TERRITORIALIDAD, SOBERANÍA Y CONSTITUCIÓN: LAS BASES INSTITUCIONALES DEL MODELO DE ESTADO TERRITORIAL SOBERANO

 

Luiz Magno Pinto Bastos Junior[1]

Profesor Titular, Universidade do Vale do Itajaí

 
resumen - abstract
palabras claves - key words

 

 

 

"ReDCE núm. 23. Enero-Junio de 2015" 

 

La dimensión de la Administración Pública en el contexto de la globalización (IV).

SUMARIO

 

1. Introducción

2. La noción de “Estado territorial soberano” como estructura organizacional básica del Estado moderno

3. La “territorialidad” como unidad estructurante del “giro westfaliano” en la forma de organización social

4. La demarcación de las fronteras jurídicas de la soberanía nacional. Consideraciones finales

5. Consideraciones finales

  

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1. Introducción.

 

Durante el largo proceso de consolidación del Estado moderno la idea de Constitución pasa a ocupar progresivamente un lugar central tanto para el Derecho como para la Ciencia Política. Ese éxito viene siendo destacado constantemente, independientemente de la perspectiva que se adopte. Desde el punto de vista de las ideas políticas, la Constitución es considerada una escritura necesaria del poder; desde el punto de vista del Derecho, con la idea de supremacía constitucional, se hace posible comprender el Derecho como unidad sistemática dotada de un único punto de imputación; y una perspectiva conjunta, la novedad moderna de la Constitución deriva del hecho de actuar como nexo estructural entre derecho y política.

La importancia atribuida a la idea de Constitución como parte integrante de los modelos de organización de lo político y como factor de legitimación de los discursos sobre el poder no ocurrió sin que el vocablo Constitución sufriese un proceso de profunda transformación semántica: de instrumento de conservación de las fuerzas constitutivas de los estratos sociales (vinculado a la noción de “Constitución mixta” del Medioevo) a instrumento de transformación social de la comunidad política, revestido de una pretensión de normatividad.

En el ámbito de los estudios sobre la historia de las ideas políticas, este conjunto de transformaciones suele ser asociado a una categoría analítica, el constitucionalismo[2], a partir de la cual son seleccionados múltiples elementos y aspectos particulares de la experiencia política que permitieron reconstruir las tramas de las narraciones alrededor de las técnicas de limitación del ejercicio del poder, considerando la demarcación de un espacio de libertad de los ciudadanos que no se puede eliminar.

Aun cuando los discursos sobre la Constitución sean contemporáneos a la sedimentación de las bases institucionales del Estado moderno, el surgimiento de la teoría constitucional con pretensiones de cientificidad y como disciplina que pretende tratar la Constitución como problema autónomo data del primer cuarto del siglo XX. Y, como tal, representa una respuesta al escenario de crisis experimentado por el ideal liberal de Estado y de derecho, llevado a efecto por el efervescente período de entreguerras del constitucionalismo de Weimar.

El objetivo de este artículo consiste en identificar un conjunto de elementos constitutivos del denominado modelo de “Estado territorial soberano” que sirvió de base para la consolidación del Estado moderno y, por consiguiente, de la propia teoría constitucional. La delimitación de estos elementos constitutivos permite la identificación de las bases institucionales sobre las cuales se erigió el Estado moderno y los elementos que componen la matriz operativa a partir de la cual se estructura desde entonces la forma de ordenación de lo político en la modernidad.

De esta manera, el modelo aquí identificado de “Estado territorial soberano” será tratado como principio organizativo y descompuesto en cuatro dimensiones distintas (autoridad, principio organizativo, fundamento de legitimidad y criterio para la construcción de identidades) que servirán de hilo conductor para la comprensión de las transformaciones experimentadas en el proceso de consolidación de ese modelo de organización de la comunidad política y de su influencia en el desarrollo del concepto de soberanía.

Al final se defiende la idea de que este esfuerzo de comprensión del papel estructurante que la asociación entre autoridad y territorio desempeñó en el proceso de institucionalización del Estado, brinda importantes claves de lectura para la comprensión de diferentes movimientos contemporáneos de desterritorialización de la autoridad (y por consiguiente del derecho y de la Constitución).

La existencia de esferas decisorias situadas fuera del Estado nacional que se imponen con fuerza vinculante a las autoridades estatales ha exigido un esfuerzo de redefinición del papel que le había sido atribuido a la Constitución. Si la Constitución siempre estuvo circunscrita a un determinado territorio, la desterritorialización de las instancias decisorias ha exigido una desterritorialización de la propia idea de Constitución.

Por ello no es posible sencillamente transferir la gramática constitucional para estos espacios regulatorios ubicados fuera del Estado a través de, por ejemplo, tentativas de (re)organizar el derecho internacional a partir de la “constitucionalización”, o de la promulgación de un Tratado Constitución para Europa. Es necesario, pues, resignificar la categoría moderna Constitución, y para eso se revela imprescindible establecer el vínculo moderno entre Constitución y territorio como principio de organización de lo político en la modernidad.

 

 

2. La noción de “Estado territorial soberano” como estructura organizacional básica del Estado moderno.

 

En los términos asumidos por este trabajo, el edificio del Estado moderno se erige sobre un auténtico acoplamiento entre autoridad pública y territorio. Esta relación se constituye en la exacta medida en que la legitimidad del ejercicio de la autoridad pública se institucionaliza en bases territoriales, es decir, el espacio territorial del Estado pasa a ser la referencia para la demarcación de los ámbitos de validez[3] del ordenamiento jurídico estatal. El modelo operativo de Estado moderno se traduce, por lo tanto, en la noción de Estado territorial soberano[4].

De inicio, conviene registrar que el esfuerzo de definición de esta categoría (el Estado territorial soberano) no será hecho desde una perspectiva estrictamente histórica, tampoco a partir de la consolidación de la noción de soberanía o de sus discursos de legitimación (en el ámbito de la filosofía política). En este artículo, se parte de la crítica hecha por algunos autores (neo)institucionalistas en el ámbito de la teoría de las relaciones internacionales acerca del papel desempeñado por la territorialidad en el proceso de consolidación de lo Estado moderno.

El desarrollo del Estado territorial como modelo resultó de la consolidación de la noción de gobierno central, es decir, de un agrupamiento de los distintos dominios semifeudales de gobierno en un único cuadro institucional de autoridad pública[5]. Esta novedad moderna es tan significativa que Daniel Philpot[6] se refiere a ella como una de las más significativas revoluciones en la evolución de la idea de soberanía. Y de forma todavía más enfática, John Ruggie defiende que la característica sobresaliente del moderno sistema de gobierno territorial consiste justamente en la consolidación de toda autoridad (antes fragmentada/compartimentada y personalizada) alrededor de un dominio público, dominio este construido en el interior de auténticos enclaves territoriales (bien delineados, fijos y mutuamente excluyentes)[7]. Resta, pues, discutir brevemente cómo se dio ese proceso de transformación y desarrollo de sus bases institucionales.

El proceso de consolidación del modelo de Estado territorial operó, en la definición de James Caporaso, un auténtico “giro westfaliano”[8]. Este viraje fue clave en la redefinición de las estructuras de poder de la Edad Media, teniendo por referencia la unidad territorial del Estado-nación.

A pesar del reconocimiento de múltiples elementos constitutivos, la tradición consolidada en el ámbito de la filosofía y ciencia políticas se refiere a la soberanía como un concepto monolítico, como un atributo de los Estados que debe ser estimado en criterios absolutos: o el Estado posee la soberanía, o no es un Estado[9].

Bien es verdad que la definición de la soberanía en términos absolutos encontró innumerables dificultades operacionales para lidiar con realidades como la Ciudad Estado del Vaticano o la situación de la China insular (Taiwán). Frente a estas situaciones límite, la incapacidad de la teoría de lidiar con estos arreglos institucionales atípicos tiende a ser minimizada a través del recurso a la existencia de situaciones «sui generis» que solamente confirmarían la regla de que la soberanía en términos formalmente absolutos es una característica distintiva (y constitutiva) del Estado.

Sin embargo, la comprensión de la soberanía en términos absolutos no ha sido capaz de conferir sentido a la existencia concreta de instancias decisorias más allá del Estado Nación. Estos espacios que compiten con la autoridad del Estado (y cuya legitimidad, en gran medida, se construye a partir de los propios Estados) han comprimido su autonomía, lo que exige que el concepto de soberanía sea comprendido en términos relativos.

Han sido frecuentes los esfuerzos de descomposición de la noción de soberanía en múltiples elementos, algunos de los cuales se mantienen bajo el dominio de las instituciones patrón de los Estados nacionales. En este sentido, Stephan Krasner habla de la existencia de “concepciones parciales de soberanía”[10], Neil MacCormick propone la necesidad de comprender la existencia de grados diferenciados de ejercicio de poderes soberanos[11], y aún a partir de una perspectiva realista, Karen Litfin defiende la ocurrencia de una especie de negociación de la soberanía («sovereignty bargains») como parte de la estrategia de los Estados para mantener al menos algunos de sus atributos soberanos[12].

En este trabajo se defiende que la idea de soberanía fue desarrollada a la par del proceso de construcción artificial de identidades nacionales y de que la descomposición de sus elementos constitutivos permite comprender este proceso.

Los elementos asumidos siguen, en líneas generales, aquello que James Caporaso[13] definió como dimensiones de la soberanía, y pueden ser sintetizados en el cuadro que sigue:

Tabla 1: Dimensiones de la organización política y los problemas relacionados

Dimensiones

Cuestiones relacionadas

Problema

Autoridad (poder de decisión)

Capacidad de decidir y de fijar reglas sobre conflictos

¿Quién decide en última instancia?

Principio organizativo

Forma de organización de lo político (criterio de demarcación de jurisdicción)

¿Cuál es la mejor forma de organización?

Fundamento de legitimidade

El “derecho de gobernar” y el “reconocimiento del derecho” de gobernar

¿Cuál es el fundamento del ejercicio de un gobierno legítimo?

Construcción de identidades

Los factores de integración y de construcción de los vínculos comunales.

¿Cuál es el factor que contribuye a la integración comunitaria?

 

De acuerdo con el autor, la primera dimensión hace referencia a la idea de autoridad (entendida como poder de decisión). La cuestión de la autoridad se asocia directamente con el problema de la decisión, es decir, con la discusión sobre la capacidad del soberano de emitir reglas sobre los conflictos eventualmente existentes entre posiciones que, tomadas a partir de sus criterios propios de legitimidad, se habrían de revelar igualmente legítimas. En principio, la coexistencia de diferentes estructuras de autoridad en un mismo espacio de actuación, sin que entren en conflicto, no suscita ningún problema a la soberanía sino que, por el contrario, la existencia de estructuras de autoridad no presupone la existencia de soberanía.

La soberanía entra en escena cuando se pone en cuestión el problema de la autoridad suprema; por lo tanto, cuando se establece algún criterio de jerarquización de autoridades, cuando se generan metanormas para la solución de los conflictos. De esta manera, es la existencia de criterios (y autoridades) capaces de resolver la tensión potencial entre instancias decisorias la principal característica distintiva del atributo de soberanía como capacidad de decisión.

La segunda dimensión se refiere al principio organizativo del espacio político, en especial en relación a los principios subyacentes a la forma en la que se organiza el espacio político y la forma en la que actúan y se articulan las autoridades y actores políticos. El principio organizativo fija el criterio básico estructurador del agrupamiento de autoridades, tanto en el sentido de fijación de competencias como en el sentido de delimitación de los ámbitos de validez de la actuación de la autoridad pública. En este sentido, en el Estado territorial soberano la organización política es territorial, es decir que el alcance normativo de la autoridad pública se circunscribe al interior de determinados espacios geográficamente delimitados.

La tercera dimensión se refiere al fundamento de legitimidad. Esta dimensión enfrenta el problema de la legitimidad del ejercicio del poder, o sea la cuestión referente a aquel que detenta el derecho de gobernar y el correlativo reconocimiento de esta prerrogativa. La solución de este problema es una de las cuestiones cruciales en la filosofía política desde la Antigüedad. En el momento de afirmación del modelo de Estado territorial soberano, la cuestión alrededor de la legitimidad pierde su sustancia (apartándose de la búsqueda de criterios universales de legitimidad). Esto es posible gracias al énfasis atribuido por la filosofía política moderna al aspecto procedimental del ejercicio del poder y a la búsqueda de la definición de mecanismos institucionales de control del desvío de su ejercicio.

Por último, la cuarta dimensión, en este trabajo[14] está asociada a la construcción de identidades. Su idea motriz resulta del reconocimiento de que cualquier agrupamiento presupone la fijación de vínculos de identidad entre sus miembros que los distinguen de aquellos que le son extraños (de su otro). En el Estado territorial soberano, el atributo de la ciudadanía va a diferenciar lo nacional de lo extranjero y va a vincularlo al Estado nacional, reconociéndole derechos e imputándole responsabilidades. La relación de pertenencia del individuo al Estado nacional tradicionalmente sirve como punto de partida para la comprensión de la ciudadanía. Además, justamente con base en este eslabón formal entre Estado y ciudadano fue posible forjar la concepción moderna de Nación como comunidad política de destino. Se trata de una construcción artificial que, fijada con base en la demarcación de un elemento contingente (la frontera), pretende una especie de homogenización interna mediante el cultivo del pasado (mitos sobre los orígenes del pueblo) y la promoción de elementos compartidos (lengua, etnia y religión).

La identificación de estas dimensiones de la soberanía no permite, por sí sola, definir cómo se realizó el proceso de su afirmación ni comprender el papel organizativo desempeñado por el principio de la territorialidad, cuestión que se analiza en la próxima sección.

 

 

3. La “territorialidad” como unidad estructurante del “giro westfaliano” en la forma de organización social.

 

Como fue dicho anteriormente, el proceso de consolidación del Estado territorial soberano se operó a través de aquello que fue denominado giro westfaliano. Este viraje se materializa por la afirmación del principio de territorialidad, en otras palabras, con la fijación del elemento territorial como unidad básica para las estructuras de autoridad. “Cuando el principio territorial emerge, inmediatamente trae a colación la cuestión de la ordenación del espacio, con independencia de las cuestiones de fondo transmitidas”[15]. El Estado territorial es, obviamente, un Estado con fronteras físicas y con un sentido muy desarrollado de las relaciones dentro/fuera y nosotros/ellos[16].

Tomando por base las cuatro dimensiones antes destacadas, este proceso puede ser resumido a través del siguiente cuadro:

Tabla 2: Dimensiones del giro westfaliano

Dimensiones

Organización Política del Medioevo

Estado Territorial Soberano

Autoridad (poder de decisión)

Dispersa en ámbitos distintos superpuestos

Consolidada (centralizada jerárquicamente)

Principio organizativo

Forma de organización aespacial

Forma de organización espacial (territorial)

Fundamento de legitimidad

Personalización y Sacralización

Racionalización (institucionalización)

Construcción de identidades

Organización local + vínculos de pertenencia a la Cristiandad

Identidad nacional

(ciudadanía)

 

En relación a la dimensión de la autoridad, el surgimiento de un gobierno único sobre un determinado territorio subvierte la lógica de estructuras de múltiples autoridades que reivindican el ejercicio de su autoridad a partir de diferentes fundamentos (costumbre, relaciones de confianza, naturaleza espiritual).

La estructura de regulación del Medioevo era muy compleja y se caracterizaba por un maraña de órdenes superpuestas, de modo que en un mismo espacio geográfico coexistían “diferentes instancias jurídicas entrelazadas y estratificadas, y abundaban situaciones de múltiples sujeciones, relaciones asimétricas y auténticos enclaves anómalos.”[17]. La pluralidad de autoridades cede lugar a la fijación de una cadena jerárquica de organización, en medio a la cual emerge el soberano como el legítimo garante del orden instituido.

En relación a la segunda dimensión, coexistía una profusión de órdenes que se estructuraban a partir de otros criterios que no eran la fijación en determinada base territorial, ya sea de carácter personal (relaciones de vasallaje), de naturaleza espiritual (dominio religioso sobre innumerables dimensiones de la vida privada de los fieles), o incluso de naturaleza mercantil («lex mercatoria»).

A su vez, a partir de un progresivo proceso de organización administrativa acoplado a la estructura de dominación territorial de los obispados[18] y desarrollado con base en la sedimentación de un cuerpo intermediario real de administración de la justicia, se fueron consolidando islas dispersas de autoridad en una misma cadena jerárquica de organización. Se afirma, de esta manera, el aspecto distintivo, a saber: el reconocimiento de un determinado gobierno sobre un determinado espacio, aplicable a todos los sujetos y a todas las relaciones económicas y sociales confinadas en su interior.

Por otro lado, en el plano de la legitimidad, la diferencia es sustancial. Ocurre un proceso de progresiva desacralización del dominio político, por más que no resultase en un proceso de desteologización del derecho público, como advierte Carl Schmitt[19]. El desarrollo de una racionalidad burocrática en el ámbito de la administración estatal, ahora profesionalizada, representa un giro significativo en el proceso de racionalización de los discursos sobre el poder y de provisión de parámetros para su aceptabilidad por parte de los gobernados[20].

Por último, en relación a la construcción de identidades, hay un cambio abrupto en el proceso de Constitución de colectividades. En el Medioevo, los vínculos comunitarios estaban marcados, de un lado, por una relación de pertenencia a poblados y comunidades locales basada en lazos de solidaridad y de proximidad geográfica; de otro, por la existencia de vínculos universales que, más allá de las particularidades locales, permitía el reconocimiento de una relación de pertenencia a una comunidad cristiana universal (cristiandad), cuya unidad estaba fundamentada y mantenida por la Institución del Papado.

Como se ha destacado antes, el proceso de transición paradigmática resulta justamente del proceso de construcción de identidades nacionales, lo cual, pretendiendo alejar la existencia de cualquier autoridad que se impusiese desde fuera del cuerpo político nacional, pasa a constituirse por la construcción de vínculos formales entre los individuos (ciudadanos) y el Estado, entonces emergente.

Así, la edificación de fronteras (físicas y simbólicas) en el proceso de afirmación del Estado territorial soberano posibilitó la demarcación de la comunidad política de fuera hacia dentro al afirmar la autoridad última del Estado dentro de sus dominios territoriales[21]. La demarcación del territorio, como se ve, es anterior a la propia idea de nacionalidad y evidencia que el confinamiento en determinado espacio geográfico representó una condición anterior a los demás lazos modernos de vinculación comunitaria (lengua, religión, historia compartida, factores simbólicos de agregación, entre tantos otros).

Este modelo organizativo se difundió ampliamente, no solo en Europa sino también a escala global[22]. Paolo Cuttitta llama la atención hacia el hecho de que, mientras que la idea de identidad entre nación y Estado (ínsita a los desarrollos del Estado territorial) acabó siendo en cierta medida flexibilizada con la creación de Estados multinacionales, el principio de la territorialidad, por su parte, permaneció intocable, ya que la titularidad sobre determinado territorio aún figura como condición necesaria para el reconocimiento de cualquier Estado[23]. Esto es, el Estado ejerce su jurisdicción exclusiva sobre determinado territorio, el cual es definido geográficamente por fronteras rígidas y lineales.

Tras la delimitación del alcance de la expresión Estado territorial soberano y del papel desempeñado por las fronteras (físicas y simbólicas), se pasa a la etapa subsiguiente, que consiste en comprender de qué forma el concepto de soberanía proporciona las bases para el atrincheramiento de las relaciones constitutivas de la comunidad política en el seno del espacio territorial nacional.

 

 

4. La demarcación de las fronteras jurídicas de la soberanía nacional.

 

Tras identificar las bases de la organización del Estado territorial y escudriñar los fundamentos del reconocimiento de la soberanía como capacidad de decidir del soberano, incumbe aquí presentar la relación de la transmutación, hacia el interior del discurso jurídico, de la idea de frontera del propio Derecho.

Como se ha visto, el principio de la territorialidad contribuyó decisivamente a la construcción de la identidad comunitaria con bases nacionales (identificación entre ciudadanía y nacionalidad) y a la transmisión de reglas constitutivas del agrupamiento de autoridades (identificación entre Derecho y Estado). Como corolario de ello se pudieron construir innumerables mecanismos de distribución de competencias entre órganos gubernamentales y de controles institucionales (construidos a partir de la idea de frenos y contrapesos).

A diferencia de lo que puede parecer a primera vista, la idea de unidad sistemática del orden jurídico (nacional) no conduce inexorablemente a la Constitución de Estados totales[24], ni siquiera a la negación de la diferencia intracomunitaria, ni tampoco a la equivocada asunción de que el principio de la no contradicción de las normas jurídicas resulta de una implicación lógica de la propia noción de sistema.

Lo que la noción de Estado territorial soberano permite inferir es que, independientemente de la existencia de límites a la actuación del Estado en relación a la sociedad, cuando ocurre el conflicto entre autoridades, el Estado puede avocar la prerrogativa de poder dictar la palabra final[25]. Con esto, las fronteras artificiales del Estado pasan igualmente a demarcar su espacio de autonomía frente a su otro (la comunidad internacional en su totalidad)[26].

Así, en el seno de los discursos de producción (y reproducción) del derecho, se opera una especie de demarcación espacio-temporal que le confiere sentido a la realidad del Estado (al paso que la identifica al derecho). Esta identidad lógica, al remitir al concepto teórico de soberanía del orden jurídico estatal, “(...) permite hablar tanto de validez última del orden jurídico como de soberanía del Estado, en el sentido de un proceso de imputación normativa, al final del cual se establecen las reglas fundamentales del derecho constitucional de un país”.[27]

La decisión soberana que compone un nuevo orden jurídico, cuando es traducida al lenguaje jurídico-constitucional, se convierte en la ingeniosa formulación de Siéyès de “poder constituyente”, un acto de fuerza pura que por su efectividad positiva en un orden jurídico, solamente como sistema jurídico, puede ser considerada soberana.

Siguiendo el camino recorrido por Ari Solon, y sin coincidir con las conclusiones finales a las que llega[28], es posible identificar en el embate trabado entre las posiciones antagónicas de Kelsen y Schmitt una serie de elementos comunes que, eliminando las posiciones extremas que caracterizan la postura de los autores (soberanía como norma y soberanía como decisión), evidencian dos aspectos de vital importancia para la comprensión de la operatividad de la idea de unidad sistemática del derecho, contemporáneamente traducida en la percepción de una doble naturaleza del derecho, como facticidad y como validez. Esta doble acepción es resultado de la inamovible referencia de las normas jurídicas al mundo del ser.

Pasar a comprender la soberanía a partir del reconocimiento de esta ambivalencia constitutiva en el ámbito interno, tanto en cuanto norma como en cuanto decisión, presupone el reconocimiento de una tensión existencial entre la noción de supremacía ínsita a la soberanía nacional y la idea reguladora de su subordinación al orden internacional.

Ambos reduccionismos, del derecho a la política (decisión) y de la política al derecho (norma), no parecen adecuados para trabajar con el vínculo que se pretende establecer entre la teoría de la soberanía y la edificación de las fronteras del edificio jurídico. Primero, porque no logran eliminar la tensión irreductible entre norma y decisión, entre supremacía del orden internacional y del orden interno, dada la naturaleza aporética de la relación entre la soberanía estatal y las demandas del sistema de Estados (que hacen posible la reivindicación de la soberanía). Segundo, porque ambas construcciones teóricas poseen como corolario necesario la demarcación de las fronteras entre el derecho interno y el universo jurídico más allá del Estado, reconociendo la existencia en el interior del Estado territorial de un orden jurídico vigente dotado de unidad sistemática, ya que se lo inviste de “un mismo punto final de imputación de todas las reglas, como una fuerza única, concéntrica en el sistema”[29].

Confrontado con la dificultad contemporánea de enfrentarse a la cuestión que gira alrededor de la unidad normativa del sistema jurídico en medio a la existencia de múltiples fuentes normativas no estructuradas jerárquicamente, Ari Solon indica que una teoría de la soberanía, ante tales retos, aun así no puede prescindir de un «principium unitatis» del sistema, debiendo reconocer “el hecho de la unidad del derecho de preservar en la diversidad de la experiencia jurídica y en la heterogeneidad de sus fuentes” su “identidad formal”[30].

Aparece, por lo tanto, una de las “ideas centrales del rol de la Constitución en su relación con la soberanía”: la consagración de la idea estructurante de unidad sistemática, o incluso de jerarquía normativa, como característica distintiva del derecho nacional y elemento caracterizador de la naturaleza soberana del sistema de normas por él transmitido. Sin embargo, hay un sinnúmero de desafíos contemporáneos que concurren para una desestructuración del modo de organización política propio del Estado territorial, o tal vez, por lo menos, hacia la necesidad de rearticulación interna de la forma en la que se interrelacionan sus elementos constitutivos.

 

 

5. Consideraciones finales.

 

A modo de conclusión, se puede comprender que el modelo de Estado territorial soberano se fundamenta en la idea de que las cuestiones relativas a la justa ordenación de las relaciones sociales son suscitadas y respondidas solamente en el interior de los Estados soberanos, y en menor medida entre Estados soberanos con territorios, poblaciones y gobiernos (comunidades políticas) mutuamente excluyentes.

Las cuestiones relativas a la justa ordenación social involucran los aspectos relacionados con representación adecuada, la correcta distribución de bienes, el reconocimiento y tratamiento justo, y son transmitidas discursivamente a través de reglas jurídicas fijadas de forma convencional, sobre todo por el Estado. Estas normas son concebidas sistemáticamente como órdenes normativos estructurados y producidpos en ámbitos de validez diferenciados: en el plano interno, con base en el derecho constitucional estatal (derecho nacional); en el plano externo, con base en el derecho internacional (derecho de los Estados nacionales).

Así, en el ámbito interno, la Constitución permite la demarcación de las fronteras del orden jurídico nacional, puesto que en su calidad de centro de imputación de autoridad normativa (estatal) posibilita su estructuración mediante el encadenamiento jerarquizado de centros emisores de órdenes normativas (que toma cuerpo en el modelo piramidal de Kelsen). La comprensión sistemática del derecho permite la inferencia, como aspectos constitutivos del ordenamiento jurídico (nacional), de los postulados de la unidad, de la completitud y de la coherencia sistémica.

A partir de estas premisas, es posible realizar un esfuerzo de identificación del “nacimiento de la teoría constitucional” a la consagración de al menos dos funciones que pueden ser atribuidas a la Constitución: las funciones de organización del poder y de las libertades (Constitución como factor de integridad) y de valoración del ejercicio del poder (Constitución como factor de integración).

Contemporáneamente, se constata que la Constitución (nacional) se enfrenta a innumerables retos que ponen en jaque su normatividad y el papel por ella desempeñado.

En relación al acoplamiento entre territorio y autoridad (base estructurante del modelo del Estado territorial soberano), se encuentra en marcha un proceso progresivo de desvinculación entre estos elementos en el ámbito de los Estados. Este desacoplamiento es de tal tamaño que los Estados, según James Caporaso, ven disminuida su capacidad de resistencia a la autoridad externa; no se trata de mera influencia política, sino de la imposibilidad concreta de que las instituciones nacionales puedan revertir la autoridad de la ordenación producida fuera del Estado[31]. Por consiguiente, lo que se vislumbra es una creciente imposibilidad de “excluir la autoridad externa”.

Estos diferentes procesos conducen a lo que se ha convenido en denominar un espacio de transnacionalización del universo jurídico, en el curso del cual las estructuras de autoridad del orden jurídico doméstico son colocadas en jaque por estructuras de autoridad de otros niveles no estatales.

Lo que está en cuestión, por lo tanto, no es precisamente la creación de un Estado cosmopolita o global, sino un entrelazamiento de relaciones entre autoridades domésticas y externas y una predisposición a la aceptación de una u otra autoridad, de acuerdo con la naturaleza del problema que se plantea.

Estas tensiones desembocan en el debate acerca del lugar de la Constitución en los discursos de legitimación del derecho y se materializan en esfuerzos de desterritorialización de la noción de Constitución y del tránsito de su idea motriz (de ordenación social) hacia otros espacios de regulación no estatales.

La porosidad de las fronteras geográficas y la construcción de nuevas fronteras simbólicas no estructuradas en términos territoriales revelan la existencia de procesos no coordinados y parcialmente superpuestos que exigen una reinvención de los modelos teóricos de organización de la política y del derecho. Tales procesos concurren para la pérdida de la centralidad de la idea de territorialidad y para el desarrollo de modelos de comprensión de la soberanía en términos de coparticipación.

A pesar de los desafíos relatados, se defiende que las funciones de organización y de valoración modernamente atribuidas a la Constitución (consubstanciadas aquí en las expresiones Constitución como factor de integridad y de integración de la comunidad política) permanecen operativas siempre que los múltiples discursos sobre la Constitución sean formulados, en estrecha preocupación con la preservación de las diferencias. Se trata pues de compromiso que se traduce en la formación de redes de interacción superpuestas y en la necesidad de ampliación de los mecanismos de diálogo institucional entre diferentes actores (sobre todo aquellos ubicados fuera del Estado).

Trabajar con estos mecanismos de diálogo y de interacción es uno de los principales retos que se le plantean a la comprensión del rol a ser desempeñado por la Constitución, cuya fuerza no se asienta sobre la noción de soberanía estatal (autoridad), sino en la capacidad de producir acuerdos sustantivos sobre las expectativas acerca de la justa ordenación (legitimidad).

 

Resumen: El objetivo de este artículo consiste en identificar un conjunto de elementos constitutivos del denominado modelo de Estado territorial soberano que sirvió de base para la consolidación del Estado moderno y, por consiguiente, de la propia teoría constitucional. Estos elementos constitutivos permiten la identificación de las bases institucionales sobre las cuales se construyó el Estado moderno y los elementos que componen la matriz operativa a partir de la cual, desde entonces, se estructura la forma de ordenación de lo político en la modernidad. De este modo, el modelo aquí identificado de Estado territorial soberano será tratado como principio organizativo y será descompuesto en cuatro dimensiones distintas (autoridad, principio organizativo, fundamento de legitimidad y criterio para la construcción de identidades) que servirán de hilo conductor para la comprensión de las transformaciones experimentadas en el proceso de consolidación de ese modelo de organización de la comunidad política y de su influencia en el desarrollo del concepto de soberanía.

 

Palabras clave: Territorialidad, soberanía, “Estado territorial soberano”.

 

Abstract: This article aims to identify the constitutive elements of the sovereign territorial state model that comprises the modern state process of consolidation, and, therefore, the constitutional theory itself. Those elements enable the identification of the institutional foundations upon which the modern State was built, and the elements that compound the operational matrix that structures the ordering of the political dimension in modernity. By this way, the model identified (sovereign territorial state) will be treated as a ordering principle and will be unfold into four different dimensions (authority, ordering principle, basis of legitimacy, and criteria for identity construction) that will be used as analysis parameters to understand the transformations on the way of the ordering process of the political community, and their influences on the sovereignty concept.

 

Key words: Territoriality, sovereignty, sovereign territorial state.

 

Entregado: 22 de octubre de 2014

Aceptado: 27 de marzo de 2015

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[1] Investigación financiada con recursos del CNPq (Proyecto 486144/2011-9, Edital Universal 14/2011).

[2] La expresión constitucionalismo suele ser utilizada en dos sentidos distintos, a veces como un esfuerzo de reconstrucción histórica acerca del desarrollo de las ideas políticas y de los mecanismos institucionales de limitación del ejercicio del poder; otras veces como una ideología mediante la cual se formulan teorías normativas de carácter valorativo y prescriptivo sobre la mejor forma de organización política. (Vid. N. MATTEUCCI, Organización del poder y libertad: historia del constitucionalismo moderno, Trotta, 1998 ) .

[3] De acuerdo con Hans Kelsen, los ámbitos de validez son las proyecciones materiales de las condiciones de significación normativas sobre el ser. Existen cuatro ámbitos de validez en Kelsen: material, formal, personal y temporal-espacial. (H. KELSEN, Teoria pura do direito , 6. ed., Martins Fontes, 1998).

[4] Vid. S. GOYARD-FABRE, Os princípios filosóficos do direito político moderno , Martins Fontes, 1999, p. 55 y ss.; P. B. CASELLA, Direito internacional dos espaços , Atlas, 2009, p. 20 y ss.; ESTEVES, “Para uma genealogia do Estado territorial soberano”, Revista de Sociologia e Política , Curitiba, n. 27, nov. 2006, p. 15 y ss.

[5] J. CAPORASO, “Changes in the Westphalian order: territory, public authority, and sovereignity” en J. CAPORASO (Org.), Continuity and change in the Westphalian order , Blackwell Publishers, 2000, p. 22.

[6] D. PHILPOT, Revolutions in sovereignty : how ideas shaped modern international relations , Princeton University Press, 2001.

[7] J. RUGGIE, “Territoriality and beyond: problematizing modernity in international relations”, International organization , Cambridge Journals, v. 47, n. 1, Winter, 1993, p. 151.

[8] J. CAPORASO, op. cit., p. 1 y ss.

[9] El debate acerca de la consolidación del concepto moderno de soberanía es muy rico y puede ser retratado a partir de múltiples perspectivas. Excede los límites de este trabajo reconstruir la evolución histórica de este concepto, o reproducir sus bases teóricas que remontan a las formulaciones clásicas de Bodino y Hobbes. La doctrina de la soberanía (en cuanto ideología) contribuyó a la construcción de la autoridad nacional e de la unidad territorial de el Estado en el siglo XIX, y los incontables discursos acerca de su crisis están asociados a la dificultad que su construcción en términos absolutos tiene para describir la existencia de múltiples (y concurrentes) autoridades en una misma unidad territorial. (Vid. L. FERRAJOLI, A soberania no mundo moderno , Martins Fontes, 2002).

[10] S. KRASNER, “ Sharing sovereignty: new institutions for collapsed and failing states”, International security , v. 29, n. 2, fall 2004, p. 85 y ss.

[11] N. MACCORMICK, Questioning sovereignty : law, state, and practical reason, Oxford University Press, 1999.

[12] K. LITFIN, “Sovereignty in world ecopolitics”, Mershon International Studies Review , The International Studies Association, v. 41, n. 2, nov. 1997, p. 167 y ss.

[13] J. CAPORASO, op. cit., p. 1 y ss.

[14] Esta dimensión no fue expresamente afrontada por James Caporaso y representa una propuesta suscripta por el autor de este artículo.

[15] J. CAPORASO, op. cit., p. 10.

[16] David Blaney y Naem Inayatullah retratan la dificultad (imposibilidad) de que las relaciones internacionales, consolidadas con base en el s istema de Estados de matriz westfaliana, tienen para lidiar con el “otro”, considerando el carácter delimitador que la diferenciación nosotros-ellos opera a partir de la metáfora recurrente de las fronteras y de la idea excluyente de ciudadanía. (Vid. BLANEY; INAYATULLAH, “The Westphalian deferral”, en J. CAPORASO (Org.), Continuity and change in the Westphalian order , Blackwell Publishers, 2000, p. 29 y ss.).

[17] S. BEAULAC, “The Westphalian model in defining international law: challenging the myth”, Australian Journal of Legal History , v. 8, n. 2, p. 181 y ss, 2004, p. 189.

[18] La organización eclesiástica en bases territoriales y la actuación de los obispos en innumerables cuestiones como delegatarios reales proporcionaron, de acuerdo con el análisis de Bruce de Mesquita, las bases institucionales para la afirmación de la territorialidad propia del modelo westfaliano. La interacción entre el dominio regio y la actuación eclesiástica tuvo sus bases en la Querella de las Investiduras en el inicio del siglo XII (finalizada con los concordatos de Worms y de Londres). Si esta contienda entre el poder temporal y eclesiástico termina con la afirmación del primado del Papado en lo referente a la nominación de las prelacías episcopales, sin embargo, acabó por establecer una especie de “derecho dominial regio” ejercido en relación al territorio de cada obispado. (Vid. B. B. MESQUITA, “Popes, kings, and endogenous institutions: the Concordat of Worms and the origins of sovereignty”, en J. CAPORASO (Org.), Continuity and change in the Westphalian order , Blackwell Publishers, 2000, p. 93 y ss).

[19] C. SCHMITT, Teología política , trad. E. Antoniuk, Del Rey, 2006.

[20] Este fenómeno fue muy bien descrito por Max Weber como la transición de la forma de dominación tradicional (basada en el carisma) por la forma racional-instrumental burocrática (M. WEBER, Economía y Sociedad, trad. J. Roura Parella y otros, Fondo de Cultura Económica, México, 1985).

[21] C. RUDOLPH, “Sovereignty and territorial borders in a global age”, The International Studies Review , Blackwell Publishers, v. 7, n. 1, 2005 p. 4.

[22] Vid. H. SPRUYT, The sovereignty state and its competitors , Princeton University Press, 1994.

[23] P. CUTTITTA, “Points and lines: a topography of borders in global space”, Ephemera : theory and politics in organization , v. 6, n. 1, 2006, p. 28.

[24] En este sentido, es avasalladora la crítica de Hans Kelsen (H. KELSEN, O Estado como integração , Martins Fontes, 2003) así como la de Carl Schmitt (C. SCHMITT, Teoría de la Constitución , trad. Francisco Ayala, Editora Nacional, 1970 ) contra la idea del derecho como integración , de la propuesta, influyente en el período weimariano, de Rudolf Smend (R. SMEND, Constitución y derecho constitucional , Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985).

[25] J. CAPORASO, op. cit., pp. 1-28.

[26] Vid N. WALKER, “ The double outside of the modern international”, Ephemera : theory and politics in organization , v. 6, n. 1, 2006, p. 56 y ss.

[27] A. SOLON, Teoria da soberania como problema da norma jurídica e da decisão , SAFE, 1997, p. 199.

[28] La principal objeción hecha en relación a la tesis de Ari Solon consiste en la cuestión central por él defendida, según la cual es indispensable que sea reconocida un principium unitatis que funcione como punto de imputación de validez de todo el sistema. (A. SOLON, op. cit., p. 200). De acuerdo con las ideas aquí defendidas, la reducción interpretativa a una única autoridad no se satisface con los retos que afronta el derecho y la Constitución, resumidos en los capítulos tercero y cuarto.

[29] A. SOLON, op. cit., p. 200.

[30] “Si todo aglomerado de decisiones puede ser atribuido a una autoridad suprema en el vértice de un proceso dinámico que, metafóricamente, es la voluntad del Estado, pero en la realidad, abstrayendo todo elemento personal y psicológico, es la última regla de imputación normativa. [..] Mientras que la aglomeración de normas, que pueden incluso presentar conflictos, pueda ser reconducida a ‘un mismo punto final', nos encontramos delante de la continuidad formal del derecho; el sistema es soberano, aun frente a cadenas normativas que sufren rupturas continuas. Si hay discontinuidad, la unidad deja de estar asegurada si la norma-origen constituida por una decisión fundamental sobre la forma de la producción y variación de las demás normas es violada por vías no previstas en el propio sistema. En ese caso no se está más ante el mismo sistema normativo, sino de otro orden jurídico.” (A. SOLON, op. cit., p. 201).

[31] James Caporaso llega a afirmar que las fronteras territoriales y las estructuras de autoridad domésticas han sufrido un proceso creciente desacoplamiento; que las autoridades externas rutinariamente invaden el espacio reservado al ordenamiento jurídico de los Estados nacionales (en particular, en los procesos de integración regional); que el aparato decisorio de las instituciones nacionales viene siendo “amenazado” por prácticas de instituciones supranacionales, en especial a través de mecanismos de judicial review que subvierten dramáticamente la idea de capacidad última de decidir reconocida por el Sistema de Westfalia a los Estados soberanos.