Legitimidad democrática y Constitución Europea

  

José Antonio Portero Molina

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de La Coruña

 

 

 

 

 

 

 La Constitución Europea (II)

 

 

SUMARIO

 

1.- Conformidad y legitimidad

2.- Constitución europea y legitimidad democrática en origen

3.- Constitución europea y legitimidad por la eficacia

   

 

  

 

  

1.-Conformidad y legitimidad 

 

         Para la mayoría de los europeos el Proyecto de Constitución de Europa es un texto perfectamente desconocido y de cuyo conocimiento pueden tranquilamente prescindir. Algo parecido ocurre, al menos entre nosotros los españoles, con nuestra Constitución vigente y, descendiendo en la escala, con nuestros respectivos Estatutos de Autonomía. Nada extraño por otro lado, si consideramos que tampoco el ciudadano conoce, salvo cuando afecta a sus concretos intereses, el resto del ordenamiento jurídico. No debería producir excesiva inquietud ese desconocimiento, porque lo mejor que puede decirse de un ordenamiento jurídico es que recoge la opinión del ciudadano común tan satisfactoriamente que la inmensa mayoría lo respeta, sin conocerlo, en sus actividades cotidianas, sin el menor esfuerzo. Eso es lo que ocurre en las sociedades con un nivel de vida muy superior a la media mundial, que disfrutan de un modelo político liberal y democrático y que no padecen fracturas de relieve en su convivencia. Vivimos tan de acuerdo con el derecho que lo vivimos sin conocerlo, y eso es sólo posible porque nos resulta mucho más cómodo hacerlo así que confrontarnos con el derecho a cada paso. En definitiva, se vive mejor cumpliendo las leyes porque, a su vez, las leyes en una democracia abierta son normas que concuerdan con el sentir mayoritario de la ciudadanía, de modo que su legitimidad no es puesta en entredicho, pudiendo, en cambio, soportar la crítica.

 

        Eso es lo que explica que, sin conocer la Constitución nacional, los españoles la valoren positivamente y se pueda decir que, por fin, una Constitución ha enraizado en la sociedad al cabo de dos siglos de azarosa y débil historia constitucional. Para que esto sea así se ha tenido que establecer una relación entre los ciudadanos y su Constitución que ha sido posible porque los intermediarios han hecho razonablemente bien su trabajo, un trabajo consistente en traducir las demandas sociales en contenidos constitucionales y traducir éstos en consecuencias prácticas positivas para los ciudadanos. Y, ¿quiénes son los intermediarios?; está claro que las fuerzas políticas y los poderes públicos. Estos han sido y son los actores sobre los que descansa la confianza de los ciudadanos en su Constitución. Porque los ciudadanos confían en esos actores, partidos, gobernantes, representantes y jueces es por lo que, sin conocer sus contenidos, consideran un bien su Constitución escrita. Ver garantizadas sus libertades y el derecho a su identidad política y cultural, poder realmente cambiar periódicamente a sus gobernantes y a sus representantes y contar con un tercero neutral que resuelva pacíficamente los conflictos privados y públicos es lo que ha contribuido a prestigiar sólida y continuadamente la Constitución.

 

        Pero, obviamente, no sólo ha sido la eficacia que la Constitución ha demostrado a lo largo de sus primeros veinticinco años de vigencia lo que ha aportado tan sólidas dosis de legitimidad a la Ley Suprema. Es evidente que lo distintivo de la Constitución como decisión fundamental, frente al resto del ordenamiento jurídico, es la inmensa legitimidad de origen de la que gozó por tratarse de la Constitución que inauguraba, sin exageración, una nueva y radicalmente distinta etapa política. Esta suma de legitimidad de origen y legitimidad por razón de la eficacia se ha podido constatar también en aquellos Estatutos de Autonomía que significaron un cambio notablemente esperado en algunas Comunidades, mientras que en otras menos sensibles a la demanda política de autogobierno ha sido la eficacia de su norma institucional básica la que ha hecho de la autonomía un bien a proteger.

 

        Aun sin la dimensión política propia de los dos niveles anteriores, el estatal/nacional y el regional, también se explica la identificación y la conformidad vital del ciudadano con el Derecho que rige su vida en el ámbito local, aún sin haber participado en su origen y sin que le haya sido dado poder mejorarlo, hacerlo más eficaz, sino dentro de los límites impuestos por la región y el Estado/nación. Se podría decir que se compensa la falta de participación en el momento fundacional del Municipio así como las limitaciones objetivas para introducir mejoras en la gestión municipal, derivadas de su carácter no democrático durante prolongadas fases, con la mayor intensidad y proximidad de los vínculos cotidianos que, de uno u otro modo, configuran el primer espacio social, cultural, económico y aún político en el que se desenvuelve el ciudadano. En otras palabras, el ciudadano que hace suya la Constitución y el Estatuto de Autonomía porque contribuyó a proporcionarles legitimidad de origen con su voto, y porque le han resultado eficaces a lo largo de los años, acepta la legitimidad del Municipio por motivos más próximos y más “naturales”, menos políticos, en suma.

 

        Tenemos, pues, a un español conforme, en líneas generales, con sus tres niveles de gobierno, municipal, regional y estatal/nacional porque, reitero, aún sin conocer las normas que reconocen los derechos y controlan el poder y las instituciones  a través de las que se despliega ese poder en cada uno de dichos ámbitos, las considera legítimas por partida doble, por su origen y por su eficacia lo que, a la postre, es determinante de la solidez y buen funcionamiento de las democracias.

 

        La pregunta ahora, en los momentos en los que la Unión Europea acaba de dar un salto cuantitativo y cualitativo más que importante, sin olvidar los que prevé seguir dando en un futuro próximo, consiste en saber si el Derecho y las instituciones que rigen esa realidad europea, de la Constitución Europea y de las instituciones nuevas o renovadas que contempla, podrá ese ciudadano decir lo mismo, esto es, considerarlas legítimas aunque no las conozca y, en consecuencia, sentirse a gusto en la Unión Europea, como se siente a gusto en su municipio, en su Comunidad Autónoma y en su Estado/nación.

 

2.-Constitución europea y legitimidad democrática en origen   

 

        Es cierto que hasta el momento presente no hemos tenido los españoles ocasión para expresarnos sobre nuestra pertenencia a Europa porque las sucesivas adhesiones, 1986 o 1992, que han implicado una progresiva y más intensa pertenencia, han venido siempre de la mano de decisiones de los sucesivos gobiernos, respaldados, eso sí, por el Parlamento y los partidos. En alguna ocasión se ha señalado el contraste entre las consultas a franceses, daneses o irlandeses y la ausencia de las mismas a los españoles con ocasión de la firma del Tratado de Maastrich, que obligó a una reforma constitucional, también sin consulta y apenas con debate, o de la asunción del euro, pongo por caso. Los españoles nos hemos visto integrados plenamente en un nuevo orden jurídico, político y económico sin habernos pronunciado nunca explícitamente al respecto. Pero es igualmente cierto que resulta plausible explicar la conformidad y aún el entusiasmo europeísta de la ciudadanía como uno de los objetivos que, implícitamente, perseguían los españoles al tiempo de la transición democrática y de la aprobación de la Constitución en el referéndum constituyente de diciembre de 1978. No sería muy costoso admitir que, en efecto, la adhesión a Europa formaba parte de las grandes decisiones del pueblo en ejercicio de su poder constituyente de modo que, aún sin mencionar a Europa en la Constitución, el artículo 93 se redactó pensando en ella, de modo que el ordenamiento jurídico europeo podría decirse que contó con una legitimidad de origen implícita y no expresamente manifestada, proporcionada por la propia Constitución española. Sin embargo, no sería exagerado afirmar que la legitimidad que ha proporcionado a este Derecho comunitario auténtica solidez, evitándole resistencias y aún recelos importantes, procede de su indiscutible eficacia para mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía. Porque la pertenencia a Europa ha resultado, en términos generales, beneficiosa para los intereses de los españoles, la autoridad de Europa se ha venido aceptando sin discusión, y sin apenas confrontación. Y digo intereses porque el ciudadano ha experimentado los beneficios de su pertenencia a Europa en un sentido principalmente material, aunque no estrictamente económico. Es un hecho que nadie discute a estas alturas, que España ha sido el país que más fondos ha recibido de la Unión Europea, habiéndose beneficiado, también, del resto de los logros comunes que en campos distintos, educación, seguridad, justicia etc. se han alcanzado, y todo ello sin que los ciudadanos hayan tenido conocimiento del discurrir del proceso de integración cada vez más completo y complejo. Por ello, y sin perjuicio de las críticas razonadas y razonables que se han vertido sobre el denominado “déficit democrático” de la Unión Europea, se explica, tanto por motivos de legitimidad de origen como y, sobre todo, por razones de legitimidad por la eficacia, que la pertenencia a la Unión Europea no sea objeto de discusión sino, muy al contrario, objeto de acuerdo y motivo de optimismo entre nosotros.

 

        Es evidente, con todo, que la aparición ahora de la Constitución europea, redactada por una Convención, supone un salto cualitativo respecto de la situación hasta ahora vivida en el curso de un largo proceso y requiere, por lo tanto, plantearse las cosas a la luz de la nueva dimensión que aporta la firma y ratificación posterior de un Tratado que no es uno más de la larga lista, sino del Tratado por el se instituye la Constitución que crea la Unión Europea.

 

        Cuando escribo estas páginas se ha hecho público por el Gobierno el anuncio de la celebración de un referéndum de aprobación de la Constitución europea en la fecha del 20 de febrero de 2005 y, en aplicación del artículo 95 CE, del previo requerimiento al Tribunal Constitucional para que declare si existe o no contradicción entre el Tratado y la Constitución española. Aunque no sea este el momento para abordar a fondo la oportunidad de la fecha anunciada para celebrar la consulta ni la conveniencia del requerimiento, ni individualmente consideradas cada una de las decisiones, ni tampoco la corrección del orden cronológico en el que su puesta en práctica va a tener lugar, sí que me parece obligado exponer las dudas que me suscita el asunto, en la medida en que se relaciona con la legitimidad de origen de la Constitución europea que sólo el pueblo europeo, la fracción española de ese pueblo podría decirse, puede proporcionarle.

 

        La inicial decisión del Gobierno fijando una precisa, y muy próxima, fecha al referéndum no contaba, en principio, con la necesidad del requerimiento al Tribunal Constitucional y ha sido tras la reacción suscitada en distintos medios políticos, jurídicos y académicos, cuando el Gobierno ha accedido a solicitarlo. Cabe entender que la decisión primera del Gobierno buscaba un respaldo popular que, dado el carácter no vinculante de la consulta, según establece el art. 92 CE, no suponía cambio alguno en nuestro ordenamiento jurídico, al tiempo que permitía conocer la opinión de la ciudadanía. Así entendido, el resultado positivo de la consulta además de suponer, repito que aún sin efectos vinculantes, la ocasión para una directa expresión de aporte de legitimidad en el origen mismo de la Constitución europea, dejaba expedito el camino al posterior requerimiento al Tribunal Constitucional en los términos previstos por el art. 95.2 CE y a la respuesta sosegada de éste, con tiempo suficiente para, si necesario fuera, proceder a la reforma constitucional previa a la ratificación del Tratado. Lo que con este proceder se prima es la voluntad de los ciudadanos por encima de la opinión jurídica del Tribunal Constitucional, de manera que, si aquella resultara favorable al Tratado, forzaría a modificar la Constitución Española en los términos que concretara, posteriormente, el Tribunal Constitucional. De alguna forma, esta propuesta inicial del Gobierno venía a plantear el apoyo a la Constitución de Europa en puros términos de oportunidad política y no en términos jurídicos de constitucionalidad, que es lo que con la nueva propuesta va a suceder, esto es, el electorado votará teniendo en cuenta  la opinión del Tribunal Constitucional y sabiendo lo que con su voto puede provocar. Del mismo modo, y por muy improbable que resulte, el rechazo del Tratado por la ciudadanía hubiera hecho innecesario acudir al Tribunal Constitucional, pese al carácter no vinculante de la consulta, pues no sería fácil de entender que el Gobierno siguiese adelante contra la voluntad del soberano. Por todo ello no parece que la propuesta gubernamental pueda tacharse, sin más, de improcedente ya que, en modo alguno, y esto es lo importante, se negaba la aplicación, caso de ser imprescindible, del artículo 95 de la CE. 

 

        La rectificación de la primera decisión ha consistido, como se sabe, en comenzar por requerir al Tribunal Constitucional para que determine las posibles contradicciones entre el Tratado y la CE para proceder a la previa reforma de la última antes de ratificar aquel. De este modo, se quiere ofrecer a la ciudadanía información previa sobre el alcance de su decisión con objeto de que, antes de pronunciarse a favor o en contra del Tratado, se sopese la circunstancia de que apoyarlo podría conllevar la reforma de la CE y en qué términos. Factores políticos y factores jurídicos se entremezclarán para explicar la libre decisión del votante. Es otro enfoque del asunto que puede, por una simple cuestión de plazos, dificultar la celebración del referéndum en la fecha fijada del 20 de febrero y con toda seguridad eso es lo que ocurrirá si, como pudiera suceder, el TC encuentra motivos de inconstitucionalidad en el Tratado que hubieran de ser subsanados mediante el procedimiento de reforma establecido en el artículo 168 de la Constitución española, y con alguna probabilidad si solamente se requiriese el procedimiento ordinario del artículo 167.

 

        Como es sabido ya se han adelantado opiniones sobre aquellos aspectos que pudieran ofrecer muy distintos grados de dificultad a la ratificación del Tratado y que requerirían la previa reforma constitucional. Una primera opinión entiende que, por ser el contenido del Tratado una auténtica Constitución, resultaría el principio de supremacía constitucional referido a la CE, privado de significado jurídico, debiéndose, en cambio, predicar ahora de la Constitución europea. De ahí habría que extraer una consecuencia radical que tiene que ver con la concepción de la reforma constitucional como operación limitada por la existencia de límites materiales implícitos. En efecto, si se entiende que la supremacía de la CE es un principio estructural de la misma, parece coherente afirmar que alterarlo quedaría fuera de las posibilidades del poder constituyente-constituido, por constituir, en realidad, una operación de destrucción de la CE y de creación de una distinta norma suprema, la europea; se trataría de una operación, en suma, que requeriría la actuación del Poder Constituyente, en definitiva para esta rigurosa interpretación la ratificación del Tratado, con referéndum o sin él, sería inviable. Naturalmente que, para quienes entienden que la expresión “revisión total” del artículo 168, o la reforma ilimitada del Título Preliminar, ha venido a constitucionalizar la libertad de destrucción y posterior creación de una nueva Constitución, esto es, para quienes entienden que no hay límites materiales implícitos para la reforma, bastaría con poner en práctica el procedimiento agravado previsto en el citado precepto.

 

        Según una segunda opinión la ratificación del Tratado, aunque supone la aprobación de la norma constitucional que contiene, no entrañaría sino la necesidad de introducir una reforma parcial en el artículo 93 CE, practicable mediante el procedimiento ordinario del artículo 167 CE. Se trataría, al parecer, de la introducción de una cláusula explícita de apertura al Derecho europeo y por supuesto a su Constitución, mediante ulteriores Tratados en los que España atribuya competencias derivadas de nuestra Norma Superior. Tendría esa modificación una doble ventaja, la de la claridad de expresión y la de garantizar para el futuro que la atribución de competencias siempre requerirá la previa conformidad de España, lo que comporta, evidentemente, que la CE seguirá siendo la suprema salvo en aquello en lo que haya cedido la supremacía a la Constitución y el Derecho comunitario, respecto de lo cual, siempre queda la vía abierta a la recuperación de la supremacía por la CE.

 

        A mi juicio, sin embargo, de la literalidad del artículo I-6 del Tratado no debería deducirse una contradicción que obligue a dicha reforma, aunque acepto que pudiera ser conveniente y a través del procedimiento ordinario del artículo 167, como lo sería seguir el ejemplo de la Constitución alemana recogiendo expresamente la condición de España de Estado miembro de la UE, ni en consecuencia a retrasar o no celebrar el referéndum, habida cuenta de que se mantiene a salvo la posición jurídica de la Constitución española, en la medida en que la primacía de la Constitución europea y del Derecho adoptado por las instituciones de la Unión afecta tan sólo a las competencias que a la misma se le atribuyen por decisión soberana de cada Estado, es decir las recogidas de forma expresa en los artículos correspondientes del Tratado, en calidad de exclusivas y en calidad de compartidas. Ese y no otro es el alcance que, desde el Tratado de adhesión de España a las Comunidades Europeas, se ha venido dando al artículo 93 CE que, a mi juicio, seguiría, también en este caso, dando cobertura constitucional a la firma del Tratado, sin necesidad de reforma alguna.

 

        En todo caso y sea en una u otra fecha, la celebración de un referéndum, aunque sea el previsto en el artículo 92 CE y, por lo tanto, sin carácter vinculante, ofrece la posibilidad de pronunciarse y de proporcionar a la Constitución Europea, ya en su mismo origen, un aporte directo de legitimidad democrática que nunca está de más  para un documento de esa naturaleza. Es cierto que, en rigor, mediante dicha consulta no se está aprobando una Constitución, ni siquiera el Tratado por el que se instituye y a la que dará nacimiento jurídico una vez el Tratado se ratifique por los Estados, momento a partir del cual los ciudadanos de la Unión vivirán bajo dos Constituciones, “una nueva era caracterizada por la dualidad constitucional” en palabras del profesor Cruz Villalón. Y es cierto también que resultaría heterodoxo aprobar una Constitución mediante un referéndum consultivo, así como  considerarlo imprescindible para un Tratado. Sin embargo, dado el contenido del Tratado, no puede ocultarse que los ciudadanos mediante la consulta expresarán su rechazo o su respaldo político al Tratado y a la Constitución que contiene, proporcionando a esta un aporte directo de legitimidad del que carecería si el Tratado y su contenido constitucional fuese ratificado con la aprobación de una simple Ley Orgánica. El referéndum no es, en rigor, jurídicamente imprescindible, tampoco lo es políticamente, pero no sólo no erosiona sino que fortalece políticamente a la Constitución que el Tratado instituye y no impide en un futuro federal, seguramente lejano, la celebración de un referéndum de ratificación de una Constitución europea, suprema, en toda su extensión.

 

3.-Constitución europea y legitimidad por la eficacia 

        

        Señalaba al comienzo de estas páginas que, seguramente, la mayoría de los ciudadanos, sin necesidad de conocerla o conociéndola poco y malinterpretándola mucho, aprecian la CE y la aceptan como marco que delimita la actuación de los poderes públicos y de los propios ciudadanos. Y ello porque la percepción de que tener una Constitución y tener precisamente la que tenemos, es mejor que no tener ninguna o tener, como en tiempos, unas Leyes Fundamentales, las de la dictadura, que negaban los derechos y concentraban el poder en unas manos, dejándolas libres de cualquier control, es una percepción general entre la ciudadanía. La Constitución ha sido eficaz a lo largo de sus veinticinco años de vigencia porque ha sido la Constitución de los derechos y de las libertades, la Constitución que ha limitado al poder y la Constitución que ha permitido una profunda descentralización. Si, además, durante su vigencia, sea o no parcial o enteramente por su causa es otra cuestión, la ciudadanía ha experimentado sustanciales mejoras en sus condiciones materiales de vida, tendremos el cuadro general de motivos que explican razonablemente aquella eficacia constitucional que la ha hecho más legítima de lo que ya lo fue por su origen.

 

        Esa legitimidad acumulada por la Constitución gracias a su beneficiosa aplicación, puede considerarse compartida por el Derecho y las instituciones comunitarias en la medida en que no han erosionado nuestras libertades constitucionales, en el supuesto de que no las hayan fortalecido, ni han lesionado a nuestras instituciones, aunque las hayan condicionado notablemente en el ejercicio de sus potestades y competencias. El Derecho comunitario y las instituciones de la Unión se nos han colado sin excesivo ruido pero, desde luego, sin producir daño. La pregunta ahora es si eso seguirá, tras la ratificación del Tratado que establece la Constitución europea, siendo percibido de igual modo por la ciudadanía.

 

        Resulta pacífico admitir que la Europa de las libertades, de los fondos de cohesión y el euro o del programa Erasmus, ha traído libertad y progreso a los ciudadanos y en esos ámbitos la aportación de la Constitución europea no tiene por qué rebajar los éxitos. No es necesario, pues, dedicar el tiempo a defender lo que nadie discute, bastando simplemente con remitir a la lectura del propio proyecto constitucional europeo para convencer a los escépticos de que Europa no supone riesgo de debilitamiento para el amplio catálogo de libertades que componen la posición jurídica del ciudadano español. Y, por otro lado, tampoco hace falta mucho entusiasmo europeísta para coincidir en que dentro de Europa se encuentra más asegurado nuestro futuro bienestar económico que quedando fuera y a la intemperie.

 

        Sin embargo, otro es el juicio que admite la situación en que se encuentra el imprescindible derecho a participar en los asuntos públicos europeos y una de sus proyecciones más inequívocamente democráticas, cual es la garantía de un efectivo control del ejercicio del poder en la Unión Europea.  

 

        Si, como acabo de señalar, el disfrute de las libertades  que la CE reconoce y garantiza a un ciudadano español, en absoluto se ha visto disminuido desde la adhesión a las Comunidades Europeas y si, de idéntico modo, su bienestar material ha mejorado y sus oportunidades de progreso se han ensanchado desde aquella fecha, no sería posible sostener un balance así de positivo tras un contraste entre las posibilidades amplias que a las exigencias democráticas de participación y control depara la Constitución española y las que, mínimas, ofrece el Derecho comunitario y, en adelante, la propia Constitución de la Unión Europea.

 

        No es necesario detenerse en las primeras, esto es, en el conjunto de instrumentos de participación en las tareas políticas que un ciudadano español encuentra garantizados en nuestra Constitución. Sólo desde una radical concepción de la democracia como democracia directa puede señalar graves deficiencias de participación democrática en el texto constitucional de 1978 y en la propia realidad de la democracia española. Las posibilidades de participación real y efectiva en el nivel local, autonómico y nacional son las que permiten afirmar con razón que la democracia se consolida cada día porque se legitima cada día gracias a la actividad de los ciudadanos. Una actividad participativa en la gestión de la cosa pública, de intensidad variable, obviamente, que no se circunscribe a la emisión del voto en elecciones periódicas para configurar un parlamento lejano, sino que se extiende a través de todos los cauces, institucionales o no que el ordenamiento constitucional ha abierto. Una actividad que tiene su recompensa en el eficaz funcionamiento de los mecanismos, institucionalizados o no, que permiten el control del poder público. Todo ello ha sido posible porque el ciudadano ha tenido la constante y creciente percepción de la cercanía o, si se prefiere, de la escasa distancia que le separa del poder, tanto para decidir quienes serán sus titulares como para controlar sus excesos.

 

        Justamente lo contrario, la enorme distancia que le separa de las instancias de poder europeo, es lo que permite identificar la ingente tarea que queda por hacer para que la legitimidad de la Unión Europea se asiente sobre bases políticas democráticas de modo inequívoco. Podría sostenerse con argumentos bastante razonables, en efecto, que al ciudadano le ha bastado hasta ahora con saber, por un lado, que Europa no amenaza directamente sus derechos de libertad y de participación en la política nacional, ni debilita las sólidas garantías que a esos derechos le ofrece su Constitución nacional; y por otro, que Europa le ha traído bienestar material, seguridad en defensa y frente al crimen, expansión de oportunidades al conocimiento, etc. Sobre esa doble experiencia de eficacia se ha reconocido a Europa, hasta ahora, una gran legitimidad. Todo ello es cierto, pero también lo es que el salto cualitativo que supone la Constitución europea va a otorgar a los centros de poder de la Unión Europea mayor capacidad para condicionar las políticas nacionales y, desde luego, las europeas, y que la distancia que le separa de esos centros de poder puede hacerse insoportable si se sigue circunscribiendo a la simple participación en las elecciones al Parlamento europeo, elecciones que, casi siempre, el ciudadano ha interpretado, las más de las veces, en clave exclusivamente nacional. Por todo ello el déficit democrático es la asignatura pendiente de la Unión. Una asignatura a cuya superación han de disponerse concienzudamente los partidos políticos nacionales, los gobiernos, los parlamentos y cuantos actores políticos y sociales han aprobado con creces los exámenes que se celebran de modo periódico, pero también de forma continuada en las propias democracias constitucionales nacionales. Es una prueba extraordinariamente difícil que, hay que admitirlo, los europeos aún complicamos más porque, como escribe Larry Siedentop solemos “esperar más de la vida política de lo que estamos dispuestos a aportar. Deseamos compartir el poder, pero también queremos que nos dejen tranquilos”.