ESTADO SOCIAL Y CRISIS ECONÓMICA. LOS NUEVOS DESAFÍOS DEL CONSTITUCIONALISMO CONTEMPORÁNEO[*]

 

Silvio Gambino

Profesor Ordinario de Derecho Constitucional. Universidad de Calabria.

Traducido del italiano por Alessandro Falbo.

 
resumen - abstract
palabras claves - key words

 

 

 

"ReDCE núm. 28. Junio-Diciembre de 2017" 

 

Democracia estatal y europea.

SUMARIO

 

1. Los derechos fundamentales en el constitucionalismo contemporáneo

2. El Estado social y sus dificultades actuales

3. Crisis del Estado social y constitucionalismo europeo

4. Derechos sociales y derechos fundamentales de la Unión

  

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1. Los derechos fundamentales en el constitucionalismo contemporáneo.

 

En el constitucionalismo europeo de la segunda mitad del siglo XX (tras las dos guerras mundiales), con formulaciones de diversa intensidad y extensión en el reconocimiento y en el alcance de las situaciones jurídicas singulares, se establece una estrecha relación entre una concepción avanzada de la democracia, el modelo de Estado y los derechos fundamentales.

De forma distinta al primer constitucionalismo de corte liberal, tal relación se fundamenta en la ampliación de las situaciones jurídicas constitucionalmente protegidas y en una nueva concepción de la idea de libertad, ahora estrechamente ligada a la igualdad: no sólo la igualdad que procede de la tradición clásica, que considera intolerables las discriminaciones fundadas sobre diferencias de sexo, de religión y de raza, sino más bien un concepto de igualdad que considera inaceptables las discriminaciones fundadas sobre la capacidad económica o la posición social, en especial la discriminación por motivos económicos. Junto a los derechos clásicos de libertad, los nuevos derechos – los derechos sociales – son asumidos como condiciones constitutivas, indefectibles, del principio constitucional de igualdad y, al mismo tiempo, del valor de la persona, de su dignidad.

Por lo que se refiere a estos derechos, la doctrina constitucionalista habla inicialmente de normas con destinatario preciso, de derechos condicionados o imperfectos, de principios rectores, de cláusulas constitucionales generales. Una parte de la doctrina, sin embargo, ha asumido que tal discrecionalidad no concierne tanto al «quid», es decir, el contenido sustancial del derecho, sino más bien sólo al «quomodo», “de tal forma que no se reduzca el contenido mínimo necesario hasta hacer ilusoria la satisfacción del interés protegido” (C. Mortati).

Sobre la base de tal aproximación doctrinal, que revaloriza el perfil programático de las disposiciones constitucionales en materia de derechos sociales y su naturaleza antes legal que constitucional, a partir de los años setenta del siglo pasado, la doctrina constitucional propone lecturas y tipologías más articuladas, entre las cuales destaca aquella que distingue entre derechos sociales condicionados (por ejemplo, artículos 4; 38; 34; 32.1; 38.3; 46 de la Constitución Italiana) y derechos sociales incondicionados (entre otros, artículos 36; 32.2; 37; 29; 30 de la Constitución italiana). Los primeros presuponen una intervención del legislador, del poder político, sobre el «quando» y sobre el «quomodo»; los otros, en cambio, tienen una estructura y una naturaleza tal que no necesitan de ulteriores intervenciones para su realización.
En cualquier caso, la experiencia constitucional de los Estados contemporáneos (sobre todo europeos), no siempre muestra una positivización de los derechos sociales fundamentales como situaciones jurídicas constitucionalmente reconocidas y protegidas de forma comparable a otros derechos. En este sentido, los derechos civiles y políticos son reconocidos en todas las Constituciones europeas y son asumidos como base común de acción por gran parte de los Estados democráticos modernos.

Ciertamente, dada la forma en la que han evolucionado los Estados, sobre todo en el constitucionalismo posterior a la segunda guerra mundial, se afirman nuevas tipologías de derechos fundamentales fundados en la estrecha integración entre las nociones de libertad y de igualdad, individualizando una nueva familia de derechos – derechos sociales – a los que cabe atribuir una trascendencia similar a la conferida a las tradicionales libertades civiles.

Desde tal óptica, los principios en los que se inspiran las Constituciones europeas contemporáneas – que son también principios de desarrollo democrático y de justicia social – amplían el catálogo liberal de los derechos, insertando una libertad relativa a la necesidad. Materializan el derecho de exigir, en sentido jurídico, prestaciones para asegurar a la persona y al ciudadano al menos un mínimo de seguridad y de justicia social, así como una distribución material equitativa que haga a los hombres “libres e iguales en dignidad y derechos”.
Justamente en este vínculo de los derechos civiles y políticos con los sociales reside uno de los aspectos más profundos del constitucionalismo europeo de la segunda mitad del siglo XX. Inaugura un nuevo estadio de los derechos humanos, centrado justamente en su tutela, o sea, en la colocación de los mismos sobre un fundamento de respeto más sólido a aquel representado por la ley del Estado.

Así, si en el ordenamiento del Estado liberal los derechos existen a través de la ley, en el Estado social (del constitucionalismo de la segunda posguerra) existen a través de la Constitución, que representa algo más y distinto respecto a la ley. Los principios, los valores y los derechos fundamentales que la Constitución contempla y que la sociedad comparte representan por ello mismo un patrimonio que debe salvaguardarse del dinamismo de intereses que por definición refleja la ley. Pero ello es sólo posible en la medida en que tal patrimonio se entienda como una dotación jurídica de sus titulares, superior a la ley y protegido frente a sus contingencias.

De este modo se explica la concepción normativa de la Constitución y su ubicación – en la segunda mitad del siglo XX – en la esfera más alta del ordenamiento donde los derechos dejan de ser una regla dada por el legislador para convertirse en pretensiones subjetivas absolutas (que se corresponden con la evolución cultural y política del siglo XX) y que más bien preceden al propio Estado, limitando su poder. Así, el constitucionalismo contemporáneo realiza un desplazamiento desde la ley hacia la Constitución, que transforma los derechos fundamentales en derechos inviolables.

La Constitución crea un espacio para los derechos humanos y su normatividad garantiza la certeza de estos derechos que se transforman – después (y a causa) de Auschwitz – en el fundamento universal de la convivencia civil y la democracia. Además de representar las directrices de la actuación del Estado constitucional y del derecho internacional, así como el fundamento de la organización plural de la sociedad, los derechos fundamentales también definen los contornos de un derecho más amplio que los asume como ineludible presupuesto de convivencia pacífica entre los Estados, contribuyendo a marcar los caracteres de esta nueva época solemnemente celebrada por Norberto Bobbio como “la edad de los derechos”.

En el renacimiento de los derechos humanos propio de la segunda mitad del siglo pasado, es posible reencontrar las raíces culturales de una época que trata de librarse para siempre de los fantasmas del pasado atribuyendo (a través de las Constituciones y el derecho internacional) validez jurídica a los principios que desde hace más de un siglo han estado latiendo de forma autónoma en la conciencia de los pueblos.

Las Constituciones aprobadas al final de los totalitarismos de los primeros años cuarenta del siglo XX representan el punto de llegada de una evolución constitucional, pero ejemplifican también la meta de una experiencia constitucional madura que presta una tutela más adecuada al nuevo modelo del ordenamiento jurídico-constitucional. En suma, en el principio de la supremacía de la Constitución se refleja la histórica exigencia de no dejar el sistema de protección de los derechos y libertades a la mera protección del principio de legalidad y de hacer de la misma un instrumento de garantía, de dirección, de protección y de promoción.

 

 

2. El Estado social y sus dificultades actuales.

 

Los problemas de la puesta en práctica del Estado social son bien conocidos. Todo depende de la fortaleza del presupuesto público y en consecuencia de la disposición del gasto público necesario para garantizar el ejercicio de los derechos sociales por parte de los respectivos titulares; si, de hecho, el sistema económico entra en crisis y no crece la riqueza conforme a las expectativas, las finalidades del Estado social (inevitablemente) se convierten en irrealizables para la ley que ha de actualizarlas.

En este sentido, queremos ahora proponer algunas reflexiones esenciales acerca de la problemática efectividad de los derechos fundamentales.

La crisis económica de la última década en los países europeos, según una opinión muy extendida, choca con la soberanía de los Estados, menoscabando, al mismo tiempo, los derechos fundamentales (sobre todo, pero no solo) sociales, afectando a su estatuto inderogable de derechos de ciudadanía. Desde esta perspectiva, los márgenes de decisión de los legisladores nacionales están condicionados por la necesidad de respetar el equilibrio presupuestario, más aún ahora que está garantizado constitucionalmente, asegurando así un respeto de las directrices europeas. Sin duda, estas circunstancias contribuyen a reducir la protección.

En verdad, la crisis del Estado social no representa solo el fracaso de un modelo político de la economía, que tuvo el mérito histórico de haber permitido la paz social en el régimen capitalista, sino que representa también el riesgo de una gradual descomposición del Estado constitucional que asume la dignidad del hombre como premisa y finalidad de su actuación.

El condicionamiento financiero de las políticas públicas redistributivas dirigidas a realizar el proyecto constitucional de la igualdad y de la justicia social y a garantizar la efectividad de los derechos, hace que la crisis del Estado social se manifieste no solo como crisis fiscal del Estado sino también como crisis constitucional, como una verdadera crisis democrática.

Dada la reducción de los recursos públicos y de la limitación de las prestaciones administrativas, se pone en cuestión la exigibilidad (y con ella la justiciabilidad) de los derechos fundamentales sociales, caracterizados – estos últimos – como situaciones jurídicas financieramente condicionadas; tal circunstancia hace que el Tribunal Constitucional se tenga que enfrentar ante los requisitos objetivos de los recursos disponibles y de las finanzas públicas, todo ello reforzado ahora por las reglas constitucionales.

En conclusión, la doctrina constitucional no parece expresar dudas acerca de la naturaleza preceptiva de los derechos constitucionales sociales y, por lo tanto, acerca de su directa aplicabilidad en cuanto situaciones jurídicas constitucionalmente garantizadas, pero tampoco discute la necesaria provisión financiera. Por tanto, el Juez constitucional ha de afirmar la necesidad de garantizar los derechos como atributo esencial de la forma de Estado, aunque debiendo subrayar en su jurisprudencia la apreciación de la necesaria gradualidad de la protección, de la discrecionalidad del legislador y por último, más recientemente, de las exigencias constitucionales de equilibrio de las finanzas públicas, que conllevan un evidente impacto limitativo sobre las prestaciones administrativas y sobre la protección judicial de los derechos sociales.

El límite insuperable establecido por la Corte Constitucional en el ámbito de los derechos sociales (sobre todo respecto a la salud y a la asistencia social) está constituido por el respeto del “núcleo esencial” según un parámetro constitucional, el de la dignidad humana. Este parámetro, de todas formas, es más bien incierto (en el sentido de su plena disponibilidad en las manos del intérprete constitucional), fungible en su ponderación con otros bienes constitucionales, es decir como vértice sobre el cual producir el equilibrio.

 

 

3. Crisis del Estado social y constitucionalismo europeo.

 

La larga experiencia de las constituciones del siglo XX, que se inicia con un re-apoderamiento de lo económico por parte de lo político, parece llevarnos en su conclusión hacia un Estado cada vez menos soberano, mero espectador y caja de resonancia de grandes procesos económicos y decisionales, que se desarrollan más allá de sus fronteras geopolíticas, que escapan con su dinamismo, haciendo inciertos los procesos nacionales de toma de decisiones.

Nacido para gobernar la economía, el Estado social termina por doblegarse ante sus exigencias, sus tendencias, sus fuerzas; fuerzas que se suman y germinan, determinando la crisis del Estado soberano y, con ella, incluso el mismo (riesgo de) quebrantamiento del mundo democrático, de sus instituciones, de sus leyes, tal y como han sido consolidadas en las tradiciones constitucionales de los países europeos.

A la afirmación de la mundialización de los procesos económicos, le corresponde, así, una crisis de la soberanía de los Estados contemporáneos provocada por la creciente centralidad del mercado y del contrato como categorías paradigmáticas de un nuevo constitucionalismo “conservador”, capaz de fundar nuevas interpretaciones de las mismas normas constitucionales en la base de los modelos del Estado social propio de las constituciones europeas tras la segunda guerra mundial.

En este marco, la amplitud de la crisis en la que se debate el Estado contemporáneo como Estado constitucional (social, democrático, de derecho) induce a repensar los topoi clásicos del constitucionalismo, es decir, los límites impuestos constitucionalmente a los poderes para la tutela de los derechos fundamentales.

Si la crisis del Estado ha abierto una crisis profunda de la Constitución tanto en su aspecto garantista como en su función directriz, en cualquier caso no ha faltado la necesidad de orden, de certeza y de seguridad que ha justificado (y que justifica) su existencia, así como su carácter normativo. La necesidad de alcanzar un equilibrio razonable entre conservación e innovación constitucional, los reenvíos a una Constitución mundial, o al menos europea, demuestran que, en el escenario del nuevo siglo, la Constitución todavía se considera un momento que integra a la sociedad y ordena los poderes y las instituciones. En este escenario, la idea de un “sistema constitucional europeo” parece haberse convertido en el punto de coagulación de dicha exigencia, la respuesta formal a los poderes generados por la globalización de los mercados y por el policentrismo de los poderes públicos, es decir por el pluralismo de los centros de decisión tecnocrática y por el polimorfismo de las instituciones democráticas.

La integración europea, en su proceso dinámico, suaviza y transfigura los cánones constitucionales del siglo XX, abriendo una fase de transición profunda que agranda los horizontes espaciales del constitucionalismo y de la democracia, aunque no siempre, ni con la misma intensidad. El sistema constitucional europeo, en esta perspectiva, está todavía lejos de replicar los cánones tradicionales de la democracia representativa, que es ya parte integrante de la cultura política y de la tradición jurídica de los ordenamientos constitucionales occidentales. Aunque el Parlamento europeo ha incrementado y reformulado sustancialmente su propio papel en los últimos años, no posee todavía capacidades decisionales comparables a las de los parlamentos nacionales de los Estados miembros de la Unión.

Las decisiones más importantes, de hecho, están prevalentemente a disposición de los ejecutivos de cada Estado (“los señores de los tratados”) y de la tecnocracia europea, con el resultado, seguramente ambiguo, de que en el sistema de la Unión el órgano representativo carece de una adecuada capacidad de decisión y, a su vez, los órganos con capacidad de decisión, aunque no carezcan de representatividad (de primer nivel), terminan por carecer de legitimidad. Este déficit de legitimación constitucional (más que democrática) que se aviva bajo una política de la Unión concebida principalmente, no por el órgano directamente representativo de las comunidades nacionales, sino por las mayorías políticas que éstas son capaces de expresar y, sobre todo, por las fórmulas de inter-gobernabilidad a la que se acude en ausencia de un verdadero gobierno europeo de la economía, no es el único aspecto en el que el constitucionalismo europeo se demuestra deficitario si se examina bajo el perfil democrático.

También en lo que concierne a la efectividad de los derechos fundamentales, el sistema constitucional de la Unión no es (todavía) capaz de asegurar garantías análogas a las ofrecidas por el constitucionalismo nacional, sobre todo en su experiencia de posguerra, demostrando cómo la sustancia concreta de los derechos todavía es tutelada por el constitucionalismo nacional.

Resulta claro, así, que las (reiteradas) connotaciones tecnocráticas del sistema constitucional de la Unión, convierten al Estado, en su actual evolución, en una realidad poco apta para ampliar los horizontes de la democracia y de los derechos; parece todavía más evidente que su derecho fragmentado no lleva a prefigurar de forma inequívoca un proceso lineal de reproducción de largo alcance de los cánones constitucionales del siglo XX.

El constitucionalismo europeo, en este sentido, asumiría de forma progresiva los poderes y las competencias de los Estados nacionales, reduciendo la esencia misma de sus constituciones, pero sin intentar seguir sus huellas, reflejar sus principios, o conmemorar sus valores, desplegando hacia el futuro (europeo y nacional) una débil trama institucional en la que parece verdaderamente difícil crear una nueva época de los derechos y de las libertades. Esta es, creemos, la reflexión central del constitucionalismo multinivel, en el que todavía se debe profundizar (art. 53 Carta de Niza/Estrasburgo).

La crisis del Estado social reside en el condicionamiento financiero exterior de las políticas públicas redistributivas llamadas a dar actuación al proyecto constitucional de igualdad y justicia social; bienes constitucionales – estos últimos – que no constituyen concesiones «octroyées» (según una concepción de “Estado-providencia”) sino (en todos los sentidos) obligaciones jurídicas (según la arquitectura del Estado constitucional social).

Frente a dicho condicionamiento de la discrecionalidad legislativa y de la ponderación estatal, impuesta (o auto-impuesta) por las instituciones europeas, el riesgo evidente, pues, es que los derechos, y no necesariamente solo los sociales, no cuenten con recursos capaces de sostener los correspondientes servicios públicos en aplicación de las funciones propias del Estado social. En un escenario de reducción de los recursos públicos disponibles, se menoscaba la misma justiciabilidad de los derechos fundamentales (sociales y no). Dicho riesgo parece todavía más evidente cuando se reflexiona sobre la aplicación de las nuevas (discutibles) previsiones de la Constitución, que remiten a la ley la tarea de disciplinar al conjunto de administraciones públicas, para lograr, durante las fases negativas del ciclo económico, que el Estado asegure la financiación de los niveles esenciales de las prestaciones y de las funciones fundamentales relativas a los derechos civiles y sociales.

Un condicionamiento similar, como se ha observado, impacta de manera problemática sobre la misma exigibilidad de los derechos fundamentales, convirtiéndolos en derechos financieramente condicionados, y descarga en el Juez constitucional la decisión de concretar el equilibrio (a través de la ponderación) entre sostenibilidad financiera y efectividad del disfrute de los derechos sociales. Así, el riesgo evidente no es tanto la reformulación de un modelo social europeo – nunca desplegado hasta sus últimas consecuencias- sino más bien el impacto negativo impuesto por la «austerity» europea en el «welfare» nacional, en el conjunto de derechos sociales y en el mismo principio de solidaridad, verdaderos contralímites frente a una pretendida noción de primacía generalizada del derecho primario de la Unión sobre el derecho constitucional nacional, en lo que se refiere a los principios y a los derechos fundamentales.

Con carácter introductorio al tema que queremos tratar ahora, cabe resaltar que un enfoque constitucionalista correcto no es tanto aquel que se limita a leer la estructuración de los poderes constitucionales y el catálogo de los derechos tal y como han sido codificados en las cartas constitucionales sino, más bien (respetando un enfoque metodológico inspirado en el criterio de la efectividad) aquel que se presta a examinar las problemáticas reales generadas por los acontecimientos concretos del constitucionalismo, entendido como limitación del poder y como tutela efectiva de los derechos.

Con la intención de perseguir dicha finalidad, en el escenario mutable y evolutivo de las formas económicas contemporáneas (cada vez más dependientes de un marco económico y financiero internacionalizado) – y para asegurar, como premisa necesaria en este marco, la aplicación de los principios constitucionales de justicia social, hace falta remarcar cómo el enfoque de este tema obliga a basarse en una concepción normativa de la Constitución (relativa tanto a la estructura y a las relaciones entre poderes constitucionales como a la efectividad de los derechos, sobre todo de aquellos sociales) a través de la cual se podrá alcanzar una conclusión sobre la misma efectividad de la democracia.

Y es justo en el seno de esta concepción normativa de la Constitución – guía y límite de los actos legislativos – que se ha de comprender su supremacía, a la luz de la inmediata vinculación a los principios y a las normas fundamentales, que constituye el aspecto más novedoso y original del constitucionalismo contemporáneo. Y desde esta perspectiva han de afrontarse lo posibles conflictos que pueden surgir en la relación entre derecho constitucional interno y derecho de la Unión.

 

 

4. Derechos sociales y derechos fundamentales de la Unión.

 

La reflexión sobre el tema aquí tratado, nos lleva a resaltar la lenta aparición, a nivel europeo, de los derechos fundamentales, fruto de la obra de una jurisprudencia creativa entre los años 60 y 70 y el relativo desarrollo de los “nuevos” tratados de la Unión. En su última versión (Lisboa 2007), estos últimos, como se sabe, han extendido su fuerza jurídica a la “Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea”, que había sido formulada como mero documento político (Niza, 2000).

Pese al fuerte y problemático impacto de la crisis económica (ya presente en los Países europeos a partir de los 80 del siglo pasado como “crisis fiscal del Estado”), la Carta, a partir de su integración en los tratados, se presenta como un verdadero «Bill of Rights» del derecho de la Unión destinado a replantear y reforzar el futuro desarrollo del proceso de integración europeo. La Carta seguramente dará resultados dispares, pero, esto, de algún modo, es reflejo simultáneo de las diferencias entre el conjunto de valores y de derechos recogidos en la Carta y las actuales políticas de «austerity» de la Unión y de las autoridades monetarias internacionales.

De un lado, la Carta determina el comienzo de un proceso constituyente material destinado a concluirse (en el momento en que sea políticamente necesario) con la afirmación de un definitivo constitucionalismo europeo, cuando (y si) los pueblos europeos optan por esta posibilidad. De otro lado, se hacen cada vez más evidentes los límites estructurales del proceso de construcción europea al haber constituido una unión monetaria sin una unión política– tomando en préstamo las palabras de Jürgen Habermas.

El silencio de los tratados originarios en materia de derechos sociales ha sido interrumpido, como ya se ha apuntado, a principios de los 70, gracias a una muy valiente jurisprudencia creativa del Juez de la Unión. A partir de la mitad de los 90 en adelante, (sobre todo) con los tratados de Ámsterdam, Niza y por ultimo Lisboa, superando un retraso que se presentaba como objetivamente problemático, el legislador europeo se ha hecho cargo de codificar dicha orientación jurisprudencial, llegando, en el ámbito de la previsión de una “política social europea”, a la toma de conciencia de la existencia de derechos sociales, todavía simplemente reconocidos (y muy poco garantizados) por la Carta social europea (1961, sucesivamente modificada en el 1996) y por la Carta comunitaria de los derechos sociales de los trabajadores (1989). Los primeros constituyentes habrían así incurrido en un exceso de confianza en el papel de auto propulsión del mercado y de su relativa capacidad de crear condiciones sociales adecuadas respecto a las finalidades de cohesión y de integración social y económica.

Sin llegar a las formulaciones recogidas en las cartas constitucionales europeas de postguerra, con el Tratado de Lisboa se ha logrado una (más sólida) codificación de derechos. Ello ha ocurrido tanto con las previsiones de la Carta europea de los derechos fundamentales, como a través de las garantías de los derechos fundamentales previstas por la CEDH (que entran a formar parte del derecho de la Unión como principios generales) y de la garantía de los derechos previstos y reconocidos por cada una de las disposiciones de tutela estipuladas en los “nuevos” tratados.

Respecto a los derechos sociales procede aludir a las previsiones de la Carta europea de los derechos, sin olvidarse nunca de que una verdadera política europea de derechos sociales no ha sido tipificada todavía en los tratados, si con esta terminología se pretende hacer referencia a su naturaleza jurídica y a su relativa justiciabilidad tal y como está garantizada en las cartas constitucionales europeas tras la segunda guerra mundial.

En relación con los problemas interpretativos generados por la relación entre ordenamiento constitucional nacional y ordenamiento de la Unión, desde hace tiempo las cortes constitucionales nacionales (con la italiana y alemana a la cabeza), en materia de ««primauté» europea sobre los ordenamientos nacionales, utilizan las previsiones recogidas en el art. 53 de la Carta (pero también aquellas del art. 4 TUE) como parámetro jurisdiccional capaz de asegurar mayores garantías personales, siendo posible determinar el tipo de ordenamiento y el juez responsable de asegurar al demandante la protección más elevada de los derechos y de las libertades (respecto a todas las previsiones abstractamente disponibles). De todas formas, bajo un perfil sustancial, es indudable que no puede hacerse una verdadera comparación, respecto a cada disposición, entre las garantías previstas y garantizadas por la Carta de Niza/Estrasburgo y aquellas aseguradas por las Cartas constitucionales nacionales y por las correspondientes protecciones judiciales.

Podemos observarlo mejor en virtud de las referencias a aquellos casos judiciales en los que el Juez de la Unión ha mantenido una posición jurisprudencial (por lo menos) discutible. Es particularmente evidente a través del análisis de la relación entre derechos sociales y libertades económicas a la luz del constitucionalismo multilevel. Pero también en el supuesto Melloni, donde, de la actuación del juez español, puede deducirse la falta de contralímites a la lectura hecha por el Juez de la Unión respecto al conjunto de relaciones (jerárquicas en la práctica) entre normas europeas (en materia de orden de detención y de derecho procesal penal) y disposiciones constitucionales nacionales (en materia penal y procesal).

De acuerdo con estas decisiones, para el Juez de la Unión, el nivel de protección es aquel más elevado para cada persona tal y cómo ha sido reconocido (“en el correspondiente ámbito de aplicación”) por las disposiciones del art. 53 de la Carta (que, a su vez, recogen textualmente las previsiones del art. 53 CEDH y del art. H de la Carta social europea). En la perspectiva de dicha tutela multinivel, por lo tanto, nada parece haberse modificado con la inderogabilidad de las garantías reconocidas a los derechos fundamentales previstos en la Carta constitucional, en caso de que sean más favorables a la protección del demandante, respecto al resto de las previsiones de garantía previstas en el art. 53 de la Carta.

A la hora de sancionar el carácter subsidiario del nivel de protección asegurado por dicha Carta respecto al nivel (en caso de que sea más elevado) garantizado por el derecho nacional, el art. 53 de la Carta arroja importantes dudas sobre el alcance de la primacía del derecho de la Unión y sus límites. Esta es la cuestión (en particular, pero no solo) que plantea la sentencia Melloni (26 de febrero de 2013, C-399/11) – en lo relativo a las relaciones entre el ordenamiento de la Unión y los ordenamientos nacionales en materia penal y procesal (orden de detención europea) – pero también la cuestión surgida (entre otras) por las famosas sentencias Viking, Laval y Rüffert en lo atinente a las relaciones entre libertades económicas europeas y derechos sociales previstos en las constituciones nacionales.

Sobre la extensión del ámbito material de los derechos consagrados en la Carta (y en otras disposiciones específicas de los tratados de la Unión), pese a la imposibilidad de modificar las competencias de la Unión (a menudo remarcada en los tratados), los “nuevos” tratados instituyen la adhesión de la Unión a la CEDH, estableciendo, al mismo tiempo, que los derechos fundamentales garantizados por este Convenio y por las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros forman parte del derecho primario de la Unión en calidad de principios generales (a respetar y a promover, en el espíritu del art. 51.1 de la Carta).

Junto al patrimonio constitucional europeo (reconstruido en vía pretoriana a partir de la famosa triada de sentencias, Stauder, Internationale y Nold, y sucesivamente también a través de actos normativos del Parlamento europeo), las normas citadas en el párrafo anterior concurren a definir un «acquis communautaire» al que la Unión, para su propia consolidación, asigna la finalidad de garantizar “un espacio de libertad, seguridad y justicia, en el respeto de los derechos fundamentales así como de los diversos ordenamientos jurídicos y de las distintas tradiciones jurídicas de los Estados miembros” (art. 67 del TFUE).

“Confirmando su adhesión a los principios de libertad, democracia y respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y del Estado de Derecho” (tal y como se afirma solemnemente en el Preámbulo), la Unión expresa la voluntad de afrontar “una nueva etapa” en el proceso de integración europea comenzado con la creación de las Comunidades europeas, en el marco del pleno respeto por parte de la Unión a la igualdad sustancial de los Estados miembros ante los tratados y de su identidad nacional caracterizada por sus estructuras fundamentales políticas y constitucionales (art. 4.2 TUE).

Los nuevos tratados marcan una mayor y más intensa codificación de los derechos fundamentales, pero no se puede afirmar que los catálogos de dichos derechos correspondan aún a los catálogos (más evolucionados) recogidos en las constituciones nacionales. Respecto a estas últimas, además, en la Carta europea de los derechos faltan principios fundamentales que puedan utilizarse como criterio interpretativo a seguir a la hora de equilibrar las distintas protecciones previstas en materia de derechos fundamentales europeos, renviando su relativo equilibrio al juez en cada caso, según un principio de proporcionalidad que, por esta razón, resulta “invertebrado” tal y como ha destacado la doctrina.

Dicho de forma breve, también en la perspectiva de las nuevas disposiciones en materia de derechos sociales recogidas en los nuevos tratados, estaríamos demasiado cerca todavía de formas débiles de protección de los derechos sociales, según lo previsto por el art. 151 del TFUE, y en virtud del cual la Unión y los Estados miembros tienen en consideración los derechos sociales fundamentales (como aquellos recogidos en la Carta social europea y en la Carta comunitaria de los derechos sociales fundamentales de los trabajadores), persiguiendo el objetivo de la promoción del empleo, de la mejora de las condiciones de vida y del trabajo, que permita su igualación en el progreso, una protección social adecuada, el dialogo social, el desarrollo de los recursos humanos capaz de permitir un nivel de ocupación elevado y duradero en la lucha contra la marginación.

El marco normativo europeo, en esta perspectiva, por lo tanto, queda todavía marcado por una evolución muy lenta del derecho de la Unión europea hacia políticas de desarrollo y de cohesión compatibles con los derechos, y para cuya tutela será necesario interrogarse acerca de las cuestiones surgidas por la primacía del derecho constitucional interno o del originario de la Unión en hipótesis de situaciones (abstracta y/o concretamente) asimétricas (y también antinómicas).

Respecto al papel de la jurisdicción europea y al de las jurisdicciones nacionales en lo relativo a la efectividad de los derechos (sobre todo) sociales, la doctrina constitucional así como la laboralista, desde hace tiempo remarcan que al menos determinados derechos sociales (sobre todo en materia laboral) conocen una infiltración por parte del derecho de la competencia y del mercado que altera sustancialmente su consistencia, mientras que para los derechos sociales clásicos las problemáticas de su efectividad residen, más que en las formas administrativas y en los correspondientes servicios públicos, en la ponderación realizada por el Juez de las ley entre bienes constitucionalmente equiparables. Un equilibrio en el cual (en virtud de la ley constitucional n. 1/2012) asume un relieve central la constitucionalización del «Fiscal Compact» y la consiguiente revisión (del art. 81) de la Constitución.

En este marco, los “nuevos” tratados, muestran cómo – pese a la importante codificación de los derechos sociales a través de la Carta europea de los derechos – estamos todavía en presencia de formas débiles de protección, poco comparables con las tradiciones y las previsiones constitucionales de los Estados europeos, dando relevancia a la jurisprudencia de los contralímites, pese a que parte de la doctrina (de manera incomprensible) la considera superada por superflua y (por lo tanto) inútil en virtud de la reciente evolución legislativa de la Unión.

Respecto a la jurisprudencia europea en materia de los derechos sociales de los trabajadores de rango constitucional, atendiendo a lo concreto, los problemas surgen tanto en el plano interno como en el europeo, ya que la Carta, aunque garantiza una protección multinivel de los derechos (art. 53 de la Carta) no asegura en el ámbito de las relaciones laborales un estándar europeo de garantías claro y respetuoso de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros de la Unión.

Se observa una escasa armonía en la más reciente jurisprudencia del Tribunal de Justicia entre niveles constitucionales nacionales y la Unión europea, tanto respecto al parámetro jurídico utilizado como respecto a los resultados que proceden de la ponderación en la garantía de los derechos fundamentales sociales (de los trabajadores). En este sentido, la doctrina constitucional llama la atención sobre la necesidad de oponer unos límites a la primacía generalizada del derecho de la Unión sobre el derecho constitucional nacional de la libertad y de los derechos tal y como han sido garantizados en las constituciones nacionales.

Teniendo en cuenta una perspectiva constitucional, la postura a la que tiende este enfoque jurisprudencial puede, incluso, suponer el riesgo de vaciar el derecho de huelga y el derecho a la negociación colectiva, puesto que dichas disposiciones, aunque gozan de la fuerza que a las mismas les otorga la previsión constitucional, poseen una menor resistencia respecto a la vis expansiva de las libertades económicas europeas; y no parece que dicha posición del juez de la Unión pueda cambiar en virtud de la previsión del art. 28 de la Carta europea de los derechos.

 

Resumen: Este trabajo analiza el lugar de los derechos sociales en el contexto del constitucionalismo contemporáneo, en especial bajo la categoría de derechos fundamentales. Estudia sus problemas de normatividad y, en especial conecta esta cuestión con los objetivos del constitucionalismo de la Unión y su Carta de derechos fundamentales.

 

Palabras clave: Derechos sociales, derechos fundamentales, constitucionalismo europeo, Carta de derechos fundamentales.

 

Abstract: This paper analyzes de places of social rights in the context on the context of contemporary constitutionalism, for all under the light of fundamental rights. It goes through its problem of normativity, question that is linked to the porpoises of the Union constitutionalism and its Fundamental Rights Charter.

 

Key words: Social rights, fundamental rights, European constitutionalism, Fundamental Rights Charter.

 

Recibido: 11 de mayo de 2017

Aceptado: 11 de junio de 2017

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[*] Este texto se corresponde con la Ponencia presentada en el Congreso internacional en honor de Peter Haberle “Los nuevos desafíos del constitucionalismo contemporáneo” (Granada 11 de Mayo de 2017).