Revista de Paz y Conflictos
ISSN: 1988-7221

Líbano 1975-1990: ¿teatro de confrontación internacional o fuente de inestabilidad regional?

Javier Lion Bustillo

Doctor en Historia. Investigador del GEHA, Universidad de Cádiz

Fecha de recepción: 14 de octubre de 2011
Fecha de aceptación: 22 de noviembre de 2011

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Resumen

La guerra civil en el Líbano (1975-90) constituye un ejemplo de conflicto que engloba tanto a actores nacionales como internacionales, pero la interpretación de sus causas ha sido discutida. Así, hay quienes la han visto como el resultado de factores internos, mientras que otros señalan que fue un escenario de enfrentamiento entre potencias regionales y mundiales mediante aliados interpuestos. Este artículo repasa las distintas explicaciones de los conflictos civiles y evalúa su adecuación al caso libanés. Así, se considera que esta guerra civil fue un claro ejemplo de conflicto multicausal, ya que fueron la debilidad del Estado libanés y la fortaleza de los vínculos clientelistas los que favorecieron su estallido, junto con la actitud de los dirigentes, siempre proclives a los pactos transnacionales que pudieran reforzar su posición. Todo ello dentro de un contexto regional fuertemente polarizado por el conflicto árabe-israelí y por la tensión Este-Oeste, en el que los países vecinos tendieron a utilizar el conflicto libanés para lograr ventajas relativas. Pero si la guerra comenzó sobre todo gracias a factores endógenos, su prolongación en el tiempo se debió sobre todo a la injerencia exterior. Por ello, el final sólo fue posible cuando el contexto internacional se hizo más favorable, de manera que Siria pudo imponer un acuerdo de paz basado en su hegemonía.
Palabras clave: Líbano, guerra civil, conflicto cultural, codicia, agravio, milicias, intervención exterior, Oriente Medio.

Abstract

The Lebanese civil war (1975-1990) constitutes an example of conflict encompassing both domestic and international actors, but the assessment of its causes remains controversial. Some scholars view it as the result of domestic factors, whereas others emphasize its character of proxy war involving regional and world powers. This article revises the existing explanations for the causes of armed conflicts, assessing the extent to which they fit the Lebanese case. The Lebanese civil war was a multicausal conflict, because it was possible due to the weakness of the State, the strength of clientelism, and the attitude of the Lebanese elites, always prone to international agreements aimed at improving their position. These factors occurred within the context of a highly polarized regional environment due to the Arab-Israeli conflict and the East-West divide, in which neighbouring countries tended to use the Lebanese conflict to attain relative improvements. However, if the war began primarily as a result of endogenous factors, its extension was the consequence of foreign intervention. Therefore, the end of the conflict was possible only when the international environment became more favourable, so that Syria could impose a peace agreement based on its hegemony..
Keywords: Lebanon, civil war, cultural conflict, greed, grievance, militias, foreign intervention, Middle East.

Introducción

Desde el final de la Guerra Fría, la posibilidad de que se desaten guerras convencionales entre Estados ha quedado seriamente reducida, lo que ha provocado que el centro de atención de la opinión pública se haya trasladado a los conflictos internos, ya que un buen número de ellos ha mostrado su capacidad no sólo para generar un gran sufrimiento en la propia población, sino también para dejar sentir sus efectos en Estados vecinos, poniendo en serio riesgo la paz y estabilidad internacionales (Goodhand y Hulme, 1999). De hecho, resulta bastante común el encontrar conflictos a dos niveles, en los que la violencia de las facciones en disputa se mezcla con la intervención de actores internacionales, contribuyendo en ocasiones a la solución del enfrentamiento, pero en otras a su continuación y a su escalada, configurando un “complejo de conflicto regional”(Wallensteen y Sollenberg, 1998).
El Líbano constituye un ejemplo de conflicto de baja intensidad enquistado a lo largo del tiempo, en el que los enfrentamientos armados han englobado tanto a actores domésticos como internacionales. De hecho, durante la guerra civil que azotó el país entre 1975 y 1990 podemos registrar sucesivas fases de empleo de la violencia seguidas de otras de aparente calma, que vuelve a ser rota por un nuevo estallido de las hostilidades. Y ello en un entorno en el que la implicación de la comunidad internacional fue muy destacada y en el que el recurso a las operaciones de paz resultó una constante. Ante esta situación, cuyos efectos se proyectan en ocasiones hasta la actualidad, es especialmente relevante el cuestionarnos las causas de la guerra civil libanesa1, que ha sido tradicionalmente interpretada desde dos puntos de vista diferentes. Por un lado, se encuentran aquéllos que la han visto como el prototipo de conflicto interno que provoca un efecto de desbordamiento (spill-over effect), de tal suerte que acaba implicando a otros Estados de la región e incluso a las superpotencias. Por otro, hay quienes señalan que el Líbano fue escenario de un enfrentamiento entre potencias regionales y mundiales mediante aliados interpuestos (proxy war), por lo que sus causas radicarían en esa rivalidad internacional.
La estructura de este artículo es la siguiente: en primer lugar, expondré el marco teórico existente en los estudios sobre las causas de los conflictos armados internos; a continuación, analizaré las relaciones entre el Líbano y su entorno internacional durante la guerra civil; posteriormente, examinaré la evolución de ésta con vistas a entender las razones que explican tanto el recurso a la violencia por parte de los actores implicados como la decisión final de alcanzar la paz; finalmente, contrastaré la capacidad explicativa de las diferentes teorías y expondré algunas conclusiones sobre el tema.

¿Por qué hay guerras civiles?

El análisis de las causas que conducen a diferentes actores a utilizar la violencia como instrumento en los conflictos internos se puede basar tanto en las estructuras existentes como en los agentes implicados. Así, desde la perspectiva de la economía política, algunos autores consideran que son los agravios e injusticias (grievances) padecidos por determinados sectores de la población (menores oportunidades de progreso social, privaciones económicas…) los que radicalizan las tensiones sociales y empujan a algunos a la revuelta armada (Goodhand, 2003: 633-637). Pero esta visión ha sido objeto de críticas por parte de quienes piensan que dichos agravios serían a menudo una excusa utilizada por parte de los dirigentes políticos, quienes codiciarían la explotación de ciertas ventajas económicas en su beneficio (greed), reforzando su propia posición de poder político y social (Collier y Hoeffler, 2000).
Otro punto de vista es el que sitúa el factor étnico-cultural como motor de numerosas disputas armadas. Así, hay quienes opinan que las sociedades multi-étnicas serían más proclives a la violencia política, generando en ciertos casos unos conflictos de imposible solución (Horowitz, 1985; Kaufmann, 1996). Otros autores extienden esta misma visión a la dimensión cultural o religiosa (Huntington, 1993), sosteniendo que la convivencia de grupos con diferente cultura o creencias puede provocar una gran tensión social que desemboque en la violencia. Este argumento étnico-cultural se mezcla a menudo con la consideración de la herencia histórica como factor desestabilizador. Así, los odios de pasados enfrentamientos entre comunidades seguirían en ocasiones estando vivos, contribuyendo fácilmente a nuevos estallidos violentos en determinados escenarios (Ignatieff, 1998; Kaplan, 1993). Por el contrario, hay quienes sostienen que el problema no radica en la herencia del pasado, sino en el miedo hacia el futuro. Ciertas comunidades sienten temor por su supervivencia como grupo, ya que piensan que la evolución histórica no es favorable para ellos, prefiriendo el uso de la violencia como garantía de seguridad (Lake y Rothchild, 1996).
Desde otro punto de vista, hay autores que creen que estas pretendidas causas basadas en los agravios o el choque de culturas no ocultarían sino los auténticos intereses de los líderes de los diferentes grupos en conflicto, que manipularían la realidad para lograr sus propios objetivos políticos, por lo que la clave de la guerra civil no estaría en los elementos estructurales sino en los agentes que lideran la política y la sociedad, quienes estarían dispuestos a recurrir al uso de la violencia para obtener sus fines. Para ello, llevarían a cabo campañas destinadas a reforzar la cohesión de su propio grupo y para deshumanizar a sus rivales, favoreciendo así la creación de un clima propicio para el uso de la violencia (Mueller, 2000).
Una visión estructural alternativa no se basa en la idea de que las características de un determinado país conduzcan a la violencia, sino que simplemente afirma que tales circunstancias permiten que los dirigentes políticos que dudan ante la posibilidad de emplear la violencia como instrumento político se decidan a hacerlo. En otras palabras, al darse una estructura de oportunidad favorable, los líderes políticos aceptan correr unos riesgos que de otro modo no asumirían. Para James Fearon y David Laitin, existirían factores que claramente hacen más viable la guerra civil, algunos de los cuales afectarían al Estado en el que tiene lugar el conflicto, y otros a los grupos dispuestos a sublevarse y al entorno en el que se mueven. Entre los primeros, se encontrarían el que un Estado haya tenido una creación reciente y que el mismo se haya visto azotado por un elevado nivel de inestabilidad política; que se trate de un país pobre; y que pueda ser considerado como un Estado débil, es decir, que sus instituciones sean escasamente capaces de desempeñar las funciones que tienen encomendadas (como el control efectivo de las fronteras, el mantenimiento del orden público, la provisión de servicios sociales…), existiendo a menudo una tendencia de los actores privados a suplantarlas en tales tareas. Esto daría también lugar a la paradoja de que las guerras civiles no tendrían lugar en los Estados más autocráticos y represivos, sino en aquéllos algo más liberalizados que carecen de unas estructuras coercitivas eficaces, y que son calificados de “anocracias”. Finalmente, también destacan la importancia del apoyo exterior que pueden recibir los gobiernos por parte de otras potencias, incrementando los medios a su disposición (Fearon y Laitin, 2003: 81-6).
Por el lado de los insurgentes, Fearon y Laitin señalan elementos favorables como la existencia de un terreno accidentado, que reforzaría la tendencia al aislamiento, dificultando la intervención del ejército en la zona. Sería igualmente positivo el que los rebeldes posean un buen conocimiento de la población local, así como el que el territorio rebelde se halle cerca de una frontera internacional, sobre todo si los insurgentes cuentan con el apoyo bien del gobierno del país fronterizo o bien de parte de su población. Además, la existencia de refugiados es susceptible de constituir un factor desestabilizador, ya que podrían colaborar con la insurgencia y convertirse en un foco de reclutamiento para la misma. Finalmente, cabe recordar que las redes migratorias y de refugiados a escala internacional logran en ocasiones un gran apoyo, aportando recursos o presionando a los gobiernos de los países de acogida para que se muestren favorables a la revuelta (Fearon y Laitin, 2003: 85-6).  
Siguiendo este argumento, el contexto internacional puede jugar un papel decisivo a la hora de fomentar el enfrentamiento armado. Así, en un entorno estable y pacífico, la principal preocupación de los vecinos suele ser la de evitar que los problemas derivados del conflicto les afecten negativamente, por lo que tratarán de colaborar para impedir una escalada del mismo y buscarán vías de solución. Por el contrario, si el contexto regional es inestable y predomina la tensión entre algunos vecinos, éstos pueden tener la tentación de ayudar a algún bando en disputa con vistas a mejorar su posición de poder. El caso más extremo es aquél en el que el conflicto armado se desencadena precisamente como consecuencia de las intenciones de un actor internacional lo suficientemente influyente como para inducir a algún grupo a desencadenar la lucha, con lo que estaríamos ante las denominadas guerras a través de aliados interpuestos (proxy wars). En cualquier caso, esa acción exterior puede implicar una alteración de los equilibrios de poder en un país y condicionar los resultados del conflicto (Lake y Rothchild, 1996: 64-73; Cliffe y Luckham, 1999: 35-43).
La intervención de terceros se puede explicar desde las diferentes ópticas teóricas de las relaciones internacionales. Así, los autores realistas piensan que su motivación es la defensa de los intereses objetivos del Estado, implicando en ocasiones el recurso a las armas de manera directa o a través de aliados, quienes no necesariamente son afines en terrenos como la ideología o la cultura, ya que tales coaliciones se basarían únicamente en la existencia circunstancial de unos intereses comunes (Walt, 1985). Por el contrario, el liberalismo intergubernamental subraya que las élites buscan influir en la formación de la política exterior de su Estado, construyendo coaliciones transnacionales con grupos de otros países de manera que puedan maximizar sus intereses comunes (Moravcsik, 1997). Por ello, resulta posible que algunos grupos sean capaces de movilizar a su propio país para intervenir en otro en favor de sus aliados. Finalmente, la corriente constructivista subraya que los intereses del Estado no son objetivos, sino que los mismos son identificados a partir de las ideas de los distintos actores (Wendt, 1992). En otras palabras, la afinidad político-cultural puede ser un factor que propicie la intervención de un Estado en los conflictos internos de otro, percibiendo a alguno de los bandos en disputa como más cercano y considerando a otros como potencialmente hostiles.
En definitiva, los Estados de una región o incluso las potencias mundiales pueden intervenir en un contencioso interno de formas distintas y con grados de implicación muy diversos, pudiendo servir como freno al conflicto armado y como solución al mismo, pero también como detonante o como factor de estancamiento, obstaculizando aquellos intentos de solución que no resulten útiles para sus intereses. En el caso de la Guerra Fría y el Oriente Medio, hay autores que consideran que fue la rivalidad Este-Oeste la que exacerbó los conflictos en la región, haciéndolos más largos y sangrientos (Gerges, 1994), mientras que otros piensan por el contrario que los actores regionales atrajeron la atención de las potencias internacionales y las implicaron en unos conflictos cuyas raíces quedaban lejos de las rivalidades de la Guerra Fría (Halliday, 1997). La cuestión a dilucidar es hasta qué punto la guerra civil en el Líbano responde a una u otra dinámica, es decir, si dicho conflicto no fue más que una guerra mediante aliados interpuestos manejada por actores externos (bien mundiales o regionales) o si el Líbano constituyó una fuente de tensión que acabó involucrando a otros Estados. En otras palabras, si los factores dominantes fueron internos o bien tuvieron un carácter externo2.

El Líbano, Oriente Medio y el sistema mundial

La existencia y configuración del Líbano moderno es el resultado de la acción exterior, que ha jugado un papel decisivo en su evolución histórica. Hasta la I Guerra Mundial, este territorio formó parte del Imperio Otomano, pero la crisis de éste permitió que las potencias europeas, especialmente Francia, ejercieran una creciente intervención en los asuntos libaneses como protectoras de la minoría cristiana. Tras la derrota otomana en la guerra, Francia asumió el papel de potencia colonial al hacerse cargo del mandato para Siria y el Líbano, y de hecho fue la responsable de dividir el territorio en dos entidades políticas diferentes, que conformaron dos Estados tras la independencia en 1945. El objetivo francés consistió en asegurar que los cristianos maronitas iban a poseer un Estado propio, si bien las fronteras del mismo implicaban que otros grupos confesionales como los sunníes y los chíies serían muy numerosos en el mismo (Zamir, 1985).
El régimen político libanés existente hasta el estallido de la guerra civil, establecido por el pacto nacional de 1943, se caracterizó por su carácter consociacional y confesional, de tal manera que el gobierno no se basaba en el apoyo de una mayoría parlamentaria, sino en el consenso entre los distintos grupos confesionales3. Por ello, los escaños del parlamento se dividían entre dichos grupos, controlados por una élite política (y al mismo tiempo económica), los denominados zu´ama. Estas características hicieron que las élites no estuvieran interesadas en el desarrollo y fortalecimiento del Estado, sino que preferían que los servicios sociales fueran prestados por la propia comunidad mediante el patronazgo de sus agentes locales, de tal manera que se estableció un sistema de fuertes rasgos clientelistas. Como resultado de ello, la lealtad de la población se dirigía fundamentalmente hacia sus líderes comunitarios y no hacia las instituciones del Estado. Por otra parte, los zu´ama representaban a los sectores más prósperos de la sociedad, por lo que optaron por mantener un nivel de presión fiscal muy reducido y un Estado mínimo, lo que generó demandas de redistribución por parte de las organizaciones obreras que fueron surgiendo en el país, evidenciando un importante conflicto de clases. Este sistema político se sustentó, por tanto, en un delicado equilibrio entre comunidades, que otorgaba a los maronitas una posición de preeminencia al reservarles la presidencia de la República, en tanto que los sunníes mantenían el puesto de primer ministro, con poderes más limitados. En cualquier caso, la principal obsesión de los políticos maronitas consistió en mantener un statu quo que juzgaban favorable para sus intereses, especialmente cuando la realidad demográfica se fue volviendo cada vez más adversa, lo que condujo a otros grupos confesionales a exigir una revisión del sistema de cuotas de poder (Makdisi y Marktanner, 2009:2; Nasri Messarra, 1994; Kerr, 2005; Hudson, 1969)4.
La economía libanesa era en los años 50 y 60 una mezcla de actividades tradicionales (agricultura, artesanía) con otras de tipo moderno, como el comercio o el sector financiero. De hecho, Beirut se convirtió en la capital financiera del Oriente Medio, aprovechando el amplio volumen de transacciones derivadas del despegue del sector petrolero en la región tras la II Guerra Mundial y su creciente papel de paraíso fiscal. Todo ello generó una imagen de prosperidad para el país, siendo denominada a menudo la “Suiza de Oriente Medio”, pero en realidad ese rápido enriquecimiento no tuvo una redistribución amplia entre la población, lo que ensanchó las diferencias sociales y provocó un mayor encono en los conflictos comunales.
Las bases ideológicas de cada comunidad estaban también muy alejadas entre sí. Los maronitas, el grupo más influyente desde el punto de vista económico y demográfico en el momento de la independencia, desarrollaron la doctrina del neo-fenicismo, abrazada por el principal partido, la Falange (Kataeb), la cual consideraba que los orígenes de la comunidad se situaban en el lejano pasado fenicio, negando cualquier vínculo con el mundo árabe. Además, su principal referencia internacional era Occidente, deseando que la política exterior del país se orientara hacia Washington y París (Khalifah, 2001; Salibi, 1988: 87-119). Por su parte, los sunníes mantenían sus principales lazos sociales con Siria y Arabia Saudí, por lo que se mostraron disconformes con la independencia y promovieron una visión pan-arabista, la ideología por entonces dominante en la región (Johnson, 1986). Los chiíes sin embargo vivían en una situación de marginación económico-social y también religiosa. Su principal objetivo consistía en mejorar esa posición, por lo que muchos de ellos se unieron a movimientos políticos de izquierda, especialmente quienes se convirtieron en inmigrantes en la periferia de Beirut (Hazran 2009: 1-3). Finalmente, los drusos eran muy poco numerosos como para poder imponerse como grupo confesional, por lo que optaron por tratar de convertirse en el elemento decisivo en el equilibrio de poder existente. De ahí que prefirieran formar organizaciones aconfesionales, que les permitieran reunir a seguidores de otras minorías mediante demandas transversales (Haddad, 2002: 299). En este contexto de división, el Líbano tuvo serias dificultades a la hora de articular una política coherente en razón de los objetivos tan diversos de las distintas comunidades.
Por lo que se refiere al contexto internacional, el mundo bipolar surgido de la II Guerra Mundial se dejó sentir en el Oriente Medio, si bien inicialmente la región poseía unos gobiernos aliados de Occidente y una escasísima influencia comunista. Sin embargo, se vivía un momento de efervescencia política en el que se mezclaba la lucha contra los restos del imperialismo occidental a cargo del nacionalismo pan-árabe, el intento de este nacionalismo de derribar a las monarquías conservadoras pro-occidentales, y el movimiento de solidaridad con la población palestina frente a las pretensiones del sionismo de crear un Estado propio. Todos estos factores condujeron a un grado de movilización popular desconocido hasta entonces entre las poblaciones de la región, lo que también afectó al Líbano (Sluglett, 43-50; Halliday, 1997: 9-17; Hinnebusch, 2003: 9-10). Precisamente ese país se vio sacudido por el éxodo de refugiados palestinos tras la derrota de 1948, los cuales pasaron a constituir un grupo marginado política y socialmente, al tiempo que desarrollaban una creciente conciencia política nacionalista. Este colectivo fue visto siempre con suspicacia por los políticos libaneses ante la posibilidad de que los palestinos se mezclaran en las disputas políticas del país, alterando así el equilibrio existente (Seaver, 2000).
Este contexto favoreció la toma del poder por parte de movimientos nacionalistas pan-árabes en distintos países de la región (Egipto, Siria, Irak…), que pasaron a intentar promover esa ideología por toda la zona, si bien manteniendo a menudo entre ellos profundas rivalidades. Especialmente influyente fue la figura del presidente egipcio Nasser, cuya acción minó la legitimidad de los gobiernos tradicionales, que habían sido incapaces de triunfar en el conflicto con Israel. De ahí que los países occidentales temieran que el pan-arabismo pudiera extenderse por la región, creándose gobiernos hostiles a sus intereses y que pudieran simpatizar con Moscú, por lo que en 1957 Estados Unidos proclamó la denominada “Doctrina Eisenhower”, de tal manera que se mostraba dispuesto a intervenir militarmente en la zona en el caso de que algún gobierno pudiera estar amenazado por fuerzas próximas al comunismo internacional (Hinnebusch, 2003: 4-6).
En 1958 el Líbano se vio sumido en una crisis interna cuyas causas radicaban en la creciente contestación existente al pacto nacional de 1943. El presidente Camille Chamoun trató de perpetuarse en el poder en contra de lo establecido en la constitución, al tiempo que sus opositores nasseristas demandaban una reforma sustancial del régimen (dando más peso a los musulmanes) y una política exterior pan-arabista. Los incidentes armados permitieron a Chamoun solicitar la ayuda norteamericana, decidiéndose Estados Unidos a intervenir militarmente en una breve operación, que dio paso a un nuevo acuerdo entre libaneses por el que Chamoun dejó su puesto al jefe del ejército, Fouad Chehab, quien promovió la reconciliación y una cierta expansión de las políticas públicas de acuerdo con las demandas de la oposición (Gendzier, 1997). Este episodio ilustra a las claras la fragilidad del sistema político libanés y la permanente tentación de los dirigentes de ese país de solicitar ayuda exterior para reforzar su posición interna. Esto es lo que ha llevado a algunos teóricos de las relaciones internacionales a considerar al Líbano como el modelo de “Estado penetrado”, el cual es incapaz de crear una política exterior más o menos estable que sirva para defender los intereses nacionales. Por el contrario, esa política exterior estaría dirigida a maximizar los objetivos de esos líderes en política interna, buscando aliados más allá de sus fronteras. Precisamente, este factor convertiría al Líbano en un Estado tremendamente vulnerable ante las iniciativas de otros actores regionales y globales (Brown, 2003: 3; Saouli, 2006).
La fragilidad del Líbano ante la inestabilidad internacional no hizo sino acentuarse a lo largo de los años 60 y comienzos de los 70. En este período, la rivalidad entre Estados Unidos y la URSS en el Oriente Medio no hizo sino crecer, dado que Moscú logró una mayor influencia en la región mediante su apoyo a algunos regímenes nacionalistas y a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), quienes esperaban que el respaldo soviético les permitiera equilibrar su debilidad militar frente a Israel. Pero ese mismo factor empujaba a Washington a querer demostrar que la alianza con la URSS era inútil para alcanzar unas mejores condiciones de paz en el conflicto árabe-israelí, por lo que reforzó crecientemente a Israel. La Guerra de los Seis Días mostró a las claras la debilidad árabe y la ineficacia del armamento soviético, evidenciando la imposibilidad de una victoria militar. Pero al mismo tiempo el éxito israelí fue de tales proporciones que estimuló sus ambiciones territoriales y llevó a un endurecimiento de su posición negociadora. Los países árabes optaron por una guerra de desgaste que incentivara a Israel a devolverles los territorios perdidos en la guerra (el Sinaí en el caso egipcio y el Golán en el sirio), desencadenando en 1973 una nueva guerra abierta (Yom Kippur) con los mismos objetivos. Por su parte, la OLP comprendió que su acción coordinada con los países árabes no le reportaba ventajas. Cuando tras la Guerra del Yom Kippur los Estados árabes prefirieron mantener en calma sus fronteras con Israel y confiar en la mediación norteamericana, la OLP perdió la posibilidad de utilizar esos territorios como plataforma para sus ataques contra Israel, que consideraba esenciales para inducir al gobierno israelí a negociar. Por otra parte, la presencia de combatientes palestinos en Jordania y el temor del rey Hussein a perder su trono condujeron a un enfrentamiento en 1970, en el que el ejército jordano derrotó a las milicias de la OLP,  que debieron buscar refugio en el Líbano (Ashton 2007, 1-7).
El escenario libanés se vio así profundamente afectado por esta dinámica regional, a pesar de los intentos por permanecer al margen del conflicto árabe-israelí. De hecho, la participación libanesa en las guerras contra Israel había sido casi inexistente, ya que el precario equilibrio interno desaconsejaba el mezclarse en la inestabilidad del entorno. Pero el importante volumen de refugiados palestinos y el carácter de combatientes de una parte considerable de los mismos supuso que el país pasara a verse cada vez más inmerso en las querellas regionales (Seaver, 2000). La OLP sabía que el Líbano era un Estado débil, por lo que constituía su última esperanza de mantener un frente abierto en las fronteras de Israel como único medio de presión militar. De ahí que tratara de controlar el territorio al norte de la frontera entre ambos países. Desde allí, pequeños grupos de combatientes palestinos se infiltraban en territorio israelí para cometer atentados, los cuales solían ser respondidos mediante incursiones de represalia a cargo de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), afectando también a la población libanesa. Todo ello generó importantes incidentes entre las autoridades de Beirut y la OLP, pero resultaba evidente que el ejército libanés era incapaz de controlar la situación. Por otra parte, las milicias palestinas se fueron implicando cada vez más en las disputas internas en el Líbano, caracterizadas por una creciente desconfianza entre los distintos actores y una progresiva militarización de éstos, ya que a comienzos de los 70 fueron surgiendo grupos paramilitares que mostraban la propia incapacidad del Estado para controlar el monopolio de la violencia en su territorio. Pero la presencia armada palestina implicaba que su intervención podía modificar el equilibrio existente entre los distintos actores. De hecho, la oposición, dirigida por Kamal Jumblatt, buscó la alianza con los palestinos como medio de fortalecer su posición, al tiempo que la Falange maronita y la milicia de las Fuerzas Libanesas (ambas dirigidas por la familia Gemayel) se acercaron a Israel, que deseaba contar con aliados en el Líbano que acabaran con las incursiones palestinas y crearan una frontera internacional en calma, lo que encajaba con el deseo israelí de mantener el statu quo (Schultze, 1998: 71-85; Peretz, 1994: 110-116).
Siria no podía quedar al margen, ya que siempre había considerado el Líbano como parte de su territorio nacional, además de mantener fuertes lazos económicos, sociales y culturales. Asimismo, un Líbano dominado por Israel implicaría el debilitamiento de la posición geo-estratégica siria debido a su vulnerabilidad ante cualquier ataque proveniente del suroeste por su falta de profundidad estratégica en la zona. Igualmente, una paz por separado entre el Líbano e Israel reduciría la capacidad de presión siria para recuperar el Golán. Pero el presidente Asad deseaba además controlar las actividades de los palestinos en el Líbano, de tal manera que las mismas contribuyeran positivamente a los objetivos de Damasco. Como el líder de la OLP, Yasser Arafat, se negaba a esto y deseaba conservar su independencia de acción, era importante garantizar que la OLP no lograba imponerse en la lucha por el poder en el Líbano (Dawisha, 1978).
Por su parte, tanto la URSS como Estados Unidos debían respaldar a sus aliados en la zona, ya que lo contrario implicaría para ellos una pérdida de prestigio. Y lo mismo ocurría con Francia, cuyas autoridades tenían fuertes vínculos con la élite maronita, además de una evidente proximidad cultural. En resumidas cuentas, a mediados de los años 70 la situación interna en el Líbano aparecía cada vez más inestable y distintos actores internacionales estaban decididos a intervenir bien ayudando a sus aliados o incluso mediante el uso de sus propios recursos militares, si era necesario (Lion, 2011: 49-51; Wood, 1998: 19-21).

Evolución del conflicto libanés

Orígenes

Una sucesión de incidentes armados entre distintos grupos paramilitares desembocó en abril de 1975 en el inicio de una auténtica guerra civil, momento en el cual las instituciones del país comenzaron a fragmentarse siguiendo líneas de afiliación sectaria, incluyendo al propio ejército y a las fuerzas de seguridad. El gobierno y el parlamento dejaron de ser representativos y el territorio quedó dividido en diferentes zonas bajo la vigilancia de cada milicia. No es que el país cayera en la anarquía, sino que las milicias se convirtieron en los nuevos agentes de la autoridad. El poder de los zu´ama no se vio por lo tanto afectado y siguieron ejerciendo el control de sus comunidades, ahora mediante el uso de sus propios medios militares. Estas milicias se agruparon en dos grandes bloques: por un lado, el Frente Nacional, que englobaba a Fuerzas Libanesas, la Falange y otros grupos cristianos; y por otro, el Movimiento Nacional Libanés (MNL), compuesto por milicias musulmanas, nasseristas e izquierdistas, con el respaldo de la OLP. Pero detrás de ambas estructuras existía una gran variedad de grupos e intereses sectarios y locales, de tal suerte que los enfrentamientos armados dentro de estos bloques resultaron bastante comunes. Por otro lado, el deseo de controlar el territorio condujo a que se produjeran matanzas de civiles destinadas a provocar la huida de los habitantes pertenecientes a otros grupos confesionales y a homogeneizar la composición de la población (Makdisi y Marktanner, 2009: 5-6). Sin embargo, en este contexto, la superioridad militar del Movimiento Nacional Libanés se fue poniendo cada vez más en evidencia, lo que fue decisivo para provocar la internacionalización del conflicto.

Internacionalización y reparto en esferas de influencia

La posibilidad de una victoria del MNL hizo saltar las alarmas en Jerusalén y en Damasco. Para el gobierno israelí, ello implicaría un recrudecimiento de las acciones armadas en la frontera septentrional. Además, ese escenario reforzaría la posición internacional de la OLP como agente al que tener en cuenta para alcanzar la paz regional, en tanto que Israel deseaba dejarla fuera de la negociación. Por ello, era preciso neutralizar esa amenaza mediante una mezcla de alianzas con algunos actores libaneses y de intervención directa. Así, el gobierno israelí llegó a un entendimiento con un militar cristiano, el coronel Haddad, para proporcionarle considerables recursos militares y financieros a cambio de crear una milicia (el Ejército del Sur del Líbano, ESL) y construir un cinturón defensivo al norte de la frontera, con vistas a detener las infiltraciones de la OLP. En esta tarea, recibió el apoyo de las FDI, con lo que la presencia de tropas israelíes al norte de la frontera se convirtió en cotidiana (Schultze, 1998: 100-101; Yaniv, 1987: 52-53).
Para Siria, la situación era aún más preocupante por la combinación de dos factores: el triunfo del MNL y la presencia israelí en el Líbano. Una victoria de las milicias musulmanas habría supuesto la creación de un gobierno sobre el que Damasco carecería de influencia (sobre todo teniendo en cuenta la mala relación entre Asad y Arafat) y que podría adoptar una actitud irresponsable en sus ataques a Israel, provocando represalias contra Siria. Por otra parte, si palestinos e israelíes alcanzaban un entendimiento bilateral, entonces Asad vería empeorar sus posibilidades de recuperar el Golán. Finalmente, la presencia de fuerzas israelíes en el Líbano meridional constituía una amenaza directa para la ciudad de Damasco, debilitando la capacidad defensiva siria.
Dado el peligro existente, Asad consideró que la mejor forma de superar estos desafíos consistía en impedir la victoria en la guerra civil libanesa de cualquiera de las partes, por lo que el papel sirio fue el de convertirse en un agente exterior que interviene del lado del más débil. Así, Siria logró que los países árabes respaldaran mediante una resolución su intervención militar en el Líbano en 1976 en el papel de “fuerza de paz”, si bien su misión inicial consistió en apoyar a las Fuerzas Libanesas para impedir la derrota de éstas. Una vez logrado el equilibrio, las tropas sirias permanecieron sobre el terreno con vistas a salvaguardar los intereses de su país (Dawisha, 1978).
De hecho, si la guerra civil había llevado a la división del Líbano entre las distintas milicias, las intervenciones israelí y siria agudizaron la fragmentación al crear sus propias esferas de influencia. La hegemonía siria era evidente en el Valle de la Bekaa y en el norte, pero el resto del territorio quedaba repartido entre las distintas milicias. Por su parte, la presencia israelí se desplegaba al sur del río Litani, en colaboración con el ESL, si bien su control no era total, debiendo hacer frente a los desafíos de la OLP. De hecho, en 1978 el gobierno israelí optó por tratar de eliminar esa actividad palestina con la denominada “Operación Litani”, una invasión destinada a ocupar el espacio entre el río Litani y la frontera. Desde el punto de vista militar, la operación fue un éxito, pero políticamente resultaba delicada, ya que las negociaciones de paz egipcio-israelíes estaban en un punto decisivo, por lo que las mismas peligraban ante la incursión israelí. De ahí que el presidente norteamericano Carter optara por promover el despliegue al norte de la frontera israelo-libanesa de una fuerza de paz de Naciones Unidas (FINUL), compuesta preferentemente por cascos azules europeos (sobre todo franceses) y del Tercer Mundo, la cual debía crear un espacio libre entre los beligerantes. Sin embargo, las partes colaboraron escasamente en esta misión, ya que los palestinos deseaban mantener abierta la posibilidad de continuar los ataques contra Israel, mientras que el gobierno de Jerusalén quería conservar su libertad de acción en la zona, al tiempo que prefería que el sur del río Litani se convirtiera en una zona bajo su control que aumentara su profundidad estratégica (Lion, 2011: 72-75).
A nivel interno, la lucha entre las facciones libanesas continuó gracias a los envíos de material bélico por parte de los distintos actores internacionales, que colaboraron con sus respectivos aliados. Por otra parte, la seguridad se fue deteriorando progresivamente, al tiempo que las instituciones se mostraban cada vez más descompuestas. Los civiles pasaron a depender de la protección de su milicia respectiva en función de la comunidad a la que pertenecían, al tiempo que se dispararon los sentimientos de odio entre comunidades y de temor a posibles represalias. En otras palabras, un futuro de convivencia parecía cada vez más lejano. El ejemplo más claro de esta tendencia se dio entre la comunidad chiíta, la cual en el pasado había sido menos proclive que otras a crear una milicia propia. Sin embargo, con el desarrollo de la milicia Amal, los chiítas pasaron a adoptar un protagonismo político mucho más destacado (Johnson, 2001: 157-8; Hazran, 2009: 4-5).
Asimismo, la división política entre los distintos grupos se hizo enorme, como se puso en evidencia en la dura pugna por la designación de un nuevo presidente de la república en 1976, cargo que recayó en Elías Sarkis (representante de las élites tradicionales maronitas), frente a Raymond Eddé (preferido por el MNL). La elección de Sarkis fue posible sobre todo gracias al apoyo sirio, demostrando que Asad deseaba ante todo convertirse en el nuevo árbitro en el país, de tal manera que cualquier gobierno existente debería ser dependiente de Damasco. Pero al mismo tiempo se mostraba la predisposición de las facciones libanesas a olvidarse de la soberanía nacional y pactar con actores externos siempre y cuando esa actitud les beneficiara.

El intento de pacificación occidental

La guerra civil libanesa continuó en los años siguientes alternándose fases de gran actividad militar con otras en las que la situación tendía hacia el estancamiento, para volverse a reactivar en momentos en los que algún asunto interno o la intervención exterior cuestionaban el equilibrio existente. Así, en 1982 el gobierno israelí, dirigido por Menahem Begin, decidió romper el statu quo del Oriente Medio mediante una invasión masiva del Líbano, destinada a alcanzar Beirut y establecer allí un gobierno favorable, encabezado por el líder de las Fuerzas Libanesas, Beshir Gemayel. Begin se había comprometido en los acuerdos de Camp David a establecer un sistema de autogobierno provisional en los Territorios Ocupados mientras se negociaba un compromiso de paz definitivo, pero resultaba evidente que la autonomía desembocaría en la independencia, impidiendo así la continuación de la colonización israelí, además de crear una dinámica que empujaría a negociar con Siria el retorno del Golán. Por ello, Begin y su ministro de Defensa Sharon idearon un plan (Operación Paz en Galilea) para la invasión del Líbano que transformaría el escenario político. El primer objetivo consistía en destruir las fuerzas de la OLP, con lo que la organización palestina sería un actor irrelevante. También se trataba de expulsar a las tropas sirias, convirtiendo el Líbano en un satélite israelí que firmaría un tratado de paz y cuyo territorio sería útil como amenaza permanente contra Siria. Por último, la salida de la OLP del Líbano tendría el probable efecto de desestabilizar Jordania, de manera que resultaba posible una revuelta palestina en ese país que derrocara al rey Hussein y estableciera un verdadero Estado palestino, pero al este del Jordán. De este modo, Israel consolidaría sus conquistas de 1967 y la presión estadounidense para negociar la paz con los palestinos desaparecería (Yaniv 1987, 24-53; Feldman y Rechnitz-Kejner, 1984: 10-21).
La Operación Paz en Galilea, iniciada en junio de 1982, tuvo consecuencias duraderas en el Líbano y en el conjunto de la región. Desde el punto de vista militar, las FDI avanzaron hasta Beirut, en donde se refugiaron gran parte de los efectivos de la OLP, que quedaron cercados. Ello creó una grave complicación diplomática para Estados Unidos, que se veía presionado por sus aliados árabes para lograr un alto el fuego. La solución final consistió en lograr el compromiso de Arafat de que evacuaría a sus combatientes por mar a cambio de que una Fuerza Multinacional (FMN), compuesta por tropas norteamericanas, francesas e italianas, se desplegara en la zona, protegiendo a los civiles palestinos. La evacuación tuvo lugar sin problemas y la FMN fue retirada a continuación, pero tras ello se produjeron algunos acontecimientos que hundieron la operación israelí. Beshir Gemayel, que había sido elegido presidente por el parlamento libanés, fue asesinado, lo que privó al gobierno Begin de su principal aliado. El nuevo presidente, Amin Gemayel (hermano del anterior), no mostró la misma disposición a depender de Israel, sino que prefirió el apoyo norteamericano, considerando que Washington estaba decidido a mantener a largo plazo su compromiso. Por otra parte, milicianos de las Fuerzas Libanesas perpetraron las masacres de civiles palestinos en los campos de Sabra y Chatila ante la inacción de las FDI, que custodiaban la zona. Ello provocó una gran polémica internacional, lo que obligó a los participantes en la FMN a volver a desplegarse en Beirut obstaculizando la libertad de acción israelí, de manera que el gobierno Begin fue cada vez más consciente de la imposibilidad de lograr su objetivo de establecer un gobierno satélite en el Líbano (Thakur, 1987: 86-90; Gabriel, 1984: 158-9; Yaniv, 1987: 148-154).
La situación en Beirut con el despliegue de la FMN condujo a una calma momentánea, haciendo crecer las esperanzas de una solución pacífica al conflicto. La seguridad volvió a las calles, que pasaron a ser patrulladas por las tropas internacionales, quienes alcanzaron un modus vivendi con las milicias, de manera que los incidentes fueron escasos. Sin embargo, el programa político que desde Washington se trataba de imponer no resultaba satisfactorio para varios actores tanto locales como internacionales. La administración Reagan deseaba evitar cualquier influencia de la URSS y sus aliados en la resolución del contencioso, por lo que buscaba reforzar la posición de Amin Gemayel mediante la reconstrucción de un ejército y unas fuerzas de seguridad nacionales, al tiempo que no hizo ningún esfuerzo por acercarse a las inquietudes de la oposición. En consecuencia, ésta vio la reconstrucción de las instituciones libanesas más como una amenaza que como un síntoma de pacificación, ya que pensaban que el nuevo aparato de seguridad no era políticamente neutral, sino que respondía a los intereses de Gemayel. Además, con el apoyo occidental garantizado, el líder maronita pensaba que obtendría la victoria en la guerra civil, de tal modo que no tenía incentivos para hacer concesiones a la oposición. Ante el temor de que con el paso del tiempo el apoyo occidental pudiera reforzar seriamente a Gemayel, la oposición decidió evitar este riesgo por medios militares. Con respecto a la FMN, se optó por plantear una guerra de desgaste que originara un goteo de bajas que debía resultar inaceptable a largo plazo para las opiniones públicas occidentales. Y en lo relativo al ejército libanés y a sus aliados de Falange y las Fuerzas Libanesas, la capacidad de combate de las milicias opositoras resultó claramente superior (Thakur, 1987: 158).
Washington tampoco buscó un acercamiento diplomático a aquellos actores internacionales que jugaban un papel decisivo en el terreno de juego libanés. Con respecto a la OLP, Reagan se negaba a cualquier diálogo con dicha organización en tanto en cuanto no renunciase de forma previa al uso de la violencia y reconociera al Estado de Israel. Por otra parte, estaba poco dispuesto a presionar a Israel para que aceptara su oferta de autonomía en los Territorios Ocupados, ya rechazada por Begin. En cuanto a Siria, Reagan pensaba que era un actor que dependía demasiado de Moscú, por lo que debía ser marginado de la solución libanesa. Así, cuando en mayo de 1983 Gemayel firmó un Tratado de Paz con Israel, la respuesta siria consistió en unir sus fuerzas a las de la oposición, reforzar el suministro de armas hacia esas milicias y promover el hostigamiento de las tropas de la FMN. La proliferación de incidentes con la FMN afectó sobre todo a norteamericanos y franceses, cuya acción era considerada más parcial por la oposición, dándose una escalada de la violencia que costó la vida a muchos soldados occidentales (Caligaris, 1984: 264; Wood, 1998).
En esta situación, el papel de Israel resultó nuevamente decisivo, al considerar que el gobierno Gemayel era demasiado débil como para sostener el Tratado de Paz. Por otra parte, el presidente Reagan quería vincular los asuntos libaneses con el lanzamiento de un plan de paz regional que no casaba con los intereses israelíes, por lo que el gobierno Begin prefería que Estados Unidos se desvinculara de la situación en el Líbano. De ahí que optara por retirar de forma inesperada sus fuerzas de la Montaña del Chouf, lo que desencadenó fuertes luchas entre las milicias drusas por un lado y el ejército libanés y sus aliados cristianos por otro con vistas a conquistar la zona, concluyendo en una gran victoria drusa. En estas circunstancias de fuertes pérdidas propias y de debilidad del ejército libanés, el intento de pacificación occidental fue dado por concluido a comienzos de 1984, mientras Gemayel optó por acercarse a Siria con vistas a garantizarse su supervivencia política (Lion, 2011: 83-86; Caligaris, 1984: 263-64).  

Los Acuerdos de Ta´if

Tras su fracaso político, las tropas de las FDI regresaron a su zona de seguridad en el sur del Líbano (1985), con la voluntad de consolidar allí su esfera de influencia. Por otra parte, en esa región el impacto político de la operación israelí había sido de gran magnitud. Los combatientes de la OLP habían visto disminuida notablemente su capacidad de acción, creándose un vacío de poder que fue aprovechado por las milicias de Amal, que (con apoyo sirio) pasaron a mantener enfrentamientos regulares con las FDI y el ESL. Por otra parte, había surgido un nuevo grupo islamista chiíta, Hezbollah, que combinaba actividades políticas, militares y benéficas, lo que le fue aportando una mayor influencia en el conjunto del país. De hecho, esa organización se convirtió en el más implacable enemigo de Israel en el campo de batalla, sometiéndole a una guerra de desgaste que provocó gran número de bajas (Maoz, 2007: 332).
Este cambio en los equilibrios de poder en el sur reflejaba también ciertas modificaciones en el marco regional. El surgimiento de Hezbollah había sido apoyado por Irán, un país que trató de legitimarse ante los ojos de la población del Oriente Medio como enemigo de Israel y adalid de la causa palestina, lo que le debía permitir romper la situación de aislamiento en la que había caído tras el triunfo de la Revolución Islámica. Al situar el enfrentamiento con Israel en el centro de su retórica en política exterior, Irán lograba atraerse las simpatías de muchos árabes descontentos con los fracasos de sus gobiernos en la liberación de Palestina. El conflicto libanés y la presencia israelí en ese país facilitó el escenario perfecto para permitir que Irán participara en esa lucha mediante la intermediación de Hezbollah (Hamzeh, 2004: 17-26).
Por otra parte, la evolución general de la guerra civil se iba decantando igualmente en favor de Siria, que fue el único ejército extranjero decidido a continuar en el escenario libanés a pesar de las fuertes pérdidas que ello acarreaba. Tras la retirada de la FMN y el repliegue israelí, el ejército sirio se convirtió en la fuerza militar preponderante en el resto del territorio, si bien las distintas milicias seguían manteniendo su control sobre sus feudos. Además, el sistema político internacional experimentó en esos años unos cambios que contribuyeron a la pacificación del Líbano. Con el fin de la Guerra Fría, Washington dejó de temer la influencia negativa de Moscú en el Oriente Medio, en tanto que el presidente Gorbachov prefería adoptar en los conflictos de la zona un perfil conciliador que le permitiera ganarse el favor norteamericano. A su vez, Siria dejó de ser vista por la administración Bush como un peón soviético y pasó a convertirse en un aliado útil en los contenciosos regionales. Su posición militar en el Líbano le permitía ejercer un papel hegemónico y por otra parte era el único actor con la influencia, los medios y la voluntad política necesarios para poner fin al conflicto. Esta misma perspectiva era sostenida por Arabia Saudí, que deseaba estabilizar la zona, estando además dispuesta a aportar una importante ayuda financiera para un proceso de paz. El problema estribaba por tanto en cómo lograr el apoyo de las distintas facciones libanesas y de aquellos actores externos que no veían con buenos ojos una paz promovida por Damasco (Halliday, 1997: 20-24; Najem, 1998: 21).
Entre las facciones cristianas, la posibilidad de una paz bajo hegemonía siria constituía un notable paso atrás, ya que estos grupos habían sido los principales beneficiarios del anterior sistema político. No obstante, la posición militar de sus fuerzas había sufrido un evidente deterioro, además de que Washington les volvía ahora la espalda, por lo que resultaba difícil oponerse a los objetivos de Asad. Sin embargo, cabe destacar que el descontento entre la población cristiana por el fracaso de su liderazgo dio pie al surgimiento de una nueva e influyente figura, la del general Michel Aoun, quien fue nombrado por Amin Gemayel como primer ministro al final de su mandato (septiembre de 1988), lo que fue rechazado por los musulmanes, que consideraban como primer ministro legítimo a Selim el-Hoss. Aoun manejó un discurso de unidad nacional y superación de las divisiones sectarias, oponiéndose al control del país por parte de Siria. Pero Damasco no estaba dispuesta a tolerar ese desafío y la comunidad internacional se encontraba hastiada  por la guerra civil libanesa, por lo que apostó mayoritariamente por la carta siria.
Las excepciones a esta posición fueron tanto Irak como Israel y la OLP, quienes pensaban con razón que un Líbano bajo hegemonía siria resultaría negativo para sus intereses. Irak quería evitar el reforzamiento de Damasco, mientras para Israel era probable que Asad permitiera que las milicias chiítas continuaran su guerra de desgaste contra las FDI, al tiempo que la pacificación del Líbano aumentaría la presión internacional para una retirada israelí. Por parte de la OLP, la hegemonía siria significaba el fin de cualquier autonomía de acción de sus combatientes en el Líbano, los cuales deberían someterse al control de Damasco o entregar sus armas. No obstante, Irak quedaría aislado tras invadir Kuwait, y tanto Israel como la OLP se hallaban envueltos en la Intifada palestina, por lo que preferían concentrar sus recursos y su atención en los Territorios Ocupados y no en un escenario secundario como el libanés (Zahar, 2005: 160).
Así se abrió el camino para los Acuerdos de Ta´if (1989), en los que las facciones libanesas definieron las características del futuro sistema político del país, si bien la enorme presión a la que estuvieron sometidas por parte de Siria y otras potencias hizo que tales compromisos fueran en buena medida más una imposición que el resultado de una negociación libre. El nuevo sistema político se basaría, como el anterior, en un modelo confesional y consociacional, en el que los principales cargos quedarían reservados a miembros de determinados grupos sectarios. Los cristianos conservarían la presidencia de la república, los sunníes la jefatura del gobierno y los chiítas la del parlamento, pero lo que cambiaba en realidad era la relación y el equilibrio de poder entre las distintas instituciones. De un régimen presidencialista se pasaba a otro de predominio parlamentario, en el que la figura más relevante sería la del primer ministro, aunque el presidente mantendría atribuciones relevantes. De otro lado, el control del parlamento sobre el gobierno quedaría reforzado. En realidad, lo que predominaba era una sistema con una gran cantidad de agentes dotados con capacidad de veto, evitando que cualquier grupo confesional pudiera soñar con controlar el poder político (Norton, 1991: 462-5).
El sistema electoral no hacía sino subrayar el modelo confesional, ya que el parlamento tendría un modelo de cuotas reservadas para cada grupo (con una representación paritaria de musulmanes y cristianos), si bien en la elección de los mismos participaba el conjunto de los habitantes de cada distrito. En cualquier caso, este modelo llevaba a coaliciones complejas entre los partidos a escala local, de manera que el poder de los zu´ama en sus zonas de influencia sobrevivió al cambio de régimen. Al propio tiempo, las peculiaridades de la legislación electoral permitieron el florecimiento de irregularidades en el ejercicio del derecho de sufragio y en el recuento, además de los casos de gerrymandering promovidos por los representantes sirios, interesados en garantizar la victoria de sus candidatos predilectos. En resumidas cuentas, el sistema político conservó los defectos del viejo modelo, añadiendo a ellos las exigencias de la potencia ocupante, de tal manera que las instituciones resultaban escasamente representativas y servían sobre todo para legitimar la presencia siria (Zahar, 2005: 161-63)5.
Sin embargo, desde un punto de vista de la pacificación del país, la estrategia siria constituyó un éxito, al lograr la derrota de Aoun en Beirut (quien había rechazado los Acuerdos de Ta´if), concluyendo así las luchas de manera definitiva (octubre de 1990). Las milicias aceptaron su desarme, pero las instituciones de seguridad debían ser reconstruidas, trabajando codo con codo con los responsables sirios destacados en el Líbano, que pasaron a ejercer una labor de supervisión de las actividades de sus homólogos libaneses (Zahar, 2005: 161-62). Por otra parte, cabe destacar que Hezbollah quedó exenta de desarmarse, lo que compensó en parte a la comunidad chiíta por su posición menos relevante en el reparto institucional. La intención del gobierno sirio era la de permitir que esta milicia mantuviera en el sur su guerra de desgaste contra Israel, con vistas a reabrir la cuestión del Golán. Por otra parte, esa labor era vista por muchos libaneses como una necesidad de la defensa nacional para un país que carecía de unas fuerzas armadas con capacidad de disuasión, dada la continuidad de la zona de seguridad israelí. En otras palabras, Hezbollah supo envolverse en el manto de la lucha por la soberanía e integridad territorial del Líbano, lo que le otorgó una gran legitimidad popular y repercutió en su progresivo reforzamiento electoral (Hazran, 2009: 5-6; Norton, 1991: 471-72).
En definitiva, la paz impuesta por Siria no resolvió los problemas de reparto de poder y de falta de consenso básico sobre las políticas nacionales que existían en el Líbano ya a mediados de los 70. Muy al contrario, se acentuaron algunos de los defectos del sistema existente, ya que en lugar de eliminar el confesionalismo, lo que se hizo fue complementar éste con el papel de tutor ejercido por Damasco. De hecho, no fueron las propuestas de Asad las que convencieron a los líderes libaneses, sino que su aceptación de Ta´if se derivó de su propia debilidad, ante el agotamiento de sus propios recursos y la voluntad de la comunidad internacional de poner fin al conflicto, aún a costa de otorgar a Asad carta blanca en su acción en el Líbano. Sin apoyos exteriores relevantes, los actores libaneses tuvieron que aceptar las propuestas sirias como un mal menor y conformarse con mantener el control de sus respectivas comunidades en un Líbano cuya futuro era determinado en Damasco.

¿Conflicto doméstico o internacional?

El análisis histórico del conflicto libanés nos permite extraer en primer lugar una clara conclusión: aunque ha habido quienes han defendido la hipótesis de que la guerra civil libanesa fue el resultado únicamente de la nefasta influencia ejercida por actores externos, sobre todo la OLP (Chamoun, 1977: 5-9), la evidencia empírica nos muestra un país fragmentado, basado en un sistema político, económico y social en el que las élites responsables del pacto nacional de 1943 seguían ostentando una posición de privilegio, la cual no encajaba con los cambios acaecidos en la sociedad ni con los nuevos equilibrios demográficos. En otras palabras, el pacto nacional había sido un recurso destinado a garantizar en el país el control de las élites maronitas, con ciertas concesiones a los líderes sunníes. Pero con las importantes transformaciones que tuvieron lugar en las siguientes décadas, sus carencias se pusieron en evidencia. El carácter oligárquico del régimen libanés podía mantenerse en una sociedad tradicional, pero el proceso de modernización hizo que el modelo clientelista basado en el control de la población a escala local perdiera efectividad con el desarrollo de la urbanización y la diversificación económica. Por ello, no fue extraño que se desarrollaran nuevos movimientos sociales que buscaran convertirse en representantes de los sectores menos identificados con el sistema existente. Además, el mismo no fue lo suficientemente flexible como para abrirse a esos sectores, por lo que el país tendió a dividirse entre la conservación del statu quo y la promoción de una transformación radical. Un primer aviso de esta división fueron los enfrentamientos de 1958, situación que el presidente Chehab trató de superar mediante algunos cambios. No obstante, posteriormente hubo un freno a ese reformismo, por lo que el clima de división interna se hizo más evidente.
Si tenemos en cuenta a las distintas facciones en disputa, caracterizadas por su pertenencia a un determinado grupo confesional, podemos pensar que la guerra civil libanesa constituye un ejemplo de conflicto étnico/cultural/religioso, determinado por la imposibilidad de las distintas sectas de convivir de forma pacífica, ya que sus disparidades serían demasiado grandes como para hacer posible la existencia de unas normas aceptables por todos. En este sentido, no hay duda de que el factor identitario de pertenencia al respectivo grupo confesional juega un papel muy relevante en el Líbano. No obstante, es preciso hacer algunas matizaciones. Antes de la guerra civil, muchos ciudadanos destacaban más su identidad libanesa que su pertenencia a un grupo confesional determinado, además de que la convivencia diaria había resultado posible. Igualmente, en la fase inicial de la guerra civil la pertenencia a una determinada confesión no fue tan determinante en la afiliación política. De hecho, existían distintos partidos que poseían un carácter laico y que buscaban un respaldo social transversal. Asimismo, la separación entre los libaneses no se dio únicamente en un eje cristianos/musulmanes, sino también entre derecha e izquierda, ya que los programas socio-económicos de los partidos tenían un carácter muy diferente. Así, en muchos lugares el cleavage religioso se superpuso al cleavage social, por lo que los enfrentamientos entre comunidades no siempre implicaban unos motivos identitarios y culturales, sino también redistributivos, agudizando más el conflicto6.
Ello nos podría conducir a considerar la guerra civil desde el ángulo de la economía política. De hecho, el Líbano se distinguía por unas políticas públicas muy modestas y la pervivencia de actividades económicas bastante precarias que contrastaban con  una gran acumulación de capital en determinados sectores vinculados a la economía mundial. La limitada capacidad redistributiva del Estado convirtió esta situación en explosiva dentro de un contexto regional de fuerte movilización popular, lo que chocaba con lo que habían sido las prácticas tradicionales de la política libanesa. Y las élites del país, que acumulaban a menudo una posición de dominio tanto en la política como en la economía, no fueron capaces de separar estos papeles y de adoptar una visión de Estado que fuera más allá de sus intereses a corto plazo. En este clima de falta de consenso básico se hacía esencial el mantenimiento de su hegemonía política, ya que lo contrario les suponía una amenaza de primer orden para la continuidad de su liderazgo económico. Por su parte, para la oposición el bloqueo del sistema político generado por las élites implicaba la imposibilidad de acceder al poder por vías democráticas y de lograr reformas socio-económicas, por lo que confió crecientemente en el uso de la fuerza como medio de alcanzar sus objetivos (Johnson, 2001; Picard, 2002). No obstante, a menudo las élites de la oposición ostentaban también un liderazgo económico, por lo que difícilmente podemos hablar de un enfrentamiento de clases con carácter generalizado. De otro lado, en ese clima de radicalización y con una creciente intervención exterior, los líderes tradicionales perdieron cierta influencia en su control sobre las masas, lo que favoreció el que adoptaran posiciones más proclives al uso de la violencia (Johnson, 1986).
Sí cabe reconocer una notable relevancia al argumento del temor al futuro como desencadenante de la lucha. El mayor crecimiento demográfico de los musulmanes con respecto a los cristianos hacía pensar que si se modificaba el modelo político confesional, el poder pasaría a estar dominado por los musulmanes y los cristianos corrían el riesgo de convertirse en una minoría marginada, tal como sucedía en otros países de la zona. De ahí que tuvieran la tentación de usar la fuerza para preservar su control del país o, en caso necesario, aceptar una división territorial que les garantizaría su independencia. Por su parte, los musulmanes vieron en el empeño cristiano por mantener inalterado el statu quo una situación de marginación hacia ellos que no cuadraba con el pretendido carácter democrático del Estado, por lo que también el recurso a las armas podía considerarse legítimo para alterar una situación que no podía ser reformada por vías pacíficas.
Sin embargo, a medida que fue avanzando la guerra civil, los ciudadanos tendieron a confiar cada vez más en los mecanismos de solidaridad grupal, de tal modo que se fue acentuando el carácter confesional de los partidos y milicias. Este fenómeno puede tener dos explicaciones que no son excluyentes entre sí. Por un  lado, la crueldad de las matanzas y las operaciones de limpieza étnica creó un clima de odio entre las distintas comunidades, de tal manera que cada vez resultaba más difícil el mantenerse al margen de las disputas sectarias y subrayar una identidad libanesa. De este modo, la identidad confesional se convirtió en un instrumento de integración y cohesión en una realidad estatal que se desmoronaba. Pero también existe una explicación más utilitarista, ya que precisamente el hundimiento del Estado hizo que la seguridad y el bienestar de los ciudadanos pasara a depender totalmente de los grupos confesionales, dentro de una sociedad ya anteriormente caracterizada por la debilidad de las instituciones para desempeñar esas tareas. En este sentido, los ciudadanos habrían estado sometidos a un dilema de la seguridad, ya que ante las dudas que les aportaba la posibilidad de un futuro de convivencia, la mejor garantía para su seguridad parecía radicar en refugiarse en las milicias confesionales, las cuales sin embargo eran las que de hecho habían destruido las instituciones y creado un estado de miedo7. Ante la falta de confianza en las instituciones y en las intenciones pacíficas de las otras comunidades, la única opción sólida parecía la de las milicias, de tal forma que muchos que en principio se habían mostrado reticentes hacia su papel en la guerra civil pasaron a colaborar con ellas, lo que contribuyó a su reforzamiento (Tabbara, 1979: 50-55; Picard, 2002: 297-8).
Por lo que se refiere a la corriente según la cual el estallido de una guerra civil dependería no tanto de la existencia de determinadas causas explicativas, sino más bien de que se dé una estructura de oportunidad favorable, en el caso libanés concurren bastantes de los factores señalados por Fearon y Laitin, y además lo hacen de forma muy evidente. Así, los lazos del Líbano con Francia no quedaron rotos hasta después de la II Guerra Mundial, por lo que no podemos hablar de un Estado consolidado, especialmente teniendo en cuenta que una parte considerable de su población no se identificaba con su independencia con respecto a Siria. Por otra parte, la inestabilidad fue un factor permanente en la política libanesa, tal como pusieron en evidencia los acontecimientos de 1958. En cuanto al nivel de riqueza del país, éste era modesto comparado con el europeo, pero no así con el del Oriente Medio. No obstante, cabe destacar que la desigualdad existente sí era muy notable, con una población pobre vinculada a actividades tradicionales y una élite insertada en la economía internacional, que además copaba los altos escalones de la administración pública, lo que subrayaba la percepción de falta de igualdad de oportunidades. Por lo que se refiere a la debilidad del Estado, el Líbano constituye un buen ejemplo, ya que las élites políticas se inclinaron por un “Estado mínimo”, prefiriendo mantener los servicios sociales en sus propias manos, lo que reforzaba su poder basado en lazos clientelistas. Además, cuando el conflicto se hizo más evidente y crecieron las presiones en favor de un cambio, las élites no fueron capaces de realizar las reformas necesarias para ensanchar su base social, pero tampoco disponían de unos medios coercitivos estatales poderosos que pudieran acabar con las protestas de la oposición, tal y como hacían otros regímenes de la zona. En otras palabras, el Líbano no era un Estado inclusivo, próspero y democrático, pero tampoco una dictadura represiva capaz de garantizar mediante la fuerza la obediencia de la población. Esa posición intermedia implicaba una gran debilidad, por lo que las instituciones se quebraron cuando las mismas demostraron que no eran capaces de realizar sus funciones en las nuevas circunstancias de división interna del país. De ahí que fueran suplantadas por los grupos confesionales y sus milicias, dotados de una cohesión interna muy superior (Saouli, 2006).
Con respecto a los factores relativos a los insurgentes y su entorno, el Líbano constituye un caso en el que la guerra civil no se desarrolló en una zona determinada del país, sino que afectó al conjunto del mismo, dada la gran dispersión geográfica de los distintos grupos confesionales y partidos políticos. Ello no quiere decir que no hubiera notables diferencias en cuanto a la fortaleza relativa de cada facción en las distintas regiones, pero a nivel local había una gran heterogeneidad de la población de tal suerte que resultaba difícil para las milicias el controlar amplios espacios de territorio. Y esto lo podemos poner en relación con la predisposición a practicar matanzas de civiles con vistas a favorecer la limpieza étnica y permitir el consolidar sus espacios de poder. El conocimiento de esta población por parte de los insurgentes era muy completo, por cuanto las milicias tendieron a combatir en sus propios espacios de procedencia (al menos durante la primera fase del conflicto). Ello facilitaba su control sobre los civiles y el mantenimiento de la cohesión del grupo, ya que en un entorno de inseguridad, los grupos confesionales y sus milicias se convirtieron en un último refugio. Por el contrario, las características del terreno no jugaron ningún papel favorable para la insurgencia, ya que la misma apareció incluso en los propios barrios de la capital, junto a los mismos cuarteles del ejército. Esto indica bien a las claras que la debilidad del Estado libanés y de su aparato coercitivo era tan grande que un levantamiento armado podía tener lugar junto a los principales centros de poder.  
Pero junto a estos factores favorables de carácter interno, hemos de valorar de forma muy significativa el impacto del contexto internacional. Así, la diáspora libanesa jugó un importante papel en la recaudación de fondos para las milicias y en el ejercicio de la labor de lobby respecto a los gobiernos de los países de acogida.Además, el panorama regional se caracterizaba por un elevadísima inestabilidad tanto a nivel interno como internacional. En este sentido, el Líbano posee fronteras con dos Estados (Siria e Israel) caracterizados por vivir en aquellos años una situación enormemente convulsa. La política interna siria se había visto envuelta desde la independencia en multitud de golpes de Estado, que habían conducido finalmente al establecimiento de una dictadura del Partido Baaz, respaldada por el ejército y organizada en torno a la figura de Hafez el-Asad. No obstante, la oposición interna era muy poderosa y se centraba en los movimientos islamistas sunníes que veían con malos ojos el régimen laico de Asad, por lo que incluso se produjeron levantamientos armados. En consecuencia, el objetivo de Asad se centró en consolidar su poder interior, para lo que utilizó como instrumento la política exterior del país. Dentro de este objetivo, la cuestión de la ocupación del Golán por los israelíes suponía un problema de primer orden, por lo que Asad maniobró con vistas a asegurar que un país con un poder modesto pudiera seguir siendo una potencia central en cualquier compromiso de paz en la región. De ahí que se viera forzado a renunciar al enfrentamiento directo con Israel (inviable por la superioridad israelí), pero que al mismo tiempo utilizara todo tipo de medios indirectos para obligar a los dirigentes israelíes a realizar las concesiones exigidas por Siria.
El Líbano suponía un escenario ideal para este objetivo, ya que Israel intentaba neutralizar el territorio libanés y establecer un gobierno aliado, mostrando una implicación creciente en el país vecino. Por otra parte, el faccionalismo libanés podía permitir a Damasco el ejercer su influencia sobre distintos grupos locales, deseosos de encontrar un patrón que les ayudara en su lucha por el poder. A cambio, estas milicias debían ser capaces de practicar una guerra de desgaste contra las FDI, de tal manera que la frontera septentrional de Israel no quedara nunca neutralizada. Sin embargo, este patronazgo sirio se rompería si un determinado grupo era capaz de alcanzar la victoria en la guerra civil, ya que entonces no precisaría del apoyo de Damasco y podría optar por una línea de acción independiente. Para evitarlo, Siria se convirtió en un external balancer, de tal suerte que usó su respaldo para evitar esa victoria decisiva, lo que fue evidente cuando sus tropas entraron en el país en 1976 y derrotaron a las milicias del Movimiento Nacional. Por todo ello, podemos decir que la intervención siria se guió por criterios realistas, ya que se basó en la percepción de que sus intereses nacionales se hallaban en juego en el Líbano, puesto que la continuación de la guerra en ese país y de la inestabilidad en la frontera norte de Israel eran esenciales para recuperar la integridad territorial y para asegurar la continuidad del régimen en Damasco. La afinidad cultural no fue nunca un factor significativo, lo que se refleja en el gran dinamismo de las alianzas y su corta duración, acomodándose a las circunstancias del momento (Lion, 2011: 59-62).
Por lo que se refiere a Israel, se trataba de un país cuyos objetivos políticos consistían en: evitar la formación de una coalición árabe anti-israelí que abarcara al conjunto de sus vecinos; romper su aislamiento regional mediante acuerdos de paz con algunos de éstos y mediante alianzas con Estados y grupos no árabes (“alianzas periféricas”); garantizar la seguridad de su territorio y población frente a cualquier ataque exterior; y conservar y colonizar los territorios conquistados en 1967. Su principal preocupación en el Líbano radicaba en eliminar las infiltraciones de la OLP, pero también deseaba si era posible el debilitar a esa organización y marginarla de cualquier proceso de paz. De ahí que su actitud vacilara entre el empleo de distintos medios, tales como presionar al gobierno libanés para que controlara la frontera, o crear su propia zona de seguridad en el territorio de su vecino mediante el uso de las FDI y de sus aliados del ESL. De hecho, fue aplicando sucesivamente ambas opciones, lo que desembocó en un estacionamiento permanente en suelo libanés y en su progresiva implicación en las disputas locales, convirtiéndose en un actor más en el conflicto. Por otra parte, la presencia de las tropas internacionales de la FINUL a partir de 1978 constituyó otro factor a tener en cuenta por los israelíes, que deseaban evitar incidentes con los países occidentales que perjudicaran su posición diplomática (Schulze, 1998: 1-39; Lion, 2011: 55-59).
Por último, es preciso destacar en la dimensión regional el papel de un actor no estatal como la OLP, cuyos intereses radicaban en lograr la creación de un Estado palestino. Dada su posición de debilidad para lograr este objetivo, su opción consistió en realizar ataques contra el territorio israelí desde los países fronterizos, pero éstos se exponían a las represalias israelíes, por lo que tendieron a poner restricciones a tales actividades. Por otra parte, esos países pretendían controlar a la OLP y utilizar a la central palestina para sus propios fines, lo que Arafat quería evitar a toda costa. Tras la derrota en Jordania en 1970, el Líbano era el único Estado lo suficientemente débil como para que la OLP pudiera disfrutar en él de una cierta autonomía de actuación. Pero esta presencia palestina provocó rechazo por los problemas que generaba para su Estado de acogida, lo que hizo que la OLP se implicara cada vez más en la política libanesa si deseaba seguir beneficiándose de una situación de tolerancia, mientras que este mismo factor impulsaba a las élites maronitas a pensar que los combatientes palestinos constituían una amenaza para su control del Estado, ya que sus lazos con la oposición fortalecían a ésta enormemente, rompiendo el equilibrio de poder existente. Por ello, la OLP pasó de ser un movimiento guerrillero en el exilio que lucha contra un ejército de ocupación a convertirse en un actor en la política libanesa, implicado en las luchas por el poder. Y dada su considerable capacidad militar, este giro fue percibido por los grupos cristianos como una amenaza existencial hacia el modelo de país que ellos habían creado. Por otra parte, este nuevo factor no hizo sino ahondar entre los cristianos la ya preexistente percepción de amenaza por parte de los refugiados palestinos (predominantemente musulmanes sunníes) cuya numerosa presencia en el Líbano conllevaba el riesgo de alterar el equilibrio demográfico y político en el país.
Por lo que se refiere al sistema internacional, las rivalidades de la Guerra Fría no hicieron sino perjudicar las posibilidades de encontrar una salida pacífica al conflicto, ya que los actores libaneses tendieron a buscar el patronazgo de las superpotencias con vistas a reforzar su posición. Así, los norteamericanos interpretaron que el Movimiento Nacional Libanés y sus aliados de la OLP no eran sino satélites soviéticos que Moscú empleaba para desestabilizar un Estado que hasta entonces había tenido una orientación pro-occidental, mientras que la URSS olvidaba que las milicias cristianas no eran simplemente marionetas occidentales, sino que expresaban intereses genuinos de una parte de la población libanesa. En este marco, las superpotencias se dedicaron sobre todo a reforzar la posición de sus aliados (por ejemplo, mediante el suministro de armas) lo que ayudó a que la guerra se alargara en el tiempo. Por otra parte, Francia deseaba tener una cierta presencia (reflejada en su participación en las fuerzas de paz) con vistas a evitar el perder su influencia en la zona.
Pero este entorno internacional tenía además un carácter dinámico, por lo que la visión de las distintas potencias se fue modificando con el tiempo (Saouli, 2006: 714). Tras los Acuerdos de Camp David, el principal temor de Israel era el de que Estados Unidos le presionara para lograr el establecimiento de la autonomía palestina en Gaza y Cisjordania, lo que Israel quería evitar a toda costa porque impedía la continuación de la colonización y abría la puerta para la creación de un Estado palestino. Ariel Sharon consideró que la estrategia para evitarlo se encontraba en una implicación directa en la política libanesa, apoyando a una facción, las Fuerzas Libanesas dirigidas por Beshir Gemayel, con vistas a lograr el gobierno del país, lo que permitiría establecer un tratado de paz y convertir el Líbano en un protectorado israelí. Esta última opción se podía combinar con la eliminación de la OLP y del ejército sirio en territorio libanés, lo que implicaba en cualquier caso el uso de grandes medios militares y una invasión del conjunto del país, la Operación Paz en Galilea. Por lo tanto, la invasión de 1982 constituía un caso de “guerra opcional”, ya que sus objetivos iban mucho más allá de mantener la calma en la frontera norte, deseándose una transformación radical del equilibrio de poder en el Oriente Medio, con vistas a establecer la hegemonía israelí en la zona y la conservación de las conquistas territoriales de 1967.
Aunque la operación tuvo éxito en lograr la salida de un buen número de combatientes palestinos, fracasó en crear un gobierno satélite en Beirut, por lo que Israel volvió a su opción de mantener su zona de seguridad y se desentendió de la lucha por el gobierno en el país vecino. Por su parte, los norteamericanos y europeos debieron asumir un papel más destacado ante la presión de sus aliados árabes y de su opinión pública por las masacres de Sabra y Chatila, así como por la debilidad de las autoridades de Beirut para reconstruir el Estado. Precisamente este último factor les condujo a implicarse cada vez más en apoyo del gobierno de Amin Gemayel, pero esto mismo fue muy negativo para su misión, ya que las fuerzas de la oposición libanesa y el gobierno sirio consideraron que lo que Washington estaba fraguando era la creación de un gobierno controlado por la Falange y en sintonía con Occidente e Israel. Por ello, optaron por plantear una guerra de desgaste contra la FMN, forzando definitivamente su salida, lo que dejó un vacío de poder que únicamente podía ser llenado por Siria.
A su vez, el régimen de Damasco fue consciente de que el equilibrio de fuerzas en el interior del Líbano se estaba haciendo más ventajoso para su posición, convirtiéndose en el árbitro oficioso de las luchas por el poder. Por otro lado, la situación en el sur del país evolucionó también favorablemente, ya que las milicias de Amal y Hezbollah plantearon un desafío permanente a las tropas israelíes y a sus aliados del ESL, elevando el coste del mantenimiento de la zona de seguridad y presionando a Israel en el sentido de que no podía olvidar a Damasco en sus cálculos políticos. Al propio tiempo, Irán deseaba romper su aislamiento internacional y lograr apoyos en el Oriente Medio mediante su respaldo a la causa que gozaba de mayor popularidad en la zona, la liberación de Palestina. De ahí que colaboraran en la creación de Hezbollah y en su conversión en el principal rival militar de Israel, lo que mejoró la imagen de esta milicia e, indirectamente, la de Irán. Por tanto, Paz en Galilea no sirvió ni siquiera para calmar la frontera norte de Israel, contribuyendo decisivamente a la creación de su enemigo más tenaz en el enfrentamiento militar.
Con el nuevo clima del final de la Guerra Fría, el presidente Asad consideró que había llegado el momento propicio para poner fin a la guerra civil sin cuestionar la hegemonía siria sobre el Líbano. De ahí que asumiera los elevados costes de derrotar militarmente a quienes se oponían a esa solución, lo que sin embargo le permitió tener el poder necesario para dictar las condiciones de paz a las distintas facciones en Ta´if, que lo aceptaron porque en aquellos momentos carecían de apoyos exteriores fiables. Estados Unidos y Arabia Saudí daban por bueno el arreglo porque pensaban que sólo Asad podía controlar la situación en el Líbano, mientras que tanto Israel como la OLP se centraban en lo que ocurría en otro terreno de juego más vital para ellos, el de los Territorios Ocupados en los años de la Primera Intifada.
Sin embargo, estos acuerdos de paz no se basaron en una negociación entre los actores libaneses que permitiera abordar los contenciosos que se encontraban en la raíz de la guerra civil, eludiéndose asimismo el fortalecimiento del Estado libanés mediante el desarrollo de sus instituciones y de políticas públicas que permitieran ir superando el clientelismo y el modelo confesional, de tal suerte que se pudiera avanzar hacia un Estado más inclusivo y democrático. Al contrario, las facciones aceptaron la hegemonía siria porque ésta no cuestionó su control sobre sus respectivas comunidades, preservando así el modelo de “Estado mínimo”, clientelista y confesional que había conducido a la guerra civil.

Conclusiones

La guerra civil libanesa constituye un claro ejemplo de conflicto multicausal, en el que se mezclaron factores endógenos y exógenos en su estallido y desarrollo. Es cierto que en él se dio un enfrentamiento entre facciones basadas en diferencias culturales y religiosas, pero no todas las milicias y partidos tuvieron un carácter confesional, al tiempo que se desarrollaron numerosos episodios de enfrentamiento sangriento entre distintas milicias pertenecientes a una misma confesión. Por otra parte, el conflicto entre distintas clases era también evidente, dadas las enormes desigualdades sociales existentes y la diferente visión de lo que debían ser las políticas de redistribución. Y en lo referente a la hipótesis del miedo al futuro, los cristianos podían percibir en el cambio demográfico una amenaza existencial para su forma de vida, en tanto que para los musulmanes la oposición cristiana a las reformas implicaba un deseo de mantenerlos en la situación de inferioridad político-social en la que vivían.
Sin embargo, fueron los factores estructurales del Estado libanés y de su sociedad los que contribuyeron de forma más decisiva a hacer posible que un conflicto político pudiera transformarse en una guerra civil. La debilidad del Estado libanés supuso que éste careciese de los recursos necesarios para controlar por medios coercitivos cualquier intento de rebelión armada, en tanto que la modestia de sus políticas públicas y la fortaleza de los vínculos privados de patronazgo y clientelismo permitían que los líderes político-económicos movilizaran ingentes recursos para respaldar sus ambiciones, incluyendo la creación de auténticos ejércitos privados. Y esos mismos líderes eran proclives a los pactos transnacionales con aquellos actores que pudieran reforzar su posición de poder.
Por otro lado, existía una fuerte disensión interna en cuanto a la orientación de la política exterior del país en un contexto regional fuertemente polarizado por el conflicto árabe-israelí y por la tensión Este-Oeste, lo que no ayudó a que los países vecinos desarrollaran un papel constructivo en favor de la paz. Al contrario, tendieron a utilizar el territorio libanés para dirimir sus disputas y lograr ventajas relativas en el tablero más amplio de Oriente Próximo, por lo que su actitud no estaría guiada sino por sus propios intereses. De hecho, estas intervenciones foráneas no respondieron preferentemente a ningún tipo de afinidad cultural  o religiosa, sino a cálculos instrumentales, lo que explica el carácter enormemente dinámico de las alianzas y su gran variación a lo largo del tiempo.
Finalmente, si la guerra comenzó fundamentalmente por razones endógenas, su prolongación en el tiempo se debió sobre todo a estas intervenciones exteriores, que impidieron la victoria definitiva de un bando y garantizaron el suministro permanente de recursos militares, lo que hizo posible la reposición de los arsenales y la continuación de la lucha. Por ello mismo, el final del conflicto sólo fue posible cuando el contexto internacional se hizo más favorable, desapareciendo las rivalidades de la Guerra Fría, al tiempo que se abría un nuevo frente de lucha entre israelíes y palestinos en los Territorios Ocupados, lo que provocó que las energías de estos actores se centraran en el nuevo foco de tensión. En ese momento, Siria pudo imponer un acuerdo de paz basado en su hegemonía y capacidad coercitiva, el cual no pudo ser respondido por los actores libaneses insatisfechos debido a la falta de un apoyo exterior creíble. Pero este triunfo sirio y la aquiescencia de las partes se logró también debido a que los Acuerdos de Ta´if sólo alteraron parcialmente los equilibrios de poder, pero sin llevar a cabo una reforma en profundidad del Estado que acabara con su fragilidad y le permitiera manejar los conflictos político-sociales en el futuro de una forma inclusiva y democrática. De ahí que hoy en día, en ausencia de esas reformas, el Líbano siga siendo proclive a una inestabilidad estructural que ha sobrevivido a la propia retirada siria en 2005. Ello entraña el riesgo de retornar a la guerra civil en aquellos momentos en los que los actores libaneses tienen la tentación de utilizar sus conexiones internacionales para reforzar su posición de poder en el interior del país o cuando una potencia externa decide intervenir en los asuntos libaneses, alterando el equilibrio existente.

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Notas

1 Para Johan Galtung, sólo la resolución de las causas de un conflicto permite su verdadera superación, calificada como “paz positiva” (Galtung, 1969: 183-6).

2 Los factores externos pueden tener su origen en el sistema mundial o en el subsistema regional.

3 Un régimen consociacional implica un reparto del poder entre los distintos grupos existentes al margen de los resultados electorales, por lo que la actitud de los líderes es decisiva para mantenerlo.

4 El último censo libanés es de 1932, pero en los años 70 se calculaba que la mayoría de la población era musulmana, mientras que la mayoría del parlamento era cristiana en una proporción de 6 a 5.

5 El gerrymandering consiste en el proceso por el cual las autoridades diseñan una división en distritos electorales que maximiza el rendimiento en escaños de los resultados electorales, ajustándolos a las necesidades de los partidos en el poder.

6 Por cleavage se entiende la existencia de una fractura social en torno a un determinado asunto (Rokkan, 1970).

7 Se califica de dilema de seguridad en una guerra civil a la dificultad de las partes de aceptar un compromiso de paz, ya que el mismo implica un incremento de la propia vulnerabilidad al acometer procesos de desarme. De ahí que su reacción habitual sea la de continuar el conflicto armado (Posen, 2003).

Javier Lion Bustillo. Doctor en Historia por la Universidad de Cádiz. Licenciado en Historia (Universidad de Valladolid) y en Ciencias Políticas (UNED, Premio Extraordinario de Fin de Carrera), y Master in Politics and Government (London School of Economics). Autor de La reunificación alemana y la seguridad europea (Edicions La Xara, 2008). Mención especial del jurado en los Premios Defensa 2011 en la modalidad de investigación por la obra Europa y las operaciones de paz en el Líbano. Líneas de investigación: Historia de las Relaciones Internacionales en Europa, Mediterráneo y Oriente Medio; seguridad internacional; y estudios sobre conflictos y paz. Investigador del Grupo de Estudios de Historia Actual (GEHA), Universidad de Cádiz. e-mail: jlion3@hotmail.com 

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