Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1996, 12, artículo 04 · http://hdl.handle.net/10481/13583
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Publicado: 1996-10
'Pero, ¿acaso ha ocurrido alguna vez alguna cosa?' o Etnología, historia y filosofía
'But, has anything ever happened?' or Ethnology, History and Philosophy

Jesús J. Nebreda
Profesor Titular. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.


RESUMEN
El artículo confronta la tesis mantenida por el antropólogo Claude Lévi-Strauss acerca de la «no existencia» de la Historia y el carácter mítico de las construcciones históricas con el progresivo interés que el enfoque histórico de los problemas ha ido adquiriendo a lo largo del desarrollo de la cultura occidental. Se desvela una raíz cultural que niega la historia y que está presente en los orígenes y la configuración de nuestra cultura, tanto en su raíz griega como en su raíz judeocristiana. La confrontación de los puntos de vista de la etnología y la historia ayuda a desvelar el carácter relativo, «constructivo», que la historia tiene, en cuanto construcción cultural de Occidente, frente a otras formas culturales de tratar la temporalidad o la realidad en su conjunto.

ABSTRACT
The article confronts the thesis maintained by anthropologist Claude Lévi-Strauss on the «non existence» of History and the mythical character of historical constructions, in light of the progressive interest that the historical focus of problems has acquiried throughout the development of western culture. A cultural basis that denies history and that is present in the origins and the configuration of our culture is shown , as much in its Greek roots as in those of Jewish-Christian origin. The conflict between the ethnological and historial points of view helps to show the relative, «constructive», character that history has, as a cultural construction of the West, in light of other cultural forms, in the treatment of temporality or of reality as a whole.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
etnología e historia | etnología y filosofía | historia como mito | Lévi-Strauss | ethnology and history | ethnology and philosophy | history as a myth


1. La historia como «construcción occidental»

La tarea filosófica parece haber tenido desde sus inicios griegos una clara predilección por la ahistoricidad. Más bien, cabría decir que la búsqueda filosófica se interesó desde el principio por los aspectos atemporales e inmutables de lo real y por ende relegó, cuando menos, a un lugar secundario lo histórico (1). En este sentido, «matar el tiempo» parece haber sido la ocupación preferida de los filósofos y de los sabios en general. Las características del ente parmenídeo son también las notas definitorias de lo verdadero y por tanto los caracteres de la ciencia, de la episteme. Con la teoría platónica lo temporal e histórico, lo cambiante queda fuera no sólo del ámbito del verdadero saber sino también fuera de la verdadera realidad. Más aún, lo histórico, lo cambiante, forma parte de la apariencia engañosa, es característico de la maldad de este mundo de sombras, mundo malo en cuanto aparente y cambiante, y, por tanto, engañoso. La historia no es una ciencia, pues sólo puede haber ciencia acerca de lo permanente, de lo inmutable, de las Formas arquetípicas eternas. Y aun el mismo Aristóteles, aunque declara aphysikós a Parménides y construye una teoría física sobre el cambio, al enfrentarse con el tiempo lo define en términos de «medida del movimiento». Aristóteles pasa también por ser el primer «historiador» de la filosofía. Pero se ha de observar que sus «historias» constan más bien de opiniones de los anteriores pensadores acerca de «problemas» físicos o filosóficos. Estaríamos ante la primera versión de la historia de la filosofía concebida como «historia de los problemas», género que lleva en su misma entraña de posibilidad la negación de lo histórico como tal. Y lo mismo cabe decir de las «doxografías» de Diógenes Laercio o de Simplicio, por ejemplo. En general, la tensión del saber y la búsqueda de lo verdadero que caracterizan a la filosofía se plasman en esa pretensión de ultimidad y de universalidad que caracteriza a todo pensamiento filosófico metafísico, ultimidad y universalidad que son el aquietamiento de la mente inquisitiva, el reposo y la recompensa final del esfuerzo cognoscitivo. Aquietamiento, reposo y recompensa que consisten en la fruición contemplativa de lo pleno, verdadero e inmutable, esto es, de lo atemporal.

Suele caracterizarse la concepción clásica griega de la temporalidad como una concepción cíclica y oponerla en cuanto tal a la concepción judía o a la concepción cristiana del tiempo, concepciones que se caracterizan a su vez por la linealidad. Esto no es del todo exacto, en primer lugar, porque no puede decirse que existiera una única concepción griega acerca del tiempo y, en segundo lugar, porque incluso existen concepciones lineales del tiempo entre los griegos. Finalmente, porque la llamada concepción cíclica tenía para los diversos autores griegos significaciones diferentes (2). Pero de modo general puede aceptarse la contraposición, al menos, creo, en el sentido en el que pretendo utilizarla. Pues si bien es así, sin embargo, el predominio de lo atemporal es claro en toda la trayectoria filosófica. Además, el pensamiento griego está primariamente encaminado a la comprensión del mundo y la naturaleza física y ésta es caracterizada como ahistórica. En este aspecto, el contraste con la forma de pensamiento bíblica --judía y cristiana-- difícilmente podrá negarse. Se ha llamado a los judíos «constructores del tiempo» (3). La definición es esencialmente correcta y especialmente apta para subrayar su concepción original de una temporalidad lineal que se articula en una «historia» con un principio, un final y una finalidad. El cristianismo desarrolló en forma autónoma esta concepción bíblica judía concibiendo un tiempo lineal, marcado por los kairoi de Cristo y pleno de una tensión interna (la tensión salvífica entre el «ya» y el «todavía no», entre la «primera venida» y la anakephaleiosis final) que dota a la historia de un específico contenido de salvación y de una densidad dinámica especial. Sin embargo, hay que añadir a continuación que ese sentido, densidad y finalidad de la historia «salvífica» no pertenecen a la historia misma sino que penden de lo que está fuera de ella. La finalidad que da sentido y orientación a la historia es precisamente la abolición de la historia y de la temporalidad «en un cielo nuevo y una tierra nueva», en una eternidad gozosa ajena a la temporalidad (4), al dolor y a la muerte. Esta tensión entre lo temporal y lo eterno caracteriza la concepción cristiana de la temporalidad. El tiempo por sí mismo es manifestación de caducidad y conduce a la muerte. Sólo el poder de Dios, de lo eterno inmutable, salva de la muerte. Así, también en la visión cristiana, la historia por sí misma es apariencia y, en último término, nada. Lo verdadero, lo existente, lo real es lo eterno. El predominio de la eternidad sobre el tiempo da lugar en la historia del cristianismo a peculiares tensiones que manifiestan un doble movimiento: la tendencia, por una parte, a la huida del mundo, a la negación de su valor que se manifiesta en el monaquismo, por ejemplo, y por otra parte, la valorización aparentemente paradójica de las tareas terrenas y temporales, que se manifiesta en el interés por el hombre y por sus condiciones de vida, esto es, en una tendencia recurrente a la revolución social. Pero de nuevo hay que notar que la segunda tendencia, de valorización del mundo, tiene como fundamento básico no el mundo mismo sino el hecho salvífico de que en él y en el hombre se ha manifestado (encarnado) el principio divino. La versión del cristianismo en moldes de pensamiento neoplatónicos al expandirse por el mundo grecorromano favoreció el relegamiento de lo terreno y de lo corporal, sede de la corrupción y de la temporalidad, en favor de lo «eterno en el hombre». Emblemático es el pensamiento de San Agustín, tanto en el campo de la desvalorización de la materialidad y corporalidad, como en el campo de la concepción de la historia: lo decisivo es la construcción y expansión de la ciudad de Dios frente a la ciudad terrena. Ambas ciudades son dos concepciones del mundo, del hombre y de la historia, en pugna constante hasta la final abolición de una de ellas. Ejemplificadoras son también muchas de las expresiones ya clásicas de la mística y de la literatura del barroco español, como «la noche en una mala posada» o «La vida es sueño» o «El gran teatro del mundo», por citar sólo algunas de las más conocidas.

Con estos breves apuntes he pretendido recordar que en la doble matriz del pensamiento europeo --griega y bíblica-- existe una raíz que niega valor a la historia por sí misma y que marca el desarrollo posterior de la cultura occidental. Tal vez no esté de más anotar ahora que también el nacimiento de la ciencia moderna --una de las mayores creaciones de nuestra cultura-- se nutre de este impulso de sustraer lo real a la temporalidad por medio de una geometrización y matematización de la experiencia que sustituye el mundo de la experiencia cotidiana por el espacio geométrico euclidiano y analiza los fenómenos reales en sus componentes ideales matematizables.

En cualquier caso, la aparición de la historia es tardía en nuestra cultura y se verá afectada por los marcos generales de referencia que están en su propio origen (5). Puede decirse que la historia entra a formar parte esencial de la cultura europea a lo largo del siglo XVIII. En filosofía, la historia comienza a ser tomada en serio algo más tarde en el siglo XIX. Y la flecha del tiempo entra en las ciencias con las leyes de la termodinámica.

Pero si la aparición de una historia con sustancia, contenido y dignidad de tal es tardía, su desarrollo y expansión han sido ciertamente rápidos. De tal modo que parece esencial a la conciencia europea y occidental el ser conciencia histórica. La emancipación de la razón humana respecto de la teológica, el desarrollo moderno de un pensamiento mundanizado y, en definitiva, la secularización de los marcos de pensamiento han tenido sin duda algo que ver en ello. La vieja noción de «historia salvífica» se transforma en una historia mundanal lineal y progresiva. Y con la «expansión de la historicidad», la progresiva «historificación» de los diversos campos de la realidad y de los distintos ámbitos del saber, parecen tambalearse o ponerse en cuestión dominios de verdades y saberes que parecían ser aere perennia. Más adelante habrá ocasión de revisar concepciones históricas y diversos modos de hacer historia (o de hacer impermeables a la historia determinados saberes). Hablando libremente, cabe decir que la «miseria del historicismo» alcanza a todos los campos. A la filosofía por supuesto. También a la física y a las matemáticas. El tiempo deja de ser imagen desplegada de lo eterno y aparece como la entraña sustancial de todo lo existente. Y aun los físicos escriben «Historia del tiempo». La historización alcanza el dominio de la Naturaleza. De tal modo que, paradójicamente, se muestra ahora en la entraña misma de la cultura occidental la historia en cuanto forma de concebir la temporalidad como una categorías fundamentales de la cultura occidental.

Quiero poner de relieve precisamente algunas reflexiones que desde el campo de la etnología subrayan este carácter de categoría cultural que tiene la historia.


2. La «mirada del etnólogo»

En el famoso capítulo noveno de La pensée sauvage (6), Claude Lévi-Strauss en polémica con Sartre expone una serie de reflexiones acerca de algunos aspectos de la cultura occidental y particularmente acerca de la concepción de la historia. Reflexiones que pueden resultar cuando menos sugerentes para nuestro problema.

Para Lévi-Strauss, Sartre no es el único entre los filósofos contemporáneos que da valor a la Historia a expensas de otras ciencias humanas llegando a formarse acerca de ella una concepción casi mística. En este sentido, las críticas a Sartre pueden entenderse como dirigidas asimismo a una actitud más generalizada en la filosofía contemporánea. Frente a esta posición, el etnólogo respeta la Historia pero sin concederle un valor privilegiado. Desde esa posición, Lévi-Strauss denuncia la concepción sartriana de la Historia como un mito. Si se aleja de nosotros en el tiempo, se torna ininteligible. Si nos alejamos de ella con el pensamiento, se torna igualmente ininteligible. Ello quiere decir que es esencial a la historia, ser interiorizable. Se debe por tanto vivir la interioridad provisional de la Historia puesto que es inevitable, pero debería hacerse sabiendo que lo que se vive es un mito y como tal aparecerá a los ojos de los venideros.

En realidad, etnología e historia son concebidas por Lévi-Strauss como investigaciones complementarias. La historia despliega el abanico de las sociedades humanas en el tiempo. La etnología efectúa ese despliegue en el espacio. La historia es una forma, entre otras, de análisis social. Tal relación de simetría es rechazada por los filósofos que no aceptan la equivalencia de perspectivas entre ambos despliegues. Parece que, para ellos, la sucesión temporal tiene un especial prestigio, como si la diacronía abriera un tipo de inteligibilidad no sólo superior al que la sincronía proporciona sino también más específicamente humano. Se imaginan que, frente a la exterioridad cognoscitiva que proporciona el sistema discontinuo espacial de la etnología, la historia, por la dimensión temporal ofrece en forma continua el paso de un estado a otro. Convicción reforzada por nuestra propia creencia en la captación de nuestro propio devenir temporal en forma continua. La historia nos permitiría así acceder, también fuera de nosotros, al ser mismo del cambio.

Para Lévi-Strauss, la privilegiación y la mitificación de la Historia hunden sus raíces en la peculiar creencia en las evidencias del yo que caracteriza a la filosofía moderna. Pero no es necesario pretender zanjar el problema filosófico para percatarse de que la concepción de la Historia que se propone no corresponde a ninguna realidad.

Hay, siempre según Lévi-Strauss, tres clases de historia: 1) La historia «que ocurre», esto es, la historia que hacen los hombres sin saberlo, historia vivida como presente por su «agentes» sin que éstos se percaten de que construyen la Historia. 2) La Historia «de los historiadores», que es la reconstrucción e interpretación de los hechos que los hombres hacen y de las situaciones en que los hombres viven. Y 3) La «historia de los filósofos», esto es, la Filosofía de la historia tal como es tematizada por la reflexión de los pensadores.

Los dos últimos tipos de Historia (Historias 2 y 3), esto es, la Historia hecha objeto de reflexión, son un producto reciente de la cultura occidental. De ella ha surgido la categoría de historicidad, categoría que se pretende presentar como «esencia» del hombre. Para la Historia de los historiadores es central la noción de hecho histórico. Tal noción presenta serios problemas en un doble aspecto: en primer lugar, en cuanto la constitución misma del «hecho histórico»; y en segundo lugar, en cuanto a que la propia noción de «hecho histórico» implica la idea de «selección».

En cuanto a lo primero: Un hecho histórico es «lo que realmente ha ocurrido» pero tal noción es contradictoria en cuanto a su misma constitución. Realmente nunca ha ocurrido nada (7).

Esta afirmación es explicada por Lévi-Strauss a continuación: Los hechos reales no son sino fenómenos físico-químicos, movimientos psíquicos e individuales, que son resultado de evoluciones inconscientes, fenómenos cerebrales, hormonales o nerviosos... El hecho histórico como tal se constituye en la mente del historiador, según intereses, proyectos o conveniencias sociales. Si éstos cambiaran, podrían constituirse otras unidades de significación de acuerdo con otros criterios o según aspectos distintos.

La Historia no está constituida por hechos (8), sino que es una agrupación de datos según diversas perspectivas asociativas, que dependen de los actuales intereses y no de los acontecimientos históricos mismos. «La Historia no es nunca la Historia a secas, sino la Historia-para» (Lévi-Strauss 1962: 341). El hecho histórico está formado por los datos empíricos y por la actividad del pensamiento que les da un sentido según determinados presupuestos y perspectivas.

En cuanto a lo segundo: La noción de hecho histórico implica asimismo una selección de datos pues, de otro modo, el conjunto de lo pasado sería inabarcable. La Historia, para poder existir como tal, ha de imponerse la tarea de selección de los hechos importantes. Si no, la Historia se tornaría imposible. Pero toda selección supone, por una parte, inclusión de intereses según los cuales se efectúa la necesaria jerarquización. Y, por otra parte, al ampliar las significaciones, toda selección impone además la exclusión de los detalles (9).

La Historia viene a ser así la «historia de cada uno», una totalización parcial efectuada desde un determinado punto de vista. La confrontación de totalizaciones parciales conduce a un dilema: O bien se privilegia una de ellas, con lo que se imposibilita una totalización de conjunto; o bien se concede a todas el mismo valor de realidad.

En ambos casos, se impone la evidencia de que el hecho histórico no ha existido nunca. En el caso, por ejemplo, de la Revolución Francesa, se descubre que la Revolución Francesa de la que se habla en los libros de historia no ha existido nunca en la realidad: como todo hecho histórico, también ella es el fruto de la conjunción de unos datos empíricos y unas determinadas y en cada caso diferentes perspectivas, intereses y presupuestos mentales.

El historiador tiene su propio método de codificación de su materia, la historia. Una fecha histórica tiene un doble carácter: Ordinal, en tanto que representa un momento en una sucesión; y cardinal, en cuanto que señala una determinada distancia en relación con los otros acontecimientos. Al codificar determinados períodos históricos se utilizan muchas fechas; para otros períodos se utilizan en menor número.

Esto mide lo que Lévi-Strauss llama la «presión de la Historia»: Resultan así del trabajo de codificación del historiador cronologías frías, en las que se utilizan pocas fechas, pues desde el punto de vista del historiador han sucedido muy pocas cosas relevantes o incluso no ha sucedido nada, y cronologías calientes, con gran número de acontecimientos, en las que se utilizan muchas fechas. Por último, una fecha es un miembro de una clasificación (en horas, días, meses, años, siglos...). Las fechas de cada clasificación son ininteligibles e irracionales con respecto a las que pertenecen a otra clasificación. El código histórico consiste en clasificaciones de fechas. Su significado se define por las relaciones de correlación u oposición que mantiene cada fecha con las demás. Cada código remite a un sistema de significaciones aplicable a la totalidad de la historia.

La Historia, entonces, no consiste en una sucesión lineal de hechos, sino que tiene un carácter discontinuo y clasificatorio. No hay continuidad histórica sino que hay diversos niveles de conocimiento histórico. En esos niveles, la información y la comprensión están en relación inversa. Al elegir entre niveles, se elige entre mayor información y menor comprensión o menor información y mayor comprensión (10). Pero si se pretende conservar la Historia, nos vemos enfrentados a considerarla como un método sin objeto específico, es decir, a separar la historicidad de la humanidad. En conclusión, según Lévi-Strauss, la Historia no está ligada al hombre ni tampoco a ningún objeto particular. La Historia es su método, experimentalmente indispensable para inventariar cualquier tipo de estructura, humana o no.

Lévi-Strauss concluye su análisis de la Historia con la afirmación del método histórico como simple método y la negación de la pretensión de convertir la Historia en un sentido humano del mundo con carácter de objetividad.

Se ha de advertir, sin embargo, que la crítica de Lévi-Strauss a la Historia no constituye un rechazo de la Historia como tal ni del trabajo de los historiadores. Lo que Lévi-Strauss critica es una determinada concepción de la historia y de la historicidad, como ejemplo de una determinada concepción filosófica que según él está asimismo ejemplificada en la Crítica de la razón dialéctica de Sartre. Pues, mientras para Lévi-Strauss el principio de toda investigación se halla en la etnología, para la concepción sartreana la etnología es un problema. Y lo es porque, para Sartre, el hombre se define por la dialéctica y la dialéctica por la historia. ¿Qué se puede hacer entonces con los pueblos «sin historia»? (Cfr. Lévi-Strauss 1962: 328). Sartre se ve obligado a conceder a las sociedades llamadas primitivas una suerte de humanidad «rabougrie et difforme» (Lévi-Strauss 1962: 329), humanidad que de suyo no les pertenece, sino que, bien por el colonialismo o bien por la etnología misma, tal rango de humanidad les ha sido insuflado por las sociedades históricas. En cualquier caso, a la concepción representada por Sartre se le escapa la riqueza y la diversidad de las sociedades e instituciones humanas. Y tal concepción olvida que cada una de las sociedades que han coexistido sobre la tierra ha estado siempre autoconvencida de que en ella misma se condensaba todo el sentido y la dignidad de que la vida humana es susceptible. Pero, y esto me parece lo importante, hace falta mucho egocentrismo y mucha ingenuidad para creer que la totalidad del hombre está refugiada por entero en uno solo de los modos históricos o geográficos de su ser. La verdad del hombre reside, por el contrario, en el sistema de sus diferencias y propiedades comunes.

El problema, por lo que respecta al pensamiento europeo y occidental, radica en que no es posible salir de las pretendidas evidencias del yo una vez que uno se ha instalado en ellas. La atractiva trampa de la identidad personal cierra en realidad la puerta del conocimiento del hombre. Según Lévi-Strauss, Sartre queda cautivo de su «cogito». El «cogito» permitió a Descartes acceder a lo universal, pero a condición de permanecer psicológico e individual. Sartre ha sociologizado el «cogito», pero con ello solamente ha cambiado de prisión. Ahora el grupo y la época hacen las veces de conciencia intemporal. Ello explica la estrechez de miras con respecto al mundo y al hombre. La distinción que Sartre se esfuerza en establecer entre el hombre primitivo y el hombre civilizado es el reflejo de esa oposición fundamental que postula entre el yo y el otro. Lo que debe ser subrayado es que esa oposición no se formula en Sartre de manera diferente a como lo haría un «salvaje melanesio».

En definitiva, el privilegio de la historia como esencia de lo humano es, para Lévi-Strauss, una consecuencia de la estrechez de miras provocada por el egocentrismo de un Cogito sociologizado que cree así haber superado la oposición entre el yo y el otro inherente a tal posición filosófica. Pero, como el mismo Lévi-Strauss apunta en una nota, el precio que se paga por ello es la asignación de la función metafísica del Otro a los Papúas. Tal reducción de lo humano a lo «nuestro» le parece al antropólogo un canibalismo intelectual que es bastante peor que el otro canibalismo (cfr. Lévi-Strauss 1962: 341 nota).

Me parece obligado señalar ahora que Lévi-Strauss se ocupó de las relaciones entre historia y etnología al menos en otras dos ocasiones, subrayando el carácter complementario de ambas disciplinas. Una, en un artículo de 1949 titulado «Historia y etnología» (11) y otra, en otro artículo de 1983 con el mismo título (12). Hago a continuación una breve reseña de algunos aspectos de ambos artículos.

El desarrollo de la etnografía (entendida como la observación y el análisis de grupos humanos considerados en su particularidad que tiende a la restitución lo más fiel posible de la vida de cada uno de ellos) y de la etnología (entendida a su vez como englobando lo que en los países anglosajones se llaman antropología social y cultural) permite a Lévi-Strauss plantear, en 1949, el problema de las relaciones entre las ciencias etnológicas y la historia de la siguiente manera: O bien estas ciencias se fijan en la dimensión diacrónica de los fenómenos y resultan incapaces de hacer su historia, o bien tratan de trabajar al modo de los historiadores y la dimensión temporal se les escapa. El drama de la etnología consiste en pretender reconstruir un pasado cuya historia se es incapaz de alcanzar. El drama de la etnografía está en querer hacer la historia de un presente sin pasado.

Tanto la etnografía como la historia estudian sociedades que son distintas, otras, que la nuestra. El que tal alteridad se deba a un alejamiento en el tiempo o a la lejanía en el espacio es algo secundario. El fin que las dos disciplinas persiguen no es la reconstrucción exacta de lo que ocurrió o de lo que ocurre. Pues tan imposible es que un estudio etnográfico transforme a un lector en indígena como que la Revolución de 1789 narrada por un historiador pueda reflejar a la vez la Revolución de 1789 vivida por un aristócrata y la vivida por un sans-culotte. Lo que ambos, etnógrafo e historiador, pueden llegar a conseguir es ampliar una experiencia particular a las dimensiones de una experiencia general y que por ello se hace accesible como experiencia a gentes de otro país o de otro tiempo.

Pero las dificultades se presentan al considerar los procedimientos de ambas disciplinas. Se ha presentado a menudo la oposición entre etnografía e historia afirmando que la historia se basa en el estudio y la crítica de documentos de diversos observadores, por tanto confrontables entre sí, en tanto que la etnografía dispondría por definición de la observación de uno solo. Para responder a esa crítica bastaría con multiplicar los observadores. Y de hecho así ocurre. Pero el historiador, al estudiar los documentos, no hace en realidad otra cosa que recurrir al testimonio de etnógrafos aficionados y muchas veces tan alejados de la cultura que describen como el etnógrafo en la actualidad. Pero tal oposición metodológica es ilusoria. Pues el etnógrafo que recolecta los hechos y los presenta lo hace según unas exigencias que son las mismas del historiador. El papel del historiador consiste en utilizar esos trabajos cuando un suficiente escalonamiento en el tiempo se lo permite. El etnólogo, por su parte, los utiliza cuando observaciones semejantes se extienden sobre un suficiente número de sociedades o regiones espaciales diferentes. En todo caso, es el etnógrafo quien establece los documentos que pueden servir al historiador.

Ello conduce a que los términos del debate se establecen, hablando con propiedad, no entre el historiador y el etnógrafo sino entre el historiador y el etnólogo. Pero la diferencia entre los dos no reside en su objeto (la vida social), ni en su meta (un mejor conocimiento del hombre), ni en su método (en el que lo único que varía es la dosificación de los procedimientos). Lo que fundamentalmente diferencia a la historia y a la etnología es la elección de perspectivas complementarias: la historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social mientras que la etnología lo hace en relación con sus condiciones inconscientes.

En la mayor partes de los pueblos «primitivos», resulta muy difícil hallar una justificación o una explicación de una costumbre o de una institución. La respuesta suele consistir en que siempre se ha hecho así, o en la apelación a la orden de los dioses o a las enseñanzas de los ancestros. También en nuestra sociedad muchos usos sociales, reglas de urbanidad, de vestuario e incluso actitudes morales, políticas o religiosas son escrupulosamente practicados sin que se haya hecho un examen reflexivo de su origen o de su función real. Actuamos y pensamos por costumbre. Si bien se ha de reconocer que el pensamiento moderno en su desarrollo ha favorecido la crítica de las costumbres. Pero ese fenómeno no es ajeno a la etnología sino más bien su resultado, si resulta ser verdad que su verdadero origen reside en la formidable toma de conciencia etnográfica suscitada en el pensamiento occidental por el descubrimiento del Nuevo Mundo.

A juicio de Lévi-Strauss, fue mérito de Franz Boas el haber definido la naturaleza inconsciente de los fenómenos culturales, asimilándolos al lenguaje y anticipando así los futuros desarrollos del pensamiento lingüístico. La estructura de la lengua es desconocida para el hablante hasta el advenimiento de una gramática científica y aun así continúa modelando el discurso fuera de la conciencia del sujeto. «La diferencia esencial, entre los fenómenos lingüísticos y los demás fenómenos culturales, consiste en que los primeros no emergen nunca a la conciencia clara, mientras que los segundos, aun teniendo el mismo origen inconsciente, se elevan a veces hasta el nivel del pensamiento consciente, dando lugar a razonamientos secundarios y a reinterpretaciones» (13). La fonología moderna da la medida del mérito de las tesis de Boas, escritas ocho años antes de la publicación de la obra de Saussure. Pero, en 1949, la etnología no las había aplicado aún en su propio campo. Son programáticas sin embargo para el propio Lévi-Strauss, cuya práctica etnológica tiene como una de sus metas fundamentales la búsqueda de la estructura inconsciente común a las diferentes manifestaciones culturales de lo humano. Y así afirma a continuación: En etnología como en lingüística, es la generalización lo que funda y permite la comparación. Nosotros pensamos que la actividad inconsciente del espíritu consiste en imponer formas a un contenido y que estas formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados y que, si esto es así, es necesario y suficiente llegar a la estructura inconsciente para obtener un principio de interpretación válido para otras instituciones y otras costumbres.

El método etnológico y el método histórico vuelven a juntarse precisamente en la búsqueda de esa estructura inconsciente. Y no se trata tanto del problema complejo de las estructuras diacrónicas, sino de que incluso el análisis de las estructuras sincrónicas, característico de la etnología, implica un constante recurso a la historia. Pues ésta, que muestra instituciones que se transforman, es la única que permite deducir la estructura subyacente a formulaciones múltiples y que permanece a través de la sucesión de acontecimientos. Esto es mostrado por Lévi-Strauss con el ejemplo del desarrollo de la investigación en el problema etnológico de las organizaciones dualistas. Para concluir que, en general, la etnología no puede permanecer indiferente a los procesos históricos ni a las expresiones más altamente conscientes de los fenómenos sociales. Pero, precisamente, para llegar a eliminar todo lo que tales expresiones deben al acontecimiento y a la reflexión. Pues su meta es alcanzar un inventario de posibilidades inconscientes, cuyo número es limitado, y cuyo repertorio y relaciones proporcionan una arquitectura lógica a los acontecimientos históricos, los cuales aun siendo imprevisibles nunca son arbitrarios. La célebre fórmula de Marx: «Los hombres hacen la historia, pero no saben que la hacen», por un lado, justifica en su primer miembro a la historia y en su segundo a la etnología. Y por otro lado, muestra que los dos caminos son indisociables. Pues --prosigue Lévi-Strauss--, el etnólogo presta atención especial a los elementos inconscientes de la vida social. Pero sería absurdo suponer que el historiador los ignora. Pasaron ya los tiempos de una historia política que ensartaba cronológicamente dinastías y guerras. La historia económica es, ampliamente, la historia de operaciones inconscientes. Y todo buen libro de historia (14) está impregnado de etnología. Sería, por tanto, una inexactitud decir que la historia y la etnología caminan en direcciones opuestas. En realidad avanzan en el mismo sentido. Sólo su orientación es diferente: el etnólogo marcha hacia adelante, a través de lo consciente, en busca de cada vez más inconsciente; el historiador, por su parte, avanza más bien hacia atrás, manteniendo la mirada fija en las actividades concretas y particulares. Pero es el Jano bifronte de la solidaridad de ambas disciplinas el que permite conservar ante los ojos la totalidad del recorrido.

En el artículo del mismo título de 1983, Lévi-Strauss pasa revista a algunos de estos temas. Comienza constatando que, al menos en Francia, la evolución de las ciencias humanas ha estrechado las relaciones entre la etnología y la historia. Estas dos disciplinas se distinguían en dos aspectos: Por una parte, la historia estudiaba las sociedades llamadas «complejas» o «evolucionadas» con un pasado documentado, mientras que la etnología trataba de las sociedades impropiamente llamadas «primitivas» o «arcaicas», carentes de testimonios escritos y «sin pasado». Pero, por otra parte y sobre todo, historia y etnología se diferenciaban por los «hechos privilegiados». La historia prefería las clases dirigentes y los hechos de armas, tratados, conflictos y alianzas; la etnología, por su parte, trataba de la vida popular, las costumbres, las creencias y las relaciones básicas del hombre con el medio.

Hoy en día, la situación ha cambiado. Los historiadores han comprendido la importancia de esas manifestaciones culturales «oscuras» a las que la etnología dedicó su atención. En reciprocidad, la historia, bajo el nombre de antropología histórica, resulta de gran ayuda para la etnología. El número de experiencias sociales a disposición para un mejor conocimiento del hombre ha crecido considerablemente. Así, la historia a su modo hace el estudio etnológico del pasado de nuestras sociedades con lo que facilita a la etnología el estudio del presente de estas mismas sociedades. En cierto modo, cabe decir que puede aplicarse el mismo método a la historia y a la etnología y situarlas en la misma perspectiva.

La pregunta es ahora la siguiente: ¿Cuál es la diferencia de naturaleza que subsiste entre las sociedades lejanas que estudian casi en exclusiva los etnólogos y esas sociedades más cercanas que estudian juntos etnólogos e historiadores? Lévi-Strauss reconoce que la distinción que él mismo propuso en otro tiempo entre sociedades frías y calientes (cfr. Lévi-Strauss 1962: 343) ha originado muchos malentendidos. Lo que con tal distinción se pretendía era definir dos estados, y no categorías reales. Dos estados que «no existen, no han existido, no existirán nunca, por lo que es necesario tener noticias exactas de ellos». Ello quiere decir que las sociedades difieren entre sí menos por caracteres objetivos que por la imagen subjetiva creada por ellas mismas. Todas las sociedades son igualmente históricas, si bien unas lo admiten claramente, mientras otras lo rechazan o prefieren ignorarlo.

Todo ello conduce a la cuestión: ¿En qué condiciones y bajo qué formas los individuos y el pensamiento colectivo se abren a la historia y llegan a considerarla un instrumento útil para actuar sobre el presente y transformarlo?

En este punto, Lévi-Strauss pretende aclarar el estado de la cuestión exponiendo como ejemplo un estado antiguo de la sociedad japonesa y relacionando las actitudes de los personajes de la época con las actitudes que en ocasión de problemas semejantes tomó Luis XIV de Francia. No es cuestión de entrar aquí en la exposición y discusión que Lévi-Strauss lleva a cabo de este caso (15). Sí quiero anotar las reflexiones acerca del problema general apuntado para el que sirve de ilustración. Las sociedades que prefieren ignorar su dimensión histórica son llamadas «frías» porque en ellas se da una cierta distancia entre su ideología y su práctica. En las sociedades llamadas «complejas» o «semicomplejas» la ideología se despega claramente de la infraestructura. Por un lado, la sociedad mantiene simultáneamente varios sistemas o subsistemas ideológicos. Por otra parte, las sociedades consideradas relativamente «planas» abren camino a otras sociedades que funcionan según un amplio abanico de parámetros. En ellas un individuo mantiene una cierta movilidad social según diferentes afiliaciones a grupos diversos. Las relaciones son cambiantes. Pero llega un momento en que dejan de serlo. Investigaciones etnológicas han mostrado que, en el momento en que el ciclo de intercambio se cierra, el poder político se convierte en un alto rango (véase Lévi-Strauss 1983: 74ss).

Lo que los investigadores han mostrado para ciertas sociedades mal llamadas «primitivas», ocurrió también por ejemplo en situaciones históricas de la Francia feudal. Se ha de reconocer hoy que formas de vida social y tipos de organización documentados en la historia de nuestras sociedades pueden aclarar los de otras sociedades diferentes insuficientemente documentados. Ello quiere decir que la distancia entre las sociedades llamadas «complejas» o «desarrolladas» y las mal llamadas «primitivas» o «arcaicas» es menor de lo que se cree. La etnología debe apoyarse en la historia tanto como la historia en la etnología.

Esta observación plantea problemas de carácter metodológico. Al intentar destacar un determinado tipo de estructura social común a sociedades muy diferentes entre sí y alejadas en el tiempo y en el espacio ¿no es lo que se está destacando en realidad el carácter meramente arbitrario e irreal de ese tipo de estructura? Lévi-Strauss responde distinguiendo, en primer lugar, entre elemental y complejo, por una parte, y anterior y posterior, por otra. El primer par se refiere a la «forma» de los sistemas sociales y plantea un problema de tipo lógico. El segundo hace referencia más bien a la genealogía y plantea un problema de tipo histórico. Pero ambos son independientes entre sí. ¿Debe elegirse forzosamente entre las dos perspectivas? ¿Se debe, en la búsqueda de estructuras lógicas, renunciar al conocimiento de su evolución en el tiempo? El ejemplo de Saussure muestra lo contrario: En su genealogía de las distintas versiones de Los Nibelungos puso el análisis estructural al servicio de la reconstrucción histórica. Lo mismo puede decirse de Rivers o de Cuvier. Se trata en todos los casos y en distintos niveles de investigación de encontrar lo parecido bajo lo diferente. Se trata de una búsqueda de lo invariable. El objetivo es hacer inteligibles los fenómenos superficiales heterogéneos otorgándoles mayor unidad (Lévi-Strauss 1983: 77-78). Otro ejemplo de las relaciones entre clasificación y genealogía, tomado esta vez de las ciencias naturales es el de la nueva sistemática de especies llamada «cladística» que une o acerca especies muy diferentes por otros conceptos, en virtud de la presencia en ellas de caracteres evolucionados comunes. Así, sustituye la visión genealógica de la antigua sistemática, que catalogaba la especies actuales y los fósiles según un proceso evolutivo, por otra de relaciones colaterales. Poner todas las especies, actuales o fósiles, al mismo nivel, cosa que se parece bastante a lo que los etnólogos hacen con respecto a las sociedades, exime el atribuir a alguna de ellas el papel de antepasado común. Y se plantea el problema, derivado de la multiplicidad de criterios, de cuáles son los criterios que se deben seguir. El análisis estructural se ve afectado por los mismos problemas (cfr. Lévi-Strauss 1983: 79-81).

Sobre el ejemplo de la «cladística», cabe ver a la etnología como un intento de clasificación lógica de estructuras sociales, una sistemática que traza redes de posibles relaciones entre sus objetos. El análisis estructural somete a la historia a una serie de desarrollos posibles. Sólo la historia podrá determinar cuál o cuáles de ellos fueron efectivamente seguidos.

En general, se debe decir que la separación entre la estructura y el acontecimiento no es tan tajante ni tan excluyente como se tiende a pensar. Etnología e historia pueden y deben trabajar juntas en la prosecución de las ciencias del hombre.

Hasta aquí el resumen de la posición y las puntualizaciones de Lévi-Strauss con respecto a la historia. Quiero hacer a continuación algunas observaciones sobre ello.

En primer lugar, el precedente resumen tiene interés porque pone de relieve el carácter de «método» que la historia tiene y pretende separarlo de la consideración de la historia como esencia humana. Por esta vía muestra el carácter «cultural» del método histórico en cuanto característico de una cultura, la occidental, y de su propio modo de concebirse a sí misma. La «mirada distante» del etnólogo que se ocupa de «sociedades que no quieren que haya historia» (cfr. R. Bellour 1967: 209) ayuda a relativizar, a poner en su lugar la concepción occidental de la historia. Y tal lugar es justamente el interior de la propia civilización occidental. La historia es una categoría occidental y no una categoría coextensiva a la humanidad. En este aspecto, he querido poner como telón de fondo del presente trabajo las reflexiones de Lévi-Strauss.

Pero inmediatamente quiero añadir en segundo lugar que el etnólogo y su propia disciplina, la etnología, pertenecen también a la misma cultura occidental. En otras culturas no parece haberse desarrollado tal tipo de estudio. De ahí que, como el mismo Lévi-Strauss pone de relieve, las relaciones entre etnología e historia deban intensificarse y destacarse como relaciones de complementariedad y no de oposición. Como se ha visto, según el etnólogo, esa colaboración puede ponernos en camino hacia una nueva consideración del objetivo final de las ciencias del hombre. Todo ello plantea un nuevo interrogante. Se habló, a propósito del estructuralismo de Lévi-Strauss, de un «nuevo eleatismo» (16). Podría, pues, considerarse que la tensión característica entre lo «eternamente idéntico a sí mismo» y lo «sometido a generación y corrupción», entre lo real y verdadero y lo perecedero y aparencial, entre lo uno y lo múltiple, entre physis y nomos, entre naturaleza y cultura, entre razón analítica y razón dialéctica..., esa peculiar tensión interna del desarrollo del pensamiento y la cultura occidental reaparece ahora en la tensión señalada por Lévi-Strauss entre una antropología cuya finalidad confesada es «disolver al hombre» a fin de poder abrir el campo propio para una indagación objetiva acerca de lo humano universal y un tipo de pensamiento dialéctico-histórico constitutivo de un ser histórico que siendo un parcial punto de vista, el punto de vista sobre sí misma de la cultura occidental, pretende convertirse en la única y esencial expresión del universal modo de ser de la humanidad. La sospecha planteada se puede expresar diciendo que ambas posiciones parecen ser desarrollos de un mismo «prejuicio» universalista que, cada una a su modo, terminan ocluyendo el cauce propio del fluir de la historia y de la realidad misma a la que pretenden referirse y de la que quieren dar razón. Entre el ser masivamente uno y el mismo, el ser eleático, al que apuntaban (y apuntalaban) las paradojas de Zenón y el ámbito plural y disperso al que abocarían sin remedio las abusivas universalizaciones de parciales y culturales puntos de vista se abre el camino de un ser y una razón radicalmente históricos y «acontecientes». Algo de esto opino que ha ido ocurriendo efectivamente a lo largo de la historia de la comprensión del mundo propia de Occidente y que los problemas que esa historia ha ido generando han transformado, cambiado y dinamizado los marcos generales de referencia del pensar y del actuar. Hasta el punto de que la «historia de...» no es un apéndice prescindible en el tratamiento de un problema, de una idea o de una disciplina sino que el modo propio y riguroso de acceso a esos problemas, ideas o disciplinas es precisamente su historia. Y así la historia no es sólo un método de tratar determinados problemas sino que es el modo de ser de los problemas mismos. Ocurre que, utilizando laxamente un vocabulario kantiano, la «cosa en si» ahistórica es un concepto límite cuya función consiste en abrir para el pensar el campo del «fenómeno» realidad. Y todo ello dentro de esta nuestra concreta y particular cultura occidental. El desarrollo mismo de la historia y de la comprensión histórica del histórico ser de Occidente puede tal vez llegar a hacernos ver la «desmesura» inherente a la pretensión de creer que lo que es universal para Occidente es universal sin más. Ello nos pondría en condiciones de «pasar de la impaciencia del filósofo a la paciencia del investigador», según otra de las expresiones de Lévi-Strauss: El llegar a comprender la relatividad cultural de nuestros absolutos intraculturales y la lúcida asunción de ellos puede ser el camino para la construcción de una universalidad plena y viva en el reconocimiento de la diferencia.


3. Nota sobre las precedentes consideraciones

La exposición de las polémicas posiciones de Lévi-Strauss frente al tema de la historia y sus relaciones con la etnología hecha en el apartado anterior tiene, pretende tener, el sentido siguiente: En primer lugar, se trata de poner un ejemplo, en el marco del pensamiento contemporáneo, de la interna tensión existente en nuestra cultura occidental entre el ideal, periódicamente renovado, de un saber «absoluto» (y, en la misma medida, ahistórico) y la condición «esencialmente» histórica y relativa de todo ser y saber, condición penosamente descubierta y, en muchos casos, difícilmente aceptada. En este aspecto, la polémica de Lévi-Strauss acerca de la historia se presenta en el marco de una discusión entre el pensamiento «analítico» y el pensamiento «dialéctico».

En segundo lugar, esa discusión ilustra otra faceta interesante del pensar contemporáneo: las relaciones entre las ciencias y la filosofía. No ya sólo entre las ciencias naturales y la filosofía, sino, de modo especial, la relación entre las «ciencias humanas» y el pensar filosófico. Relación problemática que recubre otra relación, también problemática, entre las ciencias naturales y las ciencias humanas. Se trata del estatuto «científico» de las propias ciencias humanas. Y eso significa que se plantea con ello el problema de determinar si existe o no existe unidad de método en las ciencias. A su vez, se abre también el problema de cuál sea, o sean, el método, o los métodos, científicos que realmente se llevan a cabo en la investigación. Y todo ello tiene relación estrecha con la autopercepción que, de rechazo, tiene de sí misma la filosofía.

En tercer lugar, y no por ello de menor importancia, la exposición de las ideas de Lévi-Strauss pretende subrayar que la «historia» es una categoría de nuestra cultura occidental. El modo en que «nosotros», occidentales europeos actuales, contemplamos, vivimos, ideamos y manipulamos «nuestro» mundo y «nuestra» experiencia. Existen, y han existido, sociedades «que no quieren que haya historia». Y ésa es su problemática. Incluso, las formas socioculturales que son el background de nuestra «memoria», que son el «pasado» del que procedemos, también se caracterizaron por eludir e incluso tratar de contrarrestar la «historia». El hecho de que la cultura occidental, en su forma actual, esté «barriendo» del planeta otras culturas diferentes e imponiéndose, por la fuerza de los hechos, como la cultura es, por lo pronto, un «hecho». Hecho que, en cuanto tal, da qué pensar y debe ser pensado. Pero que no anula lo que también es un hecho: el hecho de que la «historia» se ha convertido históricamente (permítase el juego de palabras) en una de nuestras categorías centrales. Una categoría «nuestra», es decir, de los que «vivimos, nos movemos y somos» en esta cultura.

Finalmente, ¿quiere ello decir que, «propiamente hablando», «no hay historia»? Evidentemente, no. No se trata de negar la historia ni la historiografía. Se trata, más bien, de recordar que la «historia», y la Historiografía que de ella resulta, es una «perspectiva nuestra» que contribuye a la configuración de «nuestro mundo». Y es de «nuestro mundo», el que para nosotros existe, del que se trata de dar cuenta «tal como es».


Este artículo aparece como primer capítulo del libro: Jesús J. Nebreda: El pensar y la historia. Una caracterización de la filosofía contemporánea. Granada, Universidad, 1996.



Notas

1. En realidad, como recuerda, por ejemplo, Mircea Eliade, puede decirse que, en el mundo griego, propiamente hablando, «no había» historia. Las «historias» son consideradas «literatura». Véase: Mircea Eliade (1951): El mito del eterno retorno. Madrid, Alianza, 1972.

2. Es claro que estas afirmaciones, así como las del párrafo anterior, acerca de las ideas griegas sobre el tiempo necesitarían ser matizadas en detalles concretos, si bien la línea general de la argumentación es válida. Véase sobre esto, por ejemplo, G. E. R. Lloyd: «El tiempo en el pensamiento griego», en Las culturas y el tiempo. Salamanca/París, Sígueme/Unesco, 1979: 131-168 (para lo aquí citado, 131-132). Por lo demás, en este artículo se apuntan las necesarias matizaciones acerca de las ideas generales que he expuesto. Pero el mismo artículo concluye así: «El contraste entre el ser inteligible, eterno e intemporal, por una parte, y el ser sensible y temporal, por otra, es un motivo que vuelve constantemente a las especulaciones metafísicas de los griegos sobre el tiempo. En filósofo tras filósofo encontramos diferentes expresiones sobre la idea de la superioridad del reposo y la estabilidad sobre el movimiento y el cambio». No otra cosa es lo que pretendo subrayar con mis comentarios.

3. La expresión es de Abraham Heschel. Cfr. André Neher: «Concepto del tiempo y de la historia en la cultura judía» (en la obra citada en la nota anterior, pág. 169).

4. Cabría la discusión acerca de si el concepto de «eternidad» equivale a «intemporalidad» o si no es más bien concebible una «eternidad temporal» o una «temporalidad eterna». Sin pretender ahora entrar en tales problemas, me atengo aquí a una relativa equivalencia entre los dos términos, «eternidad» e «intemporalidad», tomando pie para ello en la clásica definición de la «beatitud eterna», como «interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio», en la que el «simul» es negación de la extensión característica de lo temporal.

5. Cabe preguntarse hasta qué punto no hay un componente teológico en las concepciones históricas o más bien hasta dónde llega dicho componente en ellas.

6. Véase: Lévi-Strauss 1962, «chap. IX. Histoire et dialectique»: 324-357.

7. «Pues, por hipótesis, hecho histórico es lo que realmente ha ocurrido; pero ¿dónde ha sucedido jamás alguna cosa?» (Lévi-Strauss 1962: 340).

8. «En consecuencia, el hecho histórico no es más dato que cualquier otro; es el historiador, o el agente del devenir histórico, quien lo constituye por abstracción» (Lévi-Strauss 1962: 340).

9. Por ejemplo, «desde el momento en que uno se propone escribir la historia de la Revolución Francesa, uno sabe (o debería saber) que tal historia no podrá ser, simultáneamente y con el mismo título, la del jacobino y la del aristócrata» (Lévi-Strauss 1962: 341).

10. «Par rapport à chaque domaine d'histoire auquel il renonce, le choix relatif de l'historien n'est jamais qu'entre une histoire qui apprend plus et explique moins, et une histoire qui explique plus et apprend moins. Et si l'on veut échapper au dilemme, son seul recours sera de sortir de l'histoire: soit par en bas, [...] soit par en haut, [...]» (Lévi-Strauss 1962: 346-347).

11. Claude Lévi-Strauss: «Histoire et ethnologie», Revue de Métaphysique et de Morale, 54, 1949, 3-4: 363-391. Reproducido con el mismo título como «Introduction» en Anthropologie structurale. París, Plon, 1958: 3-33.

12. Publicado en Annales E. S. C., 6, 1983: 1217-1231. Véase la traducción: «Historia y etnología», Revista de Occidente, (Madrid) 1987, 77: 59-85.

13. Franz Boas (ed.): Handbook of American Indian Languages. Bureau of American Ethnology, bulletin 40, 1911 (1908), Part I, 67. Citado por Lévi-Strauss, 1949, art. cit. en nota 11, 26 (I).

14. Cita Lévi-Strauss como gran ejemplo el Problème de l'incroyance au XVIe siècle, de Lucien Febvre.

15. Véase el caso del matrimonio entre primos en la sociedad japonesa del siglo XI, en Lévi-Strauss 1983: 61ss.

16. H. Lefèbvre (1966): «Claude Lévi-Strauss y el nuevo eleatismo», A. Bonomi y otros: Estructuralismo y filosofía. Buenos Aires, Nueva Visión, 1969: 119ss.




Bibliografía

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 Gazeta de Antropología