EUROPA COMO VOLUNTAD Y COMO REPRESENTACIÓN. ASCENSO Y DECLIVE DEL CONSTITUCIONALISMO SUPRANACIONAL[1]

EUROPE AS A WILL AND REPRESENTATION. RISE AND DECLINE OF SUPRANATIONAL CONSTITUTIONALISM

 

Massimo La Torre

Universidad Magna Grecia de Catanzaro

Traducido del italiano por Germán M. Teruel Lozano

 
resumen - abstract
palabras claves - key words

 

 

 

"ReDCE núm. 32. Julio-Diciembre de 2019" 

 

El interés público como problema jurídico.

  

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I.

 

Son tiempos difíciles para Europa. Por lo tanto, tiene todo el sentido hablar de Europa en un encuentro en el que se quiere afrontar el destino de nuestro tiempo y que trata preliminarmente de interpretarlo. Europa como voluntad y como representación. Tanto es así que el viejo continente se declina hoy como una vasta y compleja institución supranacional, la Unión Europea, en la que, como se ha puesto en evidencia, los orgullosos y soberanos Estados nacionales se han transformado en unos más modestos, e inseguros, “Estados miembros”, Estados miembros de la amplia Unión[2]. La cual, si en su día fue objeto de un amplio consenso social, hoy sin embargo parece bastante lejana a las necesidades de la gente, distante, fría, demasiado austera, avara, a veces hasta mala.

Pero ¿cuál es la relevancia de Europa? ¿Cómo se puede declinar su sentido, la voluntad y la representación del viejo continente, en un contexto en el que se asume, o por lo menos se presupone, una perspectiva de teoría del Derecho?

En primer lugar, se debería identificar la identidad y la finalidad de esta Europa. ¿Cuáles son sus valores fundamentales? ¿Qué nos enseña su historia milenaria y la reflexión sobre la misma también antiquísima? Es oportuno recordar que Europa ha sido objeto de una reflexión teórica desde sus inicios, algo que Denis de Rougemont ha llamado “la aventura occidental del hombre”[3]. Los propios límites geográficos de esta parte del mundo han sido durante mucho tiempo inciertos y una cuestión controvertida: No hay en ella un núcleo duro de tierras altas, «Es gibt hier nicht so einen festen Kern von Hochland»[4] -- dice Hegel. Esto ocurre sobre todo en su parte oriental. Y es así porque Europa, ya desde los Antiguos Griegos, se sitúa en un Occidente que se contrapone al Oriente, y cuya frontera es controvertida. Europa se define mirando a lo que cree ser su opuesto, Asia.

El mito de Europa es una joven de Asia raptada y llevada hacia la tierra del ocaso, «Abendland» en alemán. Mientras que el «Morgenland», el Oriente, es la tierra de la mañana. Allí donde todo encuentra su origen –dirá Hegel. Pero es en Occidente donde tiene lugar el fin de la Historia. Y esta contraposición, que se convierte de inmediato en algo casi proverbial, se muestra rica en sugestiones y sugerencias. Asia se concibe como una inmensa y plana extensión en la cual no hay ciudades, «poleis», solo reinos e imperios. Es el ámbito del despotismo producido por la falta de pluralismo, de diversidad, de conflictos. La homogeneidad es condición y producto del autoritarismo.

En Europa la “socialidad”, para decirlo con palabras de Kant, no deja de ser “asocial”[5], «ungesellige Geselligkeit». Corolario de esta tesis es que cualquier identidad que intente reproducirse siempre idéntica a si misma está condenada a degradarse como una forma inferior de subjetividad, a la cual le faltaría la reflexión que la hace conflictual y en algunos aspectos constantemente indefinida, “asocial”. Como dice Caballero Bonald, «toda identidad que aspira a perpetuarse conduce comúnmente a otra inferior identidad»[6].

No obstante, que haya una identidad como europeos es una convicción antigua: «Nos Europaei», es expresión de Francis Bacon. Nosotros, Europa, somos algo distinto con respecto al mundo del déspota y del súbdito. Lo repiten Maquiavelo y Montesquieu. No tenemos rey, o si lo tenemos lo miramos con sospecha. «Rex» en Roma después de haber echado a Tarquinio el Soberbio es una palabra impronunciable, y Julio Cesar cae porque alguno le apodó así.

Entre nosotros se habla libremente, rige como se dirá después en francés el «franc parler», la parresia. Lo cual va más allá de nuestra libertad de expresión. Es mucho más; se trata de la capacidad y de la prerrogativa de desafiar con la palabra a aquellos revestidos de autoridad, es la pretensión de que quien está dirigiéndose a nosotros con una regla o un mandato deba justificarlo. Antígona es paradigmáticamente un agente de parresia, contra Creonte que la quiere hacer callar, también por el hecho de que sea una mujer. El parresiasta, la parresiasta, es lo opuesto al mensajero, al heraldo, que repite las palabras de otro, que es un siervo de un discurso que no es suyo, y que por tanto es visto con desprecio en la tragedia clásica griega. Y el dios que desarrolla esta función es precisamente el de menor rango en el Olimpo, Hermes, Mercurio, protector –como es sabido- de los ladrones. Casandra paga caro el precio de su franqueza. Es sugestivo que en la tragedia griega la titular ejemplar de la libertad radical de expresión sea normalmente una mujer, como Creúsa víctima de Apolo, en el «Ione» de Eurípides. Porque Europa, a diferencia de Asia, también es esto: aquí a veces la mujer, aunque con dificultades, sale del ámbito privado, en el que se la quiere mantener encerrada, y se revuelve y adquiere derechos, siendo el primero de todos el de la expresión franca y cortante.

En definitiva, la Europa de la cual la Grecia Clásica se propone como puesto fronterizo se caracteriza como un ámbito de libertad, de contraposición, de diversidad reconocida, de acción como aventura pública. De géneros y sexos que luchan y se reconcilian con dificultades. De hospitalidad y de mestizaje. Aristóteles en Atenas era un meteco. Saulo de Tarso será un ciudadano romano.

Roma es el destino de Eneas que viene desde Troya, un exiliado, un refugiado, que viene primero desde África, desde Túnez, y que prefiere cruzar el mar con todos los riesgos antes que permanecer en el lecho de Dido. Allí habría estado protegido, pero parado, en reposo, sin la autonomía que solo la vicisitud, el andar, le puede conferir. Se casará con la noble Lavinia, una latina, él que había llegado en una barcaza desde Asia, y su estirpe dará origen a la gloria de Roma.

En cuanto Hegel, en su grandiosa filosofía de la historia se dedica a establecer la diferencia esencial entre Asia y Europa, es en el mar donde sitúa el carácter definitorio de Europa. Esta, Europa, se extiende hacia el mar, en él ve su natural proyección. Asia es una inmensa masa de tierra; en ella el marinero como sujeto heroico está ausente o menos presente. «Dieses Hinaus des Meeres aus der Beschränktheit des Erdbodens fehlt den asiatischen Prachtgebäuden von Staaten»[7]. La predilección de Carl Schmitt por la tierra contra el mar se revelaría así como un signo de mentalidad asiática[8].

Ulises es la figura europea por excelencia, tanto que Adorno primero y Horkheimer después, de forma polémica, harán de él un pionero de la Ilustración. También él, como Eneas, abandona la mujer que le promete glorias y placeres, en este caso Calipso, que incluso está dispuesta a hacerlo inmortal, pero al precio de la inamovilidad, y retoma su viaje. Y una vez que vuelve de Ítaca, viejo y lento, pero no cansado, tarda poco en volverse al mar. «Plus ultra», y sobrepasado el estrecho de Gibraltar ve al final erigirse una alta montaña parda donde se cumple su destino.

Europa es una expresión geográfica pero también un orden cultural y político. Lo ha sido durante siglos y se ha caracterizado por su permanente resistencia a quedar plasmada como una entidad “única e indivisible”. El equilibrio entre los poderes ha sido su «Grundnorm», su norma fundamental, mucho antes del Congreso de Viena. El Estado nacional es para ciertas cuestiones la respuesta circunstancial a la hostilidad europea a convertirse en un imperio compacto, como Asia. Su ser interior, caracterizado por el pluralismo de identidades, de historias, de lenguas, de religiones se lo impide.

Quien menciona Europa, por tanto, debe llevar cuidado con no identificarla con un Estado, por mucho que éste sea una de sus criaturas. Su constitución es por necesidad y por vocación abierta, supranacional, como certifica el artículo cuatro de la Constitución de la República de Weimar. Pero quien evoca el supranacionalismo confía también en el pluralismo, y este, el pluralismo, es un régimen de límites, de separación y de conexión enredada e intrigante de poderes que se reconocen mutuamente y que dialogan perennemente. El pluralismo remite al diálogo, al discurso, a la tolerancia.

 

 

II.

 

Pero hay un Occidente más al poniente de Europa. Platón nos lo había dicho. El mito de la Atlántida no muere nunca en la conciencia europea. Y finalmente se perfila un nuevo continente, allí donde se pone el sol. Es América. Este parece presentarse como la gran utopía de Europa, la tierra donde todos sus deseos podrán realizarse. Allí no hay jerarquías ni desigualdades, allí la libertad es un hecho mismo de la naturaleza. Las tierras no están cercadas, no hay castillos ni palacios, sino praderas para recorrer libremente. No hay rey ni nobles, sino salvajes. Y comienza una gran migración, un éxodo verdadero y propio, primero provocado por la curiosidad hacia lo nuevo, y por la codicia por el oro, y por la posesión, después por la voluntad de utopía, y al final por la fama que en el viejo continente pesa como una condena sobre los rechazados y los últimos. Para todos, la esperanza se encuentra «plus ultra», todavía más al Occidente, en una suerte de Europa más europea que la propia Europa, porque es más franca, y joven, y libre. Bakunin confiesa al Zar Nicolás I que le habría gustado vivir en los bosques del «Far West», el lejano Oeste americano. Gilbert Imlay, el compañero de Mary Wollstonecraft, celebra una comunidad libertaria posible en los bosques del Kentucky[9]. «O Captain my Captain! our fearful trip is done»– así, la tripulación llora a su comandante después de la larga y tempestuosa, pero victoriosa travesía de la guerra civil americana. La esclavitud finalmente ha sido vencida.

Pero aquella libertad, que se sostiene con el paso de las caravanas, es sutil, egocéntrica; no hay detrás una comunidad ni historia, y fácilmente se invierte para pasar a ser una igualdad como homogeneidad, refugio de una individualidad que no llega a fundarse solo en sí misma. Son todos iguales –dice Tocqueville de los americanos del Norte, y preconiza y teme –anticipando a Ortega y Gasset-- el triunfo de la democracia como régimen de las masas, y de la homogeneidad social. Son todos iguales –lo repite Dickens. Son masas que como tales se comportan, «novarum rerum cupidae», llevando su casa encima, cambiando de trabajo, nación, ciudad, condiciones, hasta de religión. No echan raíces. Sin embargo y paradójicamente ello lleva a que el pluralismo se atenúe, se diluya. Allí se habla en una sola lengua, y hay un solo Derecho. La tradición se sustituye por las reglas de mercado. O incluso por algún producto exitoso o por una invención tecnológica o por una ocasión teológica. La cruz deja su puesto al ángel Moroni. No es Asia, pero se le parece un poco. No hay un Gran Rey, el Déspota, pero el dinero hace de despiadado jefe. La parresia se sustituye por la propiedad, el “derecho terrible” de Beccaria, hasta el punto que los “libertarios” sostienen que la libertad de expresión tiene las mismas fronteras de la propiedad de la que se dispone.

Europa se encuentra ahora en una posición intermedia. Entre la llanura y la aparente inamovilidad de Asia y la homogeneidad y la extrema movilidad de América. Se retuerce en el yugo entre ambas perspectivas. Desencadena guerras mundiales, creyendo todavía que puede afirmar su tardía y anacrónica hegemonía. Ataca la frontera de Asia. Se destroza en una guerra fratricida. Lleva a cabo el extermino de lo más antiguo y sagrado que la habitaba. Se convierte en la tierra del Horror. Ni la selvática América ni la mongola Asia albergan ni alimentan los barracones bien ordenados de Auschwitz o Treblinka.

Así Europa como centro del mundo se suicida. Lo hace dos veces. Lo hace el primero de agosto de 1914 cuando Alemania lanza un golpe formidable y a traición contra Francia, abalanzándose contra la misma con la fuerza de sus potentes divisiones armadas. Es el día que Marianne Weber celebra con vibrantes palabras como si se tratara de la tan esperada epifanía el «ut unum sint» finalmente realizado en la experiencia catártica de una comunidad de pueblo en armas. Y se suicida Europa en las riberas del río Havel en Wannsee en el helado enero de 1942, en una terrible y escalofriante reunión burocrática en la que el maestro de ceremonias y sujeto verbalizante es el «Oberstummbannführer» Adolf Eichmann.

Terminada la Segunda Guerra Mundial gracias a la intervención de América y de Asia, de Rusia, que se instalan firmemente en Europa, se abre la cuestión de qué hacer con el viejo continente. Las heridas son profundas. Las orgullosas naciones se encuentran extenuadas, desangradas, diezmadas y exangües. Europa central se llena de exiliados y refugiados. Millones de seres humanos en fuga de algún ejército y de alguna venganza o limpieza étnica[10]. Königsberg se llama ahora Kaliningrad, Stettino Sczeczin, Breslau Wroclaw.

Es evidente que no se puede volver al «status quo ante». Había que evitar otra guerra fratricida, la continuación de la masacre iniciada en agosto de 1914, y habrá que dar alguna salida concreta al hambre de justicia y a las reivindicaciones de dignidad que han agitado el continente durante más de un siglo empujándolo a la radicalización y a la aventura autoritaria y soberanista.

La libertad debe hacerse también material, positiva, lo que equivale a la ciudadanía. Ésta exige una cierta redistribución de la riqueza para la protección de los derechos sociales. Por lo demás sea en América o sea en Asia, de forma distinta, o mejor dicho contrapuesta, «New Deal», o república socialista soviética, parecen proponer modelos que van en la dirección del Estado social que limite o anule los efectos negativos de las libertades de mercado y su competencia. A ésta debe contraponerse un régimen de solidaridad, absoluta o relativa. El Estado nación debe por tanto reconstruirse, pero dentro de un marco sea nacional como supranacional que limite tanto el decisionismo político, el soberanismo, como el liberalismo económico extremo. El Derecho como ocasión y momento de violencia debe convertirse en actor de civilización y moderación. Debe hacerse “templado”[11]. El Derecho penal como coacción tiene que hacerse mínimo.

 

 

III.

 

Es ésta ahora nuestra Europa. Los Estados nacionales, cada uno con su propia historia y vivencias políticas, se reconstruyen en un contexto que no puede seguir ignorando la dimensión europea. Esta se proyecta como un marco institucional denso, dentro del cual la soberanía nacional asume una sustancia específica propia.

¿Pero cómo puede reconstruirse un orden público legítimo a partir de la confusión y de la infamia producida por la tragedia de la guerra? ¿Cómo puede pensarse al propio pueblo que ha aclamado la dictadura y la guerra como justificación, e incluso como titular del derecho al ejercicio de una plena ciudadanía? La desconfianza ante estas masas que se han abandonado a excesos e ilusiones de todo tipo se advierte fácilmente más allá de la alegría por la libertad reencontrada.

El dilema es fortísimo en la Europa central, en particular en Alemania, pero circula en toda Europa. Llegados a este punto se presentan dos vías. Una es aquella que pasa por la constitución de un fuerte régimen de partidos políticos de masa y de sindicatos, en el cual las masas encuentren un vehículo de expresión de sus exigencias y un instrumento eficaz de ciudadanía, pero que también sean sede y escuela de republicanismo, donde aprender el significado de vivir en democracia, y el valor que debe darse al trabajo y a la participación. Esto comporta una decisión existencial para un Estado social y democrático de Derecho, fórmula afortunada que encontramos en el «incipit» de la Constitución española de 1978 en la reconstituida democracia ibérica.

La integración europea desde esta perspectiva debía servir para renovar la fuerza, y los medios, y una economía sostenible y capaz de sostener a los diversos Estados nacionales. Es aquello que un histórico de la integración europea ha definido como la salvación del Estado nacional, «the European Rescue of Nation State», título de un texto merecidamente famoso de Alan Milward[12]. Pero al mismo tiempo también hay otra perspectiva de signo muy distinto. Ésta se forja especialmente sobre la base de la situación en Alemania y también es el resultado del clima de crisis y de la trágica caída de la República de Weimar.

En la fase final de aquella República, a la que eran poquísimos los que le eran leales y le reconocían futuro, se desarrolla en el pensamiento económico liberal una reflexión sobre la crisis del capitalismo que entonces parecía inevitable y en todo caso comprobada. En la cultura alemana del tiempo ninguno parecía tomarse en serio el liberalismo y su régimen de mercado. Liberalismo se convierte en una palabra negativa, prácticamente impronunciable, que cada uno de los grupos políticos en juego lanza contra el adversario. Hubo entonces un grupo de estudiosos y de políticos que reelaboraron, también en términos técnicos, una nueva teoría del mercado con fuerte acento liberal. Pero tomando distancia con el liberalismo manchesteriano, aquel clásico del régimen de «laissez faire», identificando sus defectos sin ninguna rémora o velo ideológico.

La tesis fundamental aquí es que el mercado dejado a sí mismo no alcanza a poder funcionar eficientemente y conduce a situaciones de monopolio, además de actuar como factor de desintegración del tejido social. De ello, sin embargo, no se extrae la conclusión de que el mercado por sí mismo no sea eficiente, y represente un régimen irreformable. Precisamente lo contrario. El mercado pasa a ser concebido, sobre todo, como una estructura de competencia entre sujetos económicos y se considera que ésta es el único mecanismo en el que puede confiarse para la formación de los precios. La economía socializada y estatalizada es irracional e ineficiente, y además fuente de autoritarismo, incompatible con un régimen político de libertad. De esta forma se reivindica el mercado como la justa forma para las relaciones económicas. Esta forma necesita en cualquier caso ser acompañada de una acción proactiva del poder público[13].

El error del liberalismo decimonónico fue creer que el mercado se bastaba a sí mismo, sin estar conectado activamente con el resto del tejido social, o lo que es lo mismo sin contar con eficaces y penetrantes mecanismos de integración social. Lo subraya Alexander Rüstow: «El liberalismo no comprendió que era necesario buscar fuera del mercado las posibilidades de integración, que faltaban en él [Der Liberalismus begriff nicht, daß es notwendig war, außerhalb des Marktes nach Integrationsmöglichkeiten zu suchen, die in ihm fehlten]»[14]. Se creía que el mercado necesitaba de un Estado no intervencionista. Cuando es precisamente lo contrario. Esta -se admite- ha sido la correcta intuición de la política socialdemócrata. Pero es la sustancia de la intervención del Estado en el mercado la que resulta precisada y revisada.

La teoría socialdemócrata o de otro modo la corporativista convierten al Estado en un actor económico en sentido propio. O se afirma que el mercado debe ser absorbido totalmente mediante la programación estatal o se hace descender al Estado al campo como empresario y actor económico. En ambos casos, la competencia que es la componente esencial del mercado se ve alterada y la economía se convierte en un mecanismo disfuncional.

Este resultado no sólo tiene una raíz puramente económica. La tesis no es que el Estado deba sustituir al mercado o actuar dentro de éste; de hecho, hay un origen político que se encuentra en la base de este resultado. Se trata de la democratización del Estado, el cual es tomado como rehén por los partidos y sindicatos de masa que transformaron la ley pasando de ser un programa condicional, un mero esquema de conducta, a un programa de objetivos, a una serie de medidas dirigidas a la satisfacción más o menos inmediata de necesidades sociales. Esto es el fruto inevitable de la legislación democrática dirigida a representar los intereses de los distintos grupos sociales. Deriva de un pluralismo que es letal tanto para la autoridad de los poderes públicos como para su capacidad de dirigir eficazmente e racionalmente la economía de un país.

¿Entonces qué hace falta hacer? Se trata, por un lado, de convertir al Estado en un ente activo con respecto al mercado en el sentido de una agencia reguladora. El Estado debe corregir los defectos anticompetitivos del mercado y aliviar sus efectos disonantes y desintegradores del tejido social mediante una fuerte intervención. Debe hacerse, como dice Wilhelm Röpke, “policier du marché”[15]; titular, como afirma Alexander Rüstow, de una “straffe Marktpolizei”[16]. Se trata fundamentalmente de desarrollar una legislación eficaz y una administración para regular la competencia evitando el oligopolio y los monopolios. Pero para lograrlo no se puede confiar en un Estado presa de partidos y sindicatos. La fórmula la da Carl Schmitt en una conferencia en 1932 impartida ante industriales alemanes: «Starker Staat und gesunde Wirtschaft»[17], Estado fuerte y economía sana. El Estado debe recuperar su autoridad erosionada por la democracia partidista, hacerse independiente del pluralismo y del conflicto social. Rüstow también evoca la fórmula schmittiana: «starke und unabhängige Statsgewalt»[18]. Se trata de aquello que en un lucidísimo artículo Hermann Heller, adversario de Schmitt en el proceso de Lipsia sobre el «Preussenschlag» de Von Papen, había definido como “liberalismo autoritario”[19].

Es el año 1932. Algunos meses después todo o casi todo cambia. Y será «Nacht und Nebel» en Alemania y Europa hasta 1945.

 

 

IV.

 

Una vez que había terminado la guerra había que pensar en la reconstrucción de Europa y de su régimen institucional, y es en este preciso momento histórico cuando el ordoliberalismo[20] – que es de esto de lo que aquí se habla – encuentra una potente razón de ser. Esta trama fue resuelta por primera vez por Michel Foucault en sus lecciones parisinas de 1979. En la postguerra el ordoliberalismo se presenta no solo como una teoría económica especialmente atractiva, sino, sobre todo, y subrepticiamente, como una teoría justificativa del orden político.

El problema es el siguiente: cómo fundamentar un orden político en ausencia de sujetos constitucionales legítimos. En el contractualismo hobbesiano y en la idea de que el orden público se desarrolla a partir de la superación del estado de naturaleza se presupone que los sujetos que se encuentran en este estado más o menos salvaje no son verdaderos demonios, sino titulares de derechos morales, y por tanto capaces de adoptar decisiones éticamente relevantes y vinculantes. Por otro lado, Hobbes da por descontado que los sujetos que participarán en el contrato y formarán el Leviatán tienen una identidad colectiva no controvertida y fácilmente identificable. Son pueblo antes incluso de ser Estado. ¿Pero qué hacer si nos encontráramos ante una masa de sujetos moralmente culpables, quizá de demonios, manchados por una gran culpa, y además mezclados, echados el uno al lado del otro por la suerte y la desgracia, sin un fuerte contexto comunitario a sus espaldas? ¿Todavía se puede confiar en ellos la fundación y la producción del orden político?

La respuesta es negativa. El ordoliberalismo propone entonces una estrategia diferente. Será necesario en primer lugar domesticar a los demonios, civilizarlos y recivilizarlos, darles un contexto estable de acción, convertirlos en pueblo, ya que todavía no lo son, porque además se encuentran divididos por un velo más rígido, y más resistente, que el hierro, el del destierro y la sospecha. Con esta finalidad –se sostiene-- el único remedio es convertirlos en actores en el mercado, empresarios y consumidores. Siendo el mercado el terreno donde la culpa se lavará, las virtudes se recuperarán, y el demonio se verá redimido. La ciudadanía y la soberanía vendrán luego. Después de que hayan sido capaces de conducirse racionalmente en un ámbito de competencia para la producción y el intercambio de mercancías.

El Estado debe por tanto ser capaz y debe activarse para formar el mercado. La constitución deberá ser sobre todo y fundamentalmente económica. La política será luego el resultado funcional de esta nueva estructura económica, «spill over» – dirá algún estudioso. El Estado se constituye como un poder que produce y regula el mercado altamente competitivo, incluso antes de representarse como una estructura deliberativa democrática, representativa de intereses plurales del territorio social. En este sentido podemos recordar que la «Grundgesetz» fue aprobada en abril de 1949. Sin embargo, las primeras elecciones democráticas en Alemania occidental tuvieron lugar en el agosto de ese mismo año.

Así, pasados los años, cuando se plantea la cuestión sobre cómo diseñar institucionalmente el proceso de integración europea, la lección ordoliberal resulta extremadamente interesante. Genera una gran fascinación en ciertos sectores económicos y directivos.

En cierto modo, se vuelve a plantear el mismo problema sobre cómo hacer surgir un orden político a partir de una masa desordenada y confusa de sujetos egocéntricos y en los que difícilmente se puede confiar. Esta vez no se trata de seres humanos, de aquellos que habían sido antes ciudadanos, sino de naciones que se habían dividido sangrientamente, por la destrucción y por el odio de la guerra. ¿Cómo lograr que los soberanos egocéntricos y autorreferenciales converjan y se coordinen? El esquema ordoliberal se presenta aquí atrayente. En lugar de acometer inmediatamente una unión política, cosa impracticable e ilegítima para estos demonios que son las naciones europeas, se prefiere crear un área de libre comercio entre las mismas. Es más inteligente y apropiado hacer de los europeos unos sujetos activos en un mercado común. Será con posterioridad cuando se conviertan en ciudadanos europeos, por la fuerza de las cosas, «en créant une dynamique d’engrenage»–como dirá muchos años después Jacques Delors, poderoso Presidente de la Comisión Europea[21].

La constitución supranacional europea deberá ser por tanto esencialmente «económica». La política se subordinará a la misma. Pero deberá evitar recargar esta estructura supranacional de cualquier exigente pluralismo democrático. La política funcional en la constitución económica del mercado común no puede de forma razonable ser la misma que la de una democracia deliberativa. «La máxima eficiencia económica sería lograda– señala Jean-Paul Fitoussi -- distinguiendo dentro de cada ser humano el ‘homo oeconomicus’, cuya libertad de elección no tiene que conocer algun otro límite que no sea el derecho de propiedad, y el ciudadano, cuya facultad de elección tiene que ser reducida […]. Las instituciones económicas están persiguiendo un sueño muy parecido a este»[22].

La constitución económica estará gobernada por autoridades independientes, desvinculadas de la representación parlamentaria de los distintos Estados. En una de las reuniones que precedieron el Tratado de París, constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la CECA, el delegado alemán y futuro Presidente de la Comisión Europea, Walter Hallstein, se refirió de este modo en relación a la Alta Autoridad que se había puesto a la cabeza de aquella primera comunidad económica europea: «La force et l’indépendance de la Haute Autorité sont la clé de voûte de l’Europe»[23]. El modelo propuesto en buena medida es una versión más civilizada del liberalismo autoritario, aquel en el que Hermann Heller vislumbraba el paso al colapso de Weimar[24]. Delors a este respecto, de forma significativa, habla de “una especie de dulce despotismo ilustrado”, “une sorte de doux despotisme éclairé”, y de una política “semi-clandestine”[25].

Este fue el «blueprint» inicial, el proyecto original, del proceso de integración europea, aquel que Delors define como el «méthode Monnet»[26]. Tanto que los ordoliberales asumieron el liderazgo de las direcciones generales económicas de la Comisión Europea a partir de los inicios de los años Sesenta y se encuentran muy presentes también en la jurisprudencia revolucionaria del Tribunal Europeo de Justicia. Es corriente que se afirme que las dos sentencias que fundan el ordenamiento jurídico comunitario, «Van Gend en Loos» en el 1963 (causa 26/62) y «Costa» en el 1964 (causa 6/64), son expresión de un espíritu federalista. Con mayor razón, sin embargo, podría afirmarse que su motor conceptual era la teoría ordoliberal, para la cual el Derecho y la suma de los derechos individuales patrimoniales, son una cuestión que compete a los jueces, y no a la ciudadanía ni a sus representantes.

Y todavía estamos parados en este proyecto, cercados por instituciones aún más pesadas e invasivas que las diseñadas en el Tratado de Roma, y por un mercado que – gracias también a la creativa jurisprudencia del Tribunal Europeo de Luxemburgo – ha pasado de “común” a hacerse “único”, mediante el principio de mutuo reconocimiento (afirmado en la sentencia «Cassis de Dijon» en 1979, causa 120/78), el cual se desenvuelve e interpreta ideológicamente la convergencia comunitaria de las distintas economías en términos de radical desregulación y privatización. «El mercado se hizo compatible con un imaginario emergente pueblo europeo. El mercado solucionaría el problema del déficit democrático y ofrecería a las instituciones europeas el pueblo de Europa que faltaba» -- así Bo Strath, un conocido historiador de la integración europea, sintetiza la “filosofia” subyacente al Acta Única Europea de 1986[27], que reconoce con fuerza de ley supranacional el principio de mutuo reconocimiento[28]. Pero sus palabras todavía hoy son un excelente resumen del proyecto ordoliberal.
Por fin tenemos con el Tratado de Maastricht de 1992 una moneda común cuya «governance» (término que tanto gusta a la Comisión Europea, y que ha sido asumido como título oficial del «Fiscal Compact») ha sido atribuida a un órgano, el Banco Central Europeo, el cual programáticamente se reconoce independiente de la política. Sus dirigentes no son responsables de sus decisiones ante ninguna instancia política sea supranacional o nacional[29]. Con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y después con el «Fiscal compact» se introduce una rígida doctrina de austeridad presupuestaria. De tal manera que la política monetaria europea sin control democrático, acompañada por un severo régimen de austeridad presupuestaria, que incluso en muchos Estados se ha transformado en norma constitucional, termina así sustraída de la deliberación parlamentaria. Es casi un apogeo del liberalismo autoritario[30]: el poder del ciudadano se reduce de manera muy relevante, y finalmente se produce su transustanciación en el libre consumidor, cuyos celebrados derechos (cruz y delicia de las mas reciente dogmática de derecho privado) prevalecen sobre cualquier otro residuo derecho social.

Europa vuelve a ser pensada y se realiza como un espacio de competencia de actividades económicas; libre circulación de bienes, servicios y capitales (estos además incluso más allá de las fronteras de la Unión), y de personas, solo si se pueden reconocer como usuarios o beneficiarios de bienes, servicios y capitales[31]. Cualquier política redistributiva de recursos se desaprueba por resultar una intervención que distorsiona la lógica de mercado o bien como una violación de la regla áurea del equilibrio presupuestario. El «Fiscal Compact», tal vez acompañado por una carta confidencial de los directores del Banco Central Europeo, basta para conseguir la modificación de la constitución escrita de varios Estados miembros introduciendo el principio de equilibrio en el texto constitucional (es el caso de Italia) y en algún país (como en España) se incluye hasta la prevalencia normativa de la satisfacción de las deudas contraídas por el Estado en los mercados financieros anteponiéndolas a los deberes que el Estado tradicionalmente asume en relación con necesidades esenciales de la propia población, como por ejemplo puede ser el pago de las pensiones. «Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de su presupuestos y ‘su pago gozará de prioridad absoluta’» (artículo 135, apartado II)[32]. Los misteriosos «Six Pack» y «Two Pack» prevén que el presupuesto del Estado miembro sea monitorizado y aprobado preventivamente por la Comisión Europea, privando en buena medida al Parlamento de la que es una prerrogativa fundamental, la deliberación y la decisión sobre la ley de presupuesto[33]. Una seria política keynesiana hoy día sería ilegal en el contexto normativo de la Unión Europea.

 

 

V.

 

Parafraseando a Robert Musil, podría decirse que los Europeos desde hace diez años hacen historia con gran estilo, pero no la comprenden[34]. Después del Tratado de Maastricht, el de Lisboa, y la crisis financiera de Grecia, Portugal, España e Irlanda, después del régimen de emergencia fiscal impuesto en un circuito extracomunitario, la igualdad y la solidaridad, principios que están siempre sometidos al riesgo de quedar en una pura enunciación retórica, se han quebrado en la concreta línea divisoria de acreedores y deudores. «Timeo Danaos et dona ferentes», y de hecho a los griegos no se les hacen rebajas. Queremos que se nos devuelta nuestro dinero hasta el último céntimo, y además un buen interés usurario. Pero, para la «conditionnalité», las rígidas condiciones que vinculan la concesión de los créditos, habrá que modificar también constituciones y leyes nacionales y someterse al vigilante control de la Trojka, lo que equivale a abolir derechos, reducir drásticamente el gasto público, y en consecuencia a castigar a los sujetos económicamente más débiles. Sobre el dinero y los préstamos se decide en el Eurogrupo, órgano bastante misterioso que trabaja a puerta cerrada, sin reglamentos ni actas, “a pale imitation of a democratic body”— palabras de Pierre Moscovici, el entonces Comisario Europeo de Asuntos Económicos y Monetarios, socialista. Por cierto, si la cuestión se plantea sobre créditos y deudas, los buenos sentimientos empalidecen. Y los grandes principios, «liberté, egalité, fraternité», se pueden despedazar.

La solidaridad que parece inexigible en el ámbito de la política fiscal, se reinterpreta ahora como un “riesgo moral”, y por lo tanto difícilmente se podrá reclamar a los Estados miembros en aquello que concierne a las políticas migratorias. Es la propia solidaridad, también denominada «fraternité», la que se niega, y a veces hasta se hace ilícita, en el ámbito mismo de las relaciones entre ciudadanos y sujetos en el mismo Derecho nacional, sobre todo allí donde se trate de la relación con el “otro”, el extranjero, el inmigrante, el desgraciado. A las puertas de Europa sin embargo tienen lugar guerras implacables –con las que los gobiernos europeos especulan y hacen negocios de diferentes formas--, y estas guerras interminables cotidianamente dan lugar a miles de refugiados para los cuales nuestras tierras resultan un oasis de seguridad y paz, y tienen los contornos de la utopía. En los inicios del siglo veintiuno la revolución social se da en la forma de la migración. Para un número cada vez mayor de seres humanos el cambio significa no tanto un cambio de gobierno, sino un cambio de país[35].

A nuestras puertas llama una multitud de pobres y de desesperados para los cuales el estilo de vida occidental con su consumo de mercancías en exceso parece, y quizá sea auténticamente, el país de la abundancia, «Schlaraffenland»-- diría Heinrich Mann, una casa en la que «das Geld unter den Möbeln umherrollt»[36], una casa en la que el dinero rueda bajo los muebles. Cuyas lentejuelas y cuyos «paillettes» llenan las pantallas de la omnipresente y globalizada televisión, del «show» permanente y portátil de la sociedad del espectáculo, la cual actúa como un potentísimo reclamo, un verdadero y auténtico imán, para los rechazados del tercer y del cuarto mundo. Lo que se da es un movimiento migratorio de ámbito histórico. Y es esta mísera muchedumbre una reserva de fuerza del trabajo que hace más fácil la devaluación de la dignidad del trabajo que ya venía producida por su condición como mercancía. No es casualidad que la promesa de parar la libre circulación de personas sea el objetivo que de forma más eficaz haya motivado el «Brexit», la inesperada secesión de un Estado miembro de la importancia del Reino Unido.

Todo ello con tal de que nuestra cuenta bancaria permanezca segura, aunque la Unión Europea nos lo garantice cada vez menos; con tal de que se pueda continuar gastando el fin de semana en un centro comercial; con tal de que nadie nos moleste con sus andrajos, y con su piel sucia por la sal, normalmente oscura, cuando no negra, aunque Ulises se ahogue en el Mediterráneo. Y aunque Ítaca se transforme en un centro de internamiento.

 

Resumen: En este trabajo el autor indaga en la idea de Europa como expresión geográfica pero también como orden cultural y político entre Oriente y el Occidente americano. A partir de este análisis, estudia cómo primero los Estados nacionales y luego la Unión Europea se reconstituyeron tras la II Guerra Mundial asumiendo los postulados del ordoliberalismo. Por último, se cuestiona la deriva más reciente de la Unión Europea que ha privilegiado el pago de las deudas económicas frente a otros grandes principios como la libertad, la igualdad y la fraternidad.

 

Palabras clave: Integración europea, ordoliberalismo.

 

Abstract: In this work the author studies the idea of Europe as a geographical expression but also as a cultural and political order between the East and the American West. Starting from this analysis, it is studied how first the national states and then the European Union were reconstituted after World War II assuming the postulates of ordoliberalism. Finally, the paper questions the most recent drift of the European Union that has privileged the payment of economic debts over other important principles such as freedom, equality and fraternity.

 

Key words: European integration, ordoliberalism.

 

Recibido: 6 de noviembre de 2019.

Aceptado: 8 de diciembre de 2019.

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[1] Este trabajo se publica en colaboración con el Proyecto Jean Monnet Eucons, financiado por el Programa Erasmus + de la Comisión Europea. El apoyo de la Comisión Europea a esta publicación no supone que comparta el contenido y la visión de sus autores, y la Comisión no puede ser responsable de la información que se contenga [Nota del editor].

[2] Cfr . Ch. BICKERTON, European Integration: From Nation-States to Member States , Oxford University Press, Oxford, 2012.

[3] D. DE ROUGEMONT, L'aventure occidentale de l'homme , Albin Michel, París, 1957.

[4] G. W. F. HEGEL, Die Vernunft der Geschichte , Felix Meiner, Hamburgo, 1955, p. 239.

[5] Cfr . A. PAGDEN, Europe: Conceptualizing a Continent , en A. PAGDEN ( ed. ), The Idea of Europe. From Antiquity to the European Union , Cambridge University Press, Cambridge, 2002, p. 38.

[6] J. M. CABALLERO BONALD , Contra lo unitario , en Idem , Desaprendisajes (Los tres mundos) , Seix Barral, Barcelona, 2015, p. 13.

[7] G.W.F. HEGEL , Die Vernunft in der Geschichte , cit ., p. 198.

[8] Véase C. SCHMITT , Land und Meer. Eine weltgeschichtliche Betrachtung , Reclam, Leipzig, 1942.

[9] G. IMLAY , The Emigrants , en A. GILROY y W. M. VERHOEVEN (ed.), Penguin, Harmondsworth, 1998.

[10] Cfr . K. LOWE, Savage Continent. Europe in the Aftermath of World War Two , reimpresión, Penguin, Londres, 2013.

[11] Cfr . G. ZAGREBELSKY, Il diritto mite , Einaudi, Turín, 1991.

[12] A. MILWARD, The European Rescue of Nation Sate , II ed., Routledge, Londres, 1999.

[13] Véase F. BÖHM, “ Recht und Macht , Die Tatwelt , 1934. Téngase en cuenta lo dicho por RÜSTOW en el Colloque Lipmann celebrado en París en 1939: «Ce n'est pas la concurrence qui tue la concurrence. C'est plutôt la faiblaisse intellectuelle et morale de l'État, qui, d'abord ignorant et négligeant ses devoirs de policier du marché, laisse dégénérer la concurrence, puis laisse abuser de ses droits par des chevaliers pillards pour donner le coup de grâce à cette concurrence dégénérée» (en S. AUDIER, Le colloque Lippmann. Aux origines du “néo-libéraisme” , Le bords de l'eau, París, 2012, p. 438).

[14] A. RÜSTOW, Die Religion der Marktwirtschaft , Lit Verlag, Múnich, 2001, p. 28.

[15] S. AUDIER, Le Colloque Lippmann, cit , p. 438.

[16] A. RÜSTOW, Die Religion der Marktwirtschaft , cit , p. 95.

[17] Véase C. SCHMITT, Starker Staat und gesunde Wirtschaft , Strucke, Düsseldorf, 1932.

[18] A. RÜSTOW, Die Religion der Marktwirtschaft , cit ., p. 102.

[19] Vid. H. HELLER, “Autoritärer Liberalismus ? , Die Neue Rundschau , núm. 44, 1933, pp. 289-298.

[20] Una buena introducción al ordoliberalismo se encuentra en el estudio M. WEGMANN, Früher Neoliberalismus und Europãische Integration , Nomos, Baden-baden , 2002. Véase también el inteligente trabajo Ch. JOERGES, “Europa nach dem Ordoliberalismus: Eine Philippika”, Kritische Justiz , vol. 43, 2010, pp. 394-406, y el capítulo quinto de K. TUORI, European Constitutionalism , Cambridge University Press, Cambridge, 2015, pp. 127 y ss.

[21] J. DELORS, Mémoires , Plon, París, 2004, p. 406.

[22] J. P. FITOUSSI, Il dittatore benevolo. Saggio sul governo dell'Europa , Il Mulino, Bolonia, 2002, pp. 13-14.

[23] J. MONNET, Mémoires , Fayard, París, 1976, p. 480.

[24] Véase H . HELLER, “Autoritärer Liberalismus?”, cit .

[25] J. DELORS, Mémoires , cit ., p. 406.

[26] Ibid .

[27] B. STRATH, Still the Europe of Milward? On the Need of a New Long-Term Historical Understanding of Europe , The European Institute, UCL, Working Paper 1/2011, Septiembre 2011, p. 9.

[28] Véase a este respecto, J. DELORS, Mémoires , cit ., pp. 202 y ss.

[29] Cfr . J. P. FITOUSSI, Il dittatore benevolo , cit .

[30] Cfr . W. STREECK, “Heller, Schmitt, and the Euro”, European Law Journal , vol. 21, 2015, pp. 361-370.

[31] Cfr . A. J . MENÉNDEZ , E.D.H. OLSEN, Challenging European Citizenship: Ideals and Realities in Contrast , Palgrave, Londres, 2019.

[32] Cursivas mías .

[33] La legislación europea de emergencia, en la que el two pack y el six pack son ejemplos preclaros , es muy compleja, ambigua y oscura por lo que difícilmente puede satisfacer las exigencias de un Estado de Derecho y del principio de legalidad . Cfr . K. TUORI , K. TUORI, The Eurozone Crisis. A Constitutional Analysis , Cambridge University Press, Cambridge, 2014, p. 246: «Due to the extreme complexity of the rule-work emerging from the Eurozone crisis, it can hardly be deemed to meet the rule-of-law requirement of clarity. Often enough, the rules are characterized by a peculiar combination of apparent exactness and great ambiguity. This applies, for instance, to provisions on budget deficits and sovereign debt: exact reference values are accompanied by vaguely formulated exceptions».

[34] Véase R. MUSIL, Das hilflose Europa , Piper, Múnich, 1962, p. 5.

[35] Véase I. KRASTEV, Europadämmerung , Suhrkamp, Frankfurt am Main, 2017, p. 22.

[36] H. MANN, Im Schlaraffenland. Ein Roman unter feinen Leuten , Fischer, Frankfurt am Main, 1988, Aufbau-Verlag, Berlín, 1977, p. 44.