Gazeta de Antropología


Gazeta de Antropología, 1995, 11 · Recensiones · http://hdl.handle.net/10481/13621
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RECENSIONES DE LIBROS

01 Jan M. Broekman:
Derecho y antropología.
Madrid, Civitas, 1993, trad. Pilar Burgos.

02 José Miguel (Txemi) Apaolaza:
Lengua, etnicidad y nacionalismo.
Barcelona, Cuadernos de Antropología, 1993.

03 Claudio Esteva Fábregat:
Cultura, sociedad y personalidad.
Barcelona, Anthropos, 1993.

04 Manuel M. Marzal:
Historia de la antropología indigenista: México y Perú.
Barcelona, Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana de México, 1993.


Recensión 01

Jan M. Broekman:
Derecho y antropología.
Madrid, Civitas, 1993, trad. Pilar Burgos.

Por  José Luis Solana Ruiz

No son demasiados los libros que se ocupan de la relación entre derecho y antropología; muchos menos los que ven la luz en nuestro país; y menos aún los que realizan -para hablar en términos de Georges Balandier- no ya «une anthropologie du dehors» sino «une anthropologie du dedans»; es decir, los que llevan a cabo, no una antropología como discurso pensado y elaborado por y desde Occidente sobre lo de fuera, sino una antropología que, al mirar hacia dentro, explicita, autocritica y relativiza los discursos y presupuestos filosófico-antropológicos (en este caso jurídicos) del mundo occidental. Este libro de Jan M. Broekman (catedrático de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Leuven, en Bélgica, y profesor de Filosofía de la Medicina de la Universidad Libre de Amsterdam) es uno de esos pocos libros, lo que justifica que, aunque sea brevemente, reseñemos su contenido.

Según Broekman, la «antropología jurídica», la imagen del hombre, subyacente al derecho occidental constituye una de las condiciones de posibilidad necesarias e imprescindibles para el establecimiento, configuración y fundamentación de este derecho. Se trata de una imagen del hombre que afecta, no sólo a determinados dominios del derecho y a determinadas disciplinas jurídicas, sino «a la totalidad del derecho y del discurso jurídico» (p. 94). Es la antropología en la que se apoya el «legalismo» y, a través de él (pues: «El legalismo no es una teoría del derecho autónoma, sino un tipo ideal teórico-jurídico que funciona de manera concreta en todas las teorías del derecho» (p. 182), todas las teorías del derecho, de manera que éstas no hacen más que desarrollar variantes específicas de esa imagen general del ser humano presupuesta por el derecho; se trata de una concepción del hombre que se encuentra en el derecho natural clásico, en Kant, en Hegel e incluso en Herder; es presupuesta tanto por el pensamiento jurídico pragmático realista o marxista, como por la teoría de los sistemas o la teoría funcional del derecho. Afecta a las nociones fundamentales del derecho y a los conceptos básicos de la dogmática jurídica (los conceptos de «aplicación», objetividad jurídica, etc.). Afecta tanto al derecho positivo como al derecho natural.

Y, sin embargo, esta antropología está escondida, oculta, dentro del discurso y del sistema jurídico, por lo que es necesario desvelarla. Labor de desocultamiento y explicitación que será precisamente la que Broekman acometa en su obra.

¿Cuál es ese hombre jurídico, ese hombre del derecho, ese sujeto legalista? La imagen de hombre subyacente a nuestro derecho occidental es la de un hombre cartesiano (dualistamente dividido en «res cogitans» y «res extensa»), individualista y atomista. Imagen que Broekman va caracterizando, descomponiendo y analizando a lo largo de su obra.

La imagen jurídica del hombre constituye una plasmación de la concepción dualista de la realidad y del hombre que ha dominado y caracterizado al pensamiento occidental al menos desde el Renacimiento. El dualismo presupone la separación entre yo y mundo, naturaleza y cultura, hombre y animal, sujeto y objeto, pensar y actuar, teoría y práctica, derecho y norma, ser y deber ser, caos y orden. Según la imagen dualista del hombre establecida, entre otros --pero muy especialmente-- por Descartes, el hombre es concebido como «dualidad» (cuerpo y espíritu, «res cogitans» y «res extensa», subjetividad y objetividad, emotividad y racionalidad, naturaleza y cultura, solipsista y abierto al mundo y a los otros). Si bien en tanto que «res extensa», en tanto que corporalidad, el hombre está sometido al determinismo, sin embargo como «cogito», como sujeto, es libre (la libertad se concibe como «propiedad», como esencia, del sujeto y no sólo como «atributo»), puede autodeterminar su vida mediante su voluntad y su actividad libres. El «ego cogito», el «yo», se establece como centro de la voluntad, de la acción, del lenguaje y del pensamiento; el sujeto es entendido como «unidad biográfica» bien determinada y como esencia estable, permanente e inmutable. De este modo se fundamenta el voluntarismo racionalista y la subjetividad intencional que dominan el pensamiento sobre el derecho y el estado.

Por otra parte, la antropología atomista e individualista concibe a los hombres como átomos presociales libres que viven en un estado de naturaleza y salvajismo para salir del cual firman, mediante un acto de voluntad espontáneo y racional, un pacto, establecen compromisos y relaciones contractuales (interpretación contractualista de las relaciones sociales y del hombre: Grotius, Hobbes, Locke, Kant, Rawls) mediante los que constituyen la esfera de lo social, el estado y el derecho. Y es precisamente en esta racionalidad y en esta libertad contractuales en las que el derecho se basa. Del mismo modo, es la antropología atomista e individualista la que subyace y da fundamento a la concepción individualizadora de los acontecimientos y de las relaciones sociales propia de nuestro derecho.

Según Broekman, puede afirmarse que el discurso jurídico forma parte del discurso burgués, «es un discurso burgués» (p. 249), entendiendo el concepto de burgués, no en el sentido de la sociología marxista, sino en el que le confieren los estudios de Sombart, Koselleck, Groethuysen, Elias, Weber, Mannheim y Geiger. «Como discurso burgués, el derecho no puede dirigirse ni apelar a sus individuos más que como sujetos, con una subjetividad que está a su vez individualizada» (p. 264).

Esta imagen del hombre no es concebida como histórica y relativa, sino como un dato natural, absoluto y evidente. De este modo, se oculta y olvida su génesis y su arraigo histórico-cultural y adquiere un carácter ideológico: «Con ayuda de la idea de la subjetividad del derecho se intenta formular un principio antropológico universal (...) el derecho no es capaz de relativizar la configuración de la cultura, el sistema jurídico y el mundo real.(...) es una forma de pensamiento imperialista» (p. 255).

La concepción del sujeto de derecho como «portador» de derechos y de obligaciones y como inmerso en una situación de equilibrio que es rota y que el derecho tiene como función restablecer, la evidencia de la noción de propiedad privada individual, la idea de que el derecho privado es el «auténtico» derecho, la atribución al derecho de una función reguladora de conflictos, la fundación del derecho en el pactum subiectionis del derecho natural, el carácter formalista del derecho en virtud del cual se muestra indiferente hacia la personalidad (contenido) del sujeto, son, según Broekman, otras tantas características configuradoras del sujeto jurídico-legalista y del derecho occidental analizadas y criticadas en su obra.

Si bien Broekman advierte que las cuestiones concernientes a las alternativas al paradigma jurídico cartesiano y al desarrollo de una práctica jurídica no cartesiana no son objeto ni motivo de esta obra ni caben en ella --por lo que «sigue planteada la pregunta de cuáles son con exactitud la teoría y la practica no cartesianas del derecho» (p. 220)--, sin embargo plantea la posibilidad de elaborar una antropología jurídica superadora del dualismo y del individualismo y a lo largo de su obra apunta algunos de los rasgos que habrá de tener esta «concepción no cartesiana del derecho».

Una antropología filosófica no cartesiana ha de rechazar el «pensamiento fundacional», ha de romper con la imagen dualista del mundo y del hombre y debe basarse «en la unidad indisoluble de lo espiritual y de lo fisiológico».

Según Broekman, el cartesianismo concibe la relación lenguaje-mundo de manera meramente descriptiva, «se piensan lenguaje y mundo como entidades independientes en una relación dualista» (p. 199). Este modelo descriptivista del lenguaje como mero reflejo de la realidad debe sustituirse por un modelo constructivista según el cual el lenguaje «no describe la realidad» sino que «trabaja» la realidad, la construye; la realidad es ya siempre en sí misma una «realidad construida» por y mediante el lenguaje: «La idea y la experiencia de la realidad pura, inmediata, aún sin configurar y originaria no es más que una idea construida por el discurso burgués y que pertenece al mismo» (p. 247).

Ha de rechazarse la presuposición de un estado pre-social del hombre; el hombre no es concebible sino como un ser ya inserto en el juego comunitario de la sociedad. Mientras que para el cartesianismo las intervenciones humanas son resultado de actuaciones individualistas, para Broekman las intervenciones humanas «no son nunca la consecuencia de una actuación totalmente individualista del hombre. Constituyen siempre un momento de generalidad en el que la cultura está representada, por así decirlo, en el individuo. En el individuo se manifiesta su cultura y, por consiguiente, su configuración y su normatividad son a la vez una representación de esta cultura» (p. 80).

Mientras que el derecho basado en una antropología atomista e individualista concibe la culpabilidad como ligada únicamente a la persona e individualiza la culpa y la penalización, Broekman plantea la necesidad de «una concepción de la culpa más institucional y más estructural» (p. 272).

La antropología occidental, opina Broekman, ha concebido al hombre como poder, en el sentido amplio de la palabra, y ha conferido a esta interpretación una validez absoluta sin tener en cuenta las variaciones histórico-culturales. «La concepción del hombre como poder implica, a la vez, la visión forzosa del derecho como poder, es decir, como verticalidad.» (p. 131). Por ello resulta necesario plantear la cuestión de si sería posible interpretar el derecho como «horizontalidad».

¿Es posible una alternativa al cartesianismo en el derecho?, ¿cómo elaborar una teoría no cartesiana del derecho? La cuestión, como hemos dicho, sigue pendiente y Broekman es muy consciente de las enormes dificultades que semejante tarea plantea: ¿acaso no supondría esto un cambio de instituciones jurídicas e, incluso, un cambio de nuestro modo de pensamiento y de nuestra cultura?

 

Recensión 02

José Miguel (Txemi) Apaolaza:
Lengua, etnicidad y nacionalismo.
Barcelona, Cuadernos de Antropología, 1993.

Por Francisco Checa

Pocas veces unas decenas de páginas, a camino entre un artículo y una monografía, dejan tan profunda y suficientemente tratado el tema que abordan. Ésta es la primera virtud de esta investigación de Txemi Apaolaza, flamante profesor titular de antropología social de la Universidad del País Vasco (Donostia). No en vano el autor es, además de euskaldunzaharra (aprendió el eusquera como primera lengua), un investigador que trabaja sobre su cultura y desde un profundo conocimiento de ésta. Los análisis metodológicos e interpretaciones a las que llega no pierden un ápice de científico, a pesar de la cercanía investigador-objeto de estudio. Resultados como éstos dejan sin argumentos a aquellos colegas que no cesan de advertir sobre los peligros que acechan a quienes hacen investigación desde la propia cultura. Así también lo ha puesto de relieve Teresa del Valle, prologuista.

Txemi Apaolaza huye de las generalizaciones aplicadas a Euskal Herria (pueblo vasco) y trata de comprender la etnicidad y el nacionalismo vascos --y la relación de éstos con el eusquera-- teniendo en cuenta los contextos particulares y diferentes, de aquí su elección de una comunidad concreta: Salvatierra (Agurain), núcleo de 3.500 habitantes, cuarto de la provincia de Álava.

El cuaderno se presenta dividido en siete capítulos, amén de la introducción y las conclusiones.

El primero (págs. 7-15) es una descripción etnográfica de la localidad. El autor, teniendo en cuanta la importante tendencia al asociacionismo que hay en Euskadi, se detiene en presentar a los grupos (políticos, deportivos, culturales y gastronómicos, etc.) de Agurain; esto es de gran valor a la hora de comprender su comportamiento respecto a la reivindicación de la etnicidad y el nacionalismo y la aceptación del eusquera como la centralidad del «ser vasco», a pesar de que en la realidad haya un notable desconocimiento de la lengua vasca en gran parte de la población (sólo medio millón de personas hablan eusquera en todo el País Vasco).

A continuación, Apaolaza ataja, de manera teorética, los conceptos centrales del trabajo: «etnicidad» y «nacionalismo» (págs. 16-23). Destaca cómo en ambos casos --que no tienen por qué ir necesariamente juntos-- llevan consigo la constitución de las divisiones dicotómicas entre el «nosotros» (grupo étnico, abertzales, patriotas) y el «ellos» (los demás, los otros, españolistas), o «dentro» / «fuera»; y el rol tan importante que juegan las élites, como creadoras de nuevas características étnicas: los «intelectuales orgánicos», como los llama A. Gramsci.

En tercer lugar, Txemi destaca la relevancia de la lengua en la configuración de los grupos (págs. 24-30), pues, aunque la posesión de una lengua propia no es lo que constituye necesariamente el elemento propio y definido del grupo étnico, sí que es de gran valor si desempeña una función instrumental como vehículo de incomunicación en la constitución de la identidad grupal. En Agurain, muy pocos hablan eusquera, pero todos los grupos la defienden como característica principal que define el «nosotros».

Según Apaolaza, Euskadi puede dividirse en comunidades «A» en las que el eusquera está presente con intensidad en la vida pública y la etnicidad y el nacionalismo son imperativos en la determinación del carácter de la praxis sociopolítica; y comunidades «B» donde el eusquera está ausente de los espacios públicos y la etnicidad y el nacionalismo no son imperativos.

De aquí que, al margen de quienes defienden la lengua normalizada (euskara batua) y quienes lo hacen con la lengua popular (euskara herrikoia) --no se olvide que el eusquera tiene siete dialectos--, sea fácil advertir el «valor instrumental» y el «valor simbólico» que se está concediendo a la lengua vasca. Y su caracterización, uso y defensa, y las tareas realizadas para impulsar su desarrollo, son elementos con clara incidencia en la formación de los subgrupos y, para entre ellos, definir el grupo étnico.

En consecuencia, al ser el eusquera la particularidad étnica más aceptada y usada, su uso está condicionando la interacción entre los diversos actores sociales de Agurain, desde los grupos al ayuntamiento (págs. 31-37).

Al análisis de los discursos que se utilizan como instrumentos de acción social (realzar lo definitorio de lo euskaldun) se dedica el capítulo quinto (págs. 38-45). Momentos no faltan: elecciones, fiestas o hechos extraordinarios. Sin embargo, esto no impide que sean creados y vehiculizados --incluso por las élites nacionalistas-- en lengua castellana, que es la que dominan los ciudadanos. Son discursos sobre el eusquera, formalizados en castellano (algo que no ocurre, por ejemplo, en Cataluña).

El autor da un paso más en su concreción metodológica --en ese ir de lo general a lo particular-- y analiza las acciones simbólicas como constitutivas del discurso (págs. 46-54), pero nunca perdiendo de vista su globalidad y teniendo presentes los motivos o razones a las que dieron lugar. Txemi analiza, primero, el referéndum del 20 de mayo de 1984, sobre el cambio de nombre del pueblo (Salvatierra por Agurain) y sobre el tipo de policía que se quería que patrullara por las calles (ertzantza o policía nacional), y segundo, el Araba euskaraz, la acción simbólica en favor del eusquera (págs. 55-61). Ambos tienen un marcado carácter étnico, y el primero, además, está provisto de su excepcionalidad (seguramente no volverá a repetirse).

Cierran el trabajo unas amplias conclusiones (págs. 62-68), a través de las que el autor, una vez más, es un maestro en explicar lo particular desde lo general y el comprender la globalidad desde un caso concreto.

Esta investigación, que invito con gusto a leer, está bien concebida y presentada: su gran valor, aparte de la síntesis, es configurarse con una exposición clara y de fácil comprensión, aunque no por ello exenta de contenido y profundidad en el tratamiento metodológico de los tres aspectos tratados: la lengua, la etnicidad y el nacionalismo vascos. No en vano, su autor, Txemi Apaolaza, es un especialista en identidades colectivas.

 

Recensión 03

Claudio Esteva Fábregat:
Cultura, sociedad y personalidad.
Barcelona, Anthropos, 1993.

Por Rafael Briones Gómez

Estamos ante la reedición de un libro ya clásico de uno de los pioneros de la antropología social en España. Su temática central es la de cultura y personalidad (antropología psicológica), que surgió en Norteamérica entre los seguidores de Franz Boas como un intento de aplicación teórica de la psicología y del psicoanálisis de Freud a los materiales etnográficos. El autor --español que se exilió a raíz de la guerra civil y que se formó en México en antropología y en psicoanálisis con E. Fromm, a quien dedica el libro-- reúne ambas metodologías: la psicoanalítica y la antropológica. Nos ofrece claves teóricas de interpretación y una serie de aplicaciones empíricas.

Como idea central --que se reitera muchas veces a través del libro-- el autor resalta cómo más allá de los perfiles individuales se pueden detectar elementos culturales constitutivos de la personalidad que se adquieren por el individuo por el hecho de formar parte de una sociedad. Este sería el nexo de unión y continuidad de todos los capítulos, que, en realidad, son una serie de conferencias dadas por el autor y que resumen las primeras preocupaciones del autor como profesor universitario. Según él, la tarea de la antropología cultural es la de «contemplar la organización y experiencia psíquica humana dentro del marco de las sociedades y de las culturas».

Pretende el autor --y creo que con razón-- que su libro llene una laguna en la antropología de habla hispana, que sería la verificación empírica del acervo teórico de la psicología profunda, desarrollando teorías propias o relativas a las realidades culturales de nuestras poblaciones. En su intención está la invitación a esta tarea de hacer «análisis antropológico-culturales de la teoría psicoanalítica, profundizando nuestras propias historias culturales» (p. 11). Que las teorías prestadas se conviertan en hipótesis a verificar. En este sentido el libro quiere compensar el empirismo positivista predominante en las ciencias sociales contemporáneas que no se dan como objetivo la explicación profunda y subyacente de la realidad social. Tampoco quiere caer en un formalismo estructural. Se trata de explicar la realidad humana en su aspecto superorgánico-cultural y en el aspecto orgánico-profundo. Para ello cuenta con las técnicas de la etnología y del psicoanálisis. Técnicas de la observación que describen lo superorgánico de la realidad cultural junto a técnicas profundas que determinan la historia genética de los individuos históricos.

A lo largo de los diferentes capítulos se resumen muy matizadamente la teoría de cultura y personalidad. A veces resulta incluso reiterativo --inconveniente de los libros que son recapitulación de artículos--. En cuanto a la claridad el texto es muy desigual porque, junto a pasajes de gran claridad otros rayan en lo retorcido y obscuro y repetido.

Uno de los méritos del libro es el intentar aplicar este método de análisis a las sociedades complejas, donde no hay un solo modelo cultural relativamente sencillo sino que cada unidad política está constituida por varios grupos étnicos, y hasta por diferentes culturas enmarcadas en una misma estructura política.«Éste es quizá el principal problema de la técnica de cultura y personalidad, aplicada, por ejemplo, al estudio de los grandes estados nacionales urbano-industriales modernos, porque, en este caso, la diversidad adaptativa y los tipos de respuesta psicológicos se dan en el seno de los mismos modelos culturales que abarcan sus estructuras sociales"(p. 57). Gran parte del libro está dedicada a esta puesta a punto de la teoría de cultura y personalidad, de su desarrollo en la aplicación a sociedades complejas, de la integración de otras corrientes teóricas y de las perspectivas de aplicación al campo de la cognición --con una interesante aplicación empírica al campo de la percepción de los colores--, a la etnopsicología, al tema de la intervención de los factores biogenéticos y fisiológicos en la personalidad --tema que considera que está abierto y en el que habrá que seguir trabajando en años venideros-- y al tema de «cultura, sociedad y salud mental». Este capítulo está especialmente logrado como una aplicación de su estrategia de investigación al campo de la salud mental que merece ser tenido en cuenta por los estudiosos de la salud y la enfermedad. «La enfermedad mental es un fenómeno mayormente debido a la influencia relativa de los factores socioculturales, y sólo en grado menor es causada por agentes genético-hereditarios... toda enajenación mental constituye la culminación de un proceso de separación progresiva del individuo de su sociedad... Este proceso describe un fenómeno de crisis en las relaciones del individuo con su grupo social y una falta de integración de la personalidad con su cultura» (p. 63). Integración social y coherencia interpersonal serían dos supuestos culturales de la salud mental. Tiempo-espacio-cultura son factores determinantes de la salud mental.

En resumidas cuentas, estamos ante una obra de un maestro que desde una estrategia concreta de investigación integra con gran madurez lo mejor de los intentos de la antropología por explicar la realidad social y cultural.

 

Recensión 04

Manuel M. Marzal:
Historia de la antropología indigenista: México y Perú.
Barcelona, Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana de México, 1993 [1981].

Por José Antonio Pérez Tapias

Este libro de Marzal es parte de un proyecto ambicioso: una historia de la antropología desde la perspectiva «iberoamericana». Como primer volumen de una obra de tal envergadura, el texto deja claras las intenciones de este profesor de antropología en Lima, las cuales, sumadas al empeño por corregir la visión sesgada de la antropología difundida desde el ámbito anglosajón, se concentran en estos puntos: «comprender mejor la grandeza y tragedia del indio» y replantear lo relativo a esa «identidad mestiza y pluricultural» que sigue siendo problema en la vida política de los países iberoamericanos.

Hay que incluir en los orígenes de la antropología como «ciencia del hombre» --para Marzal, ciencia de las otras culturas-- todo lo que son los estudios indigenistas realizados en América durante los siglos XVI y XVII. Así lo hace nuestro autor, circunscribiéndose a los procedentes de México y Perú, y no sólo por lo que se refiere a esos siglos, sino que actúa de la misma manera con el indigenismo de los siglos XIX y XX. Ciertamente, en lo tocante al indigenismo colonial aparecen las figuras principales, desde Sahagún y Las Casas hasta Ruiz de Montoya y el Inca Garcilaso. En cuanto al indigenismo asimilacionista republicano-liberal y al moderno indigenismo integracionista se echan en falta, a pesar de la acotación establecida desde el título, referencias a sus representantes de otros países. En cualquier caso, la transición de unos modelos indigenistas a otros está muy bien tratada y documentada, con buena enmarcación ideológica y acertada ubicación sociocultural. Todo ello se hace desembocar en la presentación del indigenismo crítico al que Marzal se adscribe, caracterizado por sustituir la teoría de la modernización como marco global por la de la dependencia, y por el abandono de la integración de los indios como objetivo sociopolítico, para reemplazarlo por el de la recuperación de su autonomía y su identidad.

No es fácil hablar de indigenismo sin caer en las redes del relativismo cultural o de la mitología del buen salvaje. Marzal lo consigue, pero se detecta la falta de mayor energía para librarse de ellas. Análoga carencia se acusa al recoger la propuesta de un «nacionalismo autóctono» como alternativa para las comunidades indígenas en el marco de los estados actuales. Ahí la propuesta se presenta débil, sin suficiente discusión crítica. Y una última observación: la edición debía haberse actualizado.

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