manual de supervivencia

para el maestro español

 

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    La profesión docente está sometida a múltiples tensiones y ello ha sido objeto de numerosos estudios a lo largo de los años por investigadores de la psicología, la sociología y la medicina. Parece que esas tensiones están ocasionadas por factores fisiológicos, psicológicos y ambientales, es decir, por causas internas o externas. Entre ellas figuran:

 

    1. La escasa calidad de la preparación profesional o su inadecuación respecto de las nuevas exigencias impuestas por los rápidos cambios sociales y la irrupción de las tecnologías lo que origina, a su vez, que algunos profesores se sientan incompetentes o incapaces de ponerse al día.

    2. La insatisfacción en el desempeño de su tarea, cada vez más regulada desde fuera, más sometida a presiones, menos valorada y, por ello, poco o nada gratificante.

    3. Las enfermedades físicas que les afectan de modo continuo o discontinuo.

    4. La evaluación a la que se ve sometida la actuación del profesor desde instancias diversas.

    5. La incomunicación con alumnos, padres, compañeros y administradores.

 

    Ante este panorama, que puede resultar desalentador para quienes aspiran a incorporarse a la docencia, interesa destacar que los profesores que poseen una personalidad ajustada tienden a manejar las situaciones estresantes de una manera más productiva. Probablemente no sea necesario llegar a la frivolidad de Páladas de Alejandría, para quien escena y farsa es la vida entera; o aprendes a actuar sin tomártela en serio, o soporta los dolores. Se trata, más bien, de habilitar técnicas y procedimientos o mecanismos de compensación que permitan al profesor mantener el adecuado equilibrio emocional y, así, realizar su tarea sin dejar en el empeño jirones de sí mismo.

Hemos observado el comportamiento de unos profesores al comienzo de la jornada, justo cuando se aproximaban a los niños, formados en columnas en el patio de un colegio. Tan sólo una profesora sonrió alegremente cuando se reencontró con sus alumnos; el resto mantuvo un rictus mezcla de amargura, abatimiento y desesperanza. Alguno de ellos ni siquiera se acercó a los niños: les llamó desde la distancia, dio media vuelta y emprendió solo el camino del aula. Estuvimos atentos también al semblante de esos mismos profesores al término de las clases: todos salían apresuradamente y se despedían alborozados, como si recuperaran la alegría de vivir después de una experiencia atormentada. Sabemos que no es posible generalizar este retrato, pero no por ello deja de ser preocupante. Ciertas profesiones requieren de una especial sensibilidad y serenidad de ánimo en sus practicantes. Un cirujano ganado por la ansiedad o el nerviosismo puede causar estragos en el cuerpo de un paciente. Un maestro neurótico o simplemente descontento con las circunstancias en que ejerce su función, puede causar un daño irreparable en los alumnos, no por sutil menos perdurable. Y los datos sobre la salud laboral de los profesores emiten una señal de alarma. Así, se nos dice que una proporción elevada de profesores (en algunas zonas uno de cada tres) están afectados por síndromes depresivos. No parece, sin embargo, que este fenómeno preocupe en exceso a los administradores educativos. Hace varios años, con ocasión de un viaje a Estados Unidos presenciamos una campaña en televisión llamando a los ciudadanos a cooperar con el Estado para conseguir una educación mejor. Nos sorprendió agradablemente la llamada a fortalecer la figura del profesor. El eslogan era más o menos este: “La educación es lo más importante y hay que ayudar al profesor en su tarea”. Por cierto que, paralelamente, se desarrollaba otra campaña nacional en pro de la calidad. Una vez y otra se podía ver y oír: “No se limite a hacer las cosas bien; sea creativo”. Ignoramos por qué no se hace algo parecido en nuestro país. Quizás se trata de evitar el sarcasmo de unos políticos pidiendo a la sociedad que respalde la labor del maestro mientras ellos lo siguen maltratando. ¿O no es maltrato exigir que un especialista en música se ocupe de unos grupos de educación física? ¿O no lo es tampoco asignar a un profesor de francés unas clases de inglés por aquello de que, a fin de cuentas, ambas son lenguas extranjeras? ¿Tampoco es maltrato defender injustas posiciones de los padres simplemente porque el profesor lo aguantará todo? ¿Y no es maltrato obligar al maestro a soportar a alumnos indeseables, por idéntica razón? La indefensión que acompaña al maestro, condenado de antemano y abandonado por quienes deberían defenderlo resulta patética. Siempre salen los otros ganando. Ello recuerda las palabras de Lewis: Cuando un genio se enfrenta a un tanque dirigido por un pedazo de alcornoque, hay que apostar por el tanque. Hay que apostar siempre por los padres o por los políticos aunque sean unos alcornoques.

Pues bien, todos los esfuerzos encaminados a revestir la tarea de la enseñanza de la dignidad y el sosiego que antaño tuvieron, nos parecerán siempre insuficientes. Sólo desde la irresponsabilidad, se puede dejar de prestar al maestro (ya sean padres o administradores), la cobertura psicológica que precisa para dedicarse a su trabajo con entusiasmo y renovadas energías y para ofrecer a sus alumnos una imagen optimista y confiada. Pero mientras tanto, algo hay que hacer desde la perspectiva personal de cada maestro. Le sugiero que desmonte algunos mitos para mantener eso que llaman los entendidos el estress productivo y una razonable salud mental.

 

    Mito 1. Los problemas de los alumnos no son los problemas del maestro

¿Acaso los problemas de los pacientes son los problemas de los médicos? La obligación de ayudar a todos los alumnos en su desarrollo académico y personal no implica en absoluto que el maestro tenga que vivenciar cada una de las circunstancias que acompañan inevitablemente a los estudiantes en su andadura escolar. Precisamente es el alejamiento de los problemas lo que nos ayuda a analizarlos con la debida perspectiva y serenidad y a tomar las decisiones adecuadas. ¿Cómo puede un abogado examinar con la necesaria frialdad los pormenores de un caso si se implica emocionalmente hasta el punto de que se nubla su claridad y objetividad de juicio? Como dice Maslow (La personalidad), tomar decisiones y elegir es una cuestión de grado, sabiduría, eficacia y eficiencia pero –añadimos nosotros- no de afectividad. Naturalmente esto no quiere decir que el maestro deba desentenderse de los problemas que afectan al alumno y que, sin duda, tendrán un efecto negativo en su comportamiento o en su rendimiento. Pero cada uno de estos problemas de aula –si está en su mano resolverlos- deben ser percibidos como un reto profesional cuya solución acrecienta su propia confianza y su competencia docente. El profesor no puede considerar como un agravio personal el hecho de que el alumno no avance o no realice adecuadamente las tareas.

 

    Mito 2. El éxito o fracaso del alumno no es el éxito o fracaso del maestro.

Ni los éxitos de los alumnos son éxitos del maestro ni tampoco sus fracasos. El profesor competente se esfuerza por hacer las cosas bien, no escatima esfuerzos para ofrecer a los alumnos las orientaciones necesarias, los materiales mejor elaborados, la asistencia individual requerida en cada caso. El profesor debe manejar con eficacia estas y otras variables que puede controlar. A partir de ahí, su trabajo está hecho y los resultados dependen del alumno y de sus circunstancias. Hay una excepción a esta regla: cuando el maestro se empeña en pronosticar el futuro del alumno. “Este niño jamás servirá para nada; mejor que deje la Escuela”. Ese niño era Edison. En este caso sí: el éxito del alumno fue el fracaso del maestro.

 

    Mito 3. El maestro es, subsidiariamente (no fundamentalmente), un educador

La atribución al maestro de un papel relevante en la educación de los alumnos viene de antiguo y ha sido sostenida con tanta determinación que parece un atrevimiento dudar de su validez (nosotros mismos hemos seguido esta corriente por puro mimetismo). Mucho conviene a quienes mantienen tal aserto que los maestros carguen con la impedimenta que a otros cumple llevar. Los padres, por ejemplo, que están abandonando sus responsabilidades educadoras con la misma ligereza con que se las endosan a otros. Los poderes públicos, que toleran el ejercicio de la deseducación más flagrante desde los medios de comunicación que están bajo su control. En estas circunstancias habría que hablar del maestro como reeducador o como deshacedor de entuertos educativos y me parece que ni siquiera esta tarea debe corresponderle.

 

    El maestro tiene que enseñar (conocimientos, actitudes, habilidades, lo que se quiera); esa es, básicamente, su función, como la de las familias es educar. Cierto que cualquier maestro, en el ejercicio de su trabajo, educa o deseduca, aún sin proponérselo, en tanto que fomenta determinadas actitudes y valores con sus propios comportamientos. También muchos padres refuerzan en sus hijos los conocimientos adquiridos en la escuela pero no por ello diremos que su tarea prioritaria es la de enseñar. El maestro puede enseñar a amar la naturaleza, a respetar a los demás, a hacer las cosas bien, a mantener un cierto orden en las pertenencias personales, etc. Son, todas ellas, actitudes que deben ser enseñadas en la escuela porque las actitudes se aprenden. Además tiene que ayudar, orientar, alentar o motivar (un psiquiatra puede hacer esto mismo y no por ello diremos que es, básicamente, un educador). Aquí se agota la responsabilidad del maestro, y no es poca. Resulta curioso comprobar cómo ha evolucionado la terminología para designar al ministerio que se ocupa de los asuntos relacionados con la escuela. Durante todo el siglo XIX, fue el Ministerio de Fomento (no sin cierta lógica, ¿verdad?). En 1900 se crea el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, que perdura hasta la segunda República. Es, tras la guerra civil, cuando se crea el Ministerio de Educación Nacional al que ha seguido, modernamente, el de Educación y Ciencia (¿o de Educación y Demencia?). En todos los casos, sin embargo, estos ministerios se han ocupado de regular la escuela, sus contenidos y sus profesores. No se han ocupado de otras instancias educadoras, como la familia (y ahora, la televisión y otros medios). Quiere ello decir que lo que se ha legislado en materia educativa es, en realidad, en materia instructiva. A los gobiernos que en España han sido, les ha preocupado (algo) la instrucción y, nada, la educación. En resumen: céntrese el maestro en sus quehaceres didácticos y aguanten otros palos las velas de la educación.

 

    Y, sobre todo...no extienda sus preocupaciones docentes más allá del ámbito de la Escuela.

 

    Se cuenta que cierto magnate de la prensa londinense acostumbraba a solazarse los fines de semana en una finca que poseía junto al mar. En cierta ocasión, muy avanzada la noche, le llamó por teléfono su secretario para anunciarle que el edificio que albergaba al más prestigioso de sus diarios estaba ardiendo por los cuatro costados. Gracias, Peter –respondió-. ¡Qué mala noticia voy a llevarme el lunes cuando vaya al periódico!

Esta es, ciertamente, una demostración de la tópica flema británica pero ilustra acerca de la capacidad que algunas personas poseen para desconectar de sus problemas de trabajo y sumergirse (para disfrutar) en otros ambientes gratificantes y reequilibradores.

 

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