PAULO ROBERTO BARBOSA RAMOS “FEDERALISMO E DESCENTRALIZAÇAO TERRITORIAL EN PERSPECTIVA COMPARADA. OS SISTEMAS DO BRASIL E DA ESPANHA”, PORTO ALEGRE, SERGIO ANTONIO FABRIS, 2012.

 

José María Porras Ramírez

Catedrático de Derecho Constitucional. Universidad de Granada

   
 

 

 

 

 

 

Líneas temáticas de desarrollo del Derecho Constitucional Europeo (II).

 

 

  

Los más recientes estudios sobre la descentralización político-territorial del poder en los Estados contemporáneos insisten en un hecho que conviene no olvidar, advertido ya por Kelsen: no existe un modelo federal puro que pueda servir de referencia o paradigma con el que cual deba contrastarse la autenticidad de toda forma de organización jurídico-política, territorialmente compuesta, así denominada. No en vano, como Paulo Ramos pone de manifiesto en su excelente monografía, pese al indiscutible valor ejemplar y al mimetismo suscitado por el federalismo norteamericano primigenio, lo cierto es que todo Estado descentralizado, aspirante a recibir esa calificación, aun asumiendo los rasgos esenciales comunes que le son característicos, ha construido laboriosamente su propio modelo, de acuerdo con su experiencia histórica, lo que le ha conducido a diferenciarse de los demás con los que merece ser comparado. Las necesidades prácticas, como decía García Pelayo, se imponen a los esquemas previos. Y tales necesidades, cifradas, ya en hacer posible el gobierno de territorios extensos, ya en la voluntad de efectuar el reconocimiento de naciones culturales en un marco político supranacional compartido, o ya en el propósito de establecer un esquema de gobierno más eficaz y próximo, a la par que democrático, son las que promueven la adopción de una fórmula organizativa, capaz de acomodar y armonizar, a través del pacto o el acuerdo, formalizado en una constitución omnicomprensiva, tendencias inicialmente divergentes, si no contradictorias, a la unidad y a la diversidad. De ahí que dicha síntesis consista en la creación de una organización conjunta, capaz de integrar una serie de unidades territoriales diversas, conforme a una estructura relacional de poderes, que promueve la articulación jurídica de una instancia central, cohesiva y general, con una multiplicidad de instancias individuales autónomas, capacitadas para el desarrollo territorial del autogobierno.

Y todo ello, conforme a una serie de criterios o exigencias básicas que todo modelo federal, si quiere ser digno de tal nombre, ha de incorporar y que, a mi juicio, se reducen, con carácter mínimo, a cinco: 1) reparto de competencias entre la instancia central y las unidades particulares componentes, de acuerdo con lo dispuesto en la constitución común; 2) duplicación de las instituciones legislativas, gubernativas y judiciales, determinante de una distribución vertical o territorial del poder, conforme a la dualidad tipológica de ordenamientos jurídicos creados, 3) fijación de las relaciones que han de existir entre la instancia central y las unidades autónomas, a los efectos de permitir la participación de éstas en los procesos de toma de decisiones que a aquélla le corresponde formalmente adoptar y que a éstas les afectan; 4) previsión de un sistema jurisdiccional de resolución de los conflictos interterritoriales; y 5) compromiso de respeto leal a un pacto federal, ratificado en la constitución común, considerado habitualmente, aunque revisable, esencialmente indisoluble.

En este sentido, es preciso tener en cuenta, a su vez, como muy bien recuerda Paulo Ramos, que no existe una única vía de acceso al federalismo, al que, en consecuencia, cabe arribar, tanto a través de la “integración y vinculación de unidades político-territoriales preexistentes, dispuestas a ceder, voluntaria y libremente, parte de su poder originario, a los efectos de componer un ámbito superior de gobierno y jurisdicción, según se observa en los casos de los Estados Unidos y de Alemania, entre otros; como por medio de la “devolución, siguiendo el procedimiento inverso, esto es, procediendo a la desintegración de un Estado inicialmente unitario, que se transforma en otro descentralizado, a fin de hacer posible la coexistencia de una instancia general y común con la simultánea o progresiva constitución de diversos ámbitos político-territoriales de autogobierno, como se aprecia en los supuestos, entre otros, de Brasil, México, España o Bélgica.

Así, en el libro de Paulo Ramos, tras hacer una cumplida referencia a las cuestiones indicadas, se examinan críticamente los perfiles que muestra, respectivamente, el federalismo brasileño y el español, modelos éstos dispares, dada la muy distinta idiosincrasia a la que aparecen referidos, a la vez que también próximos, habida cuenta de su firme compromiso con la libertad, la democracia y la descentralización político-territorial. Ambas experiencias son analizadas, en sus rasgos esenciales, por el autor, extrayendo conclusiones de utilidad general.

Primeramente, en lo que al “federalismo brasileño respecta, se establece su genealogía, realizando un recorrido, tan sintético como brillante, a través de los hitos históricos más señalados de su proceso evolutivo. Así, el autor, aun poniendo de manifiesto que ha sido la Constitución federal de 1988 la auténtica artífice del mismo, tras varios intentos frustrados, de escasa duración temporal, subraya que fue la voluntad de satisfacer los intereses particulares de las elites económicas paulistas, en su comprensible deseo de debilitar al poder central, a fin de acrecentar simultáneamente su capacidad de autogobierno, el factor decisivo que promovió la adopción del federalismo en Brasil. La motivación no estuvo, por tanto, inicialmente, en el anhelo de reconocer las especificidades regionales de una nación dotada de una extensión territorial de dimensiones continentales. Sin embargo, como muy bien se pone de manifiesto, este hecho insoslayable ha sido el que ha condicionado, en todo momento, la conformación de los rasgos característicos del federalismo brasileño, obligado a dar una respuesta eficaz a las necesidades y demandas suscitadas por la enorme disparidad económica de sus vastos territorios y la muy desigual distribución poblacional de la riqueza. Esta circunstancia, en palabras de Paulo Ramos, ha justificado y parece seguir justificando que la Constitución federal reserve a la Unión un elenco muy amplio de competencias, en detrimento de la capacidad de actuación autónoma atribuida a los Estados miembros. A ello se une el reconocimiento constitucional de los Municipios como entes federados, que implica un más diversificado reparto de atribuciones y recursos, reductor de las potenciales fuentes de ingresos regionales, al tiempo que favorecedor de la posición asignada a la Unión. El consiguiente carácter fuerte de ésta, obligada a actuar en un contexto territorial, económico y social adverso, como factor de equilibrio y compensación en la distribución de los recursos, en la garantía y la realización de los derechos sociales y, en fin, en la corrección de las desigualdades regionales, viene a convalidar la extendida opinión de que Brasil se ve forzado a desarrollar un federalismo de ejecución, en el que los Estados miembros se limitan, con carácter general, a aplicar y concretar las leyes federales, que no a delinear y desarrollar políticas propias y diferenciadas, dada su, salvo excepciones muy notables, estrecha dependencia económica de la Unión.

En lo que toca al análisis del “modelo español de Estado compuesto”, Paulo Ramos se decide a considerarlo propio de un federalismo formalmente imperfecto, aunque materialmente consistente. Las razones de su imperfección formal radican en la ausencia de una declaración constitucional que lo califique como tal y en la carencia de algunos elementos considerados inherentes, como un senado que actúe como auténtica cámara de representación territorial y un poder judicial funcionalmente territorializado. Sin embargo, el apunte de sus deficiencias no le evita al autor la constatación de la existencia de un nivel de autogobierno político-territorial intenso y efectivo en España, perfectamente equiparable, si no superior, al desarrollado por muchos Estados compuestos que sí reciben la consideración nominal de federales. De ese modo, señala su acusada originalidad constitutiva, fundada en el tránsito gradual, desde el molde inicial de un estado unitario, a un sistema descentralizado que gira en torno a la libre iniciativa de los territorios interesados. Esa notable apertura y flexibilidad resultantes presenta, al tiempo, ventajas e inconvenientes apreciables. Así, la Constitución no impone el autogobierno político-territorial, obligando a acceder al mismo a quien no lo desee, sino que determina que aquél deberá manifestarse a través de los respectivos Estatutos de Autonomía, expresivos de la voluntad conjunta del territorio interesado y del Estado. Es así que tales normas son las que efectivamente constituyen y crean para el Derecho a las respectivas Comunidades Autónomas que hayan satisfecho los requisitos establecidos en la Norma Fundamental común, disponiendo su ordenación institucional y su relación de competencias en el marco de aquélla. De ese modo, las Comunidades Autónomas resultantes se asimilan, a la postre, a los estados federados en las federaciones genuinas, habida cuenta del notable alcance adquirido por su autogobierno. No obstante esa circunstancia, la Constitución de 1978, gestada en unos momentos históricos en los que sólo se conocía la voluntad de algunos territorios de acceder a la autonomía, más no el interés análogo de los restantes, luego más tarde manifestado por los mismos, se limita a ser una norma esencialmente procedimental, dispuesta primordialmente a abrir el camino que posibilite el autogobierno de los territorios que así lo hayan solicitado. La generalización de dicha petición ha permitido la conformación final de un modelo de Estado altamente descentralizado, cuyos rasgos esenciales, sin embargo, no se precisan en la Constitución. Este hecho genera importantes tensiones, ya que perpetúa un modelo indefinidamente abierto, al tiempo que consolida sus carencias, fruto de la imprevisión de un diseño previo y acabado del mismo. Así, las constantes reclamaciones competenciales por parte de aquellas Comunidades Autónomas dotadas de una conciencia más aguda de las ventajas que les ofrece el autogobierno y la propia obsolescencia que, a la hora de definir el reparto competencial, presenta una Constitución común, precisada de una necesaria reforma a esos efectos, que colme las lagunas existentes y que clarifique el alcance exacto dado a las competencias atribuidas a la instancia central, marcando los consiguientes límites a la descentralización político-territorial, son factores que suscitan inestabilidad en un sistema material y tendencialmente federal, aún así, vivo y dinámico como pocos.

Todo esto y mucho más se pone de relieve en una obra de amena lectura, rigurosa y crítica a la vez, que constituye una aportación de relieve a una cuestión, como es la del federalismo, siempre candente, objeto central de los debates que afectan a los retos que ha de afrontar el Derecho constitucional contemporáneo.