Modelos federales y subsidiariedad en el reparto de las competencias normativas entre Unión Europea y Estados miembros

  

Antonio D’Atena

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Tor Vergata (Roma)

Traducido del italiano por Leonardo J. Sánchez-Mesa Martínez

 

 

 

 

 

 

 La Constitución Europea (II)

 

 

SUMARIO

 

1.– Un diseño institucional “monstro simile”, construido (también) con técnicas de matriz federal y regional

2.– La peculiaridad de la estructura originaria: la amplísima competencia de la competencia del legislador comunitario

3.– El Tratado-constitución y el título dedicado a las competencias de la Unión

4.– La tipología de las competencias: la competencia “exclusiva” y la competencia “compartida”

5.– Otras figuras reconducibles a la competencia compartida (ampliamente entendida)

6.– La competencia compartida en el reparto vertical

7.– El impacto sobre las competencias de la disciplina en materia de política y funcionamiento de la Unión

8.– La persistencia en la UE de amplios espacios de competencia de la competencia

9.– El reforzamiento del principio de subsidiariedad

10.– Observaciones conclusivas

   

 

  

 

  

1.- Un diseño institucional “monstro simile” construido (también) con técnicas de matriz federal y regional 

 

        Queda fuera de toda discusión que la Unión Europea constituye una absoluta novedad institucional: una novedad no reconducible a ninguno de los modelos clásicos de tipo confederal y federal. Ésta se presenta – en el sentido institucional –como algo misterioso: “monstro simile”, recuperando el título de una relación presentada por Mario Chiti en Berlín en 1996[1].  Lo cual – puede añadirse – no es de por sí sorprendente (o escandaloso). De hecho, no es la primera vez que en la historia de las instituciones hemos venido a topar con entidades absolutamente novedosas que someten al repertorio conceptual disponible o al vocabulario mismo a una dura prueba. Es bien sabido, por ejemplo, que el primer autor europeo que representó – admirablemente – el federalismo norteamericano – Alexis Tocqueville – se vio obligado a reconocer que la “cosa” por él descrita adolecía de una “palabra” que la designase: dado que – tal y como el mismo afirmaba – “el espíritu humano inventa más fácilmente las cosas que las palabras; de donde se deriva el uso de términos impropios y de expresiones incompletas”[2]. Por lo demás – regresando al ordenamiento europeo – la exactitud de esta observación puede considerarse confirmada por el hecho de que uno de los más prestigiosos tribunales constitucionales del continente – el Tribunal Constitucional federal alemán – para calificar su diseño institucional haya considerado necesario acuñar un término nuevo, no contemplado en el diccionario: Staatenverbund[3].

 

        No obstante el carácter refractario de la nueva “cosa” a ser reconducida a los modelos de tipo federal, ha de destacarse que la normativa institucional relativa a ésta, ha recurrido con frecuencia y desde el principio al uso de técnicas copiadas del constitucionalismo federal[4].

 

        Este débito se entiende tanto en la vertiente organizativa como en la relativa al reparto de las competencias.

 

        Deteniendo la atención sobre la segunda (que es aquélla a la que se dedican las presentes notas), puede constatarse que un testimonio significativo de ello es ofrecida por la articulación de los “actos” normativos comunitarios[5]: los reglamentos y las directivas. De hecho, dichos “actos” son la expresión de competencias provistas de significativos puntos de contacto con arquetipos de matriz federal y regional.

 

        Según la opinión que parece preferible[6], los reglamentos son expresión de una suerte de konkurrierende Gesetzgebung: la competencia compartida a la alemana. Se trata – como bien se sabe – de una competencia, la cual pone a uno de los sujetos afectados por la misma en condición de limitar de varias formas las competencias de los sujetos con los cuales está llamado a concurrir, permitiéndole incluso “desbancarle”[7].  La norma que la contempla prevé, de hecho, que la competencia legislativa permanezca bajo titularidad de los Länder, mientras que y en la medida en que la Federación – el Bund – no legisle[8].

 

        Por cuanto respecta a las directivas, el modelo utilizable es el de la competencia concurrente tal y como se la conoce convencionalmente en Italia: la prevista por el antiguo art. 117.1 y por el nuevo art. 117.3 de la Constitución italiana. Una competencia, construida sobre la base de un reparto, no ya (sólo) horizontal – o por materia – sino (también) vertical o por tipo de disciplina. Las normas que la prevén, asignándole al legislador central el poder de dictar las guide-lines que se imponen al respeto de los legisladores periféricos, lo colocan en condición de limitar la competencia de éstos. Éstas últimas, sin embargo, no lo convierten plenamente en árbitro del reparto de competencia, dado que reconocen a los segundos un domaine réservé del que queda al margen el primero. Cierto es que, mientras en las constituciones nacionales que acogen el “tipo” el reparto bascula sobre la distinción entre principios y normas de detalle, en la disciplina comunitaria se construye sobre la contraposición entre los resultados por una parte y la forma y los medios por otra[9]. Pero la diferencia resulta menos clara de cuanto pueda parecer a simple vista. No se trata, por lo demás, de un caso con respecto al cual, tanto en Italia como en Alemania tienda a reconocerse una estrecha analogía entre las directivas y las leyes que contienen los principios que se imponen al respeto del legislador sub-estatal: las leyes-marco[10], las Rahmengesetze[11].

 

2-. La peculiaridad de la estructura originaria: la amplísima competencia de la competencia del legislador comunitario  

 

        Para completar el marco ha de añadirse además que, a pesar de estas influencias de corte federal, la disciplina europea del reparto de competencias presenta trazos totalmente peculiares: reconociendo a la instancia central – la Comunidad – el poder de disponer el reparto de competencias entre ella misma y los Estados miembros en términos mucho más amplios de cuanto habitualmente pueda suceder en los ordenamientos federales.

 

         En favor de esta conclusión pueden invocarse al menos tres argumentos.

 

        En primer lugar, el hecho de que frecuentemente la normativa pacticia habilita a la Comunidad a intervenir tanto mediante directivas como con reglamentos, dejando a la misma la elección[12]. Y, en consecuencia, consintiéndole construir el reparto de competencias entre ella y los Estados, optando entre uno u otro de los dos modelos disponibles.

 

        El segundo argumento viene dado por la previsión de competencias comunitarias diseñadas en términos finalistas. Hacemos referencia a las normas que reconocen a las instituciones el poder de adoptar todas las acciones (directivas, reglamentos, o bien, en sentido genérico, medidas) necesarias, oportunas o útiles, en relación a los objetivos del tratado (o al menos, algunos de los mismos). En virtud de ellos – tal y como el que escribe estas líneas tuvo la ocasión de defender hace ya más de veinte años[13] – la competencia comunitaria está llamada inevitablemente a definirse a sí misma mediante su propio ejercicio.

 

        El tercer argumento está representado por las numerosas disposiciones teleológicas que recorren el corpus del Tratado (y que se extraen del preámbulo que lo precede)[14]. A raíz de las mismas se puede decir que no muchos sectores de la actividad pública resultan indiferentes desde el punto de vista comunitario. Ello se refleja en las competencias, por efecto tanto de las normas apenas aludidas como de aquel poder de revisión que el artículo 235 (308 del texto consolidado) reconoce a la Comunidad[15].

 

        Sin embargo, es cierto que con el Tratado de Maastricht este diseño competencial ha sufrido una transformación muy profunda en virtud del principio de subsidiariedad y de la decisión de preferencia que está presente en su base: una decisión dirigida a favorecer la competencia de los Estados con respecto a la de la Comunidad. En cualquier caso, se mantiene el hecho de que el resto de la implantación normativa no ha sido modificada correspondientemente y que, hasta este momento, la jurisprudencia comunitaria ha demostrado cierta timidez frente a la potencialidad del principio[16].

 

3. El Tratado-constitución y el título dedicado a las competencias de la Unión  

 

        La cuestión que hoy se plantea es si –y en qué medida – la situación está destinada a cambiar por efecto del Tratado-constitución firmado en Roma el 29 de octubre de 2004.

 

        Simplificando mucho – y sin perjuicio de que luego se descienda al detalle – puede destacarse que en lo referente al reparto de competencias entre la Unión y los Estados miembros no escasean las novedades. Éstas, sin embargo, son menos clamorosas de cuanto pueda aparentar a raíz de una primera lectura. Esto depende de la tensión entre la aspiración “constitucional” que recorre el Tratado y la inercia de un diseño institucional reticente a invocar con decisión el camino correspondiente. De ahí que se dé una cierta opacidad de la disciplina en su conjunto, en la cual las aperturas son generalmente compensadas – si no neutralizadas – por soluciones estrechamente ligadas en continuidad con el pasado.

 

        La exactitud de estas observaciones se confirma por la manera en que el Tratado afronta el tema.

 

        A este respecto, el primer dato que sorprende viene dado por la sistemática del acto. Éste – a diferencia de los tratados que le han precedido – contiene un título – el título tercero de la primera parte – dedicado expresamente a las “competencias de la Unión”.

 

        El sentido de dicha elección no puede pasar desapercibido. Se trata de una expresión del intento de superar el auténtico “laberinto” de actos y procedimientos que, no obstante el proceso de progresiva tipificación de los procesos de decisión iniciado por el Acta Única de 1986, encaminada a caracterizar la distribución de las competencias comunitarias. Dictar, en esta materia, una disciplina de tipo general – separada de los sectores y ámbitos materiales en los que las competencias deben explicarse – significa, de hecho, plantearse una perspectiva auténticamente “constitucional”. Significa, en otros términos, intentar que la cuestión quede ligada a decisiones precisas en lo referente al papel de los órganos, a la distribución de los poderes, a las relaciones entre la Unión y los Estados miembros.

 

        Dicho esto, debe añadirse que este salto cualitativo queda, en buena medida, en un mero intento. Por la simple razón de que a la disciplina general contenida en el título tercero se superpone – vaciándola parcialmente – la disciplina del reparto de competencias contenida en la parte del acto dedicada a las políticas, a la cual – entre otras cosas – se hace un reenvío expreso en el propio título tercero. La referencia se halla en el art. I-12.6, en el que se lee que “el alcance y las condiciones de ejercicio de las competencias de la Unión se determinarán en las disposiciones de la Parte III relativas a cada ámbito”[17].

 

4-. La tipología de las competencias: la competencia “exclusiva” y la competencia “compartida”  

 

        Pasando al examen de la tipología de las competencias de la Unión, puede asumirse como punto de partida la disposición que el título examinado dedica al tema: el art. I-12, programáticamente titulado “Categorias de competencias”.

 

       Dicha norma “nombra” dos tipos de competencia, con respecto a las cuáles dicta la disciplina general: la competencia “exclusiva” y la competencia “compartida”

 

        Comenzando por la primera, debe subrayarse que la misma – prestando atención – no es exclusiva (o, al menos, no lo es del todo). De hecho, es cierto que – por cuanto se apresura a aclarar el primer párrafo de la disposición – en los sectores presididos por la misma, tan sólo la Unión puede legislar y adoptar actos jurídicamente vinculantes. Pero también es cierto que los Estados no son totalmente expulsados de dichos sectores. Y esto – apréciese – no sólo y no tanto por la posibilidad de ser destinatarios de una delegación comunitaria[18], sino también – y sobre todo – porque disponen de la competencia (propia) para ejecutar los actos adoptados por la UE[19].

 

         Distinto es, en parte, el discurso por cuanto respecta a la competencia calificada como “compartida”, la cual se encuadra en el modelo de concurrencia más difuso de los sistemas federales: el modelo alemán de la konkurrierende Gesetzgebung. De hecho, según la norma que la contempla[20], actos jurídicamente obligatorios pueden ser adoptados tanto por la UE como por los Estados miembros, pero con una diferencia fundamental. La primera, de hecho, está dotada de poderes conformadores sobre las competencias de los segundos, pudiendo ejercitarse ésta – según la letra del propio tratado – “en la medida en que la Unión no haya ejercido la suya o haya decidido dejar de ejercerla”. De aquí la notable variabilidad de escenarios. De hecho, si la Unión se abstiene de intervenir, los Estados disponen de toda la competencia normativa (operando – podría decirse – como si fuesen titulares de una competencia exclusiva); si, sin embargo, interviene con una normativa no autoaplicativa, quedan llamados a hacer operativa dicha disciplina mediante la adopción de normas de ejecución; en último lugar, si dicta una disciplina absolutamente exhaustiva, sufren la completa expropiación de sus prerrogativas normativas.

 

5.- Otras figuras reconducibles a la competencia compartida (ampliamente entendida)  

 

        Sin embargo, no es ésta la única competencia “compartida” prevista en el Tratado-constitución.

 

        La cuestión aflora en numerosos puntos del texto.

 

        En primer lugar, en el art. I-14, que, refiriéndose a algunos sectores, prevé entre la UE y los Estados un tipo de concurrencia distinto de aquél antes considerado. Se trata de los sectores de la investigación, del desarrollo tecnológico y del espacio[21] por una parte, y de aquéllos de la cooperación para el desarrollo y de la ayuda humanitaria[22], por otra. En dichos sectores, a la Unión se le reconocen respectivamente la competencia de definir y ejecutar programas[23] y la de preparar y conducir una política común[24]. En esta sede no es el caso de detenerse en el contenido de las atribuciones definidas. Lo que nos interesa destacar aquí es que dichas competencias – por cuanto expresamente subrayan las disposiciones que las contemplan – no tienen el efecto de “impedir a los Estados miembros ejercer la suya”. Como consecuencia de ello, el concurso evocado de dichas disposiciones se presenta como un concurso libre: en los ámbitos referidos más arriba, la acción comunitaria resulta acumulativa y no sustitutiva con respecto a la de los Estados[25].

 

        Otros casos reconducibles a la figura de la concurrencia (entendida en términos amplios) se regulan en los arts. I-15 y I-17. Los mismos, relacionados con las políticas económicas y laborales, así como en materia de industria, salud, educación, cultura, turismo, juventud, deportes, formación profesional, protección civil y cooperación administrativa, reconocen a la Unión poderes de coordinación muy variados: a la misma se le encarga la fijación de líneas de máxima[26] o de orientaciones[27], o bien la realización de acciones de apoyo, coordinación y complemento[28].

 

6.- La competencia compartida en el reparto vertical  

 

        Sin embargo, de entre las figuras reconducibles a la competencia compartida, las consideradas no son las más significativas.

 

        Mucho más relevante resulta otra figura, no ubicada – a diferencia de las precedentes – en el título dedicado a las competencias de la Unión, sino en el dedicado a su ejercicio – el título quinto – y, en particular, en el artículo que elenca y define los “actos jurídicos de la Unión”: el art. I-33.

 

        Se trata de una norma que, no obstante el título, no sólo (y, probablemente, no tanto) se ocupa de “actos”, sino también (y – puede añadirse – sobre todo) de competencias.

 

        Su importancia le viene dada particularmente por la mayor novedad prevista en la misma. Se está haciendo referencia a la introducción de la categoría de los actos legislativos europeos[29] y – especialmente – a la distinción, en el ámbito de ésta, de las leyes y las leyes marco.

 

        Que con tales denominaciones el tratado no se esté refiriendo a “actos” distintos se confirma mediante la circunstancia de que entre las leyes europeas y las leyes marco europeas no subsisten diferencias de orden “formal”: son adoptadas con el mismo procedimiento (o, más exactamente – dada la presencia, junto al procedimiento ordinario, de momentos especiales –, con los mismos procedimientos)[30].

 

        La diferencia subsistente entre éstas se refiere al contenido del que pueden ser, respectivamente, portadoras. Dichos actos, de hecho, constituyen la nueva encarnación de los reglamentos y de las directivas de la disciplina precedente. De hecho, mientras la ley europea, resultando “obligatoria en todos sus elementos y directamente aplicable en cada uno de los Estados miembros”, puede contener disciplinas completas y autoaplicativas (es decir, no necesitadas de integración ni actuación), la ley marco, vinculando a los Estados destinatarios “en cuanto al resultado que deba conseguirse, dejando, sin embargo a las autoridades nacionales la competencia de elegir la forma y los medios”, está obligada a limitarse a disciplinas no autoaplicativas.

 

        Si se tiene en cuenta todo esto, puede constatarse sin excesivos problemas que las dos figuras son expresión de competencias distintas.

 

        Para la ley europea, la referencia competencial puede ser doble. En cuanto acto capaz de agotar la disciplina de su objeto, la misma parece igualmente utilizable tanto en el ejercicio de una competencia exclusiva de la Unión como en el de la competencia que el tratado denomina compartida (en el sentido – tal y como se ha visto – de la konkurrierende Gesetzgebung alemana). Ésta última, de hecho, consintiendo a la Unión dictar normas de detalle (y de desplazar la competencia de los Estados), requiere el empleo de un acto cuya disciplina completa y autoaplicativa no resulte obstaculizada.

 

        La reconducibilidad de la ley europea a competencias contempladas en el título tercero conlleva, entonces, que la relativa previsión no modifique la articulación tipológica de las competencias derivada del mismo.

 

        Esto no vale, sin embargo, para la ley marco. La misma, estando obligada a detenerse en un cierto punto – en la identificación de los resultados a alcanzar –, está llamada a operar en ámbitos en los que subsiste un espacio jurídicamente reservado a los Estados. Y, en consecuencia, a la par que la directiva – sobre cuyo calco es modelada – es expresión de una competencia compartida en reparto vertical: análoga a la competencia concurrente comúnmente calificada “a la italiana”, mencionada con antelación. Una competencia que se suma a aquéllas contempladas en la apropiada sedes materiae.

 

7.- El impacto sobre las competencias de la disciplina en materia de política y funcionamiento de la Unión  

 

        Como se ha avanzado, a la disciplina en materia de competencia de la Unión, dictada por la primera parte del tratado, se superpone, modificándola, la disciplina contenida en la parte tercera, relativa a las políticas y al funcionamiento de la Unión.

 

        Es ésta la parte de la norma en la que la continuidad con el ordenamiento precedente se manifiesta más intensamente. Y es, en consecuencia – si es que así puede decirse – la parte menos “constitucional”. De hecho, en la misma, las decisiones en orden a las líneas de separación entre las competencias de la Unión y las de los Estados, así como las relativas al modo de ejercicio de las primeras, no están tan ligadas a una lógica institucional unificante como a los caracteres de las materias a las que se refieren en cada momento.

 

        Una manifestación de esta diversa aproximación se percibe – por ejemplo – en el ámbito de las relaciones entre los actos normativos de la Unión. De hecho, no resulta infrecuente que, en función de la disciplina impuesta por la parte tercera, la Unión esté llamada a intervenir con un reglamento en vez de con una ley. Y ello – apréciese – tanto en materias de competencia exclusiva[31] como en materias de competencia compartida[32]. En todos estos casos, por tanto, la relación entre ley y reglamento no obedece a la lógica jerárquica que – aunque sea en términos no del todo claros[33] – sanciona la primera parte, si no que queda reconstruida en términos de competencia.

 

        Aún más llamativos son, en cualquier caso, las incidencias de la parte tercera sobre el régimen de las competencias.

 

        En virtud de su efecto sucede – por ejemplo – que competencias calificadas como “exclusivas” por la primera parte asuman el carácter de competencias no exclusivas. La hipótesis recorre la política comercial común, incluida en el art. I-13.1 e) entre los “sectores de competencia exclusiva”. De hecho, la norma de la parte tercera que establece su disciplina – el art. III-315 – tras reservar a la ley europea la función de definir el correspondiente marco de actuación y tras haber dictado una disciplina analítica de los acuerdos con terceros países u organizaciones internacionales, precisa que el ejercicio de dichas competencias “no afectará a la delimitación de las competencias entre la Unión y los Estados miembros”. Con lo que – como bien se deduce – el sentido de la predicada exclusividad queda drásticamente redimensionada.

 

        No muy distinto es lo que le sucede a la competencia que el tratado califica como “compartida” (construida – como se recordará – sobre el modelo de la konkurrierende Gesetzgebung alemana).

 

        Por cuanto se ha subrayado, la misma coloca a la Unión en condición de desplegar intervenciones de diversa intensidad: consintiéndole tanto mantener la propia disciplina al nivel de las determinaciones teleológicas y de principio como descender al detalle, desbancando en consecuencia las competencias de los Estados miembros.

 

        Probablemente es a esta variedad de escenarios a la que se debe la frecuente previsión de que, en las materias a ella reservadas, la Unión intervenga con “ley o ley marco europea”[34]. Se trata, sin embargo, de una solución técnicamente criticable. De hecho, es razonable considerar que en lo más esté comprendido lo menos. Y que la ley europea, estando habilitada para desarrollar una disciplina completa, pueda también limitarse a fijar prescripciones de tipo teleológico (o, en cualquier caso, no autoaplicativo). A consecuencia de ello, la previsión expresa de que la Unión pueda intervenir también mediante ley marco, resulta redundante. Por lo demás – si así no fuera (esto es, si a tal alusión se reconociese un concreto contenido prescriptivo) – no podrían explicarse los casos en los que, haciendo referencia siempre a las materias de competencia compartida, el tratado prevea que la Unión intervenga sólo mediante ley[35]. De hecho, es evidente que, si de la falta de mención de la ley marco se argumentase la necesidad de que la Unión adopte normas completas (no susceptibles de especificación por parte de los Estados), la competencia compartida ya no sería compartida, sino que, a pesar de la calificación, asumiría las características de una competencia verdaderamente exclusiva.

 

        Sin embargo, distinto es el discurso – refiriéndonos siempre a materias sujetas a la competencia compartida – cuando el tratado habilita a la Unión para intervenir sólo con leyes marco[36]. En tales casos, de hecho, la competencia, no obstante la etiqueta que le haya puesto a la misma la disciplina pacticia, asume características de la competencia compartida, no ya a la alemana, sino a la italiana (en cuanto basada en un reparto vertical entre la Unión y los Estados).

 

        De este modo, por tanto, la calificación efectuada por la parte primera resulta totalmente desmentida por la parte tercera.

 

8.- La persistencia en la Unión Europea de amplios espacios de competencia de la competencia  

 

        A pesar de las incongruencias que se han ilustrado, no parece criticable que la disciplina dispuesta por el tratado en materia de competencias y de actos de ejercicio de las mismas marque un acercamiento – aunque sea tímido – del ordenamiento institucional europeo hacia los ordenamientos constitucionales estatales.

 

        En este sentido se orientan tanto la tipología de las competencias como la articulación de los actos. En relación al segundo punto, basta subrayar que – ansiado el acrecentado papel del Parlamento – las leyes europeas se asemejan cada vez más a auténticas leyes, y que los reglamentos, en la mayor parte de los casos, presentan fuertes puntos de contacto con las figuras homólogas de los ordenamientos internos.

 

      Quedan, sin embargo, algunos rasgos peculiares del ordenamiento europeo. Permanece, sobre todo, una competencia de la competencia de notable extensión.

 

        De hecho, es cierto que, a pesar del incremento de la amplitud de los objetivos del ordenamiento europeo[37], la nueva disciplina se apresura a precisar que éstos se persiguen “por los medios apropiados, de acuerdo con las competencias que se le atribuyen (a la Unión) en la Constitución”[38]. Y también es cierto que el tratado confirma el principio de atribución, con cláusula residual a favor de los Estados[39].

 

        Sin embargo, no pueden ignorarse las numerosas cláusulas abiertas presentes en la nueva disciplina: comenzando por la cláusula de flexibilidad (que constituye la actual encarnación de aquel poder que algunos calificaban antes como “pequeña revisión”). Hacemos referencia al art. I-18.1, el cual prevé que: “Cuando se considere necesaria una acción de la Unión en el ámbito de las políticas definidas en la Parte III para alcanzar uno de los objetivos fijados por la Constitución, sin que ésta haya previsto los poderes de actuación necesarios a tal efecto, el Consejo de Ministros adoptará las medidas adecuadas por unanimidad, a propuesta de la Comisión Europea y previa aprobación del Parlamento Europeo”.

 

        Restan además los casos en los que las competencias de la Unión quedan planteadas en términos finalistas. Piénsese – por ejemplo – en las normas que conceden a la Unión el poder de establecer las medidas “necesarias” para alcanzar fines indicadas en las mismas: en materia – por ejemplo – de circulación y establecimiento de los ciudadanos de la Unión[40], de libre circulación de los trabajadores[41], de lucha contra las discriminaciones[42]. Piénsese aún en el art. III-173, que reclama a la ley marco europea la adopción de medidas de aproximación entre las legislaciones nacionales “que incidan directamente en el establecimiento o funcionamiento del mercado interior”. Se trata de competencias para las cuales valen las mismas observaciones dedicadas a las competencias finalísticas contenidas en TCE: Éstas, de hecho, están llamadas a definirse a sí mismas – y correlativamente a condicionar la competencia de los Estados – mediante su ejercicio.

 

9.- El reforzamiento del principio de subsidiariedad  

 

        Llegados a este punto, ha de precisarse que resultaría excesivo considerar que los elementos aludidos aseguren a la UE un poder de gobierno del reparto de competencias de la misma amplitud que aquél originario (si no, incluso una omnívora competencia de la competencia).

 

        Los mismos, de hecho, encuentran un robusto contrapeso en el principio de subsidiariedad.

 

        No se trata – ciertamente – de un principio nuevo: su introducción –como se ha recordado – se remonta al Tratado de Maastricht. Debe considerarse, sin embargo, que la nueva disciplina lo refuerza considerablemente.

 

        Dicho reforzamiento no se plasma en la nueva formulación del art. 3b (ahora 5 TCE). Se hace referencia aquí a la precisión – contenida en el art. I-11.3 – de que la intervención de la Unión resulta admisible en tanto en cuanto los objetivos de la acción prevista no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros: no sólo – nótese – a “nivel central”, sino también – y éste es el punto – “a nivel regional y local”. De hecho, no parece dudoso que la valoración de la capacidad de los Estados de alcanzar satisfactoriamente los objetivos de la acción prevista se lleve a cabo teniendo en cuenta todos los niveles territoriales de gobierno nucleados en el interior de los mismos. De hecho, sería una auténtica extravagancia que, faltando la mención de los niveles regionales y locales, la disciplina actualmente vigente precluyera la intervención subsidiaria de la Unión, allí donde los Estados miembros sean capaces de asegurar una suficiente cobertura a las exigencias de la acción europea mediante sus propios aparatos centrales, mientras resulte admisible, siempre y cuando dicha cobertura se deba a las entidades sub-estatales o a poderes locales que operan en el interior de los mismos.

 

        Por tanto, no es en este terreno  donde se busca el reforzamiento del principio de subsidiariedad aludido más arriba. Éste ha de buscarse sobre el terreno de los procedimientos[43]. El tratado, de hecho, robustece considerablemente las garantías procedimentales con las que se ha provisto en principio, en el curso de una trayectoria iniciada desde el día inmediatamente posterior a Maastricht y recalcado por los Consejos europeos de Birmingham y de Edimburgo de octubre y diciembre de 1992, por el acuerdo interinstitucional de octubre de 1993 y, sobre todo, por el protocolo anexo al tratado de Amsterdam de 1997[44].

 

        A este respecto, la mayor novedad está constituida por el papel que la nueva regulación reconoce – si bien, como veremos, en términos distintos – a los Parlamentos nacionales y al Comité de las Regiones.

 

        Por cuanto respecta a los Parlamentos nacionales, se trata de un papel que el tratado califica de vigilancia[45]. Éste se disciplina en el protocolo sobre la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad: el segundo protocolo anexo al Tratado-constitución. El mismo prevé la inmediata información de los Parlamentos nacionales respecto a las propuestas legislativas de la Comisión, a las resoluciones legislativas del Parlamento europeo y a las posiciones del Consejo[46]; la facultad, reconocida a cada uno de los Parlamentos nacionales o cada una de las Cámaras en las que se articulan, de transmitir, a los Presidentes del Parlamento, del Consejo y de la Comisión, dictámenes motivados sobre el no respeto del principio de subsidiariedad[47]; la previsión de un deber de reexamen a cargo de la Comisión, cuando dichos dictámenes superen algunos límites[48]. El protocolo precisa, además, que los recursos por violación, a través de un acto legislativo, del principio de subsidiariedad puedan ser propuestos o transmitidos al Tribunal de Justicia por parte de los Estados miembros también en nombre de los respectivos Parlamentos[49].

 

        Por cuanto respecta al Comité de las Regiones, ha de señalarse que el reconocimiento al mismo del poder de recurrir al Tribunal de Justicia para denunciar la violación del principio de subsidiariedad, siempre y cuando dicha violación se deba a actos legislativos con respecto a los cuales se exige su consulta[50].

 

10.- Observaciones conclusivas 

 

        Si se da la importancia justa a las consideraciones precedentes, puede concluirse que las técnicas provistas por el constitucionalismo federal – que, sin embargo, como hemos visto, no faltan – no constituyen el corazón del reparto de las competencias entre la Unión y los Estados miembros.

 

        El corazón de dicho reparto viene constituido, de hecho, por el principio de subsidiariedad. Con respecto al cual el Tratado enseña todas sus cartas.

 

        Éste es el elemento de mayor originalidad del diseño resultante del mismo. Es también, sin embargo, la mayor incógnita.

 

        A día de hoy no estamos en posición de  prever si la procedimentalización prevista por el protocolo producirá los efectos en vista de los cuales ha sido introducida. Ni estamos en condición de saber si el Tribunal de Justicia hará del principio de subsidiariedad un principio efectivamente justiciable, o si, por el contrario, asumirá una actitud de deferencia ante las instancias políticas de la Unión. Lo que puede decirse es que hacer efectivo el principio de subsidiariedad no es una empresa imposible. Como confirma la reciente jurisprudencia de la Corte constitucional italiana a propósito de la disciplina del reparto de las competencias administrativas dictada por la reforma constitucional de 2001: operada ésta también, por entero, desde el recurso del principio de subsidiariedad[51].


 

[1] Chiti, Das Ziel der europäischen Integration: Staat, internationale Union oder “Monstro simile“?, en Nettesheim / Schiera (dir.), Der integrierte Staat. Verfassungs- und europarechtliche Betrachtungen aus italienischer und deutscher Perspektive, Berlin, 1999, p. 177 ss.

[2] Tocqueville, La democrazia in America (1835-1840), traducción al italiano e introducción de G. Candeloro, Milano, 1996, p. 149. 

[3] Tal y como dispone – como es bien sabido – el Maastricht-Urteil de 12.10.1993 (BVerfGE, 89, 155), cuya traducción italiana, a cargo de A. Anzon y de J. Luther, puede leerse en Giur. cost., 1994, 677 ss. Sobre dicha decisión, v. – entre otras muchas –: Tomuschat, Die Europäische Union unter der Aufsicht des Bundesverfassungsgerichts, en EuGRZ, 1993, 491 s.

[4] Sobre la Bundesstaatlichkeit como Ordnungsprinzip de la estructura comunitaria, v. – por ejemplo, en la literatura pionera de los primeros momentos –: Mosler, Der Vertrag über die Europäische Gemeinschaft für Kohle und Stahl, en Zeit. Ausl. Öff.Recht u. Völkerrecht, 1951, p. 32 ss. En cuanto al paralelismo entre ordenamiento comunitario de la época y el ordenamiento federal alemán, v, siempre a título ejemplificativo: Ipsen, Als Bundesstaat in der Gemeinschaft, en Probleme des Europäischen Rechts. Festschrift für Walter Hallstein zu seinem 65. Geburtstag, Frankfurt a.M., 1966, p. 250 ss.

[5]  … que, bien mirado, después de todo no son tales “actos” o, al menos, no lo son en los términos en los que el concepto es usado en los ordenamientos estatales. Al respecto: D’Atena, “L’anomalo assetto delle fonti comunitarie”, Il dir. dell’U.E., n. 4/2001, p. 594 s. (también en Panunzio / Sciso (dir.), Le riforme istituzionali e la partecipazione dell’Italia all’Unione europea, Milano, 2002 y en D’Atena / Grossi (dir.), Diritto, diritti e autonomie. Tra Unione europea e riforme costituzionali – In memoria di Andrea Paoletti, Milano, 2003.

[6] En este sentido, entre los primeros: Wohlfahrt / Everling / Gläsner / Sprung, Die Europäische Wirtschaftsgemeinschafts. Kommentar, Berlin-Frankfurt A.M., 1960, p. 513. Contra: Ophüls, “Quellen und Aufbau des Europäischen Gemeinschaftsrechts“, NJW, 1963, p. 1700 ss., criticado por  D’Atena, Le Regioni italiane e la Comunità economica europea, Milano, 1981, p. 96, nt. 22.

[7] La expresión Verdrängung de la competencia legislativa de los Länder es corriente en la literatura. Entre otros muchos: Weber, W., “Erfordernisse der Rahmengesetzgebung. Zur Frage der Verfassungsmäßigkeit des schleswigholsteinischen Personalvertretungs-gesetzes“, DÖV, 1954, p. 419.

[8] Así, el art. 72.1, GG: “Im Bereich der konkurrierenden Gesetzgebung haben die Länder die Befugnis zur Gesetzgebung, solange und soweit der Bund von seiner Gesetzgebungszuständigkeit nicht durch Gesetz Gebrauch gemacht hat”.

[9]  Sobre esta cuestión: Motzo, “Commento all’art. 189”, en Quadri / Monaco / Trabucchi, Commentario al Trattato istitutivo della Comunità economica europea,  III, Milano, 1965, p. 1403.

[10] Por ejemplo: Predieri, “Poteri delle Regioni e poteri delle Comunità europee”, en Regioni, programmazione e Comunità europee, Atti del Convegno di Siena (22-24.2.1973), vol. I, p. 46 ss.; Sorrentino, Corte costituzionale e Corte di Giustizia delle Comunità europee, II, Milano, p. 1973, 76 s.; D’Atena, Le Regioni italiane..., cit., p. 93 ss.

[11] V., por todos: Ipsen, Als Bundesstaat..., cit., 251.

[12] Cfr. Los arts.. 43.2.III (hoy 37.2.III); 49.1 (hoy 40.1); 87.1 (hoy 83.1) Tratado CE.

[13] D’Atena, Le Regioni italiane…, cit., p. 25 s.

[14] A título de ejemplo, pueden recordarse los siguientes objetivos: supresión de las barreras que separan Europa; defensa de la paz y de la libertad; reducción de los desequilibrios regionales; mejora del nivel de vida; igualación, en el progreso, de las condiciones de vida y de trabajo de la mano de obra.

[15] Sobre el alcance tradicionalmente asumido por la norma, v., para una referencia puesta al día y sintéticas consideraciones de conjunto: Caruso, “Considerazioni generali su unificazione e uniformizzazione delle legislazioni statali in diritto comunitario”, en Picone (dir.), Diritto internazionale privato e diritto comunitario, Padova, 2004, p. 7 s.

[16] Sobre la cuestión, v. para una referencia: D’Atena, “Subsidiarity and Division of Competencies between European Union, its Member States and their Regions”, en Pernice / Miccù (dir.), The European Constitution in the Making, Baden-Baden,  2003, p. 144.

[17]  En torno a la situación, no muy distinta, que se pone de manifiesto en el TCE, v. Caruso, Considerazioni generali su unificazione…, cit., p. 6 ss.

[18] La norma habla impropiamente, además, de “autorización”.

[19] Se afirma en la disposición textualmente: “Cuando la Constitución atribuya a la Unión una competencia exclusiva en un ámbito determinado, sólo la Unión podrá legislar y adoptar actos jurídicamente vinculantes, mientras que los Estados miembros, en cuanto tales, únicamente podrán hacerlo si son facultados por la Unión o para aplicar actos de la Unión”.

[20] Art. I-12.2.

[21] Aptdo. 3.

[22] Aptdo. 4.

[23] Así el aptdo. 3, referido a los sectores de la investigación, del desarrollo tecnológico y del espacio.

[24] Así el aptdo. 4, referido a los sectores de la cooperación para el desarrollo y de la ayuda humanitaria.

[25] Lo que –dicho sea de paso– es absolutamente comprensible: correspondiendo a la exigencia de maximizar los beneficios en sectores – piénsese por ejemplo en la investigación o en la ayuda humanitaria– en los que la lógica de barreras entre competencias resultaría funesta.

[26] En este sentido, el art. I-15.1.

[27] Art. I-15.2.

[28]  Art. I-17

[29] En cuanto a las tentativas de introducir la categoría, cfr.: Tizzano, “La gerarchia delle norme comunitarie”, Il dir. U.E., 1996, passim; Bieber / Salomé, Hierarchy of Norms in European Law.,  cit., p. 922 ss.; Monjal, “La Conférence intergouvernementale de 1996 et la hiérarchie des normes communautaires”, RTD eur., 1996, p. 684 ss.; Pinelli, “Gerarchia delle fonti comunitarie e principi di sussidiarietà e proporzionalità”, Il dir. U.E., 1999, p. 726 s. Sobre las implicaciones y los problemas de dicha introducción: D’Atena, L’anomalo assetto…, cit., par. 7.

[30] La disciplina fundamental al respecto se contiene en el art. I-34, que distingue entre el procedimiento legislativo ordinario y los procedimientos legislativos especiales.

[31] Cfr., por ejemplo, los arts. III-163, III-165.3, III-166.3 (todos en materia de competencia)

[32] Así, por ejemplo, el art. III-130.3 (en materia de mercado único)

[33] El art. I-33, de hecho, recurre a los reglamentos tanto para la ejecución de los actos legislativos (lo que se encuadra en los esquemas jerárquicos ordinarios) como a la de “determinadas disposiciones de la Constitución” (abriendo así el camino a la alcance de la competencia).

[34] A modo de ejemplo, v. los arts. III-134, III-136, III-144 y III-231.

[35] Así, por ejemplo, los arts. III-223.1, y III-224.

[36] A título de ejemplo, pueden recordarse los arts. III- 138, III-140, III-141, III-144, III-221.

[37] Limitando la atención al artículo dedicado a los objetivos de la Unión – el art. I-3 – puede recordarse el siguiente abanico de objetivos: la paz y el bienestar de sus pueblos (aptdo. 1), un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras internas y un mercado interno en el cual la competencia es libre y no está falseada (aptdo. 2), el desarrollo sostenible de Europa, basado en un crecimiento económico equilibrado, en la estabilidad de los precios, en una economía social de mercado fuertemente competitiva, enfocada al pleno empleo y al progreso social, y un elevado nivel de tutela y de mejora de la calidad del medio ambiente; el progreso científico y tecnológico, la justicia y la protección social, la igualdad entre mujeres y hombres, la solidaridad entre las generaciones, la tutela de los derechos del niño, la cohesión económica, social y territorial y la solidaridad entre los Estados miembros, la garantía de la riqueza de su diversidad cultural y lingüística, la salvaguardia y promoción del patrimonio cultural europeo, la lucha frente a la exclusión social y a las discriminaciones (aptdo. 3); la paz en las relaciones con el resto del mundo, el desarrollo sostenible de la Tierra, la solidaridad y el respeto recíproco entre los pueblos, el comercio libre y justo, la eliminación de la pobreza y la tutela de los derechos humanos, en particular, de los derechos del niños, la rigurosa observancia y desarrollo del derecho internacional, en particular el respeto a los principios de la carta de las Naciones Unidas (aptdo. 4).

[38] Art. I-3.5.

[39] Art. I-11.2: “En virtud del principio de atribución, la Unión actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados miembros en la Constitución para lograr los objetivos que ésta determina. Toda competencia no atribuida a la Unión en la Constitución corresponde a los Estados miembros”.

[40] Art. III-121.1.

[41] Art. III-134.

[42] Art. III-124.1.

[43] Ello vale también para las autonomías regionales. Las mayores tutelas prestadas a su favor se hallan todas, de hecho, en la vertiente procedimental. Piénsese en la previsión expresa de que, atendiendo a las “amplias consultas” que – salvo caso de urgencia – deben preceder a los actos de iniciativa legislativa, la Comisión tenga en cuenta “la dimensión regional y local” (art. 2 del protocolo sobre la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad). Piénsese aún en la normativa que, disciplinando la función consultiva de los Parlamentos nacionales, reserva a los mismos (y a las Cámaras en las que eventualmente se articulen) la consulta, en caso de que fuera necesario, a los “parlamentos regionales que posean competencias legislativas” (art. 6 del mismo protocolo). Menos innovadora parece, por el contrario, la precisión de que, para motivar el efectivo respeto del principio de subsidiariedad, en referencia a las leyes marco, haya de considerarse también la actuación eventualmente proveniente de la “legislación regional” (art. 5 del protocolo). Para ser completos, ha de añadirse que en garantía de los niveles sub-estatales de gobierno se preordena, además (y sobre todo), el reconocimiento al Comité de las Regiones del poder de recurrir al Tribunal de Justicia por violación del principio de subsidiariedad (sobre el cual se hablará inmediatamente en el texto).

[44] Sobre las garantías procedimentales del principio y su relevancia en la naturaleza justiciable del mismo, cfr. D’Atena,  “Sussidiarietà e sovranità”, en Aa.Vv, La costituzione europea (Annuario 1999 dell’Associazione italiana dei costituzionalisti – AIC ), Padova, 2000, p. 25 ss.; Idem, “In tema di presidi procedimentali del principio di sussidiarietà”, en Aa.Vv. Sovranazionalità europea: posizioni soggettive e normazione, n. 7 de los Quaderni del Consiglio di Stato, Torino, 2000, p. 178 ss.; Idem, “Constitución y principio de subsidiariedad”, en Repertorio Aranzadi del Tribunal Constitucional, n. 12/2001, par. 5; Idem, Subsidiarity and Division..., cit., p. 145; Idem, “Die Subsidiarität: Werte und Regeln”, en Blankenagel / Pernice / Schülze-Fielitz (dir.), Verfassung im Diskurs der Welt. Liber Amicorum für Peter Häberle zum siebzigsten Geburtstag, Tübingen, 2004. Adde: De Pasquale, Il principio di sussidiarietà nella Comunità europea, Napoli, 2000, p. 87 ss.

[45] En este sentido, el art. I-11.3, en su segundo párrafo.

[46]  Art. 4.

[47]  Art. 6.

[48]  Art. 7.3: “Cuando los dictámenes motivados sobre el no respeto del principio de subsidiariedad por parte de un proyecto de acto legislativo europeo representen al menos un tercio del total de los votos atribuidos a los Parlamentos nacionales de conformidad con el segundo párrafo, el proyecto deberá volverse a estudiar. Este umbral será una cuarta parte cuando se trate de un proyecto de acto legislativo europeo presentado sobre la base del artículo III-264 de la Constitución relativo al espacio de libertad, seguridad y justicia”.

[49] Art. .8.1.

[50] Art. 8.2. sobre las perspectivas que así se abren al Comité, cfr: Implementation and monitoring of the principles of subsidiarity and proportionality: issues and prospects for the Committee of the Regions (Report of the general secretariat of the Committee of the Regions, drawn up for the first Conference on Subsidiarity, Berlin, 27 May 2004), que puede leerse en www.issirfa.cnr.it, sub Osservatorio sulle Regioni, Le regioni e l’UE.

[51] El art. 118.1 de la Constitución italiana prevé cuanto sigue: “Las funciones administrativas son atribuidas a los Municipios salvo que, para asegurar el ejercicio unitario, sean conferidas a las Provincias, Ciudades Metropolitanas, Regiones y Estado, sobre la base de los principios de subsidiariedad, diferenciación y adecuación. La decisión de la Corte constitucional citada en el texto es la sentencia n. 303/2003, en Giur. cost., 2003, p. 2675 ss., que, en la aplicación del citado art. 118.1, ha valorizado la dimensión procedimental del principio de subsidiariedad (sobre esta cuestión: D’Atena, “L’allocazione delle funzioni amministrative in una sentenza ortopedica della Corte costituzionale”, Giur.cost, 2003,  2776 ss., spec.: p.  2779 ss.).