"ReDCE núm. 42. Julio-Diciembre de 2024"
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1. Sólo con convicciones férreas puede iniciarse una investigación sobre derechos y libertades.
En los últimos años me he enfrentado a muchas situaciones en las que, al anunciar a mi interlocutor que parte de nuestro trabajo consiste en estudiar derechos, me han tachado de iluso, ingenuo o, simplemente, de perder el tiempo. Unos minutos de telediario bastan para darles la razón. De nada vale acaparar la conversación con un discurso sobre la evolución del constitucionalismo de los últimos siglos, ni defender que realmente estudiamos técnicas jurídicas y procedimientos, con ínfulas científicas. Si el objeto es una utopía para el imaginario social, toda reflexión sobre el mismo no es más que un privilegio de trabajadores ociosos.
Las críticas menos reflexivas coinciden en que el hombre sigue siendo un “lobo”. Que el capital manda. Que hay incansables poderes oscuros y ocultos interesados en entretenernos con esperanzas que, a lo sumo, no son más que un conjunto de concreciones éticas y valores subjetivos, que acaban en el momento en que se toma el ascensor para salir a la cruda jungla de la masa. Que si no se respetan de nada valen… Si algunos, más reflexivos, conceden que estos derechos y libertades pueden ser algo mínimamente tangible, una realidad histórica, entonces declinan que, pese a todo, cada quién puede justificar siempre que tiene un derecho contra el derecho de otro alguien, que la decisión final de qué derecho proteger y cómo raya la arbitrariedad de quien tiene el poder de decidir.
Es cansado explicar que los derechos humanos y los derechos fundamentales son realidades diferentes. Que los sistemas coactivos estatales llegan a donde llegan. Que sus garantías están en continua evolución y, al menos, ya se ha recorrido un largo camino en los estados democráticos. Que los derechos han alcanzado un importante vigor en sentido vertical, pero las relaciones horizontales son harina de otro costal… Las críticas y la cruda realidad hacen mella en el investigador.
Por eso, sólo con convicciones democráticas férreas se puede llegar a buen puerto cuando se analiza cómo mejorar la garantía de los derechos y libertades, pese a todo. Sin firmeza y determinación en la importancia de la empresa es fácil caer en la melancolía y en la insignificancia. Para evitarse disgustos y esfuerzos inútiles, sin convicciones, es común en la academia centrar nuestros esfuerzos en cuestiones concretas, casuísticas, materiales, muy acotadas y delimitadas, técnicas… Lo normal es que nos dediquemos a “tapar agujeros” en casos concretos con las manidas herramientas tradicionales de las que disponemos.
De ahí el interés principal del este libro: sin ahorrar esfuerzos ni caer en el desaliento, Pablo Riquelme Velázquez se lanza a analizar uno de los pilares de los derechos, incluso del constitucionalismo, de nuestro tiempo. El contenido esencial de los derechos. Con convencimiento desarrolla la obligación de fundamentar minuciosa y ordenadamente las decisiones esenciales sobre derechos, y no escatima esfuerzos a la hora de desarrollar un mecanismo de argumentación sistemática para darles vigor, para concretar su contenido.
En lugar de aplicar las herramientas clásicas de forma automática a problemas concretos, la obra que tengo el placer de recensionar se dedica a pulir y engrasar el principal mecanismo de la constitución normativa para enfrentar la vulneración de derechos: la garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales del artículo 53.1 CE.
Pablo Riquelme Vázquez ha dedicado los mejores años de su vida a enfrentar el problema desde la raíz. Pero no ha optado por la vía dogmática, descriptiva o concreta, sino que ha abordado el problema de los derechos y libertades desde lo más profundo de sus contrariedades. Como él mismo señala, parafraseando a Habermas, el artículo 53.1 CE “refleja de una manera que cabe considerar paradigmática para la justicia constitucional la recurrente tensión entre la facticidad (o vigencia) y la validez del Derecho de nuestro tiempo” (p.36). La garantía constitucional del contenido esencial de los derechos y libertades fundamentales (artículo 53.1 CE), objeto del libro, resume en una articulada invención jurídica la forma y la sustancia de los derechos. Y, si me lo permiten, del Derecho.
2. La garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales frente al legislador, condensa dos siglos y medio de evolución de las comunidades políticas constitucionales. Diferencias entre la eficacia, vigencia y validez de las disposiciones; la sustancia y la forma; la subsunción de las voluntades individuales plurales en la generalidad unitaria de la ley, el ser y el deber ser… todos los paradigmas clásicos del Derecho público se encuentran en el tema de estudio. Es, como señala Kriele, “una de las más vulnerables invenciones del ingenio humano” (p. 33) pues requiere la búsqueda del equilibrio exacto y al mismo tiempo, entre las diversas teorías de la constitución y entre los poderes constitucionales: una difícil mesura entre el poder legislativo y el poder judicial, que depende a su vez de la comprensión de los derechos fundamentales como límites (constitución como orden marco) o como mandatos de optimización (la constitución como orden fundamental). Como señala Pablo Riquelme “de cómo se concrete el contenido esencial dependerá […] la soportabilidad democrática de los procesos de control de constitucionalidad de las leyes” (p.36).
Pablo Riquelme no se achanta ante tal empresa y la afronta con una actitud firme de partida: el “afán de contrarrestar el peligro de una dogmática de los derechos fundamentales excesivamente focalizada en concretos derechos o libertades, así como el de aprovechar el potencial «racionalizador» de un concepto jurídico tan abstracto como el de contenido esencial” (p.37).
Con estas mimbres aborda, en mi opinión de manera exhaustiva, una de las garantías de los derechos más complejas de nuestra constitución, y lo hace sin dejar un resquicio a la melancolía, sino con optimismo y rigor.
3. La conclusión de la tesis que nos presenta Riquelme Vázquez es potente y está bien armada: la constitución del pluralismo contemporánea requiere de un procedimiento dialéctico capaz de consensuar el contenido esencial de cada derecho, y el principio de proporcionalidad es el que cumple esta función en última instancia. El contenido esencial de los derechos no se deduce por completo desde el interior de cada derecho, ni cada derecho tiene una sustancia absolutamente inequívoca, inmutable ante la acción del legislador democrático. Un acercamiento exclusivamente dogmático al contenido “mínimo”, “indisponible”, “esencial” del derecho no es suficiente para abordar de forma equilibrada la constitucionalidad de los actos o normas. Por ello, el autor propone una versión tripartita del principio de proporcionalidad como la herramienta que, en mayor medida, puede identificarlo.
Para Riquelme el contenido esencial tiene una configuración procedimental: se identifica con la obligación del Tribunal Constitucional de fundamentar minuciosa y ordenadamente su fallo en los procedimientos de inconstitucionalidad en materia de derechos. Por ello el principio de proporcionalidad concentra el significado constitucional (contemporáneo) del contenido esencial.
Si la garantía del contenido esencial del derecho fundamental frente al legislador se traduce en esta obligación pedagógica y colectiva de argumentación de las decisiones del Tribunal constitucional, la percepción popular de los derechos podría ganar adeptos. Y si los esfuerzos de los estudiosos se dedicasen a revisar las herramientas de garantía de derechos en lugar de aplicarlas de manera automática a problemas concretos y pasajeros, la percepción del valor social de nuestro trabajo posiblemente se acrecentaría.
4. La dificultad a la hora de alcanzar una conclusión contundente, valiente y bien argumentada, se observa desde las primeras páginas: cómo hacer soportable desde un punto de vista democrático los procesos de control de constitucionalidad de las leyes (p. 36), la función del Tribunal constitucional. Dicho de otro modo: cómo equilibrar el necesario vigor de los derechos fundamentales positivizados por el constituyente (representado por el control de constitucionalidad de las leyes que ejerce el TC) con el necesario poder configurador del legislador democrático, llamado a reflejar los anhelos y avances sociales.
Como se expone con detalle, en materia de derechos fundamentales esta dicotomía se ha representado en torno a dos bloques doctrinales. Por un lado, los que defienden una concepción restringida de los derechos, es decir, los que consideran que los derechos tienen un objeto preconstituido, interno, capaz de delimitarse dogmáticamente desde su configuración constitucional aplicando los tradicionales métodos interpretativos. Por otro lado, una concepción amplia, que defiende la intervención constitutiva del legislador en materia de derechos y, por tanto, optan en su control por la aplicación de criterios externos a la propia configuración del derecho y, en la mayoría de los casos, al principio de proporcionalidad.
Para desentrañar ambos enfoques y aportar uno propio (una costumbre cada vez más escasa en la ciencia jurídica), Pablo Riquelme ordena el análisis del contenido esencial en dos partes bien diferenciadas, con dos capítulos cada una.
5. La primera parte se dedica, como no podría ser de otro modo, a bucear en las raíces del concepto del contenido esencial: la garantía institucional o de instituto. Y aquí el autor despliega todo su arsenal de conocimientos en materia dogmática (no oculta en la obra su inevitable influencia germánica, p. 237).
La pregunta esencial de este capítulo nos sitúa ante la obra de Schmitt desde una cuestión de fondo. Es un clásico situar la formulación más acabada de la garantía del contenido esencial en la teorización de las garantías institucionales o de instituto del autor alemán. Pero, tal y como se plantea Riquelme, ¿cómo un concepto creado en abierta oposición al de derecho fundamental y utilizado por un férreo crítico de la jurisdicción constitucional ha podido dar lugar a la garantía constitucional del contenido esencial? ¿Por qué una fórmula opuesta a los derechos fundamentales es hoy su principal garantía frente al legislador? (pp. 52 y ss). Pablo Riquelme acierta, en mi opinión, situando el origen en sus exactos términos, pues le permite centrar al lector en lo esencial para abordar la situación actual.
Como bien señala, el problema de fondo a esta teoría se encuentra en su realidad histórica. En las condiciones políticas del recién creado Rechtstaat de Weimar. Por un lado, la debilidad del estado burgués alemán, que trata de sobrevivir a un presunto nuevo ethos político. Por otro lado, una constitución reequilibradora del pluralismo y repleta de mandatos de optimización en forma de prestaciones sociales. La teoría de Schmitt se desarrolla en el momento de disolución del Estado burgués liberal hacia un nuevo Estado marcado por la representación política de intereses plurales y políticamente opuestos (1928-1932). En el tránsito de un estado nacional cerrado hacia un estado abierto de la Sociedad industrial, expresado a través de la amalgama de prestaciones estatales predispuestas por la constitución de Weimar y un cambio en la forma de la voluntad política (p. 76).
Llamo la atención sobre la nota 84 de este capítulo, en el que citando a Schupmann, con brillantez, se describe la conceptualización Schmittiana que representa la situación política como una crisis causada por la democracia de masas: “el correlativo ocaso de la legitimidad de la razón misma”, politizada por movimientos políticos con un “potencial manipulativo de masas políticamente activas a través de las modernas tecnologías y la psicología social”. En definitiva, por una “pérdida del carácter de foro deliberativo y la consiguiente degradación del Reichstag a «arena» en la cual los movimientos antedichos peleaban por imponer recíprocamente sus respectivas ideologías”: “la transformación del parlamento en un soberano apócrifo”.
Planteado así, la situación socio-política de la República hacía tambalear el entramado jurídico constitucional del estado liberal. Si el autor alemán entendía, conforme a la idea liberal, la democracia como positivismo legalista, sustentada sobre una unidad homogénea (la idea de pueblo indivisible, completo, unitario) la situación política de los años 20 y 30 alemanes dejan de presuponer una “homogeneidad social esencialmente caracterizada”.
En este clima se produce la crisis de los recién estrenados derechos constitucionales: “los derechos se encontraban a disposición del legislador que había sido totalmente instrumentalizado por los partidos políticos” de democracia de masas (p.80), por lo que se impone la necesidad de crear nuevos instrumentos, diferentes a la propia ley, que ofrezcan vigor a tales derechos.
Para Schmitt, en el verdadero entramado jurídico del estado liberal, los derechos fundamentales debían describir un ámbito de libertad individual para cuya protección servía el Estado. Desde la visión liberal, sólo debían considerarse derechos fundamentales genuinos aquellos de libertad, de oposición al estado, en tanto que anteriores al mismo. Aquellos que “corresponden naturalmente al hombre individual y aislado”, absolutos y no necesitados por tanto de regulación.
“La vigencia de los derechos fundamentales reposaba así sobre un principio de mensurablidad de todas las actividades estatales que obligaba a ajustar a un funcionamiento calculable”. La “mensurabilidad de la actuación del Estado” se expresaría a través de un concepto formal de ley (el carácter general de la norma jurídica, base de la diferencia entre el productor del Derecho y aplicador del Derecho). El “funcionamiento calculable del Derecho” habría de identificarse esencialmente con la reserva de ley, como garantía de moderación o “confianza positiva en el legislador que, de no existir, habría hecho del estado decimonónico una suerte de complicado absolutismo (p. 71).
Como nos expone Riquelme, “[t]ras la cesura de 1914, en particular, las coordenadas sociopolíticas que habían encumbrado al positivismo metodológico concomitante con la tradición descrita mudaron drásticamente y la ley dejó de representar el instrumento de garantía de los derechos fundamentales que había representado hasta entonces (p. 73)”. La polarización política impedía la identificación de la ley con la razón homogénea y mensurable que había de representar al Estado. Los mandatos prestacionales de la Constitución de Weimar convertían al legislador, a su vez, en un “parlamento volátil”, motor de una legislación especializada (administrativa), “motorizada”, no genérica.
Como parafrasea Pablo Riquelme: “un exceso de organización y encauzamiento legales significaba para el intelectual alemán que el derecho fundamental se habría transformado en un simple medio jurídico, un derecho de queja concedido, controlado y racionalizado por el estado a través del parlamento”. Si como consideraba Schmitt “los derechos fundamentales genuinos no estaban sujetos a condición alguna […] no podían ser contrapesados con otros bienes en una pugna de intereses; de lo contrario se estaría renunciando al principio de distribución (separación estado-ciudadano)” (p. 65) […] “el individuo dejaría de tener derechos fundamentales y sólo le restarían ciertas posibilidades procesales de demanda” instrumentalizadas a través del propio legislador.
De manera que las transformaciones del Estado legal en Estado social requerían nuevas garantías para los derechos fundamentales, que no pasaran por el Parlamento, y nuevas formas de afrontar su reconocimiento constitucional prescindiendo ahora del papel de la ley como elemento generalizador de mensurablidad y calculabilidad.
Es en este marco en el que los iniciales planteamientos de las conocidas garantías institucionales o de instituto (antes de Schmitt tratadas por Giese, Martin Wolff o el propio Smend) se traducen en la búsqueda de una figura dogmática capaz de imponerse al legislador desbocado de la época, en salvaguarda de los derechos fundamentales, siempre en la comprensión de Schmitt.
Como explica Riquelme, el autor alemán realiza una clasificación dogmática de los derechos, determinando la aplicabilidad directa, incluso contralegem, de aquellos que cumplan con dos requisitos trascendentales: “Firmeza material” y “calculabilidad” (en una transposición de los elementos claves del estado liberal legalista). Derechos oponibles frente al legislador “volátil” que permitiesen garantizar la libertad de una sociedad despolitizada, centrada en la economía y sustraída a eventuales intervenciones estatales, para que el Estado recuperase “el monopolio de lo político frente a la sociedad” y “su autonomía e impenetrabilidad respecto de la esfera privada y social” (p.85).
El concepto de garantía institucional o de instituto será el elemento clave para formular la firmeza y calculabilidad de los derechos aplicables directamente contralegem.
6. El Capítulo II se centra en el concepto de garantías institucionales y de instituto, especialmente en las influencias recibidas por Schmitt del francés Hauriou y la Escuela Histórica de Savigny.
El influjo de la idea de garantía institucional sobre la garantía del contenido esencial formulada por Schmitt se observa en la propia definición: “ordenación de carácter jurídico público, formada y organizada y, por tanto, definida y diferenciable” (p.87). En definitiva, una ordenación que requiere, por su sustantividad propia, la protección de su existencia y autodeterminación (tales como la autonomía municipal, libertad de cátedra, funcionariado, independencia judicial, prohibición de tribunales de excepción y sociedades religiosas).
Las fórmulas para identificar las garantías institucionales o de instituto de la constitución no alterables o suprimibles por el legislador alemán, como señala Riquelme, encuentran un importante influjo de Hauriou. Para Schmitt esta ordenación diferenciada se germina en una particular “imbricación de las situaciones sociales en cuestión con los complejos normativos que posibilitan su libre funcionamiento. Una especial simbiosis de ser y deber (sein y sollen)”. Como analiza Pablo Riquelme, para Hauriou, las instituciones e institutos cristalizan desde una visión compartida: “una vez reconocida la necesidad o el fin común éste se desligaba de la voluntad de los individuos generando, al institucionalizarse, un sentimiento de responsabilidad entre los miembros del grupo” (capítulo II.I). Tanto Hauriou como Schmitt ponen el énfasis en aquellas “relaciones sociales o ámbitos vitales” que los derechos fundamentales contemplan.
En ambos autores Pablo Riquelme observa la importancia del papel central que el especialista en Derecho y el juez tienen en la concreción y realización del instituto: la materialización desde el reconocimiento social hasta sus elementos normativos. La imagen nítida del instituto para la sociedad, su claridad y precisión técnica del precepto, lo convierte en disposiciones jurídicamente vinculantes y para ello es indispensable la concreción dogmática por parte del juez o del experto en Derecho.
Igualmente, en la aparición del concepto, se observa un paralelismo con la Escuela Histórica, en tanto que reacción, precisamente, a la ilustración que participó en el terror jacobino francés a través de la priorización de instituciones sobre otros complejos normativos (p.107). El terror ilustrado indujo a la Escuela Histórica a oponer la historicidad del Derecho contra el voluntarismo político y el impredecible arbitrio humano: de modo que “toda regla jurídica contenida en una ley tenía su más hondo fundamento en la intuición del instituto jurídico y su naturaleza orgánica se mostraba tanto en la relación viviente de sus partes como en su desarrollo progresivo” (p. 110).
Pero también bajo esta concepción, como nota el autor de la monografía, se hace necesario que los juristas y los jueces (dado que para Schmitt se trata de alejar tales instituciones del legislador) se conviertan en elemento catalizador. Tanto en Hauriou como en Savigny el reconocimiento de la raíz primigenia de la institución, y su reconocimiento como instituto intangible para el legislador, “entrañaba un empoderamiento de los especialistas en Derecho, en general, y un reforzamiento de las facultades de los jueces y magistrados de la República, en particular, a quienes se veía como portadores o transmisores de una salvífica conciencia jurídica colectiva” (p.104). Parafraseando a Stolleis, de forma similar a la obra de Savigny, se señala la consideración en la obra de Schmitt del juez conservador “como bastión contra el socialismo” (p.104).
La revalorización del especialista en Derecho, frente a una sociedad enloquecida, como actor del sistema es, en mi opinión, la clave del análisis que Riquelme realiza sobre las raíces de las garantías institucionales de Schmitt: “el juez reapareció como el actor más autorizado para desarrollar con todas las cautelas una de las facetas de la decisión existencial en que consistía la WRD (Constitución de Weimar): la de la preservación de los derechos fundamentales más tradicionales” (p. 115).
Este punto es interesante pues, como Pablo nos muestra, Schmitt no se opuso tan intensamente, como el imaginario colectivo considera, a un control jurisdiccional de la ley sumándose así a la teoría de la garantía institucional. Todo lo contrario, más bien se opuso al control concentrado de un tribunal constitucional, pero reconocía la necesidad de un control difuso, no constitucionalizado, del juez; incidental, en casos concretos; que actuara como “si la norma no existiera” y como si “solo su existencia (la del instituto) estuviese constitucionalmente garantizada”; no dispuesto a realizar un análisis sistemático de la constitución, sino “sólo de disposiciones propiamente constitucionales”.
Como revela Riquelme, “la doctrina de las garantías institucionales y de instituto que se ha sugerido en las páginas precedentes se aparta significativamente de los estudios al uso sobre la posición schmittiana en relación con el control de la constitucionalidad de las leyes. Al contrario de lo que la transmisión de una imagen demasiado estática del autor alemán suele sugerir, este no se opuso a toda forma de supervisión de la obra del legislador, o si no específicamente, a la ejercida de manera centralizada por un tribunal constitucional” (p. 117). Más bien asumió “un control difuso de constitucionalidad de las leyes opuestas a los institutos jurídicos” como una “situación de necesidad frente al desbocamiento del Reichsstag” en el que sólo “el punto de vista institucional y no los intereses individuales egoístas del sujeto participante decidan” (p. 115).
El rechazo no era tanto al control de constitucionalidad de la ley como a la legitimación activa de los partidos políticos en los procedimientos de constitucionalidad de las leyes. Como señala Pablo Riquelme, “el autor alemán temía en particular la atribución de tal legitimación a los partidos políticos, fracciones parlamentarias o simples grupos de diputados: ello habría llevado el tan denostado pluralismo, las falsas positivizaciones de la [Constitución de Weimar], la discusión y las tensiones sociales al seno de la más decisiva jurisdicción […] con el objetivo de evitar que la WRV se convirtiese en fuente de las más dispares prerrogativas, la protección de derechos individuales particulares solo podía tener lugar al amparo de una institución garantizada” (p.118).
7. A mi entender, las páginas 116, 117 y 118 condensan un sutil nexo entre los dos primeros capítulos del libro (basados en el estudio de las garantías institucionales) y el resto de capítulos que aterrizan esta doctrina histórica en el ordenamiento jurídico español: “la doctrina de las garantías institucionales y de instituto no hacía otra cosa que proponer, como criterios identificativos, acciones e institutos constitucionalmente garantizados, vagos indicadores sociales capaces de infiltrar en un debate doctrinal cuyos cimientos se habían visto conmovidos”; lo que hoy en día se conoce como un “orden lexicográfico de derechos fundamentales”. Una posición jurídica “generada por la remisión a una conciencia y saber jurídicos de los que cabía esperar el respeto de aquellos conjuntos normativos caracterizados por un tratamiento estable y constante, susceptible por ello de dejar una huella clara que no sería posible si se hubiera ofrecido un tratamiento discontinuo, inestable y alterno”, conjuntos, en definitiva, generalizados “en la conciencia colectiva y, en particular, de la comunidad jurídica”.
Y continúa: “en la medida en que tal conciencia y saber no se avenían con las principales novedades de la segunda parte de la [Constitución de Weimar], el planteamiento de Schmitt operaba una seductora reducción de la complejidad del naciente debate weimariano sobre los derechos fundamentales y, en último término, el pluralismo social y político definitorio de una democracia moderna quedaban fuera de cualquier ecuación. Las reformas podían llegar, pero los jueces de la República de Weimar debían seguir velando por la preservación de los valores burgueses tradicionales”, representados en forma de instituciones.
En definitiva, como señala Pablo Riquelme, con la vinculación entre derechos subjetivos e institutos para dar forma a la naturaleza de los derechos fundamentales: “el individuo que pretendiese la defensa de sus intereses solo podía haberlos satisfecho cuando aquello que lo perjudicase a él obrase también en detrimento del todo; de ahí que, en el supuesto de verse perjudicado solamente él, la garantía institucional o de instituto no lo amparase” (p. 119).
De esta forma parece que Riquelme llama la atención del lector sobre la necesidad de reducir las expectativas de un abordaje puramente dogmático, una aproximación meramente interna de la garantía del contenido esencial, para abrirla al necesario pluralismo político, asumido como valor de las constituciones normativas contemporáneas.
8. El Capítulo III inaugura la Segunda Parte de la obra, claramente diferenciada, referida al ordenamiento español y el contenido esencial. El autor del libro repasa en profundidad la doctrina española sobre el contenido esencial y las principales diferencias.
Pasando por las teorías que abogan por un contenido absoluto basado en la conciencia colectiva de la comunidad (Jiménez de Parga), a través de aquellos que consideran que esta garantía solo opera ante los límites a los derechos (Luciano Parejo), deteniéndose escrupulosamente en las doctrinas más positivistas de la “ilimitabilidad o teoría interna” de Ignacio de Otto. En general, se trata de teorías objetivistas, centradas en un análisis dogmático, en el que sus valedores consideran la posibilidad de concretar un contenido insoslayable de los derechos recogidos en la Constitución a través de las clásicas técnicas de interpretación del Derecho. A estas doctrinas contrapone otras visiones “externas”, que juegan con elementos extraños a la propia forma y contenido estrictamente jurídico como, por ejemplo, la calidad democrática deliberativa de la decisión del legislador (Ferreres Comella), la dignidad humana (Lorenzo Rodríguez y Martín Huertas), llegando a los planteamientos que establecen diferencias en torno a la delimitación de un derecho y su limitación (propias de la Escuela de Oviedo). En definitiva, el tratamiento del contenido esencial del artículo 53.1 oscilan entre un planteamiento más dogmático del derecho, basado en la connotación de la vigencia y supremacía constitucional sobre la legislación (y con ello las posibilidades de acertar y delimitar el contenido de un derecho fundamental en abstracto), hacia las posturas más proclives a la argumentación jurídica, que comprende el principio de proporcionalidad y los procedimientos de ponderación como los mecanismos que permiten determinar el contenido “necesario” del derecho en un caso concreto.
Para Pablo Riquelme, en España se ha acogido la doctrina del contenido esencial “sin tener en cuenta que deriva de la inercia histórica de una teoría liberal burguesa” (p.124). Por ello, en su opinión, la Constitución española no justifica un “orden lexicográfico de derechos” que conduciría a un “escasamente operativo intuicionismo” puramente dogmático.
Como bien nos explica, la garantía del contenido esencial se inauguró en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional con la sentencia 11/1981 (a la que vuelve una y otra vez en una original interpretación) y no será, por escandaloso que parezca, hasta 1995 cuando el Tribunal Constitucional empiece a operar desde otro paradigma absolutamente distinto como es la ponderación y el principio de proporcionalidad. Entre el 81 y el 95 el contenido esencial operó desde la descripción abstracta y dogmática. A partir de entonces se instaló la ponderación pluralista como mecanismo jurisdiccional.
Repetimos que para Pablo Riquelme la garantía del contenido esencial supone la obligación para el Tribunal Constitucional de operar de una manera sistemática y con transparencia argumentativa en su fundamentación. Por ello reduce el valor del análisis dogmático interno del derecho para situar en el lugar que le corresponde el necesario principio de proporcionalidad (necesario en una sociedad pluralista y abierta). En definitiva, las posturas absolutas o relativas consideran que los derechos constitucionalizados cubren un ámbito concreto y delimitado que puede ser deducido y categorizado dogmáticamente, de manera que el legislador se encuentra subordinado a este. Para Pablo Riquelme, este acercamiento es quizás demasiado optimista al considerar que pueden delimitar dogmáticamente un derecho de forma previa y abstracta. Por eso se aproxima a los partidarios de las versiones “tripartitas de la proporcionalidad”, que consideran los derechos fundamentales como un haz de posiciones y normas vinculadas interpretativamente, mediante un “combate argumentativo”, “contraste y argumentación de criterios racionales explícitos” en el seno de la “sociedad abierta de intérpretes constitucionales” (Brage Camazano, Alexy, Carlos Bernal, Häberle…).
Ambas posturas son, no obstante, observadas también desde la crítica. Si la postura más dogmática está llamada a un predeterminismo (¿quizás más liberal?) y subjetivismo del órgano decisorio; las posturas proclives a la ponderación pueden relativizar el valor normativo de la constitución. Como el autor nos señala, sin embargo, ninguna de las dos posturas es completamente independiente en nuestro ordenamiento. Ambas se encuentran imbricadas en el momento en que el propio TC considera que no “está llamado a realizar una dogmática jurídica absolutamente coherente, sino a resolver casos concretos” (p.175).
No olvidemos que en el centro de todo este análisis se encuentra el mayor o menor margen de discrecionalidad dejado al legislador. Para Pablo Riquelme (al contrario, quizás, de lo marcado por Alexy) el núcleo del libro se encuentra en el ejercicio de ponderación que debe realizar el aplicador del derecho y, particularmente, el Tribunal constitucional. La ponderación, y creo que en esto coincidimos, es difícilmente trasladable al procedimiento de producción del derecho, al legislador, pues en este libro se trata con mimo la necesaria discrecionalidad política del legislador democrático, representante de una sociedad pluralista.
Como nos recuerda, junto a González Beilfuss, el legislador no tiene la obligación en España de motivar la base jurídica de sus leyes (al contrario de lo que sucede en Alemania, p. 223). Pero sí se plantea la necesidad de que explique y argumente sobre los fines que persigue, para valorar el contenido considerado del derecho. Para esta valoración, según Riquelme, sirve particularmente el principio de proporcionalidad (pp. 224 y 225).
En definitiva, para Riquelme (p. 232) las críticas a la teoría de la ponderación (teoría externa) son infundadas porque redimensionan este instrumento, cuando en realidad la ponderación debe articularse adecuadamente con los demás elementos dogmáticos de los derechos fundamentales, pues no es sino un instrumento más para determinar el contenido esencial.
9. En el capítulo tercero concluye: la garantía del contenido esencial significa la obligación de fundamentación adecuada, transparente y sistemática de las decisiones del TC. Fundamentación que puede dividirse en tres fases consecutivas: 1. Una inicial delimitación dogmática del derecho fundamental, si bien en un sentido muy amplio, no restrictivo, para acertar el parámetro inicial de control por parte del TC. 2. El análisis sistemático de la finalidad perseguida por la norma cuestionada, por vulnerar, supuestamente, el derecho; acertando correctamente el objeto de control. Y por último (3), el acomodo del objeto al parámetro, la afectación constitucionalmente justificada, donde entran en juego de forma conjunta el contenido esencial y el principio de proporcionalidad. Tercer paso que puede ser prescindible si, dogmáticamente, se observase prima facie, que el parámetro no coincide con el objeto de control.
Aunque la postura del autor trata el principio de proporcionalidad como tercera fase del procedimiento argumentativo, y no rechaza de plano un necesario acercamiento dogmático (si bien en términos muy amplios), se deduce de la obra que Riquelme es proclive a la “naturaleza socrática de los tribunales constitucionales” (M. Kumm). De modo que no oculta que el principio de proporcionalidad es un procedimiento argumentativo capaz de generar una aprobación generalizada de las decisiones del TC que coarten las capacidades del legislador democrático (p.233).
Pero no es una mera opinión o brindis al sol, sino que Riquelme sostiene la idea sobre un exhaustivo análisis de la jurisprudencia del TC, partiendo de una interpretación original de la STC 11/1981 (en la que no ve en realidad un exceso dogmático sino la apertura a los planteamientos expuestos).
10. Así, llegamos al Capítulo IV, en el que despliega una coherente, completa y desarrollada estrategia procedimental para el cumplimiento de la garantía del contenido esencial del artículo 53.1. Para Riquelme no se trata de “una suerte de sustancia a revelar por un Tribunal Constitucional cognitivamente heroico como colofón a sus razonamientos, sino el resultado de un riguroso ejercicio de fundamentación destinado a asegurar suficientemente el elenco de derechos fundamentales fijado por las Cortes constituyentes sin privar a los representantes del pueblo español de su potestad legislativa (p. 236)”. Se trata de un procedimiento de argumentación y fundamentación ordenado y sistemático que “invalida la sospecha de ideología”, que “asegura una interpretación constructiva concebida como una empresa común que vive sostenida por la comunicación pública de los ciudadanos” (p. 237).
Este procedimiento es cuidadosamente organizado. En primer lugar, parte de un parámetro de control que requiere de una necesaria concepción amplia y abierta del ámbito de protección. En mi opinión esto permite abrir el campo de juego argumentativo a todas las partes envueltas en el proceso y prepara adecuadamente el camino a la ponderación, llegado el caso. Además, rebaja el peso dogmático de la construcción preestablecida. Esto se observa particularmente cuando entiende de una manera amplia el contenido y concepto de los derechos: los derechos fundamentales pueden ser garantías institucionales o no, también derechos subjetivos, la pervivencia de una organización, un mandato al legislador, pueden entenderse como derechos de defensa, como valores y principios… etcétera (véase la nota 118 del capítulo cuarto). Por tanto, considera que los derechos fundamentales deben ser mostrados sobre la mesa de la argumentación jurídica como una “magnitud no preformada”, lo que no quiere decir que su contenido amplio signifique vago o impreciso (p.276).
Esta perspectiva amplia deja claro que para el autor es ilusorio que se pueda precisar una posición definitiva del derecho fundamental sin un diálogo veraz y, por tanto, complejo con los intérpretes constitucionales (p.276), oponiéndose a las críticas que sostienen que el diálogo argumentativo da lugar a una imprecisión total en relación con la normatividad del derecho fundamental. Riquelme considera que la imprecisión dogmática “mencionada no es una consecuencia necesaria de la amplitud del ámbito de protección de un derecho fundamental” (p. 277.), sino consecuencia de que no se identifiquen suficientemente los elementos estructurales del derecho que han de contextualizar y orientar la ulterior, si es necesaria, ponderación entre el derecho y el bien jurídico en juego.
Con claridad, considera que esta perspectiva amplia juega en favor de la libertad de configuración del legislador democrático. Desarrolla de manera extraordinariamente clara los diversos tipos de límites que el legislador puede operar sobre el derecho (llegando a señalar que no existen límites para el legislador sobre la base de los límites intrínsecos e inmanentes, aunque sí, obviamente, sobre los expresos). Rebaja las posibilidades de control de constitucionalidad por la carencia de intervención del legislador en la garantía de un derecho: “de acción para la fijación de medios” (p. 309). De modo que “basta con que el legislador adopte al menos una acción idónea de protección o promoción del derecho para que su deber se considere cumplido”. De este modo, dejando libertad de configuración al legislador, se centra particularmente sobre la intervención legislativa por exceso.
Ampliando “el ámbito de protección de los derechos fundamentales y un aumento de las posibilidades de que el legislador interfiera en dicho ámbito” la vulneración debería producirse, por tanto, cuando la intervención no puede ser materialmente justificada en la fundamentación del fallo mediante el principio de proporcionalidad (p. 314).
Se produce así un “giro desde la interpretación hacia la justificación que en sociedades complejas y crecientemente plurales resuelve de una forma operativa a través del test de proporcionalidad”, en la que la “efectividad y corrección funcional derivan de una práctica argumentativa que renuncia de entrada a reputar como definitiva casi cualquier definición abstracta de un derecho”. La dilatación de los contenidos normativos abarcables por las disposiciones de derechos fundamentales conducen al profesor Riquelme, en mi opinión (con todas las cautelas), a que termine identificando las disposiciones de derechos fundamentales con “mandatos de optimización”, que exigen formular juicios sobre el “grado de satisfacción o de afectación” (pp. 314 y 315).
Estos juicios, desde una visión tripartita del principio de proporcionalidad, requieren de la aplicación de los tres elementos clásicos de la ponderación. La idoneidad, que analiza si “la medida es instrumentalmente apta o adecuada para alcanzar la finalidad constitucional legítima”, el fin mediato e inmediato perseguido por la ley desde una congruencia objetiva, en aras de respetar el margen del legislador. La necesidad, que exige bucear en las posibles “alternativas regulatorias efectivas pero menos gravosas” para el derecho fundamental, a través de un “análisis comparativo medio-medio”. Por último, el elemento de la proporcionalidad en sentido estricto o ponderación, que exige un análisis argumentativo sobre el equilibrio entre los beneficios y perjuicios (que puede incluir la vinculación de un derecho con el principio democrático, la dignidad humana, la duración en la afectación del derecho, el posible efecto disuasorio, así como la jurisprudencia de los tribunales internacionales).
A mayor abundamiento, el autor recurre a la ley de la ponderación, expresada por Alexy de forma numérica a través de una (discutible e innecesaria, en mi opinión) ecuación matemática. En resumidas cuentas puede condensarse de la siguiente manera: cuanto mayor sea el grado de afectación de un principio, mayor tiene que ser el grado de satisfacción del otro.
De esta manera, el contenido esencial deja de ser “propiedad” de los expertos en Derecho o de los decididos jueces. Vuelve al terreno social a través de un proceso, ordenado, escrupuloso, pero participativo. Para Riquelme, como hemos dicho, la satisfacción de la garantía del contenido esencial se traduce en la necesidad de una estructura argumentativa ordenada, exhaustiva y transparente que permita al mismo tiempo la participación de los ciudadanos: “este método contribuye decididamente a una mejor valoración de las razones opuestas en los casos especialmente difíciles de derechos fundamentales” (p.333).
11. En definitiva, para Riquelme “el Tribunal Constitucional no puede renunciar a la búsqueda de un consenso en cada disputa jurídica […] el desarrollo doctrinal que la versión tripartita del principio de proporcionalidad ha experimentado en los últimos decenios autoriza a considerarla imprescindible para el logro de aquel consenso”, pues evita interpretaciones sustancialistas que, pretendiendo ser absolutas, en cambio pueden basarse en subjetivismos por parte del juzgador (p. 350).
Completa la valoración argumentativa con una advertencia frente a las críticas a las teorías externas: el juicio de proporcionalidad no siempre es necesario si los argumentos de tipo dogmático son suficientes, como por ejemplo el principio de igual respeto de los derechos, que establece que ningún derecho justifica la supresión de todas las facultades de otro. Por tanto, “una completa eliminación legislativa de las posiciones o facultades individuales aseguradas por una disposición de derecho fundamental exime del juicio de proporcionalidad en sentido estricto porque no puede justificarse constitucionalmente”. Por lo que, aunque sea de forma amplia, es necesario siempre un previo análisis dogmático del derecho vulnerado al inicio del juicio de proporcionalidad. Es decir, el principio de proporcionalidad no requiere prescindir de otros argumentos de tipo interpretativo o dogmático, empírico, basados en la interpretación tradicional o en el precedente jurisprudencial. No consiste para Riquelme en la toma de posición en favor de la proporcionalidad eliminando los atisbos dogmáticos del contenido sino en la utilización sistemática de todas las herramientas. Como nos advierte, “desde luego, esto no significa que el principio de proporcionalidad pueda ser considerado como una técnica de naturaleza algorítmica” (p.351), sino que la clave está, para Riquelme, en la importancia de la estructura de la fundamentación, en su sistematicidad.
Debemos repetirlo una vez más: la garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, en este libro, se define como la obligación del Tribunal Constitucional de fundamentar minuciosa y ordenadamente su fallo en los procedimientos de inconstitucionalidad en materia de derechos, así como restringir las declaraciones de inconstitucionalidad a la falta de justificación prima facie. Una sistematicidad que requiere de una técnica tripartita para la argumentación del fallo:
A. Una definición amplia del derecho fundamental vulnerado, del parámetro de control, que pese a poder ser dogmática no significará más que una delimitación provisional (utilizando técnicas como la literal, la búsqueda del consenso social en torno a la figura jurídica o el precedente).
B. Una comprensión de la naturaleza de la ley que, amparada en una reserva, supuestamente límite el derecho: el objeto de control. Para ello se hace necesaria la utilización de los argumentos del legislador en cuanto a la finalidad mediata o inmediata de la ley. La respuesta a la pregunta de si se ha adoptado una acción de protección adecuada. Al igual que en el primer punto, si a simple vista existiese una injerencia en el derecho procedería examinar directamente la justificación constitucional.
C. Por último, el análisis de proporcionalidad. Centrado en el análisis de la justificación de la ley a través de los principios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad, siempre con las cautelas necesarias para no eliminar el margen de discrecionalidad del legislador.
Aunque parezca, en la versión tripartita que nos propone Riquelme, que se intenta retrasar al máximo la aplicación de la teoría de la ponderación, se aboga por su inevitable utilización. Y ello porque como argumenta a lo largo del libro, en sociedades plurales y complejas, la garantía del contenido esencial de los derechos requiere de la suficiente soportabilidad democrática de los procesos de control de constitucionalidad de las leyes ejercido por el Tribunal Constitucional.
12. El libro que recensionamos fue publicado en 2022. Pese a todo, el tema y sus argumentos se encuentran tristemente de actualidad.
En el momento político actual el pluralismo y la argumentación viven sus horas más bajas desde la aprobación de la Constitución normativa de 1978. Con una sociedad absolutamente polarizada, el argumento de la ilegitimidad del legislador vuelve a esgrimirse, y el recurso a la judicatura como mecanismo de oposición política frente a la configuración social del parlamento se ha convertido en titular diario de la vida política.
Todo ello con el añadido de la paulatina deslegitimación del único instrumento jurídico novedoso respecto de los existentes en los aciagos años 30: la jurisdicción constitucional. De los argumentos y capacidad de fundamentación de las decisiones del Tribunal Constitucional depende el último resquicio de normalidad política frente al populismo exacerbado y la irracionalidad. Y el TC debe ser muy consciente de que su principal función, ahora, debe ser escrupulosamente fundamentada. Pues de la legitimidad que alcancen sus decisiones depende que mantengamos el último instrumento jurídico estabilizador. De la legitimidad del Tribunal constitucional depende la paz social y política contemporánea.
La situación actual de la constitución normativa parece encontrase de nuevo ante la disyuntiva Juez versus Legislador en una terrorífica reedición del “reforzamiento de las facultades de los jueces y magistrados de la República … como portadores o transmisores de una salvífica conciencia jurídica colectiva”, como “último bastión contra el socialismo”, frente a la caricaturaturización del parlamento “volátil”.
Por suerte, obras como la de Pablo Riquelme, de forma sosegada y racional, nos permiten recordar que las concepciones restringidas de los derechos, los contenidos preconstituidos derivados de la cristalización de la historia y el espíritu del pueblo, por obra y gracia de los especialista en Derecho o los jueces, las meras fundamentaciones dogmáticas (como la que se aprecia en el Epílogo de la obra en relación a la STC 148/2001 que declaró inconstitucional la declaración del reciente estado de alarma)… pertenecen a una concepción liberal decimonónica que poco pueden aportar a la integración de las sociedades pluralistas en las que vivimos, si no es a golpe de imposición.
La concepción de la constitución marco, de los derechos como límites preestablecidos, petrificados en el tiempo frente a la evolución social, como reedición del “principio de distribución” schmittiano, tienen poco recorrido jurídico, o al menos político, desde una perspectiva de optimización de la democracia y garantía de las libertades. Una jurisprudencia basada en conceptos absolutos e indisponibles difícilmente permitirá un desenlace feliz de la situación actual.
En cambio, una concepción amplia, externa, del contenido de los derechos, que prepare el camino a un procedimiento deliberativo (incluso en sede jurisdiccional si coadyuva a la argumentación plural), respetuosa con la configuración e intervención constitutiva del legislador pero que lo entienda como un actor más de la argumentación, abierta a la legitimación activa de la sociedad, basada en principios y valores generadores de consensos mínimos, quizás pueda hacernos recuperar la fe y nuestras convicciones democráticas. En aras de una mejor garantía de los derechos fundamentadores de las sociedades plurales.
Es posible que las constituciones normativas, durante las primeras tres o cuatro décadas tras su aprobación, resistan y requieran de construcciones dogmáticas. Que puedan asumir posturas o interpretaciones restringidas. En esos primeros años el acuerdo está aún fresco y la memoria de los terrores del pasado recientes. El acuerdo constitucional es por entonces aún claro sobre lo que no debe volver a suceder, lo que se pretendía suprimir y garantizar. En las primeras décadas de paz constitucional los derechos están “recién horneados” y su régimen jurídico es, a priori, fácilmente identificable mediante una dogmática interpretativa sencilla. Pero cuando el terreno público es ocupado por nuevas generaciones, con nuevas necesidades y realidades, es natural que el pacto se resienta. Más aún donde la rigidez constitucional impide cambios paulatinos. En ese momento, las opciones pasan por, bien una supresión de la Constitución y un nuevo pacto constituyente (momentos de inseguridad mediante) o la instrumentalización de los procedimientos establecidos (los jurisdiccionales incluidos) para amoldar la norma constitucional a la nueva realidad social.
Quizá ese sea el momento en que las teorías de la argumentación, el principio de proporcionalidad, el recurso a elementos externos, deba alcanzar un especial protagonismo, en aras de garantizar la paz, facilitar la participación democrática de las generaciones contemporáneas, reconstruir la sociedad conforme a las nuevas necesidades de pluralismo y reconocimiento. Por supuesto, para identificar cambios generacionales al contenido de los derechos.
Creo personalmente que esta segunda opción enmarca nuestro tiempo: la de la argumentación y el principio de proporcionalidad.
Gracias al profesor Riquelme Vázquez, creo que es posible hacerlo de una manera racional, ordenada, fundamentada e, incluso, convincente y legítima.
Resumen: El trabajo recensiona el libro de Pablo Riquelme Vázquez dedicado al estudio del contenido esencial de los derechos fundamentales. La recensión expone los argumentos esenciales, que se dividen en un primer acercamiento de corte histórico, acompañado luego de una segunda parte dedicada a presentar una análisis centrado en la aplicación en nuestro derecho constitucional.
Palabras claves: Derechos fundamentales, contenido esencial, tribunal constitucional.
Abstract: The work reviews the book by Pablo Riquelme Vázquez dedicated to the study of the guarantee known as the essential content of fundamental rights. The review exposes the main arguments, which are divided into a first historical approach, accompanied by a second part dedicated to present an analysis focused on the application in the Spanish constitutional law.
Key words: Fundamental rights, essential content, constitutional court.
Recibido: 25 de noviembre de 2024
Aceptado: 9 de diciembre de 2024