Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1996, 12, artículo 05 · http://hdl.handle.net/10481/13584
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Publicado: 1996-10
Identidad y diferencia. Reproducción social y negación del otro
Identity and difference. Social reproduction and the negation of the Other

Pedro Molina García
Catedrático de Antropología General. Universidad de Almería. Almería.



RESUMEN
La posibilidad de supervivencia histórica de las sociedades concretas está condicionada por su capacidad de autorreproducción social. La construcción y la percepción de dicha realidad son igualmente comportamientos histórico-sociales. Consecuentemente, como indica Bourdieu, «la búsqueda de formas invariables de percepción y de construcción de la realidad social enmascara diferentes cosas: primeramente, que esta construcción no se opera en un vacío social, sino que está sometida a acciones estructurales; en segundo lugar, que las estructuras estructurantes, las estructuras cognitivas, son ellas mismas socialmente estructuradas, porque tienen una génesis social; en tercer lugar, que la construcción de la realidad social no es solamente una empresa individual, sino que puede también volverse una empresa colectiva».

ABSTRACT
The possibility of the historical survival of particular societies depends on their capacity for social self-reproduction. The construction and perception of this reality are equally historical-social behaviors. Consequently, as Bourdieu indicates, «the search for invariable forms of social reality perception and construction masks different things: primarily, that this construction does not operate in a social vacuum, but rather is subject to structural actions; secondly, the structuring structures, the cognitive structures, are themselves socially structured, because they have a social genesis; third, the construction of social reality is not only an individual task, but it may also become a collective task».

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
identidad y diferencia | reproducción social | negación del otro | Bourdieu | construcción de la realidad social | identity and difference | social reproduction | negation of the Other | construction of social reality


Como nos enseña la física moderna, la realidad nunca es un dato, un algo dado de antemano independiente del hombre, una especie de entidad autónoma y atomizada de carácter natural o material, sino que es el resultado constructivo de un determinado proceso dinámico espacio-temporal, cuyo eje referencial está constituido por el hombre histórico como epicentro fundante de toda posible significatividad, en contra de lo que cualquier variable epistemológica realista pudiera suponer.

Las diferentes formas de concebir y elaborar la realidad constituyen modos específicos y particulares, culturales, de ver y de mirar el mundo cósmico y social, determinadas posiciones de perspectivas condicionadas históricamente en sus formulaciones concretas. Son, por tanto, formas específicas de representación, pero no en el sentido etimológico realista de re-presentar, de volver a presentar algo que previamente es ya un factum. Representar significa, por el contrario, decidir hacer presente algo, mirar desde dentro hacia fuera viendo, que es en lo que consiste específicamente la mirada cultural antropológica, ya que de otra forma se podrá mirar repetidamente sin llegar a ver, es decir, sin interiorizar la mirada transformándola en visión, haciéndola comprensible, leyéndola interiormente; sólo el legere intus puede atestiguar con su lectura concreta selectiva la visión de algo reconocido como realidad, formando parte de lo aceptado porque está entendido, convirtiendo esta acción en el fundamento de posibilidad de todo entender, de todo intus-legere. El representar, por tanto, implica algo de violencia, es un pro-vocar en el sentido de llamar delante de alguien obligándole, en cierta manera, a venir allí y, en este sentido, la llamada provocadora de la representación convierte a lo que viene, de esta forma a su presencia, colocándose delante, en algo pro-puesto, en un colocarse delante y en presencia de alguien, que una vez leído dentro por éste --visto ya-- se mantiene internamente conservando rememorativamente en sustitución de lo que antes se había puesto físicamente delante y en presencia suya. Por eso, toda llamada provocativa, una vez interiorizada representativamente, una vez sensibilizada visiblemente su comprensión, puede comunicarse y, por esta razón, transformada interna y subjetivamente su naturaleza, convertirse en una proposición --en una pro-puesta, en un poner delante y en presencia de otros-- vehiculada a través del lenguaje, cuyo mensaje, ahora, sólo puede ser interiorizado por otros, entendido --leído dentro--, sólo si participan del mismo código cultural o si es traducido a través de otro código de forma equivalente.

Debido al carácter dialéctico relacional de la naturaleza concreta de toda situación comunicativa, carece de sentido problematizarse sobre la prioridad genética del lenguaje o de la actividad mental cognoscitiva condicionada por selecciones sociales motivacionales, es decir, por unas determinadas creencias.

Hace tiempo que la antropología nos ha enseñado que el carácter simbólico de la cultura sólo puede ser significativo en el intramundo de una sociedad específica, constituyendo, en los diversos sistemas sociales particulares, un singular entramado de la inseparable relación dialéctica general de su interdependencia bipolar, por ser éste un proceso constante interestructural e intraestructurante, que se asemejaría no al eterno retorno de un movimiento circular y estable, sino al de una permanente y dinámica espiral, siempre estable e inestable a la vez. Por eso, las creencias, y concretamente las creencias fundacionales sociales, sean cuales sean sus contenidos y las diferentes formas en que puedan expresarse y representarse, constituyen referencias originarias --explícitas o implícitas-- dinámicas, porque son producidas por las sociedades históricas que las fundan, convirtiéndose éstas, a su vez, en un fundamento dinámico infundado con respecto al universo de los miembros individuales de la sociedad; pero fundado, con respecto a la sociedad en su conjunto. Son los individuos concretos quienes representan, en la práctica, los diferentes papeles correspondientes a los modos organizativos con los que cada sociedad articula su entramado social --segmentado en múltiples y variadas combinaciones--, para garantizar su autorrepresentación, siendo cada individuo una 'x' --sustituible y renovable-- de un determinado rol, que funciona articuladamente como un modelo o patrón subsistemático del conjunto sistemático de roles legitimados socialmente.

Esto implica que los diferentes individuos que componen los diferentes roles sociales, que entrelazan el tejido organizativo del intercambio social --igualitario o desigual--, son al mismo tiempo la propia sociedad como conjunto de individuos que la constituyen; pero no son «la» sociedad, al no pertenecer todos, al mismo tiempo, a todos y cada uno de los roles existentes en un determinado momento, es decir, son partes parciales --subpartes o subconjuntos-- de un todo más amplio que engloba, como universo discursivo, al subconjunto de las partes que lo integran, constituyen y, al mismo tiempo, definen como un conjunto relacional específico; como una forma específica de sociedad concreta.

Es la generalización de la práctica compartimental del pensamiento analítico que, olvidando la contigüidad de dichos compartimentos, considera su separación --el espacio relacional entre compartimentos contiguos-- como espacios estancos y como realidades autónomas e independientes. Pero esta forma de pensamiento mecánico causal, atomizador de la realidad, que se corresponde con la exaltación del individuo como fundamento de la práctica de las relaciones sociales de las sociedades contemporáneas, modelizadas por la sacralización del pensamiento científico-técnico, no es la única forma de pensamiento racional posible ni tampoco el único tipo de pensamiento positivo y riguroso existente en las sociedades actuales, aunque su influencia vaya invadiendo cada vez más sectores de la realidad y, concretamente, de la realidad social.

Pero no hay que olvidar que las sociedades se modifican y cambian cuando no pueden resolver problemas desestructurantes con el funcionamiento de una determinada organización; mientras tanto, es su estructura organizativa concreta la que condiciona su forma hegemónica de pensamiento y su visión particular del mundo. El pensamiento científico-técnico surge también de circunstancias históricas nuevas que crearon nuevos problemas, para cuya respuesta las formas de organización existentes hasta entonces se hacían inadecuadas, produciéndose un proceso lento de transición que duraría varios siglos, antes de que se consolidara el sistema de producción y de organización social capitalista. Sólo entonces tiene lugar la generalización progresiva de un pensamiento técnico instrumental, cuya lógica fue expresada con total claridad por Heidegger cuando lo calificó de pensamiento calculador, cuyo objetivo era el dominio técnico del mundo, convertido en objeto exclusivo de la razón de cálculo, como si se tratara de un almacén disponible de reservas ilimitadas. El homo faber se transforma en homo oeconomicus. La lógica del homo oeconomicus articula la lógica del universo de discurso de la sociedad capitalista actual, mediatizando la significación de su horizonte semántico.

El pensamiento científico-técnico reproduce así, simbólicamente, sus orígenes iluministas, que, tras la integración del pensamiento antropomórfico y antropocéntrico renacentista y de los ideales científicos surgidos de la superación práctica de las técnicas mágicas, se configura como una concepción racional/secular del mundo y de la sociedad, instrumentalizados ambos objetualmente, en el marco, igualmente instrumental, del cálculo económico generalizado en la organización social universal de libre mercado; visión del mundo expansiva y omnipresente que, sin embargo, generaría una nueva forma de ruptura histórica de las relaciones existentes entre individuo y sociedad, con la dualidad excluyente del ámbito de la vida privada y de la vida pública --la dicotomía entre citoyen y bourgois, entre ciudadano y hombre burgués concreto-- cosificando, de esta forma, el conjunto de las relaciones sociales de las sociedades capitalistas.

Así, pues, podemos afirmar que el universo del discurso de cada cultura es un exponente indicador de la dinámica relacional específica del desarrollo concreto acaecido en el transcurso singular espacio-temporal de la historia de la humanidad. Las diferentes sociedades, a través de su propia cultura, ponen de manifiesto los límites de su realidad histórica y la manera singular como es vivida, interiorizada y comunicada dicha realidad, como consecuencia de su práctica social. La percepción de esta práctica social por los diferentes agentes sociales y la interiorización comprehensiva del significado de la misma es el resultado de un juego complejo, comprometido y obligado, donde los jugadores --los miembros de una determinada sociedad-- siempre juegan con las cartas marcadas, según sea la posición que ocupen en un espacio social determinado y organizativamente diferenciado, dependiendo el nivel de complejidad de su posición social del grado de diferenciación interna de dicha sociedad. A través de la experiencia histórica de sus posiciones relativas, los miembros de una sociedad llegan a poseer, según Pierre Bourdieu, un sentido práctico de la realidad distributiva y atributiva de los diferentes espacios sociales que delimitan y marcan la práctica identificadora y diferenciadora de la jerarquización social. La distinción como diferenciación social forma parte de la realidad social, redistribuyendo el capital simbólico, cultural y económico entre las diversas situaciones posicionales de la estructuración del espacio histórico-social.

La existencia de espacios diferenciados y jerarquizados, según diferentes esquemas valorativos relacionados con el poder y prestigio social, no podrá impedir, sin embargo, las tensiones y contradicciones internas por mejorar las posiciones relativas en cada sociedad, produciéndose procesos de crisis y de transformación en determinadas condiciones de desajuste social. Además, en ciertas circunstancias desestructurantes, estos cambios constituyen procesos de transición de unos sistemas sociales a otros, modificándose el orden de las relaciones sociales existentes, hasta la configuración de un nuevo espacio social, diferenciado con relación a su situación anterior de la que emerge y a partir de la cual se desarrolla. Pero la creación de un nuevo espacio social no garantiza tampoco su estabilización, si el nuevo orden creado no impone generalizando su nueva lógica configurativa, en un proceso de implantación progresiva de su coherencia legitimadora hasta consolidarse, a su vez, de manera relativamente estable, garantizando los límites posicionales del recién estructurado espacio social diferenciado.

Las distintas fases de la dinámica histórica de las sociedades, desde su prefiguración hasta su consolidación, generan perspectivas mediatizadas por relaciones posicionales: puntos de vista que condicionan visiones corregidas y, a veces, contrapuestas y contradictorias de una misma realidad histórico-social. El que puedan ponerse de manifiesto estas diferencias internas va a depender del tipo de relaciones políticas de cada sociedad y de la forma de ejercer el control social a través de las mismas, y de que «las relaciones políticas de los hombres son también, naturalmente, relaciones sociales, como todas las relaciones en que los hombres se encuentran frente a otros hombres» (Marx). Las situaciones comunicativas, por tanto, son también formas determinadas de relaciones sociales, y, si al lenguaje se le otorga un carácter privilegiado, el lenguaje se convierte igualmente en un lugar privilegiado donde se expresan dichas relaciones sociales. El problema es entonces de índole metodológica, teniendo en cuenta que objeto y método constituyen dos términos de una relación inseparable, al igual que la relación entre individuo y sociedad.

Sin embargo, la posibilidad de un análisis autónomo del lenguaje como objeto de estudio, aislándolo diacrónicamente y esencializándolo ahistóricamente, sólo puede ser interpretada como realización de una actividad filosófica puramente especulativa, en el sentido de representación especular referencial de determinadas posiciones ideológicas, justificativas de una organización social particular, es decir, constituyen mensajes cuya descodificación significativa requiere el conocimiento del código posicional social desde el que se habla situacionalmente, por muy abstracto y descontextualizado que pretenda presentarse dicho mensaje por parte de su emisor. Si se descontextualiza el lenguaje, se ontologiza su naturaleza y si esa ontologización descontextualizada se universaliza, entonces se le reconoce un estatuto trascendental metahistórico y ahistórico, y lo que aparentemente se presenta como una práctica heurística, transforma el análisis e interpretación del lenguaje así como la epistemología del mismo, en estas condiciones, en la metafísica del lenguaje. De esta forma, la metafísica trascendental del lenguaje sacraliza la realidad teologizando el lenguaje: teoría y práctica se desvinculan.

En este sentido, cuando el discurso de la metafísica trascendental del lenguaje se realiza desde la perspectiva ilustrada del contexto del «capitalismo de organización», se está sacralizando la naturaleza organizada y social del mismo, a pesar de que se quiera presentar con visos de cientificidad como conocimiento positivo, que formaría parte del «estado positivo» del que Comte afirmó que constituía el «régimen definitivo de la razón». El mismo Comte fue el que afirmó, mostrando con ello la posibilidad de contradicciones del propio sistema, sin pretenderlo, que el «estado metafísico» está mucho más cerca del «estado teológico» que del «estado positivo» y que la metafísica es una «especie de teología gradualmente debilitada». En La cuestión judía, Marx abunda en la misma idea, matizándola.

Marx parte de la lógica del discurso de Saint-Simon. El Catecismo político de los industriales de Saint-Simon lo lee desde una perspectiva histórica del capitalismo diferente: desde la lógica de un capitalismo liberal, donde sólo una parte de los industriales, de los «productores» contemplados por Saint-Simon --los industriales y banqueros--, habían dejado de ser una clase subordinada para convertirse en hegemónica; pero no sucede lo mismo con el campesinado y el obrero industrial, que ahora queda subordinado a estas dos clases, sin consolidar la hegemonía social que le correspondía por su naturaleza de productor.

La interrogación por la cuestión fundamental del porvenir del trabajo pone de manifiesto su matriz ideológica, explicitando el verdadero significado de la misma y descubriendo su alejamiento de los ideales ilustrados.

La moral utilitaria se convertirá, a su vez, en el fundamento ético de la práctica política del ciudadano/burgués, como consecuencia de la naturalización y sacralización universal del derecho, como indica Stuart Mill, en El utilitarismo. Derecho, justicia, igualdad, bienestar, felicidad y realidad histórico-social se integran como variables semánticas del universo de discurso de la propiedad privada, como lenguaje histórico concreto, como manera específica de comunicación efectuada a través de diferentes situaciones comunicativas, es decir: como habla, como práctica comunicativa social.

Pero no existe una sola manera de hablar, un habla unificada y, por tanto, una sola manera de entender e interpretar un mensaje, ya que, al estar contextualizadas las situaciones de comunicación, y éstas, a su vez, condicionadas por las diferentes posiciones que ocupan los hablantes en el espacio social diferenciado, la identidad de una determinada forma de hablar es, al mismo tiempo, una manera de diferenciación social, generando estilos distintos de habla como marcadores de distinciones sociales, expresando de ese modo realidades sociales diversas en el seno de una misma sociedad. Por eso, para poder explicitar el significado de un discurso particular es necesario saber desde dónde se habla y a quién se habla. Cuando ese discurso se materializa en un texto, para poder descodificarlo correctamente, hay que contextualizarlo previamente.

Por ello, la interpretación y explicación textual constituyen dos procesos correlativos y complementarios. Sin embargo, la explicación constituye un nivel de lenguaje diferente del lenguaje textual. Como contextualización es un metalenguaje, convirtiéndose dicha lógica en una serie concatenada --interpretativa-explicativa, lingüístico-metalingüística-- que, junto con otras series interpretativas-explicativas, constituyen el subconjunto de series relativas que conforman el universo de discurso de una sociedad determinada como conjunto de prácticas sociales relacionales. Todo metalenguaje aparecerá entonces como una presuposición --un presupuesto-- del nivel proposicional de su respectivo lenguaje objeto. Desde la situación concreta de una sociedad histórica, la serie relacional lenguaje/metalenguaje es una serie limitada y finita; el nivel último metalingüístico, explicativo del conjunto formado por el subconjunto de las diferentes series relativas, constituye el presupuesto último que ya no podrá expresarse, para los miembros de una sociedad, a través de un nivel lingüístico referencial, porque constituye el fundamento mismo de la identidad diferenciadora de dicha sociedad: su mito fundacional, es decir, una creencia absoluta, inmanente y trascendente a la vez: su máxima conciencia posible. O lo que, parafraseando a Kant, significaría que el yo colectivo social, como sujeto social, sólo se puede conocer objetivado a través de su práctica social, pero no puede conocer el yo social que conoce, es decir, su propio principio, ya que éste como a priori constituye una creencia y no un conocimiento, porque es el origen de dicho conocimiento. Sin embargo, los individuos que ocupan una determinada distancia entre las distintas posiciones sociales pueden llegar a percibir, por su propia posición diferenciada, el carácter relativo del fundamento que se presenta como absoluto, siempre y cuando su lógica práctica no coincida con el nivel de legitimación social que dicho fundamento significa, interiorizándola como explicación absoluta, sino como una forma ideologizada concreta de imposición y dominio de otros segmentos sociales hegemonizantes. Por eso, el nivel de elaboración de la realidad difícilmente puede alcanzar el grado de uniformidad social absoluta; puede estar más o menos extendido y generalizado, dependiendo de la extensión de la hegemonía de determinados segmentos sociales y el grado de cohesión que hayan logrado imponer, seleccionando la dirección de la dinámica social. Es a esta situación de condición relacional del individuo con respecto a la sociedad a la que Engels se refería cuando hablaba de «ironía de la historia».

Es esta naturaleza ironizante de la historia la que preside el devenir histórico y nos ofrece las concepciones hegemónicas del mundo como si fueran elaboraciones consensuadas de la totalidad social e interpretaciones unívocas de su manera particular de entender la realidad, olvidando su historicidad relativa, debido a su origen antropocéntrico concreto en el que se fundamenta todo significado de cualquier discurso específico.

Por esta razón, no es casual que Platón, en el Teeteto, para hablar de la ciencia, de la verdadera episteme que identifica diferenciando la verdadera realidad --el óntos on-- de la apariencia fenoménica de las opiniones, hiciera al joven Sócrates ridiculizar el paradigmático discurso de su viejo maestro Protágoras, olvidando la diferencia entre conocimiento social verdadero y «voluntad de ser algo y capacidad de ser algo» (Marx), es decir, olvidando la historicidad de su discurso y obviando probablemente una perspectiva histórica más amplia de Protágoras. A través de la confluencia en un mismo espacio social de diferentes tribus --antes de la consolidación del estado ateniense--, la necesidad de convivencia de esta misma pluralidad social le pudo haber permitido a Protágoras comprender quizá la determinación humana de toda realidad: la concepción del hombre como medida de todas las cosas. La sabiduría del viejo Protágoras, reducido despectivamente a mitólogo por el joven filósofo, estableciendo Sócrates un nuevo paradigma cognoscitivo de lo que debería considerarse como absoluto, recuerda, sin embargo, al «padre del primer mito», ya que Sócrates, al referirse a éste, desde su diferente situación histórica, explicita sin pretenderlo el verdadero significado histórico del mal denominado «mito de Protágoras».

Dice Sócrates: «Yo creo que la teoría de Protágoras es ésta: que lo que a cada uno aparece así es realmente como se lo parece» (Platón). Indicando a continuación Sócrates que «la consecuencia es simple: no puede en modo alguno hablarse de verdad absoluta, sino de una u otra cosa en las opiniones de los hombres... Pues así concluye, necesariamente, la teoría del hombre como medida universal de las cosas». Hablando Sócrates de «la creencia en el hombre medida», pone de manifiesto la no validez cognoscitiva de la misma, indicando que Protágoras «sospechaba que la multitud no compartía sus opiniones» y, de esta manera, enuncia a su vez como criterio referencial de la validez significativa de la realidad, no la realidad en sí, sino el nivel de generalización compartido de dicha creencia en la realidad así elaborada. Es decir: la multitud que comparte una misma idea, que tiene una misma visión y que, por lo tanto, se sienten socialmente unificados en la percepción de una visión unificadora, criterio muy aproximado al concepto de intersubjetividad utilizado por la comunidad científica actual para validar el carácter positivo de cualquier conocimiento. Pero es evidente que en ambos casos --multitud y comunidad científica-- no constituyen la totalidad social, sino una parte concreta de la misma. Lo que significa de hecho el reconocimiento implícito de la existencia de otras realidades sociales que, al no ser elaboradas por sectores hegemónicos o legitimados socialmente, dejan de ser públicamente aceptados institucionalmente como realidades, para ser presentados y difundidos como nuevas opiniones que no merecen credibilidad epistemológica. La hegemonía filosófica del considerado «Renacimiento o Ilustración griega», coincidiendo con el Siglo de las Luces, transformó la naturaleza social del mito en un seudodiscurso y el ritual correspondiente, en una superstición. La naturaleza homogeneizadora y legitimadora social del ritual, su función de identificación, eliminando simbólicamente la distancia de las marcas sociales diferenciadoras, es reemplazado por otra práctica ritual, a la que se le confiere un estatuto de credibilidad y legitimación diferente, no reconociéndolo como tal ritual: una determinada forma de racionalidad se impone como modelo social de toda posible forma de racionalidad y se convierte en regla de transformación sancionadora utilitaria.

Es así como una filosofía, la llamada filosofía occidental, esencializada, naturaliza y sacraliza la realidad y, de esta forma, al convertirse en discurso trascendental especulativo, por su consideración de absoluto, revela, al mismo tiempo, la existencia de posiciones subordinadas en el contexto de un determinado espacio social. La visión relativa filosófica, hegemonizada socialmente, se convierte ahora en una mirada privilegiada, deseada y revalorizada, en capital cultural y simbólico: en poder y prestigio social. Esta novedosa y revolucionaria arma legitimadora social, sustitutoria del mito y del rito, se perfila en el horizonte del mundo occidental, desde su génesis, como un instrumento iluminador y delimitador de la realidad que, a partir del Renacimiento, irá siendo paulatinamente sustituido y relevado de sus funciones por otro modelo instrumental: el conocimiento científico.

Ambos modelos, filosofía y ciencia, así como cualquier otra construcción social de mecanismos legitimadores, en determinados momentos de su desarrollo histórico, se presentan como modelos no sólo para la sociedad concreta que los ha generado, sino con pretensiones trascendentes de universalidad, válidos para cualquier sociedad y, por tanto, dignos de ser impuesto en cualquier circunstancia, conllevando su aplicación procesos de aculturación de las sociedades en que consigue implantarse. Este fenómeno suele corresponderse históricamente con los procesos expansivos y dominadores de determinadas sociedades, a través de mecanismos agresivos imperialistas o colonialistas.

Estos modelos históricos, universalistas y universalizantes --expansionistas--, suelen responder a una voluntad o necesidad de dominio que, para ser eficaces, deben ir acompañados de una capacidad de dominio, hasta su consolidación como dominio generalizado, instalándose exteriormente como modelo real y efectivo. En el período transcurrido entre el pre-dominio como voluntad de dominio y el cambio de dominio no consolidado aún, los modelos van adecuándose a dicho cambio, perfeccionándose, en el proceso mismo del cambio, a través de prácticas exegéticas internalistas, para poder acomodarlo correctamente a la nueva situación, exégesis que suele convertirse en un instrumento apologético, hasta que el nuevo sistema social se estabiliza y consolida. En esta última circunstancia, es cuando la exégesis se dogmatiza y suele transformarse en hermenéutica esencializadora del discurso social, escolastizándose de formas diferentes y convirtiéndose, de hecho, en una hermenéutica trascendental de los diferentes discursos histórico-sociales: lenguaje esencializado y realidad, con diferentes formas de expresión, se relacionan en un discurso ilustrativo-representativo, cuya descodificación difícilmente podrá realizarse sin recurrir al referente explicativo de un determinado orden social, que expresa sin enunciarlo, normalmente, de manera explícita, puesto que éste funciona como un dato previo, como un presupuesto de dicho discurso. Es en estas situaciones donde suelen producirse históricamente, en diferentes momentos, a veces bastante distanciados espacial y temporalmente, la reconversión de la filosofía, o corrientes relevante de ésta, en determinadas formas de análisis filosófico del lenguaje, siendo en la actualidad una de las orientaciones más importantes.

Filosofía del lenguaje que, cuando se circunscribe al espacio exclusivo del análisis del discurso la validez de la reflexión filosófica, deviene hermenéutica fenomenológica, sociológica, ontológica, epistemológica, o simplemente es considerada como la única forma válida de filosofar. Planteamiento que tiene lugar en la historia de la humanidad cuando el hombre es concebido como individuo y éste, a su vez, es considerado como absoluto, es decir, en el marco conceptual generado por la Ilustración y cuyos ideales sintetizados aparecerán expresados por primera vez, a nivel político, en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, proclamados tras la Revolución francesa como universales, imprescriptibles, naturales y sagrados, generando el horizonte semántico del código que se convertirá en el referente significante de los diferentes significados posibles del nuevo discurso filosófico. Podríamos decir que dicho código constituye el yo social trascendente, y a la vez convertido en trascendental por su vocación universalista, de diferentes sociedades contemporáneas occidentales. Como fundamento trascendente, su explicitación conceptual sería su verdadera metafísica histórica, y la historia de dicha metafísica occidental tendría que ser explicada a través del proceso de desarrollo histórico de la sociedad occidental. Pero, al mismo tiempo, como concepción trascendental se transforma, no en una determinada forma de metafísica, sino en la metafísica. Es así como se entiende el texto de la Lógica de Hegel: «El concepto... llegado a la existencia libre... no es otra cosa que el yo o la pura conciencia de sí» (Hegel). El viejo Protágoras se ve así reconocido por esta formulación metafísica hegeliana del pensamiento ilustrado, fundamento, a su vez, de la interpretación ilustrada dialéctica de la historia.

Desde nuestro punto de vista, podríamos decir que existen dos maneras distintas de entender la actividad filosófica, como conceptualización expresiva de diferentes visiones del mundo o de prácticas culturales diversas: En primer lugar, como práctica social histórica que elabora una determinada forma de discurso conceptual histórico y, en segundo lugar, como práctica social también histórica, pero que elabora una forma de discurso esencializado, ahistórico o metahistórico --trascendental--, argumentado especulativamente y que puede caracterizarse igualmente como utópico, dogmático o doctrinario. El discurso histórico concreto de la actividad filosófica, entendido como una determinada forma de práctica social, indicador de determinadas maneras de ver las relaciones sociales en un momento particular de la dinámica específica de una sociedad, puede comparativamente ser contrastado con discursos similares efectuados en otras sociedades desde un punto de vista sincrónico y diacrónico para poder valorar, desde diferentes perspectivas espacio-temporales, la posibilidad de determinar coincidencias y diferencias. Este nivel de análisis comparativo, al igual que sucede en las ciencias, fundamentaría la validez de una eventual generalización filosófica. Estaríamos, pues, a un nivel de filosofía comparada.

Sólo si un determinado discurso se presenta fundado como explicitación --parafraseando a Peirce-- de la consecuencia del análisis comparativo de todos los consecuentes de todos los posibles sistemas de discursos filosóficos históricos, argumentándolo, se podría hablar entonces no de una filosofía particular sino de la filosofía. Los discursos presentados como diferentes traducciones de la filosofía, sin someterse a esta prueba de contrastación histórico-social, garantizada a través del reconocimiento de la aplicación rigurosa del método inductivo-deductivo, constituirían la utilización inadecuada de un término, ya que representado con la apariencia formal filosófica, sólo sería, a nivel de contenido, maneras diferentes de expresar distintos mensajes ideológicos.

Por tanto, el lenguaje objeto del que partía la actividad filosófica estaría constituido por la conceptualización de lo que Piaget llama la «situación epistémica», referida al estado del conocimiento en un determinado momento y en unas determinadas condiciones históricas, y ampliada, con el mismo alcance, a todos los niveles relacionales de la práctica social diferenciada. No sería una epistemología particular de cada ciencia concreta, sino una epistemología general del conjunto del estado del conocimiento, creencias y prácticas sociales explícitas, es decir, del nivel explícito de cada cultura específica de cualquier sociedad.

Pero, a su vez, el fundamento explícito que valida explicativamente el discurso explícito de la filosofía, constituiría un metadiscurso y un metalenguaje con respecto a éste último, correspondiente a un primer nivel epistemológico explicativo del por qué y del cómo de cada lenguaje objeto en el que se expresa la situación epistémica social en su conjunto.

El segundo nivel de lo que ha constituido en Occidente el ámbito del universo del discurso filosófico, conceptualizando como elementos sistemáticos de un subsistema cultural al conjunto de los subconjuntos de dicho universo con el término genérico de filosofía, consistiría en la epistemología del nivel filosófico considerado como lenguaje objeto. Este segundo nivel, como metalenguaje, sería el nivel explicativo del lenguaje filosófico como lenguaje objeto: vendría a ser una epistemología de la filosofía. A su vez, si este lenguaje se generalizara hasta llegar a explicar todos los lenguajes objetos, correspondientes a lo que hemos denominado con Piaget la situación epistémica social, podría considerarse como una epistemología filosófica.

Pero de nuevo, a su vez, para poder explicar la epistemología filosófica, habría que recurrir a un nivel superior del universo de discurso filosófico: a un nuevo metalenguaje que permitiría, al explicarlo, la comprehensión del anterior.

Este tercer nivel reflexivo se situaría ya en una situación metaepistemológica, más allá del espacio considerado óntico. En cuanto fundamento explicativo de lo óntico histórico, podríamos llamarlo nivel ontológico histórico. Constituiría, por tanto, la ontología histórica de una sociedad determinada.

La ontología de una sociedad sería su filosofía de la historia, una interpretación determinada de su historia, ya que, como en los niveles anteriores, dado el carácter segmentado de la sociedad y la posición diferenciada de los individuos en la ocupación del espacio social, podrían efectuarse diferentes ontologías en el contexto de una misma sociedad, correspondientes al significado de la perspectiva de los diferentes puntos de vista de los emisores de dicho discurso ontológico.

A través del discurso ontológico, se expresa una determinada forma de entender la sociedad su visión del mundo. Visión del mundo que, como hemos indicado, puede ser diferenciada, expresándose entonces en distintas formas conceptuales de argumentaciones ontológicas.

Finalmente, para poder entender comprehensivamente el nivel ontológico, explicándolo, habría que recurrir al último nivel superior que cierra, parafraseando a Gustavo Bueno, el horizonte del discurso filosófico --pero no el del horizonte histórico-social--. Este último nivel de lo que se ha entendido por filosofía y, por esta razón, se podría hablar de filosofía primera histórica, estaría delimitado por un campo semántico meta-ontológico y consistiría en explicitar el significado histórico concreto de la visión del mundo en una sociedad determinada. Este campo semántico estaría situado más allá de lo que los griegos entendían por physis, y es a lo que realmente correspondería el significado etimológico del término metafísica. Pero, al igual que los otros niveles y por las mismas razones, pueden producirse también varias metafísicas históricas de una misma sociedad, intentando hegemonizar la explicación del fundamento de la visión del mundo de la misma.

Cerrado el campo del universo de discurso filosófico, la comprehensión explicativa del fundamento de una determinada metafísica trasciende ya el ámbito de explicación a través de cualquier discurso conceptual, porque su naturaleza, como fundamento último de toda interpretación y explicación histórica de una sociedad concreta, es un dato previo: es un presupuesto absoluto, trascendente e inmanente a la vez, un a priori histórico de la condición de posibilidad de representación real de cualquier sociedad histórica. Como tal, constituye una creencia fundamental y fundamentante, que permite la posibilidad de comunicabilidad interna entre los diferentes miembros de una sociedad histórica, a través de la coparticipación de un mismo código cultural.

Para la antropología, este fundamento último --primero--, como presupuesto a priori histórico, lo constituyen los mitos fundacionales o de origen, independientemente del nombre específico con el que se les designe o, incluso, a pesar de su rechazo explícito como mitos. Este origen a priori, referente significante último de todo código cultural y social, como creencia no racionalizable que es, ya que su eficacia trasciende también el posible nivel de incredulidad, al ser obligados todos sus miembros a actuar con sus reglas concretas de juego, aunque no crean en ello, es el fundamento de prácticas sociales y posibles interpretaciones y explicaciones, ambiguas. Su efectividad, como fundamento y presupuesto de toda visión del mundo histórica, se extiende al ámbito del mundo físico, cósmico y social, presentándose su naturaleza fundante como origen sagrado, religioso, profano y natural a la vez, o con la forma de alguna de estas características, sintetizando, en su significado histórico, la connotación de las restantes, aunque no lo explicite. Los mitos fundacionales constituyen el verdadero cierre categorial de toda sociedad histórica y su eficacia se perpetúa a través de la práctica social de los ritos de paso institucionales.

Sólo desde un contexto diferente, desde la perspectiva de otra sociedad, o desde la perspectiva real del desarrollo de la humanidad histórica, los mitos fundacionales permiten, en cuanto tales, ser interpretados desde dichas perspectivas, mostrando entonces, desde esta otra óptica, su verdadera imagen: su carácter relativo, su naturaleza particular espacio-temporal.

Cuando el discurso conceptual reflexivo, como hemos indicado, en cualquiera de sus niveles carece de referentes históricos concretos, se convierte en seudodiscurso filosófico, epistemológico, ontológico y metafísico, o en una seudohermenéutica. Se convierte, por tanto, o en pura retórica vacía en cuanto discurso referencial, es decir, en un discurso autorreferencial y tautológico, o en un mensaje ideologizado e ideologizante. Tanto si su ámbito de instrumentación es a nivel interno de una sociedad --que suele corresponderse con la ideología de las instituciones oficiales--, como si su ámbito de aplicación pretende trascender a su propia sociedad. Cuando los objetivos son claramente expansionistas, se convierten en planteamientos totalmente descontextualizados como discurso filosófico, válidos entonces para cualquier sociedad en cualquier situación posible. Es la esencialización absoluta de la naturaleza humana universal y, a la vez, la negación absoluta de la historicidad misma.

La antropología considera que todo uso trascendental, en el sentido a que nos hemos referido, constituye un abuso, porque no puede legitimarse más que como acto de imposición. La supuesta superioridad, valía y prestigio como marcas diferenciadoras transculturales no serían más que el exponente de actitudes antropológicas etnocéntricas.

En el caso concreto de las sociedades contemporáneas, el modelo racionalista ilustrado podría considerarse como una de las formulaciones más generalizadas de esta modalidad de pensamiento etnocéntrico, materializado en una forma progresivamente dominante de cultura. A través de su punta de lanza tecnológica, esta cultura occidental ha llegado prácticamente a tener ya una presencia planetaria, aunque su lógica no haya sido interiorizada aún mayoritariamente a nivel mundial. Llevaba razón Heidegger, cuando planteaba que la universalización tecnológica implicaba al mismo tiempo la implantación de la racionalidad subyacente. Racionalidad expresada filosóficamente con formas diversas, dependiendo del grado de cohesión y vertebración de cada sociedad concreta.

En el transcurso del desarrollo histórico de un determinado sistema social, en los diferentes momentos de su transformación interna y de los procesos estructurantes adaptativos, suelen aparecer modelos diferenciados con distintos niveles de discursos filosóficos: desde los discursos iniciales eminentemente doctrinarios y apologéticos, pasando por los discursos de reajuste de las contradicciones percibidas en el sistema social, hasta los discursos instalados en el contexto de generalización expansiva y estabilidad relativa del mismo.

La metafísica del Catecismo político de los industriales de Saint-Simon, la epistemología filosófica del Catecismo positivista de Comte, y El utilitarismo como ética filosófica de Stuart Mill corresponderían, referencialmente, a un primer momento histórico similar. La metafísica, la ontología y la epistemología marxiana corresponderían, como referente, al proceso histórico del capitalismo liberal. La filosofía hermenéutica podría contextualizarse como la producción filosófica más sintomática de la última fase del capitalismo de organización.

Pero hay que insistir en que todos estos discursos filosóficos diferentes tienen una misma matriz codificadora: la matriz sociocultural del pensamiento ilustrado, como horizonte racionalizador del sistema social en su conjunto y, a la vez, racionalizante a través de los mecanismos institucionalizadores del estado democrático de derecho, sacralizando el valor absoluto del individuo y del derecho, frente al privilegio feudal, como garantía racional política. Realidad que debería ser interpretada «como resultante final de los progresos de la civilización» (Saint-Simon). Resultante que tendría que consistir, como el mismo Saint-Simon indica, en la instauración definitiva y estable del «sistema industrial», por estar «fundado sobre el principio de la igualdad perfecta» y que, por esta razón, «ha debido ser concebido a priori», concluyendo, como «evidencia», que «tanto la moral divina como humana llama a los hombres más distinguidos en todos los campos de la sociedad a que unan sus esfuerzos para operar la organización del sistema industrial en sus detalles, y para determinar a la sociedad en general a que lo pongan en ejecución», para posibilitar «la transición del sistema feudal, modificado por el régimen constitucional, al sistema industrial puro». La aparición del «racionalismo de estado», en expresión de Max Weber, se articula políticamente en torno al funcionamiento democrático de las diferentes instituciones y la democracia se constituye en el valor absoluto político que legitima, garantiza y estabiliza la totalidad del sistema social. La propiedad privada, «sagrada», configura la lógica orientadora de su cohesión interna, siendo el mercado generalizado la condición generalizada para que ésta, así como la democracia, puedan realizarse históricamente. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano constituye, como «cierre categorial» histórico-social, el mito fundacional ilustrado de la sociedad capitalista. Mito originario y, como tal, ambiguo.

Ambigüedad que es, al mismo tiempo, el fundamento histórico de lecturas y posicionamientos diferenciados y, a veces, contrapuestos y enfrentados, como consecuencia de contrastar, en circunstancias y situaciones distintas, la realidad ideal anunciada por el mito y el grado de su realización empírica en el conjunto de la sociedad, en un momento determinado.

Para finalizar, podríamos decir que el horizonte cultural fijado por el mito fundacional ilustrado nos revela, a través de su hermenéutica, la racionalidad y el verdadero fundamento histórico de la diferenciación y jerarquización social: la afirmación de lo idéntico, de lo propio, familiar y próximo, frente a lo otro, lo diferente, extraño y, por tanto, ajeno.

No estaría de más, como sugiere Umberto Eco, que, en la práctica de los análisis e interpretaciones socioculturales, nos fuéramos acostumbrando a «sustituir la noción de idea por la de unidad semántica, que se identifica, no en la mente humana, sino en el contexto de la cultura», en el que toda hermenéutica adquiere su verdadero contexto semántico y el significado concreto de su auténtica perspectiva histórica, sin olvidar jamás que la diversidad cultural es tan importante para la supervivencia de la humanidad como la biodiversidad para la estabilidad y permanencia del planeta Tierra.


 Gazeta de Antropología