Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1998, 14, artículo 09 · http://hdl.handle.net/10481/7547
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Publicado: 1998-06
El pensar y la historia
Thought and history

Jesús J. Nebreda
Profesor Titular de Filosofía. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.


RESUMEN
En el artículo se presentan algunas reflexiones acerca de la relación entre el pensar filosófico y la historia. Se concretan en tres puntos: 1) La concepción «tradicional» de la filosofía parece ser hostil a la historia. 2) Pero el desarrollo mismo del pensar ha ido haciendo necesaria la referencia a lo histórico, especialmente en el período de la filosofía llamado «modernidad». Parece necesario repensar la concepción del pensar o de la filosofía. 3) De entre las posibles maneras de hacerlo en el trabajo se hace referencia a dos: Una, la representada por la reflexión de Habermas. Otra, la alternativa sugerida por la obra de Merleau-Ponty.

ABSTRACT
In the article some reflections are presented about the relationship between philosophical thought and the history. They are summed up in three points: 1) The «traditional» conception of philosophy seems to be hostile towards history. 2) However, the very development of thought has made reference to the historical necessary, especially in the period of philosophy called «modernity». It is necessary to rethink the concept of thought or of philosophy. 3) Among the possible ways of doing this we make reference to two: The first is represented by the reflections of Habermas. The second is the alternative suggested by the work of Merleau-Ponty.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
filosofía e historia | modernidad | Habermas | Merleau-Ponty | repensar la historia | philosophy and history | Modernity | rethinking history


«Los pueblos que ignoran su historia están condenados a repetirla». La frase de Santayana está a la entrada del «museo de los horrores» que los americanos instauraron en el campo de Dachau, en Baviera. El darle vueltas una vez más al tema de las relaciones que el pensar tiene (o no tiene) con los totalitarismos no sería asunto baladí. Pero no es aquello de lo que aquí y ahora quiero hablar. Quiero, más bien, presentar algunas reflexiones (tal vez de Perogrullo) acerca de la relación entre el pensar filosófico y la historia. Me centraré en tres puntos, el último con una doble vertiente: La concepción llamémosla «tradicional» de la filosofía parece ser hostil a la historia (I). Pero el desarrollo mismo del pensar ha ido haciendo cada vez más necesaria la referencia a lo histórico, especialmente en el período de la filosofía llamado «modernidad» (II). Parece, por tanto, necesario, o al menos conveniente, repensar en algún aspecto la concepción del pensar o de la filosofía (para una ampliación de estos temas, véase Nebreda 1997). De entre las muchas posibles maneras de hacerlo me referiré brevemente a dos: Una, la representada por la reflexión de Habermas (III). Otra, la alternativa sugerida por la obra de Merleau-Ponty (IV).


I

En cuanto al primer punto, valga como ejemplo el que sólo tardíamente se ha tomado en serio el hacer historia de la filosofía y ello con peculiares problemas. Pues si se pretende hacer historia de la filosofía, parece que se ataca con ello el núcleo de lo que la filosofía misma pretende ser en bastantes al menos de sus versiones. Sólo se puede historiar lo que deviene, lo cambiante y no los principios básicos del ser y del pensar, no lo permanente y universalmente válido. Pretender hacerlo parece un abuso «historicista», pues si existe algo así como «la filosofía» ello debe ser algo imposible de historiar. Será más bien algo digno de exposición sistemática y articulada. Lo que en tal caso sería historiable estaría constituido por los intentos «frustrados» de personajes del pasado por acercarse al «inconmovible corazón de la rotunda verdad» o, en todo caso, la temática de una tal historia consistiría en el relato de los sucesivos enfoques «desenfocados» de la problemática verdaderamente filosófica. Pero tales intentos se descalificarían a sí mismos en gran medida por su escaso o nulo interés para quien ya se halla en posesión de la verdadera filosofía, o bien enfoca adecuadamente los problemas filosóficos. Tales historias serían «historias de errores» y, en cuanto tales, constituirían curiosidades para mentes ociosas. Por otra parte, tal tipo de historias debería presentar las doctrinas filosóficas como simples y meras opiniones de sus mantenedores, incluidos los actuales o contemporáneos nuestros. Si ello fuera así cabría preguntarse si el pretendido saber filosófico podría ser entonces algo más que un desideratum inalcanzado. Con lo que, si es posible una historia de la filosofía, se debe proclamar el carácter intrínsecamente histórico del quehacer filosófico mismo. Lo cual probablemente entraña asimismo la pluralidad de «las filosofías», esto es, la inexistencia de la filosofía, y también el carácter tentativo e incompleto de las diversas teorías filosóficas expuestas por los pensadores del pasado, tanto como por los pensadores del presente. Con todo esto quiero señalar que la noción misma de «filosofía» se ve problematizada (si es que no lo estuviera ya desde dentro de sí misma) al ponerla en conexión con la noción de «historia».

La tarea filosófica parece haber tenido desde sus inicios griegos una clara predilección por la ahistoricidad. O, más bien, cabría decir que la búsqueda filosófica se interesó desde el principio por los aspectos atemporales e inmutables de lo real y por ende relegó, cuando menos, a un lugar secundario lo histórico(1). En este sentido, «matar el tiempo» parece haber sido la ocupación preferida de los filósofos y de los sabios en general. Las características del ente parmenídeo son también las notas definitorias de lo verdadero y por tanto los caracteres de la ciencia, de la episteme. Con la teoría platónica, lo temporal e histórico, lo cambiante, queda no sólo fuera del ámbito del verdadero saber sino también fuera de la verdadera realidad. Lo histórico, lo cambiante, forma parte de la apariencia engañosa, es característico de la maldad de este mundo de sombras, mundo malo en cuanto aparente y cambiante, y, por tanto, engañoso. La historia no es una ciencia, pues sólo puede haber ciencia acerca de lo permanente, de lo inmutable, de las Formas arquetípicas eternas. Y aun el mismo Aristóteles, aunque declara aphysikós a Parménides y construye una teoría física sobre el cambio, al enfrentarse con el tiempo lo define en términos de «medida del movimiento». Aristóteles pasa también por ser el primer «historiador» de la filosofía. Pero se ha de observar que sus «historias» constan más bien de opiniones de los anteriores pensadores acerca de «problemas» físicos o filosóficos. Estaríamos ante la primera versión de la historia de la filosofía concebida como «historia de los problemas», género que lleva en su misma entraña de posibilidad la negación de lo histórico como tal. Y lo mismo cabe decir de las «doxografías» de Diógenes Laercio o de Simplicio, por ejemplo. En general, la tensión del saber y la búsqueda de lo verdadero que caracterizan a la filosofía se plasman en esa pretensión de ultimidad y de universalidad que caracteriza a todo pensamiento filosófico metafísico, ultimidad y universalidad que son el aquietamiento de la mente inquisitiva, el reposo y la recompensa final del esfuerzo cognoscitivo. Aquietamiento, reposo y recompensa que consisten en la fruición contemplativa de lo pleno, verdadero e inmutable, esto es, de lo atemporal.

Suele caracterizarse la concepción clásica griega de la temporalidad como una concepción cíclica y oponerla en cuanto tal a la concepción judía o a la concepción cristiana del tiempo, concepciones que se caracterizan a su vez por la linealidad. Esto no es del todo exacto, en primer lugar, porque no puede decirse que existiera una única concepción griega acerca del tiempo y, en segundo lugar, porque incluso existen concepciones lineales del tiempo entre los griegos. Finalmente, porque la llamada concepción cíclica tenía para los diversos autores griegos significaciones diferentes (Alegre Gorri 1993). Pero de modo general puede aceptarse la contraposición, al menos, creo, en el sentido en el que pretendo utilizarla. Pues si bien es así, sin embargo, el predominio de lo atemporal es claro en toda la trayectoria filosófica. Además, el pensamiento griego está primariamente encaminado a la comprensión del mundo y la naturaleza física y ésta es caracterizada como ahistórica.

En este aspecto, el contraste con la forma de pensamiento bíblica -judía y cristiana- difícilmente podrá negarse. Se ha llamado a los judíos «constructores del tiempo»(2). La definición es esencialmente correcta y especialmente apta para subrayar su concepción original de una temporalidad lineal que se articula en una «historia» con un principio, un final y una finalidad. El cristianismo desarrolló en forma autónoma esta concepción bíblica judía concibiendo un tiempo lineal, marcado por los kairoi de Cristo y pleno de una tensión interna que dota a la historia de un específico contenido de salvación y de una densidad dinámica especial (Fernández Vallina 1993). Sin embargo, hay que añadir a continuación que ese sentido, densidad y finalidad de la historia «salvífica» no pertenecen a la historia misma sino que penden de lo que está fuera de ella. La finalidad que da sentido y orientación a la historia es precisamente la abolición de la historia y de la temporalidad «en un cielo nuevo y una tierra nueva», en una eternidad gozosa ajena a la temporalidad(3), al dolor y a la muerte. Esta tensión entre lo temporal y lo eterno caracteriza a la concepción cristiana de la temporalidad. El tiempo por sí mismo es manifestación de caducidad y conduce a la muerte. Sólo el poder de Dios, de lo eterno inmutable, salva de la muerte. Así, también en la visión cristiana, la historia por sí misma es apariencia y, en último término, nada. Lo verdadero, lo existente, lo real es lo eterno. El predominio de la eternidad sobre el tiempo da lugar en la historia del cristianismo a peculiares tensiones que manifiestan un doble movimiento: la tendencia, por una parte, a la huida del mundo, a la negación de su valor que se manifiesta en el monaquismo, por ejemplo, y por otra parte, la valorización aparentemente paradójica de las tareas terrenas y temporales, que se manifiesta en el interés por el hombre y por sus condiciones de vida, esto es, en una tendencia recurrente a la revolución social. Pero de nuevo hay que notar que la segunda tendencia, de valorización del mundo, tiene como fundamento básico no el mundo mismo sino el hecho salvífico de que en él y en el hombre se ha manifestado (encarnado) el principio divino.

La versión del cristianismo en moldes de pensamiento neoplatónicos al expandirse por el mundo grecorromano favoreció el relegamiento de lo terreno y de lo corporal, sede de la corrupción y de la temporalidad, en favor de lo «eterno en el hombre». Emblemático es el pensamiento de san Agustín, tanto en el campo de la desvalorización de la materialidad y corporalidad, como en el campo de la concepción de la historia: lo decisivo es la construcción y expansión de la ciudad de Dios frente a la ciudad terrena. Ambas ciudades son dos concepciones del mundo, del hombre y de la historia, en pugna constante hasta la final abolición de una de ellas(4).

Con estos apuntes he pretendido recordar que en la doble matriz del pensamiento europeo -griega y bíblica- existe una raíz que niega valor a la historia y que marca el desarrollo posterior de la cultura occidental. Tal vez no esté de más anotar ahora que también el nacimiento de la ciencia moderna se nutre de este impulso de sustraer lo real a la temporalidad por medio de una geometrización y matematización de la experiencia que sustituye el mundo de la experiencia cotidiana por el espacio geométrico euclidiano y analiza los fenómenos reales en sus componentes ideales matematizables.


II

En cuanto a lo segundo, esto es, el progresivo auge e importancia de lo histórico en el desarrollo del pensar, debe recordarse que:

La aparición de la historia es tardía en nuestra cultura y se ha visto afectada por los marcos generales de referencia que están en su propio origen(5). Puede decirse que la historia entra a formar parte esencial de la cultura europea a lo largo del siglo XVIII (ver Caparrós 1990; Sevilla 1993). En filosofía, la historia comienza a ser tomada en serio algo más tarde, en el siglo XIX. Y la flecha del tiempo entra en las ciencias con las leyes de la termodinámica.

Pero si la aparición de una historia con sustancia, contenido y dignidad de tal es tardía, su desarrollo y expansión han sido ciertamente rápidos. De tal modo que parece esencial a la conciencia europea y occidental el ser conciencia histórica. La emancipación de la razón humana respecto de la teológica, el desarrollo moderno de un pensamiento mundanizado y, en definitiva, la secularización de los marcos de pensamiento han tenido sin duda algo que ver en ello. La vieja noción de «historia salvífica» se transforma en una historia mundanal lineal y progresiva. Y con la «expansión de la historicidad», la progresiva «historificación» de los diversos campos de la realidad y de los distintos ámbitos del saber, parecen tambalearse o ponerse en cuestión dominios de verdades y saberes que parecían ser «aere perennia». Hablando libremente, cabe decir que la «miseria del historicismo» alcanza a todos los campos. A la filosofía por supuesto. También a la física y a las matemáticas. El tiempo deja de ser imagen desplegada de lo eterno y aparece como la entraña sustancial de todo lo existente. Y aun los físicos escriben «historia del tiempo». La historización alcanza el dominio de la naturaleza. De tal modo que, paradójicamente, se muestra ahora en la entraña misma de la cultura occidental la historia en cuanto forma de concebir la temporalidad como una categoría fundamental.

En cualquier caso, uno de los rasgos importantes de la filosofía contemporánea es su especial relación con la historia, tanto con la historia en general en forma de una agudización de la conciencia histórica, como y especialmente con la historia de la filosofía misma, y esto en primer lugar en forma de un cuestionamiento de su propio estatus al confrontarse consigo misma y con la historia de la ciencias y en segundo lugar como una búsqueda de su propia redefinición.

Si bien, como ya se ha dicho, en todas las épocas ha habido alguna forma de conciencia de la historia, sin embargo, es en la modernidad cuando aparece la historia como tema relevante y esa forma de conciencia histórica va afianzándose y haciéndose más relevante a partir del Romanticismo y especialmente en la época contemporánea. Muchos filósofos contemporáneos han dedicado parte de su reflexión y de su obra, -en algunos casos prácticamente toda su obra-, al tema de la historicidad. Pero aquí y ahora me limitaré a hacer un resumen de lo que podemos llamar el «descubrimiento» de la historia y la historicidad en la época moderna y en la Ilustración, pues nuestra época contemporánea es al fin y al cabo de alguna manera (y en proporciones diversas según los autores) la continuación de ellas. En la reflexión sobre la historia y sobre la historia de la filosofía y de las ciencias en particular se configura, pienso, una nueva y varia modulación de lo que es hacer filosofía que es también característica de la filosofía contemporánea.

Pueden distinguirse tres momentos de la modernidad: la primera modernidad, desde el renacimiento hasta Descartes; una segunda modernidad, a la que podemos llamar la modernidad propiamente dicha, desde Descartes hasta Kant; y una tercera modernidad, la autoconciencia moderna, del idealismo alemán a Hegel (véase: Sevilla 1993: 65). Es en la llamada segunda modernidad cuando se conceptualiza tanto la historia como la filosofía de la historia: el nacimiento de la conciencia histórica es patente en las obras de Vico (1985) y de Herder (p. ej. Herder 1993; también Kant 1994: 25-56) y los autores de la Ilustración dan nacimiento a la filosofía de la historia (especialmente Voltaire (Voltaire 1990; Condorcet y Kant, en especial, Kant 1994).

El proceso de construcción de la razón moderna (Nebreda 1997: 141-167), una razón mundana, universal y autónoma, se produce en un ambiente que había sido preparado por el giro antropocéntrico del Renacimiento, y es fruto de un pensamiento que se quiere libre y dominador. Tal proceso es asimismo un proceso de concienciación, de captación de posibilidades y sobre todo un proceso de emancipación. La mundanización de la razón, su conciencia de «estar en el mundo», el desarrollo de esa razón como razón científica, matemática y universal, lleva consigo la progresiva toma de conciencia del mundo, en especial del mundo civil y humano, es decir, del mundo histórico. La afirmación autónoma de la razón es al mismo tiempo génesis de la conciencia histórica.

El desarrollo de esa conciencia histórica tiene una cierta culminación en Hegel y se continuará en el siglo XIX. Pero ya en el siglo XVII se delinean sus trazos básicos. Y a su vez, tiene su origen en la idea cristiana teológica de la historia de la salvación. Ya san Agustín concibe una historia lineal, universal y procesual. Y también ya en san Agustín aparece el «optimismo» histórico, basado teológicamente en la providencia divina y en el plan salvífico. En la modernidad la idea cristiana de la providencia divina se seculariza transformándose en la idea del progreso histórico, idea que será central en las concepciones de la historia y de la filosofía del siglo XIX.

Hay dos corrientes en el modo moderno de comprender la historia: Por una parte, un modo racionalista que entiende la historia como un progreso indefinido y que comprende conjuntamente la naturaleza y la cultura regida por la razón universal. Por otro lado, la conciencia histórica da origen a otro modo de comprender la historia, modo que separa metódicamente la naturaleza y la cultura y se centra en el conocimiento del mundo histórico humano. Esta segunda modalidad se materializa en el siglo XIX en la oposición entre «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu». A la primera corriente pueden adscribirse los nombres de Voltaire, Condorcet, Lessing y Kant. A la segunda, los de Vico y Herder.

La conciencia y la voluntad de fundar racional y mundanamente la realidad se produce en la modernidad como un distanciamiento progresivo con respecto a las posiciones anteriores. Se trata en principio de un modo nuevo de examinar y fundamentar las mismas realidades. Ello va produciendo un cambio en la concepción de esas mismas realidades. Y se hace patente como ruptura en la conciencia ilustrada ejemplificada por Kant como la salida de la humanidad de su minoría de edad. (Kant 1993: 17 Esa «época de ilustración» que debería dar como resultado la conciencia ilustrada es una época de emancipación de los distintos ámbitos culturales y sociales: filosofía, ciencia, política e historia. Emancipación que lo es, en primer lugar, de la tutela religiosa y teológica. Emancipación que, por tanto, se asienta sobre el presupuesto de la secularización. En este contexto se desarrolla la filosofía de la historia como un modo nuevo de concebir la relaciones del hombre con la naturaleza, con Dios y consigo mismo. Surgen así la ciencia moderna (progreso, matematización de lo real, dominio del mundo natural), la reforma protestante y la secularización del mundo, el deísmo y la religión natural, la historia de la religión, y, en tercer lugar, el antropocentrismo, la conciencia histórica, la idea rectora del progreso y mejoramiento indefinido, la actitud ilustrada, un nuevo pensamiento social y político, junto con la nueva fundamentación de la moral.

La lectura de la génesis de la filosofía moderna de la historia como producto de una secularización de la idea cristiana de la providencia se articula en el paso progresivo de la idea del progreso de la providencia a la idea de progreso providente y su radicalización en el concepto de progreso inmanente, concepto que se articulará como basado en leyes científicas. A este desarrollo corresponden las concepciones de la teología de la historia (concepción trascendente de la historia; san Agustín), su secularización en la inmanencia de la historia (la providencia es ahora una ley inmanente a la historia misma, sin contenido teológico, si bien manteniendo la estructura misma; Vico), su racionalización en la concepción inmanente del progreso histórico (una filosofía de la historia, basada en la razón y el progreso; Condorcet), y continuada en la trascendencia de la inmanencia (en la que el Progreso es una especie de secreto deber ser de la historia; Comte) (Sevilla 1993: 68-69).

A este proceso de transformación secularizadora responderían también tanto el recurso a un elemento oculto para explicar la relación de las acciones particulares con los fines universales como la idea generalizada de un plan único de la historia humana, y por tanto, la idea de una única historia humana. Estos últimos conceptos son tanto restos de la secularización de la idea cristiana de la historia como fruto de la absolutización de la razón y de la necesidad de tener un principio unificador. (Puede añadirse que, desde una perspectiva antropológica, se trata asimismo de la absolutización de una de las formas de la razón, la razón europea occidental).

Se trata, en resumidas cuentas, de una actitud nueva ante la historia, actitud que se coordina y es coherente con la nueva actitud científica ante la naturaleza y en general con la nueva actitud moderna ante la realidad misma social, jurídica y moral, que está en las raíces de la nueva configuración de la razón característica de la modernidad.


III

Los avatares de la razón moderna así como los desarrollos de la ciencia moderna y de las ciencias humanas conducen a la necesidad de replantearse la relaciones entre el pensar y la historia, especialmente en la forma de una nueva caracterización del pensar. Los posmodernos hablan de poshistoria, de adiós al fundamento, de fin de los metarrelatos (cfr. Sádaba 1993; Nebreda 1993: 121-147). La reflexión se ha planteado en términos de adiós a la modernidad (por parte de la llamada «posmodernidad») o de continuidad, si bien con una profunda transformación, del proyecto inacabado de la modernidad (por parte, fundamentalmente, de Apel y de Habermas). Me referiré brevemente a este último.

Habermas pretende moverse entre los peligros de la restauración de una metafísica poskantiana y de la abdicación de la razón. No cree que se pueda hablar legítimamente de un pensamiento posmoderno. Pero sí aboga por un pensamiento «posmetafísico», que tendría estas características generales:

En primer lugar, se trata de una racionalidad procedimental tomada del las ciencias experimentales. No debe abandonarse la peculiar referencia a la totalidad característica de la filosofía, caracterizada hoy día como atención al «mundo de la vida» (Habermas 1990: 45ss; también Nebreda 1993: 237ss).

De acuerdo con Habermas, las ciencias experimentales sólo se fían ya de su propio procedimiento. La racionalidad se reduce a racionalidad formal. El orden de las cosas no puede ya valer como racional, sino más bien la solución de problemas que es lograda en el trato con la realidad. Junto con la anticipación de la totalidad cae también la perspectiva desde la que se distinguía entre esencia y fenómeno. Tanto en el ámbito de las ciencias de la naturaleza como en el ámbito del derecho natural las esencias se disuelven y se impone una nueva perspectiva que diferencia entre dentro y fuera. En las ciencias de la naturaleza se adopta la perspectiva del observador y en las hermenéuticas la del participante. Ello lleva a una escisión de ámbitos de objetos: la naturaleza sólo accesible desde fuera y las producciones socioculturales que permiten el acceso desde dentro. A la postre el saber de las ciencias modernas pierde también su autarquía. El falibilismo científico no es compatible con el tipo de saber pretendido por la filosofía primera. Pero los intentos de asimilar la filosofía a las ciencias de la naturaleza o a la lógica o a las matemáticas crearon nuevos problemas. Tanto el materialismo como el positivismo, o el historicismo o los planteamientos del Círculo de Viena parecían abandonar lo específico del pensamiento filosófico, esto es, el conocimiento enfático del Todo. La fenomenología y la filosofía analítica, cada una a su manera, trataron de asegurar a la filosofía un terreno y un método propios. Pero la psicología, la sociología y la antropología no respetaron tales fronteras y demarcaciones. Las diversas formas de huida al irracionalismo (la fe filosófica de Jaspers, el mito complementario de Kolakowski, el pensar místico del ser de Heidegger, la terapia lingüística de Wittgenstein, la deconstrucción de Derrida o la dialéctica negativa de Adorno) sólo han servido para una relativa delimitación negativa de lo filosófico: en tanto que no-ciencia, la filosofía no es capaz de determinar su propio estatus. Se impone pues hoy una nueva definición de las relaciones entre filosofía y ciencias. La filosofía debe asentarse sobre la autocomprensión falibilista de las ciencias y sobre su racionalidad procedimental. Pues la filosofía no tiene un acceso privilegiado a la verdad, ni un método propio, ni un ámbito objetual exclusivo ni siquiera un peculiar modo de intuición. Lo que no debe abandonarse, a juicio de Habermas, es la referencia a la totalidad característica de la metafísica. Tal referencia toma hoy la forma de una peculiar atención al mundo de la vida, totalidad que nos es siempre presente de forma aproblemática y con carácter preteórico y no objetual. Este es el nuevo concepto de «mundo» en el pensamiento posmetafísico.

En segundo lugar, se trata de un pensamiento que tiene en cuenta el carácter históricamente situado de la razón, y también las críticas pertinentes al idealismo hegeliano, así como el pensamiento de Dilthey, Husserl y Heidegger, y que dibuja un nuevo paradigma del «entendimiento».

Según Habermas, la segunda característica relevante de un pensamiento posmetafísico es la nueva caracterización de la razón como razón históricamente situada. Tomó en su origen la forma de una crítica al idealismo hegeliano, ejercida ya por la primera generación de discípulos de Hegel. Feuerbach, Marx o Kierkegaard, todos ellos reclaman la finitud del espíritu. Pero los hegelianos de izquierda no lograron plasmar un nuevo concepto a la altura suficiente. Lo que sí hicieron fue abrir las puertas a la crítica radical de Nietzsche. El adecuado concepto de razón situada se logró gracias a otro tipo de crítica. La subjetividad trascendental chocó con los presupuestos de las nuevas ciencias del espíritu. El historicismo y la filosofía de la vida pusieron la productividad de la «vida» en el lugar de la síntesis trascendental. Por otra parte, Husserl identificó el ego trascendental con la conciencia fáctica del fenomenólogo. Todo ello confluyó en el Heidegger de Ser y tiempo. Con ello se abre la cuestión de si la apertura de mundo puede todavía interpretarse como una actividad de un sujeto. El Heidegger de Ser y tiempo mantiene aún esta versión. Pero con ello carga con un problema que agobió al Husserl de la «Quinta meditación cartesiana» y aun al Sartre de la tercera parte de El ser y la nada: Cómo se constituye un mundo intersubjetivo desde la perspectiva de un pluralismo de mónadas individuales fundadoras de mundo. Por ello Heidegger en su última filosofía derivó hacia el superacontecer de una potencia originaria disuelta en tiempo: el Ser mismo convertido en poder soberano. El lenguaje es elevado a rango de absoluto. Con ello, surge ahora otro problema. La fuerza de la apertura lingüística de mundo devalúa cualquier proceso intramundano de aprendizaje. Las paradojas a que estas tentativas se ven abocadas sólo desaparecen cuando se cambia a un nuevo paradigma: el paradigma del entendimiento. El mundo lingüísticamente abierto está ya ahí para los sujetos. Ese mundo de la vida estructurado lingüísticamente se apoya sólo en la práctica de los proceso de entendimiento en una comunidad lingüística. Pero sólo el giro lingüístico ha suministrado los medios conceptuales con que analizar la razón situada y materializada en la acción comunicativa.

Por ello, en tercer lugar, se ha de tener en cuenta el giro lingüístico, lo cual significa que la autoconciencia no es un fenómeno originario (mundo de la vida), pues hay que contar con las expresiones lingüísticas como algo públicamente accesible.

El llamado «giro lingüístico» constituye la tercera característica importante de un pensamiento posmetafísico. El tránsito desde la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje nos sitúa fuera del ir y venir entre idealismo y materialismo y ofrece la posibilidad de abordar el problema de la individualidad. Ese tránsito en su forma de crítica a la filosofía de la conciencia incluye diversos motivos. Así, la filosofía de la autoconciencia tenía que enfrentarse a la seria objeción de que la autoconciencia no es un fenómeno originario puesto que la espontaneidad de la vida consciente escapa a la forma de objeto, forma que ha de tomar cuando el sujeto cognoscente se vuelve sobre sí mismo. La lógica y la semántica desde Frege asestan un golpe a la teoría del objeto. Los objetos intencionales no hacen justicia a la estructura proposicional de los estados de cosas. Por otra parte, el naturalismo pone en duda la posibilidad de partir de la conciencia. Habría que conciliar a Kant con Darwin. Más tarde, las teorías de Freud, Piaget y Saussure socavan el dualismo conceptual de la filosofía de la conciencia. Pero sólo el giro lingüístico ha procurado un fundamento metodológico a tales reservas. Las expresiones gramaticales son algo públicamente accesible y en ellas pueden leerse estructuras sin tener que recurrir a algo meramente subjetivo. Esta concepción, unida al modelo de la matemática y de la lógica, marcó el punto de inflexión que representan Frege y Peirce. Este giro lingüístico se realizó en un principio dentro de los límites del semanticismo, lo que hizo que tardara en reconocerse el peculiar carácter autorreferencial del lenguaje. El primer paso fue el descubrimiento de la estructura realizativa y proposicional del lenguaje por parte de Wittgenstein y de Austin. Con ello se dio el paso a la pragmática y se recuperaron a nivel lingüístico las dimensiones de la filosofía del sujeto. Para Habermas, el paso siguiente fue el análisis de los presupuestos universales que deben cumplir los participantes de toda interacción lingüística. (Hubo otro «giro lingüístico» a través de la semiótica saussureana que para Habermas vino a dar en las falacias abstractivas del estructuralismo que rebajan al sujeto y a su habla al nivel de algo puramente accidental. Y es precisamente el giro pragmático el que logra también sacarnos de esta abstracción estructuralista).

Por fin, se han dado una inversión de las relaciones entre teoría y praxis. Y como consecuencia, la «deflación de lo extracotidiano» y el predominio del «contextualismo». Esto hace referencia a la problemática de la irreductibilidad de los juegos lingüísticos.

Un último rasgo del pensamiento posmetafísico apuntado por Habermas es lo que denomina la «deflación de lo extracotidiano». Por su posición más cercana y conexa al mundo de la vida preteórico, puede la filosofía volverse al conjunto de la ciencia y señalar los fundamentos que las teorías científicas tiene en la práctica precientífica impulsando así la autorreflexión de las ciencias más allá de los límites de la metodología. De este modo se sacude el primado de la teoría sobre la práctica. Sin embargo, la desaparición de tal primacía es hoy, según Habermas, la fuente en la que beben diversos tipos de escepticismo. Predomina un contextualismo que restringe las pretensiones de verdad al radio de alcance de los juegos de lenguaje locales. Y esto ocurre porque irónicamente, la propia filosofía ha reducido sucesivamente la razón, en términos antropológicos, en términos de teoría del conocimiento, en términos de análisis del lenguaje, a una sola de sus dimensiones, al logos inmanente al ente en su conjunto, a la capacidad de representación y manipulación de objetos o al habla constatadora de hechos. El contextualismo es sólo el reverso del logocentrismo. Pero una filosofía que no se agote en la autorreflexión de las ciencias se libera realmente del logocentrismo y descubre una razón que opera ya en la práctica comunicativa misma. Para Habermas, no es posible un pensamiento posmoderno en un sentido riguroso. Muestran también que pretender mantener o «resucitar» hoy un pensamiento metafísico sería recaer por detrás de lo alcanzado por Kant. Lo que hoy puede y debe hacerse es un tipo de pensamiento posmetafísico que mantenga los logros de la Ilustración y la modernidad intentando corregir sus lagunas, desviaciones e insuficiencias. En esta línea son cuestiones centrales para Habermas: ¿Podemos lograr aún en nuestra época una justificación racional de los estándares normativos universales? ¿O nos enfrentamos con el relativismo, decisionismo o emotivismo...? La teoría de la acción comunicativa ha sido presentada y defendida por Habermas como la verdadera prosecución de la modernidad y como la alternativa posible al peligro del emotivismo, escepticismo o posmodernismo. Tal teoría es, hoy por hoy, la culminación del amplio y largo esfuerzo de Habermas por reapropiarse la tradición de pensamiento que, tras la crítica kantiana, pasando por Hegel, Marx, la escuela de Frankfurt y la sociología, constituye en nuestros días el legado de la modernidad.


IV

Otra manera de concebir y resumir la problemática trazada en el apartado anterior, al hilo de la reflexión de Habermas, puede sintetizarse en una expresión utilizada por Merleau-Ponty: «Una razón encarnada que elabora azares». La reflexión de Merleau-Ponty (cfr. Llavona 1975; Nebreda 1981) puede servir de complemento y de contraste a la concepción habermasiana.

Según Merleau-Ponty, la racionalidad, lo universal, han de ser fundados de nuevo en la evidencia precientífica de que hay un único mundo, y no en el derecho divino de una ciencia dogmática; fundados en esa razón anterior a la razón, implicada en nuestra existencia, en nuestro comercio con el mundo percibido y con los demás hombres. Es preciso reconocer, más acá o más allá de la imagen físico-matemática del mundo, un punto de vista, una visión filosófica del mundo, que es también la visión de los hombres realmente existentes. La respuesta que Einstein dio a Bergson, en su encuentro de 1922, le parece a Merleau-Ponty una muestra de la crisis de la razón (Merleau-Ponty 1960: 309-320). Dijo Einstein: «La cuestión es entonces la siguiente: ¿Es el tiempo del filósofo el mismo que el del físico? Pero el tiempo de los filósofos no existe». Einstein admitía que el tiempo vivido, el tiempo percibido está en la base de nuestras nociones de tiempo y que nos lleva a la idea de un tiempo único. Pero negaba que tal tiempo vivido tuviera nada que hacer o decir más allá de lo que cada uno vive o ve. No hay base para extender a la totalidad del mundo nuestra noción intuitiva de simultaneidad. Según Merleau-Ponty, esto significa que el científico no reconoce más razón que la razón física, la razón científica. La tarea filosófica consistiría entonces en mostrar el suelo o subsuelo precientífico en el que nuestras nociones (también las científicas) se asientan y sobre el que adquieren sentido. La hipertrofia del «cientifismo» relega al olvido ese humus del que todo pensar se nutre.

Los desarrollos que Merleau-Ponty esbozó a lo largo de su vida, partiendo del husserliano «mundo de la vida» y en general del legado del llamado último Husserl, al tratar de «pensar lo impensado de Husserl», dan pie para enunciar una peculiar concepción de las relaciones entre el «mundo vivido», el ámbito de la filosofía y el mundo científico-técnico. Esbozaré, para terminar, algunos puntos de una concepción global que, en parte, me fue sugerida por la filosofía misma de Merleau-Ponty.

1. El mundo vivido, en el que transcurre nuestra existencia, es el mundo concreto, real y verdaderamente existente. Cualquier construcción explicativa nace de él y en él y por él se mide. Es el único mundo que hay. Como dejó dicho Apollinaire, antes de que lo convirtieran en eslogan publicitario: Hay otros mundos, pero están en éste. Husserl lo llamó el mundo de la vida. Merleau-Ponty lo llamaba el mundo percibido. Y ha sido llamado de muchas otras maneras.

1.1. El mundo es una totalidad estructural de relaciones, acciones, reacciones y transformaciones. Una de tales interacciones es la praxis, acción transformadora reflexionada. La praxis es la relación característica de los seres humanos.

2. El mundo vivido es común. Este hecho nos coloca por sí mismo fuera de la problemática de la conciencia y del sujeto constituyente. El mundo vivido es ya común en la percepción y es común en cuanto mundo hablado.

3. El mundo hablado es ya una modulación de mundo. El peculiar mundo humano en el que estamos. La sedimentación de lo ya hablado es la cultura.

4. El mundo físico y el mundo filosófico son a su vez modulaciones explicativas del mundo hablado. (Como lo son también, el mundo mítico, el mundo religioso, el mundo de las instituciones sociales).

5. Desde un punto de vista sincrónico, una determinada cultura es una totalidad estructural de relaciones a distintos niveles. Configura una serie de actividades que tienen entre sí un aire de familia.

5.1. Desde un punto de vista diacrónico, llamamos historia a la evolución de tales sistemas culturales. O, dicho de otro modo, cada sistema cultural tiene entre sus elementos un modo de integrar los cambios producidos en su propio entramado de relaciones estructurales.

6. Tanto la imagen física del mundo como la idea filosófica del mismo se refieren a, y se miden por, el mundo vivido hablado.

6.1. El mundo físico es una parcial «imagen del mundo» que ofrece un marco explicativo para determinados sucesos o fenómenos del mundo.

6.2. La idea filosófica del mundo pretende articular en un todo coherente el conjunto de «imágenes del mundo» que constituyen estructuras parciales del mismo en un momento dado.

6.3. El conjunto de las imágenes del mundo y de la idea del mundo constituyen una totalidad cultural, una cultura. El estado del mundo en un momento dado y en una situación dada. La idea filosófica estructura los «universales» de ese mundo y esa cultura. La universalidad de la idea de mundo es siempre inmanente a una cultura dada.

En conclusión, el mundo vivido es la «patria de toda racionalidad». La tesis constante de nuestra vida reza: «Hay el mundo». Tesis anterior a toda tesis de la que nunca acabaremos de dar razón completa.



Notas

1. En realidad, como recuerda, por ejemplo, Mircea Eliade, puede decirse que, en el mundo griego, propiamente hablando, «no había» historia. Las «historias» son consideradas «literatura». Véase: Eliade 1972.

2. La expresión es de Abraham Heschel. Cfr. Neher 1979: 169.

3. Cabría la discusión acerca de si el concepto de «eternidad» equivale a «intemporalidad» o si no es más bien concebible una «eternidad temporal» o una «temporalidad eterna». Sin pretender ahora entrar en tales problemas, me atengo aquí a una relativa equivalencia entre los dos términos, «eternidad» e «intemporalidad», tomando pie para ello en la clásica definición de la «beatitud eterna», como interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio, en la que el simul es negación de la extensión característica de lo temporal.

4. Ejemplificadoras son también muchas de las expresiones ya clásicas de la mística y de la literatura del barroco español, como «la noche en una mala posada» o «la vida es sueño» o «el gran teatro del mundo», por citar sólo algunas de las más conocidas.

5. Cabe preguntarse hasta qué punto no hay un componente teológico en las concepciones históricas o más bien hasta dónde llega dicho componente en ellas.



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 Gazeta de Antropología