Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1992, 9, artículo 11 · http://hdl.handle.net/10481/13667
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Publicado: 1992-09
Los curanderos, psicoterapeutas populares
Healers as popular psychotherapists

Enrique Blanco Cruz
Universidad de Granada.


RESUMEN
Una de las claves de la eficacia del curanderismo está en la sintonía cultural con los pacientes. La medicina, en nuestras sociedades modernas, debería plantearse tal acercamiento cultural. Como muestran los casos analizados, para personas de grupos minoritarios, de capas sociales marginadas e incluso de extranjeros, que tuvieron que abandonar sus lugares de nacimiento por motivos económicos y que al mismo tiempo han sufrido, en el transcurso de los años, cierta enajenación respecto a su entorno y a su cultura, resulta fundamental tener en cuenta y respetar sus formas de conducta, sus manifestaciones culturales y sus condiciones de socialización.

ABSTRACT
One of the keys to the effectiveness of faith healing is cultural syntony between patient and healer. Medicine, in our modern societies, should consider taking such a cultural approach. As the analyzed cases show, it is crucial to keep in mind and respect the forms of conduct, cultural behavior, and condicions of socialization of people from minority groups, excluded social layers, and foreigners who have had to abandon their birthplaces for economic reasons. Such people have suffered, in the course of the years, a certain alienation in regard to their environment and their culture.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
curanderos | psicoterapia popular | eficacia simbólica | curación y cultura | antropología de la medicina | healers | popular psychotherapy | symbolic effectiveness | recovery and culture | anthropology of medicine

En el transcurso de los últimos decenios, posiblemente ya a partir del siglo pasado, la medicina académica fue poco a poco sustituyendo a la medicina popular en su función curativa y preventiva respecto a la salud de los seres humanos. Durante el transcurso de los tiempos, los progresos hechos por la medicina tenían principalmente, o mejor dicho, casi exclusivamente relación con el cuerpo, eran de carácter meramente somático. Sin embargo, es a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX cuando Charcot, Breuer, Freud y otros declaran a las neurosis como enfermedades o trastornos psíquicos, que sólo tienen relación indirecta con el cuerpo. No es este el lugar de describir la polémica suscitada por estas revelaciones, ya que han ocupado a médicos, psicólogos y demás científicos desde casi hace cien años. Pero cabe destacar, que a pesar de ello los médicos en general y muchos científicos de otras profesiones siguen sin aceptar que haya dolencias o trastornos puramente psíquicos.

La psicoterapia como medio eficaz para combatir los trastornos psíquicos, tanto en su forma psicoanalítica como con otros métodos, sigue siendo un privilegio de las clases altas en España. Sin embargo, en países como Alemania Federal los seguros de enfermedad ofrecen a sus afiliados o miembros la posibilidad de ser tratados en psicoterapia, sin tener que pagar cuotas extraordinarias. En Francia, Inglaterra y otros países europeos se ofrece también la psicoterapia como ayuda en caso de trastornos psíquicos, aunque los pacientes o clientes tengan que participar en el coste.

En nuestro país la mayoría de los trastornos psíquicos son tratados por los psiquiatras. Sus recursos para prestar ayuda son muy reducidos, sus tratamientos son preferentemente a base de psicofármacos. Si bien es cierto, que en Madrid, Barcelona, y algunas otras ciudades ya se han instalado psicoterapeutas para ofrecer sus servicios, también es cierto, que clientes o pacientes son particulares, por lo tanto, tienen que pagar ellos mismos el tratamiento. En el resto de nuestro país, en la mayoría de los grandes pueblos y ciudades, existen muy pocos psicoterapeutas con una formación sólida.

Pero además del factor económico y del número reducido de psicoterapeutas existe otro problema: el del lenguaje. La mayoría de los psicoterapeutas, sobre todo los psicoanalistas, utilizan un lenguaje académico, florido, estético, pero que no está al alcance de las amplias capas de la población.

En cierto modo se identificó al psicoanálisis como una rama de la psicología que estudia principalmente las dimensiones intrapersonales de los problemas humanos. Sin embargo, autores como T. Szasz defienden que «desde sus comienzos, el psicoanálisis se interesó por la relación del hombre con sus semejantes y con el grupo en que vive. Por desgracia, este interés se vio oscurecido por una ostensible orientación médica».

Y es precisamente la conducta de los médicos, todavía en la actualidad, considerando al enfermo exclusivamente bajo el aspecto somático, lo que le crea inseguridad, descontento, decepciones y le obliga a buscar ayudas extramédicas, para poder dar solución a sus conflictos o problemas.

Los médicos se ven por un lado agobiados en los ambulatorios masificados, donde en unas horas tienen que «ver» diariamente a decenas de pacientes. La entrevista tiene que ser corta, ya que la «presión» que ejercen los que esperan, tanto respecto al médico como respecto al paciente, es enorme. No hay casi tiempo, o sólo en contadas excepciones, para explorar exhaustivamente el cuerpo del paciente. No se tienen en cuenta los problemas emocionales. Cuando existen y se ponen de manifiesto en forma somatizada, el paciente se encuentra decepcionado, tiene la sensación de que no se le ha comprendido. Con amargura regresa a su casa. La mayoría de los pacientes aceptan la «semana» de baja laboral, puesto que también saben que este descanso supone un alivio para los que tienen que trabajar duramente. Sin embargo, se sienten discriminados, porque el médico no les escuchó debidamente, porque no les dijo si estaban sanos o enfermos, además, porque el médico supone que sólo han venido a su consulta con objeto de darse de baja.

Muchos pacientes vuelven resignados al trabajo después de esta semana de baja. Otros, no conformes con su situación, repiten la visita al médico, quien se encuentra en una situación difícil, porque no ha encontrado las causas del malestar. A veces se crean situaciones de tensión, donde en la mayoría de los casos el médico «pierde los nervios» y acusa al paciente de la simulación y holgazanería. Algunos médicos dan a estos pacientes de alta, otros les dan un volante para otros especialistas y en la mayoría de los casos la situación no se aclara.

Esta marcha «de médico a médico» puede repetirse, especialmente cuando se trata de trastornos funcionales, que a veces no son otra cosa que una «depresión no aceptada» (Blanco Cruz 1979), ya que ni el médico ni el paciente quieren o pueden reconocer estas molestias como un malestar psíquico.

Los médicos de cabecera tienen generalmente dificultades para diagnosticar molestias neuróticas y para reconocerlas como trastornos o enfermedades que necesitan tratamiento. Esto radica en parte en la falta de conocimientos que existe respecto a los trastornos psíquicos.

Los pacientes con mejor formación y más posibilidades económicas buscan, como ya hemos indicado, a los pocos psicoterapeutas que existen repartidos por algunas ciudades de nuestra geografía.

Pero, ¿qué hace la mayoría de los pacientes? En muchos casos los pacientes buscan ayuda bajo condiciones que se adaptan mejor a su entorno social. En estos casos se trata de medidas de medicina popular, que en España han existido y existen igual que en muchos lugares del globo terrestre y que se toman contra enfermedades y en situaciones de emergencia y que siguen formando parte del abastecimiento de salud en casi todas las etnias del mundo, a pesar de los progresos de la medicina académica.

Las dificultades para aplicar la psicoterapia a las grandes masas populares depende también de las disposición que estas tengan de aceptar métodos como el psicoanálisis, la terapia conductista, el psicodrama, etc. En muchos casos juegan un rol importante las manifestaciones culturales de cada persona o grupo, que no las aceptan fácilmente los demás o los ajenos:

«El carácter de sistema de una cultura se pone principalmente de manifiesto, cuando se trata, en caso de conflicto o problemas, de defenderse contra manifestaciones culturales extrañas. Pues, aunque la cultura como proceso produzca constantemente variaciones, la cultura como sistema tiene siempre la tendencia a conservar su identidad, es decir, a salvaguardar los principios según los cuales se ha interpretado. Cada situación de contacto lleva consigo para cada cultura la posibilidad de pérdida de identidad, especialmente cuando una cultura trata de mantenerse reservada o cuando no tiene previsto el contacto con elementos de otras culturas. El encuentro imprevisto supone una amenaza actual de la automonía de una cultura, es decir, cuestionar su principio de interpretación vigente» (Hofer 1974).

Esto concierne principalmente a la interpretación de la enfermedad y la salud. Mientras en nuestra zona cultural, la parte emocional del enfermo apenas se tiene en cuenta durante el estudio de medicina, en otras culturas los aspectos emocionales, psicológicos y antropológicos de la enfermedad juegan un papel muy importante, aunque la medicina académica los considere como «fantasías de quienes se interesen o se ocupan de estos aspectos» (Blanco Cruz).

En las denominadas sociedades primitivas, lo mismo que en algunas regiones europeas, se tratan dentro del colectivo las enfermedades, sobre todo los fenómenos que en nuestras sociedades y culturas se definen como trastornos psíquicos o psicosomáticos, aunque se manifiesten de forma individual. Mientras en nuestra sociedad y cultura se individualiza la enfermedad, lo que equivale a que se responsabilice al individuo de la causa y del tratamiento de la misma, la enfermedad se «hace» colectiva en las sociedades primitivas. Esto significa, que se declara la causa de la enfermedad en relación con el grupo de población y el tratamiento de la enfermedad se lleva a cabo con la totalidad del grupo, aunque ésta se manifieste exclusivamente en un individuo de este grupo. Un aislamiento del individuo como portador de la enfermedad no tiene lugar en estas poblaciones: «Los estudios antropológico-culturales reconocen que cada colectivo crea las soluciones para los problemas humanos generales, en tanto que una comparación de culturas muestra que no sólo hay una solución para tales problemas, sino que para una determinada cuestión de vida humana posiblemente hay diferentes soluciones para poder asegurar suficientemente recursos existenciales. Al respecto debería reconocerse, que cada comunidad ha elegido determinadas posibilidades entre las que se le ofrecen, y que estas elecciones no son comparables entre sí, porque son equivalentes» (Lévi-Strauss 1958).

En numerosas culturas la enfermedad se aprecia como «enfermedad popular», es decir, como expresión de una situación de emergencia, de una crisis, de un trastorno del equilibrio del grupo. Como causa se supone tanto un trastorno en la relación del hombre con la naturaleza o el entorno, como también un trastorno en la relación del hombre con el hombre.

Los médicos, psicólogos, enfermeros, etc. deberían ser conscientes de que muchos de los pacientes que les visitan proceden de lugares en los que la medicina popular y sus representantes, los curanderos o brujos, son personas o instituciones necesarias, bien vistas, apreciadas, que de ningún modo desean echar de menos. Por tanto, los representantes de la medicina académica y de la salud pública deben comprender que en su encuentro con pacientes de pueblos y aldeas, incluso de barrios populares de las grandes ciudades, tienen que tener en cuenta los aspectos de medicina popular, respetarlos, si quieren ser correctos en su tarea o exigencia médica, de quitar a los pacientes sus sufrimientos o de reducirlos lo máximo posible.

No afecta el problema del mismo modo a los españoles en general, pero si a los que viven en comarcas, pueblos y aldeas de Galicia, Andalucía, Extremadura, Aragón y otras regiones españolas, es decir, donde el proceso industrial y los medios de comunicación no han podido romper hasta ahora todas las tradiciones culturales.

No se puede esperar que los médicos, que generalmente proceden de otros lugares y de familias menos aferradas a las tradiciones culturales, dediquen su tiempo libre a formarse en «medicina popular», lo que resultaría casi imposible, ya que la cultura no se «aprende», sino que se «vive» o se adquiere mediante la socialización. Sin embargo, podría pensarse que, a través del contacto con aquellas personas que viven todavía según sus tradiciones de origen, los médicos podrían adquirir cierta sensibilidad en relación con los aspectos culturales de estos individuos o grupos, lo que probablemente tendría una repercusión positiva sobre los resultados de los tratamientos.

A continuación se exponen algunos ejemplos tomados de la consulta diaria de un ambulatorio, que demuestran los aspectos positivos de la relación entre el paciente y el médico, cuando éste tiene en cuenta los aspectos culturales del extraño a la hora de atenderle.

El señor P. (por discreción se han cambiado las iniciales) tenía 36 años de edad, cuando por primera vez solicitó la ayuda del psicoterapeuta. Esto ocurrió en una ciudad industrial del norte de Alemania. El emigrante español procedía de una aldea de la provincia de Córdoba y trabajaba de peón, ya desde hacía seis años, en una fábrica de maquinaria. En España, apenas había ido al colegio, ya que desde muy joven tenía que ayudar a su familia. Su padre, quien había tenido que ganarse la vida como jornalero en un latifundio o cortijo andaluz durante muchos años, murió cuando el joven tenía doce años de edad. El se quedó en la casa familiar con su madre y su única hermana, que tenía tres años más que él. Todos se ayudaban como podían, para poder alcanzar el mínimo de subsistencia. Su hermana se casó temprano y se fue de casa. El señor P. se quedó en compañía de su madre durante varios años. Como no había aprendido profesión alguna y su familia era pobre, tenía muy pocas posibilidades de entablar relaciones con chicas, aparte de que la mayoría de la gente joven se iba a vivir a la capital de la provincia o a otras ciudades, en las que hubiese más posibilidades de encontrar trabajo.

A pesar de las tradiciones moralistas de Andalucía y de la educación severa que había tenido por parte de su madre, el señor P. tuvo los primeros contactos sexuales con prostitutas de Córdoba, durante el tiempo del servicio militar. Esta costumbre la mantuvo también con regularidad después de este período. Su madre no veía perspectivas para su hijo en el pueblo y presionó sobre él para que emigrase a un país industrial europeo, donde se necesitaba mano de otra no calificada. Tenía 30 años cuando se fue a la República Federal de Alemania.

Trabajaba como peón en una fábrica y vivía en una residencia de trabajadores inmigrantes, donde la mayoría eran españoles. Su tiempo de ocio era bastante monótono, puesto que quería ahorrar dinero, además de que no conocía el alemán como para desenvolverse bien socialmente. De vez en cuando iba a algún bar español, para tomar algo y poder hablar un poco con sus paisanos. Sin embargo, regularmente permanecía en su habitación después del trabajo, para acostarse temprano, después de la cena. A pesar de todo, siguió visitando con regularidad el burdel, lo mismo que lo había hecho con anterioridad en España. Si bien es cierto, que trató de relacionarse en plan formal con alguna inmigrante española, también es verdad que sus intentos acabaron en fracaso.

Un sábado fue como de costumbre al prostíbulo y por primera vez en su vida sufrió un chasco: la erección no se produjo.

Decepcionado y amargado regresó a su casa. Durante las semanas siguientes rechazó toda clase de contactos humanos fuera de las horas de trabajo. Como no veía otra salida a su situación y no tenía a nadie con quien hablar de su problema, se dirigió después de unos meses a la Misión Católica Española y le contó sus penas al sacerdote español. A continuación se dirigió el sacerdote a nuestra policlínica. Acordamos una entrevista, a la que el señor P. llegó con suma puntualidad. Nos explicó sus problemas, preocupaciones y su situación en general. Pero, ya en la primera entrevista, el señor P. tenía una explicación sobre la causa de su impotencia: Una española que vivía con su marido en la misma residencia le había irritado los fines de semana, al igual que lo había hecho con otros varones, con su coquetería y su palabrería. Ella era así, según el señor P., porque su marido estaba alcoholizado y sólo se interesaba por el fútbol. Numerosas veces le había invitado y un sábado aceptó su invitación de tomar café con ella, mientras su marido estaba viendo a su equipo en el campo de fútbol.

En efecto, aquel sábado fue a visitarla. Se encontraba muy excitado y ella parecía estar también más tensa que de costumbre. Hablaron del trabajo y del regreso a España, tomaron café y pasteles. De repente se encontró él «algo raro», notó un «gran calor» en su cabeza. Inmediatamente se levantó de su asiento, se dirigió a ella, la abrazó y trató de «llevársela a la cama». Ella se defendió como pudo y le amenazó con chillar fuerte, si no cesaba con su intento. El señor P. tuvo de repente miedo y salió corriendo de la habitación.

En los días siguientes a este acontecimiento tuvo mucho miedo, puesto que temía que el marido de la señora atacada se vengase por esta acción. Y luego ocurrió esto en el burdel. El señor P. pensó inmediatamente que la señora había introducido algo en el café, que había causado su impotencia.

Nuestras conversaciones terapéuticas, la búsqueda de las causas, las discusiones entre especialistas, etc., no produjeron éxito terapéutico alguno en los meses siguientes. El señor P. sufría angustias, intranquilidad, insomnio, cansancio, se encontraba «bajo de moral», completamente deprimido, y sólo los pensamientos en su madre pudieron impedir el suicidio. Transcurrieron algunas semanas y el señor P. tomó las vacaciones y se vino a España, a visitar a su madre.

Transcurrido algo más de un mes, se presentó nuevamente en nuestra policlínica. Su situación no había mejorado. Había visitado varias veces el prostíbulo, pero siempre sin éxito. Aconsejado por amigos, se dirigió a una curandera (bruja) en la provincia de Sevilla. Esta le confirmó su opinión: efectivamente, tuvo que ser envenenado. La curandera le dijo que numerosas mujeres lo hacían con frecuencia, para defenderse de las presiones que ejercían los varones, sobre todo de los maridos. Conseguían mitigar sus deseos eróticos echándoles en el café o en el té sangre menstrual fresca, sin que ellos lo notasen. Sin embargo, la curandera también le dijo, que existe un antídoto para contrarrestar los efectos de la impotencia, del que sólo disponen los médicos.

Ante esta situación nos encontramos muy inseguros y sin saber lo que hacer: En su sistema cultural, el señor P. nos ofrece una solución para su problema, que de momento nos parece incomprensible. Por otra parte, aplicando nuestro sistema de ayuda no conseguimos una interpretación satisfactoria.

Al cabo de unas semanas, la dirección de la agresividad del señor P. se había traspuesto. Ya no se registraban en él señales de cansancio o de resignación. Todo lo contrario: Rebosante de energía manifestó la intención de matar a la señora «que le había echado el veneno al café», en un acto de venganza. La situación se agudizaba y nuestros intentos de impedirlo nos parecían insuficientes. Por estos motivos decidimos, acceder al sistema de interpretación de su cultura y le confirmamos que conocíamos el antídoto que él necesitaba. No se podía adquirir en la farmacia con receta --así fue nuestra explicación--, porque hay que encargarlo, ya que tiene que prepararse de modo individual. Pudimos apreciar, que nuestras manifestaciones le habían tranquilizado repentinamente. Concertamos una entrevista con el señor P. para una semana más tarde, tiempo que necesitaríamos para conseguir el «antídoto».

Como habíamos acordado, el señor P. vino a buscar el frasco con las cápsulas a la semana siguiente. Se trataba de un médicamente conocido, que se componía de un derivado de testosterona y de un simpaticolítico de leve efecto, que se aplica en casos de «trastornos de potencia, climaterio viril y de fertilidad» (Bundesverband der Pharmazeutischen Industrie e. V.). Sin embargo, éramos conscientes de que «la aplicación de andrógenos no tiene efecto alguno, cuando se trata de impotencia por problemas psíquicos y no por problemas hormonales». Era importante que el derivado de testosterona, al contrario de otros, no inhibe la segregación de gonadotropinas, de tal modo que la función testicular no se frena» (Kuschinsky y Lüllmann 1978). (No se trataba de conseguir un efecto del medicamento, cuya eficacia entre tanto se pone en duda. Sin embargo, cabe la pregunta ¿por qué aplicamos un medicamento y no un placebo?, lo que sería más comprensible en vista de la situación en que nos encontrábamos. Esto demuestra, que todavía teníamos dificultades para desligarnos de nuestro esquema somático de aclaraciones.)

Se trataba de lo siguiente: Al darle al paciente un antídoto, adquirimos la posibilidad de penetrar en su mundo da fantasías y en su sistema de pensamiento relacionados con la salud y con la conducta humana. Con ello el paciente debería obtener la sensación de que aceptamos su mundo de pensamientos y que le comprendemos, así como sus formas de conducta que están estrechamente relacionadas con su propia cultura. Nuestro sistema de afrontar la desgracia y la enfermedad no le ofrecía la confianza suficiente, no le daba la tranquilidad necesaria y la esperanza para superar sus angustias, que estaba sufriendo y que posiblemente habían sido la causa de su impotencia.

Cuando le administramos el «antídoto», le indicamos al señor P. que debería tomar las cápsulas a determinadas horas y además le comunicamos que no debe contar con un éxito terapéutico antes de tres semanas, por lo menos. Para no sufrir nuevas decepciones, no debería tratar de practicar relaciones sexuales.

Una semana más tarde apareció el señor P. sin previo aviso en nuestra consulta. Venía muy contento y lo primero que hizo fue disculparse porque no había seguido nuestros consejos al pie de la letra: A pesar de nuestros avisos, había ido ya a los pocos días al prostíbulo y se había alegrado enormemente al comprobar que «todo había salido a la perfección, como lo había vivido con anterioridad».

Este ejemplo nos muestra el significado y el efecto de una medida terapéutica que se toma teniendo en cuenta factores culturales y psicosociales en el tratamiento de personas de otros grupos sociales o de otras culturas. Aun cuando el paciente tenga ya desde hace bastante tiempo relaciones directas con los médicos, nuestro sistema --aunque esté más generalizado- de interpretación de la salud o la enfermedad no le produce efecto positivo. El paciente permanece «encamado» en su sistema de pensamiento. Esto no significa que personas de otras etnias o de capas sociales diferentes a las nuestras no tengan acceso a nuestras formas de vida, ni a nuestras manifestaciones culturales. Sin embargo, para ello es necesario tener muchas experiencias, mucho tiempo y la disposición pertinente, para poder lograr un acercamiento.

También deberíamos preguntarnos si es necesario o deseable tal acercamiento cultural. Para personas de grupos minoritarios, de capas sociales marginadas e incluso de extranjeros, que tuvieron que abandonar sus lugares de nacimiento por motivos económicos y que al mismo tiempo han sufrido, en el transcurso de los años, cierta enajenación respecto a su entorno y a su cultura, supondría un alivio el adquirir las formas de vida y las manifestaciones culturales de su actual lugar de residencia. Pero, si estas personas no desean tal acercamiento, los médicos, psicoterapeutas y todos los demás profesionales de la salud deberíamos tener en cuenta y respetar las formas de conducta, las manifestaciones culturales y las condiciones de socialización de personas procedentes del extranjero, de grupos marginados o de minorías étnicas.

Al relacionarnos con estos grupos, observamos con frecuencia que en muchos de ellos la familia y el parentesco juegan un papel muy importante en casos de enfermedad, sobre todo cuando se trata de trastornos psíquicos. Y es precisamente este aspecto quizás el más importante y el más positivo, puesto que por estos motivos se evitan internamientos en manicomios u otros hospitales psiquiátricos, o sólo se producen en los casos de extrema gravedad. Las experiencias con extranjeros, con personas de grupos marginados y en las clases sociales más desaventajadas nos demuestran que, en caso de trastornos psíquicos, no se produce un distanciamiento o no se tiene miedo respecto al enfermo, como ocurre en las clases sociales más altas o en grupos en los que domina la predilección por la medicina académica. El ejemplo que sigue explica cómo una mujer con un mínimo de recursos intenta impedir el internamiento de su marido en el psiquiátrico y de este modo evitar su aislamiento cultural y social.

Unos meses antes de encontrarnos, nos llamó una señora gallega y solicitó una entrevista. Ella no es la enferma, sino que se trata de su marido. Antes de nada quiere tener una conversación con nosotros.

La señora B. (cuyas iniciales hemos cambiado) llegó puntual a la cita. Tenía 32 años de edad, vivía desde hacía 13 años en la República Federal de Alemania, donde conoció a su marido, que también procedía de Galicia. Tienen tres hijos, de 11 (niña), 8 y 5 (niños) años respectivamente. Los dos mayores se encuentran en un internado en España, desde el comienzo de la edad escolar, el pequeño vive con ellos.

Algo raro en su marido lo notó la primera vez con motivo de la primera comunión de su hija. Dijo en aquella ocasión un «montón de tonterías», se fue a la cama en medio de la fiesta, a las cuatro de la tarde, y no se ocupó de los huéspedes, lo que normalmente se considera como una falta de cortesía. Su marido se recuperó al poco tiempo y volvió a enfermar dos años más tarde. Se habían ido de vacaciones a Galicia y, mientras la señora B. estaba con sus hijos en casa de su familia, su marido se había trasladado a casa de la suya, que estaba en un pueblo a unos cincuenta kilómetros de distancia. A los tres días de haber estado con sus padres, regresó junto a su esposa «completamente loco». Durmió mucho en los días siguientes y en una semana se había recuperado de nuevo.

Ahora, es decir, antes de tomar contacto con nosotros, su marido había estado de vacaciones con su familia y llegó «hablando idioteces»: se siente llamado por los personajes que ve en la televisión, él habla con ellos y trata de telefonearles. Durante la noche se siente con frecuencia intranquilo, se levanta, se marcha con el coche sin meta alguna. Últimamente ha hecho compras absurdas, por ejemplo, se ha comprado un reloj de pulsera para cada día de la semana. A pesar de que da la impresión de que está muy cansado, no ha faltado ni un solo día a su trabajo, en una fábrica de productos químicos. El encargado ya le ha dicho varias veces que se vaya a consultar al médico, pero su marido se niega rotundamente, porque él no comprende por qué tiene que ir al médico. La señora B. ha presionado a su marido para que éste vaya al médico, lo que ha producido una gran agresividad. En vista del fracaso de sus intentos, ella se ha dirigido al sacerdote español, quien le recomendó que visitase al psiquiatra.

Después de estas explicaciones y en vista de que su marido no quería venir a nuestra consulta, le ofrecimos visitarle en su casa, lo que la señora B. rechazó estrictamente, alegando que él podría mostrarse agresivo contra nosotros y luego muy violento con ella. Por lo tanto, nuestras posibilidades de acceso al paciente eran muy reducidas. Le explicamos a esta señora, refiriéndonos a la experiencia diaria con enfermos psíquicos, que temíamos que su conducta en la calle y su posible agresividad le produjeran conflictos con las autoridades, lo que significaría un internamiento en el manicomio. La señora B. manifestó que esto no debería ocurrir de ningún modo. Cavilando sobre esta situación, nos preguntó si había medicamentos eficientes que se le pudieran aplicar, sin que él lo notase. Enseguida pensamos en un neuroléptico determinado que en su forma líquida se puede administrar sin que se note, debido a que no tiene sabor. A pesar de nuestras objeciones éticas y legales, la señora B. quiso que nos arriesgásemos a una prueba.

En vista de la situación grave en que se encontraba, puesto que, debido a su insomnio, al cansancio y a la falta de concentración, podría suponer un grave peligro para él y para sus compañeros el trabajo con productos químicos, además, teniendo en cuenta que la señora B. quería impedir por todos los modos su internamiento en el manicomio, decidimos administrarle la medicación, sin que él se enterase.

La señora B. tenía que estar atenta y aprovechar cualquier oportunidad que él ofreciese, para poder introducirle el neuroléptico líquido en las bebidas. Con dosis mínimas y en dos ocasiones al día, se inició la «medicación». La señora B. nos llamaba diariamente por teléfono y nos comunicaba sus observaciones de la conducta de su marido. Semanalmente venía a la consulta, para contar ampliamente sus experiencias. Fuimos aumentando paulatinamente la dosis, hasta que pudimos observar que su marido ya no hablaba «idioteces», que empezaba a dudar de sus afirmaciones anteriores y que dormía suficientemente. Cuando hubo unanimidad entre la señora B. y nosotros, es decir, cuando hubo pleno acuerdo en que su marido había mejorado por completo, fuimos reduciendo la dosis lentamente, hasta cesar por completo la medicación.

Después de haberse normalizado la situación, la señora B. pensó que había llegado el momento de contarle la «verdad» a su marido. Sin embargo, ella tenía mucho miedo de que su marido negase a posteriori nuestro tratamiento, lo que podría ser muy negativo para sus relaciones. Pero no fue así, el señor B. reaccionó positivamente, aunque se mostró sorprendido por nuestra acción y dijo «que algo había notado». Le agradeció a su mujer los esfuerzos que ella había hecho y vino a nuestra consulta, para darnos también las gracias por el tratamiento.

La señora B. es una señora sencilla, cordial, interesada, que en su pueblo natal apenas pudo ir al colegio. No aprendió profesión alguna y en la emigración trabaja como señora de la limpieza en los laboratorios de una fábrica. A pesar del miedo que tenía, se mostró siempre atenta, con paciencia, siempre dispuesta a hacer todo lo necesario para mejorar la situación de salud de su marido y sobre todo de impedir su internamiento en el manicomio. Durante el período de enfermedad de su marido la señora B. había tenido sus tres hijos en casa, ya que los mayores tenían vacaciones y, lo mismo que su marido, ni un sólo día dejó de ir al trabajo.

Mediante este ejemplo podemos apreciar el éxito (que se obtuvo al principio) cuando a alguien, a quien denominamos enfermo psíquico, lo consideramos como una persona que necesita ayuda, cuyo aislamiento, sin embargo, puede significar enajenación y posiblemente hacer crónica la enfernedad.

Una mujer modesta y sin grandes medios de ayuda lucha con toda su fuerza, para conseguir impedir el internamiento de su marido en el manicomio. En el hospital, sus posibilidades de influenciar el mundo emocional de su marido son nulas. Conoce la fama del hospital, también del psiquiátrico, que en muchos países se considera como centro de acogida para los «condenados a morir por enfermedad».

A pesar de que en nuestra sociedad el hospital tenga otras funciones distintas de las descritas, para la forma de pensar de la señora B. eso apenas importa. En su pensamiento el hospital tiene la función que le han enseñado en su entorno cultural.

Después de haberse normalizado la situación de su marido, la señora B. tenía el presentimiento de que su marido «tenía algo en la cabeza». Le confirmamos que efectivamente tales síntomas pueden ser causados por trastornos cerebrales, que lo mismo se detectan, sin que el cuerpo esté enfermo. Sus preocupaciones ganaron de nuevo actualidad, cuando obtuvo los resultados de los análisis neurológicos, encefalografías, etc., que habían sido normales. Fue cuando la señora B. manifestó: «Entonces mi marido tenía razón al decir que había sido víctima de los ataques de espíritus». A continuación expresó «que sin falta tenía que ir a su tierra en busca de un curandero».

Una señora utiliza sus energías y su paciencia por encontrar ayuda para su marido en la medicina académica. Ha pensado que la enfermedad de su marido pertenece a los trastornos de los que se ocupan los médicos y las instituciones hospitalarias, es decir, del diagnóstico y del tratamiento de las enfermedades somáticas. Sin embargo, en el momento que le confirman que su marido no tiene trastornos físicos, piensa inmediatamente en la institución que en su entorno cultural está prevista para el tratamiento de las enfermedades no somáticas, es decir, la institución del curandero o médico popular.

Esta separación de las enfermedades en somáticas y no somáticas no se aprecia en todas partes, sino sólo allí donde la medicina popular permanece existiendo al lado de la medicina académica. Sin embargo, existen muchas regiones en la Tierra en las que la medicina popular, el curanderismo, es la única institución para la lucha contra la enfermedad y la desgracia, donde por lo tanto no tiene lugar una separación del tratamiento de las enfermedades como somáticas y no somáticas.

Los médicos y las instituciones de la salud en España no parecen estar muy de acuerdo con estas afirmaciones o no se atreven a aplicar métodos menos convencionales, cuando los suyos no alcanzan el éxito deseado. Sin embargo, todos sabemos que los curanderos son una parte importante del servicio de salud en muchos lugares de nuestro país, sobre todo en los pueblos y aldeas de las regiones menos industrializadas. Esto no quiere decir, que personas de las ciudades no soliciten su ayuda, ya que cada vez lo hacen con más frecuencia.

Este fenómeno se debe en parte a la mediocridad de nuestra psiquiatría, que tiene más carácter represivo y custodial que curativo, y a falta de servicios de psicoterapia por todo el país. Los responsables políticos y los administradores de la salud deberían hacer todo lo posible por crear las bases para la formación de psicoterapeutas, cuyos servicios a los ciudadanos deberían ser financiados luego por la Seguridad Social. Para ello existen ya proyectos que están en conocimiento de las diecisiete comunidades autonómicas de España (Blanco Cruz 1991) y que deberían ayudar a cubrir urgentes necesidades para el bienestar de los españoles.

(No cabe duda de que el otro gran déficit existente en los servicios de salud es el de la odontología de conservación. Parece muy apropiado el nombre de «sacamuelas» que todavía se le da a los odontólogos, porque de hecho es este el único servicio que ofrece la Seguridad Social a sus afiliados en relación con el dentista.)

Es de esperar que los responsables de la salud en nuestro país se vayan dando cuenta poco a poco de lo que verdaderamente hace falta en los servicios. Mientras tanto, muchos españoles seguirán acudiendo a los curanderos, cuando los servicios médicos no les hayan prestado la ayuda necesaria, sobre todo en caso de problemas no somáticos. La labor de estos psicoterapeutas y también médicos populares se merece el respeto de todos. Sin embargo, como en todos los sectores, habrá irresponsables y descarados entre ellos que, ante la gran demanda existente, intentarán hacer negocios sucios o aprovecharse de las necesidades de algunas personas. Ante éstos deberemos también expresar la crítica pertinente, lo mismo que apoyamos a los curanderos responsables y sensatos.



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