Francisco Entrena Duran

Relato autobiográfico

Los orígenes: El Desbarbado y la infancia campesina

A lo largo de décadas de trayectoria académica, he preferido que sea mi trabajo el que hable por mí. Aunque he compartido ideas, investigaciones y experiencias docentes, siempre opté por reservar mi historia personal para los espacios íntimos. Esta decisión respondía al deseo de que el foco permaneciera en la obra —y no en la biografía—, evitando que lo personal desviara la atención del trabajo realizado o lo elevara más allá del valor que, por sí mismo, pudiera tener. Sin embargo, con setenta años cumplidos y a las puertas de mi jubilación obligatoria, siento que ha llegado el momento de compartir estas vivencias. No lo hago por nostalgia ni por protagonismo, sino porque encuentro valor en narrar los orígenes, el camino recorrido y el sentido que ha tenido. Esta historia no es solo mía, sino que es también fragmento de una memoria colectiva: la de tantos de mi generación que, desde entornos rurales y humildes, luchamos por acceder al conocimiento para construir, desde él, una sociedad más justa. Ojalá este testimonio ayude a comprender los cimientos de mi compromiso académico y social. Y acaso, también, a acompañar a quienes hoy transitan senderos similares.

Nací el 5 de noviembre de 1954 en el cortijo El Desbarbado, situado a unos diez kilómetros de Montefrío (Granada), dentro del término municipal de ese municipio, en el seno de una familia campesina. Vine al mundo en una cuadra, parte de la cual mi abuela materna había acondicionado como vivienda cuando se casaron mis padres. Aún conservo un vago recuerdo de cómo las mulas, que seguían ocupando el resto del establo, rompían a veces la pared con sus patadas. Mi madre, entonces, la reparaba con piedras y barro, y luego la encalaba de nuevo.

Tiempo después, mi abuela materna —que había enviudado durante la Guerra Civil, cuando su marido murió de apendicitis, dejando al mayor de sus cinco hijos con apenas once años— repartió la tierra que habían comprado en el cortijo El Desbarbado durante el matrimonio entre sus hijos, a cambio de que éstos le pasaran una renta anual para su sustento, ya que ella nunca tuvo derecho a una pensión. Justo después de la repartición, se trasladó al pueblo de Montefrío, donde compró una casa de fachada muy estrecha, con dos plantas, pero que carecía de baño y agua corriente, como muchas otras del pueblo en aquella época. Al parecer, la adquirió con el dinero obtenido de la venta de una finca rústica que había heredado. A cada uno de sus hijos le correspondieron algo más de cinco hectáreas de secano. La parte asignada a mi familia estaba compuesta por dos fincas distintas y un minúsculo terreno para regadío que, en nuestro caso, se encontraba tan alejado de la alberca compartida con muchos vecinos que, en cuanto avanzaba el verano y disminuía el chorro de agua, apenas se llenaba el fondo durante las horas que, de acuerdo con el tamaño de nuestra parcela, nos correspondían. En esas condiciones, cuando se liberaba el agua, ésta se perdía por el camino, en aquella acequia reseca, y no llegaba a su destino. Como resultado, las hortalizas que habían sido plantadas acababan por secarse.

La finca más cercana al cortijo, con menor inclinación y tierra más fértil, era la más adecuada para el cultivo y el trabajo diario. La otra, de mayor tamaño y con fuertes pendientes, se encontraba algo más alejada. Esta última contaba con una zona donde crecían algo más de cincuenta olivos, otra destinada a la siembra de cereal o leguminosas —como garbanzos, yeros o veza— y un trozo considerable de bosque.

Fue en la parte alta de la finca de menor inclinación, cuyo tamaño era ligeramente superior a una hectárea donde mis padres, endeudándose, contrataron a un albañil para que les construyera el embrión de una casa, a unos 800 metros del cortijo, la cual, con los años y a medida que disponían de algo de dinero, fueron ampliando poco a poco. En un principio, solo se construyó una habitación con una cámara encima que hacía las veces de dormitorio común para padres e hijos, además de almacén. Allí se guardaba el grano, la fruta y la matanza del cerdo, así como otros diversos enseres. Por ejemplo, los melones colgaban de las vigas del techo, y a veces se caían durante la noche y nos despertaban con su ruido. Alguno de mis padres decía: “Ese tendremos que comérnoslo mañana”.

Recuerdo una noche de mucho viento en la que mi padre, temiendo que el tejado saliera volando, nos despertó y bajamos todos a la parte baja de la casa. Mientras no pudo contratar a otro albañil para construir los anexos que la casa necesitaba, él mismo los levantó y los techó con juncos. Así consiguió un espacio para cobijar a los animales domésticos y, de paso, proteger mejor la casa del viento.

Me viene a la memoria cómo mi hermano y yo —en mi caso tendría unos nueve años y él dos menos— pasamos todo un verano transportando con una carretilla la tierra que mi padre extraía al cavar en la parte trasera de la casa, donde luego se construyeron dos dormitorios. Llevábamos esa tierra al frente, donde sirvió como base para ampliar la explanada en la que solíamos sentarnos a la sombra de un parral y diferentes árboles plantados por mi padre, entre los que recuerdo algunos almendros, en algunas de cuyas ramas él injertó con éxito ciruelos, de modo que un mismo árbol llegaba a dar tanto almendras como ciruelas. La parte trasera de la casa estaba soterrada hasta una altura considerable de la pared. Sin embargo, igual que ya se había hecho en la primera fase de la edificación de la casa y, como era habitual en aquel entorno, no se utilizó cemento y se construyó solo con piedras y barro, que luego fueron revestidas con yeso. Aun así, mi padre supo ingeniárselas para evitar filtraciones: encargó al albañil que dejara un espacio entre la pared trasera y el corte de tierra, que luego rellenó con pequeñas piedras. Además, construyó una canalización en el fondo para que la humedad y el agua de lluvia —así como la proveniente de la propia humedad del terreno— descendieran, circularan por esa canalización y salieran por los laterales hacia la parte delantera de la casa. Construidos de esta manera, los dormitorios, sobre los cuales se levantó un pajar, resultaron ser secos, frescos en verano y cálidos en invierno.

Por otra parte, para no tener que acarrear el agua desde la fuente, como hicimos durante varios años, mi padre cavó un pozo junto a aquella vivienda. Eligió un lugar donde había notado humedad y crecían plantas que indicaban la presencia de agua subterránea. Mi hermano y yo, que tendríamos entre ocho y diez años, lo ayudábamos extrayendo con una espuerta atada a una polea la tierra que él iba sacando a medida que avanzaba en la excavación. Gracias a ese pozo, si el año era medianamente lluvioso, podíamos prescindir de ir a la fuente durante la mayor parte de él.

Aquella casa, levantada a lo largo de años con tanto trabajo y esfuerzo, acabó derrumbándose tras permanecer deshabitada durante mucho tiempo; sobre todo porque quien compró la parcela a mi padre —en una época en que los precios de la tierra se desplomaban por las migraciones masivas del campo a las ciudades— no necesitaba la vivienda y se despreocupó de su conservación. Es más, acabó haciendo enterrar sus escombros para así aprovechar el solar en labores de cultivo. Esta es una más de tantas huellas de mis raíces que se han ido borrando con el paso del tiempo.

Las pequeñas propiedades de secano, abundantes en aquella zona de El Desbarbado donde vivían mis padres y otras familias en semejantes condiciones socioeconómicas a las nuestras, solo rendían, en los años de buena cosecha, lo justo para obtener el trigo necesario para pactar con el panadero el suministro de pan, así como el aceite de oliva que necesitaba la familia para pasar el año. Si la cosecha de aceitunas era buena, daba para los cuatro miembros de mi familia durante todo el año e incluso sobraba algo para los años siguientes cuando la cosecha era menor. Por ello, era imprescindible complementar esos escasos ingresos con trabajos en las fincas del terrateniente de la zona, además de criar animales domésticos —gallinas, cabras, cerdos, conejos, pavos, entre otros— que en su mayor parte se vendían para obtener algún ingreso. En nuestro caso particular, dada la estrechez del terreno donde se encontraba la casa, no era raro que surgieran problemas cuando los animales se escapaban y entraban a comer en los sembrados de los vecinos.

En aquel entorno rural, donde el trabajo infantil era habitual, comencé a ayudar a mi familia desde los cinco años. Cada día sacaba al campo unos treinta pavos, para que se alimentaran de las distintas hierbas que les gustaban o, de vez en cuando, de alguna lombriz o insecto.

Los pavos caminaban delante de mí, mientras yo movía suavemente una caña larga de un lado a otro —a su izquierda y a su derecha— para que no se salieran del camino. Con este sistema llegaba a alejarme hasta unos dos kilómetros de casa. Durante los meses de otoño, invierno y primavera, realizaba esta tarea en las horas centrales del día: salía por la mañana y regresaba por la tarde, antes de que anocheciera, comiendo en pleno campo algo que me preparaba mi madre.

En los calurosos meses de verano, el horario cambiaba. Partía al amanecer, antes de que saliera el sol, y permanecía en el campo hasta que el calor comenzaba a apretar, sobre las nueve o diez de la mañana.  Por la tarde, volvía a salir cuando empezaba a refrescar. Para saber cuándo debía regresar y evitar que me anocheciera en el camino —pues los pavos se volvían mucho más torpes para caminar con poca luz—, me fijaba en cómo el sol dejaba de iluminar poco a poco ciertas colinas.

Pasaba, como se deduce, muchas horas solo, durante las cuales jugaba con piedrecitas, con las que construía casitas, puentes o pequeñas paredes, e incluso las usaba para simular cochecitos que arrastraba por una supuesta carretera. Otras veces, simplemente, soñaba despierto. A veces, me limitaba a contemplar a los animales o intentaba interactuar con ellos. Recuerdo que una vez un pavo estuvo a punto de dejarme tuerto. Estaba recostado de lado en el campo cuando uno de ellos se me acercó y comenzó a mirarme fijamente. Yo, como si fuera un juego, le sostuve la mirada. De pronto, se lanzó a picarme directamente en el ojo, apuntando a la pupila, que era lo que le había llamado la atención. Por suerte, reaccioné muy rápido: cerré el ojo a tiempo y todo quedó en un susto y una pequeña herida en la parte externa próxima al ojo. Bastaron unas décimas de segundo para evitar una desgracia.

A los siete años me encomendaron una nueva tarea: llevar los cerdos al campo —tanto los nuestros como los de un vecino con más tierras y mejor posición—, una vez que se consideró que ya no corría peligro de ser atacado por ellos. A cambio, recibía una comida y el permiso para que nuestros propios cerdos se alimentaran también en las tierras de ese vecino, ya fuera hozando entre los rastrojos, aprovechando las hierbas, raíces y granos que quedaban tras la cosecha, o bien comiendo el forraje que crecía silvestre tras las lluvias del invierno, la primavera o el otoño.

Aprendí a leer a los cinco años con la ayuda de mi padre, quien nunca tuvo la oportunidad de asistir a la escuela. Más adelante, amplié mis conocimientos gracias a las lecciones de dos hombres sin titulación oficial de maestros, que sabían algo más que el resto de la población sobre cuentas y escritura. Estos hombres recorrían los cortijos de la zona en días alternos, pues hacían dos rutas diferentes.

Con el primero de esos maestros estuve poco tiempo, ya que dejó de venir, tal vez porque encontró otro trabajo o porque no consiguió suficientes alumnos, la mayoría de los cuales ya los tenía el maestro que venía habitualmente por la zona y que permaneció en ella más tiempo.

La enseñanza de este maestro, como la del que primero me dio clase, era breve: impartía clases a pequeños grupos de niños, a cada uno de los cuales solía dedicar, en promedio, unos veinte minutos, a cambio de una pequeña remuneración. Incluso llegué a recibir algunas clases suyas en el camino, mientras yo pastoreaba a los cerdos.

En las casas donde su llegada coincidía con la hora de las comidas, se le invitaba a sentarse a la mesa, o él mismo pedía que le cocinaran algo si aún no había comido. También dormía en alguna de las casas de su recorrido, ya que solo regresaba a su hogar familiar en Montefrío los domingos, y no sé si todos ellos.

 

Escolarización y migración interna

La facilidad con la que aprendí a leer fue decisiva para determinar mi destino. De no haber sido por ello —si simplemente hubiera tenido más dificultad para este aprendizaje, como tantas otras personas que luego han dado pruebas de una inteligencia excepcional— no habría sido etiquetado como “niño listo” por aquellos campesinos, muchos de ellos analfabetos, a quienes leía lo que me pedían y que, con sus elogios, alimentaban sin saberlo —ni pretenderlo— mi autoestima.

Fue este hecho el que impulsó a mi padre a escolarizarme, a los nueve años, en Montefrío, alojándome en casa de mi abuela materna, justo cuando el más duradero de aquellos maestros sin titulación emigró a Barcelona, como hicieron tantas otras familias de la zona donde pasé mis primeros años de vida. De hecho, mi padre también se planteó emigrar, pero no lo hizo porque temía perder el apoyo de las redes vecinales en ambientes urbanos desconocidos para nosotros, sobre todo teniendo en cuenta los frecuentes episodios de enfermedad mental que sufría mi madre.

La enfermedad de mi madre tenía una motivación claramente social. Hay que tener en cuenta que, cuando apenas tenía cinco años (esto sería a comienzos de los años treinta del siglo XX), la enviaban al monte a cuidar animales en un cortijo que sus padres habían arrendado, ubicado en las sierras entre Tocón (Granada) y Montefrío. No sé si en aquella época habría lobos en la zona, pero desde luego había zorros y, en cualquier caso, ella sentía tanto terror que huía corriendo a casa, donde recibía una paliza antes de ser devuelta al monte.

Esta auto explotación familiar al límite era algo habitual entre muchos campesinos. Como he mencionado en mis clases, se trata de una manifestación de lucha individual por la tierra, paralela a las luchas colectivas por ella que han sido tan estudiadas por conocidos científicos sociales. Ambas se explican por la importancia esencial que la posesión de la tierra tenía para el sustento y por su papel en la determinación de la posición social dentro de las sociedades agrarias tradicionales.

A este respecto, me viene a la memoria cómo mi padre, en una fecha que no recuerdo, celebraba que ese año nos comeríamos los jamones y los chorizos, ya que, habiendo pagado la deuda contraída para la construcción de parte de la casa, no tendría que venderlos. Recuerdo también cómo algún vecino se privaba de este tipo de comidas, e incluso de lo mejor de la fruta que producía, no para pagar una deuda, sino para ahorrar dinero con la intención de comprar más tierras.

En esas condiciones, años antes de la Guerra Civil, mi abuelo materno había logrado ahorrar para comprar las tierras de El Desbarbado, que más tarde heredó su familia tras su fallecimiento. Por entonces, mi madre tendría unos diez años, pues era la siguiente en edad después de su hermano mayor, que tenía once.

Mi abuela solía relatar las penurias que vivieron tras aquella pérdida y cómo malvivían trabajando la tierra como podían. Siempre repetía que nunca quiso venderla, porque era su única fuente de alimento. Las dificultades eran tales que a mi madre —y quizá también a sus hermanas— tuvieron que confeccionarle un vestido con la tela de un colchón viejo para que no anduviera desnuda.

Todo esto provocó que, ya en su adolescencia, mi madre sufriera su primer episodio de enfermedad mental. Tras recuperarse, se casó con mi padre y no volvió a recaer hasta que, cuando yo tenía unos cinco años, mi padre y sus hermanos arrendaron un cortijo. Aunque el dueño se llevaba la mitad de la cosecha sin trabajar, al menos así obtenían algún ingreso para subsistir.

Pero ese mismo año, en plena temporada agrícola, mi padre enfermó y le diagnosticaron principios de pleuresía. El médico le ordenó reposo absoluto, y mi madre —una campesina acostumbrada al trabajo duro— asumió su parte del trabajo, esforzándose incluso más de lo que él hubiera hecho, porque no quería que nadie cuestionara el derecho de nuestra familia a su parte de los ingresos del arrendamiento. Todo esto lo hacía mientras intentaba cuidar, como podía, de mi hermano y de mí.

El resultado fue que, a finales de aquel año, mi madre sufrió una recaída que marcó el inicio de un ciclo irreversible: años de aparente mejoría seguidos de nuevos brotes y complicaciones crecientes de salud, una espiral de enfermedades que acabaría con su fallecimiento prematuro.

Todo esto, tal vez, fue consecuencia de los tratamientos inadecuados con los que los médicos abordaban su problema mental. Pero también influyeron nuestras propias limitaciones, fruto de la falta de acceso al conocimiento que perpetuó o impuso el régimen franquista. Esa carencia se hacía evidente en hechos como el que mi madre abriera esas cápsulas protectoras que llevan algunos medicamentos porque no concebía la idea de ingerir “plástico”. Se tomaba el polvo en la palma de la mano, con esfuerzo a la vez que nos comentaba el muy mal sabor que tenía. Ni mi padre ni yo la corregíamos, convencidos de que así debía hacerse. Se revela aquí el trasfondo social de su enfermedad, agravado por las malas condiciones sanitaria que entonces existían.

Tanto antes como durante mi escolarización, aprovechando los periodos “vacacionales”, trabajé junto a mi padre y mi hermano —dos años menor que yo— en labores agrícolas como la recogida de aceitunas, el escarde y, especialmente, la siega de mieses en tierras de diferentes vecinos. Recuerdo que algunas parcelas de mieses maduras para la siega eran contratadas por mi padre a tanto alzado, lo que, en la práctica, suponía aceptar una remuneración aún más baja que la ya exigua de la época. Mi padre solía hacer cálculos en voz alta: “Entre tu hermano, tú y yo hacemos el equivalente a dos jornales de adulto. Pero, para segar esta mies, que el viento ha revolcado en buena parte, echaremos muchos más jornales de los que el dueño me dijo cuando cerramos el trato”. Ese acuerdo, como era habitual entonces, se establecía verbalmente y se sellaba con un apretón de manos. En aquel contexto, la palabra dada tenía un valor incuestionable, y quien no cumplía lo pactado quedaba muy mal visto por la comunidad, como alguien poco serio y no fiable. Aun sabiendo de antemano que el trabajo sería más duro y menos rentable de lo prometido, mi padre lo aceptaba, pues, al no poder emigrar debido a la enfermedad de mi madre, era la única vía que le quedaba para obtener algún ingreso. Estas tareas, propias de una zona agraria en declive, como aquella de Montefrío limítrofe con Algarinejo, proporcionaban algo de dinero en efectivo, un recurso escaso que era imprescindible en una economía mayoritariamente de auto subsistencia como la nuestra.

Estuve escolarizado durante cuatro cursos en Montefrío, donde el mismo maestro que tuve en el último año de enseñanza primaria me preparó para presentarme por libre en el Instituto de Enseñanza Media Padre Suárez de Granada. Allí realicé tanto el examen de ingreso en el bachillerato como las pruebas para superar las asignaturas del primer curso.

Recuerdo aquellos años con gratitud hacia mi abuela, quien, a pesar de tener un carácter muy fuerte —algo comprensible, dadas las duras condiciones que había tenido que soportar en su vida—, me daba continuas muestras de cariño, al tiempo que me trataba y alimentaba bien. De hecho, me sobrealimentaba, lo que, por otra parte, es común en muchas abuelas. Mi madre, cuando se encontraba bien, venía anualmente a encalarle la casa, algo que habría hecho incluso si yo no me hubiera alojado allí.

Mientras viví en el campo, nunca eché en falta tener dinero en efectivo. Pero en el pueblo, donde veía que otros compañeros de la escuela sí lo tenían y podían ir al cine o comprarse alguna chuchería, yo deseaba hacer lo mismo. Dos o tres veces, tras largas lloreras y pataletas, conseguí que mi abuela me diera algo para ir al cine.

Téngase en cuenta que ella, como dije antes, no cobraba pensión, y el único dinero en efectivo del que disponía lo obtenía pidiendo a sus hijos que le pagaran parte de la renta en metálico y no en especies, o bien vendiendo parte de esas especies.

Aun así, algunas veces era mi abuela quien me acompañaba al cine entre semana, aprovechando que ese día era “sección femenina” —ella decía “sección fémina”— y las mujeres no tenían que pagar. En ese caso, yo era el acompañante masculino y los dos íbamos al cine abonando una sola entrada.

Estas carencias se hacían más evidentes para mí, sobre todo teniendo en cuenta que la casa de mi abuela estaba en una zona de clase media del pueblo, lo que acentuaba el contraste entre lo que teníamos nosotros y lo que tenían otros.

Un síntoma de ello era que, como mi abuela no tenía ni televisión ni radio, yo solía ir a casa de algún vecino para ver, de vez en cuando, algún capítulo de series como Bonanza o Viaje al fondo del mar, en aquellas emisiones en blanco y negro. Tampoco en mi casa había entonces televisión ni radio y, en lo que respecta a la televisión, la primera se la compré yo a mi padre cuando ya había comenzado mi labor como profesor en la Universidad Complutense de Madrid.

Otra muestra de carencias elementales: recuerdo haber leído los tebeos de El Capitán Trueno o Roberto Alcázar y Pedrín sentado en el suelo del zaguán, pasando frío en pleno invierno, en la casa del niño que vivía justo enfrente de mi abuela. Él no quería dejarme sus tebeos para llevármelos a casa, sin duda por miedo a que no se los devolviera.

 

Adolescencia y Juventud en tránsito: De la Química a la Sociología

A partir del segundo curso de bachillerato, continué mis estudios en el Instituto de Enseñanza Media Virgen de la Caridad de Loja (Granada). El primer año viví con un tío paterno y, al siguiente, con una hermana de mi padre. Ambos residían en una zona humilde del barrio de San Francisco, muy cerca de la estación de tren que llevaba el mismo nombre. Habitaban casas de una sola planta, con tres habitaciones, sin baño ni agua corriente. Sus vecinos se encontraban en la misma situación social, y entre ellos había población gitana. Algunos de esos vecinos gitanos me pidieron que les diera clases particulares, ya que yo, con solo trece años, era el único adolescente del barrio que asistía al Instituto. Por supuesto, respondí afirmativamente a esa petición.

Posteriormente, toda mi familia se trasladó también a Loja, donde, durante el tiempo que residimos allí, vivimos en las afueras del pueblo, en dos casas alquiladas que carecían tanto de luz eléctrica como de agua corriente. Estas viviendas estaban en la misma zona que las casas de mis tíos, aunque más alejadas del pueblo y en pleno campo. El agua teníamos que acarrearla a mano, bajando una pendiente y subiéndola luego, cargados con cántaros o cubos, tal como habíamos hecho cuando vivíamos junto al cortijo El Desbarbado, antes de que mi padre cavara el pozo.

La primera de las casas donde residimos en Loja constaba de tres habitaciones: una central que hacía las veces de cocina y sala, y un dormitorio a cada lado. Recuerdo que, cuando cursaba cuarto de bachillerato y vivíamos allí, me alumbraba por las noches para estudiar con una lámpara de gas butano, lo cual ya representaba un avance respecto a la iluminación que había tenido en el campo. Durante el día, si el tiempo lo permitía, me iba a la montaña cercana en busca de silencio y mejor luz para estudiar.

La segunda casa donde vivimos estaba muy cerca de la anterior y tenía el mismo número de habitaciones. Nos mudamos a ella porque el dueño, un pariente lejano de mi padre, vendió la vivienda en la que residíamos. Esto ocurrió en 1970, el mismo año en que cumplí 16 años y comencé a cursar quinto curso de bachillerato. Esta casa contaba con un pequeño wáter interior, un servicio del que habían carecido todos los hogares en los que había vivido anteriormente. Se trataba de un edificio con varias viviendas. En una de ellas, una vecina ya tenía instalada la corriente eléctrica. Yo, que había aprendido los fundamentos de un circuito eléctrico en la clase de física del bachillerato, con su permiso hice una toma de corriente e instalé el cableado y las bombillas en las habitaciones de nuestra casa. Los cables me quedaron completamente torcidos, pero, aunque en varias ocasiones sufrí descargas de 120 voltios, conseguí que todas las bombillas funcionaran sin problemas. Ante mi “éxito”, acabé instalando la corriente eléctrica a otra vecina y, en este caso, que ya había observado cómo lo hacía un electricista profesional, el cableado me quedó estéticamente mejor y más recto.

En esas condiciones residí durante el tiempo que pasé en el Instituto Virgen de la Caridad de Loja, donde cursé cinco de los seis años que entonces comprendía el bachillerato, optando por la rama de Ciencias en su segundo ciclo. En ese mismo centro realicé el Curso de Orientación Universitaria (COU). Durante la mayoría de esos años fui becario y obtuve, en gran parte de las asignaturas, calificaciones de sobresaliente o matrícula de honor. Con este bagaje, y tras superar las pruebas de selectividad, comencé en enero de 1974 la carrera de Ciencias Químicas en la Universidad de Granada. Cabe señalar que ese año, debido a una reforma impulsada por el ministro de Educación Julio Rodríguez Martínez —derogada pocos meses después—, el curso universitario empezó excepcionalmente en enero, en lugar del tradicional mes de octubre.

Comprendí muy pronto que la Química no era mi verdadera vocación. Esa certeza fue la que me llevó, en febrero o marzo de 1975, a abandonar los estudios y acompañar a mi padre en su emigración a Donostia. Mi madre, cuyas múltiples enfermedades no hacían sino agravarse —y que acabarían llevándola a fallecer prematuramente en 1980, con poco más de cincuenta años—, quedó ingresada en la residencia de mayores y personas dependientes de las monjitas de Loja, conocida entonces popularmente como El Hospital.

Mi padre se vio obligado a tomar esta difícil decisión. La alternativa era seguir cuidando de mi madre —como venía haciendo desde hacía años— y renunciar a trabajar para subsistir, o bien buscar empleo y garantizar un mínimo sustento para la familia. Impulsado por la necesidad, optó por lo segundo, y marchamos hacia San Sebastián con la intención de encontrar algún empleo como peones en el sector de la construcción, donde ya trabajaba mi hermano. Como no disponíamos de vivienda propia, dejamos nuestros escasos muebles en Loja, en casa de un tío paterno.

En Donostia, donde no trabajé en el mismo lugar que mi padre, desempeñé diversos oficios a lo largo de 1975: acarreé cajas de fruta y verdura en el mercado, trabajé como peón en la construcción de la autopista de Bilbao a Behobia y también en la edificación de distintos inmuebles; incluso hice venta a domicilio, con muy poco éxito, por cierto. Más adelante, durante el servicio militar obligatorio en Valencia, en el que ingresé en enero de 1976, me topé por casualidad, en una librería, con un ejemplar que detallaba los planes de estudio de las distintas carreras universitarias. Me llamó la atención el de Sociología, una disciplina de la que apenas sabía qué era y que posiblemente no había escuchado mencionar. En uno de los permisos que nos concedían durante la mili, viajé a Madrid haciendo autostop para conocer la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología que era la única que entonces había en España. Lo que vi me atrajo profundamente y, al terminar el servicio militar, en 1977, decidí trasladarme para estudiar Sociología en la Universidad Complutense.

 

Madrid: Supervivencia, vocación y compromiso

Cuando me fui a Madrid en la primavera de 1977, llevaba lo puesto y unos exiguos ahorros que apenas me alcanzaron para pagar un par de meses de alojamiento en una habitación sin baño, compartida con otras dos personas, en la calle Ave María del barrio de Lavapiés. Para asearnos, teníamos un pequeño lavabo o la alternativa de acudir a unas duchas públicas que entonces existían en la glorieta de Embajadores, donde cobraban cuatro pesetas por el uso.

Aquellas dificultades me trajeron a la memoria los libros que habíamos leído y comentado con un profesor de Religión del bachillerato en Loja, un docente que no se limitaba a catequizarnos, sino que procuraba despertar en nosotros una mayor conciencia social y sentido crítico. Recuerdo que uno de los libros que nos recomendaba y analizábamos decía algo así como: “Vete a una ciudad desconocida para ti e intenta sobrevivir, y así entenderás la vida de un inmigrante”. Ese reto, que en su momento me producía cierto desasosiego, resultó ser algo que, sin buscarlo, estaba viviendo en carne propia tras mi llegada a Madrid.

Semejante forma de entender la educación, y el tipo de reflexiones que la acompañaban —poco habituales en la enseñanza de la época— no eran bien vistas por todos. Pero no es este el lugar para detenerme en ello.

Llegué a la capital de España con veintidós años y la determinación juvenil de salir adelante. Tenía la esperanza de encontrar algún trabajo que me permitiera estudiar al mismo tiempo, ya que mi padre, dada su situación económica, no estaba en condiciones de ayudarme, y yo tampoco consideraba adecuado pedírselo. Al principio, incluso llegué a vender paquetes de bolsas de plástico para basura, puerta a puerta. Encontré este tipo de “trabajo” en los anuncios de la prensa. Llamé al número indicado y, tras acudir al punto de encuentro y dedicar dos o tres días a esa tarea, aprendí lo necesario para “independizarme” y “establecerme por mi cuenta”.

La persona que gestionaba este negocio compraba los paquetes de bolsas, los cargaba en su vehículo y luego se reunía con nosotros, los “vendedores a domicilio”. Para asegurarse de que regresaríamos con los productos no vendidos y con el dinero correspondiente a los que sí lográbamos colocar, retenía nuestros documentos nacionales de identidad.

En mi caso, encontré un almacén donde podía adquirir directamente las bolsas. Iba con un bolso de mano que llenaba y luego salía a ofrecerlas casa por casa, lo que me permitía fijar un precio más bajo y, al mismo tiempo, obtener una mayor ganancia por cada paquete vendido. Recuerdo con gratitud cómo muchas familias humildes de los barrios obreros de Madrid, en casas sin ascensor, me compraban uno o varios paquetes, incluso cuando me mostraban que ya tenían reservas y no los necesitaban. Aprendí a subir escaleras durante horas sin cansarme. Como solía decir después, al tratar de transmitir mi descubrimiento a quien quisiera escucharme, el secreto estaba en subir con los pies, sin poner en marcha todo el cuerpo. Era una técnica casi intuitiva, una forma de economizar energía cuando cada peldaño se repetía decenas, cientos de veces al día.

Esta “ocupación de emprendedor”, que inicié en la primavera de 1977 tras mi llegada a Madrid, no duró más de un par de meses. Durante ese breve tiempo, sin embargo, logré sobrevivir gracias a esa actividad e incluso ahorrar algo de dinero. Siempre, en aquellos años, procuraba generar ese ahorro, pues me daba la seguridad de que no tendría que verme en la calle. La capital de España estaba entonces inmersa en una gran efervescencia de mítines y actos políticos, en medio de las agitadas convulsiones de la transición a la democracia. Todo aquello representaba un mundo nuevo de experiencias intensas, hasta entonces desconocidas para mí.

Posteriormente, emigré temporalmente a Mallorca para trabajar como lavaplatos en la hostelería durante tres veranos: el de mi llegada a Madrid —antes de comenzar la carrera— y los dos siguientes, tras primero y segundo curso. Como muchos en mi entorno, lo hice sin un contrato previo.

Mi hermano y mi padre ya trabajaban allí, también en el sector de la hostelería. En concreto, la ocupación de mi padre consistía en fregar lo que allí se conocía como perolas —ollas, sartenes y otros utensilios de gran tamaño—. Su trayectoria laboral fue similar a la de muchos hombres de su clase social y entorno en aquellos años: comenzó en la precariedad del trabajo jornalero, pasó luego por empleos temporales en la construcción y, cuando sus fuerzas empezaron a menguar, terminó en trabajos estacionales en hostelería.

Una trayectoria parecida siguió mi hermano (hoy cocinero jubilado), con la diferencia de que él se incorporó más tempranamente al sector de la hostelería y desarrolló en él la mayor parte de su vida profesional.

Mientras yo no encontraba empleo, dormía en una tienda de campaña que montaba y desmontaba cada día. Me alimentaba gracias a que mi padre me pasaba algo de comida, a la vez que estaba siempre pendiente de avisarme si surgía alguna oportunidad laboral.

La temporada turística de 1979 fue la última en la que pude acceder a ese trabajo que, aunque temporal y precario, me proporcionaba ingresos para afrontar el curso académico en Madrid con algo más de holgura. A partir de entonces, solo conté con las exiguas becas que lograba obtener gracias a mis calificaciones —una media superior al sobresaliente y con diferentes matrículas de honor desde el primer curso—. Esas becas solían pagarse con mucho retraso, generalmente al año siguiente de ser concedidas.

Para poder dedicar el máximo tiempo posible al estudio, estiraba mis escasos ahorros al límite, lo que me llevó a sufrir numerosas privaciones. Vivía en pensiones o pisos compartidos, situados en casas del viejo Madrid, con escaleras desgastadas, sin ascensor, sin ventilación adecuada y sin servicios mínimos como ducha o calefacción. Incluso llegué a padecer los efectos de la malnutrición, ya que, por mucho que intentara administrar el dinero, a menudo no me alcanzaba para comprar alimentos suficientes o adecuados que me permitieran mantener una dieta mínimamente saludable.

En aquellas circunstancias, la Biblioteca Nacional —entonces aún abierta al público general, antes de que su acceso se restringiera exclusivamente a investigadores, como ocurriría años después— me brindó un refugio sublime, un oasis de clima amable y silencioso, perfecto para la reflexión, el aprendizaje, la creatividad y el goce puro de adquirir y expandir el conocimiento. En su atmósfera serena, no solo hallaba consuelo, sino también el profundo deleite de sumergirme, sin prisa, en la exploración de numerosos libros y en las intensas reflexiones que éstos despertaban en mí. Muchos de ellos, encontrados en su vasto catálogo, abrían para mí mundos hasta entonces desconocidos.

Hasta entonces, más allá de los libros de texto obligatorios, mi acceso a la lectura había sido limitado. Es cierto que había logrado reunir algo más de sesenta volúmenes, adquiridos en ediciones económicas. Sin embargo, perdí la mayoría de ellos cuando, en un arranque de generosidad, se los presté a una pariente cercana que dudo que los leyera y que, desde luego, nunca me los devolvió. Arranque de generosidad o, mejor dicho, de ingenuidad, pues tal vez lo hice pensando que así lograría transmitir a esa persona los goces y las experiencias que yo había tenido con esas lecturas, cuando está claro que tales experiencias y goces no pueden transferirse, sino que deben ser descubiertos de manera personal en cada proceso de lectura. Y es que, obviamente, cada persona hace una lectura diferente de un mismo texto; es más, una misma persona hace lecturas distintas de un escrito según el momento anímico o la etapa de su vida en que lo lee.

No siempre entendía a fondo lo que leía. Por ejemplo, durante mi estancia en el Instituto Virgen de la Caridad de Loja, recuerdo haber comprado y leído El malestar en la cultura, de Sigmund Freud, o El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, libros que solo logré comprender plenamente en lecturas posteriores, cuando contaba con mayor madurez personal e intelectual. Otro de esos libros, adquirido también durante mi bachillerato en Loja, fue Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan.

Yo, si tenía algún dinero a mano, compraba esos libros simplemente porque me atraía su título, su índice o lo que anunciaban en su contraportada. Uno de mis profesores —cuyo nombre y la asignatura que impartía prefiero omitir, aunque aclaro que estaba claramente relacionada con la Ética— me manifestó en varias ocasiones su preocupación por el hecho de que yo leyera esos libros sin la guía moral que, según él, requerían. Lo cierto es que estas y otras lecturas —entre ellas también muchas novelas populares y, por lo tanto, no consideradas de calidad literaria— me permitían ir más allá de mi mundo, trascender mi cotidianeidad, acceder con la imaginación a realidades desconocidas para mí.

Con estos antecedentes, cuando, estando en Madrid, accedí a la Biblioteca Nacional, con veintidós años cumplidos y algo más de madurez intelectual, ésta me reveló la dimensión abrumadora —y hermosa— de lo desconocido. Allí nació en mí una sensación que aún perdura: la conciencia vibrante de todo lo que ignoraba, de las incontables preguntas que aguardaban respuesta. En ese viaje sin fin hacia el conocimiento, los numerosos volúmenes que allí estaban a mi disposición se convirtieron en mi brújula.

 Posteriormente, los recursos de la Biblioteca Nacional, junto con los fondos de lo que entonces era el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI, organismo precursor de la actual AECID), constituyeron un apoyo fundamental para la realización de mi tesis doctoral.

A lo largo de estas páginas, he intentado trazar los escenarios que moldearon mi existencia, desde la infancia hasta la vida universitaria. Soy consciente de que, entre líneas, quedan innumerables vivencias: épocas de carencia y zozobra, sí, pero también destellos de pura alegría y de travesuras infantiles y juveniles. Porque el verdadero disfrute no reside en la abundancia, sino en esa rara sabiduría —o acaso fortuna— que a veces nos depara la vida al brindarnos la ocasión, o la facultad, de aprender a apreciar las luces que hay escondidas, incluso bajo el cielo más gris.

Muchas de esas luces se las debo a mis amistades, con quienes compartí los sueños en los momentos más luminosos y enfrenté el dolor en los más sombríos. Algunas de esas personas, cuyos nombres no aparecen aquí, fueron faro y refugio en mi camino. Con su complicidad y calor humano, tejieron una red invisible que sostuvo mis pasos y dejó en mi memoria una huella imborrable: la certeza de que ningún camino es realmente solitario cuando se cuenta con compañías con quienes transitarlo día a día.

Mi recorrido vital ha sido inseparable de mi labor como sociólogo. Mi trabajo académico ha estado siempre atravesado por una sensibilidad hacia las desigualdades estructurales, fruto de una infancia y juventud vividas en contextos de exclusión y esfuerzo constante. A lo largo de mi trayectoria como profesor, he procurado que mi experiencia personal sirviera como puente entre el conocimiento teórico y la realidad de quienes viven en condiciones de vulnerabilidad, tratando de contribuir así a una sociología comprometida con la transformación social.