La Filosof’a Anal’tica

Mar’a JosŽ Fr‡polli Sanz

 

1. Origen del Movimiento

 

La expresi—n ÒFilosof’a Anal’ticaÓ se aplica, en sentido amplio, a una amalgama de autores, corrientes y teor’as que, estrictamente hablando, tienen poco m‡s en comœn que la pertenencia a una cierta tradici—n. En lo que sigue nos centraremos en el nœcleo hist—rico de esta tradici—n y se entender‡ por ÒFilosof’a Anal’ticaÓ el movimiento conocido como ÒAtomismo L—gicoÓ junto con la filosof’a del llamado ÒC’rculo de VienaÓ. El Atomismo L—gico est‡ representado por las conferencias de Russell de 1918, recogidas como ÒLa filosof’a  del atomismo l—gicoÓ (1918) en L—gica y Conocimiento (1956) y por el Tractatus L—gico-philosophicus de L. Wittgenstein (1921). Por su parte, el C’rculo de Viena se constituy— en torno a la figura de Moritz Schlick, catedr‡tico de filosof’a de la Universidad de Viena, y tuvo su momento de m‡xima influencia en el segundo cuarto del siglo XX. Con este movimiento se relacionan, adem‡s del fundador, fil—sofos como Rudolf Carnap, Otto Neurath, Friedrich Waismann, Herbert Feigl, y otros. Cercanos en actitud al C’rculo de Viena estuvieron Frank Ramsey, Karl Popper, y el propio Wittgenstein, aunque sin pertenecer nunca a Žl.

A la filosof’a del C’rculo de Viena se la conoce a veces como Neopositivismo o Positivismo L—gico. Es neopositivismo porque los miembros del C’rculo se consideraban herederos de los positivistas del siglo XIX, entre los que destacan Comte y Mill, y se apellida Òl—gicoÓ porque este positivismo se ve renovado y fortalecido por la utilizaci—n de la nueva l—gica de Frege, Peano y Russell como instrumento de an‡lisis filos—fico.

El origen del movimiento anal’tico se sitœa en los escritos de Russell y Moore de principios del siglo XX. Russell reconoce en varias ocasiones que fue Moore uno de los responsables de su abandono de la filosof’a idealista y de su conversi—n a la metodolog’a del an‡lisis. No obstante, la responsabilidad es compartida. El contacto con la l—gica matem‡tica de Peano y con los escritos de Frege tuvieron igualmente una influencia destacada en los planteamientos russellianos que iniciaron la corriente que nos ocupa.

Para que la metodolog’a anal’tica pueda surgir es imprescindible renunciar a una de las tesis b‡sicas de la posici—n idealista: el holismo; y de hecho el an‡lisis es la respuesta a la idea hegeliana de que toda verdad parcial es una falsedad y que de lo œnico que se puede predicar la verdad es del sistema total del conocimiento. Gracias a Moore y a la l—gica de Peano y Frege, Russell abraz— la doctrina de las relaciones externas que reconoc’a la realidad de las relaciones y la posibilidad de evaluar oraciones aisladas desde el punto de vista de su valor veritativo.

 

 

1.1 La nueva l—gica

 

La revoluci—n l—gica del œltimo cuarto del siglo XIX puede considerarse como una condici—n necesaria para la aparici—n del movimiento anal’tico en los tŽrminos en los que se produjo. Por ello, echar un vistazo a los hitos m‡s destacados de la aparici—n de la nueva l—gica resultar‡ imprescindible para una correcta comprensi—n del origen y desarrollo del atomismo y positivismo l—gicos.

Russell entr— en contacto con la l—gica de Peano en el Congreso Internacional de Filosof’a celebrado en Par’s en 1900. La l—gica de Peano lo convenci— de que la doctrina idealista de las relaciones internas era falsa y de que, por lo tanto, no toda oraci—n tiene la forma b‡sica de Sujeto y Predicado. Las relaciones no son reductibles a predicados y la l—gica aristotŽlica es mejorable (vŽase Russell). Russell entr— en contacto con la obra de Frege, Grundgeseztze der Arithmetik, y en ella encontr— un desarrollo del mismo proyecto que Žl estaba realizando con Los Principios de la Matem‡tica. Aunque no s—lo encontr— eso, descubri— tambiŽn en la argumentaci—n fregeana el germen de una contradicci—n que ha pasado a ser conocida como ÒLa Paradoja de RussellÓ. Por esa misma Žpoca, finales del siglo XX y principios del XX, se descubrieron nuevas paradojas en los fundamentos de las matem‡ticas, como las de Burali-Forti y Cantor, y otras m‡s generales que involucraban nociones sem‡nticas, como las paradojas de Richard y de Grelling. La situaci—n de inestabilidad provocada por las paradojas de todo tipo favoreci— el desarrollo de una metodolog’a que hiciera del an‡lisis y de la claridad su bandera, y de la bœsqueda de nociones b‡sicas libres de sospecha donde asentar filosof’a y matem‡ticas su objetivo primero. No obstante, actitudes hacia la filosof’a como las que guiaron al movimiento anal’tico se encuentran en la historia con anterioridad al descubrimiento de contradicciones. Un lugar destacado entre los precursores lo ocupa Frege, tanto en sus obras encaminadas a la clarificaci—n de la noci—n de nœmero, como las dedicadas a la teor’a del significado.

CentrŽmonos ahora por un momento en los aspectos l—gicos de la obra de Frege y en lo que signific— para la tradici—n posterior su obra de 1884, Los Fundamentos de la AritmŽtica. Ya desde la Introducci—n, (1884) es un paradigma, adelantado a su tiempo, del estilo de hacer filosof’a la concepci—n anal’tica. Frege plantea expl’citamente los principios a los que se atendr‡ en esta obra sobre el concepto de nœmero, y estos pueden asumirse como principios determinantes de una buena parte de la filosof’a anal’tica posterior. Son tres. El primero consiste en separar la l—gica de la sicolog’a, el segundo es la recomendaci—n de buscar el significado en el contexto de los enunciados completos y el tercero es trazar la distinci—n entre concepto y objeto (1884: 38). Separar la l—gica de los aspectos psicol—gicos permite y exige el desarrollo de la l—gica y la definici—n de sus conceptos b‡sicos sin el recurso a la intuici—n, y coloca a la l—gica en un camino de objetividad alejado de la concepci—n m‡s tradicional que la ligaba a las reglas para pensar correctamente. La l—gica pasa de ser la ciencia para la direcci—n de la mente a la ciencia de los rasgos m‡s generales de la realidad, una ciencia objetiva cuyas verdades se descubren. Naturalmente esto exige una determinada concepci—n del status de las entidades abstractas y en el caso de Frege y en el de Russell durante los primeros a–os del siglo XX fue el platonismo. Los nœmeros son entidades reales, independientes de la mente de quien las conoce, y lo mismo puede decirse del resto de los objetos abstractos y de los conceptos involucrados en las ciencias formales. Por influencia del Tractatus de Wittgenstein esta concepci—n realista de la l—gica, tan œtil como v’a de escape del sicologismo, deriv— hacia una posici—n m‡s lingŸ’stica en la que las verdades de la l—gica son tautolog’as no descriptivas. Esta œltima posici—n fue la dominante en el C’rculo de Viena, aunque el platonismo no desapareci— por completo, como lo muestra por ejemplo el caso del matem‡tico Kurt Gšdel.

Adem‡s de esta actitud anti-sicologista hacia la l—gica y los fundamentos de las matem‡ticas, en Frege (1884) aparece la primera definici—n de existencia y, en general, de cuantificador como funci—n de segundo orden, esto es, como predicado de conceptos y no de objetos. Este nuevo tratamiento, vislumbrado con anterioridad por Kant, ha tenido una enorme repercusi—n en el desarrollo posterior de la l—gica y en su aplicaci—n a la filosof’a y la ciencia. Esa es la posici—n que se incorpora a Principia Mathematica, la obra central de la nueva l—gica, y que se mantiene hasta nuestros d’as. Tanto esta concepci—n de los cuantificadores como el rechazo de la doctrina idealista de las relaciones internas dependen de un cambio en la forma en la que Frege analizaba las m’nimas entidades lingŸ’sticas portadoras de significado, a saber, la sustituci—n del an‡lisis de las oraciones en sujeto y predicado por su an‡lisis en tŽrminos de argumentos y funciones. Hablar de argumentos y funciones permite una flexibilidad que era ajena al discurso en tŽrminos de sujeto y predicado, permite as’ mismo an‡lisis m‡s detallados y la incorporaci—n de funciones de diversos niveles. Algunos predicados gramaticales ser‡n, desde un punto de vista l—gico, argumentos de primer orden y otros tendr‡n como argumentos funciones. De este modo, sintagmas nominales con determinantes como ÒtodosÓ, ÒalgunosÓ, ÒcadaÓ, etc. podr‡n  analizarse de una manera distinta de aquellos que no poseen tales determinantes. Adem‡s, considerar a la existencia como la negaci—n del nœmero cero, tal como lo hac’a Frege, y considerar los predicados que expresan existencia como elementos de la categor’a general de expresiones de cantidad permite eliminar paradojas sem‡ntico-ontol—gicas tradicionales, como la paradoja de la existencia a la que Quine bautiz— como Òla barba de Plat—nÓ.

El segundo principio, que convierte a las oraciones completas en los contextos m’nimos de significaci—n de las palabras, es lo que posteriormente se ha denominado Òel Principio del ContextoÓ, uno de los principios b‡sicos de la filosof’a del lenguaje del siglo XX, siendo el origen del Principio de Composicionalidad sin el cu‡l el desarrollo en esta disciplina hubiera sido imposible.

Por su parte, la distinci—n entre objeto y concepto que se incluye en el tercer principio es lo que ha permitido la diferenciaci—n de diversos modos de significar, clave para la filosof’a anal’tica posterior, as’ como la distinci—n entre individuos y los conjuntos a los que pertenecen, una distinci—n especialmente dif’cil de detectar cuando se trata de conjuntos de un solo individuo.

Por todo lo dicho, a Frege se le considera tanto el padre de la filosof’a del lenguaje y como de la l—gica contempor‡neas, dos disciplinas nucleares en la concepci—n anal’tica de la filosof’a.

 

 

2 El C’rculo de Viena

 

El C’rculo de Viena fue un movimiento filos—fico marcadamente interdisciplinar surgido en Viena en los a–os 20 del pasado siglo en torno a la figura de Moritz Schlick. Al C’rculo de Viena pertenecieron, adem‡s de Schlick, Rudolf Carnap, Herbert Feigl, Philipp Frank, Kurt Gšdel, Hans Hahn, Hans Kelsen, Karl Menger, Richard von Mises, Otto Neurath, Ernest Schršdinger y Friedrich Waismann, entre otros. El objetivo que permiti— reunir a sus miembros, por otro lado bastante heterogŽneos, fue la construcci—n de una filosof’a cient’fica que permitiera el progreso dentro de su seno y escapara as’ del estancamiento de la filosof’a tradicional. Una concepci—n cient’fica del conocimiento, incluido el filos—fico, fue un denominador comœn de los miembros del C’rculo, aunque quŽ se entendiera exactamente por ello variara de unos a otros. Para ese prop—sito es imprescindible una identificaci—n clara de quŽ es lo que hace que un dominio de conocimiento constituya una ciencia y por ello hubo una preocupaci—n marcada por determinar quŽ es el mŽtodo cient’fico, supuestamente responsable del progreso en este ‡mbito, y en dise–ar un lenguaje que garantizara la comunicaci—n con sentido. A la base de esta preocupaci—n se encuentra la tesis, ampliamente sostenida por los miembros del C’rculo, de que toda la ciencia posee un œnico mŽtodo y que todo conocimiento genuino puede expresarse en un œnico lenguaje, el lenguaje de Principia Mathematica. La tesis de la unidad del mŽtodo, esto es, la tesis de que todo conocimiento tiene que ajustarse al mŽtodo cient’fico, que es el hipotŽtico-deductivo, fue un denominador comœn entre los fil—sofos anal’ticos de la primera mitad del siglo XX. En cuanto al papel de la filosof’a, mayoritariamente se consider— que Žste se reduce al an‡lisis conceptual, a la discusi—n de cuestiones metodol—gicas relevantes para el desarrollo de la ciencia  y al establecimiento de los fundamentos de ciencias particulares. La l—gica fue el instrumento, pero los nœcleos tem‡ticos de la investigaci—n filos—fica se organizaron en torno a la filosof’a del lenguaje y a la filosof’a de la ciencia. 

En una Žpoca de crisis del conocimiento como la que se dio a finales del XIX y principios del XX no es de extra–ar que la preocupaci—n b‡sica de los miembros del C’rculo fuera epistemol—gica y de corte fundamentista: c—mo proceder desde verdades œltimas incorregibles, paso a paso, hasta reconstruir el edificio entero del conocimiento. El interŽs por delimitar el ‡mbito de la ciencia y la preocupaci—n por lo que puede decirse con sentido tom— forma en el Principio Verificacionista de Significado, una de las tesis definitorias de esta primera etapa de la filosof’a anal’tica. El Principio Verificacionista de Significado viene a decir que el significado de una oraci—n consiste en el mŽtodo para su verificaci—n. As’ formulado, este principio deja al descubierto numerosos puntos dŽbiles, y de ello fueron pronto conscientes los positivistas. Una prueba de esa conciencia la aporta el famoso art’culo de Hempel (1950), ÒProblemas y cambios en el criterio empirista de significadoÓ, en el que el autor revisa las distintas versiones modificadas y concluye que no es posible definir el significado cognoscitivo de oraciones aisladas ni de dar un criterio que permita distinguir radicalmente entre oraciones o sistemas de oraciones que posean significatividad cognoscitiva y las que no, no se puede trazar esa frontera n’tida porque aqu’ el asunto es m‡s bien una cuesti—n de grado. Pero antes de analizar las distintas versiones del principio verificacionista y sus dificultades, merece la pena comentar cu‡l es el esp’ritu que inspir— el principio aunque sus formulaciones concretas no tuvieran el Žxito que esperaban sus proponentes.

 

 

2.1 ÀQuŽ se puede decir con sentido?

 

La motivaci—n filos—fica que est‡ a la base de la aparici—n de la filosof’a del C’rculo de Viena consiste en la disoluci—n del ÒestŽril conflicto entre los sistemasÓ filos—ficos, como Schlick lo expres— (Schlick 1930: 59). La filosof’a cuenta con 25 siglos de historia y su desarrollo ha consistido en ir sustituyendo unos sistemas omni-comprensivos por otros, sin que ninguno de ellos haya sido capaz de resolver Òlas eternas cuestiones de la filosof’aÓ. Esta situaci—n ha tenido como consecuencia el que los grandes pensadores que aparecen como hitos de esta larga tradici—n se hayan visto obligados a comenzar sus reflexiones desde el principio, sin confiar en las conclusiones alcanzadas por sus predecesores. En este sentido, la historia de la filosof’a ha transcurrido de manera muy distinta de la historia de la ciencia. la primera ha sido una labor de individuos en solitario mientras que la segunda se ha considerado como una tarea mucho m‡s cooperativa en la que nuevos descubrimientos se han apoyado en teor’as y descubrimientos previos. Considerada la filosof’a desde este punto de vista parece evidente que algo tiene que fallar y una manera de encontrar el defecto es la de comparar los objetivos y mŽtodos de la ciencia con los de la filosof’a tradicional. ÀCu‡l es el papel de la filosof’a? ÀQuŽ verdades pretende descubrir? ÀCon quŽ herramientas cuenta para ello? Estas son ahora las preguntas pertinentes. Si la filosof’a se propone descubrir la estructura de una realidad inaccesible a los sentidos, tendr‡ que explicar c—mo se llega a ella y quŽ criterios est‡n disponibles para distinguir las afirmaciones verdaderas de las falsas acerca de esta realidad transcendente. El fil—sofo que afirme que su prop—sito es describir una realidad que est‡ m‡s all‡ de la que describen las ciencias naturales tendr‡ que explicar cu‡les son sus evidencias. La posici—n de los fil—sofos anal’ticos es que no se puede conocer ni se puede expresar esa supuesta realidad que transciende los sentidos. La idea de que la metaf’sica est‡ m‡s all‡ de los l’mites del conocimiento no es nueva, est‡ ya en Kant. La novedad de la afirmaci—n anal’tica consiste en que lo que quiera que estŽ m‡s all‡ de los sentido no se puede expresar, no puede recogerse en un lenguaje significativo. Por tanto, entendido correctamente, la tesis anal’tica no es que no hay una realidad m‡s all‡ de la que se percibe por los sentidos sino que de esas cuestiones no puede haber un discurso capaz de expresar algo verdadero o falso. La tesis de la inexpresabilidad de lo que quiera que pudiera haber m‡s all‡ se encuentra expresada con mucha fuerza en el Tractatus L—gico-philosophicus de  Wittgenstein. En esta obra, ya un cl‡sico filos—fico del siglo XX, Wittgenstein dice: Ò7. De lo que no se puede hablar, hay que callar la bocaÓ. ƒste es el œltimo aforismo del Tractatus, el que marca la frontera entre lo que se puede decir, esto es, todo lo que lo antecede en la obra, y aquello de lo que hay que callar expresa la actitud m’stica de Wittgenstein. Para los miembros del C’rculo de Viena el Tractatus es una obra de culto, un punto de referencia de las tesis fundamentales de la nueva filosof’a, aunque los positivistas l—gicos no participan de la vena m’stica que acompa–a a la filosof’a de Wittgenstein.

El Tractatus expresa una posici—n atomista muy similar a la que se encuentra en ÒLa Filosof’a del Atomismo L—gicoÓ de Russell. La diferencia entre los puntos de vista del galŽs y el vienŽs estriba en que Wittgenstein se coloca en la perspectiva de un l—gico puro, analizando las condiciones de posibilidad de todo lenguaje con sentido, mientras que Russell, siendo Žl mismo un matem‡tico, adopta una perspectiva m‡s filos—fica, con m‡s concesiones a la historia real de la filosof’a. Tanto en Russell como en los positivistas l—gicos se advierte un marcado interŽs epistemol—gico. De hecho, el positivismo cl‡sico se sustenta en una tesis epistemol—gica: nada hay en la mente que no haya asado antes por los sentidos, y ese esp’ritu impregna toda la filosof’a anal’tica, siendo David Hume el referente filos—fico  m‡s claro de los miembros del C’rculo de Viena. Como Hume, los positivistas l—gicos dividen el ‡mbito de lo que se puede conocer en dos partes: la que trata de las nociones de cantidad y nœmero, y en general de relaciones entre conceptos, y la que se ocupa de describir la realidad emp’rica. El resultado de la empresa cognoscitiva tiene que encajar bien en las ciencias formales Ðl—gica y matem‡ticas Ð bien en las ciencias naturales, y todo lo dem‡s no tiene valor te—rico. Las ciencias formales son sistemas de oraciones anal’ticas, esto es, oraciones que son verdaderas o falsas en virtud del significado de los tŽrminos que las contienen, y su valor de verdad puede determinarse a priori, esto es, sin echar mano de informaci—n f‡ctica, relativa a los hechos del mundo. Las ciencias naturales son sistemas que contienen adem‡s oraciones sintŽticas, esto es, oraciones que dicen algo acerca de la realidad extralingŸ’stica y por esa raz—n su valor de verdad s—lo puede descubrirse teniendo en cuenta c—mo es de hecho el mundo. Para la filosof’a anal’tica, estrictamente hablando, las oraciones anal’ticas expresan verdades (o falsedades) descubribles a priori, y as oraciones sintŽticas expresan verdades (o falsedades) descubribles a posterior. No hay verdades sintŽticas a priori en el sentido de Kant. Un subgrupo especialmente relevante de oraciones anal’ticas lo componen las tautolog’as, que son oraciones (o f—rmulas de un c‡lculo) cuya verdad depende exclusivamente del significado de las constantes l—gicas (negaci—n, conjunci—n, disyunci—n, condicional y bicondicional) que aparecen en ellas. En sentido estricto, son tautolog’as las verdades l—gicas del c‡lculo de enunciados. Las falsedades l—gicas del c‡lculo de enunciados se denominan ÒcontradiccionesÓ. Para el Wittgenstein del Tractatus la l—gica y las matem‡ticas son conjuntos de tautolog’as, la misma idea se encuentra en Ramsey, y en algunos miembros del C’rculo de Viena. Que las ciencias formales sean sistemas de tautolog’as es una afirmaci—n muy cargada filos—ficamente que exige, por una parte, que todas las verdades l—gicas sean verdades del c‡lculo de enunciados y, por otra, que las verdades matem‡ticas sean reducibles a verdades l—gicas. Esta œltima afirmaci—n es la tesis central del logicismo, una posici—n en filosof’a de las matem‡ticas que defiende que las matem‡ticas no son en œltimo extremo m‡s que l—gica. El logicismo es una posici—n muy extendida entre los primeros fil—sofos anal’ticos que consideraban a Principia Mathematica como la obra cumbre de la l—gica contempor‡nea. En Principia Mathematica  Russell y Whitehead se propusieron demostrar paso a paso la tesis logicista de la reducci—n de la matem‡tica a la l—gica y esta obra provey— a los miembros del C’rculo de Viena de un lenguaje perfecto en el que expresar lo que puede decirse significativamente. Aunque no hay inconveniente te—rico en aceptar el lenguaje y el c‡lculo de Principia y no obstante desmarcarse del logicismo, el Žxito de Principia prest— un gran apoyo a las posiciones reduccionistas de la matem‡tica a la l—gica. El logicismo tuvo, sin embargo, una vida corta y fue poco a poco abandon‡ndose, debido fundamentalmente a las dificultades para justificar el status l—gico de los axiomas que Russell y Whitehead hab’an necesitado para derivar la matem‡tica. Ni el Axioma de Elecci—n ni el de Infinitud ni mucho menos el de Reducibilidad pod’an pasar f‡cilmente por verdades de la l—gica.

Si bien la motivaci—n b‡sica del positivismo cl‡sico es epistemol—gica, la aparici—n a finales del siglo XIX de la l—gica matem‡tica contempor‡nea, debida a Frege y Peano, entre otros, y su culminaci—n en Principia Mathematica, proporcionaron al positivismo l—gico del siglo XX su sello peculiar. El positivismo l—gico aœna la perspectiva epistemol—gica con la l—gico-lingŸ’stica: lo que se puede conocer se identifica con lo que puede expresarse en un lenguaje l—gicamente perfecto. El lenguaje natural no es muy adecuado desde un punto de vista l—gico porque permite la formaci—n de oraciones gramaticalmente irreprochables que, sin embargo, no digan nada por carecer de sentido. En los lenguajes naturales la sintaxis gramatical y la sintaxis l—gica est‡n disociadas y por esa raz—n es posible construir oraciones gramaticalmente bien formadas que no expresen proposiciones genuinas. En un lenguaje l—gicamente perfecto la categor’a gramatical de las expresiones de su vocabulario tendr‡ que coincidir con su categor’a l—gica y de este modo la propia sintaxis bloquear‡ la formaci—n de expresiones sin sentido. Veamos algunos ejemplos de esta disociaci—n entre las categor’as gramaticales y l—gicas en los lenguajes naturales. El prop—sito de la teor’a de las descripciones de Russell consiste en mostrar que los nombres propios de los lenguajes naturales, nombres como ÒScottÓ, ÒPegasoÓ o ÒBarcelonaÓ son, en realidad, descripciones definidas encubiertas: Òel autor de Waverly y de MarmionÓ, Òel caballo alado de la mitolog’a griegaÓ o Òla ciudad en la que se celebraron los Juegos Ol’mpicos de 1992Ó. Adem‡s, las descripciones definidas, aunque comiencen con un art’culo determinado y gramaticalmente sean sintagmas nominales que ocupen posiciones de tŽrminos singulares, desde un punto de vista l—gico son expresiones predicativas que contienen cuantificadores que son predicados de segundo orden (vŽase Russell). Porque son expresiones predicativas pueden aparecer en oraciones existenciales como sujetos aparentes. El verbo ÒserÓ ofrece otra ilustraci—n paradigm‡tica de una expresi—n cuya categor’a l—gica no corresponde a su categor’a gramatical. El verbo ÒserÓ aparece en los lenguajes indoeuropeos como parte de algunos predicados de objetos, como en Òes republicanoÓ, expresando identidad, como en ÒEl œltimo presidente dem—crata de los Estados Unidos es el marido de HilaryÓ o con un importe existencial como en ÒEl Ser esÓ. Para esta funci—n tambiŽn usamos los verbos ÒexistirÓ y ÒhaberÓ, este œltimo en construcciones impersonales como ÒHay Hobbits con inquietudes aventurerasÓ. Esta multiplicidad de funciones da lugar a confusiones que b‡sicamente se producen por no ser f‡cilmente reconocibles sus funciones l—gicas en cada caso. Cuando aparece como parte de un predicado no realiza ninguna funci—n l—gica independiente, cuando expresa identidad aparece en los c‡lculos cl‡sicos de l—gica como un relator di‡dico de primer orden, pero hay razones para sospechar que en realidad no es Žse su papel sino que es m‡s bien un operador que realiza su funci—n sobre predicados, por lo que no es Žl mismo un predicado ni un relator de primer orden. En el caso las afirmaciones (y negaciones) de existencia, se sabe al menos desde Kant que la existencia no es un predicado de objetos, por lo que ni el verbo ÒserÓ en esta acepci—n, ni el predicado ÒexistirÓ ni la construcci—n con ÒhayÓ expresan propiedades de los individuos. El famosos argumento ontol—gico para probar la existencia de Dios que se encuentra en San Anselmo, en Descartes o en Leibniz no es m‡s que un ejemplo entre otros del error de suponer que el verbo ÒexistirÓ es, desde un punto de vista l—gico, un predicado de primer orden.

Esta indeseable caracter’stica de los lenguajes naturales, a saber, la disociaci—n entre las categor’as gramatical y l—gica de sus expresiones, hace que el mero atenimiento a las reglas de la gram‡tica no garantice que las oraciones as’ formadas expresen realmente algo que pueda ser evaluado desde el punto de vista de la verdad o falsedad. La ignorancia de la gram‡tica l—gica es una de las cr’ticas que el positivismo l—gico dirige contra la metaf’sica. La metaf’sica produce sinsentidos a veces derivados de combinaciones inadecuadas  de conceptos. Si se pretende deducir Òyo existoÓ de la premisa Òyo piensoÓ, se est‡ suponiendo que ÒpensarÓ y ÒexistirÓ son intercambiables en cuanto a sus categor’as l—gicas respectivas, sin reparar en que ÒpensarÓ expresa una propiedad de individuos mientras  que ÒexistirÓ lo hace de conceptos. El interŽs por la forma l—gica y por el an‡lisis conceptual es una de las grandes novedades de la filosof’a anal’tica del siglo XX.

No obstante, los positivistas l—gicos eran, en primer lugar, positivistas. Por ello, lo que puede expresarse significativamente y lo que puede conocerse es para ellos lo que en œltimo extremo puede reducirse a afirmaciones en las que predicados que expresen propiedades observables se prediquen o se nieguen de objetos directamente accesibles por los sentidos. Tampoco la metaf’sica se ajusta a este desideratum.

La cr’tica del positivismo l—gico a la metaf’sica puede resumirse pues en la idea de que las oraciones de la metaf’sica no tienen sentido, no expresan proposiciones, no dicen nada que pueda ser verdadero o falso y esto por dos motivos posibles: o bien las porque las oraciones metaf’sicas combinan expresiones de categor’as l—gicas incompatibles o bien porque incluyen expresiones que ni expresan propiedades observacionales ni son reducibles a expresiones que lo hagan. As’, las afirmaciones metaf’sicas son vac’as, no ya absurdas o falsas, sino pura y llanamente sin contenido.

 

 

2.2. El Principio Verificacionista del Significado Cognoscitivo

 

El principio b‡sico del positivismo del siglo XX, el que determina el desarrollo de la filosof’a anal’tica y que sirve de ariete contra la metaf’sica es, como se ha visto, que todo conocimiento genuino tiene que poder recogerse en oraciones que o bien sean anal’ticas o bien puedan reducirse de algœn modo a afirmaciones acerca de la experiencia. Este principio, al que se ha denominado a veces Òprincipio verificacionista del significadoÓ, Òcriterio empirista del significadoÓ o simplemente Òprincipio de verificaci—nÓ, ha adquirido formulaciones diversas a lo largo de la primera mitad del siglo XX.  Las primeras formulaciones fuertes han ido dejando paso a versiones m‡s moderadas y por ello m‡s asumibles y hacia 1950 el principio se diluye en una serie de indicaciones imprecisas que permitan considerar dentro de los l’mites de lo significativo las teor’as maduras de la ciencia contempor‡nea. El Principio Verificacionista de Significaci—n Cognoscitiva se propuso en un principio con el doble prop—sito de servir como criterio de demarcaci—n entre lo que ciencia y lo que no lo es, por un lado, y como criterio de sentido, que permite trazar la l’nea divisoria entre lo que puede decirse y lo que no. Este doble prop—sito fue una de las marcadas diferencias entre el principio neopositivista y el criterio de demarcaci—n de Popper, que s—lo aspiraba a ser un criterio de demarcaci—n para la ciencia. As’, desde el punto de vista de los miembros del C’rculo de Viena la ciencia coincide con lo que puede decirse con sentido.

Una formulaci—n general de lo que el principio de verificaci—n dice es: el sentido de una proposici—n es el mŽtodo para su verificaci—n. El principio recoge la idea de que cuando se entiende una oraci—n se identifica la proposici—n expresada y se sabe quŽ es lo que tendr’a que ocurrir para que con la oraci—n se dijera algo verdadero. En principio, si se entiende una oraci—n es posible imaginar la forma de descubrir si lo que dice es verdadero o falso. Las proposiciones representan situaciones o combinaciones de situaciones y por ello ellas mismas indican Òd—nde hay que mirarÓ para determinar su valor de verdad. El principio verificacionista del significado expresa la tesis empirista de que todo conocimiento no formal descansa en la experiencia haciendo referencia a oraciones y sus significados y usando nociones l—gicas como la de deducibilidad.

Antes de repasar las diferentes versiones del principio, es conveniente distinguir algunas nociones relacionadas a fin de que las discusiones puedan entenderse adecuadamente. En primer lugar, el principio de verificabilidad neopositivista habla verificaci—n en principio y no de verificaci—n efectiva. Para que una oraci—n pueda calificarse de emp’ricamente significativa todo lo que se requiere es que sea l—gicamente posible dise–ar un procedimiento de verificaci—n. Si tal procedimiento fuese tŽcnicamente inaplicable, esto no modificar’a en ningœn sentido la cualidad de ser emp’ricamente significativa de la oraci—n. Esto es, una oraci—n versa sobre la experiencia si es en principio imaginable quŽ es lo que habr’a que encontrar para que pudiera calificarse de verdadera. Adem‡s, si una vez puesto en marcha el procedimiento de verificaci—n se descubriera que la oraci—n en cuesti—n es falsa, esta circunstancia tampoco variar’a su estatus emp’rico. Una oraci—n falsa es una oraci—n emp’ricamente significativa por definici—n. Si no lo fuera no ser’a falsa sino que carecer’a de valor de verdad. Lo mismo se aplica, mutatis mutandis, al principio de falsaci—n de Popper. Una oraci—n, de acuerdo con ese principio, forma parte del ‡mbito de la ciencia si es en principio posible imaginar una situaci—n que la hiciera falsa. No se exige ni que encontremos un procedimiento de falsaci—n tŽcnicamente aplicable ni que por supuesto la oraci—n sea de hecho falsada. Lo contrario convertir’a a la ciencia en un conjunto de oraciones falsas, lo que estar’a en contra del m‡s elemental sentido comœn.

En su conocido art’culo de 1950, Hempel hace un repaso de las diversas formulaciones del principio y expone sus puntos dŽbiles respectivos. En lo que sigue, se comentar‡n algunas de ellas, con sus caracter’sticas y defectos. Una primera formulaci—n es el llamado Òprincipio de verificabilidad completa en principioÓ: una oraci—n O no anal’tica es emp’ricamente significativa si, y s—lo si, hay un conjunto finito y consistente de oraciones de observaci—n del cual se deduce O. Para el prop—sito presente bastar‡ con que se entienda por oraci—n de observaci—n aquella oraci—n en la que una caracter’stica observable, Òser azulÓ o Òestar congeladoÓ, por ejemplo, se predica de algœn objeto identificable por los sentidos, como Òeste lagoÓ o Òla mesa que est‡ frente a tiÓ. En el seno del positivismo l—gico hubo mucha discusi—n acerca de lo que hab’a que entender por oraci—n observacional, si se trataba de oraciones en tŽrminos de datos de los sentidos de oraciones que hablaran de objetos de tama–o medio con sus caracter’sticas o de otro tipo de oraciones. Estas disputas entre fenomenistas y fisicalistas, como se denominaban los defensores de las dos primeras opciones respectivamente quedan fuera del alcance del presente cap’tulo. La formulaci—n anterior del principio de verificabilidad merece algunos comentarios. En primer lugar, una oraci—n es declarada emp’ricamente significativa si es ella misma una oraci—n observacional o se deduce de un conjunto finito de oraciones observacionales. Esto indica que el ‡mbito de lo emp’ricamente significativo se identifica con el ‡mbito de lo reducible a afirmaciones de observaci—n, y para el positivismo l—gico el ‡mbito de lo emp’ricamente significativo junto con el conjunto de las oraciones anal’ticas constituye la totalidad de lo que posee significaci—n cognoscitiva. Esto es, fuera de la l—gica s—lo las afirmaciones que puedan ser redefinidas como afirmaciones acerca de la experiencia pueden calificarse de genuino conocimiento. ÀC—mo precisar adecuadamente la idea de que una afirmaci—n sea Òacerca de la experienciaÓ? Echando mano de la l—gica: una afirmaci—n ser‡ acerca de la experiencia si se deduce de oraciones observacionales. Para que haya deducci—n, el conjunto de premisas ha de ser finito y para que haya una diferencia entre lo que versa sobre la experiencia y lo que no se requiere que el conjunto de premisas sea consistente. En caso contrario, de las premisas se seguir’a cualquier cosa, esto es, a partir de ese conjunto de oraciones observacionales podr’a deducirse cualquier oraci—n independientemente de su contenido, lo que convertir’a al principio en inœtil.

              As’ expuesto, parece que la especificaci—n ofrecida de lo  que se requiere para que una oraci—n se considere como emp’ricamente significativa recoge bien la idea intuitiva de lo que es conocimiento emp’rico. Sin embargo, la propia l—gica plantea dificultades a esta primera formulaci—n del principio. Para la l—gica contempor‡nea los enunciados que incorporan un cuantificador universal tienen un alcance irrestricto. Ejemplos de oraciones de este tipo son: Òlas ballenas son mam’ferosÓ, Òtodos los metales se dilatan con el calorÓ, Òno hay cuervos blancosÓ etc.. El ‡mbito de aplicaci—n de estas oraciones es el universo completo y ni siquiera existe en este caso la condici—n de que el nœmero de casos a los que se apliquen sea finito. Por esta raz—n, las leyes generales de la ciencia, que incorporan cuantificadores universales, no se deducen, por una cuesti—n de pura l—gica, de ningœn conjunto finito de oraciones de observaci—n. Siendo esto as’, la formulaci—n anterior del principio calificar’a a las leyes generales de la ciencia de asignificativas y vac’as de contenido emp’rico. Estas leyes quedar’an as’ al margen de lo que puede expresarse con sentido y fuera del ‡mbito del conocimiento genuino, lo que supondr’a una conclusi—n inaceptable para el movimiento neopositivista.

              Ello hace que sea imprescindible una modificaci—n del principio. Una posibilidad m‡s prometedora es la propuesta por Carnap: abandonar la caracterizaci—n de las oraciones aisladas como significativas o no y hacer recaer las restricciones sobre el lenguaje que se utiliza. La nueva versi—n del principio consiste en exigir que las oraciones significativas sean traducibles a un lenguaje empirista, que ser‡ un lenguaje cuyo vocabulario primitivo consista en las constantes l—gicas cl‡sicas junto con algunos predicados que expresen caracter’sticas observables. La sintaxis de este lenguaje ser‡ la de la l—gica de primer orden y se aceptar‡n adem‡s todos aquellos predicados y relatores que sean definibles en tŽrminos de los primitivos. La principal dificultad de la versi—n anterior del principio, la de que dejaba fuera del ‡mbito de la significaci—n cognoscitiva a las leyes generales de la ciencia, se supera en esta nueva versi—n. Las leyes generales, que incorporan cuantificadores, son expresables en el lenguaje empirista puesto que Žste incluye en su vocabulario primitivo todas las constantes l—gicas del c‡lculo de predicados. En este sentido, la exigencia de traducibilidad a un lenguaje empirista supone una mejora sobre el principio de verificabilidad completa. Sin embargo, esta mejora no elimina del todo los problemas. El tal—n de Aquiles de la versi—n de Carnap est‡ en la misma idea de traducibilidad. La traducibilidad a un lenguaje empirista como el especificado aplicado a las teor’as cient’ficas supone la definibilidad de los tŽrminos te—ricos que toda teor’a introduce usando œnicamente los predicados y relatores primitivos que expresan caracter’sticas y relaciones observables. Esto es, el requisito de traducibilidad pone sobre el tapete el problema de los tŽrminos te—ricos en filosof’a de la ciencia y, en general, el asunto del reduccionismo. ÀEs posible expresar el contenido de las teor’as cient’ficas reales dentro de un lenguaje empirista como el especificado? La respuesta a esta cuesti—n es negativa por varias razones. Una primera dificultad la plantean los llamados ÒtŽrminos disposicionalesÓ. Muchos de los conceptos que aplicamos a los objetos sobre los que versa la ciencia natural no recogen propiedades simples. A una sustancia se la puede calificar de soluble, a un ser humano de inteligente o a un metal de maleable y estas propiedades parecen emp’ricamente definibles en principio. Sin embargo, si se tienen en cuenta los recursos expresivos de los lenguajes de primer orden, como es el lenguaje empirista que Carnap propone, se advierte que estas propiedades no pueden expresarse dentro de ese marco. Porque ÀquŽ significan los tŽrminos ÒsolubleÓ, ÒinteligenteÓ y ÒmaleableÓ? No se quiere decir con ellos que un individuo o una sustancia tengan una propiedad simple que pueda detectarse bajo condiciones normales de observaci—n, sino que si se coloca al individuo o a la sustancia en cuesti—n en condiciones espec’ficas se comportar‡ de una manera prefijada. As’, se califica a una sustancia de soluble si en el caso de que entre en contacto con un l’quido de un cierto tipo la sustancia se disuelve; se califica a un individuo de inteligente si es capaz de resolver problemas cuando se enfrente a ellos; se dice de un metal que es maleable cuando se lo puede moldear con facilidad. Todas estas propiedades son propiedades condicionales: si se pone la sustancia en contacto con un l’quido entonces pasan tales y cuales cosas, o si al individuo se lo coloca en determinadas condiciones o si se somete el metal a determinadas fuerzas. La manera de expresar una propiedad condicional en un lenguaje de primer orden es usando el condicional material cuya definici—n es la siguiente: un enunciado condicional es verdadero si, y s—lo si su antecedente es falso o su consecuente verdadero. Un condicional con antecedente falso ser‡ pues, de acuerdo con esta definici—n, verdadero. As’, si una sustancia (o un trozo de la misma) no entra nunca en contacto con un l’quido, el condicional que define la propiedad de ser soluble tendr‡ el antecedente falso para el caso de este trozo particular de materia y ser‡ entonces verdadero. Lo mismo se aplica al resto de las propiedades disposicionales, se calificar‡ de maleable cualquier porci—n de materia que no se haya intentado moldear nunca, ser‡ inteligente cualquier individuo que no haya intentado nunca la resoluci—n de problemas, ser‡ fr‡gil cualquier sustancia que no haya colocado nunca en situaci—n de romperse, etc.

              En realidad, el problema que plantean los tŽrminos disposicionales es el de los l’mites de la extensionalidad. En los lenguajes de primer orden, como es el lenguaje de Principia Mathematica que los neopositivistas toman como modelo, los significados de todos los conceptos, independientemente del orden que sean, se identifican con las extensiones de esos conceptos, esto es, con el conjunto de individuos que caen bajo ellos. Los predicados que expresan caracter’sticas observables, como Òestar congeladoÓ, son predicados de primer orden, y las constantes l—gicas (conectivas y cuantificadores) son predicados de segundo orden. Pero en todos los casos el principio de extensionalidad se cumple, esto es, la inter-sustitutividad de predicados con idŽntica extensi—n o de oraciones con el mismo valor de verdad no modifica el valor de verdad del contexto lingŸ’stico general en el que la sustituci—n se lleva a cabo. Si se limita lo que puede decirse con sentido a lo que puede expresarse en un lenguaje extensional de este tipo, mucha de la informaci—n que se transmite en la vida cotidiana y en la ciencia queda fuera. En principio, los operadores epistŽmicos (creencia y conocimiento) no son extensionales, y tampoco lo son los operadores modales (necesidad y posibilidad). Por ello la informaci—n contenida en oraciones como ÒCol—n cre’a que la Tierra era redondaÓ o ÒNecesariamente todo efecto tiene una causaÓ no puede traducirse a un lenguaje empirista. El significado de los tŽrminos disposicionales, volviendo al asunto que se discut’a, incluye condicionales subjuntivos. Cuando se dice que una sustancia es soluble lo que se quiere decir es que si entrara en contacto con un l’quido, se disolver’a y no que de hecho entre o haya entrado en contacto con l’quidos. La dificultad ahora es que estos condicionales subjuntivos no pueden traducirse a condicionales materiales porque la informaci—n dada por unos y otros no es idŽntica.

              Para adaptar las peculiaridades de los tŽrminos disposicionales al criterio de traducibilidad a un lenguaje empirista hay un camino. Carnap propuso introducir estos tŽrminos en el lenguaje usando definiciones parciales de modo que s—lo se definieran para aquellas condiciones expl’citamente incluidas en la definici—n. El resultado ser’a entonces que ÒsolubleÓ s—lo estar’a definido para sustancias que hayan sido puestas en contacto con algœn l’quido. Esta es una posibilidad al alcance del criterio de traducibilidad. Se pueden introducir los tŽrminos disposicionales usando oraciones reductivas que permiten una definici—n parcial y dejando el significado del tŽrmino en cuesti—n indefinido para situaciones que no estŽn expl’citamente recogidas en esas oraciones. Este escollo puede superarse, pero en realidad la dificultad que los tŽrminos disposionales ponen de manifiesto aparece irremediablemente por otras partes.

De acuerdo con la visi—n neopositivista de las teor’as cient’ficas, estas incluyen leyes generales que tienen la forma l—gica de oraciones universalmente cuantificadas. No toda oraci—n universalmente cuantificada, sin embargo, puede considerarse una ley de la ciencia. En la primera mitad del siglo XX era habitual distinguir entre condicionales nomol—gicos y condicionales accidentales. Los primeros son los que expresan una ley y tienen un alcance ilimitado. Un ejemplo de condicional nomol—gico podr’a ser el siguiente: ÒLos planetas giran en —rbitas el’pticas alrededor de una estrella barriendo ‡reas iguales en tiempos igualesÓ. Una afirmaci—n como Žsta tiene aplicaci—n a un dominio que en principio es infinito. No hay restricciones a una particular regi—n espacio-temporal o a un conjunto acotado y finito de individuos. Por ello su contenido no es equivalente a ninguna conjunci—n finita de enunciados particulares. La manera en la que se suelen reformular los universales nomol—gicos a fin de poner de manifiesto su alcance ilimitado es a travŽs de condicionales subjuntivos: si tal cuerpo fuera un planeta entonces girar’a alrededor de su estrella barriendo ‡reas iguales en tiempos igualesÓ. Esta caracter’stica se expresa diciendo que los condicionales nomol—gicos o de ley est‡n apoyados por un condicional contraf‡ctico, esto es, por un condicional subjuntivo cuyo antecedente no tiene por quŽ ser verdadero.

Los condicionales accidentales expresan generalizaciones de otro tipo no est‡n apoyados de este modo por condicionales contraf‡cticos. Un ejemplo de condicional accidental es el siguiente: ÒTodos mis alumnos de L—gica tienen menos de treinta a–osÓ. El contenido de esta oraci—n general no implica, ni presupone, que si mi padre fuera uno de mis alumnos de L—gica, entonces tendr’a menos de treinta a–os. Esta es la diferencia b‡sica entre los dos tipos de oraciones condicionales universales mencionadas. Para una caracterizaci—n de esta diferencia, vŽase (Ramsey 1928 y D’ez y Moulines 1997, cap. 5).

              Las leyes de la ciencia son, de acuerdo con el an‡lisis que el neopositivismo hace de ellas, universales nomol—gicos. Por ello, los condicionales contraf‡cticos y subjuntivos juegan un papel ineliminable en las teor’as cient’ficas. Siendo esto as’, la ciencia contempor‡nea no puede ser reformulada dentro de las estrecheces de un lenguaje empirista, por lo que el criterio de traducibilidad que Carnap propone como versi—n del Principio de Verificabilidad no cumple con su cometido.

              Otro escollo insalvable para el criterio de traducibilidad lo proporcionan los tŽrminos te—ricos, tŽrminos como ÒmasaÓ, ÒsubconscienteÓ o Òpotencial gravitatorioÓ. RecuŽrdese que en el vocabulario primitivo de un lenguaje empirista s—lo aparecen predicados y relaciones que expresen caracter’sticas observables. Los tŽrminos te—ricos no son reducibles a predicados observacionales y por ello el desideratum de que el criterio verificacionista no deje fuera del ‡mbito de la ciencia y del lenguaje con sentido a las teor’as cient’ficas reales obliga a dar un paso m‡s en el camino de la flexibilizaci—n del criterio.

              Hacia 1950, Hempel ya acepta que no es posible ofrecer una lista de condiciones suficiente y necesarias que permitan demarcar lo que se puede decir con sentido de lo que no, y que lo œnico que es razonable exigir es que los sistemas que pretendan poseer significaci—n emp’rica o cognoscitiva puedan ser de algœn modo confirmadas en bloque y provisionalmente por la evidencia disponible. En ningœn caso es posible calificar de significativas o no a oraciones aisladas.

              En veinte a–os el Principio Verificacionista de Significado pas— de ser el principio que defin’a al movimiento del C’rculo de Viena a ser simplemente una idea bastante poco definida que se aplicaba a teor’as completas.

 

2.3 Inducci—n y Confirmaci—n

              Las dificultades relacionadas con la formulaci—n adecuada del Principio Verificacionista del significado cognoscitivo muestran otro de los flancos dŽbiles de la concepci—n de neopositivista relativa a la Filosof’a de la Ciencia. Si hay un aspecto te—rico en el que la mayor’a de los atomistas y neopositivistas coincidieron fue en que la filosof’a debe asumir la tarea de fundamentar las ciencias y eso implica un interŽs por la metodolog’a de las ciencias naturales. Un de los problemas acuciantes que, en relaci—n a este punto, se sent’an a comienzos del siglo XIX fue el llamado problema de la Inducci—n, Òun esc‡ndalo de la filosof’aÓ como Russell (1912: ) lo llam—. El problema de la inducci—n deriba de la pretensi—n de fundamentar cualquier procedimiento cient’fico en la l—gica cl‡sica, en la l—gica de Principia. El procedimiento de la inducci—n ha provocado gran cantidad de discusi—n filos—fica y la dificultad que plantea puede formularse de la siguiente manera: Àc—mo podemos fundamentar las leyes de la naturaleza en la experiencia, teniendo en cuenta que la experiencia es siempre finita mientras que las leyes pretenden un alcance universal? La universalidad de las leyes es imprescindible para garantizar que puedan usarse para la predicci—n de hechos futuros y son un exponente de la regularidad de la naturaleza. Sin embargo, una perspectiva empirista como la de la filosof’a anal’tica de esta Žpoca exige que toda proposici—n con significado cognoscitivo, esto es, toda proposici—n que diga algo acerca del mundo, descanse en hechos experimentables. El quid de la cuesti—n se encuentra en la definici—n de la relaci—n Òdescansar enÓ que al principio de los a–os 30 del siglo XX los neopositivistas identificaban con la implicaci—n l—gica. La dificultad, como se ha visto en la secci—n anterior, estriba en el an‡lisis favorecido por los neopositivistas del cuantificador universal: una oraci—n universalmente cuantificada tiene un alcance irrestricto. Los datos de observaci—n son, por otro lado, necesariamente finitos y as’ un enunciado universal no se sigue, en el sentido en que la l—gica entiende la expresi—n, de ningœn conjunto finito de oraciones observacionales. Esta situaci—n afecta a la concepci—n positivista tradicional del mŽtodo cient’fico, el mŽtodo hipotŽtico-deductivo. De acuerdo con este mŽtodo, la ciencia comienza con la observaci—n, con la recopilaci—n de datos de experiencia que toman cuerpo en oraciones observacionales  o Òproposiciones protocolaresÓ como Neurath (1933) las llama a veces. A partir de estas se formulan leyes universales que las engloban y de las leyes deducimos de nuevo oraciones observacionales que representan hechos particulares. Al deducir de leyes hechos particulares estos quedan explicados, si son hechos pasados, o predichos, si son hechos futuros. La predicci—n de un hecho futuro permite que la ley se confirme, si el hechos finalmente sucede, o que se refute, si no sucede. Esta es la imagen positivista de la ciencia. El deseo neopositivista era reducir todos los procesos que tienen lugar en esta visi—n del mŽtodo hipotŽtico-deductivo a reglas de inferencia. La parte deductiva del mŽtodo no plantea dificultades, de leyes generales junto con oraciones particulares que recogen las condiciones iniciales a las que la ley se aplica se deducen otras oraciones particulares. Estas quedan explicadas o predichas, dependiendo de que correspondan al pasado o al futuro, pero la inducci—n de leyes y la confirmaci—n de las mismas a partir de hechos no coincide con ninguna regla de la l—gica deductiva. No son reglas deductivas. Por esta raz—n, los primeros pasos del mŽtodo hipotŽtico-deductivo no son reducibles a la l—gica de Principia. Una soluci—n a esta dificultad vino de la mano de la distinci—n entre el contexto de descubrimiento de una ley y el contexto de su justificaci—n. El contexto de descubrimiento, esto es, los detalles concretos de las razones que llevaron a alguien a proponer una ley, no eran de la incumbencia de la ciencia. La ciencia, y la filosof’a por lo tanto, s—lo se ocupaban del contexto de justificaci—n, esto es, de la parte deductiva de la relaci—n de las leyes con los hechos, con lo que el problema de la inducci—n dejaba de serlo. Esta fue la opci—n toma por Popper, un fil—sofo cercano a las tesis neopositivistas aunque sin que nunca perteneciera al C’rculo de Viena. Si el contexto de descubrimiento forma parte m‡s bien de los aspectos sociol—gicos o sicol—gicos que rodean a la ciencia, la filosof’a no tiene que sentirse incomodada por la justificaci—n l—gica del procedimiento de la inducci—n, la inducci—n no es necesaria para la ciencia, ni la filosof’a tiene que validarla. Aparentemente, de este modo se soluciona el problema de la inducci—n. El asunto, no obstante, result— no ser tan sencillo. Las mismas dificultades que suscita la inducci—n resurgen bajo un nuevo ropaje en el problema de la confirmaci—n. ÀCu‡ndo puede decirse que una ley est‡ confirmada? El contenido informativo de una ley universal no es equivalente a ningœn conjunto por muy amplio que sea de oraciones de observaci—n. Estas ni siquiera hacen a una ley probable o m‡s probable que otras puesto que, estrictamente hablando, la probabilidad de que sea verdadera una ley de alcance irrestricto, esto es, una que abarque un nœmero infinito de casos posibles, sobre la base de un nœmero finito de casos favorables, los casos confirmados que proporcionan las oraciones de observaci—n verdaderas y verificadas, es cero.

              Estas dificultades de reducir la metodolog’a de las ciencias naturales a la l—gica de Principia fueron nuevos datos que se unieron a las dificultades de las primeras formulaciones del Principio de Verificaci—n y que recomendaron una interpretaci—n m‡s liberal de las posiciones neopositivistas. El principio empirista de que todo conocimiento comienza con la observaci—n y descansa en la experiencia ha de tomarse en un sentido amplio. Las leyes cient’ficas no pueden enfrentarse aisladamente al tribunal de la experiencia sino que ante Žl deben presentarse teor’as completas y la confirmaci—n de estas, no digamos ya de leyes, es siempre parcial e indirecta. Las teor’as muestran su fuerza y su utilidad a medio plazo y nunca pueden considerarse completamente ciertas. Tanto la confirmaci—n de una teor’a como su contenido emp’rico o su significado cognoscitivos son una cuesti—n de grado.

              De este modo, la filosof’a anal’tica fue derivando, a partir de los a–os 50 del siglo XX, a posiciones m‡s holistas y menos r’gidas.

 

 

3. El significado emotivo: metaf’sica y Žtica

 

              Una de las tesis neopositivistas m‡s repetida y que ha provocado reacciones m‡s encendidas, a favor y en contra, ha sido el rechazo de la metaf’sica, de toda forma de metaf’sica, por parte de los miembros del C’rculo de Viena y sus herederos filos—ficos. Merece, pues, la pena echar un vistazo al alcance exacto de esta tesis y a su justificaci—n dentro del marco de la filosof’a anal’tica. Posiciones anti-metaf’sicas han aparecido con cierta frecuencia a lo largo de la historia de la filosof’a y, sin embargo, los iniciadores del movimiento anal’tico reclaman para s’ el mŽrito de enfrentarse a la metaf’sica con una perspectiva completamente nueva. Corrientes cr’ticas con determinadas formas de entender la metaf’sica son, por ejemplo, el nominalismo medieval de Abelardo y Ockam, el empirismo brit‡nico de Locke, Hume y Berkeley, el positivismo de Comte, la genealog’a de Nietzsche y el materialismo dialŽctico de Marx. No obstante, tanto Schlick (1930: 60) como Carnap (1932: 66-67), por poner s—lo dos ejemplos, consideran que s—lo en su Žpoca han estado disponibles los instrumentos para fundamentar un rechazo definitivo de las posiciones metaf’sicas. El instrumento nuevo lo proporciona la l—gica matem‡tica y gracias a ella Schlick puede hablar de Òviraje definitivoÓ en el desarrollo de la filosof’a  (loc. cit.) y defender Carnap que en su Žpoca se ha producido Òuna eliminaci—n tan radical de la metaf’sica como no fue posible lograrla a partir de los antiguos puntos de vista anti-metaf’sicosÓ (loc. cit.).

              Si se consideran las discusiones que se han expuesto en secciones anteriores acerca del Principio Verificacionista de Significado y del tipo de positivismo propio de la filosof’a anal’tica se podr‡ entender f‡cilmente cu‡l es la cr’tica a la metaf’sica desarrollada por esta corriente de pensamiento. Las proposiciones metaf’sicas no tienen contenido emp’rico porque ni se siguen de oraciones de observaci—n ni pueden traducirse a un lenguaje empirista. Pero la cr’tica nueva, la m‡s radical, no deriva de esta perspectiva positivista sino de los descubrimientos de nueva l—gica. Entre estos, el que m‡s influencia ha tenido ha sido la compresi—n de cu‡l es el papel de la l—gica y la distinci—n entre la sintaxis gramatical de las oraciones de un lenguaje y su sintaxis l—gica. ƒsta œltima no s—lo se ocupa de que las oraciones en las que se expresa una teor’a o una determinada concepci—n de algo estŽn bien formadas desde un punto de vista gramatical sino que exige que los conceptos se combinen atendiendo a sus categor’as l—gicas. La distinci—n entre sintaxis gramatical y sintaxis l—gica se relaciona con el nombre de Carnap, pero hubiera sido imposible sin los trabajos de Frege y Russell. Frege rechaz— el an‡lisis de las oraciones en tŽrminos de sujeto y predicado y sustituy— estas categor’as por las de argumento y funci—n, desbrozando el camino a su propuesta de que hay conceptos que se predican de otros conceptos, esto es, hay conceptos de segundo orden, como lo son todos aquellos que hacen referencia a la cantidad, siendo la existencia y otros cuantificadores casos especiales de esta categor’a general. Russell, por su parte, argument— a favor de la existencia de las relaciones y nos proporcion— uno de los casos m‡s fecundos de an‡lisis filos—fico con su teor’a de las descripciones. Es esta concepci—n de la importancia de la l—gica, m‡s que los c‡lculos concretos, lo que los neopositivistas consideraron su instrumento m‡s potente contra la metaf’sica. En palabras de Schlick: ÒEl gran viraje no debe, pues, ser atribuido a la l—gica misma, sino a algo totalmente distinto que en realidad ella estimul— e hizo posible, pero que actœa en un plano mucho m‡s profundo: el conocimiento de la naturaleza de lo l—gico mismo.Ó (op. cit, p. 61).

              Una de las deficiencias de la metaf’sica, piensan los neopositivistas, es que sus supuestas proposiciones violan las reglas de la sintaxis l—gica. Las dificultades de interpretaci—n relacionadas con verbo ÒserÓ originan gran cantidad de dificultades de este tipo. El verbo ÒserÓ puede entenderse como parte de un predicado, como en Òser disciplinadoÓ, o con un significado de existencia. En esta œltima acepci—n la sintaxis gramatical y la sintaxis l—gica se separan. Como ya Kant defendi—, la existencia no es un predicado, no es un predicado de primer orden dir’amos ahora, por lo que la combinaci—n del verbo ÒserÓ con nombres o pronombres da como resultado combinaciones de palabras que no forma una proposici—n. Las oraciones Òyo existoÓ o Òesta mesa existeÓ no expresan proposiciones genuinas y no son por tanto ni verdaderas ni falsas. Son sinsentidos. ƒsta es la cr’tica fuerte a la metaf’sica: no que sus proposiciones sean falsas sino que no hay proposiciones metaf’sicas y que las oraciones que componen los tratados de metaf’sica literalmente no dicen nada, no son significativas.

              Pero, entonces, se pregunta Carnap (1932: 84), ÒÀc—mo es posible que tantos hombres pertenecientes a los pueblos y Žpocas m‡s diversos, e incluyendo mentalidades eminentes entre ellos hubieran derrochado con tan genuino fervor tanta energ’a en la metaf’sica para que ella finalmente no consistiera sino en meras sucesiones verbales sin sentido?Ó. La respuesta a esta pregunta pasa por una compresi—n cabal de quŽ es lo que se entiende por ÒsentidoÓ y, por tanto, por ÒsinsentidoÓ. Cuando en este contexto los miembros del C’rculo de Viena proponen criterios para determinar quŽ oraciones tienen o no sentido, lo que est‡ en cuesti—n es una especial forma de significaci—n: el significado emp’rico o cognoscitivo. Lo que el criterio de verificaci—n demarca es el ‡mbito de lo que puede decirse acerca del mundo, el ‡mbito del discurso que tiene como objetivo describir c—mo son las cosas. Pero, junto al significado emp’rico o cognoscitivo, hay otros tipos de significado. No todo discurso tiene que proponerse como una descripci—n de la realidad emp’rica, se puede usar el lenguaje para expresar actitudes hacia las cosas o para intentar cambiar las actitudes que otros tienen. Este tipo de discurso carecer‡ de significaci—n cognoscitiva pero s’ que puede poseer significaci—n emotiva. Si el discurso de la metaf’sica quiere proponerse como una expresi—n de una cierta actitud emotiva ante la vida, aqu’ el criterio verificacionista de significaci—n cognoscitiva no tiene nada que decir. La cr’tica del neopositivismo a la metaf’sica es que Žsta en ocasiones quiere hacerse pasar por lo que no es y pretende describir una realidad especial, m‡s profunda o m‡s general y no simplemente expresar sentimientos y deseos. La metaf’sica es censurable no tanto por lo que dice sino por la forma en que dice lo que dice. La metaf’sica no puede formularse como un tratado te—rico sino que deber’a asumir m‡s bien las formas del arte. En este sentido Carnap alaba a Nietzsche y a su obra As’ habl— Zaratustra, escrita como un poema.

              La idea general de que ciertos tipos de discurso no pretenden describir la realidad se aplica o puede aplicarse tambiŽn a la Žtica. Si la Žtica quiere tener contenido emp’rico ser‡ una de las ciencias y, en este sentido, su objetivo ser‡ describir los intereses, los deseos, los valores, etc. de los sujetos. La Žtica como ciencia descriptiva ser‡ reducible a la sicolog’a y a ella se le aplicar‡ el criterio verificacionista de significado. Esta es la posici—n de Schlick (1930b). Pero no es la œnica opci—n posible. Otra posibilidad consiste en considerar que la Žtica no tiene un objetivo te—rico, no pretende describir el mundo, sino que su objetivo es modificar actitudes y sentimientos en los sujetos. Una opci—n as’ la toma Stevenson en (1937). Stevenson utiliza una concepci—n del significado propuesta en 1924 por los fellows del Magdalene College de Cambridge, C. K. Ogden y I.A. Richards, en su libro The Meaning of Meaning. Ogden y Richards proponen tipos diferentes de significados que las palabras pueden poseer y que permiten que estas se usen con prop—sitos diversos. La idea de Stevenson es que, frente al uso descriptivo, el lenguaje puede tener un uso din‡mico, y la posibilidad del uso din‡mico descansa en que las palabras poseen, posiblemente junto con un significado cognoscitivo, un significado emotivo. La propuesta de Stevenson para la Žtica es que el prop—sito descriptivo y, por tanto, el significado cognoscitivo, no es el m‡s b‡sico en el discurso Žtico. Las proposiciones de la Žtica no son registros de los intereses de los sujetos, como defendieron Hume y Hobbes y posteriormente Schlick, sino invitaciones a modificar  nuestras opiniones acerca de las cosas. Cuando alguien dice: ÒEs bueno xÓ no est‡ describiendo un conjunto de caracter’sticas que x posee y que se resumen bajo el r—tulo de ÒbuenoÓ, sino que est‡ tratando de convencer a su interlocutor de que haga x o propicie que x ocurra. ƒste es un uso del lenguaje que no pretende describir c—mo es el mundo sino cambiarlo. El an‡lisis del tŽrmino ÒbuenoÓ usando la noci—n de significado emotivo, como hace Schlick, se aplica a todo discurso acerca de valores, no s—lo al discurso Žtico. As’ la estŽtica podr’a interpretarse tambiŽn como un discurso dirigido a modificar nuestros gustos e inclinaciones. Aquello que no posee significado cognoscitivo, si bien no tiene sentido, en la acepci—n tŽcnica que los neopositivistas dan a la expresi—n, s’ puede poseer interŽs por otros motivos.

 

 

4. El papel de la Filosof’a

 

              Como se ha visto al comienzo de este cap’tulo, uno de los prop—sitos de los miembros del C’rculo de Viena era la construcci—n de una filosof’a cient’fica de la que pudiera decirse que progresa al igual que ocurre con la ciencia natural. Lo que significa esta concepci—n cient’fica de la filosof’a var’a de unos miembros a otros del C’rculo de Viena, y tampoco es la misma en Wittgenstein, en Russell o en Moore. A esto se une la dificultad de que a veces una cosa es lo que los fil—sofos anal’ticos dicen expl’citamente que debe ser la filosof’a y otra cosa bien distinta es lo que ellos mismos hacen de hecho. En cualquier caso, la tesis m‡s extendida respecto a este asunto es que la filosof’a no tiene un objeto propio y diferente del de otras disciplinas. Como se ha visto, el neopositivismo es una forma de positivismo y por esta raz—n queda excluida la posibilidad de considerar a la filosof’a (o a cualquier otra disciplina) como una forma de justificaci—n a priori de los conceptos cient’ficos o de sentido comœn que manejamos. El œnico conocimiento a priori es el que proporcionan la l—gica y las matem‡ticas, que son ciencias formales cuyas proposiciones son tautolog’as y no gozan de sentido en la interpretaci—n fuerte de este tŽrmino. Las tautolog’as son proposiciones ÒdegeneradasÓ sin contenido emp’rico. 

El resultado de hacer filosof’a no es la formaci—n de doctrinas filos—ficas sustantivas, sino m‡s bien la de aclarar conceptos y establecer fundamentos para otras partes del conocimiento. La actividad filos—fica por excelencia es el an‡lisis conceptual, de ah’ el apellido de Òanal’ticosÓ con el que se conoce a los fil—sofos de esta corriente.

              Wittgenstein sostiene que Òla filosof’a no es una doctrina sino una actividadÓ (Tractatus ÀÀ) y Schlick expresa la misma idea diciendo: ÒLa caracter’stica positiva del viraje del presente, se halla en el hecho de que reconozcamos a la filosof’a como un sistema de actos en lugar de un sistema de conocimientos. La actividad mediante la cual se descubre o determina el sentido de los enunciados: Žsa es la  filosof’aÓ (Schlick 1930: 62).

              La posici—n de que la filosof’a es una actividad y que el resultado de esta actividad no es un conjunto de doctrinas estuvo muy extendida entre los miembros del C’rculo. La actividad misma consiste en el an‡lisis del lenguaje y la dilucidaci—n de los conceptos tanto de la ciencia como del lenguaje comœn. Ayer expresa esta idea diciendo que Ò[e]l quehacer filos—fico es una actividad de an‡lisisÓ (Ayer 1967: 55). Cuando se analizan conceptos y se dilucida su significado se contribuye al avance del conocimiento. El tipo de an‡lisis conceptual que los neopositivistas consideran propio de la filosof’a es el que se encuentra, por ejemplo, en la definici—n que ofrece Frege de la noci—n de nœmero finito (y otras) en (1984). Otro ejemplo famoso es el an‡lisis del concepto de simultaneidad que aparece en la Teor’a de la Relatividad de Einstein y, dentro de la filosof’a del lenguaje, el tratamiento de Russell de las oraciones que involucran descripciones definidas e indefinidas en (1905).

              Adem‡s del an‡lisis de los conceptos, la filosof’a tiene el cometido de proporcionar una metodolog’a a las ciencias y esto es tarea especial de la l—gica. La metodolog’a de la ciencia pertenece a la l—gica y de ah’ el interŽs de los positivistas por el problema de la inducci—n. Que la inducci—n no pudiera definirse en tŽrminos de l—gica deductiva no era un asunto banal en el contexto neopositivista. El interŽs por la inducci—n y, en general, por la metodolog’a de las ciencias fue uno de los factores del florecimiento de la l—gica inductiva y de las teor’as de la probabilidad l—gica durante la primera mitad del siglo XX. Para incorporar las necesidades de la ciencia al ‡mbito de problemas resolubles por mŽtodos l—gicos, algunos fil—sofos, como Carnap en (1950), aumentaron el campo de la l—gica, distinguiendo entre l—gica deductiva e inductiva, y haciendo que en general la l—gica se ocupara del tratamiento de los argumentos, tanto concluyentes como no-concluyentes. Los argumentos inductivos son argumentos no-concluyentes, o no-v‡lidos, desde el punto de vista de la l—gica cl‡sica, pero junto con la noci—n de validez se puede considerar la de fuerza inductiva y distinguir as’ los argumentos inductivos aceptables de los que no lo son.

              En su labor metodol—gica la  filosof’a parte de una tesis neopositivista muy extendida entre los miembros de esta corriente y es la de la unidad del mŽtodo. La ciencia es una, el mŽtodo cient’fico es uno, y todo lo que no caiga bajo Žl simplemente no es ciencia. A esta tesis se une la de que todo lo que puede decirse con sentido puede ser expresado en el lenguaje de Principia Mathematica constituyendo, de este modo, la l—gica la sintaxis de una especie de lingua franca para todo discurso con significaci—n cognoscitiva. La sem‡ntica de esta lingua franca ha de ser de inspiraci—n empirista. El atenimiento a la l—gica matem‡tica y al proyecto positivista constituyen sin duda las se–as de identidad m‡sclaras de los primeros a–os de la filosof’a anal’tica y han sido tambiŽn responsables de sus primeras rigideces y de sus dificultades m‡s enquistadas. Al ideario del neopositivismo renunciaron pronto sus mismos proponentes y puede decirse que el proyecto iniciado por Moritz Schlick se fue desmoronando desde dentro. No obstante, en su momento produjo una renovaci—n revolucionaria de los mŽtodos y los lenguajes filos—ficos dominantes en la filosof’a europea del siglo XIX y ha tenido una enorme influencia en el desarrollo de la filosof’a del siglo XX. Si bien ya no abundan los fil—sofos que defiendan seriamente el ideario del C’rculo de Viena, el estilo de hacer filosof’a que se inici— con ellos y con los fil—sofos que trabajaban en Cambridge por esta Žpoca goza en la actualidad de gran vigencia y empuje. Considerarse hoy un fil—sofo anal’tico ya no comprometo con una peculiar concepci—n de la filosof’a como actividad, ni con el uso de un lenguaje empirista o con la tesis de la unidad del mŽtodo, pero s’ con un intento por definir los problemas con claridad y por contribuir al avance general del conocimiento sin caminar de espaldas a las ciencias. La marcas identificativas de la filosof’a anal’tica contempor‡nea son, adem‡s de las mencionadas, el respeto por una tradici—n de pensamiento iniciada por Frege, Russell, Moore y Wittgenstein, entre otros, que posteriormente floreci— en Inglaterra y Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial (y, por lo que respecta a su localizaci—n geogr‡fica, a causa de ella) y que ha vuelto recientemente con fuerza a Europa.

 

 

5. Antolog’a de Textos

M. Schlick: ÒEl viraje de la filosof’aÓ. En Ayer (1967)  pp60-62 de Ayer

 

Porque estoy convencido  de que nos encontramos en un punto de viraje definitivo de la filosof’a, y que estamos objetivamente justificados para considerar como concluido el estŽril conflicto entre sistemas. En mi opini—n en el momento presente ya estamos en posesi—n de los medios que hacen innecesario en principio un conflicto de esta naturaleza. Lo que se necesita ahora es aplicarlos resueltamente.

                        Estos mŽtodos se desarrollaron silenciosamente, inadvertidos por la mayor’a de los que ense–an filosof’a o la escriben; y as’ se cre— una situaci—n que no es comparable con ninguna anterior. Que la situaci—n es œnica y que la nueva direcci—n de la filosof’a es realmente definitiva, solo puede comprenderse cuando se conocen las sendas nuevas y se contempla retrospectivamente, desde la posici—n a la que conducen, a todos estos esfuerzos que pasaron por Òfilos—ficosÓ.

                        Las sendas tienen su origen en la l—gica. Leibniz vio confusamente su principio. Gottlob Frege y Bertrand Russell abrieron tramos importantes en las œltimas dŽcadas, pero el primero en avanzar hasta el punto del viraje decisivo fue Ludwig Wittgenstein (en su Tractatus Logico-Philosophicus, 1922).

                        Es bien sabido que en los œltimos decenios los matem‡ticos desarrollaron nuevos mŽtodos l—gicos, primordialmente para la soluci—n de sus propios problemas  que no pod’an ser resueltos con auxilio de las formas tradicionales de la l—gica. Pero la l—gica as’ surgida, desde hace tiempo ha mostrado tambiŽn de otras maneras su superioridad sobre las viejas formas e indudablemente pronto las habr‡ desplazado por completo. ÀMe refer’a yo a esta l—gica como el poderoso medio que en principio es capaz de elevarnos por encima de todos los conflictos filos—ficos? ÀNos proporciona reglas generales con cuya ayuda pueden resolverse por lo menos en principio todos los problemas tradicionales de la filosof’a?

                        Si fuese as’, dif’cilmente hubiera tenido yo derecho a decir que se hab’a producido una situaci—n completamente nueva. Porque entonces, s—lo se habr’a logrado un progreso tŽcnico gradual, como, por ejemplo, cuando el invento del motor de combusti—n interna hizo al fin posible la soluci—n al problema del vuelo. Por mucho que deba estimarse el valor del nuevo mŽtodo, es indudable que no puede producirse nada tan fundamental con la mera elaboraci—n de un mŽtodo. El gran viraje no debe, pues, ser atribuido a la l—gica misma, sino a algo totalmente distinto que en realidad ella estimul— e hizo posible, pero que actœa en un plano mucho m‡s profundo: el conocimiento de la naturaleza de lo l—gico mismo.

                        Que lo l—gico es en cierto sentido lo puramente formal se ha dicho hace ya mucho tiempo y con frecuencia; pero no estaba verdaderamente clara la naturaleza de las formas puras. El camino hacia tal claridad parte del hecho de que todo conocimiento es una expresi—n, una representaci—n. Es decir, expresa la situaci—n del hecho que es conocida en ella. Esto puede ocurrir en cualquier nœmero de modos, en cualquier idioma, por medio de cualquier sistema arbitrario de signos. Todos esos modos posibles de representaci—n Ðsi de otra manera expresan realmente el mismo conocimiento- deben tener algo en comœn, y lo que les es comœn es su forma l—gica.

                        As’, todo conocimiento lo es solo por virtud de su forma. Es a travŽs de su forma como representa las situaciones conocidas. Pero la forma misma a su vez no puede ser representada. S—lo ella es importante para el conocimiento. Todo lo dem‡s es material inesencial y accidental de la expresi—n, no diferente, digamos, de la tinta con la cual escribimos un enunciado.

                        Esta simple idea tiene consecuencias de grand’sima importancia. Sobre todo, nos permite librarnos de los problemas tradicionales de Òla teor’a del conocimientoÓ. Las investigaciones relativas a la Òcapacidad humana de conocimientoÓ. Las investigaciones relativas a la Òcapacidad humana de conocimientoÓ, en la medida en que no forman parte de la psicolog’a, son remplazadas por consideraciones acerca de la naturaleza de la expresi—n, de la representaci—n, es decir, acerca de todo ÒlenguajeÓ posible en el sentido m‡s general de la palabra. Desaparecen las cuestiones relativas a la Òvalidez y l’mites del conocimientoÓ. Es cognoscible todo lo que puede ser expresado, y Žsta es toda la materia acerca de la cual pueden hacerse preguntas con sentido. En consecuencia, no hay preguntas que en principio sean incontestables, ni problemas que en principio sean irresolubles. Los que hasta ahora se han considerado as’ no son interrogantes autŽnticas, sino series de palabras sin sentido. Sin duda alguna, vistas exteriormente parecen preguntas, ya que aparentemente satisfacen las reglas habituales de la gram‡tica, pero en realidad consisten en sonidos vac’os, porque quebrantan las profundas reglas internas de la sintaxis l—gica descubiertas por el nuevo an‡lisis.

                        Dondequiera que haya un problema con sentido siempre se puede, en teor’a, encontrar el camino que lleva a su soluci—n. Porque se demuestra en la pr‡ctica que el se–alamiento de este camino coincide en el fondo con el se–alamiento del sentido de la pregunta. El recorrido pr‡ctico de ese camino puede ser dificultado, naturalmente, por circunstancias de hecho, por ejemplo, por capacidades humanas deficientes. El acto de verificaci—n en el que desemboca finalmente en el camino seguido para la resoluci—n del problema siempre es de la misma clase: es el acaecimiento de un hecho definido comprobado por la observaci—n, por la vivencia inmediata. De esta manera queda determinada la verdad (o falsedad) de todo enunciado, de la vida diaria o de la ciencia. No hay, pues, otra prueba y confirmaci—n de las verdades que no sea la observaci—n y la ciencia emp’rica. Toda ciencia (en cuanto referimos esta palabra al contenido y no a los dispositivos humanos para llegar a Žl) es un sistema de conocimientos, esto es, de proposiciones emp’ricas verdaderas. Y la totalidad de las ciencias, con inclusi—n de los enunciados de la vida diaria, es el sistema de conocimientos. No hay, adem‡s de Žl, ningœn dominio de verdades Òfilos—ficasÓ. La filosof’a no es un sistema de proposiciones, no es una ciencia.

 

Carl Hempel: ÒProblemas y cambios en el criterio empirista de significadoÓ. En Ayer (1967), p. 130

 

En realidad, el contenido de un enunciado con significado emp’rico no puede, en general, ser exhaustivamente expresado por medio de ninguna clase de oraciones observacionales.

                        Porque exam’nese, primero, entre los enunciados admitidos por nuestro criterio, cualquier hip—tesis puramente existencial o cualquier enunciado que implique cuantificaci—n mixta. Como se ha indicado ya antes, segœn (2.2) (a), los enunciados de esta clase no implican oraciones observacionales de ninguna clase; y, por lo tanto, su contenido no puede ser expresado por medio de una clase de oraciones observacionales.

                        Y, segundo, aunque la mayor parte de los enunciados de forma puramente universal (como ÒTodos los flamencos son rosadosÓ) implican oraciones observacionales (como ÒEsa cosa es rosadaÓ), s—lo cuando se combinan con otras oraciones observacionales adecuadas (como ÒEsa cosa es un flamencoÓ).

                        Esta œltima observaci—n puede ser generalizada. El uso de hip—tesis emp’ricas para la predicci—n de fen—menos observables requiere, pr‡cticamente en todos los casos, el uso de hip—tesis emp’ricas subsidiarias.[1] As’, por ejemplo, la hip—tesis de que el agente de la tuberculosis tiene forma de bast—n no implica por s’ misma la consecuencia de que observando una  muestra de un esputo tuberculoso al microscopio se ver‡n formas de bastoncitos: para reducir esa predicci—n hay que usar como premisas adicionales un gran nœmero de hip—tesis subsidiarias, incluyendo la teor’a del microscopio.

                        De aqu’ que lo que constantemente se denomina Òel significado (cognoscitivo)Ó de una hip—tesis cient’fica dada, no pueda ser adecuadamente caracterizado s—lo en tŽrminos de pruebas observacionales potenciales, ni pueda ser especificado para la hip—tesis tomada aisladamente. Para comprender Òel significadoÓ de una hip—tesis en un lenguaje empirista, tenemos que saber no meramente quŽ oraciones de observaci—n implica sola o en conjunci—n con hip—tesis subsidiarias, sino tambiŽn quŽ otras oraciones en el lenguaje dado la confirmar’an o la negar’an, y de quŽ otras hip—tesis ser’a la hip—tesis dada confirmatoria o refutadora. En otras palabras, el significado cognoscitivo de un enunciado en un lenguaje empirista se refleja en la totalidad de sus relaciones l—gicas con los dem‡s enunciados en aquel lenguaje, y no s—lo con las oraciones observacionales. En este sentido, los enunciados de la ciencia emp’rica tienen un significado excedente adem‡s del que puede expresarse por medio de las oraciones observacionales pertinentes.

 

 

Rudolf Carnap: ÒLa superaci—n de la Metaf’sica mediante el an‡lisis l—gico del lenguajeÓ. En Ayer (1967), p. 74

 

Hasta ahora hemos estudiado solamente aquellas pseudoproposiciones que contienen una palabra asignificativa. Pero hay adem‡s un segundo gŽnero de pseudoproposiciones; Žstas constan de palabras con significado, pero reunidas de tal manera que el conjnto no tiene sentido. La sintaxis de un lenguaje especifica quŽ combinaciones de palabras son admisibles y cu‡les inadmisibles. Sin embargo, la sintaxis gramatical de un lenguaje natural no es capaz de realizar la tarea de eliminar todos los casos de combinaciones de palabras que resulten sin sentido. Tomemos como ejemplo las dos secuencias de palabras siguientes:

1) ÒCŽsar es y.Ó

2) ÒCŽsar es un nœmero primo.Ó

La secuencia de palabras (1) est‡ construida antisint‡cticamente. Las reglas de la sintaxis exigen que el tercer tŽrmino estŽ ocupado no por una conjunci—n, sino por un predicado, sea un sustantivo (al que puede acompa–ar un art’culo) o un adjetivo. Por ejemplo, la secuencia de palabras ÒCŽsar es un generalÓ est‡ formada de acuerdo con las reglas de la sintaxis. Es, por tanto, una secuencia de palabras plena de sentido, una genuina proposici—n. La secuencia de palabras (2) carece de sentido. ÒNœmero primoÓ es un predicado de los nœmeros; no puede ser ni afirmado ni negado de una persona. A pesar de que (2) aparenta ser una proposici—n no lo es, no declara nada, no expresa ninguna relaci—n existente o inexistente. Por ello llamaremos a esta secuencia de palabras Òpseudoproposici—nÓ.

El hecho de que en este caso no se hayan violado las reglas de la sintaxis gramatical parece inducir a primera vista a la opini—n err—nea de que estamos frente a una proposici—n, aunque ella sea falsa. Pero ÒA es un nœmero primoÓ es falso si, y solamente si, A es divisible entre un nœmero natural distinto de A y de 1; evidentemente es il’cito sustituir en este caso ÒAÓ por ÒCŽsarÓ. Este ejemplo ha sido escogido porque el sinsentido es f‡cilmente detectable en Žl. Pero no siempre resulta f‡cil reconocer el car‡cter de pseudoproposici—n de algunas de las llamadas proposiciones de la metaf’sica. El hecho de que los lenguajes cotidianos permitan la formaci—n de secuencias verbales carentes de sentidosin violar las reglas de la gram‡tica indica que la sintaxis gramatical resulta insuficiente desde un punto de vista l—gico. Si la sintaxis gramatical tuviera una exacta correpondencia con la sintaxis l—gica no podr’an formarse pseudoproposiciones. Si la sintaxis gramatical no solamente estableciera diferencias en el orden categorial de las palabras, tales como sustantivos, adjetivos, verbos, conjunciones, etc., sino que hiciera dentro de cada una de estas categor’as las diferencias posteriores que son l—gicamente indispensables, no podr’an constituirse pseudoproposiciones.

Por ejemplo, si se subdividiera gramaticalmente a los sustantivos en distintas clases de acuerdo con las proposiciones asignadas, sea a los cuerpos f’sicos, sea a los nœmeros, etc., entonces las palabras ÒgeneralÓ y Ònœmero primoÓpertenecer’an a diferentes clases gramaticales de palabras y (2) ser’a tan contrario al lenguaje como (1), por lo que en un lenguaje correctamente construido toda secuencia de palabras carente de sentido ser’a de la clase del ejemplo (1). Meras consideraciones de orden gramatical las eliminar’an de manera casi autom‡tica; es decir, que ser’a innecesario el prestar atenci—n al significado de cada palabra individual a efecto de evitar sinsentidos, bastar’a con atender  a su orden sint‡ctico (por ejemplo, ser’an Òcategor’as sint‡cticasÓ cosas, propiedades de cosas, relaciones entre cosas, nœmeros, propiedades de nœmeros, relaciones entre nœmeros, y as’ sucesivamente). En consecuencia, si se justifica nuestra tesis de que las proposiciones de la metaf’sica son pseudoproposiciones, en un lenguaje construido de un modo l—gicamente correcto la metaf’sica no podr’a expresarse. Aqu’ se revela la importancia filos—fica de la tarea de elaborar una sintaxis l—gica que ocupa a los l—gicos en la actualidad.

 

 

 

 

 

6. Bibliograf’a

 

Ayer, A. J. (1967): Lenguaje, Verdad y L—gica. Ediciones Mart’nez Roca, S. A., s/l, 1971.

Ayer, A. J. (1959): El Positivismo L—gico. Madrid, Fondo de Cultura Econ—mica

Carnap. R. (1932). ÒLa superaci—n de la metaf’sica mediante el an‡lisis l—gico del lenguajeÓ. En Ayer (1959), pp. 66-87

Carnap. R. (1950: Logical Foundations of Probability. Chicago, Chicago University Press

D’ez, J. A. y Moulines, C.U. (1997): Fundamentos de Filosof’a de la Ciencia. Barcelona, Ariel.

Frege, G. (1884): ÒLos Fundamentos de la AritmŽticaÓ en Frege (1996), pp. 31-144

Frege, G. (1996): Escritos Filos—ficos. Madrid, Cr’tica

Hempel, C. (1950): ÒProblemas y cambios en el criterio empirista de significadoÓ. En Ayer (1959), pp. 115-136

Hempel, C. (1965): La explicaci—n cient’fica. Estudio sobre la filosof’a de la ciencia. Barcelona, Buenos Aires, MŽxico, 1988

Neurath, O. (1933): ÒProposiciones protocolaresÓ. En Ayer (1959), pp. 205-214

Ogden, C.K. y Richards, I. A. (1924): The Meaning of Meaning. Cambridge University Press. Traducci—n castellana (1984): El significado de significado: una investigaci—n acerca de la influencia del lenguaje sobre el pensamiento y la ciencia simb—lica. Barcelona, Paid—s

Ramsey, F. (1928): ÒUniversals of law and of factÓ. En Ramsey (1990).

Ramsey, F. (1990): Philosophical Papers. Editado por D.H.Mellor. Cambridge, Cambridge University Press

Russell, B. (1905): ÒSobre la denotaci—nÓ. En Russell (1956), pp- 51-74 de la traducci—n castellana

Russell, B. (1956): Logic and Knowledge. Essays 1901-1950. Londres, Georges Allen and Unwin Ltd. Traducci—n castellana: L—gica y Conocimiento. Madrid, Taurus, 1981

Schlick, M. (1930a): ÒEl viraje de la Filosof’aÓ. En Ayer (1959), pp. 59-65

Scxhlick, M. (1930b): ÒÀQuŽ pretende la ƒtica?Ó. En Ayer (1959), pp. 251-268

Schlick, M. (1932): ÒPositivismo y RealismoÓ. En Ayer (1959), pp. 88-114

Stevenson, C. L. (1937): ÒEl significado emotivo de los tŽrminos ŽticosÓ. En Ayer (1959), pp. 269-286

Wittgenstein, L. (1921): Tractatus l—gico-philosophicus. Traducci—n, introducci—n y notas de Luis M. ValdŽs Villanueva, Madrid, Tecnos, 2002.



[1] Este punto est‡ claramente tomado en consideraci—n en todos los criterios de significado cognoscitivo de Ayer, que estudiamos en la secci—n 2.