NOTICIA DE LIBRO: "WE THE PEOPLE. VOLUME 3. THE CIVIL RIGHTS REVOLUTION". BRUCE ACKERMAN, THE BELKNAP PRESS OF HARVARD UNIVERSITY PRESS. CAMBRIDGE, MASSACHUSETTS, 2014

 

Tomas Requena López

Doctor en Derecho. Letrado del Consejo Consultivo de Andalucía.

 

 
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"ReDCE núm. 22. Julio-Diciembre de 2014" 

 

La dimensión de la Administración Pública en el contexto de la globalización (III).

  

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La realidad no tolera de buen grado la taxonomía. Probablemente porque se escapa por las rendijas de la razón. Pero si lo que se persigue es la búsqueda del carácter de un texto, el proceso puede ser el camino para aprehender mejor su sentido, como también para obtener enseñanzas que nos resulten útiles, intentando que la deriva hermenéutica, por leve que sea, no desfigure el texto.

El libro de Ackerman es un libro de historia constitucional (en sentido estricto, de historia político-constitucional), de recreación de un momento clave en la transformación del constitucionalismo norteamericano, que forma parte de la historia de un país cuya visión desde fuera (como sucede con cualquier otro) suele estar llena de clichés (prefigurados por los desaciertos) que éste, al igual que otros libros, se encarga de romper. Quién diría que Kennedy no tenía ningún interés en esta agenda (la revolución de los derechos civiles), y que Johnson y Nixon la impulsaron y consolidaron.

El libro de Ackerman es, además, un libro de actualidad y de construcción constitucionales, dirigido a los juristas norteamericanos que, según el autor, empecinadamente se empeñan en considerar que el canon constitucional de los Estados Unidos está integrado por la Constitución y las enmiendas constitucionales. Ven Brown y las demás Sentencias solo como una discusión entre jueces y siguen anclados en las enmiendas constitucionales (con alguna excepción, como la enmienda XXIV –prohibición de impuestos sobre el voto a nivel federal-, que es olvidada a favor de Harper v. Virginia State Board of Elections).

Eso supone, afirma el autor, que no se valore ni se tenga en cuenta precisamente el momento constitucional más importante por la actuación del Tribunal Supremo y de las instituciones políticos, el de los Derechos Civiles. Pero, además, he aquí que en ese proceso nos revela lo que deberíamos saber, pero que nuestra dogmática constitucional parece olvidar más de lo habitual, y es que la realización constitucional no se satisface con los mandatos al más alto nivel, con las voces de nuestras instituciones y poderes, sino con medidas que supongan su realización efectiva.

El canon constitucional, dice el autor, no está integrado solo por la Constitución formal y sus enmiendas, sino además por los «landmark statutes: Civil Rights Act, Voting Rights Act, Fair Housing Act». De lo contrario no se entendería la Constitución real norteamericana, a la que no se podría llegar a través de las enmiendas, pues éstas expresan la voluntad de los Estados, pero no de los ciudadanos americanos. La dinámica de la relación entre Estados y Federación quedaría superada desde el momento en que son ya los ciudadanos estadounidenses los protagonistas y no los Estados.

Que esos «landmark statutes» merezcan ese calificativo es fruto de su contenido, pero también del proceso que llevó a ellos y del que consuma su realización. «The Supreme Court», sí, pero también presidentes como Lyndon Johnson (demócrata) y, sorprendentemente Nixon (republicano) (y obviamente sus Administraciones) y el Congreso. Todos ellos, tomando la iniciativa, recogiendo el testigo, impulsando la nueva concepción y, finalmente, «We the People», sancionando esa política en elecciones decisivas, conforman el poderoso y revolucionario nuevo sistema de cambio constitucional.

Ya están en escena, el proceso político los ha convertido en fundamentales, el instrumento de «The Civil Rights Revolution». Pero la representación requiere algo más que esa puesta en escena, algo más que decisiones judiciales resolviendo concretos litigios, algo más, pues, que la tutela judicial efectiva. Y es que «The Civil Rights Revolution» podría haber fracasado, si no se llegan a arbitrar los instrumentos necesarios para su efectividad, actores decisivos en esta representación, si bien diversos en cada ámbito (basta comparar esta «Civil Rights Revolution» con la Reconstrucción, cuyo fracaso, según el autor, no se debió a la decisión Plessy, sino simplemente al hecho apoyarse en meras formulaciones legalistas sin un aparato burocrático encargado de llevar a buen puerto tales mandatos -solo el ejército podía suplir aquél, pero era un precio que no se estaba dispuesto a pagar-),

En el ámbito electoral las medidas fueron las más intensas: suspensión de la soberanía estatal, afirmación de la autoridad administrativa federal y la afirmación de los derechos colectivos. En efecto, la «Voting Rights Act» preveía un control previo sobre las medidas de los Estados vigilados durante un plazo de cinco años, de forma que estos tenían que someter a Washington las mismas para su aquiescencia, lo cual fue prolongado durante cinco años más en 1970, bajo la presidencia de Nixon. Y en el control judicial el examen se extendía a determinar si las medidas enjuiciadas diluían el poder del voto negro.

En el ámbito laboral (título VII de la «Civil Rights Act»), el actor instrumental fue el individualismo tecnocrático. Ciertamente, la «Equal Employment Opportunity Commissión» (EEOC), solo tenía inicialmente función de conciliación, de modo que si en el plazo de sesenta días no lograba poner a las partes de acuerdo, el afectado podía acudir a los tribunales, pero sin su apoyo. Por ello, cuenta el autor, fue un fracaso: logró la conciliación en muy pocos casos, muy pocos afectados recurrieron a los tribunales y de entre estos muy pocos tuvieron éxito. De ahí que se reformara, de tal modo que la Comisión se convirtió en parte del proceso, usando sus capacidades tecnocráticas para convencer a los tribunales a fin de que interpretaran ese título VII para hacer justicia a las realidades institucionales del lugar de trabajo.

En el ámbito de la vivienda (la «Fair Housing Act» de 1968; Título VIII de la «Civil Rights Act»), la configuración del instrumento de realización fue exclusivamente conciliadora, de modo que si en treinta días no se lograba poner de acuerdo a las partes, el perjudicado podía acudir a los tribunales.

En la esfera de las «public accommodations provisions», la implementación fue la clásica respuesta judicial, porque era más fácil en este ámbito que el afectado identificara el problema, acudiese a los tribunales, y que estos diesen respuesta adecuada.

Ackerman pone de relieve en ese proceso el diferente liderazgo, político o judicial, según la esfera. Fue judicial en materia de educación pública (aunque sus decisiones no hubieran servido de mucho sin su leal cumplimiento por la Administración) y respecto al matrimonio interracial; político, afirma, en el caso de empleo, adquisición y alquiler de vivienda.

Así pues, la declaración y reconocimiento de derechos, o su creación, y su tutela judicial, son «conditio sine qua non» para su virtualidad, pero no basta con eso. Las Constituciones modernas textualmente lo han entendido (véanse nuestro art. 9.2 CE y el capítulo III del título I CE), pero parece que se han quedado en un recurso retórico del que no ha de culparse al art. 53.3 CE.

En fin, en ese proceso de poner a cada uno en su sitio, algo que testimonia que el autor está lejos de infravalorar el papel del Tribunal Supremo es la constante presencia de Brown v. Board of Education. Una decisión, dice el autor, basada en el sentido común, en el «situation-sense» de Llewellyn, más que en profundas disquisiciones legales que no hubieran calado en el pueblo, pues estaba dirigiéndose al pueblo más que a los profesionales del Derecho. Una decisión que indicó una pauta, actuar esfera por esfera, y que proclamó un principio, el de antihumillación, que alimenta todo la revolución de los derechos civiles, incluso en aquellos casos en que formalmente parece no tener refrendo, y que ha sido retomado recientemente de forma explícita en la decisión Windsor (Kennedy). ¿Es esto una excepción en la «Roberts Court»?