DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL NOMBRAMIENTO COMO DOCTOR HONORIS CAUSA POR LA UNIVERSIDAD DE VALLADOLID

 

Francisco Rubio Llorente

Catedrático de Derecho Constitucional. Vicepresidente emérito del Tribunal Constitucional. Presidente emérito del Consejo de Estado.

 
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"ReDCE núm. 20. Julio-Diciembre de 2013" 

 

La dimensión de la Administración Pública en el contexto de la globalización.

  

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Señor Rector, estimadas autoridades e invitados,

Soy bien consciente de que el honor que hoy se me hace, tan por encima de mis méritos, no se debe a estos, sino al afecto de mis colegas y a la generosidad con la que la Facultad de Derecho y la Junta de Gobierno de la Universidad aceptaron su iniciativa.

Gracias de todo corazón a todos mis colegas del Área de Derecho Constitucional; desde los que ocupan los puestos más altos del escalafón, Paloma Biglino, Juan Mari Bilbao, Fernando Rey, me parece, hasta quienes, con una decisión casi heroica en estos difíciles tiempos, inician ahora su carrera académica. Y gracias muy especiales al Rector de la Universidad, que hizo suya la iniciativa de mis colegas.

Mi vida universitaria se inició en esta Universidad, hace ya la friolera de 65 años, pues fue en ésta Universidad, en este mismo edificio, e incluso tal vez en esta misma sala en donde hice el examen de reválida que la Ley de 1938 exigía para obtener el título de Bachiller y con él la posibilidad de acceder a los estudios superiores.

Fue así porque yo había hecho en Valladolid, todo el bachillerato, como alumno interno en un colegio que aun existe, aunque no en la misma ubicación. Del edificio que el colegio ocupaba en mi tiempo sólo queda un hermoso arco de piedra que los autores del edificio que hoy se alza en ese lugar han tenido el buen gusto de conservar. Un arco que probablemente había sido antes portalón de una casa de labranza.

Si según afirma Max Aub, uno es de donde ha hecho el bachillerato, yo sería vallisoletano, pero creo que Aub exagera y aunque me siento muy unido a esta ciudad, no me tengo por tal, ni podría renunciar sin desgarramiento a mis orígenes extremeños. En todo caso, mi relación con la Universidad de Valladolid no se agotó en aquel lejano acto inicial. La he visitado con frecuencia, especialmente en los últimos veinte años, para participar en actos académicos en la Facultad de Derecho, a invitación de los muchos y buenos amigos que aquí tengo. Una relación de amistad que sin duda debe mucho al hecho de que fuera en esta misma Universidad de Valladolid donde accedió a la cátedra el más antiguo de mis discípulos.

He sido catedrático durante treinta años, y profesor universitario bastantes más. Mi objeto de estudio ha sido siempre el poder político, aunque por razones diversas lo he abordado desde perspectivas diferentes. Sociología Política, Historia de las Ideas, Teoría del Estado, Derecho Público y especialmente Derecho Constitucional. Algunas de estas distintas perspectivas definían el contenido de disciplinas específicas que ocasionalmente he intentado enseñar. Pero todas cabían dentro del cuerpo abigarrado del Derecho Político, que es la denominación que desde la Ley de 1857 hasta la LRU recibía en el pensum de nuestras Facultades de Derecho la asignatura equivalente a la que casi en todos los demás países europeos se llamaba ya Derecho Constitucional.

El lugar que dentro de ésta asignatura enciclopédica ha ocupado cada uno de los enfoques que permitía su definición, ha sido muy variable, en función de las circunstancias históricas y políticas e incluso de las preferencias personales del profesor. En mi época, al menos en las Facultades en donde hice mis estudios de Licenciatura y Doctorado y en donde me inicié como profesor, el enfoque jurídico se adoptaba sólo para el estudio del Derecho Constitucional Comparado, nunca jamás para el del ordenamiento interno político propio. No faltaban buenas razones para esta exclusión, pues manifiestamente no podía inscribirse en el ámbito del Derecho Constitucional el estudio de unas Leyes Fundamentales, cuya propia denominación había sido deliberadamente acuñada para que no se las pudiera identificar con una “Constitución”. Su estudio se hacía por eso, no en las cátedras de Derecho Político, sino como contenido propio de una asignatura de Formación del Espíritu Nacional, que como las de Formación Física y Religión, nadie se tomaba en serio. Al menos así era en las Facultades de Sevilla y de Madrid, en las que yo hice la carrera; tal vez en otras Universidades las cosas fueran de otro modo. Si era general, el fenómeno bien merecería un estudio que hasta donde sé nadie ha hecho.

Cabe decir, por tanto, que mi aprendizaje del Derecho Constitucional se ha hecho en buena medida al margen de la licenciatura, y adolece por eso, entre otros muchos, del defecto propio del autodidactismo, de haberse llevado a cabo sin contar con un plan sistemático de lecturas guiadas. Las primeras lecturas que recuerdo haber hecho, llevado más por informaciones recogidas al azar que por consejos, son las de la Teoría de la Constitución de Carl Schmitt y el Derecho Constitucional Comparado de García Pelayo. De este último me tengo por discípulo, pues es seguramente el maestro de quien más he aprendido, pero, cuando muchos años después de haberlo leído, lo conocí en Caracas, no hablábamos mucho de Derecho Constitucional. Sus intereses intelectuales estaban entonces muy alejados de los temas jurídicos y ni sus obligaciones docentes ni las mías incluían el Derecho Constitucional, cuya enseñanza estaba allí reservada a quienes tenían nacionalidad venezolana.

Pero si mi aprendizaje de la doctrina del Derecho Constitucional no ha sido tan sistemático y completo como debiera, he tenido sin embargo la ventaja ciertamente singular de haber aprendido Derecho Constitucional directamente de la práctica; de haber participado, de una u otra forma, en la elaboración de una Constitución y sobre todo en su interpretación, durante mis años en el Tribunal Constitucional.

Una Constitución que con razón se ve como símbolo y epítome de la democracia y de las libertades, que con ella recuperamos. Pero que con menos razón ha sido tenida durante mucho tiempo como un tótem intocable, un texto casi perfecto. Muchos venimos insistiendo desde hace tiempo en la necesidad de reformarla. Pero siempre hasta ahora en vano; incluso después de la reforma del artículo 135, que desde luego no figuraba en ninguna de nuestras propuestas y en la que el tótem constitucional fue tratado como un chirimbolo de poca monta.

Las carencias del texto que creemos necesario remediar quienes preconizamos la necesidad de reformarlo, se deben en algunos casos a defectos del texto original que el paso del tiempo ha puesto de relieve, pero en la mayor parte de ellos a la necesidad de dar respuesta constitucional a los cambios que en España y en el mundo se han producido en el curso de estos últimos treinta años. Cambios que en buena parte son consecuencia de la aplicación de la Constitución a lo largo de más de tres décadas.

Aunque siguen siendo necesarias, estas reformas parecen hoy menos apremiantes, dado que, salvo en un caso, nuestros mayores problemas políticos no son productos de las carencias que con esas reformas se quiere remediar, ni es mucho lo que éstas pueden contribuir a aliviarlos; al menos directamente. La desafortunada reforma del artículo 135 está directamente conectada con uno de estos problemas, pero es más bien una manifestación del problema que un intento de remediarlo.

Pero aunque parezcan menos apremiantes, las reformas siguen siendo necesarias e incluso hay ahora más razones para hacerlas, pues con ellas se reforzará la escasa capacidad que hoy tenemos para afrontar con éxito esos graves problemas a los que acabo de referirme, y que nos vienen del mundo exterior o de lo profundo de nuestra cultura política, y no del marco jurídico en el que la política se lleva a cabo. Después volveré sobre alguna de estas reformas constitucionales necesarias, pero antes de ello, permítanme un breve excursus sobre estos graves problemas políticos cuyo origen no está en la Constitución.

El más notorio y angustioso de estos problemas no es específicamente español, sino general, mundial. Es un fenómeno universal que viene de la incidencia que la globalización económica, tiene sobre los Estados nacionales. Sobre todos ellos, aunque no sobre todos con la misma intensidad, ni sea igual la disposición de los distintos Estados para afrontarlos, ni la capacidad que tienen para hacerlo con esperanza de éxito.

Expresión sintética de esta incidencia es lo que Dani Rodrick llama el “trilema político fundamental de la economía mundial”. En su bien conocido libro, La paradoja de la globalización, el economista de Harvard sostiene que globalización económica, autodeterminación nacional y democracia son objetivos en cierta medida incompatibles entre sí, de manera que no puede avanzarse hacia ninguno de ellos sin sacrificar uno de los otros dos. Si se quiere avanzar en la globalización hay que sacrificar, o la capacidad del Estado para decidir autónomamente su propia política, o la democracia; si se quiere preservar y profundizar la democracia, hay que sacrificar el Estado nación o la globalización y si, por último, lo que se quiere asegurar es la capacidad de autodeterminación del Estado nación, hay que optar entre democracia y globalización económica.

No se trata, claro está, de sacrificios totales, sino parciales, de mutilaciones; de las limitaciones que han de imponerse a uno de estos tres estos objetivos o valores a fin de avanzar en la realización de otro. Lo que no está claro es que cada uno de los actores, es decir, cada uno de los Estados del planeta, tenga plena libertad para decidir cuál es el grado de sacrificio que está dispuesto a aceptar y cuál el grado en que pretende realizar el objetivo preferido.

La visión de Rodrik es en cierto modo optimista, pues a juicio de un buen número de distinguidos autores, la libertad de opción simplemente no existe: antes o después, la hiperglobalización impone a todos los Estados una “dorada camisa de fuerza” que les obliga a aceptar sus reglas, con las que los países se hacen más ricos, y el espacio de la política se reduce. Rodrick sostiene, por el contrario, que ni la hiperglobalización es un destino ineluctable y que además, como la experiencia enseña, si el conflicto se agudiza, al final prevalece siempre la política. En su opinión, como la existencia de una cosmópolis, de un Estado universal, no es posible ni deseable, y los esfuerzos por establecer a escala global mecanismos democráticos de control de la economía arrojan resultados muy modestos, la única solución posible, tanto desde el punto de vista político como económico, es la de reducir la intensidad de la integración económica, volviendo a un sistema que, como el de Bretton Woods, sin tolerar la recaída en el proteccionismo, sí permita a los Estados un cierto grado de control en el movimiento de mercancías, capitales y personas; este último, no para restringirlo, sino por el contrario, para acentuarlo.

Este trilema en el que se encuentran todos los Estados del mundo tiene rasgos especiales en el caso de los Estados miembros de la Unión Europea en general y de los que formamos parte de la Eurozona más en particular.

En el mencionado libro, Dani Rodrick afirma que tal vez la Unión Europea sea una excepción a la regla de que no es posible el establecimiento de un control democrático eficaz de la economía que opere a escala del conjunto y no de cada uno de los Estados implicados, aunque como es obvio, más que de globalización, hay que hablar en este caso de regionalización económica.

Me temo sin embargo que este juicio, que él mismo parece haber revisado después, peca de un exceso de optimismo. Hay un acuerdo bastante generalizado sobre la imposibilidad de mantener la unión monetaria en sus términos actuales; las propuestas más audaces, cuya realización se pospone una vez tras otra, no van sin embargo más allá de la unión bancaria y si acaso y muy limitadamente, la unión fiscal, logradas tanto la una como la otra mediante la introducción de nuevos mecanismos tecnocráticos que degradan aun más las democracias nacionales, sin contrarrestar esta degradación con la introducción de un control democrático común a toda la Unión. Para lograr un avance real en este sentido sería necesario establecer una auténtica unión política que limitara aun más la autonomía de los Estados pero dotando al mismo tiempo a las instituciones políticas de la Unión de una legitimidad democrática propia, cosa que hoy por hoy no parece posible.

En rigor no lo ha sido nunca. Ya al menos desde su sentencia sobre el Tratado de Maastricht, viene repitiendo el Tribunal Constitucional alemán que no cabe democracia sin demos y que no existe aún un demos europeo que permita legitimar las instituciones de la Unión, cuya legitimidad sigue dependiendo por eso de la que le prestan las democracias nacionales, que por su parte parecen incapaces de trascender los intereses políticos particulares, de país y de partido. En definitiva “Europa está atrapada”, para decirlo con la expresión que Claus Offe utiliza como título de un espléndido trabajo que la revista Española de Derecho Constitucional espera ofrecer pronto a sus lectores. Esta es sin duda la cuestión más importante y apasionante con la que los ciudadanos europeos tenemos que enfrentarnos, pero sobre ella yo sólo puedo hablar como ciudadano y en consecuencia aquí la dejo.

Antes de pasar al terreno que me es más familiar, el del Derecho Constitucional quiero recordar sin embargo que, como antes he señalado, a este problema político que afecta a todos los Estados del mundo, y de modo muy especial a los miembros de la Unión Europea se une a mi juicio, otro específicamente español y que por desgracia no es nuevo, sino muy viejo y que en contra de los que muchos creímos, la transición solucionó sólo de manera transitoria. El enfrentamiento entre partidos es elemento esencial de la política democrática, no un defecto a eliminar. La intensidad y radicalidad de este enfrentamiento no es igual en todas partes ni en todos los momentos, pero en pocos países tiene, me temo, la intensidad y la permanencia que en el nuestro y sobre todo ese carácter en cierto sentido ontológico que entre nosotros reviste. No se intenta vencer al adversario político por lo que hace o se propone hacer, sino por lo que es; porque siendo quien es, carece de legitimidad para gobernar.

Se ha dicho que la creencia de que en la política española existe una pulsión cainita inexistente, al menos como rasgo permanente, en la de otros Estados desarrollados, es producto de la ignorancia sobre lo que realmente ocurre en estos, o proyección del irremediable pesimismo que forma parte de nuestro carácter nacional. Tal vez sea así, y ojalá tengan razón quienes así piensan, pero somos muchos los que tenemos la impresión de que desde finales de los años noventa para acá, el enfrentamiento político se ha hecho entre nosotros cada vez más agrio y el debate público se centra más en la descalificación del adversario que en la argumentación crítica. No tanto como en vísperas de la guerra civil, pero no muy lejos del enfrentamiento entre el “Maura No” y la “Implacable hostilidad” con el que comenzó a derrumbarse el sistema de la Restauración.

Dicho esto, paso por fin a hacer una breve revisión de las reformas constitucionales pendientes.

He dicho antes que salvo en un caso, los problemas más graves que hoy nos agobian, no son producto de las carencias de nuestra Constitución, ni pueden ser resueltos con su reforma, que por eso parece hoy menos apremiante. Pero esto no significa que haya dejado de ser necesaria, e incluso indispensable para dotar al Estado español de la fuerza que requiere el enfrentamiento con la crisis económica mundial. No me referiré a todas las reformas pendientes; sólo a aquellas que creo más importantes y cuya necesidad viene además no del fracaso de la Constitución para alcanzar los objetivos que con ella se querían lograr, sino, por el contrario, en cierto sentido del éxito conseguido en ese empeño.

Uno de estos objetivos era sin duda el de ofrecer cauce constitucional para la incorporación de España al proceso europeo de integración y para eso bastaba la amplia fórmula del artículo 93, pero una vez culminada esa empresa, el precepto resulta ya absolutamente insuficiente. Desde hace años, muchos venimos insistiendo en la necesidad de llevar a la Constitución, como otros muchos Estados han hecho ya, normas que canalicen adecuadamente la participación de España en el proceso de integración y tomen nota de su transformación en Estado miembro de una Unión que limita su libertad de decidir, es decir, en definitiva, su soberanía. Una limitación cuya manifestación más expresiva en el ámbito jurídico es el famoso principio de primacía, que hace prevalecer el Derecho Europeo, tanto originario como derivado, sobre el Derecho puramente interno, sea cual sea el rango de las normas afectadas; es decir, también sobre la Constitución. No es éste, sin embargo el único efecto que la integración ha tenido sobre nuestro sistema constitucional, pues ella ha alterado también algunos de los equilibrios básicos previstos en la Constitución: ha reforzado el poder del Gobierno en detrimento de las Cortes Generales, y el del Estado en relación con las Comunidades Autónomas.

Desde hace ya años, tanto en el mundo académico como, con menos fuerza, en el judicial y más levemente aun en el político, se han hecho propuestas de reforma constitucional en relación con estas tres facetas del problema. Para hacer compatible con la Constitución el principio de primacía, de manera que la obligación que ese principio impone a los jueces de inaplicar normas legales válidas sin cuestionarlas previamente ante el Tribunal Constitucional, no conduzca a la aplicación de normas claramente inconstitucionales, o que la obligación de las Cortes Generales o de las Comunidades Autónomas de aceptar la validez de normas europeas, las prive de la facultad de decidir o de participar en la decisión sobre materias que de acuerdo con la Constitución entran dentro de su competencia.

Sólo me ocuparé aquí de la primera de estas facetas, no porque crea que la restauración del equilibrio entre el Estado y las Comunidades o entre el Gobierno y las Cortes se puede lograr, como hasta ahora se ha intentado repetidamente, pero siempre sin demasiado éxito, sin reformar la Constitución, sino por razones de tiempo.

En su Declaración de 2004 sobre el fracasado Tratado por el que se instituía una Constitución para Europa, el Tribunal Constitucional sostuvo que cabe resolver sin reforma constitucional el problema o cúmulo de problemas que plantea el principio de primacía, pero el argumento que utiliza a favor de esta tesis es a mi juicio por lo menos oscuro. Sin duda supremacía y primacía son en abstracto categorías distintas, pero ¿Cómo considerar suprema una norma que siempre ha de ceder frente a otra que la desplaza? Consciente sin duda de esa dificultad, el Tribunal parece sugerir que la primacía es predicable sólo de las normas del Título Preliminar. Pero si es esto lo que se quiere decir, la reforma constitucional es inexcusable. Pese a la autoridad del Tribunal, sigo creyendo que, como sostuvo también el Consejo de Estado en su dictamen sobre el mismo Tratado, y creen otros muchos estudiosos, es necesaria la reforma constitucional en este punto.

La mayor parte de las propuestas de reforma que entre nosotros se han hecho en relación con este asunto, siguen, como las que se han hecho en otros Estados miembros, el modelo alemán. Llevar a nuestra Constitución, como los alemanes hicieron al reformar su Ley Fundamental en vísperas del Tratado de Maastricht, una habilitación (la fórmula del art. 23.1 es realmente más que eso, casi un mandato) para contribuir al desarrollo de una Unión Europea comprometida con los principios propios del Estado democrático, de derecho, social y federativo, que actúe conforme al principio de subsidiariedad y que preste a los Derechos Fundamentales una protección tan amplia como la que les otorga la propia Ley Fundamental. A contrario, este precepto permite al Estado alemán considerarse no vinculado por los actos y normas de la Unión no concordes con esa caracterización. La “vocación europea” de Alemania es tan decidida, que en el párrafo final de este mismo apartado se admite que las normas europeas, tanto originarias como derivadas, pueden reformar tácitamente la Constitución, siempre que esa reforma no afecte al contenido que el artículo 79.3 declara irreformable, que viene a coincidir con los principios antes enumerados.

Una vía análoga, aunque un punto más directa, es la recomendada por el Consejo de Estado, tanto en el antes mencionado Dictamen de 2004, como sobre todo en su Informe sobre la Reforma Constitucional elaborado a petición del Gobierno en el año 2006. Propone el Consejo una reforma constitucional que además de habilitar al Estado para transferir a la Unión competencias derivadas de la Constitución, establezca límites claros a esa habilitación, de manera que carezcan de validez y fuerza en España los actos o normas de la Unión que los transgredan. Esos límites infranqueables están definidos, a juicio del Consejo, por los principios y valores enunciados en el Título Preliminar

Esta solución era inobjetable en el momento en que se formuló, aunque, como a diferencia de lo que en Alemania sucede, la Constitución española no tiene cláusulas de irreformabilidad, los límites que resultan del Título Preliminar son sólo provisionales, y pueden ser removidos con su reforma. Son además de dudosa eficacia práctica, pues salvo en el muy improbable supuesto de que los actos o normas de la Unión violen frontalmente Derechos Fundamentales, o los principios del Estado social y democrático de Derecho, no cabe recurrir a esos límites para salvaguardar el núcleo último de la soberanía nacional o de la política democrática. La inclusión en el Tratado de Lisboa del principio de respeto a la identidad nacional de los Estados y a su igualdad, ofrece hoy un instrumento más eficaz para proteger esos límites últimos de la estatalidad. Conviene por eso, a mi juicio, cuando la reforma se lleve a cabo, sustituir la referencia del Título Preliminar por una remisión directa e los principios enunciados en el artículo Cuatro, Apartado Segundo, del Tratado de Lisboa. Por lo demás, también al hacer esto estaríamos siguiendo el ejemplo alemán, pues algo así es lo que realmente ha hecho el Tribunal Constitucional alemán en su sentencia sobre el Tratado de Lisboa, al hacer del “control de identidad” el principal instrumento para el control de las normas y actos de la Unión.

No es que yo me haga ilusiones y piense que esta reforma bastaría para dotar a nuestras Cortes Generales y a nuestro Tribunal Constitucional de la misma fuerza que hoy tienen el Bundestag o el Tribunal de Karlsruhe para influir sobre las medidas con las que Europa intenta responder a la crisis económica. Pero tal vez contribuyera a reforzar la postura negociadora de nuestro Gobierno, incrementando así en algo la muy escasa que hoy tenemos.

También la necesidad de reformar la Constitución en lo que toca a la estructura democrática de nuestro sistema de gobierno es consecuencia del acierto que los constituyentes de 1978 tuvieron al introducir en el texto los preceptos que juzgaron convenientes para enfrentarse con los problemas que en aquellos momentos iniciales se planteaban en esto punto, bien distintos, de los que hoy tenemos. Cierto es que la degradación de la imagen que los españoles tienen hoy de su democracia no es producto sólo ni de factores internos ni de defectos de la regulación institucional. Es difícil tener un alto aprecio por una democracia incapaz de llevar a cabo una política económica y no son, sino marginalmente, los defectos del marco jurídico en el que actúan, los responsables del descrédito de los partidos políticos. También es innegable, no obstante, que esos defectos existen y qué algo debe hacerse para remediarlos, tanto en el plano legislativo como en el constitucional. El problema de esta especie que más lugar ocupa en el debate público es el relativo a los partidos políticos, pero a mi juicio hay otros de entidad, aunque menos patentes, en la estructura de las instituciones centrales, Cortes y Gobierno.

En el momento de su restauración, la democracia española no contaba con el sistema de partidos indispensable para hacerla real; la Constitución dio libertad para crearlos, reconoció explícitamente su función e incluso estableció algunos principios en cuanto a su organización y funcionamiento. Pero estas previsiones no bastarían para instaurar una democracia robusta si el número de partidos se multiplicaba más allá de lo razonable, o si los partidos, cualquiera que fuese su número, carecían de la unidad de propósito y de la fuerza indispensable para gobernar el país.

Aunque no es la única razón, la voluntad de conseguir un sistema de partidos fuertes y no en exceso numerosos, es una de las que explican la fijación constitucional de la provincia como circunscripción electoral, tan escasamente compatible con el mandato de que el sistema electoral se adecúe a los principios de la representación proporcional.

Con la colaboración poderosísima de una ley electoral que reproduce sustancialmente el Decreto Ley utilizado en 1977, el objetivo de los constituyentes ha sido alcanzado tan plenamente, que los partidos de nueva creación encuentran obstáculos casi insalvables para crecer, y los existentes son huestes disciplinadas conducidas por una reducidísima cúpula.

El cambio en profundidad de esta situación, inexcusable para que los partidos se abran a la sociedad y recuperen su crédito, requiere una reforma de la legislación electoral, pero esta reforma tendrá efectos muy limitados si no se suprime el pie forzado de la circunscripción provincial. Eliminado ese corsé, el legislador podrá optar por un sistema proporcional puro (una opción que no creo recomendable) u otro que, como el alemán, lo combine con el mayoritario en distritos uninominales. Para la instauración de un sistema puramente mayoritario, a una o dos vueltas, sería necesario suprimir también el mandato constitucional de adecuación a los principios de la proporcionalidad. Sin la reforma de la Constitución, la del sistema electoral no puede ir más allá de lo que ofrecen las propuestas del Consejo de Estado en su Informe sobre la cuestión, algunas de las cuales, dicho sea de paso, apuran quizás con algún exceso la interpretación del texto.

En la configuración constitucional de la relación entre Gobierno y Cortes, la finalidad predominante que guió la labor de los constituyentes fue la de conseguir Gobiernos tan fuertes y estables como sea posible dentro del parlamentarismo en un país de escasa cultura democrática. Una finalidad sobradamente justificada por razones de puro pragmatismo, pero que podía invocar también en su apoyo las enseñanzas de nuestra propia historia.

En aras de esta finalidad, la Constitución acogió soluciones típicas de “parlamentarismo racionalizado”, como la atribución al Gobierno de un poder decisivo para la fijación de ingresos y gastos, o la moción de censura “constructiva”. Aunque en otro tiempo defendí esta modalidad de censura contra quienes la atacaban, no estoy seguro de que hoy siga siendo necesaria y conveniente, pues tal vez el daño que a la democracia irroga un excesivo blindaje de los Gobiernos sea mayor que el que podría ocasionar una menor estabilidad.

Pero además del recurso a estas fórmulas del parlamentarismo racionalizado, nuestra Constitución ha reforzado el Gobierno otorgándole un poder legislativo que va mucho más allá de lo que es común en los países de nuestro entorno. La capacidad para eludir o minimizar la participación de las Cortes (es decir, de la representación popular) en el establecimiento de las leyes mediante el uso de este poder legislativo propio, puede utilizarse de manera tan inmoderada que, como ha sucedido en la actual legislatura, el Congreso de los Diputados quede reducido, en la mayor parte de los asuntos importantes, a poco más que cámara de segunda lectura.

Como es lógico, la reducción del poder del Gobierno se traduciría en un incremento equivalente del poder de las Cortes, especialmente del Congreso de los Diputados. Los defectos perceptibles hoy en éste no se remediarían con ese incremento, pues vienen de nuestra cultura política y en no escasa medida de su propio Reglamento, pero no en mi opinión, de su regulación constitucional. Sí están bien arraigados en la Constitución los del Senado, que no podrán ser remediados sin su reforma. Y una reforma en profundidad. Reformar la Constitución para darle más poder en relación con determinadas materias sin modificar su composición, no sólo no corregirá los defectos actuales, sino que más bien los agravará.

El problema del Senado es indisociable del gran problema de la organización territorial del poder, que la Constitución esbozó, dejando abierta distintas opciones, de modo que más que obra de la Constitución, el Estado de las Autonomías que hoy tenemos es producto del uso que de esta libertad de opción se ha hecho después mediante una serie de decisiones sucesivas.

Tres hitos cardinales de esta serie son, en primer lugar, el referéndum de Andalucía que, con alguna ayuda de las Cortes Generales permitió a ésta alcanzar el máximo nivel. Después los Acuerdos de 1981 en los que sobre la base de un Informe elaborado por un grupo de distinguidos administrativistas, los dos grandes partidos de la época decidieron que serían los mismos la estructura institucional y el ámbito competencial de todas las Comunidades de régimen común. La invalidación por razones formales de buena parte de la ley que incorporaba el contenido de este acuerdo, la célebre LOAPA, no le privó de efecto, pues como repetidamente han reconocido sus autores intelectuales, el mismo Tribunal Constitucional que invalidó parcialmente la LOAPA, lo puso en práctica a través de su jurisprudencia. Y por último, el Acuerdo de 1992 entre el PSOE y el PP, precedido también de un informe de distinguidos profesores; casi los mismos, me parece, que hicieron el anterior. Sobre las normas creadas en ejecución de estos Acuerdos, el Tribunal Constitucional ha ido resolviendo, en general con prudencia, los incontables litigios entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Estas han criticado de manera sistemática, la interpretación, excesivamente amplia y siempre a favor del Estado, que a su juicio, ha hecho el Tribunal de los párrafos del artículo 149 que enumeran las competencias exclusivas del Estado; en sentido contrario, se han censurado de manera ocasional lecturas que restringían en exceso esas competencias o privaban al Estado de la posibilidad de dictar normas de eficacia supletoria excesivamente restrictiva de esas competencias, como yo mismo he hecho a propósito de la STC 61/1997. Pero nunca hasta ahora la crítica por parte de las Comunidades había llegado al extremo de las que se han vertido sobre la STC 31/2010 (Estatut de Cataluña), ni quienes reprochan al TC una excesiva complacencia con las Comunidades lo habían hecho con la virulencia que muestra un libro reciente.

Es absolutamente injusto considerar que el Estado de las Autonomías ha sido un “desastre sin paliativos”, pero sería absurdo verlo como un éxito sin sombras. No cabe negar que, pese a sus defectos, el Estado de las Autonomías ha logrado alcanzar en gran medida las finalidades que impulsaron su creación: ha permitido la “conllevancia” con los nacionalismos, ha aumentado o hecho nacer el interés de los ciudadanos en los asuntos de su propia región y ha puesto fin a algunos excesos de centralización. Pero también es innegable que ese éxito no ha sido pleno y que el nuevo modelo de organización territorial no ha logrado poner fin a la vieja tensión entre el nacionalismo españolista y los nacionalismos periféricos, que en los últimos tiempos parece haberse agudizado, ha introducido una complejidad innecesaria en nuestra Administración, ha incrementado considerablemente el gasto público y ha hecho mucho más extenso y opaco un ordenamiento jurídico que ya lo era mucho.

El funcionamiento del Estado de las Autonomías se ha convertido así en uno de los grandes problemas con los que España ha de enfrentarse. Aunque algún representante del nacionalismo catalán, cuya capacidad política corre pareja con su altura moral, parece empeñado en convertirlo en problema internacional, el del Estado de las Autonomías es un problema por así decir absolutamente autóctono. Lo que no quiere decir, claro está, que carezca de repercusiones sobre nuestras relaciones con el resto de Europa y del mundo. Mientras no se le dé solución es poco probable que puedan llevarse a cabo algunas de las reformas constitucionales cuya necesidad he tratado de justificar antes, ni ninguna otra que no sea muy menor, o lo que es peor, nos venga impuesta.

Es en definitiva, el gran problema, el que más profundamente nos divide. Para ponerle término se ofrecen dos vías distintas de reforma constitucional: la transformación del Estado de las Autonomías en un Estado Federal, o su mantenimiento depurándolo de sus defectos. La primera de estas fórmulas tiene la inmensa ventaja de aportar claridad y estabilidad; la desventaja también considerable, dada la complejidad de nuestra “nación de naciones”, de ser difícilmente compatible con las “asimetrías”; tanto con las deseadas como con las ya existentes en relación con los territorios forales. El Estado de las Autonomías permite mantener e incluso incrementar la asimetría, pero presenta la desventaja, ya experimentada de su extremada complejidad y su permanente “apertura”.

Sería indecoroso aprovechar un acto como éste para terciar en el debate político, rompiendo lanzas a favor de uno u otro modelo, Otra cosa es advertir desde la Universidad de la necesidad de acomodar las propuestas de reformas a la lógica propia del modelo que se propugna. No tiene sentido alguno mantener el Estado Autonómico para asentar un sistema de absoluta simetría, ni cabe llevar muy lejos la asimetría en un Estado Federal.

Y con esto concluyo mi reflexión de constitucionalista sobre la situación actual. En el mundo del Derecho una reflexión que se alarga más allá de cierto límite en el plano de la generalidad y la abstracción, sin dar un paso hacia lo concreto, se convierte en puro humo y yo no puedo dar ese paso aquí y ahora, ni quizás en ningún otro lugar y momento. Puedo y debo, por el contrario, invitar a que lo den quienes están en condiciones de hacerlo. Desde hace tiempo vengo insistiendo en la obligación que los constitucionalistas tenemos de prestar a los problemas institucionales mayor atención, aunque sea a costa de reducir la mucha que hasta ahora se ha puesto en el estudio de los Derechos Fundamentales. No podemos dejar esos los problemas institucionales exclusivamente en manos de la Ciencia Política, cuyo enfoque propio es esencialmente descriptivo, ni delegar su estudio jurídico en otras ramas del Derecho, menos sensibles a las exigencias de la política. En cierto sentido, mi exposición no es sino un intento de ofrecer razones a favor de este giro necesario.

Gracias de nuevo a todos aquellos a quienes debo la muy honrosa distinción que hoy se me otorgado. Gracias a todos los presentes por la atención prestada a mi disertación, de cuya pesadez, especialmente para los no juristas, tengo clara y apesadumbrada conciencia. Gracias a Valladolid.

 

Resumen: Este texto recoge las palabras dichas por el Profesor Rubio Llorente en la aceptación de su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad de Valladolid. En ellas esboza primero la ecuación de difícil solución que plantea el equilibrio entre globalización, democracia y Estado nación. A continuación analiza los puntos en los que considera indispensable la reforma constitucional, concretamente, la primacía del Derecho de la Unión y sus límites, el régimen electoral y sistema de gobierno y la definición de la organización territorial.

 

Palabras claves: Doctor honoris causa, Universidad de Valladolid, globalización, democracia, Estado nación, reforma constitucional.

 

Abstract: This paper transcripts the words said by Professor Rubio Llorente in his nomination as doctor honoris causa by the University of Valladolid. Firstly, he describes the hard equilibrium between globalization, democracy and Nation State. Secondly, analyzes the necessity of a constitutional reform in the following points: primacy of European Law, electoral system and system of government and territorial organization.

 

Key words: Doctor honoris causa, University of Valladolid, globalization, democracy, Nation State, constitutional reform.

 

Recibido: 1 de septiembre de 2013.

Aceptado: 2 de septiembre de 2013.