Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 2006, 22, artículo 02 · http://hdl.handle.net/10481/7083
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Publicado: 2006-01
La identidad étnica, la manía nacionalista y el multiculturalismo como rebrotes racistas y amenazas contra la humanidad
Ethnicity, nationalist mania, and multiculturalism are racist resurgence and threats against humanity

Pedro Gómez García
Departamento de Filosofía, Universidad de Granada.
pgomez@ugr.es



RESUMEN
La identidad étnica o cultural, concebida como una esencia permanente, constituye una versión contemporánea del racismo, reformulado en términos de razas sociales. Es un falso concepto. No hay identidad, sino historia. El nacionalismo fundado étnicamente representa un caso particular de etnomanía y, en los contextos democráticos, juega siempre como una fuerza antidemocrática y, por tanto, reaccionaria. No hay etnias homogéneas, sino sociedades internamente plurales. El multiculturalismo implica una interpretación zoológica de la sociedad humana, al suponer erróneamente que las culturas particulares son como especies biológicas distintas. Pero son realizaciones históricas del mismo patrón cultural universal, abiertas al flujo intercultural. Por eso, debemos considerar el etnicismo, el nacionalismo y el multiculturalismo como tendencias patológicas hacia la balcanización del planeta y obstáculos para la emergencia de una sociedad mundial pluralista e integrada.

ABSTRACT
Ethnic or cultural identity, conceived as a permanent essence, constitutes a contemporary version of racism, formulated in terms of new social races. It is a false concept. There is no identity, but rather history. Nationalism, founded ethnically, represents a peculiar case of ethnomania and, in democratic contexts, always plays as an anti-democratic and, therefore, reactionary force. There are no homogeneous ethnic groups, but rather societies, internally pluralistic. Multiculturalism implies a zoological interpretation of the human society, assuming erroneously that particular cultures are like different biological species. But they are historical materializations of the same universal cultural pattern, all being open to intercultural flow. Consequently, ethnicism, nationalism and multiculturalism are considered pathological tendencies toward a balkanization of the planet and obstacles to the emergence of a pluralistic and integrated world society.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
etnicidad | etnomanía | nacionalismo | multiculturalismo | racismo | identidad | universalismo | ethnicity | ethnomania | nationalism | multiculturalism | racialism | identity | universalism


El todo escapa a las partes, por definición y por limitaciones insuperables de orden físico y cognitivo. Pero necesitamos referimos al todo, que también depende de las partes, algunas de las cuáles -como el cerebro humano- alcanzan una cierta aproximación suya, un cierto conocimiento del todo, quizá a modo de sinécdoque. Lo que nunca cabe es un conocimiento total del todo. No hay evidencia de una conciencia cósmica; aunque parece razonable que, si hay un todo universo, es porque consta de alguna clase de unidad, porque es sistema en algún sentido y se continúa a sí mismo en la evolución temporal. Ahora bien, entre esa realidad en expansión y el conocimiento posible para el entendimiento humano media un abismo insalvable. La pretensión de conocer la totalidad resultará siempre una media verdad, o una completa falsedad. El pretendido saber absoluto no puede estar sino absolutamente errado sobre sí mismo. Esto vale tanto para la física como para la teología, pasando por la biología y la antropología. Conocer será siempre problemático y requerirá andar siempre corrigiendo desenfoques.

En astrofísica, la última observación publicada sobre una protogalaxia de los remotos confines del cosmos representa el conocimiento más actual de lo más lejano y más antiguo. Nos llega ahora noticia de fenómenos que ocurrieron hace trece o catorce mil millones de años. Las diversas observaciones astronómicas captadas en nuestra contemporaneidad, sincrónicas para nosotros, sólo lo son aparentemente, pues ponen en relación para el observador hechos totalmente anacrónicos entre sí: aquello que aconteció y de lo que ahora nos llega la primera noticia dista miríadas y miríadas de años de nuestra existencia actual. La constante de la velocidad de la luz impone un desmentido al clásico ideal científico laplaciano, de obtener una información total del estado del mundo en un momento dado de un tiempo absoluto. El conocimiento simultáneo del todo está vetado por la propia naturaleza física del todo, y no ya solo por las limitaciones estructurales del cerebro y la mente humana. El ineluctable desfase entre conocimiento y realidad viene impuesto físicamente por constantes cosmológicas, como la de la velocidad de la luz, antes que por los constreñimientos de nuestro aparato cognitivo.

Como es obvio, sería una vana ilusión hacer astrofísica simplemente mirando al firmamento y contemplando las típicas constelaciones. Incurriría en una fatal equivocación quien intentara hacer ciencia a partir de la idea común y aparentemente evidente de "constelación". Pues ésta responde a una captación de nuestra mirada desde la Tierra, que agrupa según las apariencias visibles unos puntos luminosos que, en realidad, corresponden a estrellas y galaxias de sistemas astronómicos heteróclitos. Por ejemplo, la constelación de Escorpión incluye un lucero que, contra lo que parece, no es una estrella, sino nada menos que el cúmulo M4, compuesto por más de 100.000 estrellas y situado a 7.200 años luz de la Tierra. Por lo demás, en buena medida, lo que ahora se ofrece a nuestra observación ni siquiera existe ya, acaso se había desintegrado antes del incio de las primeras civilizaciones humanas...

Por eso, la idea de "constelación" no es científica ni explica nada. Aquello que observamos ingenuamente debe ser explicado desde otros supuestos teóricos, con otros conceptos y modelos, los propios de la ciencia astrofísica. Pues bien, de manera similar, no se puede hacer antropología a partir de nociones como la de "etnia". Pues tal idea no se corresponde con la existencia social de algo así como "etnosistemas" (como algunos especulan), salvo como percepciones subjetivas y lastradas con sobrecarga ideológica. Sólo como tales percepciones ilusorias o imaginarias pueden estudiarse, pero para acabar descubriendo que no está en ellas, sino en otro lado, la verdadera descripción o explicación de lo que los estereotipos étnicos encubren.

Nociones como la de constelación celeste, la teoría del éter o la del flogisto, el geocentrismo, el principio vital, la clasificación racial humana, o la identidad étnica pertenecen, todas ellas, a la lista de los desenfoques y errores teóricos que no admiten el menor crédito, por mucho que algunas de tales nociones consigan todavía hacer fortuna entre la deplorable credulidad de tantísima gente.

¿Otra perspectiva que corrija el error de perspectiva? Sí; se nos impone en el doble plano de nuestro conocimiento y de la realidad a la que refiere. Porque, cuando analizamos las cosas, los hechos, las relaciones, todos muestran cada vez más una trama más verdadera, multidimensional y entrelazada. Surge una complejidad de la realidad que postula el desarrollo de una mayor criticidad y complejidad del pensamiento. Seguir pensando no ya desde las apariencias, sino incluso conforme al paradigma de la ciencia clásica y al de la filosofía académica consonante con él nos dejará cada día más desfasados. Pensar sobre los "fundamentos" del orden natural, la esencia, la ley general, la formulación exacta, el objeto simple o el eterno retorno de lo mismo acabará siendo una idealización bastante infantil e ilusoria. Sin duda forma parte del método, pero, al absolutizar la idealización, se toma un camino que lleva al extravío teórico. Las irrupciones del desorden atraviesan el cosmos y el microcosmos, son algo corriente en la sociedad y en la vida individual de cada uno. Nada hay que no esté atenazado por innumerables condicionamientos, constricciones y necesidades, y a la vez nada está del todo exento de los riesgos de la indeterminación. Hay que desconfiar de las verdades que parecen más asentadas y evidentes.

¿Dónde reside el enfoque más adecuado? En percibir el carácter evolutivo, el carácter sistémico, el carácter ecológico, el carácter abierto e inconcluso de cuanto acontece. Todo lo real -y hasta lo imaginario- es acontecimiento, eventualidad, tiempo. Si no acontece algo en alguna escala de tiempo, no solo no pasa nada: es que no hay nada en absoluto. El ser parmenídeo no es de este mundo; el ser sólo puede ser lo que llega a ser, lo que resulta de un devenir, siempre algo eventual, por más que consiga consolidarse durante millardos de años. Así, de lo físico a lo biológico, de la hominización a la historia sociocultural, todo está en evolución, quizá no heraclítea, pero ciertamente darwiniana, marxiana, hubbleana... El universo y cuanto lo puebla tienen una historia que contarnos, millones de millones de historias interminables. Ya sólo cabe entender desde un punto de vista evolutivo; esto es, averiguando de dónde viene un sistema, por qué fases o etapas ha pasado y qué escenarios probables sucederán después. Y con la dificultad añadida de la imposibilidad de hallar una lógica subyacente que permita comprender cada paso como una deducción necesaria del anterior; puesto que hay saltos, singularidades, mutaciones, disrupciones, azares, entropías. Ni siquiera podemos retrodecir con seguridad el pasado de un todo o una parte individualizada, salvo que alcancemos información verídica de lo que le ocurrió en un momento y contexto dado. ¡Adiós, Laplace! Nos despedimos del determinismo universal.

Y ¿qué es lo que evoluciona? Dejemos la busca insondable de los elementos elementales, indivisibles, indestructibles y de verdad fundamentales. No cabe imaginar nada tan rapsódico como la existencia de una partícula elemental, si es que es simple, si es que puede existir sola... De los torbellinos cosmogenésicos, que jamás han cesado hasta hoy, resultan estructuras, que se integran como componentes de otras estructuras envolventes, que a su vez sirven de partes a otros todos, tramas o redes más complejos. Todo cuanto existe tiene estructura, es porque ha adquirido estructura, o sea, constituye un sistema de algún tipo y nivel. Todo es sistema de sistemas de sistemas... con seguridad en sentidos heterogéneos. No parece homologable un átomo con una célula viva, por mucho que tengan que ver. La simplicidad del objeto se esfumó bajo los focos de las investigaciones físicas, llevándose la sustancialidad postulada por Aristóteles y el sentido común al museo de las hipótesis descartadas. En adelante, es imprescindible entenderlo todo como sistema de alguna clase y como relación entre sistemas. Sistema en evolución y relaciones en evolución, claro. El pensamiento complejo atiende a los sistemas, a las interacciones entre las partes y el todo que forman, a las transformaciones que lo hacen evolucionar.

No hay formación o transformación de un sistema que no acontezca en unas condiciones dadas, que además irán ineludiblemente variando, acompasando su propio tiempo y tal vez marcando el compás al tiempo -a la evolución- de los sistemas sometidos a tales condiciones. Esta importancia del entorno, capaz de curvar el espacio de la selección (física, biológica, cultural), y aún de desviar la línea evolutiva, constituye la dimensión ecológica. Salvo, quizá, el universo como totalidad, cuya inconmensurabilidad se nos escapa, no hay objeto absolutamente aislado de los condicionamientos de un entorno, no cabe concebir ningún sistema si no es en el seno de interacciones conformadoras de un ecosistema. Esto vale para los campos de fuerzas físicos, pero también, a su manera, para los sistemas vivos, conglobados en la biosfera, y evidentemente para el pluriforme sistema cultural humano.

En lo que toca al estudio de la humanidad, frente a tanto dislate de las ideas tópicas, los lenguajes políticamente manipulados y las teorías venales o consentidoras, tan campantes, nos queda suspirar por un poco de análisis científico sobre este asunto de las semejanzas y diferencias antroposociales. Pues, por modesta que sea su voz, "la ciencia es el mejor sistema descubierto hasta el momento para reducir los sesgos, errores, falsedades, mentiras y fraudes subjetivos" (Harris 1999: 157). Para esto -nunca insistiremos bastante- hay que romper con las apariencias, como hizo la teoría heliocéntrica de Copérnico al imponerse sobre el geocentrismo de Ptolomeo, tan verosímil para nuestra visión cotidiana; hay que abandonar las tipologías conformes al modelo de las esencias inmutables, para seguir la senda emprendida por Darwin y la teoría de la evolución biológica y sociocultural; hay que superar a Newton y el determinismo de la ciencia clásica, a fin de abrirnos a un nuevo paradigma de relatividad, complejidad, no linealidad, incertidumbre e irreversibilidad del tiempo.
 

La perspectiva de identidad conserva una matriz racista

En nuestra época, ha cundido por todas partes, como una epidemia, una problemática sociopolítica planteada en términos de búsqueda y reforzamiento de la identidad cultural, la identidad étnica y la identidad nacional, con premura por deslindarse como "grupo étnico" o proclamarse como "comunidad nacional" o "nación". A tal fin, los promotores resaltan las diferencias -y ocultan las semejanzas-; privilegian la diversidad, a costa de la unidad compartida. Claro que -nadie discute eso- las diferencias saltan a la vista, y son cada día más ubicuas, a consecuencia de los procesos de mundialización. La cuestión debatida es cómo comprenderlas correctamente. Porque hay un uso maléfico de la diferencia para alimentar la desigualdad. Y la apología de la identidad puede traducirse, en la práctica, en legitimación del racismo, el etnicismo y la xenofobia.

¿A qué llamamos identidad? No se puede dar por sobreentendido. Es saludable problematizar la idea. Nuestra "identidad" no es la igualdad algebraica que se verifica siempre, cualquiera que sea el valor de sus variables. Tampoco puede ser la cualidad de ser siempre idéntico a sí mismo, idea metafísica de esencia, absolutamente extraña a este mundo, que, de haber sido posible, habría impedido toda evolución y, por tanto, el llegar a ser de cuanto existe. Pues nada llega a ser sino transgrediendo y trascendiendo su origen, saliendo de su "identidad". Y así es como emerge todo lo nuevo.

También cabe entender la noción de identidad como el conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás. Pero eso sólo es válido a condición de columpiar el significado hasta referirse a la "diferencia", es decir, a la serie de rasgos diferentes que contrastan con otros; aunque los individuos o las colectividades comparadas entre sí compartan el 99% del total de sus rasgos, con lo que en realidad serían prácticamente idénticas, de tal modo que la diferencia llamada "identidad" podría resultar insignificante. Desde un enfoque como éste, que acaba llamando "identidad" a la mínima "diferencia", se suele utilizar un lenguaje que induce sin cesar a una irremediable confusión. En ella deambulan identitaristas de toda laya, tratando de pescar en río revuelto.

¿Cómo concebir las relaciones entre identidad y alteridad? ¿Cómo entender la pluralidad cultural? ¿Cómo concebir adecuadamente las diferencias socioculturales observables, calificadas de ordinario como raciales, étnicas, nacionales? Hay teorías opuestas, que subyacen a opciones éticas y proyectos políticos.

Los heraldos de la identidad se caracterizan por unas mentalidades cargadas de fe ciega en el propio ser y destino. Creen en una esencia exclusivamente propia, que es obligado mantener a salvo de los extraños; una entidad pura, frente a la impureza contaminante de los otros; una autenticidad de su ser, reluctante a toda alteración; un ser ahí colectivo sagrado, ante el que toda rodilla de los miembros individuales debe doblarse. Explícita o no, está presente la apelación a la pertenencia a un linaje especial, a una raza o clase invariablemente superior, a un pueblo elegido -aunque haya venido a menos-. De modo que encontramos siempre alguna variante de racismo larvado, que adopta la estructura y los modales de una religión integrista, con su creencia dogmática y su devoción incondicional (poco importa que se sirva del catolicismo, el islamismo, la mitología nibelunga o la utopía comunista). Se extiende así un hilo imaginario que va desde la zoología a la teología, vinculando una comunidad primigenia, tradicional, dotada de una sacralidad intocable y un sentimiento de adhesión tan fuerte que no será extraño si propende al fundamentalismo, al fanatismo, incluso al totalitarismo y a la justificación de la violencia. 

Se trata de una palabra comodín, usada para describirlo todo sin llegar nunca a explicar nada, una palabra ruin, que enmascara abusos de opresores y frustraciones de oprimidos: la identidad, término clave en el lenguaje de la mistificación y último refugio del esencialismo, esa visión de la realidad que apenas es ya un fósil epistemológico. Esta idea de identidad en las ciencias humanas no tiene redención posible. Por mucho que triunfe en los discursos oportunistas, por mucho que se disfrace con alusiones a procesos históricos y escenas costumbristas, la pierde el estar postulando una pretendida esencia al margen del tiempo, de la que éste sería sólo su máscara. Resulta, así, una idealización que falsea la realidad de cómo llegan a ser y cómo evolucionan las cosas, las sociedades y las personas.

La suposición de estereotipos fijos, determinantes de la "identidad" humana, diferenciada en un catálogo de caracteres colectivos peculiares, obtenidos a partir de la fisonomía y algunos datos antropométricos, plasmados tal cual en cada uno de los individuos, se proyectó durante un tiempo en la raciología y sus clasificaciones de "razas humanas". Pero hace medio siglo que ese enfoque dejó de ser científico y cayó en el descrédito, por más que sigan existiendo racistas, confesos o vergonzantes, y un racismo social inveterado. El hecho es que toda la diversidad biológica individual pertenece al mismo genoma, y se halla distribuida estadísticamente entre las distintas poblaciones geográficas. Y entre otras observaciones, la mayor presencia estadística de un conjunto de caracteres no es consistente con el mayor porcentaje paralelo de otro conjunto de caracteres que tomemos como punto de referencia. Esto tiene que ver con el hecho de que la transmisión de la herencia no se efectúa como un bloque compacto de caracteres constantes, sino mediante recombinación de genes o grupos de genes. La contingencia del flujo genético y el azar de la deriva genética bastan para dar al traste con toda idea fijista acerca de los presuntos tipos raciales; los tipos quedan disueltos en fluctuaciones de porcentajes. En consecuencia, lo pertinente es subrayar que un color de piel indica sólamente un color de piel, no constituye una "raza"; un grupo sanguíneo diferente significa un grupo sanguíneo diferente, nada más, no otra "raza".

Cualquier rasgo genético o conjunto de rasgos sólo hablan de su propia presencia, en términos estadísticos referidos a una población, pero de ninguna manera presuponen la copresencia necesaria de otros rasgos ni, por tanto, la existencia de una "raza" en cuanto caracterización de una totalidad, fija o exclusiva, de rasgos compartidos homogéneamente por todos los individuos de una población dada. Para la teoría de la evolución y la genética de poblaciones, no existen razas en la especie Homo sapiens; sólo se dan variables alomorfias del único genoma de la especie. Las diferencias que se encuentran entre las grandes poblaciones son cuantitativas -de porcentajes- y no cualitativas, es decir, que no hay un gen completamente distinto que esté presente en una población y que esté ausente del todo en las demás poblaciones (en otras palabras: no se dan autapomorfias en Homo sapiens). Detrás de una veintena de diferencias visibles, debidas a adaptaciones al clima, se esconden millares de coincidencias y divergencias fisiológicas invisibles, y treinta mil genes abiertos a una combinatoria sin restricciones. La conclusión no ofrece dudas: "La verdad es que en la especie humana el concepto de raza no sirve para nada" (Cavalli-Sforza 1993: 254). Por lo demás, la unidad del genoma es lo que posibilita y explica, en su nivel, la diversidad biológica humana, toda ella perteneciente al mismo patrimonio común de la especie. 
 

El fraude de las identidades étnicas

Si la noción biológica de "raza" humana carece de fundamento -para rabia y vergüenza de racistas-, no lo tiene mayor ni mejor la idea de "etnia" o "identidad étnica". Como mucho, se le puede conceder un cierto valor designativo y descriptivo, cuando el antropólogo hace referencia a sociedades tribales; pero, incluso en estos casos, acabará pronto revelando su futilidad teórica.

Los tratadistas nunca terminan de ponerse de acuerdo en si, como era la pretensión original, se trata de una inconsútil combinación de caracteres "raciales" y culturales; o bien hay que evacuar ya, de una vez para siempre, los componentes biológicos, puesto que el determinismo genético sobre el comportamiento cultural ya no lo acepta nadie -salvo algunos sociobiólogos tardíos- y además se prefiere eludir el dar la impresión de racista. Lo cierto es que no hay ninguna correspondencia entre los dos planos, el de la diversidad genética y el de la diversidad cultural. Toda correlación entre ambas no pasa de ser pura contingencia. Los individuos de cualquier población pueden adoptar en principio cualesquiera rasgos culturales. Y cualquier población puede integrar componentes culturales procedentes de otra. En definitiva, si la etnicidad queda conformada sólo por componentes culturales, entonces el presunto concepto de "etnia" no añade nada al de "cultura", que la ciencia antropológica ya venía utilizando desde la segunda mitad del siglo XIX.

Después de examinar arduos trabajos de campo y titánicos esfuerzos por alambicar incluso una teoría de los "etnosistemas", lo cierto es que uno no encuentra razones convincentes para admitir la entelequia (ya lo he argumentado en otros textos: Gómez García 1998 y 2001: 29-54). El diagnóstico que se desprende es perentorio: De hecho hay grupos sociales que se tienen por "grupos étnicos" y que reclaman la atribución de una "identidad étnica", pero eso no significa más que un dato sociológico, cuya explicación reside en otra parte. La "etnicidad" posee el mismo tipo de existencia que los signos del zodíaco. Las poblaciones humanas no tienen alma, sino historia; el "espíritu del pueblo" no pasa de ser un mito inverificable. Las sociedades humanas se organizan culturalmente, evolucionan históricamente, no manifiestan una "identidad". Toda la diversidad debe ser comprendida en el marco teórico de la evolución biológica y cultural.

Los presuntos "etnotipos" constituyen un muestrario de construcciones ideológicas arbitrarias, de índole extracientífica. El concepto biológico de genotipo se refiere al perfil particular de la configuración del genoma de cada individuo; es el "conjunto de los genes de un individuo, incluida su composición alélica" (DRAE). Esto significa que no hay genotipos colectivos (eso era lo que pretendía erróneamente la idea de "raza"). Por tanto, menos aún se dan "etnotipos", ese calco con el que intentan acuñar identidades colectivas culturales. Porque, también en el plano cultural, la diferenciación (y la verdadera identidad) es individual. La tipología étnica se disuelve aún más si tenemos en cuenta que, a diferencia del genotipo biológico de cada espécimen (que, una vez constituido el cigoto, ya no cambia), su análogo cultural permanece abierto a la modificación a lo largo de toda la vida individual. Entre los individuos existe una gran heterogeneidad genética y cultural, en el seno de cualquier población, mayor que la existente entre una población y otra. Tampoco corre con mejor suerte la busca de "marcadores" de etnicidad o identidad para demarcar los etnotipos, puesto que los "marcadores genéticos" en los que se inspiran designan los genes que sirven para estudiar la evolución (Cavalli-Sforza 1993: 135) y en absoluto para establecer tipos colectivos. Así, pues, tal como se usan las nociones de "etnotipo" o "marcador de etnicidad" representan a las claras una trampa por la que se cuela el rancio esquema intelectual de las clasificaciones racistas.

Lo correcto, cuando nos encontramos ante una lengua distinta, es afirmar que ahí hay un sistema lingüístico distinto, pero no que hay una etnia ni una nación. La existencia de una religión distinta supone en puridad que hay una religión distinta: no la esencia de una etnia ni una nación. Cualquier costumbre atestigua un modo concreto de comportamiento social, pero no una seña de identidad definitoria de una etnicidad o nacionalidad.

Manuel Castells observa que "en un mundo como este de cambio incontrolado y confuso, la gente tiende a reagruparse en torno a identidades primarias: religiosa, étnica, territorial, nacional" (1996: 29). Aparte lo heteróclito de la enumeración y lo discutible del carácter primario de tales identificaciones, nos define la búsqueda de identidad como "la fuente fundamental de significado social", de "raíces históricas", y nos advierte contra el riesgo de fundamentalismo que de ahí puede derivar; si bien esto no le impide afirmar en su confesión de fe: "Creo en el poder liberador de la identidad..." (Castells 1996: 30). Sin duda está apuntando a un fenómeno que adquiere gran importancia en nuestro mundo. Pero este reconocimiento no basta para acertar en el diagnóstico. El autor escribe: "Entiendo por identidad el proceso mediante el cual un actor social se reconoce a sí mismo y construye el significado en virtud sobre todo de un atributo o conjunto de atributos culturales determinados, con la exclusión de una referencia más amplia a otras estructuras sociales" (1996: 48). Ahí parece oscilar entre una concepción de la identidad como opción individual y como atribución colectiva; o más bien plantea que la primera se reduce a asumir la segunda, y ésta se limita de forma sectorial y excluyente, según lo que explicita más adelante (identidad de sexo, de religión, de etnia, de pueblo, de cultura particular). La verdad es que no logra sino contribuir al estado de confusión reinante y a reforzar teóricamente los estereotipos ideológicos identitarios.

Cabe añadir que la "identidad" se vive y opera como un sucedáneo de religión, cuando no está fundada explícitamente en la misma religión, y como ésta, para bien o para mal de la gente, acaba casi siempre al servicio de una política manipuladora.
 

La manipulación de la noción polémica de nación

Por lo que respecta a idea de nación, caben varias significaciones. En un sentido más etimológico, entendida como grupo reproductivo en el plano biogenético, propiamente la "nación" viene a coincidir con la especie humana, puesto que en su interior no hay barreras a la interfecundidad. En el sentido más sólido, en cuanto concepto político, la nación es producto histórico de la formación del estado y se gesta a la vez en el plano de los acontecimientos y en el de los mitos, instituyéndose jurídicamente. Otros usos del término "nación" aluden sólo a entes de ficción, imaginarios e ilusorios, evocados contrafácticamente por grupos de poder, aunque bien cierto es que esto también incide en la realidad.

Así, pues, hablando con propiedad, la nación es históricamente producto del Estado. A veces los nacionalistas invocan un sustrato preestatal «étnico», como fundamento de la nación. Ahora bien, conviene recordar lo que vengo arguyendo: que todo intento de enfoque científico riguroso del concepto de "etnia" para en el fracaso. Se nos dice (Breton 1983) que hay una definición estricta, que utiliza el criterio de la lengua vernácula; pero este criterio no se corresponde con las clasificaciones étnicas. Si lo aplicamos, llegaremos a lo grotesco: Según el «marcador» lingüístico, sólo son irlandeses el 2% que hablan el gaélico irlandés; sólo son de la «etnia vasca» el 7% que tienen el vascuence como lengua materna; no son de la «etnia catalana» la mitad de la población catalana y sí lo serían valencianos y baleares que hablan dialectos de la lengua catalana; y son de «etnia francesa» todos los francófonos, y de «etnia española» todos los hispanohablantes vernáculos del mundo. A la inversa, hablan la misma lengua materna servios, croatas y bosnios, también hutus y tutsis, etc. En la humanidad existen entre 6.000 y 9.000 lenguas: ¿Serán otras tantas «etnias»? ¿Serán el fundamento para otras tantas «naciones»? ¿Postularemos, sin delirar, su derecho a formar nueve mil Estados soberanos?

El enfoque etno-nacional recurre también a un criterio amplio, que tiene en cuenta un conjunto de rasgos compartidos: la lengua, la ascendencia común, el sistema de parentesco, la religión, el derecho, las costumbres; en suma, una cultura particular. ¿Cuáles de esos rasgos deben estar presentes indefectiblemente para que debamos considerar que allí se da una etnia? No cabe combinatoria, ni máxima ni mínima, que, al contrastar los hechos sociológicos e históricos, nos despeje la incógnita de donde hay una etnia claramente deslindable. La etnología nos muestra cómo cualquiera de esos criterios usados e incluso todos ellos pueden estar ausentes allí donde se presuponía la existencia de una «etnia» (Breton 1983: 13 y 109). Por tanto, ni la presencia ni la ausencia de tales características es decisiva. Si el criterio más estricto no resuelve nada, el más amplio resulta aún más problemático e inaplicable. No quedan en pie más que múltiples diferencias culturales, cuya articulación sistémica en varios niveles y cuya evolución en el tiempo es preciso estudiar. La significación política contemporánea nunca puede desprender su legitimidad concluyentemente de un pasado «étnico», hace siglos disuelto o históricamente cuestionable. Las estructuras sociales de las tribus fueron superadas por la formación del Estado. Y la organización estatal dio origen a la nación como entidad jurídico-política. En las sociedades modernas, en rigor, no hay más nación que la que forman los ciudadanos del Estado, ni más nacionalidad que la que confiere el derecho de ciudadanía.

Cuando, en vez de ver normalizarse las múltiples pertenencias relativas, topamos con la afirmación a ultranza de una "identidad" integral por antonomasia, estemos prevenidos, porque lo que eso postula es la renuncia a la libertad -cuyo verdadero sujeto sólo puede serlo el individuo humano-. El confinamiento de las gentes en una "identidad uniforme", ya sea exaltación de la parte (cerrada como un todo) o de la totalidad parcial, les impone la inmolación de la individualidad y obstaculiza la apertura a identificaciones o asociaciones plurales, abiertas a ámbitos mayores, hasta alcanzar finalmente la conciencia y el sentimiento de pertenencia a la humanidad y a la vida. En las sociedades complejas como la nuestra, tal confinamiento se propone a veces en un marco territorial, escamoteando el hecho de que la "diferencia" radica en el interior mismo del propio territorio, con lo que cabe redargüir preguntando si tal propuesta o plan no propugna imponer un modelo uniformista a una sociedad culturalmente plural. Esa orientación es una constante en los nacionalismos (cfr. Gellner 1983). La realidad, no obstante, es que, atendiendo al conjunto de la cultura, la diversidad intraterritorial siempre es mayor que la diversidad interterritorial. Resulta contradictorio exigir el reconocimiento de la pluralidad en el ámbito geográfico e histórico más amplio, mediante propuestas que se dirigen a reforzar la coacción política (institucional, lingüística, simbólica) sobre la pluralidad realmente existente en el ámbito más reducido.
 

El multiculturalismo como teoría miope

Al abordar el estudio de la diversidad antroposocial, encontramos dos orientaciones filosóficas contrapuestas: una tiende al particularismo y otra tiende al universalismo, y cada una puede presentar a su vez una gama de teorías. 

La tendencia particularista es la que abandera la perspectiva identitaria, presentándose a sí misma bajo el nombre de comunitarismo, nacionalismo, multiculturalismo (Charles Taylor, Will Kymlicka). Se caracteriza por otorgar la primacía ontológica y epistemológica a las diferencias particulares, concebidas como conjunto clausurado frente a otros conjuntos clausurados, al modo de los "etnotipos" criticados más arriba. Su riesgo estriba en que afirma la parte negando el todo. Tiene por cultura sólo la modalidad particular, por lo que rechaza la unidad cultural de la humanidad. En los hechos, propende a formas políticas de etnicismo o nacionalismo excluyente que, en su versión más radical, lleva a cabo la limpieza étnica. Se podría calificar como un totalitarismo de la parte.

El multiculturalismo constituye la forma más desarrollada del etnocentrismo, en la medida en que la apología de la propia particularidad, como hermética, implica el rechazo absoluto de la alteridad y postula la negación radical para sí de la cultura del otro, su apartamiento territorial y su extirpación en la sociedad y la mente propia. Los multiculturalistas se han convertido en los filósofos de las nuevas formas de racismo social que hoy prosperan peligrosamente, al amparo del pensamiento débil, de la falta de principios éticos y de una rentabilidad política electoralista, carente de amplitud de visión. A veces engaña, porque el multiculturalismo presenta una forma perversa de "pluralismo" que, en realidad, promueve la destrucción del pluralismo social. En vez de asentar la apertura de la sociedad como norma, exige el cierre sobre sí misma de cada una de las modalidades culturales, dolosamente trinchadas, haciendo de cada colectivo una facción refractaria a su integración en el sistema social y en el sistema mundial.

Parten de un principio ontológico equivocado, que presupone que ser es permanecer en una esencia, cuando en realidad hoy no puede entenderse bien sino como evolución y devenir histórico. Proponen como teleología su propia figuración esencial, que apunta así a ejercer un poder soberano. La identidad esencializada se presenta, según los casos, bajo una doble máscara: en forma mítica, pero también en forma utópica. Las identidades míticas invocan el pasado como edad de oro, modelo perfecto de sociedad, y su plasmación culminante estriba en un ideal teocrático, pues aquel modelo se imagina como establecido o revelado por la divinidad y nunca debe ser alterado; si se corrompe, debe restaurarse a toda costa (por ejemplo, el fundamentalismo islámico). Las identidades utópicas miran al futuro, pero a un futuro positivamente idealizado y absolutizado, por lo que suelen degenerar en un dogmatismo doctrinario y en la implantación de un sistema político totalitario (como ocurrió con el comunismo soviético). Participando de ambas formas se dan también combinaciones de mito y utopía, como puede analizarse en el nazismo y, en general, en los movimientos nacionalistas.

Se trata de una sacralización, sea mítica o utópica, en virtud de la cual la colectividad debe someterse a la identidad preconizada, de modo que se sacrifica el tiempo presente en aras del pasado o del futuro reificados. Las personas son privadas de libertad, al encorsetarlas en una horma identitaria que suprime la creatividad y prohíbe el debate racional abierto. En el fondo se pretende un imposible: cerrar la indeterminación antropológica en la que anida todo el potencial de innovación y evolución humana, precisamente por la ausencia de una esencia dada.

El sentido sociopolítico de la reivindicación identitaria particularista va siempre vinculado a una cuestión de poder, por la dominación o contra ella. El multiculturalista proclama una "política de la diferencia" (Kymlicka 1995: 267). Tras ella, se esconde irremisiblemente el grupo identitario, que se concibe y se siente superior a los demás y exhibe su "diferencia" con el fin de obtener mayor poder, privilegios o beneficios. Porque, cuando se pretende la igualdad, basta con exigir democracia y derechos civiles para todos sin distinción. Una sociedad que busca instituirse sobre un diferencial "étnico", igual que cualquier Estado étnicamente fundado, constituye la negación misma del fundamento democrático (que implica la integración de la pluralidad, el pluralismo); incluso cuando practique unas formas políticas democráticas en su interior. Su propia constitución resulta hostil y expulsiva con respecto a quienes no comparten la "identidad" fundante. La subordinación de la ciudadanía a la "etnicidad", la "comunidad nacional" o la "diferencia cultural" representa siempre una perversión de los principios democráticos, además de una aberración social y política, que siembra de minas ideológicas el camino hacia la integración de la sociodiversidad. Tal subordinación enmascara mal y prolonga arteramente la lógica racista, hasta cuando se hace con la falsa buena conciencia de redimir a un pueblo perseguido.

La persona que anda obsesionada por cuál sea su identidad es, sin duda, alguien infeliz. Vive sumido en una preocupación metafísica que no tiene respuesta, sueña con lo imposible, porque la estructura antropológica no es sustancial sino evolutiva e histórica. Pero la obsesión puede empujarla a protagonizar una saga de desgracias. Cuando un mal semejante aqueja a una sociedad, o parte significativa de ella, ha llegado el momento de llamar al etnopsiquiatra. La alucinación identitaria arruina el pensamiento, de tal manera que los discursos ya no dicen lo que parece, degradados en racionalizaciones freudianas y extraviados en logomaquias interminables.
 

Por una cultura humana universalista

El multiculturalismo añora conjurar el paso del tiempo y entiende la historia como eterno retorno. En el fondo, reivindica la atemporalidad y absolutidad del "espíritu del pueblo", fundante de la singularidad diferencialista, desde la que suele postular su propia superioridad, su elección o misión, en cuyo nombre excluye del grupo la heterogeneidad ("racial", "étnica", cultural, lingüística, religiosa). En su contra se yergue el postulado antropológico de la unidad del "espíritu humano", que sirve de fundamento a la igualdad de los individuos sujetos humanos y a la defensa de los derechos de humanidad. Se plantea un verdadero dilema filosófico y metodológico entre la perspectiva particularista y la perspectiva universalista. Pero no vamos a caer en el error de oponer al comunitarismo multicultural un universalismo abstracto o puramente formal, que afirme el primado de la homogeneización cultural bajo el impulso de un liberalismo radical (John Rawls, Ronald Dworkin) o un cosmopolitismo turístico. Esto no sería sino el reflejo invertido de lo mismo: Aquí, una totalidad que congloba las partes, pero está en sí misma vacía; o bien enmascara el ardid de una parte que combate por imponerse totalitariamente. Dos formas de negar y acaso aniquilar la diversidad concreta.

Lejos de la manida controversia entre multiculturalismo y liberalismo, cabe desarrollar otra opción no reduccionista, que puede denominarse universalismo concreto, o pluralismo, o de cualquier otra forma que mejor parezca, orientada a afirmar a la par la unidad y la diversidad. La unidad engendra la diversidad que construye la unidad. Es una modalidad del problema general de la interrelación entre las partes y el todo en cualquier sistema complejo: se coproducen; se da interacción e interdependencia organizacional; la parte es más y es menos que el todo; el todo es más y a la vez menos que la suma de las partes; el todo y las partes conservan su respectiva autonomía relativa (cfr. Edgar Morin). Lo local y lo global se interrelacionan estructural y funcionalmente. Por lo tanto, rechazamos con idéntica fuerza la balcanización ínsita del multiculturalismo y la unificación abstracta y uniformizadora, sea ésta liberal o totalitaria.

La universalidad se entiende como sistema complejo, intercultural, pluricultural, transcultural, reforzando la idea de la "unidad múltiple", como identificación de la especie y la cultura humanas. No hay objeción al reconocimiento de la pluralidad de culturas y de la creciente pluralidad interna de las sociedades, lo que pasa es que no se da un valor prioritario a lo diferenciante -como hace el multiculturalismo-, sino a la integración. En realidad, "la versión dominante del multiculturalismo es una versión antipluralista" (Sartori 2001: 63), pues propugna los compartimentos culturales estancos, en defensa de su homogeneidad cerrada, detesta la sociedad abierta y la tolerancia, rechaza el reconocimiento recíproco, primando la separación sobre la integración. En cambio, el enfoque del universalismo concreto es pluralista, se basa en la tolerancia y el mutuo reconocimiento, defiende la diversidad a la vez que la limita, porque cree necesarias unas normas comunes que favorezcan la integración y cohesión social y mundial. Más que una pluralidad de culturas, destinadas a perpetuarse cada cual en su "identidad" irreductible, la interpretación que las enmarque teóricamente como una cultura pluralista servirá mejor a los intereses generales de la humanidad, en el camino hacia una civilización planetaria plural.

La condición humana se define por su naturaleza bio-cultural. Individuos y sociedades pertenecemos a una especie con un genoma que manifiesta toda la diversidad genómica y a un orden cultural que genera toda la diversidad de las culturas particulares. Toda la sociodiversidad observable o posible forma parte de esa pertenencia constitutiva. De modo que todos los sistemas culturales, en cuanto sistemas particulares, son generados por la cultura propia de la humanidad: No hay más que una matriz sociocultural, embarcada en una evolución cultural polimórfica.

Considerar las culturas particulares como si se tratara de "especies" diversas supone una visión distorsionada y errónea. Por el contrario, deben interpretarse correctamente como "poblaciones" interfecundas de la misma especie.

Somos una única especie cultural. Lo más apropiado es referirnos a la cultura humana, que es una y se realiza en las distintas poblaciones o sociedades con perfiles adaptativos u optativos diferenciados. La historia de la humanidad manifiesta, incluso en su diversificación y a través de ella, una sola evolución cultural, en fases de dispersión y de convergencia. Las adaptaciones locales, los intercambios permanentes o intermitentes y las síntesis epocales realizan sin cesar esa manera de ser a la vez una y diversa. La cultura, en sentido antropológico más que etnológico, es una en su diversidad y diversa en su unidad, relativamente cerrada en cada sociedad delimitada por la geografía o la historia, pero siempre relativamente abierta por su propia estructura constitutiva. De hecho no hay cultura, por más que lo ignore, que no sea ya resultado de la fecundación intercultural. Y extraviado va ese punto de vista que parece querer concebir las culturas como mulas, cual entidades que, al no poder reproducirse por interfecundación con otros congéneres, soñaran en clonar eternamente su pretendida, inmutable e ilusoria singularidad exclusiva.

Si a algo hubiera que llamar identidad, convendría sobre todo a lo que se tiene en común, lo que todos compartimos, lo invariable en cuanto "patrón de organización" genérico (Capra 2002), desde el que se generan las diferencias particulares. En esta génesis descubrimos como dos movimientos complementarios: El primero va de la unidad a la diferenciación que muestran sus partes, que no son sino regiones integrantes de aquélla. El segundo parte de la descripción de las particularidades para comprenderlas por referencia a la unidad. De ahí que por unidad no haya que entender sólo las semejanzas o analogías, sino que también, intrínsecamente, le pertenecen las diferencias, como expresión diferenciada del todo. La unidad es concreta, un sistema abierto, flexible, adaptable, evolutivo. En efecto, hay un patrón cultural universal que posee todas las virtualidades generativas de la diversidad existente y la determina en interrelación con el entorno práctico (cfr. Marvin Harris). Hay reglas invariables, subyacentes a la diversidad: "Si las culturas difieren es porque, dentro de la regla, caben muchas variables" (Lévi-Strauss 2005: 15).

Más aún, la universalidad de la cultura humana no estriba sólo en la existencia de un patrón cultural antropológico, como matriz genérica y generadora de variabilidad, sino que abarca al mismo tiempo los logros, producciones y objetivaciones, más allá de su miope reclusión en rediles "étnicos", "nacionales" o de cualquier tradición particular. Todos pertenecen a la universalidad concreta y potencialmente cabe su apropiación por parte de otras poblaciones e incluso por cualquier sujeto individual que reivindique, con todo derecho: Nihil humanum a me alienum puto.

La explicación de la diversidad radica en la evolución cultural y sus mecanismos. Los motores de esta evolución son: la invención; la transmisión cultural entre generaciones y épocas, que conlleva una deriva inevitable; la difusión cultural entre sociedades y civilizaciones, con flujo de caracteres entre ellas; la selección cultural en función de la adaptabilidad para la supervivencia y de la felicidad, concebida como realización de ciertos valores prestigiados; la simbiogénesis y la recombinación culturales, que crean nuevas síntesis, con sus modos de socialización, producción, reproducción, organización, convivencia y concienciación.

Ahí se hallan implicados dos mecanismos que favorecen la creatividad cultural y la diversificación: De un lado, el aislamiento creativo que, ajeno a otros valores diferentes, promueve la innovación original. De otro lado, la puesta en común de los diferentes logros, que, mediante el intercambio, facilita la formación de síntesis más poderosas. Estos dos mecanismos no son contrarios, ya que el primero supone una condición para el segundo. Sin embargo, no parece tratarse del único camino, porque, al menos en el seno de las sociedades complejas, se recrean espacios de insularidad interna, propicia a la creación; o bien la dinámica de los intercambios y la competencia introduce un nuevo estímulo para la invención (en vez de desembocar sin más en la uniformidad cultural). Al mismo tiempo hay que señalar que un planteamiento demasiado tributario del "aislamiento reproductivo" darwiniano (exigencia para que surja y prospere la mutación) plantea sus limitaciones, puesto que, en el ámbito de la cultura, opera también un principio lamarckiano, siempre que nos proponemos efectuar transformaciones con vistas a un fin.

La diversidad cultural producida se debe a respuestas estrictamente adaptativas sólo en el caso de algunos caracteres, mientras que otros caracteres variables carecen de valor adaptativo. Aunque la adaptabilidad de un rasgo o una variable no es intrínseca, sino contextual, por lo que puede adquirirse y perderse en función de las condiciones del entorno. Por ejemplo, los pigmeos no tienen lengua propia desde hace siglos, al parecer, sino que hablan la lengua de los pueblos con los que se han interrelacionado; interrelación gracias a la cual han vivido. 

En general, la evolución del sistema cultural tiende a la extensión y homogeneización de los componentes adaptativos, seleccionados positivamente, lo que conlleva la crisis de las estructuras de poder preestablecidas, así como de los ideales o marcos de referencia de sentido dominantes. Ahora bien, esas transformaciones adaptativas abren nuevas posibilidades de heterogeneización interna, a la vez que no interfieren para nada en la subsistencia de los numerosos caracteres no adaptativos, que pueden coexistir, desarrollarse y difundirse libremente. Las diferencias producidas por la selección cultural y las debidas a la deriva cultural que trae el tiempo son, a la corta o a la larga, contrarrestadas por el flujo cultural entre las distintas sociedades humanas. Hay rasgos que tienden a desaparecer, en tanto que otros tienden a generalizarse a todas las poblaciones, sin que este fenómeno -como acabo de decir- obste a nuevas vías de diversificación, sobre todo en las sociedades abiertas. Seguirá habiendo diferencias de escala regional y local, y se potenciarán cada vez más las individuales y optativas. Lo importante está en recalcar -de manera semejante a lo que se afirmó de nuestra especie biológica- que no existe entre las sociedades o civilizaciones ninguna autapomorfia cultural (autapomorfia significa un carácter totalmente nuevo y exclusivo); no hay caracteres culturales que sólo pertenezcan a una sociedad y que no sean compartidos, o puedan serlo, por ninguna otra. Todos los componentes elementales de la cultura son transmisibles, todos los memes (cfr. Dawkins 1976) circulan en el seno de la misma especie, de tal modo que sólo encontraremos, en un momento dado y en cada población/sociedad, las frecuencias estadísticas de una distribución de rasgos alomorfos, resultante de contingencias históricas y cuyo perfil varía con el paso del tiempo.

Sin reducir la cultura a información, toda información verdaderamente adaptativa y significativa es susceptible de ser computada por las estructuras del espíritu humano. Cualquier sistema social particular puede asumirla en orden a dar forma a su propia organización, mediante el proceso de permanente generación y regeneración de sus estructuras, entrelazadas con las vidas de grupos e individuos. No hay, pues, memoria ajena ("identidad" de otro, alteridad) de la que no podamos apropiarnos, si nos enriquece y humaniza. Así, la información se aplica a desarrollar el proceso de producción de la realidad social e individual, materializándola y confiriéndole un significado (Capra 2002: 107). Todas estas dimensiones integran también la cultura. Pero la memoria es tan imprescindible como insuficiente, porque nos enclaustraría en lo sido y porque es propio de la humanidad la apertura, la falta de acabamiento y la anticipación tanteante del futuro.

En resumen, todos los especímenes humanos somos una misma especie, no sólo desde el punto de vista biogenético, sino también desde el punto de vista sociocultural. Los inventos, artefactos, mercancías, creencias, modas, conocimientos, lenguas, instituciones, para bien y para mal, atraviesan por su propia índole todas las fronteras, como demostración fehaciente de la teoría que sostiene que todos los grupos humanos somos culturalmente interfecundos. Cuanto más intensos sean los flujos entre los continentes y países, tanto más se crearán condiciones para que disminuyan las diferencias entre las sociedades y tanto más se potenciarán las oportunidades de diferenciación entre los individuos. Primará probablemente la "identificación" individual, no necesariamente como una caída en el individualismo egoísta, sino como forma de una mayor libertad, originalidad e independencia, abierta a participaciones más amplias y numerosas, más allá de la circunscripción mental a un triste sentimiento de pertenencia exclusiva y monocorde, que suele ir de la mano con un resentimiento enfermizo frente a todo lo ajeno. 

Si hay una perspectiva que adopte un orden de prioridad sensato y saludable es la que lleve al reconocimiento de nuestra realidad de vivientes antes que pensantes; que anteponga la identificación como seres humanos antes que la adscripción nacional, lingüística o poblacional; que valore la integración social y democrática por encima de las opciones religiosas o ideológicas. Esta rectificación del estrabismo particularista exige, sin duda, un nuevo paradigma educativo del pensamiento y el sentimiento, muy distante aún del que inspira normalmente la domesticación de la gente como grey de tal o cual ganadería genética o política.
 

La identidad humana, emergencia amenazada

Cualquier sistema educativo decente debe destacar en primer plano la conciencia de pertenencia a la humanidad. De lo contrario, si enfrasca las mentes de los educandos en una identidad cultural particularista cerrada, está sometiendo a esas mentes a un fraude moral y un engaño intelectual, si es que no está contribuyendo directamente a una siembra de sectarismo. En tal sentido se ha hablado de "identidades asesinas" (Amin Maalouf 1998).

La mirada antropológica amanece al trascender la perspectiva de la identidad étnica, y su cometido reside en elaborar una descripción inteligible del devenir multiforme de la humanidad concreta, sin reducirla a una apariencia o una abstracción. Hoy le corresponde tratar de explicar y comprender un proceso de mundialización marcado por la emergencia de una fase nueva. Y, en medio del fragor de las destrucciones e injusticias rampantes, ha de prestar atención a la humanización posible. El tránsito de unas culturas cerradas en su autismo identitario hacia una civilización mundial abierta no parece cuestionable. La disolución de las identidades definidas como racionalizaciones esencialistas no tiene nada de deplorable. Ni una añoranza de ese tipo es una actitud adecuada para abordar la proliferación de posibilidades históricas que desafía por doquier a nuestra libertad y nuestro conocimiento. Más bien se dará una relativización de las certezas identitarias de las culturas y naciones, a medida que se avance hacia esa civilización, cuyo futuro no cabe concebir como prolongación lineal del pasado ni del presente. Subrayemos que "es el hecho de la diversidad lo que debe salvarse y no el contenido histórico que cada época le ha dado y que ninguna podría perpetuar más allá de ella misma" (Lévi-Strauss 1977: 13).

Como toda evolución, la historia de la civilización humana conlleva entropía, irreversibilidad, probabilidades, inestabilidades, bifurcaciones y la posible emergencia de sí misma. Ahí está la perspectiva bien enfocada, en la que todo el mundo entra en juego -para el que serán necesarias reglas- y en cuyo nombre todo el mundo puede reivindicar la igualdad y el derecho.

Se trata de la perspectiva más consonante con el modelo del pluralismo, que nos ayuda a pensar y actuar con vistas a la organización de la sociedad mundo (Morin 2003), promoviendo el diálogo de civilizaciones, en lugar del paranoico "choque de civilizaciones" con el que nos amenazan agoreros de desastres. Requiere desplazar el análisis de la geoproblemática desde el punto de vista unilateral al multilateralismo. La meta reside en crear las condiciones para que cada ser humano llegue a ser ciudadano y para que, en coherencia con la Declaración universal de los derechos humanos y cívicos, la ciudadanía nacional acabe algún día transformándose en una fase hacia la ciudadanía mundial, jurídicamente instituida.

Hay personas bienintencionadas que se preocupan por las "identidades en peligro" (denotando las que vienen del pasado y se hallan en riesgo de desaparecer) y que prestan su apoyo a las "identidades emergentes" (parecen ser las nuevas que buscan un futuro). Me temo que en ambos casos estén sucumbiendo a la miope perspectiva particularista. Ampliando el panorama, se observa -haciendo una concesión a su lenguaje- que las identidades amenazadas son precisamente las que despuntan intentando superar el particularismo: la identidad democrática de ciudadano, más allá de los reductos nacionalistas, etnicistas, lingüísticos o religiosos; la identidad de civilización planetaria, más allá de las fronteras trazadas por la geografía y la historia, y defendidas por ideales comunitaristas o multiculturalistas, tan propensos a levantar cercas y poner a salvo del tiempo unas plasmaciones parcelarias, sin duda legítimas, cuando lo más urgente es construir sociedades abiertas al pluralismo y el reconocimiento recíproco. Sartori lo ha expresado lapidariamente: "El código genético de la sociedad abierta es el pluralismo" (2001: 15).

Por todo eso, frente a la "política de la diferencia" (Kymlicka 1995) resulta cada día más importante y urgente una "política de la humanidad" (Morin 1999). Porque es el género humano en su conjunto el que se encuentra verdaderamente en peligro -y no como nostalgia imaginaria y sentimental, sino como realidad viva-, dados los grandes problemas mundiales que lo ponen incluso en riesgo de supervivencia, ante los embates antagónicos del progreso devastador y el integrismo violento, ante el utopismo inoperante con el que se obnubilan con excesiva frecuencia los movimientos alternativos. La globalización va creando el contexto de significado para que una política mundial tenga sentido para todos. Las fórmulas de comportamiento político o moral que sólo tienen sentido para una comunidad, con exclusión de los demás, están de sobra y son un estorbo en el plano de la organización de lo mundial.

Quien se queda mirando al pasado se convierte en estatua de sal. ¿Y las raíces? Los humanos no tenemos raíces, porque no somos plantas sino que pertenecemos al reino animal y somos primates bípedos ambulantes. No tenemos esencia ni naturaleza en un sentido estricto, sino genoma, cerebro y cultura. No nos conforma una "identidad" cultural, sino la historia colectiva y el desarrollo individual. La herencia cultural que recibimos y la memoria, con ser imprescindible, no debe entenderse como una letanía que hubiera que recitar repetidamente, sino más bien una panoplia de códigos de los cuales servirnos para pensar, sentir y actuar creativamente. Esto significa que es preciso desacralizar aquellos contenidos "identitarios" que mermen la libertad. Y llegado el caso, habrá que denunciar el uso de la "identidad" como coartada para encubrir conflictos de otro orden: pobreza, desigualdad, discriminación social, explotación económica, opresión política...

Si ya nadie discute la libertad religiosa, que es cosa del individuo, dejemos que sean los individuos quienes ejerzan también su libertad lingüística y su libertad simbólica. Y que, en las instituciones, sean los votos de los ciudadanos quienes decidan, sin imponer ninguna ortodoxia. En un mundo culturalmente pluralista, la organización política debe ser laica con respecto a toda confesionalidad, incluida la étnica y la nacionalista. Aparte de ahorrar los gastos del proselitismo, no se echaría leña al fuego de la división de la sociedad en fieles e infieles.

No se ve por qué la "fuente de sentido" para la vida tenga que reducirse a la "identidad" en términos particularistas. Ningún fundamento antropológico impide secularizar las identidades, creando una conciencia cultural laica, basada en valores universales (como el conocimiento científico, los derechos humanos, las libertades políticas democráticas y unas normas éticas mínimas), como estimulante fuente de sentido para la vida. No se niegan las particularidades, sino, al contrario, se crea un espacio público y un marco político que protege su desarrollo, a la vez que establece los límites necesarios para impedir que alguna de ellas pretenda erigirse en confesión obligatoria para todos. De esta manera, se despolitiza la cultura, se desacraliza la política y se defiende la esfera de la laicidad sustentada en el pluralismo. Podríamos decir, imitando a Edgar Morin, que nos hacemos cato-laicos.

"¿Cómo juzgar a priori qué 'es' el hombre, cuáles son los conceptos pertinentes para definir su identidad, si ya la identidad de un sistema físico-químico es relativa a su actividad?" (Prigogine y Stengers 1988: 73). Indagar en la identidad, en lo que somos, conduce indefectiblemente a la constatación de su insustancialidad y de la alteridad que nos ha construido, que forma parte de nosotros y de la que seguimos formando parte. Todo sistema cultural es bastardo, hijo del orden y el desorden. No hay genealogía de antepasados que no sea espuria; ni lengua que no sea híbrida; ni religión que no sea sincrética. Cada sociedad se autoorganiza levantándose sobre los escombros de otras que la precedieron y, en la actualidad, todas dependen cada día más de los intercambios generalizados con las demás sociedades contemporáneas. Allende el intramuros de nuestra cultura humana, "la hierba, las moscas, los gorriones, los camarones, pero también los dinosaurios y los australopitecos son de nuestra familia; sólo cambia el grado de parentesco" (Coppens 2000: 23). ¿Deseamos remontarnos todavía más a nuestros orígenes y comprimirlos en una sola frase? Somos polvo cósmico, átomos acrisolados en el seno termonuclear de estrellas ya desintegradas, macromoléculas terrestres enzarzadas en mil danzas bioquímicas, descendientes de la primera célula viva, hijos de la familia homínida dotados con el genoma específico de Homo sapiens, sistemas evolucionados con un cerebro hipercomplejo y una mente consciente y una cultura crecientemente mundializada. Pero ¿qué significa esto? Es como si la identidad se diluyera tanto más cuanto más ahondamos en ella. En conclusión, lejos de todo enfoque sustancialista, por dinámico que se pretenda, consideramos que "la identidad es una especie de foco virtual al que nos es indispensable referirnos para explicar cierto número de cosas, pero sin que tenga jamás existencia real" (Lévi-Strauss 1977: 369). La noción de identidad no resuelve problema alguno en las ciencias humanas, ni como descripción empírica de algo particular ni como delimitación puramente teórica como esquema taxonómico, al que no le corresponde ninguna realidad. 

La identificación ideal e inmutable de un sistema consigo mismo sólo la consuma la muerte que lo aniquila. Mientras tanto, subsiste en la incertidumbre de preservar su existencia en evolución, acertando a vivir y convivir como estructura disipativa, quizá estable, pero siempre alejada del equilibrio. Al evocar de nuevo aquel viejo dilema que planteaba "Ser o no ser, ésta es la pregunta", surge como un eco que replica desde las profundidades de nuestro pensamiento: Ser y no ser, ésta es la respuesta.



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 Gazeta de Antropología