La vinculación entre constitucionalismo y protección de los derechos humanos

 

Antonio D’Atena

Traducido del italiano por David Fabio Esborraz.

 

 

 

 

Relaciones entre Ordenamientos en la Unión Europea

 

SUMARIO

 

1.-Los orígenes.

2.-El itinerario de los derechos en la sistemática de los documentos constitucionales.

3.-La relación ‘constitutiva’ entre Constitución y derechos fundamentales.

4.-El advenimiento de los derechos sociales y la nueva percepción de la Constitución.

5.-La internacionalización de la tutela de los derechos humanos y su incidencia constitucional.

 

 

 

 

 

1.-Los orígenes.

 

Es sabido que el análisis de un argumento a través de su desenvolvimiento en períodos, evocando así la idea de fracturas en aquellos casos en los que existe una continuidad de los procesos, ofrece una representación de las dinámicas históricas fuertemente simplificada; e incluso, en última instancia, arbitraria.

 

A esta regla no escapa el período histórico conocido con el nombre de constitucionalismo. Basta considerar que resulta extremadamente incierto el momento a partir del cual ella tuvo inicio; es decir, el momento en el que la metáfora naturalista evocada por la palabra «constitución» pierde su originario significado descriptivo, para asumir una acepción prescriptiva que no evocaba ya -como ocurría anteriormente (v.gr., en Montesquieu, cuando hablaba de la «constitución de Inglaterra»)- un dato de la realidad análogo al clima, a las particularidades morfológicas de un territorio o a la religión de sus habitantes, sino un acto normativo con ciertas características típicas.

 

Al respecto, goza de un consenso muy difundido la opinión según la cual el primer acto de estas características habría estado constituido por el Instrument of Government adoptado por Oliver Cromwell en 1653; aun cuando el mismo, en honor a la verdad, no sólo tuvo una vigencia extremamente breve, sino que incluso no llegó a ejercer una influencia considerable sobre la sucesiva historia constitucional inglesa.

 

Se trata, no obstante, de una opinión que no puede considerarse pacífica.

 

En efecto, existen quienes colocan el inicio del constitucionalismo en una época precedente -exactamente catorce años antes, en 1639-; individualizando el primer documento constitucional en sentido moderno en los Fundamental Orders de Connecticut, elaborados por el grupo de colonos que, entre 1635 y 1636 se trasladaron desde la bahía de Massachussets al valle de Connecticut, en donde fundaron las ciudades de Windsor, Hardford y Wethersfield.

 

Finalmente no faltan hipótesis que proponen una fecha, todavía, anterior; para la cual invocan las Royal Charters por medio de las cuales la Corona británica autorizaba la fundación de colonias en el Nuevo mundo y disciplinaba el ejercicio del poder en las mismas (como la Maryland Charter de 1632 o -incluso antes- la Viriginia Charter de 1606).      

 

La disputa brevemente recordada confirma lo dicho al inicio respecto a que los grandes cambios históricos -y el constitucionalismo ciertamente lo ha sido- no se producen improvisadamente, sino que constituyen el fruto de procesos de preparación, más o menos prolongados, y que los momentos con los cuales se los identifican convencionalmente no se encuentran separados por rígidas fracturas en relación a aquellos que los han precedido.

 

En relación a nuestro objeto debe destacarse, v.gr., que las apenas recordadas Royal Charters tenían -si bien parcialmente- su propio precedente en las Cartas feudales con las cuales el Rey o el Señor feudal atribuían las tierras a sus súbditos o vasallos. (Se habla de precedente solamente parcial, en cuanto tales Cartas -a diferencia de las norteamericanas- tenían el alcance de Grants of Land, no el de Instrument of Goverment; es decir, atribuían derechos sobre el territorio, pero sin disciplinar el ejercicio del poder sobre el mismo.)

 

Finalmente, no debemos olvidar que en materia de derechos fundamentales  los orígenes más remotos pueden encontrarse en la Magna Charta de 1215.

        

2.-El itinerario de los derechos en la sistemática de los documentos constitucionales.  

 

Pese a lo expuesto antes, no se puede negar que el fenómeno que estamos analizando había alcanzado su punto crítico a fines del siglo XVIII y había encontrado su manifestación más incontrovertible en las dos revoluciones que tuvieron lugar en esta época: la revolución americana y la revolución francesa; a las cuales se debe el nacimiento de dos documentos fundamentales para la historia del constitucionalismo: la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 y la Constitución francesa de 1791.

 

Por otra parte, no es casualidad que comúnmente se haga coincidir con estos eventos el nacimiento del Estado moderno; el cual se encuentra, de esta manera, intrínsecamente imbricado con la Constitución, a tal punto que frecuentemente se lo define como Estado constitucional.

 

Otro punto que no admite controversias es que las constituciones modernas (y el constitucionalismo, como movimiento que ha determinado su difusión) mantienen una relación constitutiva con los derechos fundamentales; encontrando en la exigencia de la tutela de estos últimos su más profunda razón de ser.   

 

Sin embargo, en relación a esto último, procede destacar la paradoja de que las dos constituciones antes recordadas contienen una disciplina eminentemente organizativa; ocupándose, en consecuencia, de la reglamentación del poder soberano más que de la tutela de los derechos que pueden hacerse valer con relación al mismo. A pesar de ello, se trata de una paradoja solo aparente; sobre todo porque en tales constituciones no estaba completamente ausente la regulación de los derechos.

 

Piénsese, en particular, en la Constitución francesa de 1791, que dedicaba a las libertades el art. 1 del título I, en el cual eran contempladas la libertad personal, la libertad de circulación, la libertad de manifestación del pensamiento y la libertad de reunión. A ello debe agregarse que la reglamentación escrita de los derechos fundamentales, aun cuando no estuviere integrada formalmente en el texto de la Constitución, estaba contenida en documentos constitucionales que, de algún modo, formaban parte de un único cuerpo normativo junto a la ley fundamental.

 

En Francia esta función la desempeñaba la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, documento éste cuya distinción de la Constitución propiamente dicha reconocía sus orígenes en enunciados  manifiestamente iusnaturalistas. En efecto, acogiendo el presupuesto de que los derechos y las libertades correspondían al hombre en virtud del derecho natural, se llegaba a sostener que su eventual reglamentación constitucional habría debilitado su disciplina; en atención a que si los derechos eran creados por la Constitución, podían ser también modificados o revocados por ella. De ahí se había concluido que, en esta materia, era oportuno que el Estado se limitase al reconocimiento de los derechos preexistentes, mediante una especie de catálogo -precisamente, una «declaración»- con un valor no ya constitutivo sino meramente de reconocimiento.

 

Puede ser de utilidad señalar, siquiera someramente, que en Francia esta sensibilidad iusnaturalista se ha revelado un elemento persistente, como lo confirman -limitando nuestra atención a los documentos constitucionales más recientes- los preámbulos de las Constituciones de 1946 y de 1958. En el segundo -que es el vigente- se lee que «el pueblo francés proclama solemnemente su fidelidad a los derechos del hombre y a los principios de la soberanía nacional tal como han sido definidos por la Declaración de 1789, confirmada e integrada por el preámbulo de la Constitución de 1946»[1]. 

 

En el ámbito de la experiencia norteamericana, en cambio, este discurso es parcialmente diverso; y ello no por la ausencia de “motivos” iusnaturalistas análogos a los antes reseñados. Piénsese -v.gr.- en la doctrina de Alexander Hamilton, ilustrada en el n. 84 de los Federalist Papers, donde se destacaba la peligrosidad de la regulación constitucional de los derechos. De ahí la idea de que la máxima garantía estuviese representada por el silencio de la constitución sobre este particular; lo que habría excluido desde los orígenes, en esta materia, toda pretensión de competencia por parte de los poderes públicos.    

 

La diferencia entre la sistemática norteamericana y la francesa estaba sustentada en la estructura del Estado fundado por la Constitución de 1787, que no era un Estado unitario centralizado sino un Estado federal, es decir, un Estado compuesto -a su vez- por Estados. En efecto, en este caso, tales Estados -las 13 ex colonias emancipadas de la madre patria inglesa tras la guerra de la independencia- no sólo se habían dotado antes de sendas constituciones, sino que habían dictado a través de éstas una disciplina bastante detallada en materia de derechos fundamentales. Así, entre 1776 y 1784 ocho de los trece Estados se habían dado su propia carta constitucional, reglamentando los derechos con normas que anticipaban fuertemente las sucesivas disciplinas constitucionales. Tal es el caso -v.gr.- de la Constitución de North Carolina de 1776, en la cual se contenía una disciplina sobre el «justo proceso» provista de llamativos puntos de contacto con la introducida en la Constitución italiana, a través de la revisión en 1999 del art. 111. Nos referimos a la norma según la cual: «en los procesos penales, toda persona tiene el derecho de ser informada de lo que se le acusa y de confrontar las declaraciones de los acusadores y de los testigos con las de otros testigos»[2].

 

La existencia de disciplinas constitucionales locales había contribuido a la consolidar la idea de que, en un ordenamiento federal, la materia de los derechos estaba reservada a las Constituciones de los Estados miembros y, en consecuencia, sustraída a la Constitución federal; de ahí, entre otras consecuencias, la configuración de esta última como Constitución parcial (Teilverfassung, según la terminología alemana), destinada a combinarse con las Constituciones locales y a dar vida -en virtud de tal combinación sistemática- a una disciplina constitucional completa (resultante de la suma de ambos niveles constitucionales), que abarca también a la materia de los derechos fundamentales.  

 

Esta sistemática ha terminado, incluso, por influenciar el constitucionalismo federal europeo; como lo confirman las Constituciones federales helvéticas de 1848 y de 1874 y las dos Constituciones federales alemanas de 1867 y 1871, que se abstenían de disciplinar la materia de los derechos y libertades; aun cuando, como es sabido, ha sido superada por la ulterior evolución constitucional en la cual se ha advertido la progresiva nacionalización de la disciplina de los derechos fundamentales mediante su incorporación al texto de la Constitución federal. Sin embargo, mientras esto tuvo lugar en los Estados Unidos de América y en Suiza (hasta la constitución de 1999) mediante enmiendas introducidas al texto constitucional base, en Alemania se ha verificado a través del paso de la Constitución de 1871 (la Constitución bismarckiana) a la Constitución de Weimar de 1919. Esta última, a diferencia de la primera, contenía una disciplina orgánica de los derechos.

 

Si se tiene en cuenta lo expuesto hasta aquí, no puede sorprendernos que en el mundo contemporáneo, la regulación constitucional de los derechos fundamentales y de las libertades haya alcanzado tal grado de difusión que se configure como una constante constitucional. Incluso no puede sorprendernos que haya influenciado profundamente la misma arquitectura sistemática de los documentos constitucionales; los cuales normalmente contienen una sección -con variada denominación (parte, título, capítulo, etc.)- dedicada específicamente a los derechos reconocidos a los individuos y a los grupos con relación al Estado (así como también, generalmente, a los deberes que a ellos incumben).

 

3.-La relación constitutiva entre Constitución y derechos fundamentales.  

 

         A esta altura de nuestra exposición nos vemos obligados a aclarar, para evitar equívocos, que el reconocimiento de una relación constitutiva entre la Constitución y derechos fundamentales no se resuelve simplemente constatando que entre las materias reguladas por la primera se encuentran los derechos fundamentales o comprobando que la Constitución se configura como una técnica de protección de los derechos fundamentales. Con este reconocimiento se alude a una cuestión mucho más compleja, en cuanto los derechos fundamentales adquieren el carácter de tales (es decir, de derechos en sentido jurídico) precisamente en virtud de su disciplina constitucional.

        

Como prueba de ello basta recordar que la libertad existía con anterioridad al advenimiento de las primeras constituciones. En efecto, los súbditos del ancien régime no vivían encadenados o, en otros términos, no se encontraban materialmente privados de su libertad. Sin embargo, la libertad de la cual gozaban era una libertad “fáctica”, en cuanto no constituía el objeto de un derecho reconocido como límite al poder del Estado. Es por ello que, parafraseando a Alexis de Tocqueville, en el clásico L’ancien régime et la revolution, puede decirse que era «una especie de libertad irregular e intermitente (...) ligada a una idea de excepción y de privilegio, que (...) jamás alcanzaba a conceder a todos los ciudadanos las garantías más naturales y más elementales». Por lo tanto, este tipo de libertad no tutelaba a los particulares frente al poder del soberano; que podía hacerla cesar, a su propio arbitrio, mediante la emisión de una simple orden de traslado a la Bastilla.

        

Con las Constituciones, en cambio, las libertades asumieron el rango de derechos; configurándose como límites a la acción del poder soberano.

 

3.a. Las técnicas jurídicas

 

a.1) La vertiente de la cobertura organizativa

 

         En lo concerniente a las técnicas empleadas por el constitucionalismo para alcanzar este fin, consideramos que el primer elemento a tomarse en consideración es aquel que podría ser calificado como cobertura organizativa.

        

En relación a la misma debemos observar, de manera preliminar, que ni la Constitución, ni la tutela constitucional de los derechos, se agotan sin más en un catálogo de derechos (o de libertades). En efecto, el catálogo adquiere significación por la reglamentación organizativa prevista contextualmente por el mismo documento constitucional; y sólo en el caso de que tal disciplina presente ciertos caracteres, cumple con su función garantizadora. De ahí -incidentalmente- se puede decir que los autores de la citada Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 obraban con conocimiento de causa cuando, en el art. 16, afirmaban que para la existencia de Constitución (entendida, evidentemente, en sentido ideológico) eran necesarios tanto el reconocimiento de los derechos como la división de los poderes: «una sociedad en la cual no se asegura la garantía de los derechos  ni se determina la separación de los poderes está privada de una constitución».

        

Traduciendo estos enunciados en términos contemporáneos, puede decirse que las dos partes en las cuales la regulación constitucional puede ser sistemáticamente descompuesta -la parte sustancial  (regulación de los derechos y de los deberes) y la parte organizativa (disciplina del poder soberano)- no pueden ser consideradas como variables independientes, combinables de manera discrecional.

 

Una confirmación de este tipo de relación nos la ofrecen las Constituciones de los países socialistas, los cuales -a partir de un determinado momento (en la URSS desde 1936)- han comenzado a reconocer los derechos fundamentales; aun cuando sea cierto que en muchos casos estos derechos estaban estructurados de forma diversa a como lo hacen en el constitucionalismo occidental, al no ser configurados como derechos individuales sino como derechos funcionales (es decir, como derecho reconocidos no en interés del individuo sino en función de la colectividad o -más exactamente- del régimen). Así, v.gr., prever -como lo hacía el art. 50 de la Constitución de 1977- que la libertad de palabra y de prensa estaban garantizadas a los ciudadanos de la URSS «a los fines de reforzar y desarrollar el ordenamiento socialista», significaba garantizar (siempre que ello pudiera ser llamado garantía) sólo las manifestaciones de pensamiento que se adecuaban a la ideología del régimen y a la línea dictada por los aparatos de gobierno. En la práctica ello significaba -como es trágicamente notorio condenar la cultura del disenso -el Samizdat- a la persecución y a la clandestinidad.

 

Sin embargo, debe señalarse que en otros casos esta diferencia estructural no existía; en cuanto los derechos no eran reconocidos de modo diferente al empleado por las Constituciones occidentales. De esta manera, manteniéndonos en el ámbito de la Constitución soviética de 1977, puede decirse que esta situación tenía lugar tanto en materia de libertad personal  como en lo concerniente al secreto de la correspondencia; contempladas en los arts. 54 y 56, que preveían -respectivamente- lo siguiente: «Se garantiza a los ciudadanos de la URSS la inviolabilidad de la persona. Nadie puede ser arrestado sino mediando sentencia del tribunal o con la aprobación del procurador»; «La vida privada de los ciudadanos y el secreto de la correspondencia epistolar, de las conversaciones telefónicas y de las comunicaciones telegráficas están tuteladas por la ley».

 

No obstante, siquiera en estos supuestos se alcanzaba una analogía -en cuanto al goce de los derechos- entre la disciplina soviética y la occidental, como consecuencia de las diferencias de las respectivas organizaciones constitucionales. En efecto, es evidente que ciertas garantías como las de reserva legal y reserva de jurisdicción sólo tienen valor si se dan ciertas condiciones irrenunciables, tales como la existencia de elecciones libres y la independencia de los magistrados, condiciones éstas -como es sabido- que en el sistema soviético no se cumplían.   

           

a.2) La supremacía de la Constitución

        

El segundo elemento que concurre a determinar la cualidad de la tutela constitucional de los derechos es de orden formal; puede sintetizarse en la fórmula de la supremacía de la Constitución.

        

En esta sede no pretendemos afrontar la cuestión de si las Constituciones son por su naturaleza rígidas, en cuanto no modificables mediante una ley (retomando una sugestiva tesis adelantada recientemente por Alessandro Pace); cuestión ésta que, con referencia a la experiencia italiana, carece de particular interés práctico en atención a que el Estatuto albertino fue históricamente considerado un documento constitucional de tipo flexible (es decir, al que no se le reconocía una jerarquía superior a la de los actos legislativos ordinarios del Parlamento). Lo que intentamos decir aquí es que la Constitución, en el momento de su aparición histórica, ha privado al poder soberano de la absoluta libertad de acción de la que gozaba originariamente; sometiéndolo a límites de orden jurídico y modificando, de esta manera, su propia naturaleza.

        

Asimismo, es sabido que así como la primera gran Constitución -la de los Estados Unidos de América-, al contemplar un procedimiento de revisión fuertemente agravado con relación al procedimiento legislativo ordinario, podía ser calificada -sin lugar a dudas- como una Constitución rígida; desde finales de la primera guerra mundial la previsión, por parte de las Constituciones que se fueron sancionando desde entonces, de procedimientos de reforma del texto constitucional de tipo rígido, se ha convertido en regla.

 

Como consecuencia de ello, en el constitucionalismo contemporáneo, la supremacía de la constitución se configura como una garantía frente a la misma ley ordinaria; a tal punto que -como ha puesto de manifiesto, entre otros, Vezio Crisafulli en referencia a la experiencia italiana- el tránsito de la Constitución flexible (tal como era considerado el Estatuto albertino) a la Constitución rígida ha transfigurado la posición del legislador ordinario. Así, por efecto de la mencionada innovación, el dogma de la omnipotencia del Parlamento (que reconoce sus orígenes en la experiencia inglesa) ha sido sustituido por la extensión a la actividad legislativa del principio de legalidad; de tal manera que la legalidad constitucional es para el poder legislativo lo que la legalidad “legislativa” es para el poder ejecutivo.

        

Como es sabido, el establecimiento de esta asimilación está representado por la introducción -acaecida en el continente europeo con la Constitución austríaca de 1920- del control centralizado de la constitucionalidad de las leyes. Por efecto de ello, la función legislativa ha quedado integrada -enteramente- en el molde del Estado de Derecho; habiéndose extendido a ella tanto el principio de legalidad como la garantía de la tutela jurisdiccional contra las violaciones (mediante el reconocimiento al juez del poder de restaurar la legalidad violada).

        

La consiguiente asimilación -a este respecto- del acto legislativo con el acto administrativo se evidencia de manera particular en aquellos ordenamientos que reconocen el recurso constitucional directo de los ciudadanos por la violación de los derechos fundamentales (en la forma del juicio de amparo latinoamericano o español, o en la Verfassungsbeschewerde alemana).

        

a.3) La autosuficiencia del reconocimiento de los derechos de la libertad

        

El tercer elemento a tener en cuenta es el de la eficacia de la disciplina constitucional de los derechos fundamentales, entendida no ya como eficacia formal del acto que los prevé, sino como capacidad del mismo de hacerlos concretamente operativos, que puede, por ello, calificarse como eficacia sustancial.

        

Ahora bien, con relación a los derechos fundamentales tutelados por las primeras Constituciones históricas -las libertades “liberales” de la tradición de los siglos XVIII y XIX- esta eficacia era entendida de manera particular. Las mencionadas libertades presentaban (y presentan aún hoy) un contenido fundamentalmente negativo.

        

Al respecto, son particularmente ilustrativos algunos pasajes de la lección inaugural del año académico 1957-1958  dictada por Carlo Esposito en la Università degli Studi di Roma “La Sapienza”, cuando rechazaba la opinión, acogida en parte por la jurisprudencia ordinaria inmediatamente después de la entrada en vigor de la Constitución italiana de 1947, según la cual el art. 21 de la misma (que reconoce la libertad de manifestación del pensamiento) tenía un carácter meramente programático (y se limitaba, por lo tanto, a efectuar un mero reenvío al legislador). En sentido contrario, el autor antes citado destacaba que «el reconocimiento de una libertad jurídica no requiere de una actividad legislativa específica para su actuación, sino (...) que las leyes se abstengan de disponer contra tal libertad»; y ello en atención a que las mismas -continuaba explicando el maestro - «no requieren (...) una específica regulación, sino una ausencia de regulación».

        

Es esta la razón por la cual, en materia de derechos y libertades, puede hablarse de una autosuficiencia del reconocimiento constitucional, el cual produce la totalidad de sus efectos exclusivamente per se, es decir, con independencia de toda intervención destinada a hacerlos efectivos. De ahí la “inmediatez” -empleando la terminología elaborada por Pierfrancesco Grossi- de los mencionados derechos y libertades.

 

4.-El advenimiento de los derechos sociales y la nueva percepción de la Constitución.   

 

         Respecto a esta vertiente específica debe destacarse que, en el constitucionalismo del siglo XX, se ha registrado un cambio destinado -como veremos- a modificar profundamente no sólo la arquitectura sino la misma percepción de la Constitución. Con ello se hace referencia al enriquecimiento de los clásicos catálogos de las libertades, propios de la tradición de los siglos XVIII y XIX, mediante la incorporación a ellos de los derechos sociales, tales como -v.gr., en lo concerniente a la Constitución italiana vigente- el derecho de igualdad sustancial de los ciudadanos (art. 3, párrafo 3º), el derecho al trabajo (art. 4), el derecho a la salud (art. 32), el derecho a la previsión social (art. 38), el derecho a una retribución suficiente (art. 36), el derecho de la madre trabajadora a cumplir con su «esencial función familiar» (art. 37).  

        

Lo que caracteriza estos nuevos derechos -diferenciándolos de los derechos de la libertad (de los cuales nos hemos ocupados en el párrafo precedente)- es que no se traducen en la imposición de una conducta negativa -o, en otros términos, en una abstención-, sino que se configuran como derechos a una prestación; requiriendo, en consecuencia, para su realización una intervención positiva, que, en general, es impuesta al Estado. Piénsese -v.gr.- en las intervenciones necesarias para garantizar a las madres trabajadoras las condiciones para cumplir con su función familiar, tales como la previsión normativa de licencias por maternidad o la creación de guarderías infantiles en el lugar de trabajo.    

        

La introducción en las Constituciones de derechos de este tipo ha producido dos consecuencias de gran importancia.

        

En primer lugar, ha atenuado la relación constitutiva entre la Constitución y los derechos fundamentales (de la que nos hemos ocupado supra). En efecto, es evidente que con relación a los derechos sociales la disciplina constitucional no es autosuficiente, debiendo encontrar su propio desarrollo en la normativa de desarrollo. Por lo tanto consideramos que, para esta categoría de derechos, no tiene validez lo que afirmaba Esposito respecto a la libertad de manifestación del pensamiento; es decir, que su reconocimiento «no requiere una actividad legislativa específica para su realización»[3]. 

 

La segunda consecuencia de la incorporación de los derechos sociales a los textos constitucionales puede concretarse en la diversa percepción de la Constitución. En efecto, esta última tiende a ser considerada como una reglamentación preliminar, no sólo dependiente -en cuanto a su eficacia práctica- de la disciplina de desarrollo y del desenvolvimiento de los derechos por ella reconocidos, sino también abierta a operaciones de balancing test por parte de las jurisdicciones constitucionales; las cuales, a la hora de resolver los conflictos axiológicos que puedan suscitarse entre las normas programáticas contenidos en las Cartas constitucionales (tal como es el caso de aquellas que reconocen los derechos sociales) tienden a generalizar una aproximación mediante valores, atenuando de esta manera la autosuficiencia de las normas constitucionales, aún cuando reconozcan y regulen derechos y libertades en sentido estricto.

 

5. La internacionalización de la tutela de los derechos humanos y su incidencia constitucionale.

 

         Empero, el proceso de atenuación de la relación constitutiva entre Constitución y derechos fundamentales no se ha detenido en este punto. En efecto, la fase sucesiva -que es la que se está produciendo en nuestros días- se desarrolla bajo el símbolo de la internacionalización de los derechos humanos; los cuales, desde finales de la segunda guerra mundial (más precisamente desde la Declaración universal de los derechos del hombre de Naciones Unidas de 10 de diciembre de 1948) son disciplinados, con mayor frecuencia, a través de instrumentos internacionales. Limitando nuestra atención a los principales actos de esta naturaleza, podemos citar la Convención europea para la salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales de 1950 (CEDU), la Carta social europea (Torino 1961), el Pacto internacional sobre derechos civiles y políticos (abierto a la ratificación en Nueva York el 16.12.1966), el Pacto internacional sobre derechos económicos, sociales y culturales (abierto a la ratificación en Nueva York el 19.12.1966), la Convención americana sobre derechos humanos (San José de Costa Rica, 22.11.1969), el acto final de la Conferencia sobre seguridad y cooperación en Europa (Helsinki, 1.8.1975) y la Carta de Banjul sobre los derechos del hombre y de los pueblos (Nairobi, 26.6.1981).

        

Las incidencias constitucionales de este proceso no pueden ser soslayadas. Conlleva la superación de la idea según la cual la tutela de los derechos fundamentales queda constreñida al interés exclusivo de los Estados (y debe encontrar, en consecuencia, su sede material exclusiva en las Constituciones de las que éstos se dotan).

 

Pero ello no es todo, ya que este nuevo circuito regulativo no solo se suma al constitucional, sino que -incluso- interactúa con éste. Las manifestaciones más evidentes de tal interacción están representadas por los casos en los que los pactos internacionales sobre derechos humanos reciben un reconocimiento expreso por parte de los documentos constitucionales (siendo así, en todo o en parte, “constitucionalizados”). Piénsese en la constitucionalización de la CEDH por parte de Austria, acaecida en 1962, o a la previsión -contenida en la Constitución portuguesa de 1976 y en la española de 1978- según la cual las disposiciones sobre derechos fundamentales deben interpretarse en armonía con los  acuerdos internacionales aprobados en esta materia (o con los documentos internacionales de otra naturaleza, como la Declaración de San Francisco de 1948).

 

Sin embargo, este proceso presenta un alcance más amplio, comprometiendo incluso a aquellos ordenamientos estatales que carecen de cláusulas constitucionales de este tipo. Así, ocurre que los jueces nacionales (y, en particular, los órganos con jurisdicción constitucional) usan, cada vez con mayor frecuencia, los acuerdos internacionales sobre derechos fundamentales como parámetro hermenéutico, tendiendo a leer las respectivas Constituciones a la luz de los mismos. 

        

A esta tendencia se debe -v.gr.- la progresiva atenuación de la diferencia (recogida normalmente en los textos constitucionales) entre los derechos reconocidos a todos los hombres (Jedermannrechte) y aquellos reservados sólo a los ciudadanos (Bürgerrechte), por efecto de la extensión de los segundos (o, más exactamente, de algunos de ellos) también a los extranjeros. En Italia, una de las primeras manifestaciones de esta orientación estuvo representada por la sentencia n. 120/1967 de la Corte constitucional; la cual, sirviéndose -entre otras- de la norma que reserva a la ley, previo acuerdo internacional, la disciplina de la condición jurídica de los extranjeros, ha admitido la extensión a estos últimos del principio de igualdad (que la Constitución reconoce textualmente sólo a los ciudadanos).

        

En la misma línea, y siguiendo siempre en Italia, cabe recordar las numerosas decisiones en las cuales la Corte constitucional ha utilizado los acuerdos internacionales sobre derechos humanos para interpretar el texto constitucional, en materia de retribución de los trabajadores dependientes, de adopción, de tutela de las minorías lingüísticas, de sanciones penales a menores, de protección de las madres trabajadoras, etc.

        

Sin embargo, no es este el lugar para profundizar sobre este particular. Lo único que corresponde señalar aquí es que, detrás de estas tendencias, se viene perfilando un proceso de trascendentes proporciones que afecta el futuro mismo del Estado (no de este o aquel Estado, sino -si así puede decirse- de la forma-Estado); lo que afecta al destino del acto normativo que a partir de la estación histórica a la que hemos hecho referencia al inicio del presente artículo ha marcado profundamente esa forma, a tal punto de poder ser considerado su signo distintivo específico: la Constitución.

        

Pero ésta -como se solía leer en las novelas de un tiempo- es otra historia... 

 



[1] Para completar el cuadro es conveniente añadir que, desde su origen, se le ha reconocido a la Declaración de 1789 un alcance jurídicamente vinculante. En efecto, el preámbulo del mencionado acto aclaraba que la función del mismo no era sólo la de “recordar a los miembros del cuerpo social cuáles son sus derechos”, sino también la de “consentir que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo sean parangonados, en cada instancia, a aquéllos”.

[2] Para comprobar la correspondencia entre aquella disciplina y la introducida en Italia 223 años después mediante la ley constitucional n. 2/1999, es suficiente recordar que esta última prevé que “en los procesos penales, la ley (asegurará) que la persona acusada de un delito sea, en el menor tiempo posible, informada de manera reservada sobre la naturaleza y motivos de la acusación de que haya sido objeto; … (y que la  misma) tenga la posibilidad de interrogar o de hacer interrogar, ante el juez a las personas que declaren en su contra, que se convoque e interrogue a los testigos en las mismas condiciones de la acusación, así como la práctica de cualquier otro medio de prueba a su favor”.

[3] De todas maneras, para evitar equívocos, conviene aclarar que esta “no autosuficiencia” no debe entenderse en el sentido de que las disposiciones constitucionales que reconocen derechos de esta naturaleza deban ser consideradas totalmente ineficaces en el caso de que el legislador no las desarrolle. De lo contrario, no sería aceptable que tengan la capacidad de producir la invalidez de las normas legales que entran en colisión con los preceptos de la Constitución (así, v.gr., el caso de una norma que introdujera el despido por causa de maternidad, sería considerada inconstitucional por violación del art. 37 de la Constitución italiana); aun cuando para un pleno desenvolvimiento de estos derechos sea necesario su desarrollo a través de una norma de actuación. Así es evidente –retomando el ejemplo antes citado- que sin las normas sobre la licencia de maternidad, el derecho al cumplimiento de las funciones familiares reconocido a las madres trabajadoras dejaría de producir la mayor parte de los efectos en función de los que ha sido constitucionalmente reconocido.