Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 2007, 23, artículo 10 · http://hdl.handle.net/10481/6989
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Recibido: 22 febrero 2007  |  Aceptado: 3 abril 2007  |  Publicado: 2007-04
Imaginando el universo. Espacio y cosmos en las sociedades amerindias
Imagining the universe. Space and cosmos in the Native American societies

Víctor Vacas Mora
Antropólogo. Universidad Complutense de Madrid. 
vvmora@yahoo.es


RESUMEN
El presente ensayo repasa la estructuración espacial del cosmos que llevan a cabo los indígenas amerindios. A través de un prolongado recorrido, repleto de abruptos saltos, se muestra una forma coincidente de representar el cosmos y de ubicar en él los diferentes modos de vida concebidos. A medio camino entre la antropología espacial y la historia de las religiones, el texto desgajará una filosofía cosmológica amerindia, preñada de matices y riqueza conceptual. Un orden simbólico que habilita el desarrollo de formas muy concretas de comprender el entono y el universo, situarse en él y dotar de inteligibilidad diversos usos y costumbres de la vida religiosa amerindia.

ABSTRACT
The present essay reviews the spatial structuring of the cosmos by Native Americans. Through a prolonged process, full of abrupt leaps, we show a coincident form of representing the cosmos and of placing different lifestyles conceived. Half way between spatial anthropology and the history of religions, the text will provide an American Indian cosmological philosophy replete with nuances and conceptual richness. This is a symbolic order that enables the development of particular forms of comprehending the surroundings and the universe, to place oneself in it, and lend intelligibility to diverse uses and customs of American Indian religious life.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
universo | cosmos | cosmogonia | indígenas amerindios | mitología | universe | cosmos | cosmogony | amerindian indigenous | mythology


Unas palabras preliminares

Afrontar un estudio sobre una cuestión tan general a la par que ambigua como resultan ser las cosmologías americanas, entendido aquí como el ordenamiento espacial del cosmos en las sociedades amerindias, conlleva la posibilidad prácticamente ineludible de incurrir en generalidades. Siendo un segmento cultural sumamente abstracto y comúnmente irreducible a una opinión común o consenso entre todos los individuos que conforman una sociedad, emitir opiniones globales como válidas para la totalidad de una comunidad o, más aún, para todos los grupos culturales amerindios se torna una tarea difícilmente verosímil. El ubérrimo campo cultural americano imposibilita emitir juicios holistas que no tropiecen con excepciones que incurran incluso en la contradicción con lo aquí expuesto. El pensamiento metafísico de los grupos americanos, profundamente refinado y filosófico, da origen a multitud de concepciones acerca del cosmos, su forma y segmentación en espacios diferenciados, todas aquellas ricas en matices y símbolos. La reducción a una perspectiva general prácticamente encorseta esa poderosa visión del cosmos en un esquema académico que suprime la opulencia heurística indígena en pro de sujetarla a abstracciones generales.

Admitida tal deficiencia y consciente de la problemática de una lectura genérica, esbozar unos rasgos generales, perfilando vagas características comúnmente extensibles a todo grupo indígena americano y sombreando aspectos más o menos reiterativos en lo que a estructurar el cosmos se refiere, puede convertirse en una tentativa turbiamente orientadora. Expuesto lo anterior, se entiende que este no pretende ser un corpus teorético rígido acerca de cómo conciben el universo y, con él, el mundo las sociedades americanas. No se pretende presentar un dogma inamovible que ignore y excluya las variaciones mientras se erige como totalidad única, representante de todo el pensamiento cosmológico de un continente. Como ya he afirmado, se intentará mediante unas claves generales bosquejar un cuadro común que acerque al lector los rasgos generales de una visión del universo persistente a los avatares históricos y coloniales, aunque no exenta de las variaciones que exigen las circunstancias. Los grupos que pincelada a pincelada han completado esta composición mantienen sus actividades dentro de un cosmos inteligible y abarcable del que una visión panamericana solo puede extraer generalidades vagas e imprecisas. Mediante éstas me gustaría conjeturar un perfil sistémico del cual, conocedores de sus carencias, poder extraer unas conclusiones que orienten al lector a través del laberinto espacial que forma la visión del cosmos americano.
 

1. Espacio y cultura

Todo acto que el ser humano realice, cualquier actividad que lleve a cabo así como la totalidad de sus relaciones con los demás miembros de su grupo, de otras comunidades e incluso con su entorno y todos sus seres, se encuentra inserto, como resulta ocioso referir, en un espacio. El espacio, una entidad o dimensión difícilmente definible, se ha intentado representar como un continuum sobre el cual el ser humano, así como cualquier realidad física, ejerce una decisiva influencia. Dicho influjo se manifiesta en la segmentación de esa totalidad unitaria y abstrusa que tiende a la sucesión. A consecuencia de la acción humana, tal realidad esotérica y recóndita al entendimiento se convierte en aprehensible y manejable. El grupo encuentra una base epistemológica sobre la que trabajar y hacer posible la distribución de su presencia, identidad y persona, al tiempo que habilita la ubicación de su sociedad, la de otras sociedades, seres y acciones dentro de su campo de interacción o fuera de él, pero siempre en el seno de una cognoscible dimensión. Al situar un acontecimiento, una presencia, una relación o un fenómeno en un sector determinado del espacio y del tiempo (otro concepto abstracto de comprometida sistematización pero indefectiblemente vinculado al del espacio) el ser humano posibilita su concepción mental, lo cual equivale a su existencia.

Las relaciones espaciales son continuamente producidas y reproducidas en la vida cotidiana de las sociedades. Tanto es así que diversos autores llegan a considerar que el uso que del espacio se haga refleja una realidad social, o al menos, determinadas connotaciones sociales que el grupo o parte de él (mayoritaria o influyente) desea resaltar y solidificar. Henrietta Moore (1996), por ejemplo, afirmaba, aludiendo a la aproximación al estudio espacial mantenida desde postulados estructuralistas y semióticos, que "el espacio es analizado entonces, a menudo, como un reflejo de las categorías sociales y los sistemas de clasificación". Siempre y cuando se mantenga presente una visión diacrónica o histórica que evite caer en la petrificación del modelo, fosilizándolo como realidad social, los métodos estructurales o semióticos de análisis pueden resultar, sin duda, eficaces y pertinentes. Lejos de entenderse como estáticas o perennes, el estudio de dichas estructuras, analizadas al día de hoy día como procesos, implica atender al dinamismo por el que discurre el desarrollo de toda representación cultural.

Así, el espacio, como contenedor de metáforas y metonimias, permite transcribir un código. Mediante la manipulación tropológica se puede alcanzar el reflejo de determinados aspectos que la sociedad, por diversos motivos, pretende destacar. La metáfora como fuerza evocadora y polisémica se convierte en el implemento ideal para la codificación de ciertos espacios que transcienden en la mente del individuo formado en la semántica del tropo y, a través de la acción y la contextualización, se evoca un significante no presente.

Obviamente, la presencia del parámetro espacial es siempre constante dado que el espacio, como realidad o imaginado, enmarca indefectiblemente toda actividad. Dicha sempiterna presencia habilita al ser humano a intentar racionalizar su entorno para ubicarse dentro de él tanto mental como materialmente, de manera individual o a nivel social, así como para contextualizar sus relaciones y acciones, situando su mundo dentro de un marco espacial determinado, simbólico (con sus fronteras y barreras, niveles, nichos ecológicos...) y tangible. Las divisiones que del espacio se hagan dependerán, obviamente, de cada cultura en cuestión y de las estructuras que sobre él se quieren registrar y los fines a que se destinan.

La omnipresencia de la dimensión espacial conlleva la imposibilidad de escapar a sus condicionantes y por tanto, resulta imposible evitar su conceptualización. Para producirse y reproducirse, la sociedad necesita de la utilización espacial. Así como el tiempo, el espacio aporta unas coordenadas dentro de las cuales las sociedades humanas y los individuos integrantes de esos grupos confeccionan una segmentación discontinua que posibilita su empleo para la vida social, incomprensible sin un tiempo reversible y un espacio cualificado. "Lo que cualifica el espacio para convertirlo en territorio humano son una serie de delimitaciones cargadas de formas específicas de interacción, que reproducen la estructura de la entidad social que las ocupa, y que estas delimitaciones se encadenan a su vez en una organización que refleja la dialéctica de la misma vida social. El ser humano que tanto individualmente como en sociedad utiliza un espacio, tiene necesariamente que socializarlo, pues de lo contrario le resultaría incontrolable" (García 1976). Las construcciones que dan forma a un asentamiento deben organizarse dentro de un espacio de una manera determinada. Esos hogares dispondrán su estructura en una forma estipulada culturalmente, resultado de una dialéctica entre individuo y grupo, y emplearán su espacio interno dependiendo de convenciones socialmente aceptadas. Las actividades dentro de ese poblado se asignarán a diversos lugares prefijados. Así, ciertas danzas se llevarán a cabo, por ejemplo, en el espacio central que dejan las viviendas o se enterrará a los difuntos en un punto acordado, a extrarradios o en un recinto fijado dentro del conjunto habitacional. A su vez, las personas se sitúan de manera determinada dentro de diversas áreas y actividades, sin tener porqué ser esta situación relativa recurrente a todos aquellos lugares y actos.

Según qué actividad se esté ejecutando o en qué lugar se desarrolle, la posición de los actores sociales puede variar. Los roles, ciertas actividades o los rituales se asocian al espacio, el cual pasa a ser característica cualitativa y definitoria de dichos aspectos de la vida social. Así, si el "jefe" o persona preeminente, por ejemplo, es el que se coloca en el centro de la plaza para dirigirse en parlamento a su gente, tal posicionamiento pasa a ser uno de sus rasgos definitorios para el rol de cabeza de comunidad. Su dominio espacial se convierte en atributo distintivo. Entre los cuna de Panamá (Moore 1981) es común que tradicionalmente los jefes ocupen las hamacas extendidas entre los tres postes que sustentan la cabaña comunal de reunión (denominada basílica por el autor). Tal lugar solo se permite ocupar a esos líderes, estando velado al resto de la comunidad que, según su función, ocupará otros espacios dentro de la basílica. De esta manera, una de las características definitorias del cargo de jefe será dominar dicho espacio, reservado a su estatus, en determinado momento. Entre los cuna, la interpretación de este código espacial es clara: inmediatamente, se asimilará como jefe a la persona que ocupe una de las hamacas suspendidas entre dos postes maestros así como sancionarán negativamente que otro convecino que no desempeña papel destacado en el entramado social utilice el sector espacial adscrito al líder.

Aparte de la estructuración de los poblados, roles o actividades dentro del espacio, dimensión que pasa a determinarlos en considerables casos, otros muchos aspectos de la vida social quedan cualificados por su presencia. Desde este punto de vista, la discontinuidad espacial (basada tal discontinuidad en una cualificación social) se hace imprescindible para la construcción de la sociedad, que necesita de la reiteración (y ritualización, en el sentido amplio de esta palabra), la codificación, simbolización y diferenciación. Los códigos generados en el uso del espacio suelen responder a codificadores culturales subyacentes tales como las creencias, la cosmología, la economía o la política entre otros muchos. Se seleccionan ciertos aspectos que componen el total sociocultural y se materializan valiéndose del espacio como herramienta para su representación.

Siendo así como vemos el espacio una decisiva dimensión presente a todo segmento cultural, ignorar su análisis sería faltar a un elemento imprescindible dentro de cualquier estudio. Los motivos culturales, sociales, económicos y convencionales de estructurar, dividir asignar y utilizar la dimensión espacial son inherentes a cada sociedad en un momento histórico determinado. Es problemático emitir valoraciones generales o aproximaciones en abstracto como ya admití a modo preliminar, pero a su vez tentativas de este tipo pueden servir como apoyo a estudios venideros acerca de concretas cuestiones que ahonden en alguno de los puntos expuestos en este ensayo. Si como guía referencial asiste en la confección de ulteriores trabajos o como síntesis general ayuda en el enfoque o dirección de nuevas tentativas del estudio religioso-espacial, este artículo habrá sobrepasado con creces las funciones asignadas al comienzo de su redacción.
 

2. El cosmos como espacio

El cosmos es un concepto tremendamente abstracto. Según nuestra noción se presenta como algo infinito o cuando no como un oscuro concepto de dimensiones inabarcables para la mente humana. Esa imprecisión espacial que extraemos de nuestro universo nos imposibilita entenderlo, contenerlo mentalmente y, derivado de esto, situar nuestra presencia y relaciones dentro de él. Al ser algo amorfo no es aprehensible por nuestro entendimiento y, por lo tanto, resulta inexistente en nuestra mentalidad colectiva. En una tentativa de sistematizar ese caos astral, la ciencia moderna nos ofrece difusas claves galácticas. Se ha decidido ordenar en lo posible un universo infinito o quizá en extensión hacia unos márgenes difuminados, opacos a la percepción humana, momento en el que los alcance comenzará una retracción hacia su centro. Ese repliegue originaría una especie de nuevo big bang, de entre los reiterativos y sucesivos que a decir de los astrónomos han configurado la historia de este universo nuestro. Estas teorías intentan clasificar el espacio sideral en base a constelaciones, galaxias y sistemas solares con estrellas (en muchos casos extintas para cuando las percibimos) como centro y en torno a las cuales las órbitas planetarias atan masas de materia girando sobre sí mismas y en torno a las fuentes lumínicas y calóricas que representan aquellos astros. Esos conjuntos espaciales que nos presenta la física astronómica moderna imponen nuestro ordenamiento cósmico, nuestra propia cosmología que agrupa, conceptualiza y organiza el caos, entendido este como todo aquello que elude la comprensión humana. El negro infinito, vacuidad indeterminada, pasa a ser ligeramente manejable gracias a los conceptos positivistas que la ciencia, ese paladín de nuestra seguridad, nos brinda.

De igual manera, aunque desde diferente premisa, al darle una forma definida y fragmentarlo en diversos espacios, las sociedades amerindias posibilitan su comprensión y por lo tanto, lo convierten en habitable para el ser humano y su imaginación. Las actividades que cotidianamente se realizan quedan enmarcadas en un todo mayor, compartimentado en diversos niveles y espacios que le dotan de un cuerpo transitable físicamente y manejable mentalmente. El firmamento con sus cuerpos y movimientos, el espacio terrestre con sus ciclos y variaciones biológicas, los mundos sub-terrestres ocultos bajo esta superficie telúrica así como otros espacios resultantes de ejercicios imaginativos genésicos obtienen una lectura mitológica, anclada en las tradiciones del grupo que comprenden el cosmos y sus procesos como unos cercanos acontecimientos que simbólicamente y como significantes encuentran el significado en el tiempo mítico, momento de creación e inicio de todo.

Las sociedades indígenas americanas han hecho una lectura propia del universo no exenta, claro está, a los procesos históricos en que tales culturas se encuentran insertas. La estructura asignada al espacio cósmico resulta sumamente interesante y sugerentemente abordada por los antropólogos. Las reiteraciones en la división del cosmos en diversos espacios, asignados a entes determinados, las barreras que encierran los planos que forman la totalidad del cosmos así como los diferentes puntos de unión entre ellos, lugares de tránsito de un espacio a otro, dan forma a un universo vívido e indisoluble de las creencias religiosas y la vida ritual. Cada forma de existencia toma lugar en un espacio apropiado a su naturaleza (Sullivan 1989). La multiplicidad de espacios indica la riqueza y plurivocalidad de ser, imposible de reducir a una simple imagen o significado. La esencia del espacio se enaltece mediante tal pluralidad convirtiéndose en una "manifestación del significado de la existencia en cualquiera de sus formas" (Sullivan 1989). De esta manera, cada estrato y lugar descrito por la geografía mística tiene una importancia, una significación relevante. Todo espacio cósmico posee su significado y contiene su propio modo de existir, al cual dicho espacio define al tiempo que le confiere unas características particulares que le convierten en reconocible y único.

Tan importante como cada uno de esos espacios que dan forma a la totalidad universal son las diferentes estructuras que se enclavan entre las capas o dentro de ellas. Existen infinidad de espacios diferenciados dentro de cada estrato, especialmente insertos en el terrestre. Profundidades acuáticas, montañas, lagos y ríos, oscuros bosques y selvas, cuevas y simas se contienen dentro de cada mundo confiriéndole una topografía mística propia, dentro de la cual la existencia se amolda a sus exigencias. Incluso en algunas sociedades, el interior de las rocas o, especialmente, el cuerpo humano, integran la totalidad de fuerzas de su universo y, convirtiéndose en una suerte de microcosmos, las reproducen generando nuevas relaciones y significados.

La riqueza que otorga la multiplicidad de espacios característica del universo amerindio deriva en ciertas necesidades simbólicas. Así la heterogeneidad de espacios insta unidad. Aunque cada capa en el cosmos sea diferente a las otras, con unas determinadas características, formas, colores, sabores y olores, dando cabida en su interior a modalidades de existencia propias y definidas por su esencia, la combinación de su suma debe componer un universo armónico y homogéneo. Una "unicidad" donde cada ser ocupe el lugar que le corresponde y sean cubiertas las necesidades que su existencia demande. Tal coherencia la otorga el centro, el axis mundi. Tan importante como cada parte, el eje central organiza y distribuye el espacio manteniendo una conexión necesaria entre todos los estratos. Mantener la unión entre todas las existencias imaginadas requiere que este elemento simbólico común a innumerables culturas, no solo ya las amerindias, prevalezca intacto frente a la amenaza continua de la desintegración. Frente al mediterráneo mito de la Torre de Babel, eje central ante la disparidad y desorden, la ceiba mesoamericana. Su destrucción elimina la posibilidad de comunicación y unidad, lo cual resulta palpable en la resolución del relato hebreo. De idéntica manera, el axis mundi amerindio, el centro en torno al cual se ordena el espacio, se halla en continuo peligro. La amenaza constante de pérdida mantiene este cosmos en riesgo permanente de fragmentación. La atención prestada a tal foco unificador por las diversas sociedades americanas en su cosmovisión y rituales demuestra la necesaria relevancia de su existencia.

De esta manera, una uniforme estructura sale a flote de entre los relatos míticos y las narraciones actuales amerindias. Estructura que se ha ido identificando con lentitud, entreviendo el armazón de un cosmos sustentado ontológicamente por la creatividad de la mente humana. La simbología y la imaginación convierten la entropía de un constructo abstracto, carente de forma abarcable, en un conjunto ordenado, repleto de referencias y características, contenedor y definidor de la vida en todas sus formas. Distribuidos por los diferentes lugares de esta geografía mítica, los seres que moran en este universo toman forma y vida del espacio que les contiene, les ordena, les define e, incluso, les sitúa en el tiempo. La presencia constante de la dimensión espacial se refleja, inclusive, en la imaginación, en la entelequia que resulta de un cosmos ordenado conforme demanda la comprensión humana. El espacio, manejado como herramienta, permite una sistematización de lo amorfo, la conceptualización de lo inimaginable, sentando las bases epistemológicas necesarias para el desenvolvimiento de la mente sapiens sapiens.
 

3. La geografía cósmica

Una reiteración obvia a las culturas amerindias es la división vertical del universo, a grosso modo, en tres capas, las cuales pueden ser segmentadas de manera variable según el grupo social. Sin embargo, el corte tripartito en lo que a verticalidad se refiere aparece y reaparece desde el extremo norte de América hasta el punto más meridional del continente. A decir de Chaumeil (1998), esta tripartición en capas del universo es particularmente reincidente en sociedades con institución chamánica. Generalmente se aprecia el cosmos como una superposición de capas (1). La superior queda representada por el cielo, una piel que cubre con sus ornamentos un mundo velado a la percepción. Un vasto espacio indeterminado a los ojos del ser humano que lo observa desde la tierra. En ese espacio superior se suceden los fenómenos atmosféricos, los ciclos diarios (día/noche) y el devenir continuo de los astros. Se comprende con capacidad de contener, cual la tierra, otras formas de vida. Bajo ese amplio estrato celeste, subdividido por lo común en varios más, se encuentra la tierra, el plano en que los seres humanos desarrollan sus actividades diarias, dentro de una cadena trófica de consumo, transformación y muerte. Inmediatamente inferior a esa capa central terrestre encontramos un mundo subterráneo, un inframundo de asombrosas y fantásticas características. Sirve de morada a seres no humanos y, a veces, al alma de los muertos. Su geografía resulta aterradora para los mortales que, desde este plano terrestre, perciben la existencia de aquel submundo como un amenazador espacio donde terroríficos seres se alimentan del alma de los humanos. Puede concebirse en ciertos grupos, tales como los campa o los yagua, que cada estrato posea un cielo y una tierra firme coincidentes cada uno con el suelo del nivel superior, en el primer caso, y con el cielo del nivel inferior, en el segundo caso. Así, los habitantes del mundo intermedio, el terrestre, aprecian el suelo sobre el que caminan como firme. Este suelo, sin embargo, sería el cielo para el nivel inferior. A su vez, el cielo abierto que aprecian los humanos no sería otra cosa que el nivel inferior del espacio celeste, un suelo rígido y macizo sobre el que se desplazan los seres que en aquel espacio viven.

Este esquema general se repite, aunque con variaciones en lo que respecta a divisiones internas a cada espacio, a lo largo y ancho del continente americano. Las tres zonas cósmicas pueden variar en cuanto a las atribuciones y rasgos que se las atribuyen, los seres que en cada una moran, las cualidades que conllevan o las divisiones internas que contienen pero su distribución y asignación dentro el universo se mantiene por igual a la mayoría de las culturas amerindias: el espacio celeste, sobre los otros dos. El inframundo, en la parte inferior de este universo indígena. Entre ambos (y comunicando uno y otro) el estrato terrestre. 
 

3.1. Este plano, la tierra

Por norma general, el plano terrestre se encuentra localizado entre los otros dos, el celeste, superior, y el inframundo, inferior. Este espacio, habitado por los seres humanos, animales, plantas (2) y un amplio y variable espectro de seres sobrenaturales, se percibe habitualmente como un espacio plano, ya sea rectangular o semicircular, muy a menudo, aunque no siempre, flotante en una gran masa acuática. Los antiguos mayas, por ejemplo, comprendían la tierra como un reptil yaciente sobre el agua. Así, entre los yucatecos, la versión terrestre de Itzamná era Itzam-Cab Ain, a decir de Roys (1972), "Itzam-cocodrilo terrestre". Idea parecida debieron sostener los antiguos mexica que atribuían la superficie terrestre a la figura de un cocodrilo al que denominaban Cipactli. En la actualidad, la concepción espacial de la tierra mantiene ciertos rasgos en común con los de aquel pasado prehispánico. Apunta Holland (1963) que para los tzotziles chiapanecos "la tierra es el centro del universo, siendo una superficie plana y cuadrada, sostenida por un cargador en cada esquina". Entre las sociedades sudamericanas, la idea de la tierra como extensión plana reaparece en diversas sociedades. Los wayãpi dicen de este mundo que es circular y plano como un plato de mandioca. La mayoría de los planos que conforman el universo baniwa, un total de cuatro, entre ellos "este mundo" (apakwahekwapi), son discos planos (Wright 2002). La tierra shipibo, situada en el centro del cosmos entre diversos estratos más, superiores e inferiores estos respecto a su superficie, es concebida como un disco liso a través del cual fluyen los ríos. También los warao entienden que la tierra es un círculo llano dividido en cuatro partes. Los totonacos entendían que caminan sobre una tortuga enorme, mancillando su superficie con sus actividades. Por ello la deben reverencia y ritual. A decir de Ake Hultkrantz (1979), los cazadores atabascos de los bosques boreales comprenden este plano como una cruz sobre la que se superpone una superior y distribuida sobre otra inferior. 

El plano terrestre es el eje entre otros dos mundos, una suerte de intersticio en el cual se desarrolla toda la actividad humana. Es el lugar central, ideal para el desarrollo de la vida, la fertilidad y la procreación. Animales, plantas, peces, insectos y el ser humano producen y se reproducen dentro de la cadena de consumo que es el universo aglutinado en torno al estrato terrestre. El cosmos como una gran cadena de predación, un ciclo trófico continuo, es una imagen recurrente entre muchas sociedades americanas. Esa cadena de presas y depredadores tiene su lugar central en la dimensión terrestre, este plano ocupado por los seres humanos, los animales y las plantas donde como si de un escenario se tratara aquellos actores repiten la teatralización de la vida y la muerte, la producción y el consumo, la creación y la destrucción. La cosmología nahua entiende este espacio terrestre, tlaltepactli, como una representación del equilibrio, punto central entre los otros espacios, celeste e inframundo. Este espacio da cita al frío y al calor, a los días y a las noches en una cadena temporal asemejada, quizá, a ciclos consuntivos. 

Resulta interesante observar como, a su vez, este área se encuentra compuesta de muchos espacios, tanto cercanos como distantes. La diversidad terrestre se analiza como un conjunto de piezas que unidas componen un todo mayor, un plano fraccionado en espacios desiguales. El espacio terrestre tzeltzal contiene diversos mundos o realidades virtuales. En algún punto de los alrededores de Cancuc, pueblo chiapaneco donde Pedro Pitarch realizó su etnografía sobre las almas tzetzales, se localizan una serie de montañas, una por cada fratría del pueblo, donde reside el duplicado de una de las entidades anímicas (el ch'ulel) de cada habitante de la comunidad. Esta montaña, denominada ch'iibal, existe en el mismo nivel de realidad que los seres humanos, contenida en el plano terrestre. Sin embargo, es un espacio maravilloso donde no concurren las mismas características del resto del plano y donde ningún humano puede entrar. También los tzotziles aprecian la superficie de la tierra (sba-balamil), como un cuadrado que da cabida a infinidad de espacios (Guiteras Holmes 1965). Cada cual manifiesta una serie de atributos que lo hacen favorable o desfavorable para el ser humano. El Sol y la Luna ocupan un destacado lugar en la cosmología tzotzil, pero es la Santa Tierra o Ch'ul Balamil la que gobierna toda la superficie e incluso el frío interior de la tierra. Aparte del terreno socializado, la selva, las cuevas (siniestras entradas a los cerros), el monte y los sumideros aparecen como otros marcados espacios que deben ser evitados y temidos. Ausentes de la protección del Sol, esos lugares se hallan poblados por seres sobrenaturales de carácter maléfico y destructivo que no dudarían en atacar al humano que penetre en sus dominios. En esta misma línea, los guayakí oponen el poblado, el espacio de consumo, a la selva, espacio productivo, y dotan a cada uno de ellos de atributos sexuales. El primero, hábitat humano, se asocia a la mujer mientras que el segundo, bosque, lugar de la caza y recolección de miel, es un espacio masculino. Ambos se complementan para formar un armonioso conjunto. 

La sexualización del espacio terrestre resulta interesante, a mi entender, por varias cuestiones. Por un lado, el espacio se asocia a formas de ser que se consideran diferentes cualidades de existir, enfatizando la distinción entre unas partes y otras de un todo imaginado. Pero al mismo tiempo, el carácter complementario de los sexos imprime en la asociación la sensación de necesariedad entre todos los espacios para su continuidad. Por otro lado, las divisiones sexuales impuestas sobre el trabajo, el ritual, la propiedad, las canciones y un amplio etcétera conllevan, valiéndose del sexo, una vinculación del espacio con diversos procesos, técnicas y objetos. Por ejemplo, los guayakí mantienen canciones masculinas, prerä (canciones de caza), y canciones femeninas, chenga ruvara (llantos de lamentaciones). Cada tipo de cántico precisa un estilo propio y deben ser cantados en el lugar señalado para ello. Cada tipo de canción se corresponde con una expresión espacial específica, que se cualifica con carácter sexual. Como vemos, se asocian diferentes espacios con actividades concretas teniendo ambos como único denominador común su determinación sexual. Si la caza se entiende como actividad de los hombres, el espacio donde tal actividad cinegética se lleva a cabo quedará en muchos casos cualificado de masculino. Los chiripá, grupo estudiado por Miguel A. Bartolomé, ilustran este punto. Los varones adultos chiripá suelen introducirse y permanecer durante días en el bosque, un lugar, de los numerosos que se unifican en esta dimensión terrenal, desconocido y lleno de misterios, en partidas de caza, en busca de materias primas específicas o para construir trampas. Por oposición, el espacio social, el poblado, pertenece a las mujeres y a los niños. Dicha oposición queda remarcada al afirmar que el espacio clareado para cultivos en torno a las casas es un lugar común a ambos sexos (Bartolomé 1979). Un último aspecto con respecto a la sexualización del espacio podría ser intuido. La posibilidad de sexar diferentes lugares, incluyéndolos así en pares de oposiciones complementarias, permite insertar el espacio dentro de una ordenación dualista, tipo de organización repetidamente aplicada por los antropólogos para los pueblos amerindios (3)

Lejos de ser un espacio compuesto uniformemente mediante isomorfos fragmentos, la Tierra aparece como un mosaico de irregulares teselas. Como si de un puzzle se tratara, la capa terráquea se compone de piezas heterogéneos, diversos espacios, los cuales contienen sus propias peculiaridades y rasgos que les ungen como propicios o desfavorables para según que seres o acciones. Confeccionada así, a partir de partes, existe siempre el riesgo de la fragmentación de esta realidad caleidoscópica que, por ello mismo, demanda un elemento unificador. Los chiripá entienden este nivel como la conjugación de tres cualidades de espacio: por un lado, el bosque. Por otro, los campos cultivados. Y en tercer lugar, los espacios limpiados para el hábitat humano (Bartolomé 1979). El ser humano es quien une esos dominios espaciales. La proporción entre estas tres categorías espaciales es mantenida a través del trabajo humano y el ritual realizado en momentos apropiados. El patrón inicial instaurado por los dioses o los héroes culturales sirve de modelo para el ritual que, realizado en el centro del mundo, mantiene la coherencia entre la diversidad. La fuerza centrípeta ejercida por el acto ritual impide la desarticulación total del espacio. Así ocurre entre los canelos quichua, cuyo simbolismo contenido en arte, sueños, canciones, danzas o rituales cohesiona esta realidad terrestre. "The awareness of fragmentation and the construction of a cosmology are part of the same imaginative process" (Sullivan 1989). Parece incluso poder existir entre algunos grupos un vínculo entre esta diversidad del espacio terrestre y la comprensión que del tiempo se hace. A este respecto, señala Gossen (1974) que para los tzotziles lo lejano en el espacio se asocia con lo alejado en el tiempo, interesante imbricación de conceptos que permanecen aislados en nuestra cultura. Siguiendo esta línea, merece la pena observar a modo de conclusión previa, que los tres espacios que dan vida al universo amerindio se pueden apreciar asociados al tiempo. Tanto el espacio celeste como el inframundo, lugares geográficos de los que hablaremos más abajo, se asocian a un tiempo pasado. Tal hecho se observa en los tipos de seres que los habitan, pertenecientes todos a otras épocas ya cerradas y agotadas. Es el tiempo de mito. El presente, el devenir del tiempo actual, corre en el espacio central, el terrestre donde el ser humano se mueve manteniendo con su ritual y modo correcto de operar la pervivencia del cosmos. 

Es este un espacio único que contiene todas las características necesarias para la vida humana, siempre y cuando ésta tome lugar en su ubicación correspondiente. Como espacio compuesto de otros, y asumido que cada forma de ser tiene su propio espacio, la franja terráquea incluye la diversidad de formas de existir en su polimorfa y ambivalente superficie.
 

3.2. El espacio superior, el cielo

Frente a la pluralidad del plano terrestre, yuxtaposición de diversos espacios y variadas formas, el espacio celeste se presenta como una isomorfa y homogénea dimensión reminiscencia de un pasado tiempo mítico. Como si fuera un contenedor temporal, este espacio se muestra cual pliegue que conserva las características de un extinto momento remoto conocido a través de los mitos y los viajes extáticos de los especialistas religiosos. Es la fosilización de un mundo único, de un tiempo único, del mundo de la unicidad. A este lugar, o aún más allá, el deusotiosus, creador demiurgo, se retira desinteresado de su obra y del destino que la aguarda. Es un plano que ofrece lugar de habitación a divinidades y seres sobrenaturales pertenecientes a aquella época pretérita, aquellas formas de ser que abandonaron el mundo para refugiarse en los distintos niveles que componen este espacio.

En el principio de los tiempos, en aquella era mítica, todo era uno. No existían divisiones ni separaciones entre mundos. Era un continuum pleno y aparente. Todo era lo que su aspecto indicaba, sin necesidad de vida simbólica. Sin embargo, en ese mundo primordial se introdujo el cambio y las discontinuidades alteraron aquel principio total. Fue entonces cuando se separó el cielo de la tierra y, por diversos mecanismos, se ha mantenido suspendido sobre esta última, allí donde el ser humano, por diferentes procedimientos, vino a existir y a morar. La idea de diferentes seres, espacios, naturalezas, historias y tiempos se deriva de tal escisión mítica. El cambio, los sucesivos cataclismos (inundaciones, conflagraciones universales, oscuridad total causada por destrucciones sucesivas de los soles...) y la retirada de la entidad o las entidades creadoras del devenir del cosmos acabaron con aquel espacio primigenio, donde los prototipos de los animales habitaban con capacidad de comunicación con humanos y resto de seres. Después de aquel momento de secesión, el cielo se separa de la tierra y un submundo aparece bajo la superficie de esta. De esta manera, infinidad de relatos míticos de pueblos amerindios informan de la aparición de los niveles del cosmos así como de la vida en cada uno de ellos. La diversidad, entonces, se hace posible y con ella, la vida simbólica. 

El cielo o nivel superior, por su relevancia, bien merece esta breve aclaración mítica. Porque si algo caracteriza este segmento espacial es su similitud con aquel primordium atemporal, detenido y retenido en un espacio que hace comprensible los otros. Y es que, la naturaleza exhausta del espacio celeste, su agotada esencia incapaz de producir hace posible, como ha sido señalado, este mundo multiplicativo. Como el concepto del cero, el infinito celeste conlleva para muchas religiones el abandono, la retirada o la ausencia una vez concluida la creación. Esa esterilidad, que lleva a comparar la capa superior del universo, tal y como ocurre entre los yanomamö (Chagnon,1983), con una vieja mujer o un jardín abandonado, contrasta con la productividad terrestre. La infecunda naturaleza del agotado espacio celeste, su nulidad productiva, resalta y lleva a comprender el sistema generativo del plano terrenal. 

Mientras que en Sudamérica el nivel celeste se escinde en distintos cortes, cuantitativamente variables, es frecuente para Mesoamérica la subdivisión del estrato superior en un determinado y constante número de capas. Entre los pueblos nahuas observamos este espacio celeste dividido en trece pisos, de los cuales los dos superiores, el decimotercero y el duodécimo, eran considerados en el mundo prehispánico como elomeyocan, lugar de la dualidad (literalmente, "lugar del dos"), donde mora la suprema fuerza de la cosmogonía mexica, Ometeotl, señor de la dualidad (4). Cada uno de esos trece niveles alberga diferentes seres extraterrenos, definidos por los conquistadores y cronistas acorde a la lógica mediterránea como divinidades, que desde ese asiento celestial, cada cual en su nivel, realizan sus intervenciones o extienden su influencia en el mundo de los vivos, el nivel terrestre sobre el cual moran los seres humanos. Los pueblos mayas también particionan el nivel superior del cosmos, el cielo, en trece capas o niveles que daban cabida al elenco de fuerzas sobrenaturales que animan su mundo. 

Tozzer (1982) afirma que entre los mayas de Yucatán la división del plano superior resultaba compuesta de siete capas, verticalmente superpuestas unas a otras, con un agujero en su centro por el que atraviesa un gigantesco yaxché (ceiba) cuyas ramas se abrían por cada nivel celeste. Cada piso del cielo se encuentra asignado a un tipo concreto de divinidades. Las deidades encargadas de la lluvia, Nukuch-yumchacob, por ejemplo, residen el sexto nivel, los "guardianes de la milpa" (kuop) y los "guardianes del monte" (Ah-kanankaxob) se instalan en el quinto piso, mientras en el cuarto habitan los Ah-canan-balcheob, protectores de los animales. En el tercer cielo se encuentran ubicados unos dioses malignos, los Ah-kakaz-balob. Los dioses del viento se hallan en el segundo cielo y en el primero los que dan protección a los cristianos, Yum-balamob

De esta descripción, encontramos un curioso contraste con respecto a la cosmología cristiana. Frente a esta última, la cual entiende el cielo o nivel superior como un lugar exclusivamente benigno, sin espacio para el mal, el estrato superior al terrestre en la mentalidad amerindia da cabida a un moralmente ambiguo mundo de seres. Es un espacio derivado del primordium pero no por ello reservado a entes dóciles y apacibles, sino que, en muchos casos, incluye a todo tipo de seres de procedencia moral diversa. Teniendo en cuenta que las deidades amerindias, como otras muchas del presente y la antigüedad, reunían en su ser nuestra concepción del bien y del mal, la capacidad para obrar tanto en un aspecto como en otro, creando o ayudando así como destruyendo o castigando, es normal que el cielo amerindio no sea el pacífico y benévolo remanso con que los frailes intentaron equiparar el paraíso cristiano. Así, los machiguenga, por ejemplo, convienen que existe sobre la tierra una región de nubes que solo los chamanes pueden ver. Este espacio superior al terrestre se encuentra regado por un afluente de la Vía Láctea y se encuentra habitado por seres demoníacos. Sobre este nivel estaría el cielo, con el gran río Meshiaréni, la Vía Láctea, cruzándolo. 

El espacio celeste es entendido a veces como una cúpula que cierra, tocando en los extremos, una tierra plana. Los yagua entienden su forma como una maloca, casa ceremonial cuya forma de cúpula ilustra la comparación, o, también, como dos malocas enfrentadas por un eje de simetría, la tierra. La maloca sobre el eje central equivaldría al cielo y la que queda bajo esa línea divisoria correspondería al submundo (Chaumeil 1998). Para Mesoamérica, se ha discutido abundantemente sobre la forma piramidal del espacio celeste, así como del inframundo. Según diversos estudiosos del área mesoamericana, tales como Thompson (1954) o Krickeberg (1961), refiriéndose a los antiguos nahuas, o el antropólogo William R. Holland (1963), al hablar de los tzotziles de Chiapas, los niveles espaciales en que se divide el piso celeste corresponderían a los peldaños sucesivos de una pirámide. Así, el cielo tendría una forma piramidal, con seis escalones o capas a un lado, seis al otro y el último restante, el décimo tercer nivel, se ubicaría en la cúspide. El sol ascendería por un lateral de dicha pirámide hasta alcanzar el cenit, en el treceavo nivel, donde descansaría una hora, para luego ir descendiendo los restantes seis escalones o estratos celestes para alcanzar el ocaso. Esta interpretación, en cualquier caso cabe advertir, es muy discutida y sigue sometida a una revisión que pretende negar su veracidad.

Puede ser frecuente la asociación a este nivel de ríos y lagos de mágicas cualidades. El agua que aquí se encuentra tiene un carácter rejuvenecedor. Todas las criaturas que en ella se bañan encuentran la acción vivificadora de sus propiedades. Cualquier zambullida en sus aguas elimina cualquier posibilidad de cambio. Muchas culturas, de hecho, consideran que para poder participar en la vida celeste es obligatoria la inmersión en estas aguas eternas y constantes. Las abluciones, bautizos y libaciones hacen partícipe al ser humano de manera simbólica de esos líquidos y, de esta forma, en las características del nivel espacial superior. Es común la asociación de la lluvia con estos líquidos celestiales, así como la comprensión de las estrellas u otros entes celestes como espíritus pluviales (Girard,1976). Resulta significativo que ríos crucen el espacio superior o que lagos se ubiquen dentro de su continuidad eterna. La Vía Láctea es un enorme río de semen, a decir de los desana. Los yanomamö comprenden que la lluvia proviene de un lago de sangre situado en el centro de la luna. Es admitido un componente fertilizador en el agua que mana desde el cielo. Acostumbran por ello atar sus penes hacia arriba para recoger esa agua que les permitirá procrear y tener descendencia. El agua, infinita y eterna, que cae desde el cielo, una vez sujeta a las condiciones terrestres, se convierte en fertilizadora. Los fluidos seminales y la sangre celeste canalizados al espacio simbólico adecuado se convierten en la lluvia, los ríos, cascadas, semen y sangre virtual. Abandonado el mundo superior, donde el cambio no es concebible, los líquidos que alcanzan la tierra proporcionan únicamente en este contexto de cambio la fertilidad. También las bebidas fermentadas o los procesos de cocción de alucinógenos resultantes en líquidos de características apreciadas, permiten el paso de un mundo a otro.

En relación e este espacio se halla la luz. Una luz especial, de luminosidad y brillo sin parecido. Es esta la luz que aparece en visiones y éxtasis. Una luz de constante plenitud, sin final quizá en conexión con el sol, ente principal en muchas cosmogonías y mitologías amerindias. El punto más alto de los niveles que conforman el cielo baniwa es el lugar deYaperikuli. Aquí muere el universo, en un espacio escondido, lugar de felicidad (kathimakwe) donde residen todos los remedios iluminados por una brillante luz eterna. (Wright 2002).

El plano celeste se puede mostrar, como vemos, a modo de un continuum de luminosidad y mágicos líquidos. Una franja de constancia y eternidad donde moran los entes míticos, deidades, prototipos de animales, plantas y aquellos héroes civilizadores una vez abandonaron la tierra tras concluir su misión. El tiempo contenido en este espacio no es apto para el ser humano, atrapado por el cambio y la discontinuidad. El cielo es entonces, junto con un inframundo, un referente simbólico que, como contraste, posibilita la concepción de este espacio, el terrestre. Allí se refugia el pasado y, con él, el mito, tiempo de quietud y uniformidad.
 

3.3. El mundo bajo el mundo: el inframundo

Bajo los estratos superiores y el nivel medio representado por la tierra, las culturas amerindias conciben un plano, cuando no una serie de ellos, añadido a los anteriores concluyendo la configuración espacial del cosmos. Los mayas de la época clásica consideraban este mundo formado por nueve niveles. El Popol-Vuh nos describe el descenso a este submundo, Xibalba, por parte de los gemelos míticos y su odisea en aquel infrarreino. Es este el Mictlan azteca, morada de los muertos nahuas de época prehispánica, con sus nueve aterradores niveles. Forman estos estratos las profundidades del cosmos, aquello bajo la tierra que con sus propias cualidades ofrece las condiciones para el desarrollo de otro tipo de seres y, en muchos casos, el tránsito de las entidades anímicas de los difuntos, sino su definitivo albergue. Al igual que en el nivel celeste, los líquidos y fluidos juegan un importante papel. Sin embargo, si las de aquel reino superior del universo eran aguas rejuvenecedoras y creativas, aquí las corrientes, estantes y soluciones acuosas representan el polo opuesto. Acceder a este mundo es posible vía cuevas, penetrando montañas, remolinos, ríos y pasajes. Sin embargo, se demanda gravidez. Así, mientras el mundo superior se asociaba a pájaros y sus plumas se convertían en valiosos símbolos de ascenso, en este mundo se encuentran seres pesados, gigantes y monstruosos entes. Las pieles de los animales terrestres y el pelo se erigen como símbolos de este espacio y la pesadez que conlleva descender a él. Los mexica, por ejemplo, acompañaban a sus muertos de un perro que, se suponía, guiaría la entidad anímica a través de un largo viaje por el inframundo. 

Este nivel espacial del cosmos es el reverso de la tierra. No debemos olvidar aquelTezcatlipoca prehispánico con el espejo como símbolo. En dicha superficie reflectante se manifestaba, entre otras cosas, el mundo inferior, hogar de los muertos. Los antiguos mayas asociaban a los espejos poderes sobrenaturales y la capacidad de ver "más allá". Ambos planos se completan, complementándose en una simetría, a veces hostil y temida. Pero la incompleta existencia de un espacio implicaría la inconclusa presencia del otro. Al tiempo que en muchos grupos es hogar de los cadáveres, reposo de unidades anímicas separadas de sus cuerpos muertos o, como ya se indicó, redil de monstruosas entidades sobrenaturales y demonios maliciosos, también es lugar productivo desde donde brota la vida. En Mesoamérica, se puede asociar este paraje subterráneo al viento. Así el Mictlan, acorde a lo descrito para los antiguos nahua, es un lugar oscuro, repleto de plantas espinosas y punzantes, donde sopla un viento cortante como cuchillas de obsidiana. Los actuales totonacos creen que ciertas cuevas son morada de aires que surgen de las crípticas cavidades de la tierra al plano terrestre donde actúan conforme a distintos designios. Los coras de la actualidad recogen esta visión y afirman que en el inframundo, un viento fortísimo sopla siempre, arrastrando con él espinas y polvo que hiere los ojos del que ose adentrarse en dicho espacio (López Austin 2002). Sin embargo y a su vez, de este espacio inferior, tras un periplo temporal, emerge el sol cada mañana. Según las creencias desana, de este lugar denominado Ahpikondiá, provino el padre creador, el sol, en el principio y fue a él a donde regreso una vez concluida su obra. Ahpikondiá representa una especie de matriz de donde surge la vida carnal, un espacio de gestación. De aquí, según el mito, prorrumpieron los hombres y viajaron a la tierra en canoas-serpiente (Reichel-Dolmatoff 1971). Nuevamente, frente a la infecundidad ya advertida del espacio superior, donde todo es eterno, único, continuo y la cadena de consumo se detiene inexistente, en este submundo sí existe, aunque no de manera general, la posibilidad productiva unida al sexo. Entre los otomíes, por ejemplo, aparece esta fusión del inframundo y la mujer, lo sexual, lo podrido, lo secreto y oculto y el extranjero (Galinier 1990). En los Andes, las antiguas almas pre-hispánicas moran en el inframundo (ukhu pacha) y son imaginadas como pequeños diablos. Estas ánimas ancestrales entran en el vientre de las embarazadas para conceder energía y vida al feto humano. En esa cadena, los antepasados precristianos (o paganos) se reencarnan como bebes cristianos que nacen gracias a ellos (Platt 2001). De la misma manera, algunos mitos mexica nos cuentan como de los huesos de los humanos que vivieron en eras anteriores, rescatados del Mictlan por Quetzalcoatl durante el Quinto Sol, se crea la nueva humanidad. Los huesos son como semillas. Todo lo que muere va al interior de la tierra y desde allí nace nueva vida sujeta del ciclo de la existencia terrestre. Una extendida creencia andina nos remite a la ascensión de los grupos étnicos desde un reino inferior, oscuro (en otras variantes se hace referencia a un mundo sin Sol) a través de cuevas, lagos, cavidades entre rocas, etcétera. Dichos puntos de penetración son denominados pacarinas.

Entre los mayas yucatecos solo se distingue un nivel inferior, un plano donde van las almas de los suicidas y las de las personas que han mantenido un comportamiento inadecuado y perverso en su vida terrena. Este espacio se denomina metnal y se encuentra regentado por un espíritu maligno, esencia del mal, llamado Kisin (Tozzer 1982). Según parece, la influencia católica se transluce en el alojamiento de las almas de los suicidas en este submundo asimilado por los castellanos al infierno cristiano. En época prehispánica, aparentemente esto no debió ser así y se suponía que las almas de estos individuos suicidados llegaban hasta algún estrato celeste. Los aymaras actuales denominan al mundo de abajo manqha pacha, un lugar poblado de demonios. Sin embargo se nos aclara que, lejos de compartir la visión maniqueísta de la tradición cristiana, esos demonios no responden al carácter maléfico que el cristianismo tradicional les reserva. Son fuerzas no socializadas y, por ello, imprevisibles. Su carácter es fiero y misterioso, clandestino y caprichoso, pero no malvado en el sentido teológico occidental. Teniendo en cuenta que el vocablo manqha además de "abajo" también comparte la acepción metafórica de secreto, oculto, se clarifica la interrelación. También ocupan este espacio los muertos, entes temidos y esquivados. Encontramos aquí un interesante contrapunto a lo expuesto. Interpretan las autoras del estudio que este mundo no se encontraría literalmente bajo la superficie terrestre, aislado de esa esfera, sino que estaría incluido en ella, en el momento del puruma, tiempo de luz difusa, el atardecer y momento en que el sol se pone, dando paso a un nuevo mundo (Bouysse-Cassagne y Harris 1988). El tiempo se solaparía así con el espacio en la mentalidad aymara. Aunque la representación espacial sea la misma (en esencia tripartita), esta se ubica sobre la línea temporal. El abajo espacial correspondería a un determinado momento de tiempo comprendido como inferior frente al momento diurno que se aprecia como espacio superior. 

Los tzotziles estudiados por Holland (1963) en Larrainzar, Chiapas, denominan Olontik al mundo inferior, el mundo de los muertos. Compuesto por nueve, trece o un número indeterminado de escalones, aquí residen los dioses que pretenden deshacer el trabajo realizado por las divinidades benignas que habitan el cielo. Se concibe, así como el cielo, con forma de pirámide pero en este caso invertida. El Sol, cuando se pone por el oeste, donde desaparece en el mar y se hunde en el inframundo, donde sigue el camino inverso, descendiendo escalón a escalón, en su primera etapa, para ascender luego los restantes hasta completar las dos caras de la pirámide y salir a su hora por el oriente, dispuesto a repetir su ciclo diario. Esta inversión en las características temporales de este espacio con respecto al plano terrestre se aprecia también entre los quechuas que afirman que cuando el amanecer llega al nivel terrestre, kaypacha, la noche cae en el mundo inferior, ukhupacha. Y viceversa. Al caer la noche en kaypacha es cuando comienza a amanecer en ukhupacha. Este plano inferior del universo quechua, el menos conocido de los tres que conforman su cosmos, da cabida a unos seres de reducida estatura capaces de provocar terremotos y tormentas eléctricas así como a Supay, el demonio (Núñez del Prado 1974). Los inuit, por su parte, coinciden en pensar en un mundo inferior que cuenta con dos niveles. El primero de ellos da cabida a los infractores de ciertos tabúes mientras que el inmediatamente inferior, el espacio más profundo del cosmos inuit, es un lugar de reposo feliz y eterno, donde las almas de los occisos gozan de una existencia plena y próspera. En estos niveles, se produce una inversión estacional. Si en el plano terrestre es invierno, bajo ella es invierno. Cuando llega el invierno al mundo inuit, el verano se inicia en el resto de planos (Rasmussen 1931). Los baniwa describen wapinakwa, el mundo bajo la tierra, como un lugar peligroso poblado por criaturas invertidas a como aparecen en este mundo (Wright 2002). El concepto de inversión es frecuente al tratar este sombrío espacio.

Este puede ser un espacio de hambre eterna, o al menos, así se desprende de algunas mitologías que hablan de él y los seres que lo pueblan en estado de continua demanda de alimento. Los aymaras actuales a los que brevemente atrás hacíamos referencia ven a los demonios pobladores de aquel manqha pacha como unas entidades necesitadas de alimentos. "Su actitud frente a los devotos no está inspirada por un cálculo moral, sino por su propia "hambre". Es decir, los del manqha pacha necesitan comer y, si tienen mucha hambre o si las ofrendas brindadas por la gente son insuficientes, son capaces de "comer" (hacer enfermar, o hasta morir) a alguien. Por otra parte dan de comer o de qué vivir a quienes los veneran y, si hacen enfermar, también son grandes curanderos" (Bouysse-Cassagne y Harris 1988). También los desana proclaman que este espacio es el lugar del hambre. Todo este plano inferior es de color verde, cual la coca con la que se calma el apetito insatisfecho. Igualmente, el primer estrato del submundo inuit, como acabo de apuntar, constituido por dos capas o espacios superpuestos, es un lugar de "hambre y desesperación" (Rasmussen 1931). El hambre como tropo queda patente en el carácter de sus ocupantes. Del submundo baniwa escapan esporádicamente unos seres invertidos conforme al paradigma terrestre, apareciendo en este plano (hekwapi) como espíritus caníbales. En el "final del mundo", estos espectros emergerán en masa. No debemos olvidar la extendida equiparación de la tierra como un ser que "atrapa el alma", la cual un curandero debe "levantar" para que quede libre y regrese al cuerpo, evitando con la terapia mayores consecuencias en la salud del afectado. El interior de la tierra, grávido, atrae hacia sí con insaciabilidad predadora. La ambigüedad de su carácter, fértil y creador, por un lado, destructivo y voraz, por otro, lo convierte en lugar temido y respetado. 

Como ya ocurría con el nivel celeste, el espacio subterráneo y sus atributos contrastan con el terrestre que resalta entre los otros dos como espacio privilegiado para la especie humana. Plano simétrico con el superior inmediato, la tierra, es lugar de inversión que excluye la posibilidad de vivir en ambos al tiempo. Para entrar en este espacio hay que morir para la tierra, negando las características que hacían posible la existencia en ella. 
 

4. Estructuras en el espacio cósmico

Pese la aparente fragmentación y división del cosmos como un rompecabezas espacial, todo el universo se encuentra relacionado. Esta relación se indica a través de diversos procesos figurativos, como la representación del cosmos como un organismo en el cual cada estrato corresponde con una parte del cuerpo, asociando distintos espacios con los sexos y a través de la mediación de diferentes estructuras que comunican, sostienen u organizan la totalidad del espacio cósmico. Repasemos someramente algunas de ellas, las que he considerado de mayor relevancia.
 

4.1. El eje del mundo

El axis mundi es imprescindible en la organización espacial cosmológica. Como centro de todo y comunicador entre los planos, es el elemento que brinda coherencia al sistema. A través de él se establece una difícil comunicación entre los planos, los cuales atraviesa este enorme eje cósmico. Centro del mundo, es un lugar donde de comunión entre los planos, sus fuerzas y seres que los pueblan. Es el punto donde la relación con lo sagrado es más eficaz y directa, un punto crucial que otorga al conjunto espacial la necesaria coherencia, organizando en torno suyo la integridad del cosmos, totalidad alejada del caos que queda fuera de sus fronteras, allí donde moran fantasmas, monstruos, seres demoníacos o los extranjeros. "El término 'centro del mundo' se refiere a ese lugar donde todos los modos esenciales de ser se dan juntos; donde la comunicación e incluso el paso entre ellos es posible. El centro del mundo es el corazón de la realidad, donde lo real se manifiesta plenamente"(Sullivan 1987).

Puede ser este centro un pilar, una montaña, una escalera o una enredadera cuyo simbolismo refleje la comunicación entre los distintos espacios. En él se aúnan las fuerzas del universo. Su imagen, sea esta cual sea, goza de una función dinámica ya que es un lugar de paso activo y de transición donde se produce la unión de seres de diferente naturaleza, incluso opuesta. Es un lugar donde se resuelve la contradicción y la oposición a favor de la unicidad que el total demanda. 

Los mayas, apunta Mercedes de la Garza, consideraban el cuadrado como símbolo religioso que representaba el mundo material, aquel que es sólido, tangible y perceptible. Según esta autora, la forma cuadrada derivaría de la cruz, dado que el número sagrado por excelencia era el cinco. La intersección de las dos líneas que forman la cruz otorga ese quinto punto, representando el centro del universo. Los cuatro lados del cuadrado no pueden considerarse sin la relación con ese quinto punto. "El centro es el mismo para el cielo, para la tierra y para el inframundo porque es el punto de unión y comunicación de los diversos espacios cósmicos"(Garza 2002).

Este centro o eje del mundo se descubre duplicado. No solo se halla en el punto central del cosmos, sino que encuentra réplicas en cada acto del ser humano. Así, la casa tiene un centro, el pueblo posee su propio eje, los rituales cuentan con un axis organizador, los ornamentos, el propio cuerpo humano... El concepto de centro organiza el sistema espacial y relaciona todo el fragmentario conjunto organizado en capas. Su duplicación en materiales y utensilios, así como en los actos rituales o cotidianos asegura que la comunicación con aquellas esencias cósmicas sea siempre posible, se mantenga cierto sentido centrípeto que sofoque la fragmentación de todo lo que es. 

Observamos esta multiplicación del eje en muy diversas culturas. Entre los otomíes y totonacas el ritual de los voladores se realiza en un enorme palo que se clava al suelo. Este inmenso poste sobre el que baila y salta "la Malinche" y en torno al cual descienden desde lo alto y hacia la tierra, mediante giros en el aire atados a dicho palo inhiesto, "los demonios" se puede interpretar como un axis mundi. La Danza del Sol entre los indios de las praderas era pensada como una réplica del universo sagrado con un poste central figurado como el eje del mundo (Hultkrantz 1971). Entre los delaware (autodenominados en su lengua, derivada ésta del algonquino, lenape, "la gente"), indios del Este de Norteamérica, el poste central de la casa ceremonial, allí donde se celebra el culto y ritual, sostiene el cielo y es agarrado por las mismas manos de la deidad celestial (Sullivan 1987). La mayoría de grupos mayas siguen otorgando a la ceiba (yaxché) el papel de centro del mundo. Sus ramas se extenderían por el nivel celeste, espacio superior compuesto de diversas capas, mientras sus raíces se hundirían en las profundidades ctónicas. El lugar en que se encuentra marca el centro de la creación y todas las direcciones y colores del universo. En el Chilam Balam se hace referencia al alzamiento de cinco ceibas tras el cataclismo producido por los Bacabs: una por cada punto cardinal y una quinta en el centro. A este respecto apunta Mircea Eliade: "El pilar central es un elemento característico de la habitación de los pueblos primitivos (...) árticos y norteamericanos; se encuentra entre samoyedos y ainus, entre las tribus californianas del norte y del centro (los maidus, los pomo orientales, los patwin) y entre los algonquinos. Al pie del pilar central se efectúan los sacrificios y se rezan las plegarias, porque es él el que abre camino hacia el ser supremo celeste" (Elíade 1960). La gran cantidad de símbolos que pueden representar el centro comunicador aparece ante nosotros inmarcesible. El eje no solo responde a objetos materiales, empíricamente cognoscibles, sino que puede adoptar cualquier forma que la imaginación conciba. Los desana, grupo tukano hablante del Vaupés colombiano al que nos hemos referido reiteradamente, comprenden que el centro del mundo lo ocupa Go'a-mëe, que atraviesa el cosmos verticalmente a través del punto central de cada plano. Go'a-mëe es el pene del creador, el Sol, imaginado como un inmenso falo tubular que mantiene todos los niveles del cosmos unidos y en continuo contacto. Por mediación de este órgano sexual la "intención amarilla", una especie de semen solar, es introducida en el útero del cosmos,Ahpikondia, "río de leche", de donde toda la vida proviene.

El ser humano, persuadido de su labor en la perpetuación o, al menos, en la continuidad de la existencia del cosmos reproduce en sí el axis, transfigurándose él mismo en el eje universal. 

La montaña es un importante significante del centro y de la unión de espacios. Los mapuche, pueblo araucano, consideran como lugar central una montaña, Trengtreng, allí donde se refugiaron los ancestros avisados del cataclismo que iba a producir la serpienteKaikai, el cual iba a concluir una era para dar paso a otra. El ascenso a la montaña simboliza el trayecto hacia el cielo. Surge del interior terrestre para elevarse a lo largo de este plano hasta alcanzar el espacio superior. Su pasaje a través de los tres espacios convierten las elevaciones montañosas en perfectas representaciones de la comunicación axial. Las pirámides, por ello, son propicias en la duplicación del eje organizador. La subida a su cúspide donde se aposenta un templo es una elevación figurada al mundo celeste. La comunicación con las fuerzas tutelares o las divinidades es factible en su cima puesto que como símbolo del axis mundi es un espacio de confluencia energética. 

También las ciudades pueden desempeñar este rol. En algunos casos, una localidad se convierte en el lugar sagrado donde la tierra y el cielo se unen. Se planifica su planta orientándola hacia los puntos cósmicos, imitando las estructuras, organizando su trazado conforme a un cosmos cuyos poderes la harán habitable. Las fuerzas, energías y esencias, gracias a la metáfora espacial y al ritual, se conjugarán dentro de los confines de la ciudad dotando dicho espacio, cual maqueta cósmica, de los poderes del universo y de la capacidad comunicativa entre sus distintos niveles. Encontramos referencias a este surgimiento de ciudades como axis mundi en muchas culturas americanas. Así, los mitos fundacionales incas relatan como la pareja originaria, Manco Capac y Mama Ocllo, después de un largo peregrinaje asistidos por el Sol, hunden un cayado o bastón de oro (nuevo símbolo del axis mundi), elemento masculino, en la tierra, componente femenino. Aquel lugar indicado por la deidad solar, allí donde se produjera la cópula entre el bastón y la tierra, sería el centro, lugar donde entraban en conjunción cielo y tierra, conveniente para erigir Cuzco, elomphalos o centro del cosmos. Siendo el axis, la ciudad inca capital del Tawantisuyo fue confluencia de energías, espacio de irrupción de la esencia celeste que se extendería desde allí hacia las cuatro direcciones o suyus. El caso mexica no es menos obvio. El extenso éxodo del pueblo nahua concluye solo cuando alcanzan, siguiendo las instrucciones de su deidad solar y guerrera Huitzilopochtli, un nopal y una piedra, lugar axial donde concurren las energías y se comunican los espacios. Esa comunicación y confluencia se entrevé en el simbolismo de la serpiente y el águila, unión figurada del cielo y la tierra. 

Se ha hecho énfasis en la comunión mediante el axis con el espacio celeste, pero también este centro permite el descenso al submundo. Entre los kwakiutl de la costa noroeste de Norteamérica, el candidato a ingresar en una sociedad de danza representa una muerte simbólica durante su iniciación. Gritando, declara "Yo soy el centro del mundo" mientras permanece en pie sobre un poste de cedro de corteza roja. Se asocia la muerte y el centro del universo que permite el descenso directo a las profundidades abisales intraterrestres. 

La ambivalencia figurada y la multiplicabilidad nos muestran el valor simbólico del centro del mundo como organizador espacial así como religioso. Lugar de comunicación al tiempo que de separación (pues enfatiza la distancia entre los espacios) su reiteración en las culturas amerindias prueba la importancia al concepto de centro. 

Como corolario, Lawrence E. Sullivan resume la trascendencia del eje organizador y central en la vida simbólica "porque el axis mundi sirve como lugar donde intersectan las regiones cósmicas y donde el universo del ser es accesible en todas sus dimensiones, el concentrador del universo es considerado como un lugar sagrado por encima de todo los demás. Él define la realidad, pues señala el lugar donde el ser se manifiesta más plenamente. Esta conexión del axis mundi con la plena manifestación del ser se expresa a menudo como una asociación con el Ser supremo a quien el eje da acceso. Este eje del mundo es atravesado a menudo y son tocadas sus cumbres en estado de éxtasis conseguido mediante técnicas espirituales. De ahí que el término axis mundi implique una intersección de planos a través de los cuales se puede alcanzar la trascendencia hacia otras clases de ser" (Sullivan 1987).
 

4.2. Los soportes del espacio

El cielo no se encuentra suspendido sobre la tierra. Es común la referencia entre diversos grupos indígenas mesoamericanos a soportes que desde la tierra aguantan esta extensa capa. El tipo de soporte varía de grupo a grupo pero dada su reiteración como elemento relevante en muy diversas tradiciones americanas un breve bosquejo de sus formas y orígenes debe ser realizado en un ensayo como este. 

En la creación de la tierra actual yanesha, inauguración de la época histórica que vivimos, se explica la instauración del soporte celeste, el cual mantiene el cielo sostenido sobre esta nueva tierra evitando de así su desplome. Cuenta el mito como YomporYor, divinidad solar de los yanesha, en su recorrido sobre la tierra para alcanzar el lugar desde el cual ascender al cielo, fue encontrando diversas divinidades, poderosos demonios, espíritus mellañoten, y las representaciones prototípicas de plantas, animales, en aquel tiempo mítico, con forma humana, y los ancestros de los yanesha. Enfadado por la actitud y conducta, YomporYor convirtió en piedras a algunos de estos humanos y en plantas y animales a otros. Este es el origen de la vegetación y fauna hoy conocida por este grupo. Al arribar en el valle Eneñas, tuvo noticias del engaño del joven YomporHuar, al cual la divinidad solar había criado. Este joven había mantenido relaciones con la mujer de YomporYor, YachorCoc (nuestra madre coca). Terriblemente enojado ante el acto de traición del joven Huar y la infidelidad de su propia esposa, descuartizó a esta en trozos y dispersó cada fragmento en distintas direcciones. De estos miembros surgieron los arbustos de coca hoy día consumidos por los yanesha. YomporHuar, conocedor a esas alturas del enfado de YomporYor pretendió escapar subiendo al cielo. Sin embargo, la tentativa de huida se vio frustrada por la habilidad e ingenio de YomporYor quien, en unas versiones, transmutado en mujer, seduce a Huar y lo engaña para dejarlo plantado en la tierra, soportando el peso del cielo sobre su cuerpo por siempre jamás (Santos-Granero 2004).

William R. Holland, en su clásico trabajo sobre las tierras altas de Chiapas, afirma con respecto a la cosmología de los grupos mayances de esta zona que conciben el "cielo y la tierra están juntos y unidos en las esquinas. Los kuch Vinagel-Balumil son los dioses de las cuatro esquinas que sostienen el mundo en sus hombros" (Holland 1963). También Fray Diego de Landa se refiere a estos míticos soportes en época pasada, lo cual ilustra su hondo arraigue entre los pueblos mayas."Adoraban cuatro llamados Bacabs cada uno de ellos. Estos, decían, eran cuatro hermanos a los cuales puso Dios cuando creó el mundo, a las cuatro partes de él sustentando el cielo (para que) no se cayese" (Landa, 1973). Mesoamérica cuenta con numerosas referencias etnográficas a este tipo de soportes, por lo general divinidades, ceibas o pilares y columnas de diferente origen que no solo funcionaban como sostenes del espacio superior contiguo, sino como catalizadores de fuerzas y comunicadores de planos. López Austin atestigua la importancia de los árboles en época prehispánica. Los tres niveles que componían y, en gran parte, siguen componiendo la cosmovisión mesoamericana se encontraban comunicados por cinco árboles, uno por cada esquina del cosmos y uno central, a modo de gran eje. A través de estos símbolos arbóreos, los dioses se comunicaban entre ellos y, con ellos como vehículo, se manifestaban en el espacio humano. "Hoy, casi cinco siglos después, los árboles cósmicos continúan ocupando una posición preeminente en las religiones indígenas. Como columnas. Dioses o santos son diferenciados (como en los tiempos antiguos) por su color particular y siguien estando presentes en las creencias, narrativas y rituales indígenas" (López Austin 2002). El universo mexica, en algunas versiones, contaba con cuatro enormes árboles, ceibas gigantes que soportaban el peso del cielo desde los cuatro rincones del mundo. Al mismo tiempo, estos árboles eran puntos importantes en el contacto con las fuerzas e influencias de las deidades del mundo superior y del espacio inferior. A través de ellos, las influencias y fuerzas divinas irrumpían en el mundo y, siguiendo unas líneas de comunicación denominadas malinalli, las cuales unían las cuatro esquinas con el centro. Allí, el dios viejo del fuego, Huehueteotl, se encargaba de la transformación (Carrasco 2002). Fruto de la reelaboración continua, la cosmovisión tarahumara otorga el papel que antaño tuvieron los árboles a cuatro grandes columnas de hierro. El proceso diacrónico al que se encuentran sujetas las creencias, un continuo fluir a través del espacio y la historia, obliga a la cosmología como parte del conjunto religioso a una constante reelaboración. Este aspecto, en ocasiones obviado por los investigadores en sus propuestas, insta a comprender cualquier cosmovisión (como cualquier parte componente de la cultura) como un segmento dinámico y cambiante, sujeto a ciertos procesos históricos y contextuales. 

En ocasiones, incluso la Vía Láctea se aprecia como un pilar cósmico que sustenta el cielo y vale de conexión entre dicha capa y el mundo humano (Sullivan 1987b).

Como nuestro Atlas sosteniendo el mundo, ceibas, pilares, santos, ancestros y demás cargadores cósmicos separan los estratos, los alejan unos de otros evitando su colapso. Y, mientras apartan y sustentan estos espacios, dichos sostenes permiten la comunicación y el paso de fuerzas e influencias entre unos pisos cósmicos y otros. 
 

4.3. Periferias, fronteras y más allá

Fuera del universo, más allá de los márgenes del cosmos organizado por los creadores, existe un caos amenazante, un espacio no concebido por la mentalidad amerindia. Es, pues, un no-espacio, cuyas imágenes son agua, oscuridad o simplemente un espacio no definido ocupado por seres aberrantes, demonios pavorosos o espíritus suprasensibles. El espacio liminal se siente siempre amenazado por la entropía que queda más allá del cosmos ordenado, que intimida con anegar esta realidad espacial. El ser humano, mediante el ritual (que recrea el momento de creación o de crisis) puede mantener alejada la amenaza que más allá de esa frontera acecha. 

Entre Venezuela, Brasil y Colombia, los baniwa temen esas periferias que se ciernen sobre el mundo. "Este mundo es en seguida sacralizado por su conexión con el mundo primordial, llevando su sagrada señal en el centro, aunque sea eternamente imperfecto, amenazado constantemente por el caos del dolor desde la periferia" (Wright 2002). 

El universo conocido se refuerza como lugar de orden en contraste con el caos que queda más allá de esas fronteras. Grandes anacondas, salvajes cascadas de agua, los márgenes aparecen indefinidamente peligrosos y persuasivamente desconocidos como para reflejar la no-existencia o al menos una existencia no concebible. Un no espacio que cierra el cosmos. Es allí donde nada puede ser.
 

5. La exclusividad de los otros espacios

El espacio superior, con sus diferentes divisiones, el temible inframundo, con sus peligros y aquellos espacios ajenos a la socialización, aunque fragmentos componentes de este mismo plano, revestidos de cualidades míticas permanecen velados a la mayoría de los mortales. Solo pueden ser alcanzados, por norma general, por el especialista religioso en sus trances y viajes en estados alterados de conciencia. Siendo otro espacio demanda otras características en la forma de existir. El ser humano vivo, tal y como desarrolla sus actividades biológicas en el espacio terrestre, no se encuentra capacitado para atravesar la divisoria entre ambos mundos y existir en el espacio celeste superior o en el reverso tenebroso que es el submundo. Es común a la mayoría de las culturas amerindias que sea el chamán, ese experto religioso consagrado a su especialidad, el que gracias su experiencia y entrenamiento visite otros espacios ajenos a su plano. Se describen estos peregrinajes como eventualidades peligrosas, de alto riesgo, donde se deben sortear innumerables peligros y recurrir a la sabiduría, conocimiento y preparación entre otras virtudes adquiridas. 

A lo largo y ancho del continente americano, es frecuente la existencia de mitos que relatan un tiempo remoto, pasado, en el cual los seres humanos podían ascender al espacio superior y mantener comunicación directa con los dioses, los antepasados o los espíritus de sus muertos sin mayor dificultad. Sin embargo, el resquebrajamiento de aquella edad primigenia impidió la fácil comunicación y viaje entre espacios. Hoy día, solo unos personajes cualificados pueden seguir realizándolos: los especialistas religiosos. Estos técnicos del trance consiguen gracias a un adiestramiento y aprendizaje especial controlar sus funciones, tanto las biológicamente vitales como las mentales, para adquirir la capacidad de atravesar espacios cósmicos y la comunicación con aquellos entes que en ellos moran. Heredero del saber perdido, el experto religioso se yergue como mediador entre el mundo de los hombres, en continua amenaza, y los otros espacios. Guía las almas, dialoga con los difuntos y espíritus, conversa con las deidades y aplaca su descontento, mantiene contacto con el Amo del Mundo, el Señor de los Animales y otros seres de este u otros planos de los cuales y mediante su intermediación los mortales obtienen favores y bienes... 

Como ya se indicó, el espacio celeste en muchos casos se halla íntimamente vinculado con las aves. Los atributos asociados a estos animales, sus bellos colores, su plumaje, su canto... quedan fijados como representaciones de ese mundo inicial petrificado en el espacio superior del cosmos. Los especialistas cuentan por lo general con un ave como espíritu ayudante. Innumerables son lo ejemplos. Esta unión del chamán con un ave o aves protectoras y colaboradoras en el desarrollo de su especialidad induce a pensar en un vínculo del especialista con el mundo superior, cuya barrera se encuentra en capacitación de atravesar. De hecho, en muchos casos este animal compañero se gana tras un viaje al espacio celeste. A su vez, no es extraño observar plumas de aves como ornamentos de carácter simbólicos en la indumentaria de estos especialistas. Entre los indios norteamericanos, por señalar algún ejemplo, el plumaje del águila es especialmente apreciado, así como el de quetzal en mesoamérica. En la zona amazónica, es común encontrar adornos, vestimentas, tocados o brazaletes, entre otros utensilios del especialista, adornados con vistosas plumas de distintas aves. 

En cualquier caso, el paso, tránsito y uso de esos otros espacios o "mundo otro", siguiendo la denominación propuesta por Michel Perrin, queda por norma general restringida al chamán que entre su acervo de saberes cuenta con el conocimiento de la rutas hacia esos mundos, su escabrosa geografía y los seres moran en ella. El camino, arduo, se encuentra jalonado de peligros, pruebas y entes agresivos que ponen a prueba el poder y, en muchos casos, la laya moral del "viajero". Las entradas son puntos peligrosos y deletéreos si no se es puro, sabio y diestro. De esta manera, al igual que otros espacios en la esfera terrestre se hallan delimitados por su uso o circunstancia contextual a ciertas personas o sexos, la geografía mítica queda, en la mayoría de los casos, a disposición del especialista. Solo los chamanes convierten "una concepción cosmo-teológica en una experiencia mística concreta" (Elíade 1960). Lo que para el grueso del grupo es un ideograma cósmico, conocido de manera rudimentaria e intuitiva, para el especialista religioso es un claro mapa, un itinerario y una topografía concreta y transitable. En esa cosmovisión pierde sus pensamientos el chamán, estudiando largo tiempo sus principios, leyes y axiomas. Como el científico o el filósofo, el especialista descubre en el mito, con ayuda del adiestramiento corporal y mental en el éxtasis, el origen del cosmos y su actual orden, el principio del ritual y la taxonomía de la formas de ser y existir. Aprende lenguas e idiomas de animales y espíritus. Comprende a sus interlocutores en otros espacios. Se construye como el individuo capaz de interceder entre la sociedad y el mundo otro.

Adam Smith y Nicholas David (1995), siguiendo el esquema propuesto por Harvey y Lefebvre (1991), formulan dos estrategias en la práctica espacial. Por un lado encontramos la apropiación. A partir del establecimiento de relaciones particulares en el espacio, significados y recursos son apropiados. La proximidad o lejanía quedan validadas en la articulación del espacio físico, interpretado entonces como espacio social. Sin embargo, el punto que nos interesa aquí es la segunda estrategia espacial postulada por los autores, laexclusión. Con el establecimiento de fronteras (materiales o simbólicas) en el espacio físico se obtienen barreras en el espacio social. En palabras de Smith y David, establecer un control riguroso sobre la circulación convierte el control espacial en control social. "Esto se relaciona a menudo con la exclusión del conocimiento a través de la regulación del acceso, un principio resuena a escalas más pequeñas donde la circulación define fronteras dentro de las estructuras y sólo unos pocos privilegiados pueden entrar al santo de los santos. En ambas escalas de análisis, las fronteras que regulan la circulación restringen el conocimiento del entorno creado y así crean asimetrías de poder" (Smith y David 1995). Es decir, el acceso restringido al total del grupo a esos otros espacios de la geometría cósmica y la circunscripción de tal cometido, ese paso y comunicación, al especialista religioso conlleva un reconocimiento del poder de dicho actor social que robustece su papel en el entramado social. La figura del chamán retiene en sí un conocimiento vital para la sociedad, proclamándose como máximo poder en la mediación con las fuerzas que moran más allá de este espacio terrestre y de las cuales, en gran medida, depende el porvenir humano. Podríamos volver aquí a la afirmación de Chaumeil que asociaba la tripartición del universo con las sociedades donde existe chamanismo. Para que tal lógica, de complejo funcionamiento y articulación, funcione se demanda, entre otros requisitos, un esquema mental del cosmos como el expuesto a lo largo de este artículo, si no en lo que a su verticalidad se refiere, sí de lo que de diversidad y fragmentación espacial muestra. Los diferentes espacios separan formas de existir, fuerzas y esencias, permitiendo una controlada interferencia entre planos. La multiplicidad de ser se organiza en lugares aislados unos de otros (salvo en determinados puntos donde pueden entrar en contacto) que solo la preparación del chamán le habilita comprender y, por ello, interceder entre todos ellos. 

Mediante esa composición de espacios el especialista puede desarrollar gran parte de su actividad, reforzar su rol y detentar una labor catártica. A través de un proceso histórico e ideológico, diacrónicamente extenso, las sociedades construirían (y renovarían continuamente) un modelo de cosmos en el cual distribuir sus creencias, su historia y su pasado así como su genealogía o su propio hábitat, al tiempo que el especialista, capacitado para terciar entre todos los espacios (con las formas de ser que los ocupan), mantiene una función vital para la continuidad del grupo y su pervivencia en un cosmos en eterna tensión. 
 

6. La religión en el espacio. Conclusiones

El espacio condiciona la vida humana. Todo acto que realice, relaciones y comunicación, arte y ritual, acciones y trabajos, así como cualquier otra actividad queda enmarcada en un espacio. Es lógico por ello que sus mitos y creencias se desarrollen igualmente en una geografía, un escenario espacial por el que deambulan sus orígenes, habitado por sus antepasados, su identificación y aquellos seres ontológicos que pueblan sus mundos virtuales. El cosmos, entonces, refleja ese condicionamiento. Como cualquier otro espacio demanda organización y segmentación para que resulte manejable en la mentalidad colectiva e individual. La religión, como la vida social, necesita de la dimensión espacial para ser, para existir. Los segmentos en que se parcela el mundo religioso amerindio hacen viable para la imaginación, tanto individual como colectiva, la materialización de sus manifestaciones heurísticas. La ordenación en distintos espacios permite la relación entre las diferentes formas de existencia, ya sea entre ellas mismas, ya sea con el resto de modos de ser que ocupan otros planos, habilita su captación mental, concretando su existencia y adjetivando su esencia. Otros seres vagan por este y los demás planos que componen la totalidad del cosmos. Sin su ubicación espacial, la religión se vería desprovista de una herramienta valiosísima para su concreción. Cada ser en su espacio y cada espacio para su ser.

Hemos repasado de manera sumamente esquemática los diversos espacios e infraestructuras que convierten la indeterminación cósmica en una sucesión de espacios habitables y transitables, con unas propias características definitorias que condicionan un tipo de vida u otra en cada reino espacial. A su vez, cada estrato contiene en su interior una geografía propia: orografía, hidrografía, bosques, lagos…, se alternan para dar forma a un mundo compacto y descriptible. Desde un extremo a otro del continente se ha mostrado la aparición repetida de este esquema cósmico, básicamente tripartito. Aunque sumariamente, considero que los ejemplos expuestos pertenecientes a diversas culturas amerindias prueben el posicionamiento de salida y las conclusiones inferidas en el transcurso de estas páginas. La tripartición del universo en tres espacios, estos subdivisibles a su vez en variables estratos, responde a una necesidad de organizar el espacio, cualificarlo y dividirlo para hacerlo ontológicamente aprensible y apto para dar cabida a una rica vida simbólica. Desde los inuit y algonquinos hasta los selk'man y ona, pasando por infinidad de grupos, esta organización espacial reaparece continuamente. Muestra inequívoca de estructuración, la alineación vertical del universo en capas, diversos dominios cargados de particularidades, con estructuras que sostienen los niveles, aberturas, puntos de comunicación y un axis mundi fundamental para el sistema, sienta una comprensión del universo propia, ajena a nuestro científico orden cósmico en base a planetas, soles, sistemas solares y galaxias. 

Este sintético repaso, de carácter somero y general, nos sitúa en un punto y aparte; una introducción a sondeos en profundidad del uso del espacio religioso y cosmológico en concretos grupos o zonas adecuadamente reducidas para una investigación del calado necesario. Han quedado fuera gran cantidad de elementos y nociones. Imposible resumir tan vasto aspecto sin abrumar al lector con cientos de páginas destinadas a desligar y enfocar todos y cada uno de los componentes cosmológicos de las culturas amerindias. Se han repasado una serie de generalidades, comunes a innumerables grupos amerindios, las cuales considero aclarativas y reveladoras de una forma común de entender el espacio cósmico. Sin embargo, no he pretendido extraer conclusiones generales basadas en la comparación de los datos descritos arriba. Por un lado, por el riesgo que supone la tentativa, aunque sumamente seductora, de componer hipótesis que relacionen grupos tan dispares y disímiles. Más allá de la muestra de sugestivos paralelismos y rasgos comunes de sesgo general, extraer o concluir compuestos teoréticos que se ajusten a todas las sociedades de un continente tiene grandes posibilidades de convertirse en un descalabro metodológico. Por otro, considero que la intención generalizadora puede darse desde presupuestos estructuralistas, funcionalistas o marxistas, donde se reduce el campo estudiado a unas estructuras previamente asumidas. Desde ese punto de vista, se amoldan los datos a un esquema inamovible del que se parte, forzándolos si fuera necesario, para encajarlos en la hipótesis de partida. Creo que, al menos en el campo religioso, resulta una traición a la variedad imaginativa y creativa de la mente humana. Sin restar valor y eficiencia a tales métodos, que pudieran resultar de gran utilidad investigadora en otros campos de la cultura, subyugar las creencias a ciertos esquemas funcionales-históricos o estructurales conlleva el implícito peligro de fracaso si no se observan tales fenómenos como procesos en continua evolución y elaboración.

La percepción cosmológica que del mundo, como elemento integrado en un todo mayor, el cosmos, puede influir metafóricamente en la organización que del espacio, o por lo menos de ciertos aspectos espaciales, se realice. Desde este punto de vista, la cosmovisión, cosmología, cosmogonía o, en general, las creencias religiosas, actuarían bajo ciertas condiciones como codificadores en la manera de entender el espacio. Esas condiciones atienden, principalmente, a la selección de los aspectos que una sociedad, sea esta la que fuere, desea de manera metafórica, cual códigos a decodificar mediante un sistema determinado de los que conforman su cultura (en este caso la cosmología), plasmar en la estructuración que del espacio haga. Relacionar el espacio con ciertos aspectos culturales debe ser una operación que, en ocasiones y en ciertos contextos, clarifique un sistema de uso de la dimensión espacial, de manera que su semántica quede descubierta a través de códigos subyacentes a través de los cuales puede ser organizado el espacio. Si la relación metafórica propuesta por García García (1976) se desvela cabría la posibilidad de translucir el sistema sobre el que se asienta comprendiendo la relación espacio-cultura-sociedad a la que hacíamos referencia al inicio de este artículo.

En definitiva, no solo se podría afirmar que esta organización del espacio cósmico es válida para comprender un universo, humanizarlo y dotarlo de la conveniente forma para alojar al ser humano y sus necesidades mentales y simbólicas. Al tiempo que se organiza el espacio se sobrescriben en él una historia mítica, los orígenes del propio grupo quedan inscritos en un geografía que ofrece cabida a su genealogía, antepasados, espíritus, demonios, entes protectores y seres naturales o sobrenaturales con los que estas sociedades traban contacto o influencia en distintos momentos de su vida social. Este espacio místico, con sus subdivisiones, espacios contenidos, comunicaciones y estructuras es a la vida religiosa lo que el espacio y su uso a la vida social. En otras palabras, la religión, los mitos y las creencias necesitan de este tipo de espacio heurístico para materializarse, resultar creíbles y pervivir. Los viajes chamánicos encuentran una ruta y un lugar de destino real. La totalidad universal, en sincronía sinérgica, se despliega ante los expertos religiosos. De ese saber derivan gran parte de sus poderes. El control del éxtasis y el dominio de sus componentes anímicos le permiten atravesar las fronteras entre los diferentes mundos que forman el cosmos y establecer comunicación con los distintos seres que moran en ellos. De este contacto el especialista religioso puede obtener favores, modificaciones climáticas o espíritus compañeros que le ayudarán en curas y empresas varias propias de su rango como especialista. Dentro de esta concepción universal, el sistema chamánico se robustece y encuentra una cartografía del universo donde desarrollar su actividad, doblegando los espacios ante su saber.



Notas

1. Entre algunos chamanes yagua, grupo de la amazonía peruana, el eje vertical se pierde en favor de otro horizontal que distribuye los espacios cósmicos sobre un plano recto donde el arriba, árowa, el plano celeste, se correspondería con el oeste, por donde se pone el sol, y el abajo, aruwáwa, sería el este, allí por donde sale el sol. Coincide a su vez en este gráfico, con aguas arriba, el oeste, y con aguas abajo, el este (Chaumeil 1998). Suprimida la verticalidad superpuesta en capas, el caso yagua o al menos, el ejemplo que ofrecen algunos chamanes de este grupo, presenta un contrapunto a tener en cuenta.

2. A este respecto, habría que revisar los conceptos que de humanidad sostienen muchos grupos, especialmente amazónicos, e incluso la veracidad para tales culturas de la oposición naturaleza/sociedad típica de nuestro modo de pensamiento. Para ello, los ensayos de Descola (2004) y Viveiros de Castro (2004) presentas interesantes reflexiones.

3. Un análisis de este tipo de organizaciones lo ofrece Lévi-Strauss (1956) quien se plantea si existen realmente las organizaciones dualistas.

4. Sobre este interesante y complejo concepto filosófico, consultar Miguel León Portilla, autor que ha destinado diversos ensayos y páginas de sus libros a su estudio y análisis.



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