La parlamentarización de las estructuras institucionales de la Unión Europea entre democracia representativa y democracia participativa

 

Paolo Ridola

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad La Sapienza (Roma)

Traducido del italiano por Juan Francisco Sánchez Barrilao

 

 

 

 

 

 

 La Constitución Europea (II)

 

 

SUMARIO

 

1.- La «vida democrática de la Unión» y el problema de la democracia en las organizaciones políticas postnacionales

2.- La democracia del orden europeo: entre déficit democrático y democracia «mediada» por la democracia parlamentaria de los estados miembros

3.- El principio democrático en la UE: aspectos de las dinámicas institucionales y fisonomía de la Öffentlichkeit europea

4.- La democracia en la UE como problema y como desafío

5.- La tendencia a la parlamentarización de las estructuras institucionales en el Tratado constitucional Parlamentarización y gobernanza económica

6. Parlamentarización y déficit democrático. Democracia representativa y democracia participativa en la UE

7.- Nota bibliográfica

   

 

  

 

  

 

1.- La «vida democrática de la Unión» y el problema de la democracia en las organizaciones políticas postnacionales 

 

        El Título VI de la primera parte del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, relativo a la «vida democrática de la Unión», afronta la debatida cuestión de la legitimación democrática de estructuras institucionales de la UE, encuadrándola en la dialéctica entre el principio de democracia representativa (art. I-46) y el de democracia participativa (art. I-47). A ello serán dedicadas las observaciones que siguen, al tratarse de una cuestión central para el examen del sentido y los previsibles desarrollos de la parlamentarización de la UE. Pero no debe olvidarse que el problema central, que subyace en las nuevas normas del Tratado constitucional sobre la «vida democrática» de la Unión, viene de lejos, y que, también por este motivo, el Tratado elaborado por la Convención debe ser ubicado en un horizonte problemático y temporal más amplio y comprensivo.

 

        El tema de la legitimación democrática de la UE, y más en general de las organizaciones supranacionales (o postnacionales, según la quizás preferible terminología habermasiana), invita a una cuestión que, ya desde los albores del constitucionalismo democrático del novecientos, se presenta controvertida: la idoneidad de la forma política del Estado nación para asegurar la plena realización del principio democrático. Es un interrogante persistente, también en la reflexión de la cultura política sobre la unificación europea, el que gira en torno a si es plausible, y en qué límites, trasladar “modelos” de democracia elaborados en el curso de la evolución constitucional de los ordenamientos estatales a un plano más amplio y en una dimensión que trasciende los confines de los Estados. Es por ésto que apunto un tema no nuevo en la cultura política y constitucional europea de entreguerras, que llegó a teorizar modelos constitucionales proponiendo el injerto de la democracia social sobre el tronco de un orden federal supraestatal, y justamente partiendo de la conciencia de cómo la experiencia histórica del Estado-nación (tal como ella se manifestara en Europa a lo largo de un desarrollo secular) se había revelado en obstáculo para la plena afirmación del principio democrático. Me limito a mencionar, al menos, el proyecto federalista del Manifesto di Ventotene, de Rossi y Spinelli y, en general, la atención que a este perfil dedicaron las corrientes del antifascismo europeo con Duguit, René Capitant y Silvio Trentin, figuras significativas de la literatura constitucionalista de entreguerras.

 

        Pero si ya hace más de medio siglo que se nos se interrogaba sobre la virtualidad y los límites del binomio estatalidad-democracia, nuevos y ulteriores interrogantes se han derivado del impacto de los procesos de globalización y mundialización del modelo de Estado constitucional con relación a la capacidad de la democracia (A. Negri); tales interrogantes han afectado, en particular, a los procesos de integración supranacional. Se puede observar así que el tema de la democracia (y del déficit democrático) de las organizaciones supranacionales aparece desde hace algunos años como uno de los aspectos centrales del debate constitucional contemporáneo. Si efectivamente el tema de las relaciones entre democracia y legitimación de la soberanía se ha impuesto como un perfil central en el análisis de las transformaciones de la estatalidad en el siglo XX, como consecuencia de la extensión de la base social sobre la que se instala el poder soberano, la creciente globalización de tareas que eran inicialmente monopolio exclusivo del Estado ha supuesto con contundencia la exigencia de nuevos procedimientos y modalidades de acción de la política y la necesidad de legitimación democrática de las organizaciones políticas postnacionales. Si, realmente, en una visión estrecha dentro del horizonte de la estatalidad, la esfera de la política exterior (dominada por las reglas propias de las relaciones entre Estados), y la de la política interna (expuesta en medida creciente a las instancias de la democracia), pudieron permanecer en principio separadas, el desarrollo de organizaciones políticas que poseen caracteres irreducibles al arquetipo de los órdenes estatales ha conllevado la dilatación de una esfera de Weltinnenpolitik y, consecuentemente, el problema de su legitimación democrática. En resumen, con respecto a la forma históricamente asumida por la estatalidad a lo largo de su desarrollo, parece hoy entrada en crisis la coincidencia entre el espacio territorial, ámbito de la soberanía estatal, y la dimensión de la comunidad política, que ha hecho fondo en el proceso de consolidación del Estado constitucional democrático.

 

        En cuanto concierne ahora al marco de la Unión Europea, se han delineado ulteriores aspectos problemáticos. Señalaré en particular dos aspectos. El primero se refiere a las dificultades con las que se tropieza, recorriendo la historia de las experiencias constitucionales europeas del siglo XX, cuando se intenta colocar el principio democrático dentro del patrimonio constitucional europeo y localizar una fisonomía constitutiva de las tradiciones constitucionales comunes en Europa. En la historia europea, y por lo tanto en su patrimonio constitucional, han encontrado realización una multiplicidad de modelos de democracia. Me limito solamente a recordar las grandes polaridades que han cesurado la historia constitucional europea del novecientos: la producida entre democracia procedimental y democracia sustantiva, que remite, entre otras cuestiones, a la polémica sobre la idoneidad de la parlamentarización como vía para la superación del déficit democrático; la existente entre democracia representativa y democracia plebiscitaria, expresamente invocada ahora por el Tratado, pero que también obliga a considerar, en una perspectiva multilevel, las distintas formas de gobierno europeas a la luz de la ampliación; y la polarización, por fin, entre Volksdemokratie, entendida como democracia en la que el sujeto es un pueblo configurado como una magnitud unitaria por encima de sus articulaciones, y Bürgerdemokratie, como un modelo que pone el acento sobre el pluralismo como multiplicidad de ideas, de intereses, de identidades como base de una democracia. 

 

2.- La democracia del orden europeo: entre déficit democrático y democracia «mediada» por la democracia parlamentaria de los estados miembros 

 

          Un segundo grupo de problemas deriva de las modalidades con las que se ha desarrollado históricamente el proceso político en las instituciones europeas. Sobre este terreno se han delineado tendencias y apreciaciones opuestas. Según una primera orientación, el sistema comunitario no habría dado vida a una democracia, al menos a la luz de las opiniones vertidas por las predominantes teorías democráticas contemporáneas. Indico, sin orden (y sin pretensión de plenitud), los principales argumentos aducidos a favor de esta conclusión: el modo absolutamente imperfecto a través del cual son realizados los elementos básicos de las Constituciones democráticas (la legitimación, el control, la transparencia del poder soberano, la participación popular), hasta el punto de permitir vislumbrar un «abismo» entre los detentadores y los destinatarios de los poderes comunitarios; la circunstancia de que el Parlamento europeo, a pesar del crecimiento de sus competencias y de la elección directa, no tiene todavía hoy un papel comparable al de los parlamentos nacionales, y que el esquema “gobierno versus oposición”, que en las democracias parlamentarias posee un valor central y “constitutivo” de la forma de gobierno, esté todavía sustancialmente no realizado en las estructuras de gobierno de la UE; la fractura sólida y la separación que se da entre los crecientes espacios de regulación de los poderes comunitarios y los ámbitos de regulación sobre los que se sigue decidiendo democráticamente en el área de los países de la UE; y la marcada tendencia a una “devolución endógena” de estructuras y procedimientos democráticos hacia agencias de expertos, autoridades independientes, burocracias, etc., con los consiguientes resultados de desformalización, desparlamentarización y degeneración oligárquica de los procesos decisionales. En definitiva, la “forma de gobierno” europea habría dado vida a un modelo “corporativo”, que sin embargo, a diferencia del elaborado por Lijphart, estaría formado por un enmarañado compendio de consejos y sedes de decisión especializados, y con más naturaleza burocrática que democrática. A ello se añade que, sobre el fondo de las causas del déficit democrático derivado de las estructuras institucionales, existen todavía ulteriores elementos para la crítica sobre el terreno del sistema político y el tejido social, como son los referidos a los límites del proceso de «europeización» de la opinión pública europea y la formación de la voluntad política de la Öffentlichkeit europea; en la incompleta realización de las condiciones básicas de una poliarquía (en el sentido de Dahl), y precisamente de la participación y liberalización del proceso político; y en la debilidad, finalmente, del sistema político y de partidos europeo, a causa de la escasa vitalidad del sistema europeo de instituciones intermedias, a pesar de la llamada del TCE (art. 191), y ahora del Tratado constitucional (art. I-46.4), al papel de los partidos políticos a nivel europeo.

 

        Las respuestas a un reproche democrático tan radical al sistema europeo han seguido dos itinerarios. El primero es el seguido a partir de la Sentencia Maastricht-Urteil del Bundesverfassungsgericht de 1993. Se sustenta en el argumento de que la legitimación democrática de las estructuras comunitarias es “mediada” por la democracia de las estructuras constitucionales de los Estados miembros. Si bien las estructuras institucionales de la UE están viciadas por un déficit democrático no superado, la democracia del proceso político dentro de los Estados miembros se traslada “en cascada” a las estructuras de la UE, otorgando indirectamente carácter democrático a la investidura de sus órganos y a los relativos procesos decisionales, por el carácter democrático indirecto de las instancias representativas de los Estados, de la democracia no mediada ahora por la instancia representativa de los “pueblos” de los Estados (el Parlamento). Son indicadores relevantes de una evolución hacia un orden democrático, pero en un marco global en el que es la “democracia” de los Estados la que empapa al sistema comunitario. Un reproche, el de la Unmittelbarkeitslehre (según el propio Bundesverfassungsgericht alemán), que planteaba en el fondo la cuestión de los ulteriores condicionamientos derivados, en el sistema comunitario, del nexo entre el proceso político democrático y el principio mayoritario, a causa de los “derechos de veto” de los Estados y la limitación del voto por mayoría. 

 

        El segundo itinerario parte del argumento de la “aproximación gradual”, poniendo de manifiesto, en el desarrollo histórico de las instituciones europeas desde Maastricht en adelante (si no desde 1979, nada menos), múltiples indicadores de un crecimiento progresivo de los elementos de democracia presentes en los Tratados, como elementos reconducibles a una tendencia a la parlamentarización de las estructuras institucionales (aunque no solamente a ello). Sin embargo, se ha observado que, en la evolución de los Tratados, el problema de la democracia en el sistema comunitario no ha quedado circunscrito al campo de la «forma de gobierno». En esto, por otro lado, restan elementos nada desdeñables de ambigüedad: la tendencia a la racionalización en sentido democrático del papel del Parlamento, las relaciones entre Parlamento, Consejo y Comisión, el crecimiento del papel del Consejo Europeo y su visibilidad; y, por otro lado, las dificultades en la conexión entre el proceso político comunitario y las instituciones de la moneda única, con relación, en particular, al control y la transparencia del Banco Central Europeo. 

 

3.- El principio democrático en la UE: aspectos de las dinámicas institucionales y fisonomía de la Öffentlichkeit europea  

 

         No hay duda, sin embargo, que el principio democrático se presenta hoy en la UE con una fuerza de irradiación que transciende los confines de la “forma de gobierno”. Me limito a mencionar al menos los temas de la construcción de una bürgernahe Demokratie y de una “Europa de las regiones”, las potencialidades de la interpretación “descendente” del principio de subsidiariedad, y las aperturas en sentido demócrata-social que supone la ampliación de los objetivos de la Comunidad Europea después del Acta Única de 1986 y el plan Delors. Asuntos éstos que han asumido visibilidad creciente desde las reformas de Maastricht en adelante, en los preámbulos y en las disposiciones de los Tratados que han fijado los fines y los objetivos fundamentales de las Comunidades Europeas, primero, y de la UE, después, y que han sido retomados y desarrollados por el Tratado Constitucional. En el Preámbulo de éste, por ejemplo, después de haber mencionado la “democracia” entre los “valores universales” que son producto de la identidad cultural europea, se hace una referencia explícita al “carácter democrático y transparente de su vida pública” como una de las culminaciones del proceso de integración. Y, sucesivamente, al definir los objetivos de la UE, la llamada al valor de la democracia resulta indisolublemente unida a la imagen de “una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres” (art. I-2).

 

        Son, me parece, afirmaciones de principio que no se deben infravalorar, pues sitúan el funcionamiento democrático de las instituciones europeas dentro del marco más amplio de una Europa en la que las decisiones son tomadas lo más cerca posible de los ciudadanos, y, más en general, ponen la democracia entre los valores fundantes de la UE y los factores de reconocimiento de una pertenencia común. Se trata precisamente de un factor fundamental de un proceso de integración, en el sentido trazado por la Integrationslehre de Smend: si en la UE falta la unicidad de un demos europeo, no falta, en el patrimonio constitucional europeo progresivamente codificado por las reformas de los Tratados, un humus de factores de integración de una Öffentlichkeit europea intrínsecamente plural. En este contexto más amplio se pone en evidencia, en el Tratado, el esfuerzo por reforzar la centralidad de la democracia parlamentaria en las estructuras institucionales europeas. Tal esfuerzo ha sido indicado muy claramente en el prefacio del Presidium de la Convención, presentado en Salónica el 20 de junio de 2003, donde se precisaba que el proyecto proponía “medidas resueltas a aumentar la democracia, la transparencia y la eficiencia de la UE, aumentando la contribución de los parlamentos nacionales a la legitimación del proyecto europeo, simplificando el proceso decisional, haciendo el funcionamiento de las instituciones europeas más transparentes y legibles”: un esfuerzo traducido luego, como ya he señalado, en las disposiciones sobre la “vida democrática de la Unión”, desde las que se acentúa con fuerza la importancia del papel de las instituciones representativas en un escenario total, aunque caracterizado por la apelación al papel de las formaciones sociales y de los partidos como factores de la “vida democrática” de la UE.

 

         Se observa, sin embargo, que la aproximación del ordenamiento europeo a los principios democráticos se ha desarrollado gradualmente en un proceso que parte de las reformas de Maastricht y que, para algunos aspectos, hasta las precede. Me refiero a las disposiciones sobre los derechos políticos y la ciudadanía, configuradas antes ya de la Carta de Niza y el Tratado (art. I-10), las cuales se han limitado a continuar esta línea de desarrollo; y en la definición de los partidos políticos europeos como factores de integración, de formación de una “conciencia europea” y de la “voluntad política de los ciudadanos de la Unión” (art. 191 TCE), lo que ha encontrado desarrollo en el ordenamiento del Parlamento Europeo, en particular en la determinación de la afinidad política como criterio base en la formación de los grupos, destinado a prevalecer sobre el territorial (art. 29 Reglamento Parlamento Europeo).

 

        Más accidentada, por el contrario, ha sido la penetración del principio democrático en las estructuras institucionales. El peso concurrente de las instancias intergubernamental y funcional ha supuesto una notoria resistencia a la tendencia, ya efectiva desde 1979 después de la introducción de la elección directa del Parlamento Europeo, al refuerzo de la democracia parlamentaria en tales estructuras; un refuerzo, ciertamente, del que es posible aprehender significativos indicadores en el crecimiento de los poderes de control sobre la Comisión (voto de aprobación sobre la designación de los miembros de la Comisión (art. 214.2 TCE); moción de censura (art. 201 TCE; poder de investigación (art. 193 TCE) y en la extensión de los procedimientos de codecisión (art. 251 TCE). Se ha de observar, sin embargo que, aunque estos últimos pongan al Parlamento y al Consejo sobre un plano de igualdad, siguiendo las experiencias del bicameralismo en los ordenamientos federales, tales desarrollos han evidenciado perfiles problemáticos. Haría falta valorar con atención las repercusiones en términos de democracia de la multiplicidad de procesos deliberativos y decisionales ya que, como han notado los estudios sobre el nexo entre democracia y procedimiento y sobre el papel del debate en democracia, el “laberinto decisional” puede potenciar la función “discursiva” del procedimiento (J. Habermas), pero también puede obrar no tanto, o no solamente, como factor de reducción de la complejidad social (N. Luhmann), sino como factor de viscosidad que reduce la transparencia de los procesos decisionales. Las ambigüedades sobre el ámbito de la forma de gobierno quizás explican la tentativa de enfatizar el ligamen entre “democracia” y “transparencia” y la democracia lo más cercano posible de los ciudadanos, no solamente como ambiciosa prefiguración de una nueva “dimensión” de la “democracia europea”, sino como un factor para compensar el déficit de democracia en las dinámicas institucionales. 

 

        Por otra parte, una vez delineada una configuración tan extensa del principio democrático, entendido no sólo como elemento informador de la “forma de gobierno” europea, sino además como directriz de orientación de la Öffentlichkeit europea, se ponen problemáticamente en evidencia los nudos irresueltos de la relación entre la democracia y las aperturas de los Tratados a nuevos objetivos en el campo económico-social; los nudos, por seguir temáticas bien conocidas en las experiencias constitucionales del novecientos, de la realización de la democracia social. Ciertamente ha asumido relieve central, en el itinerario histórico de tales experiencias, el problema de la integración entre la democracia como método y la democracia orientada por valores de impulso dirigidos a asegurar la promoción y la efectividad de los derechos y la igualdad material, valores que también han sido entendidos como condiciones imprescindibles para la plena realización de la democracia política. Bajo este punto de vista, no es dudoso que la atención del “Derecho constitucional” de la UE al aumento del nivel de empleo, al desarrollo equilibrado y sostenible, a la cohesión económico-social y el empeño, solemnemente expresado por el Tratado (art. I-3.3), en la lucha contra la exclusión social y las discriminaciones, en la promoción de la justicia y la protección social y en la solidaridad, vienen de lejos y son, en el patrimonio constitucional de la UE, el legado de una relación entre el desarrollo de la democracia y la ampliación de los “derechos a ciudadanía”, que se estrecha paulatinamente en las Constituciones europeas del siglo XX. Pero parece difícil objetar, por otro lado, que esta directriz no esté privada de zonas oscuras. En primer lugar, a causa de los contrastes e incertidumbres sobre los “derechos sociales europeos”, no apaciguados, a pesar de las aperturas de la Carta reproducidas en la segunda parte del Tratado. Las oscilaciones y difusas tendencias recesivas de las políticas de los gobiernos sobre el “Estado social” hacen más accidentada la vía de las “políticas” hacia los “derechos” sociales a nivel europeo, iniciada a partir de la segunda mitad de los años ochenta, y más arduo el paso de la fijación de objetivos de la UE en el campo económico-social (y de las sinergias entre la acción de la UE y la de los Estados) a la traducción de las nuevas tareas en el campo social de los derechos de prestación europeos. En segundo lugar, a causa de las incertidumbres que todavía acompañan a la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, cuyo papel ha sido determinante y “creativo” en el despliegue (desde la implantación de las libertades económicas de los Tratados) del principio democrático, y en la multiplicación de los canales de acceso al mercado como factor de descentralización del poder económico y de pluralismo, particularmente en el ámbito de la información y la comunicación. 

 

4.- La democracia en la UE como problema y como desafío  

 

        Las dificultades y las contradicciones que han acompañado la difícil afirmación del principio democrático en el ordenamiento europeo son evidentemente el producto de los condicionamientos derivados del modo en que se ha desarrollado históricamente el proceso de unificación europea. Las resistencias al incremento de un nivel autónomo de democracia en las instituciones europeas derivan en gran parte del temor a que el aumento de la legitimación democrática del proceso político a nivel europeo conlleve paralelamente la erosión del proceso político en los Estados. En la historia del proceso de integración europea, los Gobiernos han sido los actores que han desarrollado el papel protagonista, no comparable al desempeñado por la Öffentlichkeit europea en sus múltiples y plurales articulaciones. Finalmente, las grandes líneas de orientación de la política de los Estados miembros han condicionado de manera notable perspectivas asumidas y soluciones elegidas para otorgar una fisonomía al firmamento de los “valores” que sustenta el proceso de integración. Todo ello obliga a no infravalorar el peso de la “estatalidad” en el proceso de integración europea, y más en general a no olvidar que la “estatalidad” ha representado en un primer momento el marco en el que se ha afirmado y desarrollado la democratización del proceso político, y sucesivamente la de instituciones de equilibrio, frente a las desigualdades de hecho que obstaculizaron la plena realización del principio democrático. Sin embargo el proceso de constitucionalización de la UE es también un poderoso desafío que la historia ha lanzado a los estudiosos para repensar críticamente categorías y elaboraciones conceptuales firmemente arraigadas en el desarrollo y en la consolidación del Estado nacional en Europa.

 

         Asombra así que, en dos recientes intervenciones, dos insignes estudiosos del Derecho internacional (B. Conforti y A. Tizzano) hayan criticado la tendencia a leer los desarrollos del proceso de integración europea a través de las lentes de las categorías del constitucionalista y hayan exhortado a no borrar “con un golpe de esponja” los logros de las construcciones desarrolladas al amparo del Derecho de las organizaciones internacionales. No se trata en realidad de defender campos o murallas disciplinales ante improbables tendencias expansionistas o colonizadoras por parte de la doctrina constitucionalista europea. Sin embargo, parece difícil negar que ésta ha ejercido, en el debate sobre las reformas de los Tratados, desde Maastricht en adelante, una indudable hegemonía cultural (baste recordar, sólo para ofrecer algún nombre, las contribuciones de Ipsen, Herzog, Häberle, Grimm, Weiler, Mc Cormick, Pernice, Tsatsos, Amato), lo que es consecuencia no sólo de la naturaleza de los problemas que en su momento han estado sobre el tapete (la supremacía del Derecho comunitario, la difusión de praxis cuasi- o prefederales, la creciente connotación “generalista” del catálogo de los derechos europeos, la democracia de las instituciones comunitarias), sino sobre todo de la necesidad de repensar críticamente en el “laboratorio-Europa”, a la luz de la historia y sin preclusiones dogmáticas, las consolidadas nociones conceptuales. Ésta me parece, ciertamente, la cuestión decisiva, eludida a través de genéricas referencias al “rigor científico” del estudio del Derecho de la UE o a no hacer tabla rasa de la anterior elaboración científica. Ello es así porque el proceso de transformación en curso en la UE invierte la responsabilidad del estudioso, del internacionalista no menos que del constitucionalista, a medirse con la historia sin invocar certezas dogmáticas y a saber poner en el riesgo de la crítica las nociones conceptuales de las mismas disciplinas, cuyo desarrollo ha acompañado el proceso de consolidación del Estado nacional en Europa. No se debe excluir que, justo en este contexto, la comparación entre el proceso de constitucionalización de la UE y la génesis de los ordenamientos federales, por ejemplo, o la consideración de las modalidades y las formas de la democracia en un proceso político supraestatal puedan constituir el terreno común de una reflexión crítica y un fecundo diálogo interdisciplinario. 

 

         Y, verdaderamente, si la democracia todavía constituye un “problema” en gran medida no resuelto en la UE es por que depende ante todo de los condicionamientos históricos de la relación entre la evolución del Estado nacional y la afirmación de la democracia dentro de sus confines, y por la conciencia de cómo se ha realizado el principio democrático en la experiencia del Estado nacional; construida ésta sobre el arquetipo de una unidad estatal soberana y caracterizada por el punto de vista socio-estructural de una relativa homogeneidad, por el Selbstverständnis de una identidad común, y por una esfera pública ya firmemente constituida y capaz de expresarse sobre el terreno político-institucional. Se ha de añadir, además, que ulteriores dificultades y aspectos problemáticos nacen de la misma opacidad de las estructuras institucionales de las Comunidades, primero, y de la Unión, después, las cuales han asumido y combinado inspiraciones diferentes entre ellas y han resultado, por tanto, susceptibles de lecturas según paradigmas diferentes, con lo que a cada una de las configuraciones de la naturaleza del sistema comunitario le han correspondido lecturas o acentuaciones diferentes del principio democrático. Distinta es, en efecto, su fisonomía, según se acoja en cada momento como predominante el paradigma funcionalista, federalista o intergubernamental. El paradigma funcionalista confía la democracia al control difuso de la opinión pública sobre una red de “agencias de gestión funcional” y sobre la presencia de los intereses; en la dinámica de la democracia corporativa se privilegia, en sustancia, la transparencia frente a la participación. El paradigma federalista, desarrollado de modo incompleto y “por imitación” (als ob) pone el acento, de un lado, en las capacidades “dinámicas” advertidas en las experiencias del “federalismo” (C.J Friedrich), y, de otro, en la centralidad de la relación Parlamento-Consejo en los procesos de decisión (entendida como un preludio de una estructura federal en sentido propio). Finalmente, el paradigma intergubernamental confía, como ya se ha dicho, a los Estados miembros la tarea de “mediar” la democracia e introducirla en el proceso político europeo, a través de las estructuras constitucionales.

 

        A la luz de un panorama tan abrupto, no asombra que también las respuestas planteadas por la doctrina como posibles vías de escape al déficit de democracia de la UE hayan seguido itinerarios diferentes, que, no obstante, han superado resueltamente las limitaciones del ligamen entre democracia y parlamentarismo. Es éste, me parece, el rasgo común de las principales posiciones planteadas en los últimos años. En primer lugar, la prospectiva escéptica de quién, guiado por la premisa de que la democracia es inseparable del nacimiento de un pueblo europeo como “magnitud políticamente relevante”, sustentado por fuertes factores de unificación política, ha llegado a la conclusión de que, por falta de un sustrato común de expectativas y mitologías políticas colectivas (E. W. Böckenförde) o de las precondiciones lingüísticas y culturales de un universo comunicativo (D. Grimm), en la UE la democracia no puede ser más que ein knappes Gut: una posición que desplaza decididamente el centro del debate de las potencialidades democráticas del parlamentarismo a los recursos desarrollados por la “plusvalía” democrática de las manifestaciones directas de la “voluntad” de un pueblo europeo, sobre todo en cuanto constituyente. 

 

         Sin embargo, también las orientaciones que han intentado valorizar la integración europea como el “laboratorio” de una democracia de múltiples demoi, típica de sociedades complejas en las que la soberanía popular no se sostiene sobre la unicidad del demos sino exigiendo formas inéditas de organización de la convivencia de un tejido plural (J.H.H Weiler), han terminado por eludir los pasos de la parlamentarización, en la medida en que tales orientaciones tienden a poner en el centro de la cuestión democrática la permanencia de elementos consensuales y contractuales antes que la confianza en los recursos del principio mayoritario, el cual postula una fairness de los partner no del todo compatible con la falta de homogeneidad del demos (T. Fleiner).

 

        Más problemática parece la ligazón de democracia y parlamentarismo en la última de las orientaciones que someramente apuntaré. Según ésta cómo los recursos de la democracia en la UE están ordenados en una estructuración multilevel, derivada de la integración de niveles constitucionales diferentes y de la conexión entre niveles de gobierno de diversa extensión sustentados por el principio de subsidiariedad (P. Häberle, I. Pernice). Esta orientación, por un lado, recobra y reelabora el concepto de Teilverfassung, familiar en las elaboraciones del Estado federal en Alemania, que es utilizado para sustentar una estructuración de tipo subsidiario, en el que resultan enfatizadas las potencialidades constitutivas de una democracia basada en la asignación de las decisiones al nivel más cercano posible a las colectividades. Efectivamente merece la pena observar que, aunque el Tratado constitucional, en el apreciable intento de encuadrar el principio de subsidiariedad en un marco procedimental, ha conectado estrechamente las virtualidades democráticas con la relación entre el Parlamento Europeo y los parlamentos nacionales, en las elaboraciones teóricas del multilevel constitutionalism le es atribuido un alcance más amplio al principio de subsidiariedad, destinado a desarrollarse más sobre el terreno de las relaciones entre la UE, los Estados miembros y los niveles de descentralización territorial, que sobre el exclusivamente funcional de la parlamentarización. 

 

5.- La tendencia a la parlamentarización de las estructuras institucionales en el Tratado constitucional. Parlamentarización y gobernanza económica  

 

         A la luz de estas consideraciones de orden general, resulta ahora posible una primera valoración de las opciones planteadas en el Tratado constitucional. Resulta de éste, por una serie de indicadores emblemáticos, la consolidación de la tendencia a la parlamentarización de las estructuras institucionales. En primer lugar, al definirse el “marco institucional” de la Unión, el Parlamento es ubicado en una posición prioritaria (art. I-19.1). Ello no quiere decir que el Parlamento sea aun configurable como el órgano vértice del marco institucional; más bien ocurre que, como se dirá más adelante, se encuentra integrado en un sistema complejo e inédito de checks and balances que no sólo condiciona su papel complejo en la forma de gobierno europeo, sino que sobre todo introduce relevantes elementos de contradicción y ambigüedad en el proceso de parlamentarización. En cambio, si se considera lo accidentada y llena de resistencias y dificultad que ha sido la afirmación del principio parlamentario-representativo en el ordenamiento europeo, estamos ante un elemento novedoso, no sólo desde la perspectiva nominal y formal, que no se debe infravalorar. En segundo lugar, el Parlamento resulta finalmente cualificado como órgano de representación de los «ciudadanos de la Unión» (art. I-20.2) y no ya de los «pueblos» de los Estados. Se delinea así la tendencia a la superación de la ambigüedad de la posición representativa del PE, que la versión hoy vigente del TCE (art. 189) deja suspendida entre la representación político-general y la representación sobre base estatal-territorial. En este contexto, el mismo principio “la representación de los ciudadanos será decrecientemente proporcional, con un mínimo de seis diputados por Estado miembro”, configura la necesidad de tutela de los Estados pequeños como un mero correctivo de un sistema de representación que ahora está inspirado, en principio, en la igualdad del voto de los ciudadanos europeos, procurando por tanto una máxima aproximación a una igualdad compatible con la exigencia de preservar la representación de los pequeños Estados. En tercer lugar, se concreta un bicameralismo de tipo federal, en el marco del cual la función legislativa y la función presupuestaria son ejercidas “conjuntamente” por el Parlamento y el Consejo (arts. I-20.1 y I-34.1), y el procedimiento de codecisión es asumido como “procedimiento legislativo ordinario” para la adopción de las leyes y de las leyes marco europeas (art. III-396.1).

 

         Finalmente, merece destacarse que la tendencia a la parlamentarización de las estructuras institucionales se expande hasta prever instrumentos de enlace entre el Parlamento Europeo y los parlamentos nacionales. Bajo esta perspectiva, los dos Protocolos sobre el papel de los parlamentos nacionales en la UE y sobre la aplicación de los principios de subsidiariedad y de proporcionalidad contribuyen a delinear la fisonomía de un “parlamento nacional-comunitario” como eje y método de decisión y trabajo, sobre todo, de la democracia parlamentaria en Europa. Antes que nada, destaca la codificación del principio de la “cooperación interparlamentaria” (punto 9 del Protocolo sobre el papel de los parlamentos nacionales), en base al cual “el Parlamento Europeo y los parlamentos nacionales definen juntos cómo organizar y promover de modo eficaz y regular la cooperación interparlamentaria en el seno de la UE”. Luego, deben señalarse las modalidades de la procedimentalización del principio de subsidiariedad fijadas por el segundo de los dos Protocolos, que implican, como actores, al Parlamento Europeo y a los parlamentos nacionales, y que son articuladas en una serie de previsiones que van desde el envío de las propuestas legislativas de la Comisión a los parlamentos nacionales, a la obligación de motivación de la propuesta con respeto a la subsidiariedad, o a la facultad de los parlamentos nacionales de expresar dictámenes con la previsión de efecto suspensivo del procedimiento (obligación de reexamen) de los dictámenes negativos cuando provengan de parlamentos que representen al menos un tercio de los votos atribuidos a los parlamentos nacionales. Y destaca también, para terminar, la previsión de obligaciones directas (de transmisión, información, comunicación, etc.) de las instituciones europeas con respecto a los parlamentos nacionales.

 

         El cuadro que he trazado, y que muestra significativos indicadores de la tendencia a la parlamentarización, se perfila más problemático, cuando se considera el papel del Parlamento europeo en el marco global de la forma de gobierno europea y especialmente en las dinámicas de la gobernanza económica. Se ha de observar que el diseño de las estructuras institucionales de la UE que resulta del Tratado constitucional merece ser valorado sin actitudes preconcebidas, ya que éste se propone realizar un equilibrio entre la instancia parlamentaria, la comunitaria (la Comisión) y la intergubernamental. En la valoración de las soluciones adoptadas por el Tratado resulta adecuado, en mi opinión, liberarse de la ilusión metodológica de configurar el “parlamentarismo” en la UE conforme a los modelos experimentados en la historia del parlamentarismo en los ordenamientos estatales y ser conscientes de que se plantea un modelo completamente peculiar de checks and balances (peculiar, dado que inextricablemente condicionado por las características genéticas del proceso de integración europea).

 

        Se trata, por añadidura, de un sistema de checks and balances que, mientras valoriza el papel del Parlamento como colegislador europeo y titular de relevantes funciones de control, sacrifica la aptitud de éste para ser partícipe en la dirección política. De un lado, en efecto, los Estados, por medio del Consejo Europeo, mantienen el poder de proponer el candidato a la Presidencia de la Comisión, pero «teniendo en cuenta el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo» (art. I-27), siendo en todo caso este último quien lo elige, y ante este Parlamento el Presidente, junto a toda la Comisión, es políticamente responsable (art. I-26.8). De otra parte, el Presidente del Consejo Europeo no es responsable ante el Parlamento, respecto al que parece existir una mera obligación de información, sino ante el Consejo mismo (art. I-22); órgano éste que reviste una posición central en la forma de gobierno europea, ya que es él, al definir las “orientaciones y prioridades políticas generales” de la Unión (art. I-21.1), el verdadero motor de la dirección política, mientras a su Presidente le es atribuida la representación externa de la UE (art. I-22.2). Ciertamente, resulta plausible vislumbrar en la configuración del papel del Presidente del Consejo Europeo atisbos de personalización del leadership político que se encuentran presentes desde hace décadas en las tendencias evolutivas de las formas de gobierno democráticas. Pero se trata de una tendencia con significativos contrapesos: en primer lugar, el Presidente del Consejo Europeo es llamado a compartir la función de representación externa de la UE, para las materias relativas a la política exterior y de seguridad común, con el Ministro de Asuntos Exteriores (art. I-22.2), el cual, aunque nombrado por el Consejo Europeo, es miembro de la Comisión, a cuyas reglas de funcionamiento y a cuyo régimen de responsabilidad está sometido (art. I-28). En segundo lugar, la legitimación y el leadership político del Presidente del Consejo es en cierto modo concurrente con la del Presidente de la Comisión, junto al cual es elegido por el Parlamento y está ligado por una relación fiduciaria (art. I-26.8): un vínculo fiduciario, se ha de añadir, que parece traer justificación de la representación política general que tiene su eje en el Parlamento, puesto que la independencia de la Comisión está garantizada esencialmente por la prohibición de instrucciones y mandatos imperativos por parte de los gobiernos de los Estados miembros (art. I-26.7). En definitiva, se tiene la impresión de que el Parlamento resulta valorado como expresión de la representación política, pero tiene escaso influjo en la dirección política de la UE, formada a través de un circuito en el que el Parlamento desempeña un papel de control, pero es excluido de la fase decisional. La dirección política está confiada a un vértice triádico (Presidente del Consejo - Presidente de la Comisión - Ministro de Asuntos Exteriores), que el Parlamento puede condicionar, pero su operatividad depende en esencia de mecanismos dirigidos a impedir que uno de los tres elementos pueda prevalecer sobre los otros.

 

         Todavía más problemático es el juicio sobre la parlamentarización de la forma de gobierno europea si se considera que el Tratado constitucional, en una línea de continuidad indisolublemente arraigada en la génesis del proceso de integración, no ha modificado sustancialmente los mecanismos de la gobernanza económica y en particular no ha dotado al Parlamento de funciones adecuadas para convertirlo en cauce para la democratización de ésta. El gobierno económico de la UE se asemeja más a la gestión mediante autoridades independientes que a un proceso político de decisión sobre bases democráticas, lo que resulta extraño a las tradiciones constitucionales comunes europeas. Jean-Paul Fitoussi ha observado expresivamente que el gobierno económico europeo se asemeja a un déspota iluminado, “ajeno a las presiones populares, pero a la búsqueda del bien común por la aplicación de una doctrina rigurosa —el liberalismo— superior a todas las demás en términos de eficiencia económica”: un “dictador benévolo”, pues, “sus decisiones colectivas serían racionales y garantizaría la máxima libertad económica al mismo tiempo que limitaría las libertades políticas, o dicho de otra formal, la capacidad de los electores de influir en sus decisiones». Un diagnóstico cruel, pero que acota el punto más débil de la relación entre el parlamentarismo y la democracia en las dinámicas institucionales de la UE, y pone de relieve una cuestión teórica fundamental: que la democracia no se limita al voto, sino que requiere procedimientos de responsabilidad (accountability) y de transparencia. Y es que, mientras el Tratado constitucional no contempla procedimientos de accountability del Banco Central Europeo ante asamblea política alguna, lo dota de medios para sancionar a los gobiernos nacionales que no lleven a cabo las políticas por éste requeridas, pese a situarlo al margen del control de la Öffentlichkeit europea. Un modelo, el de la gobernanza económica europea, que sitúa en una agencia independiente esencialmente irresponsable poderes de decisión y de dirección política de una amplitud desconocida en la experiencia comparada. El paralelismo entre la posición del Banco Central Europeo y la de la Federal Reserve estadounidense no parece aceptable siquiera sea porque esta última cuenta entre sus objetivos institucionales, junto a la estabilidad de los precios, con el pleno empleo, o porque debe informar de tales objetivos al Congreso, que puede modificar el estatuto de cualquier agencia independiente (en relación a esto parece bien escasa la obligación del Presidente del Banco Central de personarse ante el Parlamento cuando éste solicite su comparecencia. En este aspecto el Tratado constitucional se limita, lamentablemente, a fotografiar lo existente, justo cuando el esfuerzo por racionalizar con una red de checks and balances las relaciones entre el Parlamento, el Consejo y la Comisión habría podido suponer la ocasión para redefinir también el papel de tales instituciones en la gobernanza económica y en las políticas de estabilidad de precios, en cuanto representativas de las instancias democráticas, intergubernamental y funcionalista que sustentan la ordenación de los poderes en la UE.

 

6. Parlamentarización y déficit democrático. Democracia representativa y democracia participativa en la UE  

  

         Las circunstancias de la gobernanza económica permiten vislumbrar con claridad los límites de la perspectiva que pretende resuelta íntegramente la cuestión del déficit democrático de la UE mediante la parlamentarización. La parlamentarización ha representado realmente un paso decisivo en la democratización del proceso de integración europea y es, en todo caso, una vía sin retorno, aunque quizás no completamente suficiente para agotar la complejidad de una democracia que tiene que desplegarse con la realidad social europea de los múltiples demoi que en ella conviven y con la realidad institucional del peso todavía ineludible de la estatalidad. Otros aspectos de la legitimación democrática de la UE, delineados en sus diversas posibilidades desde hace tiempo, parecen haber tenido un papel en conjunto marginal en los trabajos de la Convención y en el texto del Tratado constitucional. Me refiero a la integración de la democracia política con la democracia social y económica, esto es, los derechos sociales como factor fundamental de desarrollo de la democracia europea; a la conexión de democracia y autonomías territoriales, que replantean con fuerza recientes e innovadoras experiencias de los Estados miembros no encajables en arquetipos consolidados de descentralización territorial, y que, por otra parte, es condición imprescindible del desarrollo del principio de subsidiariedad como instrumento de democracia. Tampoco puede olvidarse, por último, que, conforme el proceso político europeo tenga como actores no los pueblos de los Estados miembros, sino los ciudadanos de la UE, será necesario introducir cláusulas de protección de identidades minoritarias, ya que en una organización política de múltiples demoi la unión entre democracia y derechos de la oposición tiene que ser tan fuerte como entre democracia y principio mayoritario.

 

         “En una primera lectura”, mis conclusiones conducen a algunas reflexiones suscitadas por el Título VI de la parte primera del Tratado sobre la “vida democrática de la Unión”. Éste ofrece, en mi opinión, indicaciones emblemáticas para la solución de los problemas conexos al déficit democrático de la UE. Se localizan dos principios básicos de la vida democrática de la Unión, situados en una tensión dialéctica que privilegia al primero, el de la “democracia representativa”, sobre el segundo, el de la “democracia participativa” (arts. I-46 y I-47). En efecto, mientras el funcionamiento de la UE “se basa” en el principio de la democracia representativa (art. I-46.1), el principio de la democracia participativa asume en cambio relieve autónomo sólo como constitutivo de un empeño impuesto en las instituciones de la UE de favorecer el diálogo entre las articulaciones del tejido pluralista, la transparencia, y las consultas por parte de las instituciones de la Unión (art. I-47). El mismo derecho de los ciudadanos europeos de participar en la vida democrática de la UE, que es instrumento de una bürgernahe Demokratie consumada, viene finalmente encuadrado, y funcionalizado, en el marco del principio representativo, así como en él encuentran ubicación los partidos políticos europeos, configurados por tanto como instrumento de la democracia representativa antes que en clave demócrata-plebiscitaria. En este marco, no sorprende que a los parlamentos les sea reservada una posición central como clave de bóveda de los procesos representativos: el Parlamento Europeo es el lugar de representación directa de los ciudadanos europeos, y los Estados miembros están representados en el Consejo Europeo y en el Consejo de ministros por sus respectivos gobiernos, siendo ellos mismos responsables ante los parlamentos nacionales, elegidos por sus ciudadanos (art. I-46.2). De ello resulta que el “principio parlamentario” hace entrada con fuerza en el ordenamiento constitucional de la Unión, a causa del complejo equilibrio entre legitimación directa del Parlamento Europeo, que históricamente ha representado uno de los puntos de fuerza de las batallas federalistas, y la Unmittelbarleitslehre de la «democracia mediada por los Estados», que es la herencia de la Maastricht Urteil.

 

         Tal estructura deja sin embargo sustancialmente abierta, y no resuelta, la cuestión del equilibrio entre los componentes representativos y los plebiscitarios de la democracia. Este es el dilema de fondo de la fisonomía de la democracia en la UE en el marco de las tradiciones constitucionales comunes, en las que las instancias de control y responsabilidad, que pertenecen a la herencia del constitucionalismo moderno, conviven con las de la legitimación, legado de las experiencias constitucionales de las democracias en el siglo XX.

 

7.- Nota bibliográfica 

 

         De manera más extensa, ya he tratado algunas cuestiones generales de la legitimación democrática de la UE con relación al problema de la democracia de las organizaciones políticas postnacionales en mi trabajo “Il principio democratico fra stati nazionali e Unione europea”, en Selbstverwaltung und Demokratie in Europa. Festschrift für Dian Schefold, a cargo de A. Bovenschulte, H. Grub y M. Schwanenfügel, Baden Baden, 2001, pp. 207 y ss. (al cual me remito también para más amplias indicaciones bibliográficas). La profundización más completa de los problemas teóricos del déficit democrático de las instituciones europeas puede leerse en M. Kaufmann, Europäische Integration und Demokratieprinzip, Baden Baden, 1997. Para una reseña de los numerosos aspectos problemáticos del déficit democrático comunitario, vid. M.G. Schmidt, Demokratietheorien, 3ª ed., Opladen, 2000, pp. 424 y ss. Para un marco actualizado del debate sobre el déficit democrático de la UE, vid. ahora D. Santonastaso, La dinamica fenomenologica della democrazia comunitaria. Il deficit democratico delle istituzioni e della normazione dell’Ue, Napoli, 2004.

 

         Sobre el problema de la democracia de las organizaciones políticas postnacionales, es obligado mencionar a J. Habermas, La costellazione postnazionale, Milano, 1999, pp. 105 y ss. Y, en una amplísima literatura, vid. al menos O. Höffe, Demokratie im Zeitalter der Globalisierung, München, 1999; A. Baldassarre, Globalizzazione contro democrazia, Bari-Roma, 2002; U. Volkmann, Setzt Demokratie den Staat voraus?, en Archiv des öff. Rechts 2002, 575 ss.; Weltrepublik. Demokratisierung und Demokratie, a cargo de S. Gosepath y J.C. Merle, München, 2002. Con referencia a Europa, vid. P. C. Schmitter, Come democratizzare l’Unione Europea e perchè, Bologna, 2000; C. Gusy, "Demokratiedefizite postnationaler Gemeinschaften unter Berücksichtigung der Europäischen Union", en Globalisierung und Demokratie, a cargo de H. Brunkhorst y M. Kettner, Frankfurt a.M., 2000, pp. 133 y ss.; A. Negri, L’Europa  e l’impero,  Roma, 2003; G. Bronzini ed altri, Europa, costituzione e movimenti sociali, Roma, 2003; E. Balibar, Nous, citoyens d’Europe? Le frontiéres, l’Etat, le peuple, Paris, 2001.

 

         Sobre las transformaciones de la “forma de gobierno” europea, vid. A.A. Cervati, “Elementi di indeterminatezza e di conflittualità nella forma di governo europea”, en Annuario dell’Associazione italiana dei costituzionalisti. La Costituzione europea, Padova, 1999, pp. 73 y ss.; S. Mangiameli, “La forma di governo europea”, en Questioni costituzionali del governo europeo, a cargo de G. Guzzetta, Padova, 2003, pp. 67 y ss.

 

         Sobre el “deslizamiento” de la cuestión de la democracia en la UE hacia la transparencia, vid. ahora (sobre todo con referencia jurisprudencial del Tribunal de Justicia) S. Ninatti, Giudicare la democrazia? Processo politico e ideale democratico nella giurisprudenza della Corte di Giustizia europea, Milano, 2004. Sobre las relaciones entre democracia e Integrationslehre, vid., entre las aportaciones relevantes más recientes, G. Frankenberg, Autorität und Integration, Frankfurt a.M., 2003, pp. 73 y ss. (con referencia a Europa).

 

         Para las alusiones en el texto a la controversia Habermas-Luhmann sobre el procedimiento, vid. J. Habermas, Fatti e norme, Milano, 1996, pp. 341 y ss.; y N. Luhmann, Procedimenti giuridici e legittimazione sociale, Milano, 1995, pp. 177 y ss.

 

         Los dos breves escritos de B. Conforti y de A. Tizzano citados en el texto pueden leerse en Il diritto dell’Unione Europea 2004, 1-7. Entre las obras más significativas del debate sobre la constitucionalización de la UE, baste en esta sede el reenvío a: P. Häberle, Europäische Verfassungslehre, 2ª ed., Baden Baden, 2004; D.T. Tsatsos, Die europäische Grundordnung, Baden Baden, 2001; N. Mac Cormick, La sovranità in discussione. Diritto, stato e nazione nel “commonwealth” europeo, Bologna, 2003; J.H.H. Weiler, La Costituzione dell’Europa, Bologna, 2003.

 

         Para una meticulosa crítica del paradigma funcionalista, vid. F. W. Scharpf, Governare l’Europa. Legittimità democratica ed efficacia delle politiche dell’Unione Europea, Bologna, 1999; y, para la federalista, vid. Sobre todo A. von Bogdandy, Supranationaler Föderalismus als Wirklichkeit und Idee einer neuen Herrschaftsform, Baden Baden, 1999. La concepción “dinamica” del federalismo acogida en el texto se debe a la elaboración teórica de C.J. Friedrich, Governo costituzionale e democrazia, Vicenza, 1950, pp. 274 y ss., y 309 y ss., retomada por A. La Pergola, en la introdución al volumen Le prospettive dell’Unione Europea e la Costituzione, Padova, 1992, pp. 7 y ss. Para el desarrollo teórico de la tesis de la democraticidad mediada por la democracia parlamentaria de los Estados miembros, vid. G. Ress, Parlamentarismo e democrazia in Europa, Napoli, 1999; y para una sugestiva crítica de la misma, S. Oeter, “Souveränität und Demokratie als Probleme in der Verfassungsentwicklung der EU”, en Zeitschrift für ausländisches öffentliches Recht und Völkerrecht, 1995, pp. 659 y ss.

 

         Sobre la cuestión de la “unicidad” del demos europeo, vid., con diferentes aproximaciones, E.W. Böckenförde, Staat, Nation, Europa, Frankfurt a.M., 1999, pp. 89 y ss.; D. Grimm, Die Verfassung und die Politik, München, 2002, pp. 215 y ss.; J.H.H. Weiler, op. cit., pp. 451 y ss. Sobre la tensión entre el principio mayoritario y consenso en la democracia, vid., con particular atención a los modelos comparados del federalismo, T. Fleiner-L. R. Basta Fleiner, Allgemeine Staatslehre, 3ª ed., Berlin-New York, 2004, pp. 513 y ss. Sobre el multilevel constitutionalism, vid. I. Pernice, “Multilevel Constitutionalism and the Treaty of Amsterdam: European Constitution-making revisited?”, en Common  Market Law Review, 1999, pp. 703 y ss.; M. Morlok, “Möglichkeiten und Grenzen einer europäischen Verfassungstheorie”, en Düsseldorfer rechtswissenschaftliche Schriften, I, Baden Baden, 1999, pp. 113 y ss. Sobre las incógnitas del principio de subsidiariedad en el ordenamiento europeo, se puede acudir, también para ulterior bibliografía en el tema, a mi trabajo “Il principio di sussidiarietà e la forma di stato di democrazia pluralistica”, en A.A. Cervati-S.P. Panunzio-P. Ridola, Studi sulla riforma costituzionale, Torino, 2001, pp. 247 y ss.

 

         La fórmula del “parlamento nacional-comunitario” se debe a V. Lippolis, “Il parlamento nazionalcomunitario”, en Quaderni Costituzionali., 1991, pp. 319 y ss.

 

         Las citas de J.P. Fitoussi son traídas del Il dittatore benevolo. Saggio sul governo dell’Europa, Bolgna, 2002, pp. 7-44.

 

         Sobre las particularidades de una democrazia de múltiples demoi, vid. H. Abromeit, “Volkssouveränitä in komplexen Gesellschaften”, en Das Recht der Republik, a cargo de H. Brunkhorst y P. Niesen, Frankfurt a.M., 1999, pp. 17 y ss.

 

         Sobre la relación entre elementos representativos y elementos plebiscitarios de las democracias es fundamental el clásico ensayo de E. Fränkel, La componente rappresentativa e la componente plebiscitaria nello stato costituzionale democratico (1958), ed. ital. a cargo de D. Nocilla, Torino, 1994.

 

         Sobre la tensión entre constitucionalismo y experiencias constitucionales de las democracias del siglo XX, vid., con diferentes aproximaciones, almenos A. Pace, “Le sfide del costituzionalismo nel XXI secolo”, en Diritto pubblico, 2003, pp. 890 y ss.; P. Ridola, “Il costituzionalismo: itinerari storici e percorsi concettuali”, en curso de publicación en Studi in onore di Gianni Ferrara, Torino, 2005; A. Di Giovine, “Le tecniche del costituzionalismo del Novecento per limitare la tirannide della maggioranza”, en La democrazia fra libertà e tirannide della maggioranza nell’Ottocento, a cargo de G.M. Bravo, Firenze, 2004, pp. 309 y ss.