una reacción mecánica del organismo corporal a determinados estímulos (la crítica a las concepciones mecanicistas del cuerpo es una constante en las obras de Le Breton), sino que se halla sujeto a modulaciones y variaciones sociales, culturales, simbólicas e individuales. Abordar el dolor desde un punto de vista antropológico es preguntarse por la trama social y cultural que lo impregna, sin olvidar, a la par, la dimensión individual (es decir, que todo dolor tiene para los individuos que lo sufren un significado y una intensidad singular). Además, el dolor, como el cuerpo, posee también una señera dimensión simbólica, está configurado por valores y significados.

En la primera parte, se ocupa de las experiencias y formas del dolor (dolor agudo transitorio, dolor señal de la presencia de una enfermedad, dolor crónico, dolor total), concluyendo con una reflexión sobre lo que el dolor tiene una vertiente de hecho íntimo y personal que escapa a toda tentativa de describirlo; es un fracaso del lenguaje, y de aquí el recurso al grito, al gemido, a las mímicas quejumbrosas del rostro y a las retorcidas crispaciones del cuerpo. Y por sumergir al sufriente en un mundo de sensaciones inaccesibles a los demás, el dolor lo distancia de los otros. La sinceridad del dolor se halla siempre en entredicho, pues éste no resulta siempre evidente para los demás; nos creemos su dolor si creemos sus palabras, lo que el sufriente nos dice que le duele, sin poder aportar él prueba alguna de su dolor.

La segunda parte se centra en los aspectos antropológicos del dolor. La antropología pone en evidencia las dimensiones simbólicas de la corporalidad humana y del dolor, iluminadas ya por Lévi-Strauss en su artículo sobre «La eficacia simbólica», escrito en 1949 y recogido en su Antropología estructural. El efecto placebo revela igualmente con claridad los aspectos simbólicos del dolor, a la par que muestra el enraizamiento de la realidad corporal en el núcleo de lo simbólico. Además, experiencias relacionadas con la convicción o la duda expresadas por un médico o un terapeuta en la intervención, la terapia o el medicamento aplicados; con el tipo de vínculo social que se establece con el enfermo; y con algunos casos de hipnosis en los que se provocan sufrimientos sin que exista lesión corporal alguna, revelan el carácter simbólico del sufrimiento.

El reconocimiento del carácter simbólico del cuerpo rompe con el modelo dualista de la metafísica occidental que separa cuerpo y alma, lo orgánico y lo psicológico. Modelo a partir del cual se disocian dos tipos de dolores: los biológicos o corporales, de los que se ocuparán los médicos; y los espirituales o psicológicos, potestad de los psicólogos y psicoanalistas. Contra este modelo dualista se ha alzado un enfoque psicosomático, que concibe al ser humano como la interrelación entre un soma y una psiquis. Pero este enfoque sigue siendo demasiado dependiente de la herencia dualista, pues entiende al hombre como una suma de dos elementos (el orgánico y el psicológico) distintos e independientes. A la alternativa psicosomática Le Breton contrapone una perspectiva psicosemántica y fisiosemántica basada en el paradigma de lo simbólico.

Pero al ocuparse de la dimensión simbólica del dolor en el texto se desliza un sesgo culturalista o simbolista tendente a negar la dimensión biológica, orgánica y fisiológica del cuerpo. Obsérvese si no la siguiente afirmación: «El cuerpo no es una colección de órganos y de funciones dispuestas según las leyes de la anatomía y de la fisiología, sino ante todo una estructura simbólica.» (pág.71). Para evitar el reduccionismo simbolista negador de la dimensión biofísica, en el que a mi modesto parecer, incurre el texto antecitado, debería escribirse algo como: «El cuerpo no es sólo una colección de órganos y funciones dispuestas según las leyes de la anatomía y de la fisiología, sino también y de modo igualmente fundamental una estructura simbólica.»

Las relaciones del dolor con el mal y la moral, relaciones muy presentes en distintas religiones y nucleares en toda la problemática de la teodicea y el significado del mal, son el tema de la tercera parte del libro. En ella se trata la relación entre sufrimiento, mal y ámbito de lo divino en la Biblia, el dolor en la Reforma protestante, la actitud del Islam hacia el dolor, el dolor en las espiritualidades orientales (hinduismo, jainismo, budismo). En la Biblia la historia de Job resulta emblemática con respecto a la cuestión del significado del dolor. Esta historia indica que todo sufrimiento entraña un significado a los ojos de Dios y que las razones de Dios son inconmensurables para los hombres. Para la religión católica, el sufrimiento tiene siempre un significado, nunca es inútil y gratuito, pero su sentido puede escapar a la inteligencia humana; Dios sí lo conoce y por esto sólo cabe encomendarse a Él.

Con perspicacia, Le Breton muestra cómo la cultura religiosa de cada país, operando al modo de un inconsciente cultural, incide de manera difusa sobre el modo como los médicos de ese país rechazan o permiten los sufrimientos de los enfermos e ilumina las consecuencias morales (entre ellas la concepción del dolor y el sufrimiento como justo castigo por una falta moral cometida) que tiene el dolor incluso entre personas no religiosas.

En la cuarta parte de la obra se acomete la construcción social del dolor y aborda las coordenadas educativas (estudiando las influencias condicionantes de los primeros años de vida en la manera como un individuo reacciona frente al dolor), culturales (mostradas fundamentalmente a partir de los estudios de Mark Zborowski, estudios pioneros sobre la influencia de la cultura en la manifestación y percepción del dolor), sociológicas y personales de éste, así como sus aspectos contextuales.

Las sociedades humanas operan una ritualización del dolor, asignan un significado al dolor y establecen las manifestaciones ritualizadas de las que los individuos pueden servirse para expresar a los demás su dolor. Establecen en qué circunstancias es de rigor soportar las penas sin quejarse y en cuáles el dolor puede, e incluso debe expresarse (quien no se lamenta cuando socialmente se espera que lo haga parece negar a quienes le rodean su capacidad para prodigarle apoyo y consuelo).

También en el personal sanitario (médicos, enfermeros, etc.) la cultura (concepción del mundo, valores) condiciona el modo como entienden y consideran las enfermedades y los dolores de sus pacientes.

Ahora bien, la relevancia de la cultura no debe hacernos incurrir en su reificación y homogeneización. Dos aspectos deben tenerse siempre en cuenta. El primero, que «la cultura» no es monolítica, sino que se halla fragmentada en culturas regionales y locales, rurales y urbanas, generacionales, de sexo y de clase. A este respecto, Le Breton integra las coordenadas sociológicas del dolor, mostrándonos cómo la realidad y el significado del cuerpo, la salud, la enfermedad y el dolor difieren en las distintas clases sociales. El segundo, que las culturas sólo existen a través de los hombres que las viven: «Cada hombre se apropia las coordenadas de la cultura ambiente y las vuelve a representar de acuerdo con su estilo personal. La relación íntima con el dolor no pone frente a frente una cultura y una lesión, sino que sumerge en una situación dolorosa particular a un hombre cuya historia es única incluso si el conocimiento de su origen de clase, su identidad cultural y confesión religiosa dan informaciones precisas acerca del estilo de los que experimenta y de sus reacciones» (pág.172). No pueden ignorarse, a riesgo de reduccionismo, las coordenadas personales del dolor. Cada individuo, más allá de sus condicionamientos culturales, sociales y grupales, reacciona al dolor con su estilo propio. La reducción del enfermo a un estereotipo de su cultura o de su clase, en virtud del cual podría atenderse a partir de un repertorio de recetas comunes, resulta tan errónea como la indiferencia ante sus orígenes culturales y sociales: ambas son maneras de «podar la complejidad» (pág.172). Concluye esta parte con unas reflexiones sobre la gestión social del dolor y el dolor como estatuto social.

Y finalmente, como hemos apuntado, tampoco debe obviarse el contexto del dolor. La reacción (queja, estoicismo, etc.) del individuo sufriente ante su dolor varía en función de las circunstancias y de las personas que le rodean. El ambiente y los períodos temporales (día/noche) inciden en el modo como los enfermos asumen sus dolencias y reaccionan ante ellas, así como en el grado de sensibilización al dolor. Las actividades y el entretenimiento distraen la atención del paciente sobre su dolor, mientras que la inactividad y el ocio, durante el cual el individuo termina centrando su conciencia en su infortunio, lo agravan.

La cuarta parte ilustra la modificación operada durante la modernidad en la experiencia y concepción del dolor, mostrando de algún modo su historicidad.

Durante el siglo XIX y comienzos del siglo XX en el campo europeo, las exigencias del trabajo no dejan tiempo para ocuparse de las dolencias; se sigue trabajando mientras se pueda: es una cuestión de supervivencia, y el dolor se sobrelleva con resignación, siendo muy alto su umbral de tolerancia. Muchos dolores (como el de muelas) no eran curados, sino más bien extirpados.

Pero con la extensión de la anestesia en la práctica médica se generó un cambio de mentalidad colectiva con respecto al dolor, que deja de verse como algo inexorable, a la par que el umbral de tolerancia al dolor va decreciendo conforme se extiende el uso de productos antálgicos. El sufrimiento pierde todo significado cultural o moral para tornarse un sin sentido. En la sociedad contemporánea, el dolor ha dejado de concebirse como inherente a la propia condición humana. La medicina da a entender que todo sufrimiento puede tener alivio. Las personas se desentienden de su dolor y se ponen en manos de especialistas de quienes esperan la curación o el alivio de sus dolencias; los individuos se autoconciben como carentes de recursos propios para enfrentar el dolor, fiándolo todo a los médicos. Diversos estudios de sociología y antropología, referidos por nuestro autor, constatan cómo en la actualidad ha disminuido el umbral de tolerancia al dolor.

En la parte final del libro, Le Breton resalta algunos de los usos sociales del dolor. Comienza refiriéndose al martirio en la tradición cristiana (desde san Ignacio y san Justino hasta santa Teresa de Jesús, pasando por san Lorenzo y santa Justina) como caso ejemplar del uso del dolor a modo de ofrenda y como una experiencia en la que se otorga un significado eminente al dolor libremente consentido. Posteriormente, ilumina la alegación del dolor como una estrategia, a veces inconsciente, para, por medio de la compasión o la culpabilidad que induce en los otros, obtener atención y reconocimiento de los demás; y estudia el dolor consentido de la cultura deportiva (el boxeo como modelo ejemplar del empleo social del dolor), el dolor como instancia de educación y moralización de las conductas y el infligir dolor (tortura, suplicios, etc.) como medio de dominio o castigo.

Termina refiriéndose a las experiencias dolorosas por las que los ritos iniciáticos realizados en distintas sociedades exigen pasar a los individuos (como los ritos de circuncisión de los muchachos y de clitoridectomía de las muchachas en la cultura bariba, el ritual de paso a la edad adulta de los jóvenes aques, el rito de iniciación de los mandan descrito por Catlin en su obra sobre los indios de la pradera, el rito de iniciación masculina so de los beti del sur de Camerún) y a la utilización del dolor como apertura al mundo.

El dolor nos desgarra, quiebra nuestra unidad vital, la dualiza en tanto que clara manifestación del antagonismo entre la realidad y el deseo; transforma la vida en enemiga y disminuye el placer de vivir; nos recuerda, en definitiva, nuestra finitud, la precariedad y contingencia de nuestra condición. Pero (y quizás precisamente por revelar nuestra finitud) el dolor es signo de nuestra humanidad, pues si aboliésemos nuestra facultad de sufrir terminaríamos aboliendo la propia condición humana: «La fantasía de una supresión radical del dolor gracias a los progresos de la medicina es una imaginación de muerte, un sueño de omnipotencia que desemboca en la indiferencia a la vida. (...) Una imaginación tal implica la pérdida del placer, y por lo tanto del gusto de vivir, puesto que comporta la supresión de toda sensibilidad. Como lo demuestra la experiencia, la anestesia del dolor implica también la del placer. Al eliminar la sensibilidad al sufrimiento, también se insensibiliza el juego de los sentidos, se suspende la relación con el mundo. Si el dolor es una crueldad que el hombre tiene todo el derecho de combatir, el sueño de su eliminación de la condición humana es un cebo que encuentra en la palabra que lo enuncia su único principio. El dolor no deja otra opción que reconciliarse con él» (págs.212-213). Contra la ilusión de no sufrir, Le Breton nos aconseja aprender a sufrir mejor para sufrir menos. En definitiva, un libro riguroso, penetrante y hermoso sobre un tema que a todos nos afecta.

 Gazeta de Antropología