Revista de Paz y Conflictos
ISSN: 1988-7221

Noviolencia, desobediencia civil y ejemplaridad. (una aproximación al pensamiento ético-político de M. Gandhi)

Alicia María de Mingo Rodríguez[1]

Fecha de recepción: 10 de mayo de 2010
Fecha de aceptación: 19 de mayo de 2010

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«El hombre no-violento no anuncia que algo nuevo vaya a suceder en el futuro; anuncia, por el contrario, que algo nuevo está ya sucediendo ahora. O, mejor aún, que él hace que suceda»
(Berrigan, 1979: 178)

Resumen:Este artículo intenta mostrar la íntima conexión entre el espíritu que anima la noviolencia en Mahatma Gandhi y la modalidad de práctica de dicha noviolencia que representa la desobediencia civil. No sólo se aborda aquella noviolencia y esta desobediencia en sus rasgos básicos, destacándose la perplejidad que suscita la noviolencia en su asimetría e irreprocidad (respecto al acto agresivo), sino que expresamente se intenta articularlas de cara a pensar la relevancia de ambos conceptos para una educación y filosofía para la paz. Es por ello por lo que se hace imprescindible traer a primer plano la importancia del compromiso, la responsabilidad y el sacrificio que comporta la noviolencia, a fin de que se los pueda hacer trascender socialmente bajo la modalidad (decisiva en una cultura de paz) de ejemplaridad y autoridad, muy relevantes para que la noviolencia gane prestigio social real (y no un prestigio utópico).

Palabras clave: Gandhi, Noviolencia, Desobediencia civil, cultura de paz, sacrificio, ejemplaridad, autoridad.

Abstract: This work attempts to show the intimate tie existing between the spirit of  Mahatma Gandhi’s nonviolence and the practice of nonviolence as civil disobedience. We are going not only to deal that nonviolence and this civil disobedience in their basic features, highlighting the perplexity raised by nonviolence in its asymmetry and irreciprocity (with regard to the aggressive act), but expressly we try to articulate a view in order to think the relevance of both concepts for education and philosophy for peace. It is for this reason for what it is essential to bring to the fore the importance of commitment, responsibility and sacrifice that entails nonviolence, so that it could make them come out socially in the form (crucial in a culture of peace) of exemplarity and authority, highly relevant in order that nonviolence gains a real social prestige (and not a utopian prestige).

Keywords: Gandhi, Nonviolence, Civil Disobedience, Culture of Peace, Sacrifice, Exemplarity, Authority.


1. Este hombre piensa, y no es peligroso.

Como se recordará, aquel título de uno de los opúsculos más conocidos de Immanuel Kant (me refiero a La paz perpetua) no era, como nos confiesa el propio autor, sino la inscripción satírica que un hostelero holandés había puesto en la puerta de su casa, debajo de una pintura que representaba un cementerio. Kant, al respecto, se preguntaba hacia 1795 si estaría «dedicada a todos los “hombres” en general, o especialmente a los gobernantes, nunca hartos de guerra, o bien quizá sólo a los filósofos, entretenidos en soñar el dulce sueño de la paz» (Kant, 1979: 89). Una pregunta no poco extraña, en la medida en que no siempre fue común a los filósofos, desde luego, ese “dulce sueño de la paz”. No dejaría de ser un lugar común recordar cómo desde el comienzo del filosofar, ya en los fragmentos de Heráclito, lejos de admitirse ese sueño, se afirmaba que Polemos es el padre de todas las cosas[2]. Pero también es cierto que la inteligencia del filósofo se inclina con frecuencia no del lado de lo real –en el sentido del típico “realista”-, sino que más bien, guiado por el resto casi ineludible de platonismo implícito en sus gestos de pensamiento, se inclina del lado del Ideal, oponiendo éticamente el Deber al Ser o al acontecer, desde la confianza profunda en el cielo estrellado sobre la cabeza y la ley moral en el corazón. Frente al cielo estrellado de la Paz –y por utilizar el símil que brinda la caída de Tales cuando contemplaba el cielo-, el hoyo en que cae el filósofo que sueña el dulce sueño de la paz sería como el triunfo del dolor y la muerte en los innumerables (pasados y desgraciadamente porvenir) campos de guerras y batallas, y en la violencia cotidiana.

En todo caso, seguramente en su introducción a La paz perpetua, Kant pretendía ante todo proponer una especie de, digámoslo así, “aviso” para que, dada la (presunta) ingenuidad e inoperancia del gesto filosófico, el político dejase espacio de holgura a la reflexión, procurando que quedase a salvo la libertad de pensamiento. Kant se escuda y excusa en la presunta inocencia e inocuidad de un “intelectual” filósofo. En último término, ¿quién temería al filósofo? En todo caso, al final de su opúsculo, Kant pide que los políticos convoquen y consulten a los filósofos, que cuenten con ellos porque -pese a su ingenuidad- tal vez pudiesen brindarles buenos consejos. Y que no recurriesen únicamente a los juristas, de los que Kant dice que tienen una irresistible inclinación, muy propia de su empleo, a aplicar las leyes vigentes, «sin investigar si estas leyes no serían acaso susceptibles de algún perfeccionamiento» (Kant, 1979: 130).

En fin, habría resultado fascinante un encuentro entre el “ingenuo e inoperante” filósofo (Kant) y aquel mediocre abogado hindú que a finales del S. XIX estudia Derecho en Londres y, tras varias experiencias profesionales desafortunadas, marcha a Sudáfrica, donde -si se me permite decirlo así- le espera un giro radical en su "destino". Aparte de jurista, le interesa el mundo de las ideas –especialmente las ideas de hombres como Tolstoi o Thoreau, que preconizaban la desobediencia civil. Gandhi no era filósofo, y aunque nadie lo hubiera adivinado por su aspecto, lo cierto es que estaba a punto de  decidir: a) no inclinarse ante las leyes vigentes; b) pensar que las leyes son susceptibles de perfeccionamiento; y c) no ser ni ingenuo, ni inoperante. En suma, había decidido no parecerse a aquel esterotipo de jurista que manejaba Kant. En Sudáfrica estaba a punto de dar una lección, y no sólo a los policías que reprimieron su protesta por tener que portar un visado especial –ahora me refiero a ello. Iba a dar una lección que también iba a ser la del poder de las ideas, tan peligrosas que no sólo iban finalmente a costarle la vida, sino que iban a poner en cuestión a todo un Imperio.

Habría sido necesario que el (aparentemente) ingenuo e inoperante filósofo al que se refiere Kant se tornase Agente, o Activista. Y que fuese al servicio de la Paz como pudiera seguirse defendiendo la oportunidad de pensar y actuar. Quizás la Paz necesita que pensemos, o que nos eduquemos y nos eduquen en pensar que, después de todo, lo esencial no fuese situar el problema en la pregunta acerca de si el amasijo instintivo humano impediría cualquier ensoñación de la paz, porque fuésemos constitutiva e irremediablemente agresivos, o en si, de otro modo, por algún medio de manipulación biogenética pudiésemos “transformar” la agresividad humana bajo la forma de “normas” para el parque humano (Sloterdijk, 2000; Bobbio, 1992: 82-86)[3]. Este realismo y pesimismo no suscitarían demasiadas –ni muy creativas- ideas. Para nosotros, por el contrario, creo que más bien se trata, de cara a la cuestión de la paz posible, de la autopoiesis que define a la cultura, a la educación y a la formación (Bildung) de los individuos y los pueblos, es decir, a esos “mapas de ideas” en atención a los cuales somos los humanos capaces de construir una casa (a diferencia de como un castor construye la suya en el río) o diseñar un aparato de refrigeración (Geertz, 1989: 187-192). De ser así, no habría realmente ideas inocentes respecto a este asunto de la paz, que mientras se plantee como problema, en realidad jamás dejará de suscitar –sería casi imposible que así fuese- el aliento que llamamos “utópico”, porque se reconocerá fácilmente que pocos deseos habrán recorrido la historia y las culturas con más frecuencia e intensidad que el de la Paz: firmar la paz, preservarla, dárnosla, pensarla… o, en definitiva, hacer las paces (Martínezm 2001, 2005). De esa autopoiesis a que me refería hace un momento se inferiría que la cultura para la paz no es separable de una educación para la paz[4]. Lo que en ella se anuncia no sé si es “peligroso”, pero sí al menos es temible para muchas instancias de poder, allá donde se las encuentre, pues la noviolencia reserva muchas sorpresas a quien sólo confiase en armas y puños.

Y ahora sí que estaríamos bien predispuestos para poder comprender lo que Daniel Berrigan dijo de Gandhi, a saber:


2. «Este hombre está desarmado y es peligroso» (Berrigan, 1974: 180).

…más peligroso de lo que podría habérsele ocurrido a cualquiera que no concibiese más paz que la que pudiese instaurar o defender “el Poder”. Se equivoca quien confunde, con apresuramiento, noviolencia con paz, sin más. En realidad, digámoslo ya, la noviolencia no equivale inmediata y llanamente a la paz, sino a una dinámica que tiene por límite, diríamos que casi ideal o regulativo, el mínimo recurso posible a la violencia, y en primer lugar y sobre todo, a la violencia física, habiéndose desplegado esa idea de noviolencia en un contexto, como aquel en el que Gandhi vivió, de conflicto básicamente político. La noviolencia[5] no rehuye el conflicto, al que pretende elucidar por una vía de no agresión. Y, por otra parte, si no equivale a paz, la noviolencia a que nos referimos aquí tampoco se identifica con pasividad alguna (Bobbio, 1992: 77-78)[6]. Casi en ningún teórico de la noviolencia es así, y menos, si cabe, en Gandhi, como ya veremos. Sí debiéramos señalar, antes de proseguir, que si noviolencia no equivale a paz ni a pasividad (luego insistiré más en ello), tampoco equivale simplemente -y con ello pienso en la “diferencia específica” quizás principal que individúa la noviolencia como Ahimsa, expresamente en el pensamiento de Gandhi- a una mera “estrategia”, sino a lo que podríamos estimar como una “actitud espiritual” irreductible a cualquier concepción “pragmática” o “política”, si por política se deja entender un comportamiento, razonamiento o estrategia no supeditado al fondo moral y espiritual del obrar. Lo extraordinario del pensamiento de Mahatma Gandhi procede de la confluencia que en él se produce entre Oriente y Occidente, entre Hinduismo y Cristianismo, pero también entre Academia, Vida pública y Activismo político.

La situación descriptiva de partida, básicamente intuitiva, podría ser, por ejemplo, la siguiente[7]. Ante la injusticia provocada por la exigencia de que todo ciudadano no blanco, aun siendo súbdito británico, debiese llevar consigo un visado especial en la Sudáfrica del Imperio Británico, allá por el año 1893, y después de haber sido arrojado por la fuerza de su vagón de tren de primera clase por ser “negro”, pese a tener pagado su correspondiente billete, el joven abogado Gandhi decide poner los medios para enmendar dicha situación de injusticia[8]. En un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley imperante, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno, Gandhi, acompañado de algunos hindúes más, y, por supuesto, ante la mirada de la policía, atenta primero, luego escandalizada, después iracunda y finalmente espantada y sorprendida, decide una quema pública de tales visados, sin que pueda evitar ser físicamente agredido por los agentes. La expectativa de agresividad, en la que podría esperarse que interviniesen puños, palos o pistolas, se torna en una situación en la cual lo que prima es el contexto genuinamente comunicativo, susceptible de ser abordado (en términos de “sorpresa”, “interrogación”, etc.) desde lo que Vicent Martínez ha llamado el “giro epistemológico” en la “filosofía para hacer las paces” (Martínez, 2001): los agresores no podrían por menos que tornarse “reflexivos” respecto a su acto de violencia física, quedando “emplazados” ante la inquietante posibilidad de atisbar que el “conflicto” pudiera resolverse de otro modo. Como ha reconocido Mas,

«ante situaciones conflictivas donde el poder se reconoce desequilibrado (una parte es más débil que la otra), la noviolencia se propone como un elemento que aspira a reequilibrar la situación, frenar la espiral, proponiendo acciones que promuevan el “empowerment”, el “empoderamiento”, la adquisición de poder por parte de la parte más débil» (Mas, 2004: 386).

De este modo, estaríamos en la antesala de acceder a los rasgos básicos de la noviolencia (López, 2004b: 786-789). Lo que se ha de retener del anterior breve relato no es la anécdota sino, sobre todo –si se nos permite decirlo así-, la sorprendida mirada de la policía ante la reacción del propio Gandhi en el sentido de no-devolver la agresión. Lo decisivo, la estrategia misma, consiste en ir contracorriente de la primitiva inercia de la reciprocidad (en el fondo, una "versión" de la ley física “de acción y reacción”), que sin duda ha encontrado en el mundo humano la expresión, muy conocida, del ojo por ojo, diente por diente. Ante la no-devolución de la agresión, queda en algún sentido “desarmado” el agresor, en la medida en que la incertidumbre es ya una suerte de desarme. La táctica de Gandhi es, pues, la de conducir el conflicto a una zona, inquietante y muy tensa, de asimetría e irreciprocidad. Él mismo nos lo expresó con suficiente claridad:

«La noviolencia no consiste en “abstenerse de todo combate real contra la maldad”. Por el contrario, veo en la noviolencia una forma de lucha más enérgica y más auténtica que la simple ley del talión, que acaba multiplicando por dos la maldad. Contra todo lo que es inmoral, pienso recurrir a armas morales y espirituales. No deseo embotar el filo del arma que me presenta el tirano, utilizando un tajo más cortante todavía que el suyo; procuraré apagar la mecha del conflicto sin ofrecer ninguna resistencia de orden físico. Mi adversario tiene que quedar sujeto por la fuerza del alma. Al principio quedará desconcertado; luego tendrá que admitir que esta resistencia espiritual es invencible. Si se pone de acuerdo, en vez de sentirse humillado, saldrá de ese combate más noble que antes. Podría objetarse que es ésta una solución ideal. Estoy totalmente de acuerdo» (Gandhi, 1975: 137).


3. Ahimsa. La noviolencia como convicción.

Se podría pensar que, no en vano, quien esto sostiene es un hábil profesional de la abogacía que utiliza diestramente una sibilina estrategia para extraer algún rendimiento político, aprovechando con acierto incluso los materiales culturales y religiosos que encuentra en su entorno. Tal sospecha resulta absolutamente defraudada conforme se va desplegando su proceder y se atiende a las razones con que avala su modo de pensar y obrar. Se descubriría, entonces, que la propuesta de Ahimsa defendida por Gandhi hunde sus raíces, indudablemente, en una espiritualidad y una religiosidad sin las cuales no se habría introducido en los senderos prácticos con semejante convicción[9] (y de nuevo cobra vigencia, al menos en cierto modo, el giro epistemológico).Es su pasión por la verdad la que –si hemos de creer sus propias palabras- guía todo su esfuerzo, conduciéndole a identificar la verdad como absoluto con Dios, en la que podría ser su única o al menos su máxima afirmación metafísica, de la que se desprende toda una concepción del mundo y del hombre. En tal sentido, la verdad no habría de ser entendida, para Gandhi, como una abstracción, sino que debería ser identificada con la vida, que nos sobrepasa y no comprendemos, al tiempo que es también nuestra propia vida y la de los seres que nos rodean, siendo el hombre, como manifestación suprema de la vida, responsable de ella.

Puede entenderse, entonces, que se apela a un hombre que se debe al Absoluto, pero no de modo pasivo, sino radicalmente activo, en tanto que es libre y responsable, y al que esta metafísica va a impulsar a una moral resumible en la noviolencia entendida como Ahimsa, palabra extraída del Gita, libro sagrado hindú. Ahimsa como respeto a la vida, pero todavía más profundamente, como amor universal, rasgo en el que coincidiría con la perspectiva cristiana a los ojos de Gandhi. Con sus propias palabras:

«En un sentido positivo, la ahimsa significa un máximo de amor, una caridad perfecta. Si soy noviolento, tengo que amar a mi enemigo […]. La ahimsa, para ser eficaz, exige la intrepidez y el respeto a la verdad. En efecto, no se puede temer ni asustar al que se ama. De todos los dones que se nos han hecho, el de la vida es sin duda el más precioso. El que hace el sacrificio de ese don, desarma toda hostilidad. Abre el camino a la comprensión mutua de los adversarios y a un arreglo honroso del conflicto. Nadie puede hacer de verdad una entrega de ese tesoro, sin verse libre de todo miedo. Es imposible ser a la vez cobarde y novio­lento. La ahimsa es sinónimo de valentía ejemplar» (Gandhi, 1975: 136-137).

Valentía –así pues- para exponer la propia integridad física e incluso entregar la vida, y, más próximamente, valentía para renunciar al egoísmo que buscase nuestro propio provecho y la inmediata e irrespetuosa destrucción del enemigo; la búsqueda del bien del enemigo, tanto como del propio bien, se traduce en una renuncia a la injusticia. La lucha por la justicia sin desfallecimiento y sin desánimo ante eventuales objetivos no logrados tomará el nombre de Satyagrahafirmeza en la verdad- dando nombre al movimiento gandhiano.

No comprenderíamos adecuadamente el pensamiento de Gandhi si no consideramos que, al igual que no utilizó la religión con fines exclusivamente políticos, tampoco confundió política y religión, puesto que esta última apela a la intimidad humana y exige una respuesta personal. Ahora bien, al considerar Gandhi al hombre como unidad, estima que su modo de proceder, también político, brota de su enraizamiento religioso, del mismo modo que su religiosidad debe tener expresión práctica (noviolencia).


4. La desobediencia civil.

Decía al comienzo del epígrafe 2 que la noviolencia no se identifica simplemente, en absoluto, con la paz, ni con la debilidad o la pasividad. No debe, pues, desorientarnos ni confundirnos la negación (“no-”) en el término "noviolencia". No se trata de inactividad alguna –ni de, como suele decirse hoy, “pasotismo”. Para Gandhi,

«la noviolencia no tiene nada de pasivo. Por el contrario, es la fuerza más activa del mundo… Es la ley suprema. No he encontrado ninguna situación que me haya desconcertado por completo en términos de noviolencia. Siempre ha llegado a tiempo algún remedio» (Gandhi, 1975: 142).

De ahí que sea en este sentido en el que Gandhi rechace a veces la expresión “resistencia pasiva”, que utilizó en algunas ocasiones, en tanto que parece negar la acción, además de inducir a error pareciendo atribuir la noviolencia a débiles o a cobardes (Gandhi, 1975: 147). Para verificar que la noviolencia no es pasiva puede recurrirse al caso, estudiado en el marco general del derecho a la resistencia, de la desobediencia civil, que hizo cosechar a Gandhi su primer “éxito” en Sudáfrica. La expresión procede básicamente de Henry David Thoreau, cuando en 1849 publica su Civil Disobedience (Thoreau, 1994). Thoreau se negó a pagar los impuestos a un Estado que, además de esclavista, los empleaba para hacer una guerra injusta contra México (Casado da Rocha, 2001: 39). Se ha de notar –y ello es tremendamente importante- que el calificativo de “civil” se aplica porque quien practica la desobediencia no cree transgredir los deberes que impone la ciudadanía, sino más bien se ve obligado a desobedecer para continuar siendo un buen ciudadano (Bobbio, 1997: 117). Pues bien, para Gandhi

«la desobediencia, para que sea civil, tiene que ser sincera, respetuosa, mesurada y exenta de todo recelo. Tiene que apoyarse en principios muy sólidos, no verse nunca sometida a caprichos y, sobre todo, no dejar que la dicte nunca el odio o el rencor» (Gandhi, 1975: 144)[10].

No en vano, que la noviolencia gandhiana como Ahimsa no es meramente una estrategia pragmática se comprenderá mejor al considerar que la posibilidad del sacrificio constituye un refuerzo extremadamente valioso del gesto político, razonado, de la desobediencia civil[11]. Y un refuerzo exterior tanto a la estricta argumentación y razonamiento que debe apoyar al desobediente, como a cualquier convicción que se resolviese, en última instancia, en veleidad psicológica o en mera estrategia instrumental.

En realidad, cuando se describió sumariamente (en el epígrafe 2) aquella protesta promovida por Gandhi en Sudáfrica, a raíz de ser expulsado del tren, lo hicimos siguiendo literalmente la definición rawlsiana de la desobediencia civil. En efecto, para Rawls dicha desobediencia constituye un «acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno» (Rawls, 1979: 405). Por más que podría llevarse a cabo un "recorrido" minucioso de esta caracterización, a la que les remitimos pero que no podemos reproducir aquí[12], ya que en este contexto resultaría imposible una penetración exhaustiva en el concepto de desobediencia civil, sí nos gustaría señalar, para situarnos en disposición de comprender lo que diferencia la Ahimsa gandhiana de la mera noviolencia[13], que la definición que acabamos de recordar no agota completamente la caracterización de la misma llevada a cabo por el propio Rawls. De la definición anterior no se ha explicitado 1º) el rasgo de aceptación del marco constitucional, lo que aparta a la desobediencia civil de la desobediencia que pudieramos considerar “revolucionaria”, y 2º) el rasgo en virtud del cual se ha de aceptar el castigo o represión que pueda derivarse del gesto de desobediencia. No: en efecto, la desobediencia civil no es nada “divertida”, si se nos permite decirlo así, ni siquiera tiene aureola alguna de romanticismo o malditismo (en tanto no se la podría vincular al delito común) (García, 2001). Es muy importante este segundo rasgo añadido a la definición rawlsiana de la desobediencia civil, que quizás Rawls debería haber incluido en la definición misma. En este sentido, parece oportuno recordar las palabras de Gandhi, con las que afirma que:

«No soy un visionario. Pretendo ser un idealista que tiene sentido de la realidad. La religión de la noviolencia no está reservada únicamente a los rishis y a los santos. Está destinada a todo el mundo. La noviolencia es la ley de nuestra especie por la misma razón que la violencia es la ley de los brutos […]. La dignidad humana exige que el hombre se refiera a una ley superior, que haga vibrar la fuerza del espíritu.

He procurado que tenga nuevamente vigencia en mi país la antigua ley del sacrificio de sí mismo. Pues el Satyagraha y sus dos prolongaciones, la no-colaboración y la resistencia civil, no son más que palabras nuevas para traducir las ideas de sufrimiento y de renuncia […].

Para ser eficaz, la noviolencia exige una voluntad decidida de aceptar el sufrimiento. No se trata ni mucho menos de una sumisión servil a la voluntad del tirano, sino de oponerse con toda el alma a sus abusos. Al respetar esta ley de nuestro ser, un solo individuo puede llegar a desafiar todo el poder de un imperio basado en la injusticia y, dejando a salvo su honor, su religión y su alma, conseguirá quebrantar los cimientos de ese imperio o promover su regeneración» (Gandhi, 1975: 152-153).

Si, como dijimos, la noviolencia rompe la inercia de la reciprocidad en la devolución de la agresión, ahora también se puede comprobar que la publicidad del gesto de desobediencia y la aceptación de la pena impuesta a la transgresión es la contrarréplica perfecta al “tirar la piedra y esconder la mano”, propio de un gesto político o práctico de escasísimo prestigio moral. El “reforzamiento” de la aceptación de la responsabilidad es una prueba de autenticidad e implica un sacrificio, una suerte de heroísmo en las antípodas del conformismo, y es en este punto en el que, nos parece, la desobediencia civil entra de lleno no simplemente en una capacidad para denunciar y razonar, sino en una actitud espiritual que requiere de una fortísima convicción moral o, por decirlo de otro modo, hace referencia a un gesto de “pensar por sí mismo” que también resulta común a la objeción de conciencia (de la que encontramos un buen ejemplo, muy pedagógico, en Antígona).

Si bien la justificación de la desobediencia civil no se confunde con un acto íntimo de conciencia psicológica, la fuerza que requiere el paso de la desobediencia “en la teoría” a la práctica exige un fuerte convencimiento, ser fiel –lo decía el propio Gandhi- a “la voz de la conciencia”. Es indudable que con ello se entronca, pues, con una de las más venerables tradiciones de la lucidez occidental. Y ello porque la desobediencia civil exige, en el horizonte de la noviolencia, asumir la soledad de la rebelión (incluso aunque no se trate de un individuo, sino de un grupo). El pensar por uno mismo, primera máxima del sensus communis logicus kantiano (Kant, 1981: 199-200), que alude explícitamente a una razón "nunca pasiva", no se desenvuelve en el vacío de la mera posibilidad, sino, como lo formula el propio Kant, en un atreverse (el término alemán es habe Mut, equivalente al conocido sapere aude: de “audeo”, osar, atreverse), es decir, en un osar, en un arrojo especial, se lo llame salida de la minoría de edad o de otro modo, y siempre apuntando a un trascendimiento de los límites de la conciencia propia. En el caso de Gandhi, ya ha sido dicho antes, a lo que se apunta es a la verdad y a la justicia, por cuanto una ley injusta, ilegítima –promulgada por alguien sin poder para ello- o no válida –anticonstitucional (Bobbio, 1997: 117)- habría de mover a la desobediencia civil para combatirla. De este modo, la principal fuente de justificación de la desobediencia civil sería:

«la idea, religiosa en origen y posteriormente laicizada en la doctrina del derecho natural, de una ley moral que obliga a los hombres en cuanto hombres, y que, como tal, obliga independientemente de toda coacción, es decir, en conciencia; y se distingue de la ley de la autoridad pública, que obliga sólo exteriormente y si lo hace en conciencia es sólo en la medida en que se adecua a la ley moral. Aún hoy, los grandes movimientos de desobediencia civil, desde Gandhi a Martin Luther King, han tenido una fuerte impronta religiosa. En cierta ocasión, Gandhi se dirigió de este modo a un tribunal que lo juzgaba por un acto de desobediencia civil: “Me atrevo a hacer esta declaración no ciertamente por eludir el castigo que deberá imponérseme, sino para demostrar que he desobedecido el orden que se me ha impuesto no por falta de respeto a la autoridad legítima, sino para obedecer a la ley más elevada de nuestro ser: la voz de la conciencia”» (Bobbio, 1997: 124-125).

A juicio de Bobbio, la otra fuente histórica es la iusnaturalista, que declara la primacía del individuo frente al Estado, con derechos originarios e inalienables, y cuyo mayor teórico (específicamente del derecho a la resistencia) sería John Locke. Veríamos que el horizonte último de la desobediencia civil nos puede remitir a la defensa de los derechos humanos y a la escucha de la voz de las minorías. Por esta razón, la desobediencia civil es un mecanismo dinamizador, nada despreciable, y se diría que casi imprescindible, de una democracia no adocenada en el conformismo acomodaticio o el simple voto de la mayoría -que quizás la condenarían al estatuto  de democracia meramente formal (Mingo, 2003). Estamos de acuerdo en afirmar, pues, que:

«si la política la entendemos como la formación discursiva de la vo­luntad común, entonces la representación sólo tiene sentido como una cuestión técnica, como un mecanismo para suplir la imposibilidad fác­tica de la participación igual y efectiva en la toma de decisiones [...]. Pero esto no significa que podamos hacer dejadez, como nos recordaba Rousseau, de nuestra autonomía, de nuestra capacidad para conducir nuestra propia vida individual y colectiva. Significa más bien que de­bemos buscar una conexión interna entre el sistema representativo y el «todos» característico de la democracia. Es decir, abrir nuevas vías de participación que complementen a las jurídicamente institucionaliza­das. No podemos reducir lo político al poder administrativo, al estado. Debemos conceptualizar el papel que desempeñan y pueden desempeñar la sociedad civil y la opinión pública, como canales de participación, en esta formación democrática de la voluntad colectiva» (García, 2001: 27).


5. Noviolencia y prudencia.

Volviendo a una afirmación anterior, recordemos que lo que tiene de provocativa la noviolencia es su transgresión de la simetría en la reciprocidad típica de agresor-agredido. La réplica del agredido que asume la noviolencia sería “desmesurada”, en la estricta medida en que contraviniese la expectativa del agresor, al que obligaría a una violencia creciente, hasta culminar en la muerte, o a cambiar de actitud y tornarse reflexivo. Esta sería una de las críticas que la propuesta gandhiana puede recibir, en tanto que en vez de conseguir una disminución de la violencia, se provocase su acrecentamiento vertiginoso. Así, algunos autores como Rawls matizan que este tipo de estrategia puede tener vigencia en una sociedad “casi” justa, podríamos decir, democrática (Rawls, 404). En el caso concreto de Gandhi, se diría que tuvo la “suerte” de toparse con un enemigo civilizado. El “enemigo” fue, tanto en el caso de Sudáfrica como en el de la India, el Imperio inglés. Aquella disimetría que utiliza como arma el pacifista desobediente civil requiere de la esperanza en un resquicio de justicia, razonabilidad y vergüenza -e incluso compasión- en quien detenta el poder.

Podrá discutirse ampliamente, así pues, si la práctica de esa asimetría e irreciprocidad es efectiva en situaciones extremas de violencia (por ejemplo, pensemos en el campo de exterminio nazi o, imaginémoslo, en el contexto de las masacres genocidas entre hutus y tutsis en Ruanda, en 1994). En 1939, Buber preguntó a Gandhi, cuando éste sugirió que los judios practicasen la resistencia no violenta contra los nazis, si era consciente de lo que significaba el campo de concentración. Le decía Buber que:

«cabe combatir la irracionalidad de ciertos seres humanos con una actitud efectiva de noviolencia porque siempre queda un hálito de espe­ranza de que, paulatinamente, entren en razón; pero uno no puede en­frentarse mansamente a una diabólica apisonadora que lo barre todo a su paso. Hay ciertas situaciones en las que del saryagraha de la fuerza espiritual no emana un satyagraha de la potencia de la verdad. La pala­bra "mártir" significa testigo, pero si no existen hombres ¿quién va a dar testimonio?» (Casado da Rocha, 2001: 49).

En tal sentido, por ejemplo, George Orwell, que reconoció la nobleza y valentía de la actitud de Gandhi –en tanto no rehuía enfrentarse al mal y a la injusticia- aunque la consideraba inhumana, creía, sin embargo, que Gandhi no llegó a comprender la naturaleza del totalitarismo porque su experiencia negociadora se limitó al gobierno británico; en su opinión, la suerte de la satyagraha en la Rusia de Stalin o en la Alemania de Hitler habría sido bastante diferente. Aunque también existe el contraejemplo de la resistencia danesa contra los nazis, que tuvo éxito utilizando la desobediencia civil y la resistencia no violenta (Casado da Rocha, 2001: 50)[14]. Además, con la amenaza de la guerra nuclear reconoce que la estrategia gandhiana adquiriría un nuevo valor.

En todo caso, y para no confundir prudencia con actitudes pusilánimes, además de ratificar la no-debilidad de la noviolencia –que ya habíamos comentando-, Gandhi no oculta su abominación de la cobardía. E incluso desmonta esa asociación de conceptos con afirmaciones que nos hacen pensar sobre las circunstancias en las que la adhesión a la noviolencia nos propondría difíciles dilemas, afirmaciones como, por ejemplo, la siguiente: «no tengo ningún reparo en decir que, cuando sólo es posible elegir entre la cobardía y la violencia, hay que decidirse por la solución violenta» (Gandhi, 1975: 151). Resulta claro que Gandhi está refiriéndose a circunstancias en las que se tratase de obrar a favor de otro y sólo cupiese decidir entre defenderse o huir. Desde su perspectiva, habría que optar por no abandonar al débil a su suerte, so pretexto de una presunta actitud de noviolencia -probablemente se estaría recurriendo a una excusa para ocultar la propia cobardía. Gandhi recuerda cómo en cierta ocasión:

«los hombres de una aldea cerca de Bettia me dijeron que habían emprendido la huída mientras que la policía saqueaba sus casas y molestaba a sus mujeres. Cuando añadieron que habían obrado de ese modo porque yo les había aconsejado que no fueran violentos, experimenté tanta vergüenza que no tuve más remedio que bajar la cabeza. Tuve que demostrarles que no era aquel el sentido de la noviolencia. Hubiera preferido ver cómo se situaban de escudo entre los más fuertes que proferían sus amenazas y los más débiles a los que tenían que proteger. Sin el menor espíritu de venganza, deberían haber tomado sobre sí mismos los sufrimientos del combate, dispuestos a hacerse matar, sin huir jamás ante el huracán. Había cierto coraje en la defensa por la espada de los bienes, del honor y de la religión. Todavía habría sido más noble asegurar su defensa sin devolver mal por mal. Pero era indigno, anormal y deshonroso abandonar el puesto y, por salvar la piel, dejarlo todo en manos de los malhechores. A los que saben morir sé muy bien cómo hay que enseñarles el camino de la ahimsa. Pero me parece imposible hacerlo con los que tienen miedo a la muerte» (Gandhi, 1975: 148).

Por lo demás, si bien es cierto, tal y como acabamos de mostrar, que Gandhi abominaba de la violencia pero rechazaba por completo la cobardía –lo que, llegado el caso, incluso justificaría el uso de la violencia -, del mismo modo habría que recordar que en su propuesta de desobediencia civil llegaría hasta el extremo de dar la vida. Lo que valora el que supedita la puesta en práctica de la noviolencia a un entorno mínimamente civilizado es la eficacia de dicha práctica con respecto a su éxito masivo, lo que, en el caso de Gandhi, no desdice la radicalidad del compromiso, no supeditado al criterio pragmático del éxito.


6. La exigencia de ejemplaridad y autoridad.

Quizás en las antípodas de la noviolencia se encuentra la guerra preventiva, versión grandilocuente de aquel dicho según el cual la mejor defensa es un buen ataque. Sin embargo, el universo de Gandhi dista años-luz de semejante punto de vista. Aunque no se aceptara el espíritu y el compromiso moral, restaría aún la estrategia y la oportunidad política. Gandhi fue un maestro en ambas instancias, independientemente de cualquier perspectiva de éxito (Gandhi, 1975: 131), aunque éste a la postre se alcance –como así ocurrió en más de un sentido.

De la ética-política de Gandhi podría decirse lo que decía Kant en el Apéndice a La paz perpetua:

«La política dice: “sed astutos como la serpiente”. La moral añade esta condición limitativa: “y cándidos, como la inocente paloma”. Si ambos consejos no pudiesen entrar en un mismo precepto, existiría realmente una oposición entre la política y la moral; pero si ambos deben ir unidos absolutamente, será absurdo el concepto de la oposición, y la cuestión de cómo se ha de resolver el conflicto no podrá ni plantearse siquiera como problema» (Kant, 1979: 134)
.

No dudemos, en todo caso, que en Gandhi el estratega político se debió inequívocamente, y en todo momento, al hombre espiritual, y que de no ser por el aliento de éste, aquél, el político, no habría pasado de la propuesta de una eficaz táctica (me refiero a la desobediencia civil), en lugar de una Gran Praxis. En efecto, para Gandhi, a quien no gustaba el término “desobediencia civil”, se trataba, nada más y nada menos, que de la satyagraha (firmeza en la verdad), y no fue un ingenuo, ni un utopista en el vacío (fue entre los propios hindúes entre quienes la doctrina de la ahimsa encontró a veces fuertes resistencias). No olvidemos, en fin, que como dijo Einstein de Walter Rathenau, «no tiene mérito ser idealista cuando se vive en Babia; lo tiene, en cambio, viviendo en la Tierra y conociendo su hedor» (cit. por Fernández Buey 2004: 66). Gandhi demostró, con una profundidad admirable, la compatibilidad entre rebelión y respeto (Soler, 2004). Y lo pagó con su vida, como Jesucristo o Luther King. Pero es a partir de este alto precio –no sólo por él, pero quizás ante todo por él- por lo que reluce aquello por lo que, en éstos como en otros casos, decíamos que su profundidad fue admirable.

Si es cierto que «la admiración de la virtud ya es en sí misma una virtud», como decía Fernando Savater –y nos lo recordaba Aurelio Arteta en su ensayo sobre La virtud en la mirada[16]-, al convertirnos Gandhi en sus admiradores consiguió, al menos, que asomara en nosotros un pequeño destello de virtud. La admiración nos propone una senda no suficientemente recorrida en la actualidad. Vivimos desbordados por el espectáculo de la violencia, en muchos niveles: desde las guerras hasta los videojuegos violentos, pasando por la violencia de género, sin olvidar la agresividad cotidiana. Y no están de moda, precisamente, ni un sentido profundo de una interioridad moral que alentase convicciones morales profundas, ni la voluntad, ni la disciplina, ni la ejemplaridad pública. Uno de los mayores problemas con que nos encontramos en la actualidad radica en la sensación de vacío vital, traducida en una falta de ilusión y hastío, probablemente provocada por un encauzamiento erróneo de las metas vitales a alcanzar, de los valores que sirven de parámetros a tales metas, y que lleva aparejado además una enorme falta de modelos a los que admirar hasta el punto de imitarles, en tanto que los que se proponen como modelos para el seguimiento de las masas adolecen de falta de profundidad -no pasan de ser fenómenos de moda con la intención de ser fácilmente sustituibles y con la expectativa, en quienes los promueven, de producir un rendimiento económico- y, por consiguiente, para su propia finalidad deben adormecer lo máximo posible el espíritu crítico. Con este diagnóstico apresurado no pretendemos resolver uno de los mayores retos a que nos enfrentamos en la actualidad, pero sí nos parece adecuado como punto de partida para abordar tal problema, en el que la preocupación por la educación en general, y por la educación moral en concreto, encuentra sin duda uno de sus puntos principales y más conflictivos. Así, deberíamos prestar atención a Bertrand Russell, tal y como nos sugiere Arteta, cuando se refería a la enseñanza de la excelencia a los jóvenes del siguiente modo:

«En otras palabras, el afán del maestro del carácter moral será imbuir en los jóvenes el propósito de “no rebajar nunca la altura de sus expectativas; infundir en ellos un amor apasionado por la excelencia y por las cosas que la determinan”. La consigna educativa no se hace esperar: “Muy especialmente, la admiración -el más puro y noble de los placeres- y la admiración apasionada, debe ser estimulada por todos los medios posibles”. ¿Habrá algo más que añadir?» (Arteta, 2002: 323-324)[17].

Esta preocupación por el ambiente social y su relación con el problema de la ejemplaridad, en tanto propuesta de figuras admirables que inciten a su seguimiento e imitación a todos los niveles, ha encontrado también eco en los últimos años en autores como Gomá, para quien se ha de admitir el proponer modelos

«no con la pretensión de que esos modelos cancelen por ellos mismos –merced a su armonía de valores- todos los conflictos sociales, sino con la de que dichos conflictos sean definitivamente conciliados mediante la generalización entre todos los ciudadanos de aquella “actitud ejemplar al servicio de la polis”. Los ejemplos públicos no son la solución, sino el modelo de solución susceptible de repetición por la “mayoría” que la “polis” por ese motivo convierte en espectáculo» (Gomá, 2004: 381).

Y continúa reconociendo la importancia de que el hombre público predique con el ejemplo, llamando la atención sobre la diferencia entre el discurso moral y el discurso de la ciencia y de la técnica: a este último simplemente se le exige claridad y coherencia en sus conceptos, sin plantear mayores requerimientos morales al transmisor de esos contenidos para su credibilidad, mientras que en el caso del discurso moral no basta con su evidencia teórica para que sean adoptados. La verdad moral «debe acompañarse del testimonio personal para ser aceptable» (Gomá, 2004: 382), hasta el punto de que cualquier contradicción entre teoría y praxis en este ámbito lo desacredita; y no nos referimos únicamente al descrédito del transmisor oral de esos valores, sino al descrédito del propio ámbito moral. Entonces, ¿qué significa predicar con el ejemplo?

«Quien es ejemplo de lo que predica tiene auctoritas. Se le reconoce autoridad moral a quien prueba con su comportamiento la verdad de su proposición sobre valores. En cambio, si se advierte una contradicción en alguien entre lo que dice y lo que hace, prevalece siempre esto segundo, de modo que la acción real impugna la pretensión de validez del aserto o proposición, y no viceversa […] Si desapareciera de nuestro mundo el ejemplo de virtud, no podría volverse a traer ni con ayuda de todos los libros escritos por los más eximios moralistas. El valor del amor y el antivalor del odio se perciben y se comprenden en los ejemplos concretos experimentados de amor y odio, y ante ellos la explicación verbal suena a huera sofística. La educación sentimental del hombre se alimenta de los ejemplos concretos de valores y antivalores experimentados en su vida, y no en el discurso moral ni el sermón. En suma, predicar con el ejemplo significa que el ejemplo predica, es decir, que es el único capaz de hablar a la conciencia y al corazón con toda la elocuencia, aunque sea un ejemplo silencioso, y ante él la voz más ardiente del más inflamado predicador puede llegar a ser muda» (Gomá, 2004: 383).

Por eso quien, como Gandhi, no sólo predica la noviolencia, sino que la ejercita, y si, además, como sucede respecto a la desobediencia civil, asume la responsabilidad y, en su caso, el ser “castigado” por el poder, está planteando un caso extraordinario de ejemplo moral con autoridad: el convincente sujeto moral de la noviolencia. Y además nos sitúa ante una verdad difícil de rebatir[18].

De este modo, se encuentra aquí uno de los baluartes que respondería a los desafíos de la educación en el siglo XXI, y que no puede postergarse porque no constituya una tarea fácil y rápida, de resultados inmediatos: la educación siempre ha sido una labor a largo plazo. En este sentido, Mario López nos recuerda que:

«tanto porque son actos fundamentados en comportamientos éticos y racionales, así como porque requieren de una importante disciplina y autocontrol, la noviolencia suele ser un proceso individual y colectivo muy interiorizado, al que se llega tras un largo debate interno y social, y no por un transcurso espontáneo o más o menos natural. Debate (formación, aprendizaje, experimentación, etc.) al que suele ayudar a decantarse, especialmente para muchos ciudadanos, si existe un fuerte liderazgo, un modelo a seguir, unas personas que hacen de influenciadores o facilitadores […], los cuales, unos u otros, pueden marcar el camino ante las dudas y vacilaciones. Pero, al contrario que la violencia, no vale sólo su capacidad mimética, sino un aprendizaje y un entrenamiento previo que, históricamente considerado, nunca ha resultado infranqueable allí donde se ha pretendido utilizar» (López Martínez, 2000: 330).

Esa siempre costosa tarea educativa puede encontrar sendas que la orienten, aunque no vayan a simplificarla, tal y como estamos apuntando con las siguientes palabras de Durkheim:

«Aunque no haga falta seguramente perder de vista la necesidad de disciplinar la energía moral, no obstante, el educador debe aplicarse sobre todo a despertarla, a desarrollarla (...). Por consiguiente, en las condiciones presentes, hay que dedicarse a despertar sobre todo la fe en un ideal común (...). Ante todo, tenemos que hacernos un alma» (Durkheim, 1992: 87)[19].

Ningún colofón más adecuado para nuestro trabajo que la petición a hacernos un alma –y ahora comenzamos a comprender que hacernos un alma no podría ser separado del hacernos las paces (Martínez, 2001)-, teniendo en cuenta que Mahatma, tal y como sus seguidores comenzaron a llamar a Gandhi, significa alma grande.


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Notas

[1]Universidad de Sevilla.

[2] Aunque Polemos no podría concentrarse sobre todo en la violencia. Se trata más bien del conflicto, de la lucha o de la pugna (entre contrarios).

[3] Para referirse al pacifismo finalista, Bobbio ofrece dos interpretaciones de la naturaleza humana que sustentarían, a su vez, dos tipos de razones motivantes de la guerra: como consecuencia de un mal moral, o bien, como consecuencia explicable en términos médico-psicológicos y sociológicos; en este último caso, la solución sería una terapia o vacuna.

[4] Resulta tremendamente estimulante y esperanzador el modo en que han proliferado los institutos, asociaciones y, en general, estudios e investigaciones sobre la no-violencia -o, si se prefiere: noviolencia (Cf. López, 2004b, 783-795)- en los últimos años. En nuestro país ha destacado el Instituto de la paz y los conflictos, con sede en la Universidad de Granada, o la Asociación Española de Investigación para la paz, así como la Cátedra de la Unesco de Filosofía para la Paz, con sede en la Universidad Jaume I de Castellón. Sorprende la abundancia y calidad de los estudios sobre la Paz y otras cuestiones a ella vinculadas que se han desplegado especialmente en nuestro país. Para verificar la enorme consistencia de este área de estudios bastaría consultar la Enciclopedia de paz y conflictos, dirigida por Dr. López (2004a).

[5] Para una justificación de escribir “Noviolencia” sin guión de separación, vid. López, 2004b: 784.

[6] El autor López insiste en que la noviolencia no se confunde, en absoluto, con debilidad, apatía o miedo, y que no es precisamente un arma de los débiles (López, 2000: 329). En otro lugar (López, 2004: 496) recuerda cómo Gandhi distingue, pertinentemente, entre tres tipos de noviolencia: la del cobarde (vid. nuestra nota 16), la del débil y la del fuerte. Es imprescindible no olvidar que la noviolencia no se deduce de debilidad alguna, a fin de desactivar, entre otras posibles críticas, la tópica crítica nietzscheana que vislumbra en actitudes básicamente “cristianas” o similares (en general, en torno al amor y la caridad) un caso encubierto de debilidad decadente.

[7] No en vano, así comienza la narración de Gandhi, el film de Attenborough basado en la obra de John Briley, en 1982. La colaboración entre director y guionista volvió a dar fruto en 1987 con Cry Freedom (Grita libertad en nuestro país). Si la configuración epocal de las mentalidades colectivas se deja rastrear con eficacia, en muchas ocasiones, atendiendo a los grandes medios de comunicación y, en concreto, a la industria cinematográfica, sin duda es del todo sintomática esta década de los ochenta, con los dos filmes del calibre de estos citados, muy éticamente comprometidos, y con gran éxito de crítica y público. El fin de la guerra fría se produce a finales de la década de los años 80 y es, justamente, al principio de esa década, desde que Juan Pablo II tomara el pontificado (1978), cuando comienza el activismo del sindicato polaco “Solidaridad”.

[8] Puede consultarse Pontara, 2004: 493-498.

[9] Para un desarrollo de las ideas con que a continuación caracterizaremos el pensamiento de Gandhi, cfr. Fraga, 2000: 27 y ss. Sobre la importancia de la convicción, vid López, 2000: 329.

[10] No creo que  Malem consiga probar que en realidad Gandhi no fue un defensor de la desobediencia civil (Malem, 1988: 84-92). En todo caso, habría una desobediencia civil con específicos rasgos gandhianos.

[11] «La resistencia pasiva es un método que permite defender todo derecho que se encuentre amenazado, haciendo recaer sobre sí mismo los sufrimientos que se pueden derivar. Pasa lo contrario con la resistencia armada. Cuando me niego a hacer una cosa que repugna a mi conciencia, apelo a las fuerzas del alma. Supongamos que el gobierno implanta una ley que me toca en alguno de mis intereses. Si recurro a la violencia para hacer abrogar la ley, empleo lo que puede llamarse la fuerza del cuerpo. Por el contrario, si no obedezco a la ley a costa de incurrir en las sanciones previstas, utilizo la fuerza del alma; y esto supone un sacrificio para mí mismo» (Gandhi, 1975: 131-132).

[12] Cfr. Rawls, 1979: 404-409, así como García, 2001: 29-31.

[13] Cfr. la distinción de Bobbio (1992: 75-78 y 82-86) entre la noviolencia como momento del pacifismo instrumental y el “espiritualismo” del pacifismo finalista, en la que también creemos puede situarse la propuesta gandhiana, y que presentaría una búsqueda más profunda de la causa y solución del problema que plantea la violencia.

[14] Casado da Rocha cita a Randle, 1998: 67.

[15] Sobre paz religiosa, paz ética y paz política, cfr. Panikkar, 2002: 55 y ss.

[16] «Admirar equivale a alumbrar una virtud, tanto la ajena de que se trate como la propia y peculiar de admirar» (Arteta, 2002: 288). Arteta cita a Savater (1986: 69), y continúa Arteta: «Y como tal, en definitiva, ella misma admirable. Admirar lo admirable también es digno de ser admirado. ¿También? Para ser coherentes, y si la admiración sigue siendo la potencia misma de todas las virtudes, habría que decir mejor: es lo primero que hay que admirar en el sujeto moral. Lo mismo el excelente, a fin de perseverar en serlo, que el aspirante a la excelencia son admirables ante todo en su condición de admiradores. Unos admirables admiradores» (Arteta, 2002: 288).

[17] Los textos citados por Arteta proceden de Russell, 1996: 62-65.

[18] De cualquier modo, es completamente cierto que la paz, su educación y su filosofía requieren imperiosamente de la esperanza y del optimismo. No un optimismo iluso, sino lúcido. Como bien reconoce Mario López, «cabe pensar que, la noviolencia seguirá teniendo un gran poder cultural y social en las próximas décadas. Su capacidad para desenmascarar las más diversas formas de violencia, para resaltar las injusticias y para levantar simpatías han estado demostradas como realidades históricas. Asimismo, para todas las formas y expresiones del pacifismo, la noviolencia ha supuesto una renovación teórica, metodológica y epistemológica muy considerable. También, ha permitido legar una importante contribución a la permanente construcción de la ciudadanía, no sólo a la teorización, sino muy singularmente a su ejercicio. Igualmente ha mantenido viva la teoría política más elemental sobre los cimientos en los que se sostiene todo poder, arrinconada por el realismo maquiavélico y hobbesiano, sin caer en falsos idealismos o utopismos, ha vuelvo a poner en su sitio a los teóricos que antaño u hogaño han hablado del empoderamiento de los ciudadanos frente a las tiranías y malos gobiernos» (López, 2000: 339-340).

[19] Citado por Arteta, 2002: 324.

Alicia María de Mingo Rodríguez fue becaria de investigación de la Universidad de Sevilla (1988-1991) y premio extraordinario de doctorado por una Tesis, presentada en 1999, sobre el tema de la Filosofía de la Naturaleza en el Kant crítico, en sus conexiones con la Ciencia newtoniana. Es autora de dos libros: Materia y experiencia. La filosofía de la Naturaleza en Kant-1786 (1999) y Percepción y juicio. Juicios de percepción y juicios de experiencia en Kant (2003), así como de numerosos artículos en publicaciones especializadas. En los últimos años se ha aproximado con vivo interés al área de temas de la Filosofía moral y política, con especial atención a las exigencias ideales de una sociedad y cultura democráticas: pluralismo, interculturalidad, esperanza, reflexión, sensus communis, paz, desobediencia civil, etc. Correo electrónico: amingo@us.es

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