CONSIDERACIONES TEÓRICAS A PROPÓSITO DE LA RELACIÓN DEL REFERENDUM CON EL PARLAMENTARISMO[*]

 

Raymond Carré de Malberg

Traducido del francés por Enrique Guillén López

 
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"ReDCE núm. 21. Enero-Junio de 2014" 

 

La dimensión de la Administración Pública en el contexto de la globalización (II).

  

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Entre las cuestiones de las que se ha ocupado la sesión de octubre de 1939 del Instituto Internacional de Derecho público ha destacado la referida a la relación de los institutos de consulta popular directa, y especialmente del referéndum, con el parlamentarismo. Al hilo de la posibilidad y de la oportunidad de esta relación, se han hecho públicas visiones divergentes, tanto entre las posiciones mantenidas por los conferenciantes, como en el curso del debate posterior. Su importancia ha provocado que sea incluida de nuevo en el orden del día de la siguiente sesión.

Con ocasión de este debate, tan actual, me permito decir unas palabras para observar que la evolución consistente en añadir o superponer el referéndum y otras instituciones similares al parlamentarismo presenta analogías con aquella que hace poco tiempo ha transformado las monarquías absolutas en monarquías temperadas o limitadas. Al igual que en el siglo XIX la monarquía se vio obligada en muchos Estados a soltar lastre, admitiendo, por medio de concesiones y cartas otorgadas, someterse a restricciones diversas, y, sobre todo, al principio según el cual el monarca sólo podrá sancionar aquellas leyes que hubieran sido previamente adoptadas por asambleas, al menos una de las cuales ha de ser electiva, en el siglo XX, la introducción de mecanismos de participación popular directa como el referéndum está destinada, según lo conciben los que lo defienden, no solamente a dar una satisfacción adicional a las aspiraciones democráticas, sino, además, a aportar un elemento de moderación al poder, estimado excesivo, del parlamento.

En Francia, sobre todo, se puede decir que nuestras prácticas parlamentarias, desde 1875, responden a un modelo de parlamentarismo absoluto. Sería superfluo recordar en esta sede que este absolutismo encuentra su origen en la concepción de régimen representativo propia de los fundadores revolucionarios del nuestro derecho púbico moderno. A partir de esta concepción, el cuerpo compuesto por los diputados elegidos declara la “voluntad general”, señalando que “todos los ciudadanos” encuentran en él su representación (Declaración de Derechos de 1979, art. 6); y , por otra parte, no obstante, esta voluntad general sólo nace en él, habida cuenta de que, en el sistema consagrado en la Constitución, “el Pueblo no puede hablar, no puede actuar, salvo a través de sus representantes”, tal y como fue declarado por Sieyès en su discurso a la Asamblea Nacional de 7 de septiembre de 1789. De estas dobles premisas resulta que el Parlamento concentra en él la misma soberanía nacional: es soberano, en primer lugar, en tanto que, como representante de la voluntad general, está dotado de un poder que domina, de una forma trascendente, las competencias del resto de los poderes públicos; es soberano, de la misma manera, en relación al Pueblo por él representado, en tanto que los ciudadanos son excluidos de la facultad de sugerir por ellos mismos, en materia de las decisiones que corresponden a sus diputados, otra voluntad que no sea la contenida en estas decisiones.

Estos son también, tal y como resulta con toda evidencia de las instituciones formal o implícitamente consagradas por la Constitución de 1875, los conceptos y los principios sobre cuya base descansa el predominio actual del Parlamento francés. De ahí también, es superfluo recordarlo –puesto que los hechos lo han probado suficientemente desde 1875- que estos principios engendraran el poder absoluto del Parlamento. Al carácter absoluto de este poder, la Constitución de 1875 no ha aportado nada más que una única limitación de naturaleza democrática, la que deriva de la posibilidad de disolución de la Cámara de Diputados: limitación que no es sino parcial, ya que tras la disolución, los ciudadanos no van a ejercen su influencia sobre la dirección de la política nacional sino a través de sus poderes electorales; limitación muy relativa, también, puesto que la disolución depende de una de las dos Cámaras del Parlamento; limitación, en fin, cuyo funcionamiento, si bien posible desde el punto de vista práctico, encuentra obstáculos fruto de las mismas ideas de las que nace la supremacía parlamentaria.

Contra esta supremacía, elevada hasta el absoluto, al menos durante el mandato de las legislaturas, ha terminado apareciendo un movimiento de reacción. De la misma manera que antaño el absolutismo monárquico hubo de resignarse a cesiones necesarias, se han postulado propuestas diversas con el objeto de sustituir el parlamentarismo absoluto por un régimen de poder parlamentario limitado y mitigado.

Una primera línea en este sentido consistiría en reconstituir, frente al Parlamento, un Ejecutivo dotado de poderes independientes y que daría lugar, junto al Parlamento, a un segundo centro de representación popular. Nosotros no compartimos la posibilidad de hacer concurrir dos dueños en la misma casa. Seguro que un dualismo como éste no sería duradero a no ser que se superpusiera al Parlamento y al Gobierno un superior común, que sería el verdadero dueño, y que no podría ser sino el Pueblo, el único con la capacidad de zanjar de forma soberana las eventuales divergencias entre dos instituciones concebidas mutuamente como independientes.

Otros postulan especialmente el procedimiento que tendería a limitar el poder legislativo del Parlamento estableciendo un control de constitucionalidad sobre las leyes aprobadas por las Cámaras. ¿Pero no supone caer en un círculo vicioso pretender limitar al Parlamento imponiéndole el respeto a una Constitución que, como la de 1875, le ha concedido desde el punto de vista legislativo un poder ilimitado? En todo caso, sería necesario empezar por incluir en esta Constitución los elementos de limitación del poder legislativo de las Cámaras que en la actualidad están ausentes.

Queda un tercer procedimiento: el que abriría al cuerpo electoral de los ciudadanos el ejercicio de facultades de participación directa en el poder público de las cuales han estado apartados hasta la actualidad por el régimen representativo y parlamentario. Éste subsistiría, pero ya no de forma exclusiva ni en su integridad. Se vería limitado por la inclusión de instituciones tendentes a conseguir las ventajas combinadas del parlamentarismo y de la democracia. El Parlamento ya no sería soberano: ya no monopolizaría el poder de formular la voluntad general. Junto con él, los ciudadanos serían admitidos en el ejercicio del poder legislativo, en toda su plenitud, por la vía de la iniciativa popular. Y, por otra parte, las decisiones de las Cámaras ya no poseerían el carácter de decisiones soberanas: sólo adquirirían su fuerza definitiva cuando hubieran sido ratificadas, expresa o tácitamente, por una votación popular o por la ausencia de una solicitud de referéndum. Es en esto sobre todo en lo que la transformación del parlamentarismo recordaría la mutación sufrida por las monarquías, cuando se convirtieron en monarquías limitadas, con la diferencia, no obstante, de que en esta conversión el monarca conservaba su cualidad anterior de órgano supremo, cualidad que derivaba, sobre todo, del hecho de que continuaba con la potestad, en el ámbito legislativo, de decir la última palabra, correspondiéndole sólo a él el poder de perfeccionar la ley a través de la sanción. En los estados que yuxtaponen al poder legislativo de las Cámaras la posibilidad de que los ciudadanos insten la celebración de un referéndum, es el Pueblo el que se eleva al rango supremo por la asunción del poder de rechazar o adoptar definitivamente las decisiones parlamentarias. Así, de golpe, se degrada el Parlamento al rango de simple institución: sólo representa la voluntad general para buscar y proponer la expresión que conviene darle a ésta; no cumple así nada más que la labor de un funcionario. El verdadero soberano es, entonces, el Pueblo, armado de la capacidad jurídica de legislar en última instancia, esto es, de declarar si la decisión que las Cámaras consideran la expresión de la voluntad popular es conforme o no con la misma voluntad de la comunidad popular. Soberanía y voluntad general se identifican mutuamente y ambas tienen su lugar en el Pueblo.

Este es el sentido profundo, capital, de la evolución del parlamentarismo en su relación con la democracia. ¿Es deseable esta evolución? No nos preguntamos si es posible. Es verdad que hubo un tiempo en el que los autores solían hablar de incompatibilidad entre el parlamentarismo y las instituciones democráticas, alegando que el régimen parlamentario es una variedad del gobierno representativo, y éste fue concebido como opuesto a la democracia. Pero hoy es difícil mantener esta tesis de la imposibilidad de conciliar el poder parlamentario con el del Pueblo ya que en muchas Constituciones los dos poderes concurren simultáneamente. Hay que subrayar, efectivamente, que la introducción en la organización estatal de una institución como el referéndum no suprime ni la posición constitucional ni el poder de representación del Parlamento: éste continúa como órgano representativo tal y como en el sistema de la monarquía limitada el Jefe del Estado continuaba siendo monarca en el sentido formal de la expresión. Únicamente, en el régimen parlamentario al que adicionáramos el referéndum, el Parlamento sólo ejercería su poder representativo con la reserva de los derechos del Pueblo: estos poderes de representación no son destruidos, son solamente limitados, o más exactamente, dominados, por los del representado. De esta forma las condiciones de la representación política se relacionan con las que se deducen normalmente del concepto jurídico de representación, un concepto del que se desentendieron completamente los fundadores modernos del llamado gobierno representativo.

No se puede decir, por tanto, que haya una antinomia entre el referéndum y la idea de representación que está a la base del parlamentarismo. Pero podemos cuestionarnos si es deseable que el régimen parlamentario sea corregido y regenerado por el método consistente en hacerlo funcionar bajo las restricciones resultantes de la posibilidad de intervenciones populares.

La cuestión se plantea en un doble sentido. Ante todo, constituye un problema de política aplicada o de oportunidad, lo que exige su examen a la luz de argumentos de tipo utilitario y técnico. No obstante, no es en absoluto sobre este punto sobre el que deseamos centrar la atención. Los argumentos acerca de la utilidad del referéndum así como los defectos atribuidos a esta forma de consulta popular ya han sido tan sobradamente señalados que es temerario intentar desplegar sobre este punto ideas que no hayan sido expuestas muchas veces. Sería suficiente a estos efectos recordar en la bibliografía reciente las páginas tan expresivas en las que una autoridad como Fritz Fleiner ha trazado el balance de ventajas, podemos incluso decir de beneficios, que ha supuesto para el Pueblo suizo la práctica de este procedimiento de intervención directa de los ciudadanos en la formación de las leyes (Schweizerisches Bundesstaatsrecht, 1923, p. 309 y ss- Cfr. Annuaire de l'Institut International de Droit Public, 1930, p. 282 y ss.)

Antes bien, nosotros querríamos considerar otra parte del problema, que implica una cuestión principial y que exige, por ello mismo, un análisis previo. Se trata, en efecto, de verificar, desde el punto de vista de las concepciones que están a la base del parlamentarismo primitivo, la legitimidad de las innovaciones o reivindicaciones que pretenden maridarlo con la democracia. ¿Es tal maridaje conforme a la lógica del sistema parlamentario?

Cuestión de lógica, esto es, de orden teórico. Y algunos dan a entender que, en la delicada fase que atraviesan en el presente los Estados y que les obliga a objetivos tan arduos, ya no es el momento de trabajar con argumentos que sólo descansan sobre paradigmas ideológicos. Se ha señalado que lo conveniente es recurrir a la racionalización técnica cuando de lo que se trata es de colocar a las naciones en situación de triunfar sobre las dificultades que hoy tienen que abordar para afrontar su destino. Pero por plagado de obstáculos que aparezca hoy este camino hacia el futuro tampoco creemos que sea posible hacer total abstracción de los que el maestro Esmein llamaba hace poco, con una poderosa expresión, “la lógica de las instituciones”. El concepto racionalización tiene una etimología que no permite reducir la investigación científica de lo que es racional a tomar en cuenta argumentos o ventajas de tipo puramente utilitarios. Junto con este tipo de argumentos, también hay una racionalización vinculada a razones que se deducen del fundamento, del espíritu, del contenido interno de las instituciones, criterios de los que hay que tener cuidado de no alterar su secuencia lógica. Especialmente en lo que se refiere a la formación y la evolución del derecho público, las ideas tienen una fuerza y unas exigencias que no deberían ser soslayadas sin correr el riesgo de provocar fuertes reacciones.

¿Cuáles son, pues, las ideas presentes en el momento histórico de la irrupción del parlamentarismo moderno y, en especial, cuando se estableció la forma absolutista que el mismo adoptó en Francia? ¿Cuáles son las lógicas congénitas de fondo que le sirvieron para expandirse en los estados en los que se ha ido sucesivamente implantando? Encontramos principalmente dos, conectadas mutuamente.

En sus orígenes, el parlamentarismo se fundó con el objeto de fortalecer los poderes del Parlamento, de fortalecerlos especialmente frente a la Corona. Pero no hay que perder de vista que, desde el principio, esta intensificación de los poderes de las asambleas parlamentarias se fundó sobre el origen electivo de sus miembros o, en cualquier caso, sobre los vínculos que les unían a la comunidad nacional y que hicieron que pudieran ser caracterizados como una representación de esta comunidad, tomada en su conjunto o en cualquiera de los elementos que la integraban. En Francia, este fundamento representativo del poder parlamentario ha sido particularmente puesto en evidencia por las fórmulas, tan límpidas a estos efectos, de las Constituciones democráticas. Cuando, en esta época, se exaltó el poder de las Cámaras, la Declaración de 1789 especificaba que se debía a los derechos del cuerpo nacional y en especial al “derecho” que tienen “los ciudadanos de concurrir a la formación de la ley”, al menos “por sus representantes”. Así, esta concepción inicial, que revela la orientación esencial y el significado profundo del parlamentarismo y que ha sido confirmado, durante el siglo XIX, por la expresión banal que califica al régimen parlamentario de sistema de gobierno de opinión, implica también que, en este régimen, es racional y conforme a la naturaleza de las cosas que los derechos del cuerpo electoral sean crecientes. Desde este punto de vista, nos vemos obligados a sostener que el parlamentarismo es un régimen de transición, cuyo destino normal es conducir, si no necesariamente a la democracia integral, si, al menos, a una mezcla de instituciones democráticas y representativas.

En referencia tanto a los Pueblos como a los individuos es lícito usar una comparación que tomamos prestada de Rousseau (Contrato social, libro II, Capítulo 8): en la medida en que se encuentren durante la infancia o durante la minoría de edad, necesitan tutores o representantes, monarca o parlamento, que gestionen sus asuntos. Pero cuando un Pueblo alcanza la madurez, debe ser capaz de asumir y apreciar el alcance los intereses públicos; y es necesario lamentar cuando, a consecuencia de un defecto de capacidad, por la insuficiencia de su educación política, por su negligencia, indiferencia, o por cualquier otra razón, se ve sometido a permanecer en un régimen de pura representación pasiva, que lo excluya completamente de la posibilidad de valorar por sí mismo sus propios intereses. Por valiosa que sea para los ciudadanos la facultad de elegir sus representantes y de renovar periódicamente los poderes de sus elegidos, no es menos cierto que –según, de nuevo, las palabras de Rousseau (ibid. Libro II, Capítulo 1 y Libro III, Capítulo 15)- el Pueblo, al elegir, se concede dueños por un período.

Es cierto, tanto si nos referimos al Pueblo como a los ciudadanos individualmente considerados, que no se puede hacer todo por sí mismo. Hay múltiples tareas públicas que sólo pueden ser desempeñadas por agentes competentes y experimentados, merecedores de seguir llevando el nombre de gobernantes; y estas tareas también necesitan de procedimientos técnicos y prácticas apropiadas, que forman el ámbito propio de lo que ordinariamente se conoce bajo el nombre de gobierno, y que el Pueblo no está en situación de abordar por sí sólo. Pero al menos es conveniente, en virtud de la misma idea de representación, que el Pueblo tenga reservada la posibilidad de intervenir, eventualmente, para señalar, con ocasión de una cuestión concreta, que ya no está de acuerdo con sus gobernantes. De aquí la corrección en sentido democratizador sufrida por el régimen representativo, tal y como fue concebido durante la Revolución, como consecuencia de la disolución: una concesión que apenas encajaba con los primeros planteamientos a través de los que Sieyès pretendió justificar el carácter estrictamente pasivo de la representación popular en este régimen. Pero esta concesión no es suficiente, si consideramos, de una parte, que no nos corresponde directamente a los ciudadanos provocar directamente la disolución, y, de otra, que la apelación que se hace al Pueblo con ocasión de la disolución se limita a una consulta electoral, que sólo tendría un grado de precisión comparable al referéndum si se repitiera cada vez que el Parlamento abordara el examen de una cuestión de cierta importancia, que no hubiera sido tomada en consideración durante las elecciones generales precedentes; además, cabría añadir que esta consulta, destinada a preparar la solución a una cuestión actual, no permite al Pueblo oponer su veto a las soluciones alcanzadas. De este modo, sólo el referéndum aparece como un complemento suficiente de la idea de representación, ya que sólo él se ajusta al concepto sobre el que descansa el régimen representativo, esto es, que es el sentimiento del cuerpo electoral el que se manifiesta a través de los cargos electos. Este concepto apela, efectivamente, a una consecuencia indeclinable: el reconocimiento del derecho de los ciudadanos de manifestar un sentimiento contrario al que, a propósito de un aspecto concreto, ha sido manifestado en su nombre por los representantes.

La previsión del referéndum parece encontrar un asidero adicional si la enlazamos con la segunda idea que, particularmente en Francia, ha servido para exaltar los poderes del Parlamento. Esta idea, que en el origen de la reelaboración de nuestro derecho público, figura solemnemente escrita en el artículo 6 de la Declaración de Derechos de 1789, supone que “la ley es la expresión de la voluntad general”, de lo que cabe deducir, como enseguida añadía este texto, que el fundamento de la fuerza de ley descansa en el hecho de que es la obra de “todos los ciudadanos”, en el sentido, al menos de que “todos los ciudadanos tienen el derecho de concurrir a su formación”. El que las leyes aprobadas por legislatura tengan como fundamento de su fuerza la voluntad general cuando no son sino el producto de algunos centenares de diputados es, tal y como lo señala el propio artículo 6, porque durante la legislatura “todos los ciudadanos” aseguran “por sus representantes” su presencia.

No es éste el lugar de recordar la considerable influencia que ha ejercido este concepto relativo al fundamento de la ley sobre el desarrollo de las instituciones de nuestro derecho público, durante la Revolución ni posteriormente, ni de enumerar las múltiples consecuencias que se derivan de él. Una sola de ellas debe ser destacada: a saber, la introducción del principio de que el Parlamento, en tanto que capaz de expresar la voluntad general, ejerce por sí mismo una potestad que es la inherente a esta misma voluntad, esto es, una potestad cuantitativamente, o mejor dicho, cualitativamente soberana. Ningún otro razonamiento mejor ha sido esgrimido para asegurar el poder ilimitado o, en todo caso, claramente superior del Parlamento, no solamente sobre la legislación, sino sobre la acción de gobierno y sobre los órganos del Ejecutivo, e incluso sobre la misma Constitución y su eventual reforma. En pocas palabras, este razonamiento ha servido, más que ningún otro, para justificar y favorecer el sistema de parlamentarismo absoluto.

¿Y pese a todo, no supone faltar singularmente a la lógica partir de la idea de soberanía de la voluntad general para dar lugar a un régimen parlamentario que, a través de una representación de carácter ficticio, excluye toda participación popular que no sea la del electorado? ¿No había ya Rousseau, de quien toma prestada la definición de la ley –soberana en tanto que descansa sobre la voluntad general- el artículo 6 antes referido, puesto los precedentes para demostrar, por activa y por pasiva, que la voluntad general no podía ser representada? A través de una sorprendente contradicción, la idea de soberanía de la voluntad popular se ha vuelto contra los mismos de los que puede emanar la expresión de esta voluntad: ésta se ha utilizado con el objeto de sustituir con la soberanía parlamentaria la soberanía del cuerpo electoral de los ciudadanos y de sustraer las decisiones del órgano legislativo de cualquier injerencia de estos últimos.

Esta contradicción es demasiado evidente como para suponer que se les pasó inadvertida a los revolucionarios fundadores de nuestro derecho público. Pero, dicho sea de paso, estos no estuvieron en absoluto tan fuertemente atenazados por las teorías abstractas como a veces se les ha reprochado. Su manera de razonar no se basaba tanto en conceptos filosóficos como en ideas que pretendían obtener algunos resultados positivos y prácticas para progresar. Desde el punto de vista práctico, el funcionamiento racional del régimen que confina al Pueblo en un estado de representación condenado al silencio se señala, con gran vigor, por Sieyès, que en la sesión de la Convención del 2 Termidor del año III, argumentaba en estos términos: “Reina un error gravemente perjudicial: que el Pueblo solo debe delegar los poderes que no puede ejercer por sí mismo. Se liga a este pretendido principio la salvaguarda de la libertad. Es como si se quisiera probar a los ciudadanos que tienen necesidad de escribir a Burdeos, que conservarán mejor su libertad si se reservaran el derecho de llevar la carta por ellos mismos, en la medida en que pueden hacerlo, en lugar de confiarle la tarea a esta parte de la administración pública que está encargada de ello. ¿Podemos deducir de un razonamiento tan zafio los principios verdaderos?”. Esta argumentación utilitaria equivalía a sostener que los asuntos del Pueblo serán, prácticamente, mejor gestionados por los representantes que por los ciudadanos, o incluso, que la voluntad popular será, en definitiva, mejor formulada por el Parlamento que por los mismos interesados. No otra hubiera sido la posición de Montesquieu. Pero, sobre todo, es de todos sabido que, en la voluntad de los fundadores del régimen representativo, el objetivo efectivo de este régimen era establecer y asegurar el dominio de la clase burguesa sobre las masas populares, concibiéndose el régimen electoral, durante el período revolucionario, de manera tal que la legislatura estuviera compuesta por electos pertenecientes a esta clase. Así las cosas, no se puede decir que los hombres de la Revolución se hayan dejado dominar por teorías dogmáticas del género de las del contrato social. En realidad, su diseño tenía un origen ciertamente práctico: relegar al Pueblo a un papel simplemente electoral. No hicieron intervenir los conceptos filosóficos, en particular el de la soberanía de la voluntad popular nada más que para colorear su obra constituyente con un barniz que parecía conectarlo con el principio inicial según el cual sólo la nación posee carácter soberano. En la época revolucionaria, únicamente la Constitución de 1793 compartió verdaderamente el postulado teórico, al deducir, del principio establecido en el artículo 4 de su Declaración de Derechos -La ley es la expresión libre de la voluntad general-, la consecuencia lógica de que las leyes no son perfectas sino por la sanción que silenciosa o expresamente le otorga el Pueblo; pero esta Constitución no logró salir del ámbito de la especulación abstracta en la cual fue concebida. Nunca fue aplicada.

Este fracaso de la Constitución de 1793 le sirvió para ser tratada con desprecio. Sin embargo, no se le puede negar que es que es la única que se ajustó a las premisas sobre las cuales fue construida. Desde el momento, en efecto, en que el poder del Estado y de sus órganos se funda sobre la idea de soberanía de la voluntad general, se convierte en manifiestamente imposible negar la capacidad de deliberar e incluso de decidir a aquellos de los que la voluntad general toma su origen y su consistencia, esto es, a los ciudadanos que se reúnen a este efecto en un colegio único e indivisible. Sobre todo, es palmariamente contradictorio justificar la enormidad del poder parlamentario por un argumento según el cual el Parlamento enuncia la voluntad popular y, al mismo tiempo, mantener contra el Pueblo una exclusión que implica que esta voluntad se forma fuera de él, sin que tenga mecanismo de contestar la forma en que el Parlamento la expresa. Desde este punto de vista, pues, y, sobre todo desde el punto de vista de las ideas de representación popular, estamos obligados a concluir que el referéndum y el parlamentarismo no solo no son inconciliables entre sí sino que hay una relación inmediata e ineludible entre los conceptos que han fundado el poder parlamentario y las instituciones democráticas que permiten a la comunidad de ciudadanos hacer oír su voz.

Así, desde 1875, se estableció en la Constitución todo un conjunto de características que, del mismo modo que las fórmulas principiales de las Constituciones del período revolucionario, acreditan que el poder del Parlamento francés se fundó sobre una combinación de la idea de representación popular con el concepto de la soberanía de la voluntad general. Sólo con esta combinación se puede llegar a explicar tanto la hegemonía parlamentaria sobre el Ejecutivo, como la fuerza específica de la que se reviste toda decisión parlamentaria que adopta la forma de ley, y que hace, en particular, que ésta escape de toda posibilidad de recurso (aunque sea eventualmente inconstitucional), así como, sobre todo, la amplia capacidad de maniobra que ejercen sobre la Constitución misma las mayorías de las dos Cámaras, actuando de consuno. Todas estas particularidades características de nuestro régimen parlamentario sólo pueden ser justificadas y mantenidas con la condición de que sean completadas por una consecuencia lógica del concepto del que proceden, esto es, la admisión, como mínimo, del referéndum. Si no, hay que abandonar el terreno sobre el cual ha sido edificado el parlamentarismo francés y volver al concepto de autoritarismo según el cual el Parlamento como cualquier otro órgano, ejerce su potestad, no ya por representación privilegiada del Pueblo soberano, sino únicamente en virtud de competencias que extrae de la Constitución. En este caso la elección popular de los miembros del Parlamento sólo podría considerarse como un simple procedimiento de designación de los mejores, debiendo limitarse la acción del cuerpo electoral sobre la formación de la voluntad estatal a ejercer la parte de influencia que le concede indirectamente la designación de los electos. Pero, en ese caso, notamos cuán difícil sería mantener en favor de un Parlamento que sólo derivaría sus poderes de una habilitación constitucional, el parlamentarismo absoluto del derecho actual con las prerrogativas exorbitantes con las que cuentan las Cámaras desde 1875 y la privilegiada posición que ocupan, si las comparamos con el Gobierno y la misma Constitución.

Así pues, podemos ver, según se acaba de señalar, que la cuestión de la introducción del referéndum en el régimen parlamentario no responde solamente a preocupaciones de carácter técnico relacionados con el análisis comparado de los diversos procedimientos que se pueden seguir para la formación de la voluntad nacional en cada Estado. Antes bien, los problemas que están implicados en esta cuestión afectan a los mismos conceptos sobre los que en esencia reposa la organización estatal de la nación. Sería vano pretender eludir la necesidad de considerar estos conceptos. Si el poder del Parlamento es representativo del que detenta la voluntad popular, tal y como se repite habitualmente, la cuestión del referéndum se encuentra de antemano resuelta, sin que haya lugar para una discusión sobre las ventajas y los inconvenientes de este modelo de consulta popular: es de principio que los poderes del representante están necesariamente limitados por los derechos del representado.

De esta forma, los mismos motivos que son de ordinario invocados para justificar el absolutismo parlamentario, tal y como funciona en la actualidad en Francia, llevan en sí mismos a la condena de este absolutismo, y proporcionan a su vez las vías que deben servir para limitarlo y moderarlo. Y el primero de esos medios, desde la lógica de la representación popular, es precisamente el del referéndum. A decir verdad, la admisión del referéndum iría más allá de provocar un efecto limitativo sobre el parlamentarismo: supondría una transformación radical en la disposición del rango jerárquico de los poderes. Sin duda, el Parlamento continuaría representando al Pueblo, en la medida en que delibera/decide; pero, una vez votada la ley por las Cámaras, la voluntad general reclamaría sus derechos inalienables, y se abriría la posibilidad al Pueblo de que interviniera en caso de desearlo. Si así fuera, sería soberano. El poder del Pueblo no se reduciría así a limitar al del Parlamento: lo dominaría, de la misma manera que el soberano domina a todos los órganos que actúan sometidos a su supremacía. Importa poco, por lo demás, que de hecho las consultas populares sean escasas o incluso excepcionales: tanto en la democracia como en la monarquía, la cualidad de soberano ni se obtiene ni se mide en función de la frecuencia de sus intervenciones. A partir del momento en que se constata que el Pueblo se sitúa en la Constitución en posesión de medios que le permiten intervenir cada vez que lo desee, sobre todo en lo que concierne a la legislación, y que, además, le aseguran, si interviene, la posibilidad de hacer prevalecer su voluntad, será suficiente para que debamos afirmar que la Constitución lo ha erigido en órgano supremo, e incluso, que lo ha erigido en soberano.

Además de la modificación de principios que resulta de esta supremacía popular en lo que atañe a la situación orgánica y a la condición de poder del Parlamento, la adición del referéndum tendría otras consecuencias, entre las cuales cabe citar, en especial, las siguientes:

Tendría la ventaja de proporcionar la solución del problema relativo a la limitación del poder del Parlamento frente al Gobierno. Ni es posible establecer de forma aproximada un equilibrio duradero de los poderes entre el Parlamento y el Ejecutivo, en la medida en que no hay situado, por encima de ellos, poder alguno que sea capaz de desempatar, obligando a que estos poderes respeten su ámbito competencial mutuo, y, sobre todo, que asegure, frente a su dualidad, la unidad que necesita el Estado, manteniéndolos a los dos bajo la dependencia común de una voluntad superior que los domine. Así, en el momento en el que la soberanía parlamentaria fuera sustituida por la del Pueblo, decidiendo a través de votaciones directas sobre las cuestiones de legislación o de política gubernamental, podríamos ver concurrir este poder superior, llamado a dominar a la vez a los dos órganos. Parlamento y Ejecutivo, cada uno por su lado, tendrían la facultad de apelar al Pueblo, difiriéndole la solución de las cuestiones sobre las que se enfrentan. En estas condiciones, las competencias del Ejecutivo serían susceptibles de verse incrementadas y el poder del Parlamento encontraría en ellas un nuevo factor de limitación, sin que por otra parte tampoco el ejecutivo (al igual que el Parlamento) pueda ya imponer su voluntad de una manera absoluta: sólo la voluntad popular sería absolutamente preponderante y decisiva.

Otra ventaja de la institución del referéndum sería que, al desplazar al Parlamento de su rango soberano a la condición de simple órgano que actúa bajo el imperio, y en cualquier caso, bajo la égida de la soberanía popular, lo subordinaría a la Constitución, en el sentido de que ya no la dominará, sino que por el contrario, será dominado por ella. En efecto, allí donde a consecuencia del sistema del referéndum, la Constitución no haya podido nacer sino por la aceptación soberana del Pueblo, por más que tal aceptación haya sido tácita, parece claro que la ley constitucional debe ser considerada jurídicamente como una obra del Pueblo; y así, va de suyo que ni la iniciativa ni la conclusión de su reforma dependería de la voluntad exclusiva de las mayorías de las dos Cámaras, por más que estuvieran de acuerdo para emprender y llevar a cabo esta reforma. El sistema de referéndum legislativo implica, a fortiori, el del referéndum constituyente. Así asistiríamos a la resurrección en nuestro derecho público de la distinción –que podríamos señalar como abolida desde 1875- entre potestad parlamentaria y potestad constituyente. De esta suerte, el parlamentarismo no sería solamente limitado, sino que nuestras cámaras se convertirían en un parlamento constitucional, así como, poco tiempo ha, la monarquía, al limitarse, recibió el nombre de constitucional, esto es, de monarquía subordinada a una Constitución en la que ya no se contaban entre los poderes del monarca el de reformarla por su sola voluntad.

Entre las repercusiones considerables que tendría esta última forma de limitación del parlamentarismo, es conveniente señalar en particular que abriría la posibilidad de establecer este control jurisdiccional de constitucionalidad sobre las leyes ordinarias que en nuestros días se reclama, en Francia y no sólo en Francia, por un número creciente de publicistas, y que, hasta hoy, no encuentra hueco entre nosotros, ya que la Constitución de 1875 erigió al Parlamento en órgano que legisla en calidad de soberano sin que se quepan concebirse límites a su soberanía legislativa. Otra cosa sería, en el momento en que por efecto de la introducción del referéndum, el Pueblo pudiera ser contemplado como soberano o cuando nuestras Cámaras sólo retuvieran el carácter de órgano que ejerce una competencia constitucional, de forma que no puedan legislar sino es con los límites marcados por la competencia atribuida. Sería plausible, así, que la actuación del legislador se viera sometida a un eventual control de constitucionalidad; es más, incluso sería prácticamente obligado establecer una posibilidad de verificación como ésta, toda vez que la ley sólo sería legítima y válida en la medida en que fuera conforme con la Constitución. Y en lo que se refiere al Pueblo, la aceptación que pudiera hacer de la ley adoptada por las Cámaras no sería necesariamente obstáculo a la posibilidad de una intervención jurisdiccional que tenga por objeto la cuestión de la constitucionalidad del texto legislativo. Bien entendido, para que esta intervención fuera concebible, habría que suponer, por otra parte, que la Constitución ha requerido, bien del Parlamento, bien del mismo Pueblo, la observancia de ciertas condiciones especiales, por ejemplo la condición de un voto emitido por una mayoría reforzada, para las modificaciones o derogaciones de las disposiciones de que se trate. En los caso en lo que una ley que no cumpla estas condiciones sea recurrida por lesionar una disposición constitucional, correspondería a la autoridad jurisdiccional designada al efecto, declarar, tras el examen de la fundamentación de la demanda, que la ley en cuestión no cumple con las exigencias de las que depende para que sea considerado válido su procedimiento de elaboración.
En fin, y sin pretender agotar en absoluto la serie de consecuencias que supondría la combinación del referéndum con el parlamentarismo, querríamos remarcar, sucintamente al menos, que esta combinación tendría por objeto atenuar la influencia ejercida sobre la formación de la llamada voluntad nacional de la política de partidos, que tras haber sido considerada recientemente como uno de los fundamentos ordinarios del parlamentarismo a la inglesa, ha pasado a ser contemplada de forma negativa en nuestro contexto. No se trata, en absoluto, de nada nuevo: numerosas veces hemos señalado que en el sistema de consultas populares, el ciudadano, que en la elección de los miembros del Parlamento ha votado como candidato de un partido y por un programa de partido, se encuentra llamado a votar en el curso de la legislatura sobre cuestiones determinadas y emite su sufragio teniendo en cuenta más sus opiniones personales que las consignas de los partidos; en este sentido las decisiones adoptadas tras una votación popular expresan la voluntad general de una manera más adecuada y más efectiva que las emitidas por las asambleas parlamentarias, en el seno de las cuales es habitual que los miembros de los diferentes partidos obedezcan en sus votos menos a sus convicciones libremente razonadas que a la táctica del grupo al que pertenecen.
Este perfil positivo del referéndum ha sido sobradamente señalado para que sea necesario insistir más en él. Pero lo que no ha sido dicho suficientemente es que el funcionamiento de nuestro régimen parlamentario está en el momento actual determinado por dos corrientes ideológicas diferentes, apenas conciliables entre sí. De una parte, la potestad absoluta del Parlamento continúa estando fundada sobre el concepto revolucionario que pretende ver en las decisiones parlamentarias la representación y la manifestación de la voluntad general. Pero, de otra, se constata que a este primer concepto, ha venido a añadirse, desde la época en la que comenzaron a penetrar entre nosotros las prácticas parlamentarias de Inglaterra, una segunda tendencia que consiste en hacer funcionar el régimen parlamentario sobre la base de la oposición entre partidos enfrentados. Hay en esta amalgama algo de incoherente y contradictorio. ¿Cómo podríamos admitir que la potestad soberana considerada inherente a la voluntad general, se encuentre contenida en una voluntad parlamentaria que no es sino la voluntad de un partido, del partido que detenta la mayoría? Si la voluntad general se ve sustituida en el Parlamento por una voluntad de partido, es necesario concluir que los poderes del Parlamento están sometidos a serias limitaciones. La idea de soberanía de la voluntad general no deja de suscitar objeciones más o menos graves: pero la idea de soberanía de la voluntad del partido actualmente imperante presenta un carácter opresivo que la convierte sencillamente en intolerable.

Sobre este punto, es necesario convenir que el concepto de nuestras constituciones revolucionarias se sostenía bastante mejor que el que se desprende de la amalgama a la que acabamos de referirnos. Sin duda, y por último, la sedicente expresión de la voluntad general se reducía a la expresión de la voluntad de la mayoría de los diputados. Pero al menos la Constitución especificaba que estos diputados debían actuar, no como representantes de los grupos, sino como “representantes de toda la nación”, esto es, de la comunidad unida de nacionales únicamente considerados en tanto que ciudadanos. Se señalaba que las decisiones de la asamblea parlamentaria deben ser inspiradas por el espíritu nacional y no por el espíritu de partido. Es posible que pensemos en lo ilusorio de las ideas de los fundadores de nuestro derecho público, pero no les podemos negar que, partiendo de esta ilusión, tenían a la lógica de su lado cuando afirmaban el carácter absoluto del poder parlamentario. Por el contrario, la justificación que daban a este absolutismo resulta fuertemente contestada, en la medida en que la evolución ulterior del parlamentarismo francés lo ha transformado en un régimen en el que prevalece la política partidista. El predominio que ha alcanzado esta política sólo es aceptable con la condición de que encuentre su corrección en la institución de las apelaciones al Pueblo. Así las cosas, la voluntad manifestada por la mayoría del cuerpo electoral, aunque obedezca al espíritu de partido, se presenta, por lo menos, como voluntad popular; y, de este modo, la idea de voluntad partidista es, de alguna manera, disimulada tras la de la voluntad general, ya que en una consulta popular de este tipo, es el Pueblo considerado en su totalidad el que es llamado a pronunciarse. Así es ya en Inglaterra, merced a la práctica de las disoluciones frecuentes que abocan a unas elecciones generales que adquieren por su frecuencia un significado y un contenido comparables a las de las votaciones que se celebran tras la solicitud de un referéndum. A mayor abundamiento, la combinación del referéndum propiamente dicho con el parlamentarismo tendría como efecto, en un país como el nuestro, poner por encima de los partidos que se reparten las asambleas electivas, al Pueblo decidiendo en su conjunto y al margen de sus vinculaciones con grupos. Y así reestableceríamos en sus derechos esenciales esta voluntad general, sobre cuya primacía encontró su fundamento originario el sistema del parlamentarismo francés.

 

Resumen: Este artículo analiza las relaciones entre el referéndum y el régimen parlamentario en el contexto de la III República francesa. Pese al poder absoluto atribuido al Parlamento francés, el autor estima que el referéndum y el parlamentarismo no solo no son inconciliables entre sí sino que hay una relación inmediata e ineludible entre ellos. Concretamente estima que el referéndum es una institución esencial para asegurar el predominio de la voluntad popular.

 

Palabras clave: Constitución francesa, III República, referéndum, parlamentarismo, Parlamento, Pueblo, Voluntad General.

 

Abstract: This article analyzes the relationships between the referendum and the parliamentary system in the context of the Third French Republic. In spite of the absolute power conferred to the French Parliament, the author believes that the referendum and the parliamentary system are not mutually irreconcilable. Instead there is between both an immediate and inevitable relationship. Specifically he considers that the referendum is an essential institution to ensure the prevalence of the popular sovereignty

 

Key words: French constitution, Third French Republic, referéndum, parliamentary system, Parliament, People, popular sovereignty.

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[*] “Considérations théoriques sur la question de la combinaison du référendum avec le parlementarisme“, Revue du droit public et de la science politique en France et à l'étranger, 2e trimestre, 1931.