PAIDEIA: UNA REFLEXIÓN SOBRE LA MISIÓN EDUCATIVA DE LA UNIVERSIDAD

 

Sixto Sánchez Lorenzo[*]

Catedrático de Derecho internacional privado. Universidad de Granada.

 
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palabras claves - key words

 

 

 

"ReDCE núm. 23. Enero-Junio de 2015" 

 

La dimensión de la Administración Pública en el contexto de la globalización (IV).

SUMARIO

 

1. Lo que requieren el honor, la conciencia y la conveniencia

2. El objetivo educativo de la Universidad

3. Elogio de la rebeldía

  

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1. Lo que requieren el honor, la conciencia y la conveniencia.

 

Muy honrado me he sentido al recibir la encomienda de dictar esta lección inaugural el día en que rendimos memoria al ilustre jurista y canonista que es patrón de nuestro oficio, incluso si el honor se debe no a mis escasos méritos, sino al implacable transcurso del tiempo que ha decretado que sea mi turno en razón de una dudosa virtud, que es la de la antigüedad. El criterio, cuando no justo, al menos es objetivo, y me aferro a él con toda la seriedad que me cabe y la responsabilidad que se merece esta ocasión tan solemne.

Mas por alto que sea el honor, no he de anteponerlo a mi conciencia, pues coincido con Montaigne en que toda persona de honor prefiere perder su honor a perder su conciencia. Y es mi conciencia, y no el honor de la ocasión, la que me lleva a aprovecharme del lugar común que permite que el privilegio de esta lección sea aprovechado para dar gracias a aquellas personas de quienes nos hemos hecho deudores a lo largo de nuestra trayectoria académica en la casa que nos acoge. Hace dos décadas que tuve la suerte de recalar en esta Universidad. Algunos agoreros, que siempre los hay, manifestaron su convicción de que venía de paso. Si su profecía fue cierta, la verdad es que es un paso cansino, tortuoso y poco efímero, aun cuando creamos que veinte años, como dice el tango, no son nada. Lo cierto es que hace tiempo que renuncié a la invitación de la Universidad Complutense, de donde procedía, para ocupar una Cátedra, por lo que barrunto que mi permanencia en esta casa ha de ser ya vitalicia y terminal, que no es lo mismo que eterna. Y sin duda me sobran las razones para ello.

En esta Universidad y en esta Facultad he hallado, desde luego, las mejores condiciones para desarrollar mi trabajo y orientar mi actividad universitaria a lo que considero que es su esencia y la mía: la investigación y la transmisión del conocimiento. No solo he encontrado buenos compañeros de tarea en mi Área de conocimiento. Muy pronto se me abrieron las puertas de áreas afines, como Derecho civil y mercantil, donde entablé apenas llegado relaciones amistosas e inquietudes profesionales con Fernando Valenzuela, malogrado amigo, José Luis Pérez Serrabona, Miguel Pasquau o Jochen Albiez. Pero muy pronto esos primeros contactos profesionales desbordaron los límites del Derecho privado. Agradezco en especial la buena acogida de los vecinos internacionalistas y del profesor Liñán, con quien siempre he compartido una muy buena sintonía, que ha minimizado el viejo contencioso de la sala común que denominamos Gibraltar, y nos ha permitido mantener un derecho de paso inocente que es ejemplo que debía cundir en instancias más altas. Otras amistades, como la de Juan López, produjo algunos daños consecuenciales, pues no supe decirle que no todas las veces que hubiera querido, y al final me implicó en la gestión universitaria más de lo que yo habría deseado. Le agradezco, con todo, que esa implicación me haya proporcionado la oportunidad y el placer de conocer con más detalle y aprender muchas cosas de otras personas y gremios, y guardo en particular un recuerdo impagable de mi compromiso con la Fundación de Práctica Jurídica y el ICAGR.

Sin razones especiales ni afinidades disciplinares, pero sí electivas, he tenido el privilegio de contar, además, con íntimos amigos a veces convertidos en ocasiones en mentores excepcionales. Andrés Sopeña, José Luis Serrano, Miguel Pasquau, Paco Balaguer, José María Pérez Zúñiga o Rafa Barranco, a quien tanto echo de menos, pues no en vano es una de las mejores personas que he conocido en mi vida, han formado parte de una entrañable banda de escritores y aficionados a la literatura que han hecho posible, desde luego, que haya cumplido alguno de mis sueños más quiméricos. Pero, sobre todo, me han brindado una amistad con momentos entrañables e inolvidables que me atan a Granada más que ninguna otra cosa. Gregorio Cámara, Conchi Rodríguez Marín, María Luisa Palazón o Fran Pertíñez están también en mi lista de imprescindibles afectos, y con ellos he compartido, como digo, momentos magníficos, y algunos un poco extraños, en forma de trova rumana que queda en el secreto del sumario.

A muchas otras personas debo mi gratitud y en algún caso una disculpa. Agradezco a Enriqueta su celo limpiador durante tantos años, y le pido disculpas por lo que ha sufrido a diario al no poder entrar en mi despacho a pasar la mopa o vaciar la papelera, porque no le dejaba un “huequecillo” para poder limpiar, cosa que espero siga ocurriendo por muchos años. A Miguel y otros ordenanzas su buen humor, su oferta de cigarros puros permanente, y sus palabras francas y llanas cuando me dirigía a la clase. A Chari, Ino y el P.A.S. de Secretaría que siempre me resolvió los problemas con eficiencia y, lo que es más importante, con buen humor. A Bridgit, por su interesante conversación y sus intentos, a veces vanos, para que mi inglés adquiriera una dudosa fluidez. Creo, por cierto, que va siendo momento de que se le conceda una medalla por su contribución a la internacionalización de los profesores de esta casa. Y en el capítulo de disculpas, se las brindo a todos aquellos, que son muchos, a quienes haya podido soliviantar, que ha sido a menudo, con mi carácter norteño, demasiado recio y desabrido para el gentil estilo versallesco de estas tierras. Me he enfrentado con muchos y muchas veces, pero creo que siempre lo he hecho sin dobleces y por diferencia de criterio, y por mi parte nunca he extraído consecuencias personales de tales diferencias. En definitiva, no me siento acreedor de nadie y si deudor de muchos y pido disculpas a quienes haya podido ofender.

 

* * * * *

 

Por respeto al auditorio no he caído en la tentación de torturarles con alguna disertación sobre mi presunta especialidad, el Derecho internacional privado, ya de por sí abstrusa y poco emotiva, que de seguro a ustedes les aburriría y, por añadidura, a mí también. Me abstengo, además, para ser consecuente con mi propia concepción de la misión universitaria, que poco tiene que ver con la especialización enfermiza que nos atenaza desde hace ya demasiado tiempo. En consecuencia, he creído más oportuno trasmitirles en ambos formatos una reflexión acaso menos sesuda y más fresca acerca de la misión de la Universidad, que atañe no solo a universitarios y juristas, sino a todo ciudadano que se precie de tal condición. Con ello pretendo captar mejor su atención, es indudable, pero también conmoverles, asumiendo el riesgo poco medido de que pueda incluso conmocionarles, aunque no es mi intención primera. Creo, además, que es una reflexión imperativa por necesaria, y yo diría que vital en los tiempos que nos ha tocado vivir.

No ha sido un año bueno para nuestra Facultad. Sus achaques han obligado a una intervención decidida y bienvenida que rejuveneciera sus estructuras caducas. Hemos tenido que convivir con el polvo y con el ruido. Y es bien sabido que el ruido y la inteligencia no se llevan bien, pues como decía Schopenhauer la inteligencia es una cualidad inversamente proporcional a la capacidad para soportar el ruido. También hemos sobrevivido al fuego, que tristemente arruinó nuestra sala de lectura y condenó a miles de libros. Y a pesar de todo hemos de abordar el futuro con optimismo y determinación, pues nuestras desgracias no son nada al lado de los males que aquejan a la inteligencia desde antes incluso que se erigieran las paredes del venerable colegio de San Pablo, y aún perviven y amenazan.

Nuestro país ha tenido la desgracia de que la Ilustración nos pasara de largo, como las borrascas que apenas rozan la cornisa cantábrica. De ese mal aún pagamos tributo. Somos país de santos y no de sabios. La sabiduría ocupa el último lugar de las preocupaciones no solo de nuestros gobernantes, sino de nuestros conciudadanos. Hace siglos en Westminster se sepultaba a geógrafos, filósofos y literatos, mientras en nuestras catedrales solo clérigos y nobles sin curriculum conocido obtenían tal honor. Tratamos hoy de dar con los huesos de Cervantes en el lugar más humilde del más humilde templo, mientras que los de Shakespeare reposan en la Holy Trinity Church por su propio deseo, y solo por mor de su epitafio no pudieron trasladarse al rincón de los poetas de Westminster. El rincón de nuestros mejores poetas acaso se encuentre en un muladar anónimo de Víznar, impuesta por el grito de “muera la inteligencia”. Un grito que no es ancestral, pues nuestras propias leyes vigentes sobre propiedad intelectual lo gritan a diario. Y si no matamos a la inteligencia, la desterramos, y en bien de la macroeconomía (que nadie sabe muy bien de qué se trata) enviamos a nuestras mejores cabezas allende nuestras fronteras, sin que a nadie se le escape ni una sola lágrima ni se percate de la infinita desgracia que supone para un cuerpo social perder su cerebro. Así lo han decretado nuestros gobernantes y así lo ha aceptado impertérrita nuestra sociedad. Si, además, el aprendiz de sabio es un servidor público, su condición mezquina casi se transforma en alimaña. Lo que en Francia es considerado un honor, ser funcionario, en España es tenido poco menos que por una vergüenza… «Non olet».

He de anticiparles, con todo, que no soy de los que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino más bien de los que aborrecen la nostalgia, que es una forma patética de morir en vida. Y tengo que hacer esta precisión para justificar el propio título de mi discurso, que se inicia con una palabra griega de imposible traducción, que nos obliga a mirar a un pasado lejano para explicar el estancamiento, o la crisis si prefieren, de la misión universitaria. No hemos de mirar al pasado con añoranza, sino con inteligencia, para aprender las lecciones de la historia y averiguar en qué momento del itinerario hemos perdido el camino. Y estoy convencido de que esa palabra griega de tan difícil traducción sintetiza exactamente dónde se encuentra la guía, el faro de luz al que debemos orientarnos para volver a convertir la Universidad en el santuario de la educación bien entendida.

 

 

2. El objetivo educativo de la Universidad.

 

“Paideia: los ideales de la cultura griega”, es una obra colosal y abrumadora escrita por Werner Jaeger en los años treinta del siglo pasado. Seguramente fue capaz de escribir semejante maravilla porque por aquel entonces no existía la ANECA, el SICA, y otros acrónimos asesinos del quehacer universitario. Además, no había diseñadores de aplicaciones informáticas y los neo-pedagogos esclavos de la semántica parda no abundaban. Sea como fuere, el caso es que Jaeger dedicó a la «paideia» más de mil apretadísimas páginas que difícilmente podría yo resumir en pocos minutos. En esencia, sin embargo, la «paideia» vendría a ser el modelo educativo de los griegos, aunque su significado tal vez vaya mucho más allá de los estrechos términos con que entendemos hoy por “educación”. Los griegos establecieron por primera vez un ideal de cultura como principio formativo. Frente a la exaltación primitiva de los hombres-dioses, metafísica y carismática, la cultura griega antepone su modelo humanista, que hace de la dignidad humana el centro de la construcción de la polis, de la civilización. El antropocentrismo y el humanismo no son, pues, invenciones renacentistas, sino esencialmente una herencia que proviene de la Grecia más antigua. La «paideia» exige la formación en un ideal del ser humano, conforme a su esencia humana, de forma que la educación no es posible, en ningún ámbito, sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre como debe ser, del hombre que responde a un ideal de virtud o «areté». Grabaron su propósito en los muros del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. La doctrina de la «sofrosine» exhortaba al visitante a no perder de vista los límites de la esencia humana para construir sobre ella la sociedad ideal.

Los griegos, pues, fueron los precursores de la materia educativa más importante: la formación para la ciudadanía, denostada en nuestros días de manera tan lógica como perversa. Ciertamente, Jaeger nos demuestra que el contenido ético de la educación se modula en la larga historia de la cultura griega. Si en un tiempo primero gira en torno al arquetipo heroico o épico, el ideal de virtud va evolucionando hacia una concepción más doméstica del heroísmo: el trabajo, la disciplina, la estructuración de la conducta ideal a través de intereses colectivos o comunes. La doctrina moral kantiana ya estaba presente, sin duda alguna, en la «paideia» griega. La propia concepción platónica de la justicia se nutre precisamente de la «areté» que resume las exigencias del ciudadano perfecto.

¿Responde nuestra Universidad al ideal educativo de la «paideia»? ¿O acaso es un reflejo de una sociedad en que la dignidad, la libertad y la sabiduría humanas han sido sustituidas por valores contrarios, partidarios de seres humanos ignorantes de su propia condición, incapaces de distinguir entre la opinión y el criterio, subyugados a la exigencia de su incorporación ciega a los engranajes de una sociedad convertida en mercado? ¿Es el “señorito satisfecho” que describe Ortega y Gasset en “La rebelión de las masas” el modelo ideal de la civilización del siglo XXI?

No conviene exagerar ni caer en los sofismas. Basta con limitarnos a preguntarnos sobre nosotros mismos. Si leemos nuestras famosas guías docentes sobre los objetivos, habilidades y capacidades que buscamos proporcionar a nuestros estudiantes, bastará para que reparemos en la «aurea mediocritas» que nos rodea, tan celebrada por Balzac en su descripción mordaz de la pequeña burguesía.

Lejos del heroísmo griego, el modelo universitario español (y por ende el mal llamado boloñés) se empecina en convertir a nuestros estudiantes en sujetos hábiles en las técnicas de un oficio, como si tal fuera meramente el objetivo de la enseñanza universitaria. La investigación orientada a las exigencias técnicas del mercado ha perjudicado asimismo una visión sintética del conocimiento y ha abundado en una concepción de una Universidad funcional y operativa ahogada en sus propios procesos de autogestión. Hoy la Universidad no es más que una extensión de la enseñanza primaria y secundaria que la precede, y que nos ha llevado a las más altas cotas de estulticia en Europa como atestiguan los últimos informes de la OCDE, y en donde abundan asimismo las habilidades y las capacidades, pero menudean los valores, las visiones amplias y una dimensión esencialmente humana. En el ámbito investigador, la preeminencia de la investigación aplicada y replegada a las exigencias mercantiles ha debilitado una visión del conocimiento que debe ser más omnicomprensiva y a la vez sintética y no perder el rumbo en un caos de dispersión analítica.

Si alguna vez hubiese tenido la oportunidad de sincerarme, habría reconocido que todos esos modelos de acreditación de la ANECA y todas esas habilidades desperdigadas en mis propias guías docentes son, esencialmente, la prueba de una condición mentecata, en su sentido más etimológico. Siguiendo a Ortega, las aplicaciones de ANECA y nuestras Guías Docentes representan “una institución en que se finge dar y exigir lo que no se puede exigir ni dar”, es decir, “una institución falsa y desmoralizada”.

Si alguien me preguntara cuál es la habilidad o el oficio de un jurista, básicamente le contestaría que ser jurista es una forma bastante común de razonar, esencialmente de pensar. Consiste en observar con cuidado unos hechos, calificarlos en categorías prefiguradas a través de un largo decurso histórico, buscar las fuentes en que se contiene su reglamentación, interpretarlas en el sentido más amplio y aplicarlas o invocarlas al caso, según la responsabilidad, habilidad o interés del intérprete. Si a renglón seguido me preguntaran en qué consiste la enseñanza del Derecho, diría que en transmitir al estudiante las armas y conocimientos para realizar esa operación con los mejores recursos y con la mayor potencia argumentativa. Si me preguntasen, finalmente, cuál es la esencia de la enseñanza universitaria del Derecho, no me conformaría sin embargo con lo que acabo de decir, porque la Universidad ha de ser mucho más que un lugar para la enseñanza de habilidades profesionales si quiere responder a su misión esencial.

Ortega también lo puso de manifiesto en una serie de escritos magistrales en que criticaba los efectos perniciosos de una superespecialización que olvida la esencia de la enseñanza universitaria: mantener la conciencia social del estudioso y su ubicación perenne en la realidad social; que descuida, en suma, la importancia de una cultura general. No abogo, en modo alguno, por la transmisión de los conocimientos básicos o las materias generalistas. No es esa la discusión, sino una forma de transmitir también cualquier conocimiento específico en un marco cultural general. La pedagogía, discúlpenme, no se mide por la habilidad del profesor en el uso de las nuevas tecnologías, como pretenden algunos oligofrénicos. Ese uso es bastante sencillo, por lo demás. Es más, si yo tuviera que medir las cualidades de un buen enseñante, le ataría las manos a la espalda, y frente a sus alumnos le obligaría a ser capaz de mantener su atención y provocar su curiosidad con la única arma de la inflexión de su voz… Pero eso sería tema para otra lección. Me refiero ahora a que la transmisión del conocimiento, y en particular del Derecho, únicamente es eficiente si se puede reproducir un contexto social y cultural, económico, histórico y axiológico y al mismo tiempo dominar el arte del lenguaje oral y escrito. Sin bagaje cultural y dominio del lenguaje no hay jurista a la vista ni profesor que valga.

La Universidad tiende a hacer del profesor y del estudiante “paletos de la ciencia”. Rudolf Virchow, el célebre patólogo y político alemán, entre otras muchas cosas, afirmaba “que aquél que sólo sabe Medicina, ni siquiera Medicina sabe”, y en realidad esta es una afirmación extensible a cualquier rama del conocimiento. Si lo piensan un poco, jamás habrán conocido a un profesional admirable o a un profesor o a un alumno destacado que no haya tenido un claro perfil interdisciplinar y una loable cultura general… En suma se trata de recuperar el diseño programático de la Institución Libre de Enseñanza en la época de mayor esplendor de nuestro modelo educativo: “la educación, debe, además de facilitar una formación profesional, de preparar científicos, literatos, abogados, médicos, ingenieros” alcanzar “sobre eso, y antes de todo eso, seres humanos, personas capaces de concebir un ideal, de gobernar con sustantividad su propia vida y de producirla mediante el armonioso consorcio de todas sus facultades”.

La realidad humana es demasiado polifacética para poder abordarla desde un único ángulo, y en suma el reto del conocimiento tiene que desbordar necesariamente la pacata pretensión profesionalizante de los planes de estudios. Necesitamos una universidad estudiosa en un sentido mucho más amplio, y necesitamos ese conocimiento para alcanzar su principal virtud, que es la rebeldía.

 

 

3. Elogio de la rebeldía.

 

Los griegos tendieron con la «paideia» un puente entre la formación y las exigencias de la ciudadanía, y al hacerlo unieron a la vez la isla del conocimiento con la de la virtud, pues desde Sócrates se conoce como “intelectualismo moral” a la demostración de que, sin conocimiento, la virtud es inviable. La «paideia», pues, exige de la labor universitaria, más allá de la transmisión de conocimientos técnicos o profesionales, el cultivo de la cultura en un sentido amplio y conforme a un ideal ético basado en la esencia de la civilización y de la condición humana. Se fundamenta, pues, de manera primordial en el fomento de un pensamiento libre, que es lo mismo que un pensamiento crítico. Como vaticina Ashis Nandy el futuro de la Universidad depende, esencialmente, de rescatar la pluralidad del conocimiento y especialmente la pluralidad de la discrepancia.

El conocimiento debe ser libre de forma consustancial. La duda es el punto de partida de cualquier método de conocimiento científico, y no sólo desde posiciones cartesianas. Sin el derecho a poner en duda no puede avanzar el conocimiento; sin la negación de los dogmas, prejuicios y paradigmas no hay libertad de pensamiento ni conocimiento posible de la propia esencia humana; sin pensamiento libre, sencillamente, no hay dignidad.
Por desgracia, la ley de las mayorías no rige el conocimiento científico. Con frecuencia, el investigador debe enfrentarse a una mayoría, y se necesitan los arrestos de un salmónido para remontar las corrientes caudalosas. Llegado el caso, se precisan ciertas dosis de heroísmo para enfrentarse a los dogmas, a las creencias mayoritarias sin base científica, a la superstición en una palabra. Frente a una creencia universal, Ignacio Semelweiss descubrió que los restos de sangre y tejidos sobre las batas y en los escalpelos con que los médicos auscultaban a las parturientas provocaban la infección. Descubrió la asepsia, pero murió loco tratando de evitar que las mujeres entraran en su propio hospital, donde morirían de fiebre puerperal. El propio Galileo tuvo la desfachatez de sugerir que la tierra no era el eje inmóvil sobre el que giraba el Universo, y tuvo que desdecirse para seguir coleando sobre ese eje y no seguir los pasos de otros más cerriles, como Giordano Bruno o Miguel Servet, que se evaporaron con la verdad. No pudo evitar, sin embargo, musitar una verdad rotunda: «Epur si muove!»

Poner en cuestión, rebelarse ante la afirmación dogmática, es pues, una cualidad del método científico, pero también es una exigencia de la misión social de la Universidad, que más allá de una corporación de estudiantes y enseñantes debe tender a ser, como decía Francisco Giner de los Ríos “una potencia ética de la vida”. La Universidad no puede estar alineada con ninguna forma totalizadora de pensamiento. Debe enfrentarse sistemáticamente al poder, al Estado, al mercado, a los medios y a toda ideología que pretenda la disciplina generalizada, la imposición del pensamiento único y, en definitiva, la ignorancia social. La rebeldía es, pues, una condición indispensable de nuestro quehacer. En esta misma estancia, hace más de ochenta años, el propio Ortega y Gasset resaltaba la importancia de que la Universidad contara con un fuero propio, “aparte”, cuando no “frente” al Estado. Y resaltaba que la suerte de Europa había sido, precisamente, una emancipación que resultaba de que las tropas de ilustrados hubiesen finalmente triunfado frente a las tropas de mercenarios, mercaderes y peregrinos. Ortega pensaba que dicho triunfo estaba en entredicho en su tiempo y alentaba a mantener una pugna desigual. En la actualidad, en su ensayo sobre “El naufragio de la Universidad” Michel Freitag insiste en la misma idea y en la misma perspectiva histórica del papel de la Universidad en la Modernidad, en la medida en que ha conseguido funcionar como un “Estado dentro del Estado”, incluso en épocas autoritarias, y estima que “no se pueden juzgar los problemas que afronta la Universidad, ni el sentido de su desarrollo, sin juzgar también el sentido en que la sociedad se encuentra comprometida con los cambios contemporáneos. En efecto ‒nos dice‒ una de las tareas principales de la Universidad es precisamente la de ser el lugar donde se pueden elaborar las condiciones de semejante juicio de valor sobre los fines de la sociedad, y esto en la medida en que representa la instancia institucional privilegiada (e incluso sin duda la única) en la que el desarrollo y la transmisión de los conocimientos y destrezas particulares pueden todavía ser orientados por una reflexión que permanezca comprometida con la investigación de una visión de conjunto, crítica y siempre dinámica. Y esta crítica no puede estar separada de una reflexión sobre lo que es una sociedad aceptable, una ‘buena’ sociedad”.

Mucho me temo que, desgraciadamente, en nuestros tiempos las tropas de estudiosos hemos sucumbido ante la pujanza del poder, de los medios, del mercado, de lo que Ortega denominaba, con dolorosa actualidad, la chabacanería nacional, caracterizada por una forma particular del ejercicio del poder público demasiado extendida. La ignorancia alimentada de forma consciente o inconsciente impone hoy al nuestro alrededor, en momentos críticos, la aceptación pusilánime de un pensamiento único, un escenario inamovible, una política inevitable, sustentada en idea alguna, sino en una única idea. Lamentablemente, la Universidad permanece tan anonadada como el ciudadano, impasible, resignada… Es, quizás, un reflejo o espejo de la sociedad, con sus virtudes o sus defectos. El profesor nunca debería haber perdido la condición de maestro, y la Universidad debería ser una escuela de conocimientos y de virtud, donde la integridad, la honradez y el esfuerzo de los enseñantes fueran el espejo en que los estudiantes pudiesen hallar un modelo de virtud. En lugar de eso, con demasiada frecuencia los corrompemos, involucramos a sus representantes en nuestras misérrimas pugnas políticas, y les enseñamos el juego de la política vil y con minúsculas, ofreciéndoles carguitos y prebendas a cambio de unos votos necesarios para ocupar parcelas de “poder” en un claustro. Provocamos la vergüenza ajena de los proveedores o funcionarios encargados de tramitar disposiciones de dinero público con gastos injustificables en términos morales. Ofrecemos un trato al alumno o al personal no docente displicente o falto de respeto… Con demasiada frecuencia, la Universidad se muestra igual de chabacana que la sociedad, con la misma asiduidad con que estas cosas acontecen más allá de nuestros edificios universitarios…

Y, sin embargo, la Universidad no debería ser un trasunto de la sociedad, sino su conciencia crítica, su más implacable acusador, la hoguera donde se avivaran las conciencias y se reafirmara la negación, la oposición, la acusación con los fundamentos del criterio, del pensamiento, de la virtud… La Universidad debe ser la cuna de la rebeldía, que no es lo mismo que la rebelión. La rebeldía es intelectual, anímica, espiritual, individual (frente a la rebelión que es física, colectiva y material) y se alimenta exclusivamente de la conciencia crítica, del pensamiento libre, del criterio, y no del slogan o la manipulación de las masas y de la opinión pública.

Señalaba el gran Gustavo Flaubert en una de sus cartas, que hubo un tiempo, entre Cicerón y Marco Aurelio, en que el hombre fue libre, justo cuando los dioses habían desaparecido y Cristo aún no había aparecido… Y resulta difícil negarle cierta razón. La historia del pensamiento libre es dramáticamente corta. El dogma, y fundamentalmente el dogma religioso, ha sido históricamente el lastre de un pensamiento libre. No en vano, Baruch Spinoza se abstuvo de publicar en vida sus maravillosos planteamientos filosóficos, abiertamente panteístas, que le hubiesen costado precisamente la vida. Spinoza utilizó cierta encriptación en sus textos para ocultar su agnosticismo y, seguramente, su ateísmo. Evitó publicar en vida su “Ética”, pues su obra era demoledora de los dogmas, esencialmente de los dogmas religiosos. Para él el hombre no era más que la conciencia de la naturaleza y su esencia radicaba precisamente en el conocimiento. No vamos a sembrar el discurso de mártires bien conocidos, pero sí conviene decir que el dogma o la creencia religiosa no fueron de por sí enemigos del conocimiento. El sentimiento religioso es tan legítimo como el pensamiento libre y no debe ser necesariamente separado de él. El enemigo del conocimiento no ha sido nunca ese sentimiento por sí mismo, sino el poder que impuso sus dogmas por la fuerza, lo utilizó y sembró el terror al libre pensamiento, hasta que el humanismo renació tímidamente y nos llevó hasta la Ilustración y la Edad Moderna.

Stephen Greenblatt, Erasmo de nuestro tiempo en la Universidad de Harvard, ha expuesto esta idea hace poco más de un año, de forma aparentemente metafórica, en un libro delicioso que cualquier mente inquieta debería leer. En su obra “The Swerve”, traducida en español como “El Giro”, nos ofrece un viaje apasionante. El Giro gira a su vez sobre la influencia en el devenir de la historia del descubrimiento a principios del siglo XV, por un humanista italiano y cazador de libros (Poggio Bracciolini), de una obra de la Antigüedad que se creía perdida: “De rerum natura”, de Tito Lucrecio. En los anaqueles polvorientos de una abadía centroeuropea, Poggio Bracciolini rescatará del olvido este poema filosófico que encarna con elegancia el pensamiento epicúreo, lo copiará y provocará una resurrección afortunada de la obra, que impregnará la cosmovisión de artistas y pensadores, contribuyendo de forma decisiva al final de la Edad oscura y al advenimiento del Renacimiento. Tres cuartas partes de la obra dedica Stephen Greenblatt a dibujar con precisión de un Leonardo el contexto histórico de tan singular descubrimiento. Nos remontamos al fin de la Antigüedad clásica y al advenimiento de la Cristiandad, al ocaso de una época luminosa en que el saber fue llevado a la hoguera por la superstición («religio») dando paso a una edad oscura en la que buena parte del legado de la Antigüedad pereció carcomido por el polvo, los parásitos y el fuego. Son páginas fascinantes que nos hablan de los albores de la humanidad, de la evolución de ese instrumento poderoso que era el libro, de la creación de las primeras grandes bibliotecas y de su destrucción, del papel de los amanuenses en los monasterios y abadías olvidadas de media Europa… No falta la emotiva referencia a Hypathia de Alejandría, cuya personalidad supo poner de relieve la parábola de nuestro cineasta Amenábar. Y se detiene en el tránsito hacia una época en que apenas las brumas que cubren el conocimiento empiezan a disiparse con la labor de un puñado de humanistas curiosos. Entre ellos, un secretario papal, buen conocedor de las iniquidades de esa “fábrica de las mentiras” que era Iglesia de Roma, inicia una peripecia vital que por casualidad le llevará al monasterio de Saint Gall, a poca distancia de Constanza, donde meses antes el cisma se había resuelto con la deposición de Juan XXIII, llevando al ávido buscador de libros al paro. Despreciadas por los monjes, Poggio encontró algunas maravillas y, entre ellas, un ejemplar de la obra de Tito Lucrecio que durante siglos se había dado por perdida: “De rerum natura”.

“De rerum natura” fue escrita justamente en la época mágica que describía Gustavo Flaubert. En el siglo I a.C., Tito Lucrecio dio a luz este extenso poema, admirado por sus más preclaros contemporáneos, que encierra una filosofía natural y moral de una actualidad pasmosa. Hemos tenido que esperar a Einstein o a Hawking para confirmar las teorías sobre la materia, el universo, la energía y el átomo, que Tito Lucrecio expresaba con una convicción sobrecogedora. El propio Newton sabía que con las herramientas disponibles en aquella época resultaba imposible una comprobación empírica de aquellas hipótesis, pero al mismo tiempo reconocía la enorme influencia que habían tenido, dieciséis siglos después, para que fueran consideradas como plausibles por científicos capaces de corroborarlas.

Más influyente fue aún el epicureísmo radical de sus planteamientos morales. Claramente agnóstico (los dioses, si acaso existen, no se ocupan de los mortales), el pensamiento de Lucrecio trataba de emancipar la conducta humana de todos los miedos que amenazan con atenazarla: el miedo a los dioses, al poder, a la muerte, a la otra vida, al castigo. El camino de la libertad es el camino del placer, un placer bien entendido, sereno, ordenado, en que la amistad y la búsqueda del conocimiento son el bálsamo para crear seres humanos en toda su extensión, capaces de afrontar con serenidad el dolor y la muerte.

Semejantes creencias, enterradas por siglos de opresión política y religiosa, renacen con el descubrimiento de Poggio. Las copias de la obra de Lucrecio se desparraman por las Cristiandad e iluminan a artistas como Boticelli, cuya obra “La Primavera” es un homenaje a los primeros versos de “De rerum natura”. Obsesionan estos versos a pensadores como Montaigne, desconciertan a profundos cristianos como Tomás Moro y a humanistas como Erasmo, llevan a la hoguera a genios como Giordano Bruno o amenazan a otros menos desafiantes como Galileo. Algunas copias adornan los estantes de Quevedo o de Shakespeare, y acaban por encender la chispa de las revoluciones que alumbran la Modernidad. La Declaración de la Independencia de los Estados Unidos fue fruto de la inspiración de Thomas Jefferson, que guardaba en su biblioteca cinco ediciones latinas de la obra de Lucrecio, y cuyo epicureísmo reconocía en una carta escrita a las puertas de la muerte a su buen amigo, y también presidente, John Adams. Ese epicureísmo le llevó a introducir en aquél documento político de primera magnitud el deber del Gobierno de proporcionar no sólo seguridad y libertad a los ciudadanos, sino también “la búsqueda de la felicidad”, síntesis programática del epicureísmo y del Estado del bienestar.

Hasta aquí una bella y entretenida historia. Pero hay algo más. El libro de Stephen Greenblatt también encierra a mi juicio algún enigma, y su impacto es mayor por lo que su ensayo tiene de actualidad y trascendencia política. La crisis que hoy atenaza al mundo occidental no sólo es económica: es también una crisis de valores que amenaza con devolvernos a la edad oscura y destruir los cimientos del mundo moderno que nace del Renacimiento, se consagra en las revoluciones de la modernidad y concluye con la consecución del Estado epicúreo del bienestar. Ignorancia, enfermedad y hambre son los tres enemigos de la felicidad epicúrea. La crisis ha traído la necesidad, el hambre, la desigualdad, y el poder amenaza con destruir los otros dos pilares de la felicidad: la salud y la educación. Quienes ostentan el poder y nos privan de nuestros bienes se sirven para ello de la ignorancia, de la visión simplista y única, de la falsa creencia en que no hay otra opción que la austeridad, el mercado, el pensamiento único. Si leemos a Lucrecio, repararemos en la falsedad de tal simplismo. Los átomos son caprichosos y la realidad mutante, no hay dogmas para la naturaleza y toda la materia muta y cambia en giros caprichosos, edificando la posibilidad. Si Jefferson levantara la cabeza, se sorprendería de la involución de nuestros días y acaso se lamentaría amargamente del triste destino de su ideal epicúreo.

Las legiones de mercaderes, peregrinos y mercenarios están ganando la partida a la legión de estudiosos que celebraba Ortega. El ideal del bienestar y libertad, conquistado frente a ellos por una Europa culta, está en grave riesgo. El crimen de lesa majestad contra la Universidad y la Investigación, contra el saber, se está cometiendo hoy ante nuestros ojos, sobre la base de excusas económicas carentes de fundamento alguno en los principios más elementales de la ciencia económica, obedeciendo simplemente a intereses espurios. Necesitamos, más que nunca, que la Universidad se rebele, con sus maestros a la cabeza, y que lo haga elevando la voz y haciendo llegar la verdad más allá de sus recintos, educando a los jóvenes en un ideal de virtud que desenmascare y aplaste, como clamaba Voltaire, al infame y a la superstición, fundada hoy sobre el temor económico. Precisamos, más que nunca, una defensa numantina de la educación universitaria, pública y en igualdad de oportunidades, de la defensa a ultranza de la investigación y la innovación como único futuro. Pero, sobre todo, necesitamos volver a recuperar un modelo educativo, una «paideia», que forme no sólo profesionales, sino hombres libres, cultos y críticos. Ninguna ley ni ningún plan es en sí mismo capaz de evitar que lo hagamos, por muy difícil que sea la tarea.

Por ello me gustaría contagiarles un sentimiento de optimismo. La Universidad está herida de gravedad, pero no está muerta. Sabemos que está en peligro alguno de sus pilares fundamentales, y en particular su dimensión más social. El poder puede ahogar su economía, arruinar sus quehaceres investigadores, desincentivar a sus servidores, pero el poder es más efímero que la esencia del ser humano. Somos lo que somos porque a diferencia de otras especies tenemos una habilidad infinita para ser curiosos y preguntarnos dubitativos el porqué de las cosas. Es el afán de conocimiento la única cualidad que nos hace humanos, y mientras seamos humanos dicha cualidad triunfará, y la rebeldía estará garantizada. Tal vez, como escribí hace unos años, hoy no haya rosas en el jardín y nosotros desaparezcamos sin ver cómo brotan esas rosas y no consigamos volver a ver una Universidad sabia o libre, pero con suerte nuestros nietos sí volverán a conocer una Universidad así, y acaso añorarán lo que nosotros sentimos cuando con rebeldía luchamos cada día, cada hora, cada minuto, por esa sabiduría y esa libertad, a sabiendas que sólo ellos conocerían el color de la rosas.

 

Muchas gracias

Sixto Sánchez Lorenzo

 

Resumen: El presente texto recoge la lección expuesta por su autor en la celebración de San Raimundo de Peñafort, en la Facultad de Derecho de Granada, el 23 de enero de 2015. A través del concepto clásico de «paideia» propone superar la crisis que afecta a la Universidad, mediante la recuperación de un espíritu rebelde que convierta nuevamente la tarea educativa en una actividad centrada en potenciar la libertad humana.

 

Palabras clave: «Paideia», Universidad, educación, libertad.

 

Abstract: This paper is the lecture given by the author on the celebration of San Raimundo de Peñafort, at the Law Faculty of the University of Granada, January the 23th, 2015. Using the classic concept of «paideia», professor Sánchez Lorenzo encourage to overcome the actual crisis of the University, recovering a rebel spirit that puts human liberty at center of the education.

 

Key words: «Paideia», University, education, liberty.

 


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[*] Este texto recoge la lección que el autor impartió en la celebración de San Raimundo de Peñafort. Facultad de Derecho de Granada, 23 de enero de 2015.