INMIGRACIÓN Y DERECHOS FUNDAMENTALES EN LA UNIÓN EUROPEA: UNA APROXIMACIÓN A LOS INSTRUMENTOS JURÍDICO-POLÍTICOS DE INTEGRACIÓN DE LOS EXTRANJEROS EN ESPAÑA

Pedro Carballo Armas

Profesor Contratado Doctor. Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

 
Resumen
Palabras claves

 

 

 

 

 

 La Constitución económica europea

 

 

SUMARIO

 

1.- Introducción.

2.- Globalidad y emigración (una tesis sobre los desajustes en «la aldea global»).

3.- Multiculturalismo, migración e integración en la Unión Europea.

4.- Los extranjeros en la Constitución española de 1978 (Derechos Fundamentales e integración).

5.- Inmigración e instrumentos de integración de los extranjeros en el ordenamiento jurídico español.

6.- Breves consideraciones finales.

 

  



1. Introducción.

 

El fenómeno de la inmigración, presente en mayor o menor medida en algunos países debido a su tradicional estructura socioeconómica, en unos casos, en otros por su pasado colonial, y en algunos otros quizás por ambos motivos, viene atravesando también nuestras fronteras desde hace ya algún tiempo y ha irrumpido con fuerza en la sociedad española afectándola de paso en multitud de ámbitos: desde los aspectos puramente sociales, pasando por los diversos planteamientos que se cuestionan con cierta intensidad en el terreno político, hasta los sustanciales razonamientos que tal fenomenología provoca, como no podía ser de otra manera, en la esfera jurídica[1].

Desde luego, es obvio que la inmigración no ha pasado desapercibida ante la sociedad española. Ni mucho menos, pues la proyección de la misma ha despuntado multitud de posicionamientos que pueden advertirse fácilmente desde una mínima observación: piénsese, por ejemplo, en el drama que supone la constatación de la realidad de las denominadas «mafias negreras» de la moderna esclavitud que introducen emigrantes clandestinamente en el país, o desde una perspectiva bien distinta, el sentimiento de rechazo que se ha generado en ciertos sectores de la población hacia el extranjero, cuando no la radical agitación de ciertos grupos portadores de un mensaje cargado de tintes racistas y xenófobos que pretenden reconstruir nuevamente el país desde una convicción étnico-racial (una «Europa» y una «España blanca») bajo el estigma de una supuesta pureza.

Esta imagen, habitual ya en el paisaje español, presenta sin embargo distintos tonos claroscuros que provocan no pocos problemas de gran dimensión y enorme calado en el ámbito jurídico. Y es desde la perspectiva jurídico-política, justamente, desde donde pretendemos desvelar las inevitables consecuencias jurídicas que traen consigo la realidad migratoria. No obstante, y sin ánimo de deformar tal realidad, trataremos también de desentrañar si teoría y práctica jurídica aparecen realmente acompasadas o si, por el contrario, existen ciertas luces y sombras que deben ser desentrañadas a la luz de la Constitución española y el ordenamiento jurídico vigente.

No nos engañemos: si bien es cierto que debemos prestar atención a los textos vigentes de modo muy interesado, tampoco es menos cierto que nuestra intención debe pasar también por comprobar si la normativa respeta, al menos, los principios esenciales que la doctrina jurídica ha construido alrededor de los derechos fundamentales, pues el empuje sorpresivo y vigorizante (no otra cosa se puede observar, de entrada, que una gran avalancha procedente de diversos focos culturales en tan corto espacio de tiempo) con que el fenómeno de la inmigración se está produciendo obliga a precisar numerosos aspectos así como aquellas posibles contradicciones que se pudieran suceder en este ámbito.

A todo ello hay que añadir, finalmente, un aspecto complementario del primigenio orden en la inmigración y que pretende convertirse en el objeto específico de las siguientes reflexiones. Nos referimos a la diversidad problemática que afecta a la integración de los extranjeros en el país receptor y sus posibles soluciones en un marco normativo, como no puede ser de otra manera, a partir de un escrupuloso respeto con los derechos de los mismos.

 

2. Globalidad y emigración (una tesis sobre los desajustes en «la aldea global»).

 

Puede afirmarse que la globalización constituye, desde una perspectiva técnico-económica[2], la más avanzada, moderna y amplia forma que ha logrado alcanzar el mercado mundial[3]. Probablemente tiene mucho que ver en ello la tecnología de la información, tal como ha destacado Sanpedro[4], pero lo cierto es que la impronta que trae consigo esta liberalización (producto del denominado liberalismo económico) únicamente parece que revierte en los grupos y entidades económicamente más potentes; es decir, los más fuertes del mercado[5].

La contribución de la globalización a la sociedad, sin embargo, arrastra una influencia que se decanta claramente por la liberalización de los mercados financieros y monetarios pero que no resulta igual de reconfortante en los desplazamientos de los trabajadores. Más aún: la finalidad de los operadores del sistema, ante todo y sobre todo, pasa por rentabilizar al máximo sus beneficios, aún a costa de no lograr elevar el nivel de vida colectivo.

Bajo esta perspectiva, el resultado se nos antoja bien obvio: se camina en una dirección que provoca una incesante e insalvable desigualdad entre las distintas sociedades del planeta; o lo que es lo mismo, se genera un distanciamiento cada vez mayor entre los países ricos y los países pobres, entre el hemisferio norte y el hemisferio sur. Asistimos, en consecuencia, a un escenario forjado por una minoría globalizadora y una mayoría globalizada[6].

Conviene advertir que, como sucede en muchas otras ocasiones, no podemos saber con total certeza cuándo comenzó a hacerse patente la «era global», pues acaso los elementos que sustancialmente la configuran no hayan sido siempre fácilmente rastreables. Pero sí existe al menos un fenómeno que junto al movimiento contestatario antiglobalizador alcanza una cifra lo bastante elevada y significativa en los países más desarrollados para que sea razonable analizar con toda amplitud una de sus connotaciones más señeras. Nos referimos, como se puede imaginar, a la inmigración.

Hay que convenir, no obstante, que la realidad de la emigración no es nada nueva, como puede advertirse fácilmente de un simple vistazo a los flujos migratorios producidos de forma masiva desde mediados del siglo XX. De hecho, la gran diáspora migratoria llegó a Europa apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial, aunque lo cierto es que bajo unas circunstancias y un contexto sensiblemente diferente al actual. De un lado, podría afirmarse en este sentido que aquellos primeros flujos migratorios obedecían en realidad a la imperiosa necesidad de muchos Estados (fundamentalmente los países centroeuropeos) de dotarse de una mano de obra eminentemente de bajo coste salarial; de otro lado, porque en gran medida el perfil del emigrante era resueltamente dócil, flexible y esencialmente temporal[7].

Esta necesidad de mano de obra, alentada por la emergente economía de los Estados europeos receptores, produjo desde un primer momento intensos movimientos migratorios desde el sur de Europa y otros países del denominado «tercer mundo» (muchos de ellos pertenecientes al pasado colonial de Gran Bretaña y Francia) que soñaban con un futuro mejor. Es dudoso pensar, sin embargo, que los emigrantes tuvieran la percepción inicial de asentarse definitivamente en los países de «acogida» o «receptores», mucho menos aún en países como Alemania o Suiza, donde se concebía al emigrante como un «invitado» o «huésped» de componente eminentemente temporal («Gastarbeiter») y por ello no se concebía la integración de éste en la sociedad. Quedaba excluida tal posibilidad, por tanto, de todo debate en aquellos Estados[8]. Así todo, y pese a que en los primeros decenios el destino preferente de los emigrantes pasaba básicamente por el retorno –y por ello el perfil habitual lo constituía mayoritariamente el prototipo de «hombre, joven, soltero, que deja a su familia en el lugar de origen»[9]-, tal situación se irá fragmentando poco a poco hasta su ruptura total y, con ello, la perspectiva de la emigración así como la del propio emigrante sufrirá un vuelco radical que se saldará con una cifra cercana a los veinte millones de emigrantes que no regresarán a sus países de origen y se instalarán en los países de acogida de manera estable[10]. En efecto, ya no estamos ante un escenario prototípico del «emigrante temporal» que revierte sus ganancias en su país de origen, fundamentalmente con el objetivo de elevar el nivel de vida familiar y, cuando es posible, iniciar actividades económicas que permitan incrementar la producción de bienes y servicios, redundando a su vez en la mejora de la colectividad local de origen. Por el contrario, el emigrante poco a poco abandonará su carácter eventual y pasará a convertirse en un residente estable, dando cabida a una panoplia de nuevas situaciones que han supuesto para las sociedades receptoras un incesante frente de inesperados desafíos: razonablemente se produce el reagrupamiento familiar en torno al emigrante, lo que trae aparejado para el país receptor, entre otras cosas, multiplicar las prestaciones en escolarización, servicios médicos y asistencia social. Incluso, por paradójico que parezca, entre otras muchas consecuencias desencadenantes del fenómeno migratorio, el país de acogida debe también afrontar ahora el coste de los subsidios de desempleo del emigrante. Y es así, en efecto, que la realidad nos ofrece una imagen bien distinta a la de antaño: el emigrante, otrora considerado básicamente como un trabajador, puede estar ahora engrosando las filas del paro[11].

Ahora bien, junto a este breve fotograma de pasado reciente y actualidad que en cierta medida permite rastrear el cambio de la emigración, hay que subrayar aquí otro dato de especial relevancia que fácilmente se puede intuir como un elemento de enorme trascendencia que concurre en la situación actual.

En efecto, allí donde se está produciendo la llegada masiva de emigrantes es posible comprobar que la adaptación y la convivencia de algunos grupos de éstos con la población receptora resulta ciertamente conflictiva, pues proceden de lugares más lejanos y desconocidos y, en líneas generales, puede afirmarse, además, que no presentan una gran afinidad con la «cultura europea»[12]. Armado de esta suerte, hordas ingentes de emigrantes llegan en oleadas sucesivas huyendo de sus propias miserias –en gran parte atenazadas por la economía global– jaleados por el legítimo sueño de un mundo mejor que desean hacer realidad.

Con todo, esta falta de afinidad, significada bajo el «derecho a la diferencia», no ha hecho otra cosa que deslizarse por una vertiente poco afortunada que de no frenarse sólo conducirá al callejón sin salida de la segregación y la «guettización»[13].

La actitud no es, sin embargo, enteramente igual hacia las diversas culturas de inmigrantes. De un lado, la actitud en la sociedad occidental hacia el emigrante árabe es tal vez la de mayor rechazo. Desde luego, el «moro» –como peyorativamente se le señala en España– no ha gozado tradicionalmente de ninguna simpatía en este país: de un lado, acaso por las diversas refriegas históricas; de otro lado, también, porque aun estando tan cerca, apenas cruzando al otro lado del «estrecho», sin embargo, constituye una sociedad política, social y culturalmente bien diferenciada de la española.

Tampoco en España la actitud hacia la emigración latinoamericana es precisamente positiva. Y ello pese a que, en líneas generales, comparten rasgos culturales semejantes. Es verdad que la relación fenotípica de los emigrantes provenientes de Latinoamérica puede ser muy diversa, desde los propios descendientes «indoamericanos» o «amerindios» hasta los descendientes de europeos, pasando por los afroamericanos. Sin embargo, lo cierto es que sus rasgos culturales son similares a los de España: respectivamente, la lengua castellana, la religión es predominantemente la católica, existe un planteamiento de escolarización comparable, un núcleo familiar semejante o, en fin, una parecida trayectoria urbana y laboral[14].

Pese a ello, la actitud hacia los latinoamericanos también es ciertamente hostil. El «sudaca», como con harta frecuencia se le denomina despectivamente, encuentra también dificultades para su integración en la que ellos consideran la «madre patria».

Como puede advertirse fácilmente por lo expuesto, la relación entre emigrantes y nacionales se caracteriza por una actitud contradictoria donde se mezclan, de un lado, el recelo, cuando no el rechazo, y de otro lado, una actitud conscientemente deferente al recibir una mano de obra barata que desempeña aquellos trabajos y funciones que casi ningún ciudadano nacional desea.

Los rasgos que ayudan a explicar el avance migratorio, tanto desde Latinoamérica como desde África –principalmente desde el Magreb– (en menor medida desde la extensa región del sudeste asiático) son ciertamente similares. Así, de una parte, el ciclo demográfico que vive el Magreb imposibilita que los Estados de esa región geográfica sean capaces de absorber la mano de obra joven que se incorpora al, dicho sea de paso, precario mercado de trabajo[15].

De otra parte, Latinoamérica presenta grandes déficits estructurales con significativas dificultades para su resolución: enormes desigualdades en la distribución de la renta y la riqueza con una consecuente bolsa gigantesca de pobreza y marginalidad, o modelos económicos cuyos posibles efectos positivos no se dejan sentir en la ciudadanía, proporcionan probablemente el caldo de cultivo necesario para provocar la salida de sus ciudadanos en busca de nuevas expectativas. Paradójicamente, el caso latinoamericano no deja de resultar llamativo en tanto en cuanto que ha sufrido un giro radical y se han invertido las tendencias migratorias, pasando de ser una zona histórica de inmigración para convertirse en una región con movimientos migratorios que circulan por los distintos países sudamericanos, o se trasladan hacia Estados Unidos, Europa o incluso a Japón.

Al afrontar el análisis de esta zona geográfica, cuyos ingredientes naturalmente pueden ser bien diferentes entre los distintos Estados, llama poderosamente la atención la explosiva migración a España que se ha producido en los últimos tiempos desde Ecuador y Colombia, principalmente. Junto a las persistentes dificultades sociolaborales y económicas que enquistan a Ecuador, hay que sumar –en el caso colombiano–, el cíclico recrudecimiento del conflicto armado y la situación de violencia que desgarra aquella sociedad, lo que se ha traducido inevitablemente en masivos desplazamientos de la población[16].

Más allá de los casos señalados (Colombia, Ecuador y área del Magreb), la suerte de aglutinación migratoria que se ha producido en los últimos años en España –excluyendo, claro está, a los ciudadanos provenientes de países de la Unión Europea– constituye un elenco heterogéneo localizado en zonas bien distintas: la región caribeña (República Dominicana y Cuba), Sudamérica (principalmente Argentina y Perú) o de modo más difuso el área del sudeste asiático.

 

3. Multiculturalismo, migración e integración en la Unión Europea.

 

Desde luego, la comprensión del fenómeno migratorio no puede entenderse desligado de la integración. Cualquier otra opción nos conduciría a no comprender –o no querer comprender- nada.

También es cierto, sin embargo, que las distintas filosofías de «asimilación» o «integración» de los emigrantes no por casualidad se encuentran estrechamente vinculadas a la propia cultura sociopolítica del Estado receptor: éste focaliza las distintas soluciones posibles conforme a su propia idiosincrasia y a la mayor o menor variedad cultural (así como las diferencias de éstos respecto del país de acogida) de las bolsas de emigrantes que se instalan en su territorio.

En ese contexto, puede observarse que la actitud de algunos países europeos con una larga experiencia en el fenómeno inmigratorio ha sido bien distinta[17]. Así, en Gran Bretaña su sociedad nacional –más o menos homogénea– ha coexistido tradicionalmente con otras culturas bien diferentes, imaginando de este modo que es una sociedad plural[18]. La reacción en Francia, por el contrario, es diametralmente opuesta, pues este Estado está precisamente empeñado en integrar a los extranjeros a través del sistema escolar, pensando que con ello logra construir una sociedad universalista. Por último, la tendencia en Alemania ha sido la de reafirmar y acaso diferenciar a sus nacionales del resto[19].

El panorama europeo, como se ha dicho, presenta notables diferencias. Así, la perspectiva «integradora» de un país como Francia no se configura como un proceso de adaptación de los extranjeros en el país receptor, sino un proceso consciente del Estado receptor dirigido a igualar, por lo que se refiere a sus derechos, a extranjeros con nacionales. En rigor, pues, el propósito de la integración consiste en establecer formalmente normas iguales para todos.

En realidad, el fundamento de esta perspectiva presenta graves y grandes inconvenientes, siendo incluso aprovechada por algunos grupos políticos extremistas (en defensa de la identidad nacional francesa o del bienestar social alcanzado).

También la objeción resulta contundente desde el lado de las diversas culturas de inmigrantes que, más allá de toda teoría universalista, pretenden seguir conservando su cultura; en definitiva, defienden su derecho a ser diferentes.

La actitud en un país tan peculiar como Gran Bretaña, sin embargo, es bien diferente. En efecto, en aquellas latitudes no parece que haya lugar a otra cosa que no sea permitir a las minorías étnicas para que éstas mantengan y desarrollen con normalidad su propia cultura y su credo religioso. La actitud, pues, consiste en que las diversas culturas, bajo una atmósfera de «tolerancia» y «multiculturalismo», puedan voluntariamente dar continuidad a su cultura originaria en el país receptor. En esta situación, el Estado se limita a establecer un marco mínimo de derechos y obligaciones para los extranjeros, dejando de la mano de sus prestigiosos Tribunales de Justicia la solución de las controversias existentes cuando se escenifican choques culturales que, en definitiva, afectan a los derechos fundamentales.

La perspectiva de Alemania, muy diferente a todas las anteriores hasta hace bien poco, ha girado durante mucho tiempo en torno a la «segregación», pues los inmigrantes llegados a aquel país eran considerados bajo la única perspectiva del «trabajador invitado o huésped» («Gastarbeiter») que una vez concluida su función retornaba a su país de origen. En este contexto, pues, el Estado no tenía como objeto la integración del extranjero sino tan solo garantizar la relativa prosperidad del mismo a través de mejoras en la normativa jurídico-laboral.

Razonablemente, la perspectiva alemana de segregación ha dado paso a otras políticas de apertura que la realidad migratoria ha impuesto en la última década, lo que no deja de resultar lógico en el contexto actual de la política migratoria que pretende la Unión Europea[20].

 

4. Los extranjeros en la Constitución española de 1978 (Derechos Fundamentales e integración).

 

Aun admitiendo las diversas respuestas que la experiencia y el desarrollo en las políticas multiculturales, de integración o asimilación dadas por algunos de los países como los aquí mencionados, no parece posible –y acaso tampoco conveniente– una radical extrapolación de dichos patrones a la realidad social y política española, donde la configuración social se presenta, desde luego, de una forma bien diferente. Sin embargo, asimismo se supone necesario pretender encontrar algún tipo de solución.

Cabe afirmar, de entrada, que de forma más o menos homogénea la política migratoria española pretende incardinarse en la consecución de los mismos objetivos marcados por la actual política de la Unión Europea (tesis sobre la que dicho sea de paso han insistido expertos como Sami Naïr[21]) al circular en una triple dirección que se concreta en: a) un fortalecimiento del control de los flujos migratorios, b) una mayor integración de los inmigrantes en la sociedad receptora, y c) una mayor cooperación dirigida a desarrollar los países de origen de la inmigración[22].

Parece claro, pues, que la integración constituye uno de los ejes esenciales de las políticas migratorias –capital en el contexto de la Unión Europea– y, por ello, entre otras cosas, no puede desligarse de cualquier perspectiva que se quiera tener de la migración. Ahora bien, más allá de la problemática social y política que puede provocar y provoca, la integración adquiere una carta de naturaleza jurídica con una doble problemática que afecta «grosso modo» a la raíz principal de la integración de los extranjeros en el Estado receptor y que es preciso destacar aquí: a) de un lado, la conflictividad derivada de choques culturales entre comunidades bien diferenciadas; b) de otro lado, y acaso no menos importante, la falta de pleno reconocimiento de derechos fundamentales[23].

No obstante, y dicho lo dicho, lo cierto es que el panorama actual permite constatar que muchas de las sociedades occidentales –y en gran medida, también España–, presentan gran variedad de lenguas, culturas, razas y religiones. De ahí que ante el problema percibido, no se pretenda otra cosa que interactuar en una sociedad multicultural aunque, sin embargo, abierta y cohesionada[24].

La cuestión también alcanza una importancia de primer orden en el terreno de los derechos fundamentales. En efecto, al respecto hay que advertir que el debate sobre la titularidad de los derechos fundamentales ha planteado y plantea no pocos conflictos en la doctrina jurídica en general, y en la doctrina constitucionalista muy en particular. Así todo, la referida problemática puede reconducirse correlativamente en una doble concreción a partir del Estado constitucional[25]:

A) En primer lugar, el Estado encuentra su razón de ser en la voluntad de un conjunto de ciudadanos (que serán, en definitiva, el poder constituyente), convirtiéndoles a través de un pacto (contrato social) en ciudadanos de ese Estado.

B) De ahí, en segundo término, que la sujeción al Estado como ciudadano suponga para el mismo ser receptor de derechos, pero sólo al mismo.

Ambas precisiones, en efecto, son decisivas para poder deslindar entre los Derechos del Hombre y los Derechos del Ciudadano a que se viene haciendo referencia.

A partir de esa perspectiva, la Constitución española de 1978 ha venido a notar que «los extranjeros gozarán en España de las libertades públicas que garantiza el presente Título en los términos que establezcan los tratados y la ley» (art. 13.1). La fundamentación que impone la Carta Magna española como punto de partida, desarrollada por la Ley de Extranjería[26] (dentro del margen de maniobra que posee el propio legislador) permite, bajo esta perspectiva, vislumbrar tres supuestos típicos:

1. Derechos de naturaleza exclusiva –aunque con algunas excepciones– para los «nacionales».

2. Una situación bien distinta, derivada del reconocimiento de derechos esenciales para «todos los individuos», con independencia, por tanto, de si se es nacional o extranjero (derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la libertad, a la tutela judicial efectiva, etc.).

3. Por último, derechos reconocidos a los extranjeros conforme al contenido que la ley y los tratados establezcan. Es aquí, justamente, donde se plantean diversas situaciones problemáticas, como ocurre con la vigente Ley de Extranjería al imponerse ciertas limitaciones a los extranjeros, particularmente cuando éstos no poseen autorización de estancia o residencia.


5. Inmigración e instrumentos de integración de los extranjeros en el ordenamiento jurídico español.

 

La radical transformación que impone el fenómeno de la inmigración, presente en el paisaje sociopolítico y jurídico español, obliga cuanto menos a posicionamientos propios del Derecho que permitan conclusiones en nuestro ordenamiento jurídico respecto de la integración de los extranjeros.

Desde luego, y con independencia de los problemas propios del Derecho en general, y de la Ciencia Constitucional muy en particular, de forma paralela resulta de especial trascendencia articular políticas migratorias que no tengan otro criterio u objetivo final que el desarrollo de los países de origen. Esta circunstancia, influenciada directamente por la desigual distribución de riqueza en el mundo, permite explicar la emigración en realidad como un síntoma de este problema[27].

Es preciso hacer referencia, también, a la acción del «ius puniendo» del Estado para que la integración social sea posible. Estas razones hacen rigurosamente posible la condena penal de aquellas actitudes xenófobas y racistas (arts. 510 a 512 del Código Penal), así como aquellas actitudes dirigidas a promover, favorecer o facilitar el tráfico ilegal de personas extranjeras (art. 318 bis del Código Penal).

Por otro lado, es fácil también advertir que la desmesurada entrada de inmigrantes de forma clandestina, que encuentra su causa en la huida de la pobreza y la miseria, no facilita en modo alguno la integración de los mismos, en la medida en que la propia situación de marginalidad a la que quedan sometidos no les permite integrarse. Legalizada la situación jurídica del inmigrante (cuya regulación puede establecerse mediante los correspondientes cupos o contingentes, pues dejar las puertas del Estado abiertas de par en par pasa por ser, a nuestro juicio, una actitud poco realista), no cabe duda que desaparece la situación de clandestinidad y, por tanto, se puede lograr avanzar un poco más en la integración del extranjero.

Bajo esta perspectiva, existen algunos condicionantes jurídicos que, sin duda alguna, permiten avanzar en la integración de los inmigrantes (más allá de situaciones excepcionales como las de la apatridia y el derecho de asilo y refugio, que aquí poco importan) lo constituye el acceso a la residencia. Se comprende por ello que la adquisición del estatus jurídico como residente supone un evidente efecto positivo: la regularización de su situación se convierte en un importante punto de partida a partir del cual el inmigrante se consolida en el país receptor y le permite afrontar su permanencia en el mismo con una mayor implicación en la sociedad de acogida.

Un segundo argumento que da un sentido elemental a la integración del inmigrante lo constituye la posibilidad de reagrupar a su familia y que, en definitiva, no tiene otro objetivo final que el propio derecho a disfrutar de la vida familiar[28].

En tercer lugar, otra exigencia necesaria de la integración aparece, en sí misma, derivada de las diversas posibilidades de acceso a los distintos servicios sociales, tales como la educación, la sanidad o la seguridad social, así como medidas tendentes a mejorar –cuantitativa y cualitativamente (encaminadas, entre otras cosas, a dotarles de estabilidad)– las condiciones laborales de los mismos.

En fin, un último argumento en el proceso de integración de los extranjeros lo constituye la nacionalización. Si bien se ha objetado fundadamente este planteamiento[29], ya que es evidente que la integración plena no se asegura con una política de nacionalización del extranjero, lo cierto es que no cabe duda que el empleo de una política de nacionalidad potencia en gran medida la integración de los inmigrantes[30].


6. Breves consideraciones finales.

 

El panorama descrito plantea un verdadero reto para el Estado (tanto a los poderes públicos como a los ciudadanos) si admitimos las relaciones con los inmigrantes desde la perspectiva de su integración.

También hay que subrayar, de otra parte, que la integración de los inmigrantes extranjeros constituye un complejo desafío para los juristas y es obvio, desde luego, que no puede resolverse con regulaciones (e interpretaciones) simplistas de las normas que les afectan. De ahí que encontremos en el ordenamiento comparado diversas perspectivas para afrontar el fenómeno de la inmigración.

En cualquier caso, nos encontramos ante una situación de gran calado que resulta fácil de observar: en poco tiempo, el Estado español ha invertido su planteamiento tradicional y ha dejado de ser preferentemente lugar de partida de la emigración para convertirse –casi inesperadamente– en un punto de llegada de oleadas masivas de inmigrantes, además, con culturas muy diversas.

Precisamente, el dilema tal vez radique ahí: breve espacio de tiempo, abundante llegada de extranjeros, y culturas que aparecen bien diferenciadas de la sociedad receptora. Todos estos ingredientes combinados entre sí, de entrada, permiten explicar –que no justificar– la reacción primigenia de inseguridad, miedo o, incluso, rechazo en algunos sectores de la sociedad española.

De otra parte, no parece difícil justificar las técnicas jurídico-normativas mencionadas para hacer que la integración, en efecto, sea posible. De la intensidad y la calidad de las políticas migratorias así como del perfeccionamiento de las normas que entran en juego en todos los órdenes jurídicos dependerá en gran medida que el proceso de integración de los inmigrantes pueda tener éxito.

El camino, desde luego, no resulta fácil y parece obvio que mientras siga vigente el actual esquema socioeconómico «globalizador», la fenomenología y los flujos migratorios no se detendrán.

Nos encontramos en la situación inaplazable de borrar todos estos episodios, de un lado, impulsando políticas que permitan el desarrollo de aquellos países origen de la emigración; de otro lado, aceptando la idea del papel esencial que juega la integración –de ahí la necesidad de articular actuaciones políticas acompañadas de su correspondiente e imprescindible base jurídica– ante la actual fenomenología de la inmigración.

 

Resumen: Este trabajo analiza los retos jurídico-políticos que presenta la realidad migratoria, intentando distinguir entre el discurso teórico y la practica bajo la luz de los principios constitucionales. Para ello comienza distinguiendo las consecuencias de la globalización, que crea desigualdades sociales, una mayoría globalizadora y una minoría globalizada. Posteriormente estudia la evolución de la tipología de la inmigración, desde el emigrante temporal hasta el residente estable. Finalmente, tras dar cuenta de los dos modelos que se presentan en los Estados de la Unión Europea, el modelo de asimilación frente al modelo de integración, presenta las posibilidades de nuestro texto constitucional. Concluye que la inmigración presenta los más relevantes retos al Estado Constitucional, retos que habrán de abordarse bajo tres ejes: a) un fortalecimiento del control de los flujos migratorios, b) una mayor integración de los inmigrantes en la sociedad receptora, y c) una mayor cooperación dirigida a desarrollar los países de origen de la inmigración.

 

Palabras claves: Inmigración, globalización, desigualdad, integración, asimilación, Unión Europea, principios constitucionales.

 

 

[1] Un interesante estudio desde la perspectiva filosófica, jurídica y política puede verse en B. RUIZ LÓPEZ y E. J. RUIZ VIEYTEZ, Las políticas de inmigración: la legitimación de la exclusión , Universidad de Deusto, Bilbao, 2001.

[2] Como punto de partida, señala Fariñas Dulce, ha de tenerse en cuenta que el término «globalización» es ante todo de carácter pluridimensional y, por tanto, susceptible de diversas perspectivas de estudio, cfr. M. J. FARIÑAS DULCE, Globalización, Ciudadanía y Derechos Humanos , Dykinson, Madrid, 2000, p. 5).

[3] J. L. SAMPEDRO: El mercado y la globalización , Destino, Barcelona, 2002, p. 59.

[4] Op. cit., p. 62.

[5] Op. cit.

[6] Op. cit., p. 71.

[7] AA. VV.: Los retos de la migración , Talasa, Madrid, 1994, pp. 25-26.

[8] Op. cit.

[9] Op. cit., p. 27.

[10] Op. cit., p. 25.

[11] AA. VV., Los retos de la migración... , p. 27-28.

[12] A. IZQUIERDO: La inmigración inesperada , Trotta, Madrid, 1996, p. 264.

[13] D. JULIANO: “Migraciones extracomunitarias y sistema educativo: el caso latinoamericano”, AA. VV.: Inmigración en las fronteras de la Unión Europea , Encuentro ediciones, Madrid, 1997, p. 151.

[14] D. JULIANO, op. cit . , p. 156.

[15] AA. VV., Inmigración en las fronteras de la Unión Europea… , p. 51-52.

[16] Véase al respecto, el Informe sobre las migraciones en el mundo en 2000 , Organización Internacional para las Migraciones, Publicaciones de las Naciones Unidas, 2001, pág. 246.

[17] De distinta manera, la política norteamericana (entiéndase claramente, la de Estados Unidos) ha pretendido a toda costa asimilar a los emigrantes en algunas generaciones o, al menos, que se reconozcan como «americanos con guión» (italo-americanos, afro-americanos, etc.). Con ser muy particular, el ejemplo norteamericano presenta una estrategia frecuentemente observada desde Europa con mucha atención. Sin embargo, más allá del sistema de derechos individuales consagrados a través de las correspondientes enmiendas a su vieja Constitución de 1787, el fenómeno migratorio se ha sostenido en base a la asimilación de todos aquellos que han ido llegando a aquél país y han terminado por configurar lo que ellos denominan la «nación americana».

En efecto, Estados Unidos constituye una realidad social de una gran variedad cultural de origen donde la asimilación se produce casi como un fenómeno espontáneo, tal vez con una mayor proyección o tendencia social y en menor medida en el ámbito estrictamente jurídico, pero que en su recorrido presenta sin embargo una cierta progresión hasta lograr el máximo grado de fusión posible.

Esta visión permite, pues, destacar en lo fundamental tres momentos puntuales: a) un primer momento en el que se produce una sofisticada aculturación donde los grupos minoritarios asumen los patrones culturales de los grupos mayoritarios (lenguaje, modo de vestir, etc.); b) el segundo período está afectado por la asimilación estructural ; esto es, la existencia de una mayor intensidad en las relaciones inmigrantes-población receptora y que, en consecuencia, hace disminuir notablemente los comportamientos sociales discriminatorios; c) para completar esta perspectiva, en tercer lugar, se llega a la formación de una identidad común, aunque las raíces histórico-sociales de los diversos grupos sean bien diferentes.

Ni que decir tiene, no obstante, que el modelo americano presenta numerosas fisuras. En efecto, este arquetipo, apoyado en una “estructura asimilacionista”, por paradójico que parezca, encuentra ciertos “focos de resistencia” que impide a ciertos grupos étnicos (negros, asiáticos y latinos principalmente) un efectivo acomodo social, lo que quizás permita explicar por qué en líneas generales, asiáticos, negros y latinos siguen conscientemente las pautas de sus grupos, diferentes de los blancos (Véase V. PÉREZ-DÍAZ: España ante la inmigración , Fundación La Caixa, Barcelona, 2001, p. 38 a 41).

[18] V. PÉREZ-DÍAZ, op. cit . , p. 23.

[19] Op. cit.

[20] En este sentido, véase J. I. GONZÁLEZ: “Política de extranjería”, AA. VV.: Extranjeros y Derecho penal , Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2004, pp. 16-19.

[21] Una síntesis puede verse en J. de LUCAS MARTÍN: “El objetivo de integración en las políticas de inmigración”, AA. VV.: Inmigración y derecho , Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2002, p. 133.

[22] J. I. RUIZ DE OLABUÉNAGA: Inmigrantes , Acento editorial, 2000, p. 55.

[23] M. GASCÓN ABELLÁN: “La responsabilidad de los jueces ante la integración”, AA. VV.: inmigración y derecho... , p. 147-148.

[24] Op. cit. p. 146.

[25] Estas ideas pueden verse resumidamente en J. PÉREZ ROYO: Curso de Derecho Constitucional , Marcial Pons, 3ª edición, Madrid, 1996, p. 262-263.

[26] Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social. La referida norma ha sido modificada por la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre, y parcialmente por las Leyes Orgánicas 11/2003, de 29 de septiembre, y 14/2003, de 20 de noviembre.

[27] E. GARCÍA ESPAÑA: Inmigración y delincuencia en España: análisis criminológico, Instituto Andaluz Interuniversitario de Criminología-Tirant lo Blanch, Valencia, 2001, p. 509.

[28] Un estudio riguroso puede verse en P. SANTOLAYA MACHETTI: El derecho a la vida familiar de los extranjeros, Tirant lo Blanch, Valencia, 2004. También véase al respecto C. ELÍAS MÉNDEZ: La protección del menor inmigrante desde una perspectiva constitucional, Tirant lo Blanch, Valencia, 2002.

[29] J. RODRÍGUEZ-DRINCOURT ÁLVAREZ: “La nacionalidad como vía de integración de los inmigrantes extranjeros”, Revista de Estudios Políticos, núm. 103, 1999, p. 185.

[30] Op. cit..