Entre las cuestiones que más interesan a un psicólogo
están las que se relacionan con la salud y la filosofía,
y en caso de ser él quien cayese enfermo, su propia enfermedad
no dejaría de despertar su curiosidad científica,
pues admitiendo que cada cual de nosotros sea una persona, ha
de tener también la filosofía de su persona. Pero
hay una diferencia notable entre los casos de enfermedad y de
salud, pues en el uno son los defectos quienes filosóficamente
discurren y en el otro la riqueza y la fuerza. El enfermo necesita
de su filosofía como sostén, calmante o medicamento,
o acaso como medio de salvación y de su edificación,
o bien para llegar al olvido de sí mismo. Para el sano
la filosofia es un hermoso objeto de lujo, o en el caso mejor
el deleite de un reconocimiento triunfante que acaba por experimentar
la necesidad de esculpierse en mayúsculas cósmicas
en el cielo de las ideas. (...) Como el viajero que, contando
con despertarse a la hora precisa, se entrega tranquilo al sueño,
nosotros los filósofos, si caemos enfermos, nos resignamos
en cuerpo y alma por algún tiempo con la enfermedad y
cerramos, en cierto orden, los ojos ante nosotros mismos. Y
como el viajero sabe que hay alguien que no duerme, que hay
alguien que cuenta las horas y no dejará de despertarle,
nosotros también sabemos que el momento decisivo nos
tornará despiertos y que entonces algo saldrá
de su guarida y sorprenderá a la inteligencia en flagrante
delito, es decir, a punto de caer o de retrogradar, o de resignarse,
o de endurecerse, o de embastecerse, o de contraer, en fin,
cualquiera de las enfermedades del espíritu que en los
días de buena salud tienen en su contra el orgullo del
espíritu (...) Tras semejante interrogación a
sí mismo, después de una tal tentación,
se aprende a echar una mirada más penetrante a todo lo
que hasta ahora ha sido considerado como filosofia. (...) En
todos los filósofos no se ha tratado hasta ahora de la
verdad, sino de otra cosa diferente, dígase
salud, porvenir, acrecentamiento, potencia, vida... Un filósofo
que ha recorrido su camino a través de muchos estados
diferentes de salud, y que aún recorre semejante senda,
ha pasado por otras tantas filosofías, puesto que cada
vez no habrá podido menos de transportar su estado a
la lejana forma más espiritual, y en este arte de transfiguración
consiste precisamente la filosofía. Nosotros, los filósofos,
no podemos separar el cuerpo del alma, como hace el vulgo, y
menos todavía podemos separar el alma de la inteligencia.
No somos ranas pensantes, no somos máquinas objetivas,
ni marcadores con refrigenrantes por entrañas. Parimos
con dolor nuestros pensamientos y maternalmente les damos cuanto
hay en nosotros: sangre, corazón, fogosidad, alegría,
tormento, pasión, conciencia, fatalidad. Para nosotros
consiste la vida en transformar continuamente cuanto somos en
claridad y llama y lo mismo cuanto tocamos. No podemos hacer
otra cosa. Cuanto a la enfermedad, tentado estoy a preguntar
si podríamos pasarnos sin ella. Un gran dolor es el último
libertador del espíritu (...) El dolor grande, ese lento
y largo dolor que se toma tiempo y nos consume cual si con leña
verde nos quemaran, ese dolor es quien nos obliga a los filósofos
a descender a las profundidades más hondas de nuestro
ser y a desprendernos de todo bienestar, de toda media tinta,
de toda suavidad, de todo término medio, donde tal vez
antes habíamos depositado nuestra humanidad. Dudo mucho
que un dolor así nos haga mejores, pero sé que
nos vuelve más profundos (...) El hechizo de lo problemático,
el deleite que las incógnitas producen a los hombres
más inteligentes y pensadores son tan grandes, que ese
placer pasa como una alegre llama por todas las miserias de
lo problemático, por todos los peligros de la incertidumbre,
hasta sobre los celos del enamorado. Conocemos un deleite nuevo.
F.
Nietzsche, La gaya ciencia, prólogo.