Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1996, 12, artículo 02 · http://hdl.handle.net/10481/13581
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Publicado: 1996-10
La construcción de la antropología compleja. Etapas y método
The construction of complex anthropology: Stages and method

Pedro Gómez García
Catedrático de Antropología General. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.
pgomez@ugr.es



RESUMEN
Edgar Morin, a lo largo de su obra, se propone un proyecto antropológico que requiere a la larga el desarrollo de un pensamiento que se acabará denominando «complejo»; un pensamiento que a su vez necesita encontrar la fundamentación en una nueva antropología. Este bucle gira, se abre críticamente a todo logro que pueda alimentarlo, avanza, primero difusamente y cada vez con mayor precisión, en la laboriosa gestación de la antropología compleja moriniana. El presente artículo trata de marcar las sucesivas etapas de la construcción del proyecto de la antropología general, así como las bases epistemológicas sobre las que está construido.

ABSTRACT
Throughout the works of Edgar Morin, he has proposed an anthropological project which requires the long-term development of a thought system that is labelled «complex»; a thought system that in turn needs to find the foundation in a new anthropology. This loop rotates, critically opening all achievements that can feed it. It advances, first diffusely, and every time with more precision, in the laborious gestation of Morin's complex anthropology. This article outlines the successive stages of this construction in the project of general anthropology, as well as the epistemological foundations on which it is built.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
antropología compleja | Edgar Morin |  método de la complejidad | epistemología | etapas del pensamiento de Morin | complex anthropology | complexity method | epistemology | Morin's stages of thought


El proyecto antropológico de Morin está bien intuido y orientado desde el principio (1951), pero, múltiples veces interrumpido y reemprendido como una obsesión, tardará cuarenta años en culminar su construcción, no obstante inacabada. Dos decenios para reunir las piezas, los materiales de construcción, las herramientas científicas e intelectuales necesarias. Otros veinte años, para ir levantando el edificio teórico: una magnificente catedral, constituida por un atrio, que es El paradigma perdido (1973), y las --hasta ahora-- cuatro naves representadas por sendos tomos de El método (1977-1991). O bien, en metáfora musical, una obertura como preludio a una sinfonía incompleta con cuatro movimientos.

Aunque la evolución de la obra de Edgar Morin no obedece a un programa prediseñado, aunque se debate entre el azar y la propia estrategia, el resultado es que los períodos discernibles se corresponden, en líneas generales, con las décadas de la centuria, que al tiempo cuadran con las de la edad del autor. Además, llevan la impronta de los avances científicos coetáneos, de los avatares sociopolíticos del mundo, de las peripecias biográficas personales. Todo arranca de la crisis que supone --crisis histórica, política, intelectual, existencial-- la disolución de la dogmática marxista, bajo cuyos techos había forjado hasta entonces su pensamiento crítico, su práctica política y su mesianismo revolucionario.

La evolución del pensamiento moriniano es a la par continua y discontinua. Procede siempre con un mismo empeño, pero se ve influida, relanzada, por una serie de impulsos intelectuales que, siendo circunstanciales, resultan decisivos.

La primera etapa abarca la década de los años 50. Morin cuenta entonces treinta años. Su ingreso como investigador en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), en 1950, lo catapulta a su primera andadura antropológica, plasmada en El hombre y la muerte (1951) y en El cine o el hombre imaginario (1956). Efectúa una revisión del marxismo, que ha sido su referencia teórica principal, pero de tal manera que se esfuerza en poner a salvo el método marxiano, y en ampliar el sentido de la dialéctica hasta una explicación del hombre total que incluya lo biológico y lo imaginario.

La segunda etapa es a partir de 1962. La inflexión se ve precipitada por una crisis teórica, política y personal, y una enfermedad grave. El nuevo impulso queda patente en su «meditación» (recogida en un interesantísimo diario), en la que replantea radicalmente todas sus problemáticas. De ahí se derivan dos libros: Introducción a una política del hombre (1965) y Lo vivo del sujeto (1969). Morin abandona la dialéctica de la totalidad, conservando el término y modificando el concepto, a fin de asumir las contradicciones como insuperables, relativas, constitutivas del cosmos y de la realidad humana. Carece aún de una teoría antropológica bien fundamentada, pero elabora una visión del hombre inserto en el mundo, diseñando un ambicioso proyecto de antropocosmología.

En la tercera etapa, desde comienzos de los años 70, a partir de sus cincuenta años, entra en fase de madurez. El definitivo impulso le viene de su estancia en el Salk Institute for Biological Studies, de California, donde asimila los últimos logros de la nueva biología y conecta con otras ciencias de vanguardia. De ello da testimonio su Diario de California (1970). La nueva biología le aporta las claves para comprender, formular y articular la antropobiología, para reconectar ciencias y filosofía. Una fructificación temprana aparece en El paradigma perdido: la naturaleza humana (1973), y sazona plenamente en su obra maestra, El método, 1 (1977) y 2 (1980). Ahí desarrolla la antropología compleja, de la mano de una epistemología igualmente compleja. En los 80, prosigue la publicación de los siguientes volúmenes de El método, consolidando la relación dialógica ántropo-bio-cósmica. De modo que llega a los años 90 con una insistencia recurrente en la urgencia de una reforma del pensamiento conforme a la estrategia del paradigma de complejidad y, paralelamente, en la necesidad vital de una antropoética y una antropolítica que afronten los problemas del hombre planetario.

Nuevos impulsos, en tono menor, derivan de las reacciones y críticas suscitadas por la recepción de El método, lo que le incita a matizaciones e incluso a rectificar el primitivo plan de la obra, cuyos tomos 3 (1986) y 4 (1991) basculan más hacia la teoría del conocimiento. El problema epistemológico, bajo el signo de un paradigma de complejidad, se convierte en la clave fundamental del proyecto antropológico moriniano. Este hilo conductor puede seguirse a través de las recopilaciones de artículos y conferencias publicadas en Ciencia con conciencia (1982), o en Introducción al pensamiento complejo (1990).

Dejo fuera de enfoque la vertiente antropológica de índole práctica, social, ética y política, que da lugar intercaladamente a una sucesión de libros y artículos en los que toma el pulso a la situación contemporánea y sus cruciales desafíos para la humanidad, llevando a cabo concretas aplicaciones del enfoque complejo, preconizado en el plano teórico y metodológico.

En su reciente obra, Mis demonios (1994), Morin efectúa una autoanálisis retrospectivo sobre las íntimas implicaciones entre sus ideas y su vida personal, marcada por muy peculiares temas y obsesiones, una y otra vez recurrentes, de donde brotaba la energía impulsora de la investigación. Es como si hubiera perseguido siempre una meta presentida con certera perspicacia, aunque luego transitara por innumerables meandros en los que la demora daba el tiempo necesario para la fermentación de las nuevas conceptualizaciones. El azar-destino lo propulsó a las tierras de la antropología, no la académica, sino esa ciencia global que comprende transdisciplinarmente todas las dimensiones de la humanidad:

La lectura del Manuscrito económico-filosófico de Marx había desplazado el foco de mi interés hacia la antropología (...) pero no era la revelación del Capital lo que estaba en el núcleo de mi adhesión: era la del «hombre genérico». El Manuscrito económico-filosófico declaraba que ciencia del hombre y ciencia de la naturaleza debían abarcarse la una a la otra, ninguna debía engullir a la otra, sino que una y otra debían tejer una relación dialéctica indisoluble. Ahí es donde ha bebido mi antroposociología, desde El hombre y la muerte hasta El paradigma perdido, con mi concepción de la unidualidad humana (natural y cultural). De Marx tomé también la idea de que las disciplinas (economía, psicología, sociología, historia) no son más que categorías de utilidad limitada, y que hace falta captar los problemas antroposociales en su multidimensionalidad. Pero, sobre todo, me captó la inaudita energía con la que Marx unía en una misma concepción teoría y praxis (1994a: 240).

A partir de esa primigenia iluminación, el argumento general de todo el itinerario de Morin estribará en una espiral recursiva que va y viene de la edificación de una antropología cosmo-bio-psico-sociológica a la postulación de una reforma del pensamiento, ambas cosas bajo la estrella de un paradigma de complejidad.

En conformidad con los tres períodos que he distinguido, el pensamiento antropológicio moriniano concatena como tres eslabones de una evolución: 1º) Dialéctica entre lo real y lo imaginario. 2º) Dialéctica ántropo-cosmológica. 3º) Dialógica ántropo-bio-cósmica. Para desembocar en una propuesta cada vez más precisa del paradigma de complejidad.

Es imposible aquí dar cuenta suficiente de semejante recorrido. No obstante, intentaré subrayar los hitos más importantes y, a continuación, exponer con mayor detenimiento lo que se puede considerar como el núcleo de su antropología/epistemología complejas.


Primer proyecto: antropología de la muerte

Al seguir el rastro al proceso de «construcción de una antropología» (1951: 110) que Morin llama «genética», «general» o «fundamental», se advierte cómo, durante el primer período, parte de unas categorías marxistas (hegelianas) y freudianas. Pero estas categorías, por más que las revisa y las distiende, le resultan radicalmente insuficientes en orden a formular su antropología.

Como investigador del CNRS, gesta su primer trabajo con el que se convierte en antropólogo autodidacta: una antropología de la muerte. Lleva por título El hombre y la muerte (1951). Postula como «una ciencia total», que se propone reconstruir el hombre total:

Esta ciencia total, cuyo deber es utilizar dialécticamente y de una forma crítica todas las ciencias humanas y naturales para dar cuenta de la producción progresiva del hombre por sí mismo, nueva en la medida en que nosotros hayamos sabido considerar concretamente la historia en su realidad humana y al hombre en su realidad histórica, la denominamos antropología genética (1951: 18).

La elaboración concreta que va desplegando la denomina «análisis ántropo-socio- histórico» (109). Mediante él, esta nueva ciencia se constituirá como «una antropología genética esforzada en comprender y determinar al hombre total, individuo, especie, sociedad» (110). Tal idea de totalidad lleva el eco del saber absoluto hegeliano y del materialismo histórico, pero también algo más, un primer atisbo de la multidimensionalidad, de la multidisciplinariedad. Ya se identifican las dimensiones fundamentales y se convoca a todas las ciencias del hombre y de la naturaleza.

Construye una antropología cimentada por abajo en lo cósmico y lo biológico y, por arriba, abierta a lo imaginario, al mito y la magia.

El fundamento antropológico radica más en una ausencia o defecto que en una determinación esencial.

La conciencia de la muerte forma un rasgo revelador de lo humano. Es una conciencia trágica, que entra en contradicción con el deseo de inmortalidad, en cuanto irrestricta afirmación de la personalidad.

Se da una triple constante antropológica: la conciencia de la ruptura que entraña la muerte, el traumatismo que esta conciencia inflige, y la aspiración a la inmortalidad. Todo ello desvela una «inadaptación fundamental» del individuo humano a la realidad de la muerte.

Las concepciones de la muerte, que tratan de negarla imaginariamente, responden a una exigencia dialéctica de la individualidad, giran en torno a dos polos. El polo del «cosmomorfismo» se inspira en el recurrente renacimiento de la vida en la naturaleza, y piensa al individuo identificado con el cosmos, en un proceso de muerte-resurrección, o de muerte-descanso eterno. El polo alternativo, el «antropomorfismo», postula la inmortalidad, preserva la individualidad hasta más allá de la muerte, imaginando la supervivencia del doble o del alma.

Considera que el ser humano consta de una triple dimensión: individuo/sociedad/ especie (1951: 84). Pero, para Morin, en esta época, el hombre es por encima de todo el individuo. Éste aparece abierto a la autorrealización, en virtud de la bipolaridad constitutiva que le hace, ya participar íntimamente en las cosas, asemejándose a ellas, ya situarse por encima de cualquier límite, reflejando sus aspiraciones en un duplicado de lo real. Ambas vías conducen a la plasmación objetiva de su existencia individual, a la concreción del «yo objetivo». La objetivación de la individualidad pasa por su proyección en un doble, sustentado tan excesivamente que pretende el triunfo sobre la muerte.

En el último capítulo de la edición original de El hombre y la muerte, Morin se muestra hiperoptimista. Tomando pie en la irrefrenable hambre de inmortalidad y en la tendencia fundamental a la afirmación individual, propugna la posibilidad real de alcanzar una «individualidad amortal» (1951: 350), propiciada por el desarrollo de la ciencia y la técnica.

Esta concepción antropológica no puede ocultar la epistemología dialéctica que le subyace. Las dialécticas propias de la vida, y más aún del hombre, conjugan regresión con progresión, en una resolución progresista; lo genérico y lo individual, en que la individualidad consuma para sí las virtualidades de la especie.

La regresión, la inadaptación, la alienación incluso, son necesarias para que quepa evolución y afirmación del individuo. De las contradicciones nacerá la síntesis. En este sentido, la dialéctica antropológica está llamada a clausurarse en plena realización. El concepto de totalidad implica finalmente salvar los antagonismos entre especie/sociedad/individuo, colmar la brecha entre lo posible y lo real.

Lo imaginario cumple una función real. Hasta el punto de que, para Morin, no hay dos fuentes del devenir humano, una racional y otra mítica, «sino que el mismo movimiento produce útiles y mitos que se adaptan al mundo biológico y aun lo sobrepasan» (1951: 110); llevan a término la adaptación a la vida, y a la muerte, de modo tal que se pretende la superación de la muerte no en una escatología del otro mundo, sino en éste.

Los resultados de esta primera aproximación antropológica son paradójicos. Las referencias a la especie no impiden --él mismo lo reconocerá más tarde-- el escaso eco de la biología. Y la obvia omnipresencia de lo sociocultural va aparejada con la ausencia de una clara conceptualización de la cultura.

En resumen, la construcción de una antropología multidimensional dista aún de haber encontrado unos cimientos teóricos suficientemente sólidos. Pese a los contrapesos adosados, resalta una diáfana prioridad filosófica del hombre como individuo. Sólidamente afirmado, frente al desdén hegeliano-marxista por la individualidad, se erige en factor privilegiado de una dialéctica que, ampliada en varios frentes (histórico, cósmico, biológico, imaginario), todavía no renuncia a la definitiva totalización. Duerme el sueño de la armonía perfecta, de un hombre convertido en dios intramundano.


Interludio: dialéctica de la contradicción

Al final del decenio, a través del libro titulado Autocrítica (1959), así como a través de los debates teóricos de la época en que edita la revista Arguments (1957-1963), lleva a efecto una revisión radical de la propia singladura política e ideológica, junto a una crítica acerada del marxismo, de la degradación estalinista del proyecto revolucionario comunista, de toda una época de nuestra civilización. Múltiples tanteos van desmontando la dialéctica de la totalidad, reincidiendo en nociones que ya le son familiares, explorando los horizontes de la ciencia y la civilización, pero sin hallar grandes innovaciones conceptuales para la antropología.

Morin cobra conciencia de cómo ha estado atrapado por las categorías hegelianas, con su dogma de que la verdad reside en la totalidad. Antes no se daba cuenta del peligro de la dialéctica, de su tendencia a extraviarse fuera de la realidad y «resolver las contradicciones mediante prestidigitaciones» (1959: 52). Reconoce que ha estado «teleguiado por la antropología marxista» (1959: 252). Y ahora ve en eso, desenmascarando la apariencia de cientificidad, un residuo mitológico y una «mística del devenir», una religión anhelante de salvación terrestre.

Ya no se propone, como antes, reconstruir el hombre total. Abandona «el mito filosófico del hombre total» (1959: 255). La totalidad sufre una incontenible hemorragia de contradicciones. Permanecerá siempre abierta, puesto que cada superación genera una nueva contradicción, y todo equilibrio es inestable ineluctablemente. Mantiene, sin embargo, la necesidad de estudiar la multidimensionalidad de lo humano y la interrelación de sus diferentes aspectos, exenta de determinismo. No hay un determinismo de la totalidad.

Así, la totalidad permanece abierta, incierta, sin final feliz. El mesianismo queda malherido, pues la contradicción resulta irreductible: «El hombre está hecho de contradicciones» y «la contextura del mundo son contradicciones» (1959: 260). La contradicción dice la última palabra de lo real, en el plano ontológico, en el plano epistemológico, en los planos ético y político. No se trata sólo de una limitación de nuestra razón. El camino que se descubre por delante carece de garantías: «revisionismo ilimitado, crítica ilimitada, relatividad ilimitada, contradicción ilimitada» (1959: 261). Este paso dado supone salir fuera de la dialéctica hegeliano-marxista, aunque todavía no haya encontrado el término que la sustituirá más tarde.

Morin ha recorrido hasta aquí un trayecto crucial. Tras la desestalinización, experimenta el desfondamiento de la antropología marxista. Se le hunde la mística de la necesidad histórica, el mito del partido, el mito del proletariado, el mito del hombre total, el mito de la reconciliación final del hombre con el hombre y del hombre con la naturaleza. Sólo le queda la idea dialéctica, destotalizada, como contradicción perenne, junto a un amor irrenunciable por los valores revolucionarios. Introduce, además, la importancia de lo imaginario, la estructura mágica de la conciencia, la relatividad y la contradicción intrínseca del pensamiento y de la misma realidad. El método postula la multidimensionalidad, la crítica sin fronteras, el concurso de las ciencias. En medio de su activismo intelectual continúa buscando la antropología fundamental, pero no alcanza aún una teoría consistente. Confiesa: «He llegado al punto cero» (1959: 274). Un nuevo comienzo aguarda.


Meditación: proyecto de antropocosmología

Durante una larga época, pese a estar en constante ebullición el pensamiento de nuestro autor en torno al eje de un proyecto muy claro, carecía de las herramientas epistemológicas y metodológicas necesarias para el desarrollo de la antropología general, cuyos fundamentos sin embargo ya intuía, describía, trataba de conceptuar.

A partir de 1960, en el ambiente de la revista Arguments, Morin diversifica sus lecturas. Su reflexión sobre el problema del hombre recibe nuevas luces: la relatividad de Einstein, el principio de incertidumbre de Heisenberg, la antimateria, la cibernética, la teoría de la información, la idea del inacabamiento humano de Bolk, el neomarxismo de Adorno, Horkheimer y Marcuse. En especial, la «lógica del antagonismo» de Stéphane Lupasco le aporta un fundamento epistemológico para su convicción de la insuperabilidad y el carácter constitutivo de las contradicciones, con lo que consolidará definitivamente su abdicación de la dialéctica hegeliana.

La crisis que hace tambalear sus cimientos intelectuales coincide con un quebrantamiento de su salud que le da ocasión para dedicarse a pensar. Se trata de una meditación en la cual se lo replantea todo de nuevo. Desconectado, pues, por la enfermedad de las apremiantes actividades, emprende lo que él mismo llama una «meditación», cuya meta es conocerse a sí mismo en los aspectos fundamentales, a la vez que se plantea el problema del conocimiento del hombre.

Las anotaciones que escribe en forma de diario, entre noviembre de 1962 y octubre de 1963, dan lugar a dos libros --no traducidos--, que son: Le vif du sujet, publicado en 1969, que conserva la forma de diario; e Introduction a une politique de l'homme, desgajado de aquél y aparecido antes, en 1965.

De sus copiosas lecturas ha ido decantando unos cuantos guías espirituales muy escogidos, entre los que destacan dos vetas: una terna de habla germana (Hegel, Marx, Freud) y otra terna de pensadores franceses (Montaigne, Pascal, Rousseau). Los primeros son quienes le proporcionan la conceptualización básica y la terminología de su sistema de ideas. Pero se comporta con sus sistemas de forma irreverente y heterodoxa. Y es curioso observar cómo, detrás de cada uno de aquéllos, se esconde en Morin otro autor de la segunda terna, que le sirve de contrapeso y que marca profundamente el pensamiento moriniano. En efecto, si atendemos a múltiples connotaciones, detrás de Hegel, asoma Pascal con su concepción de la totalidad absolutamente paradójica. La interpretación pesimista del hombre, atribuible a Freud, no puede disimular que debe aún más a Montaigne. Y el optimismo revolucionario, ejercitado en Marx, acaba sintonizando mucho mejor con Rousseau. Quizá el genio latino le sirva de antídoto a las rigideces categorizadoras del espíritu germánico.

Desde el comienzo de la meditación, Morin adelanta la idea de una antropología en la que hombre y mundo están íntimamente coimplicados; una antropología fundada en la naturaleza caótica del mundo y en la naturaleza «histérica» del hombre. Por esas mismas razones la denomina antropocosmología.

Morin oscila entre la denominación de «antropocosmología» y la de «antropología general»; aunque ésta no parece ser sino la plasmación más concreta de la posibilidad de aquélla.

Para construirla retiene de Marx el análisis de estadios históricos estructurados; de Freud, la elucidación de estadios afectivos estructurados; y de Piaget, la idea de una antropogenética. Toda esta herencia, sin embargo, habrá de concurrir en el terreno de un pensamiento científico, empírico.

Llega a proponer un esbozo de teoría multidimensional, bajo el rótulo de «radicales antropológicos» o «radicales antropocosmológicos», que serían: la producción, estudiada por Marx; la psique, analizada por Freud; el amor, predicado por el cristianismo; la ciencia moderna; y la poesía, reivindicada por el superrealismo (cfr. 1965: 47).

Esta segunda etapa hace derivar las ideas de Morin hacia la implantación cósmica del hombre, en una visión donde de alguna manera se disuelve y se esfuma lo biológico. En esta época de la «meditación», se instala en el horizonte antropocosmológico, soñando con una antropología general que restituya el hombre al mundo y que rechace desde el principio todo antropocentrismo. A pesar de haber acometido varias veces su gestación, aún la encuentra inmadura. Se siente incapaz de esbozar siquiera el esquema para su tratado de antropología general: «no puedo emprender de verdad la antropología sin un largo trabajo de lecturas y relecturas, por lo que debo resistir al deseo de desarrollarla» (1969: 188).

De antemano, con la destotalización de la totalidad dialéctica, el pensamiento había recuperado la cordura, había quedado abierto a las contingentes aportaciones de las ciencias como la vía más segura en medio de la incertidumbre. Esta opción dará sus frutos. La recuperación de la dimensión biológica acabará lográndose y redimensionará la antropología. Pero habrá que esperar a la estancia de Edgar Morin en California, a partir de 1969.


Revolución conceptual

La inflexión que conducirá a Edgar Morin hacia el despegue definitivo de su antropología y a tomar vuelos para describir su método se produce en torno a 1968, cuando pasa a primer plano su «preocupación biológica».

En 1968, entra a formar parte del llamado Groupe des Dix, círculo de discusiones e intercambios intelectuales.

El «acontecimiento decisivo» se presenta al año siguiente, al ser invitado al Salk Institute for Biological Studies, en California, donde trabaja entre septiembre de 1969 y junio de 1970. Asimila la nueva biología, desarrollada tras el descubrimiento de la estructura del código genético. Allí lee el manuscrito de El azar y la necesidad, de Monod. Mantiene diálogos con los investigadores del célebre instituto. Se introduce también en cibernética, teoría general de sistemas, teoría de la información. Se pone en contacto con el nuevo pensamiento ecológico que se estaba gestando en Berkeley. Todo esto lo catapulta a un nuevo comienzo, desencadenando una auténtica «reconversión teórica». Por fin podrá abordar con la necesaria competencia el nudo de las relaciones entre biología y antropología.

En síntesis, la antropología que pronto se llamará «compleja» se equilibra sobre tres pies: antropocosmología, antropobiología, antroposociología. La indagación encuentra su definitiva tarea en la articulación entre physis, bios y ánthropos.

Este giro decisivo se advierte ya en tres reveladores textos publicados a lo largo de 1970: el libro titulado Diario de California; el artículo «La revolución de los sabios», aparecido en Le Nouvel Observateur (nº 317); y el «Prólogo» y las «Nuevas conclusiones» añadidos a la segunda edición de El hombre y la muerte.

La reconversión teórica/conceptual de Morin es en parte gradual y en parte disruptiva. Como la intuición inicial de una ciencia global y multidimensional del hombre es certera, se da continuidad innegable en el encuadre de su investigación y en no pocas temáticas que irán aflorando a lo largo de sus obras. Determinadas nociones y metáforas prefiguran o anticipan conceptos posteriores más precisos, y en esto también se produce cierta continuidad. Por otro lado, se comprueba cómo algunos términos van siendo abandonados, otros sustituidos, otros redefinidos, otros innovados. Observamos incluso una avalancha de conceptos nuevos, junto a cambios en el enfoque estratégico y la integración de teorías en todos los niveles. La discontinuidad es también notoria. Él mismo lo percibe como una suerte de terremoto intelectual, que le lleva a un proceso de desestructuración y reestructuración de su sistema de ideas.

Cabría reseñar numerosos puntos de esta evolución conceptual y terminológica, implicados en el método de complejidad, aludido más abajo.


El paradigma del paradigma perdido

Lecturas claves para la consolidación del pensamiento moriniano pasan por toda una serie de aportaciones novedosas, que le surten de refinados instrumentos conceptuales. Entre otras, cabe cotejar: La genética y la biología molecular. La etología y la «sociedad contra natura» de Serge Moscovici. La teoría microfísica y la termodinámica. La teoría de sistemas, de Ludwig von Bertalanffy. La cibernética, de Norbert Wiener, Gregory Bateson y William R. Ashby. La teoría de la información, de Claude Shannon, Warren Weaver y Leon Brillouin. La teoría de los autómatas autorreproductores, de John von Neumann. El principio de «orden a partir del ruido» y el azar organizador, de Heinz von Foerster y las teorías de la autoorganización, de Henri Atlan, decisivos para concebir la complejidad y las relaciones entre orden y desorden en la producción de organización. Las «estructuras disipativas» de Ilya Prigogine. Las obras de Michel Serres y de René Thom. Las teorías cognitivas de Humberto Maturana y Francisco J. Valera. La tesis sobre los límites del formalismo, de Jean Ladrière.  La teoría de fractales de Benoit Mandelbrot. Las reflexiones filosóficas sobre la ciencia y la técnica, de Edmund Husserl y Martin Heidegger.

La preocupación por vincular ciencias biológicas y ciencias humanas y por dar cuenta de la multidimensionalidad de la realidad social suscitó en él una preocupación creciente por un pensamiento transdisciplinario. Y esto acabará imprimiendo a toda su actividad un claro giro epistemológico. De la antropología a la epistemología, y viceversa, en un movimiento en espiral que ya nunca cesará.

En 1973, por fin, publica, bajo el título El paradigma perdido, el tratado de antropología general o fundamental, coronando el proyecto concebido veinte años atrás.

De ahí en adelante, Morin planta su tienda en medio de la problemática central de la articulación entre los diferentes niveles: No sólo la vinculación de lo biológico y lo antroposocial, sino la radical inserción de lo antropológico también en lo cósmico, ya abordada en su anterior antropocosmología, y que ahora se reintegrará en un tríptico de conjunto, cosmo-bio-antropológico. Tal será en seguida el armazón de su obra maestra: El método (desde 1977), donde su proyecto halla cumplido desarrollo y fundamentación, por más que no exista último fundamento ni el desarrollo del conocimiento humano alcance jamás una meta final.

Se abre una nueva era para la teoría del hombre, y trae consigo nuevas exigencias epistémicas. Lo que ha muerto es el concepto de hombre insular, aislado, clausurado, autosuficiente. La antropología fundamental alumbra el concepto de «hombre peninsular», esto es, unido a la vida, superador de la oposición ontológica naturaleza/cultura. En realidad, se da una interacción recíproca de la una en la otra.

Una teoría abierta, multidimensional y compleja debe clarificar los contactos entre biología y antropología, para lo que deberá «buscar los fundamentos en una lógica de la complejidad y de la autoorganización. La investigación se encamina a formular los principios de una «teoría de los sistemas abiertos autoorganizadores», dentro de la cual encajará la antropología compleja.

Morin constituye el campo antropológico, la «totalidad antropológica», como una red de interrelaciones que, mediante la praxis conecta cuatro polos, en relación sistémica, complementaria, concurrente y antagónica:

-- el sistema genético,
-- el sistema cerebral,
-- el sistema sociocultural
-- y el ecosistema.

No es lícito excluir ningún componente de este esquema multipolar, porque cada uno de ellos es coorganizador del conjunto, es autónomo al tiempo que interdependiente de los demás. Todo comportamiento humano práctico moviliza todas esas dimensiones. La ciencia del hombre tiene un fundamento policéntrico. Esto implica igualmente la articulación especie-sociedad-individuo, cuyo juego presenta un balance incierto en cuanto a la preeminencia de uno de los polos.

La nueva antropología tiene necesidad de una reforma paradigmática, de un «organizacionismo» capaz de dar cuenta de la hipercomplejidad del hombre. Una teoría compleja de la organización deberá vincular: orden, desorden y organización; lo uno y lo múltiple, lo simple y lo complejo; lo físico, lo biológico y lo antropológico; el objeto y el sujeto.


Compendio del método de la complejidad

El paradigma dominante en la mayoría de las ciencias, hasta bien entrado el siglo XX, imponía un conocimiento basado en la especialización, la abstracción, la simplificación, la reducción del conocimiento del todo al de los elementos integrantes. El concepto fundamental era el determinismo, la aplicación de una lógica y una causalidad mecánica, unilineal, propia de la máquina artificial, en todos los dominios del saber, incluidos los seres vivos y los problemas sociales.

La separación entre objetos, la separación objeto-sujeto y la separación entre objeto y entorno seguramente son necesarias en un momento del proceso de conocer. Pero también hay que analizar las relaciones...

El conocimiento debe reconstruir el todo. No es posible conocerlo todo acerca del mundo o del hombre. Pero sí hay que intentar captar las estructuras clave y las cuestiones clave para no perderse en formas de oscurantismo.

La necesidad de ese enfoque global se vuelve más urgente en la actualidad, cuando el contexto de cualquier conocimiento antroposocial (económico, político, ecológico, cultural) es mundial, un contexto planetario.

La necesidad es a la vez intelectual y vital... Para abordar los problemas del mundo no sólo hay que tener acceso a la información, sino que contar con instrumentos para articularlas, organizarlas, interpretarlas.

Para que esto sea posible, hace falta, según Morin, una reforma del pensamiento: eso propone el método de la complejidad.

El pensar que aísla debe complementarse con el pensar que une. El paradigma de simplificación debe integrarse en un paradigma complejo: que distingue y relaciona a la vez.

El dogma del determinismo universal se ha hundido. Hay que aceptar que nos movemos en medio de la incertidumbre. El universo no se reduce al orden absoluto, no es sólo cosmos, sino caos y physis. Consiste en un campo de relaciones dialógicas (entendiendo por relación dialógica la que se da entre términos a la vez antagónicos, concurrentes y complementarios), entre el orden, el desorden y la organización.

Así pues, el método de la complejidad recoge el reto de la incertidumbre y, por otro lado, se esfuerza en relacionar, contextualizar, globalizar.

¿Cuáles son los puntos de partida?

Los puntos de apoyo de donde arranca el desarrollo del método de complejidad son tres teorías, de algún modo vinculadas entre sí, formuladas a mediados de siglo: la teoría de la información, la teoría cibernética y la teoría de sistemas.

1. La teoría de la información concibe un universo donde se da a la vez orden y desorden (redundancia y ruido). La información conforme al orden establecido es redundante y a lo sumo despeja una incertidumbre. Pero obtención de una información verdaderamente nueva, inesperada, se produce a partir de «ruido» con respecto a lo redundante. El desorden pasa a ser organizador, programador.

2. La teoría cibernética se refiere a las máquinas autónomas. Norbert Wiener introdujo la idea de retroacción, la idea de bucle causal, impensable desde el principio de causalidad lineal. Esto significa que el efecto actúa también sobre su propia causa. Hay un mecanismo de «regulación» que permite la autonomía de un sistema (ej. termostato en un sistema de calefacción doméstica, da autonomía térmica con respecto al frío exterior). El bucle retroactivo puede mantener la estabilidad de un sistema, o bien actuar como mecanismo amplificador (la espiral de violencia...). Este tipo de mecanismos son muy corrientes en los asuntos sociales, políticos, psicológicos...

3. La teoría de sistemas pone los cimientos para la teoría de la organización. Afirma que el todo es más que la suma de las partes: es decir, existen propiedades emergentes, que nacen con la organización de un todo/sistema y que retroactúan sobre las partes del sistema. (El agua tiene cualidades emergentes respecto a las del oxígeno y el hidrógeno. La célula tiene cualidades de las que carecen sus componentes.) Pero, por otro lado, el todo es menos que la suma de las partes, pues éstas como tales pueden poseer cualidades inhibidas dentro del sistema.

Sobre el soporte de estas tres teorías, se edifica un conjunto de conceptos en torno al eje de la idea de autoorganización. Morin evoca, a este respecto, a una serie de autores:

-- John von Neumann, con su teoría de los autómatas autoorganizadores, analiza la diferencia entre máquinas artificiales y las máquinas vivientes. Las artificiales están hechas de elementos perfectamente fabricados, pero que se desgastan poco a poco sin remedio. En cambio, la máquina viviente, compuesta de elementos muy degradables como las proteínas, muestran la capacidad de autorregenerarse, desarrollarse y reproducirse, reemplazando constantemente las moléculas y las células por otras nuevas. La máquina artificial no puede repararse a sí misma. La viviente se regenera, al tiempo que van muriendo sus células...

-- Heinz von Foerster descubrió el principio del «orden a partir del ruido». Si se agita un conjunto desordenado de objetos con posibilidad de conectarse (una caja con dados con dos caras imantadas, amontonados), resulta que se forma espontáneamente un conjunto con una organización ordenada. Se crea un orden desde un desorden...

-- Henri Atlan presenta una teoría del azar organizador. Desde el nacimiento del universo acontece una relación dialógica entre orden, desorden y organización, a partir de una agitación térmica, una explosión (desorden), en la que choques y encuentros aleatorios dan origen a principios de orden que permiten la formación de núcleos, átomos, galaxias, estrellas, planetas. La misma dialógica se observa en la aparición de la vida: encuentros entre macromoléculas generan una especie de bucle autoproductor que llega a convertirse en autoorganización viva. Por medio de infinitos embuclamientos e interretroacciones, esa dialógica entre orden/desorden/ organización está siempre presente en las esferas física, biológica y antropológica.

-- Ilya Prigogine elabora de otro modo la idea de organización a partir del desorden. Hay organizaciones de tipo torbellino, que entre ciertos umbrales de agitación se constituyen como estructuras coherentes que se automantienen, y que se alimentan, gastan energía, para mantenerse («estructuras disipativas»). Los seres vivos desarrollan su autonomía extrayendo energía de su entorno, e incluso extraen de él información que incorporan a su organización. Se trata de lo que Morin denomina la auto-eco-organización.

En suma, el pensamiento de la complejidad está construido como un edificio, cuyos cimientos son las tres teorías, informacional, cibernética y sistémica, que aportan instrumentos conceptuales para una teoría de la organización. La primera planta la levantan las citadas ideas de von Neumann, von Foerster, Atlan y Prigogine acerca de la autoorganización. Y la planta alta culmina con las aportaciones del propio Edgar Morin, cuyo armazón él mismo resume en tres principios: el principio dialógico, el principio recursivo y el principio hologramático.

1) El principio dialógico pone en relación dos términos o nociones antagónicas que a la vez se repelen y son indisociables para comprender una misma realidad. Por ejemplo, para explicar las partículas físicas es necesario considerarlas a la vez como corpúsculo y como onda (Niels Bohr). El problema estriba en unir nociones antagónicas para poder concebir los procesos organizadores no sólo a nivel físico, sino a nivel biológico y humano. La dialógica es una relación antagónica, concurrente y complementaria.

2) El principio de recursión confiere mayor alcance al principio de retroacción cibernético; más allá de la idea de regulación, introduce la idea de producción y de autoorganización. La recursión supone un bucle generador en el cual el producto/efecto se convierte en productor/causa de lo que lo produce. Por ejemplo, los individuos humanos resultan de un sistema de reproducción, de la especie, pero ese sistema no puede reproducirse sin la actividad reproductora de los individuos. Igualmente, producimos la sociedad con nuestras interacciones individuales, pero el sistema sociocultural produce nuestra humanidad individual mediante la cultura y el lenguaje.

3) El principio hologramático resalta la característica paradójica de algunos sistemas donde no sólo está la parte en el todo, sino que está el todo en la parte. Así, el genoma entero reside en cada célula viva. O el código cultural de la sociedad, que es la cultura, está presente como un todo en cada individuo que forma parte de ella.

Mediante estas herramientas teóricas señaladas, el pensamiento complejo se propone complementar las insuficiencias de un enfoque simplificador y reductor: Supone, como se ha indicado, un paradigma que articula orden y desorden, partes y todo, autonomía y dependencia, distinción y unión:

El pensamiento complejo es, esencialmente, el pensamiento que integra la incertidumbre y es capaz de concebir la organización. Que es capaz de relacionar, contextualizar, globalizar, pero reconociendo lo singular y lo concreto (1996: 14).



Bibliografía

Morin, Edgar
 1951 El hombre y la muerte. Barcelona, Kairós, 1974.
 1956 El cine o el hombre imaginario. Barcelona, Seix Barral, 1972.
 1959 Autocrítica. Barcelona, Kairós, 1976.
 1965 Introduction à une politique de l'homme. París, Seuil. (Nueva edición, aumentada con «Postface: pour entrer dans le chaos». París, Seuil, 1969).
 1969 Le vif du sujet. París, Seuil. (Nueva edición: 1982).
 1970 Diario de California. Madrid, Fundamentos, 1973.
 1973 El paradigma perdido. Ensayo de bioantropología, Barcelona, Kairós, 1974 (3ª edición: 1983).
 1977 El método, I: La naturaleza de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1981.
 1980 El método, II: La vida de la vida. Madrid, Cátedra, 1983.
 1981 Para salir del siglo XX. Barcelona, Kairós, 1982.
 1982 Ciencia con consciencia. Barcelona, Anthropos, 1984.
 1986 El método, III: El conocimiento del conocimiento. Madrid, Cátedra, 1988.
 1990 Introducción al pensamiento complejo. Barcelona, Gedisa, 1994.
 1991 El método, IV. Las ideas. Su hábitat, su vida, sus costumbres, su organización. Madrid, Cátedra, 1992.
 1994 Mis demonios. Barcelona, Kairós, 1996.
 1996 «Por una reforma del pensamiento», El Correo de la UNESCO (París), 1996, febrero: 10-14.


 Gazeta de Antropología