EL ESTADO MODERNO Y SU CRISIS[*]

 

Santi Romano

Traducido del italiano por Francisco J. Durán Ruiz

 
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La interacción constitucional entre Unión Europea y Estados miembros (II).

 

  

 

Cada ciencia encuentra en su propia naturaleza y en los procedimientos que le son propios, alguna causa particular y concreta que le conduce a error. Pero quizás ninguna esfera del conocimiento humano acumula en sí misma tantas perennes y copiosas fuentes de ilusiones, como la que tiene por objeto el estudio de las instituciones políticas. Se trata de fenómenos cuya sola descripción resulta ya dificilísima, sea porque la forma a menudo oculta y tergiversa la sustancia, sea porque, resultando de la lucha, continúa y jamás resuelta de principios irreconciliables, se presentan bajo aspectos que son al mismo tiempo múltiples y huidizos. Las previsiones por tanto, que parecerían más razonables, son frecuentemente perturbadas por la aparición de nuevos elementos, que, aún cuando se preparan a través de procesos seculares, se manifiestan de improviso; del encuentro y de la fusión de tendencias que se encontraban alejadísimas; de recursos históricos insospechables; de espejismos engañosos, por los que nos encontramos frecuentemente ante instituciones, cuya vida es sólo ficticia y cuya muerte, por el contrario, es sólo aparente. Pero incluso tales fenómenos son gobernados por las leyes, a la cabeza de las cuales está aquella, por lo que el derecho y la constitución de un pueblo representan siempre el producto genuino de su vida y de su íntima naturaleza. Formulaba, como es sabido, tal ley, el fundador de la escuela histórica del derecho, justo en el tiempo en que, de la imprevista subversión de todas las relaciones políticas y del formidable hurto, que había destrozado el mundo entero, surgía, como arrancado del pasado, casi como creación «ex nihilo», el Estado moderno. El accidente violento de la Revolución francesa y sus contragolpes habían destruido instituciones, que, sin duda, habían sido elaboradas por el espíritu secular de las distintas naciones, y las instituciones nuevas, que surgían de sus ruinas, parecían más bien traídas a la vida por la varita mágica de legisladores caprichosos, bajo los auspicios y los dictados de la diosa razón, que, a primera vista, habría podido más bien merecer el nombre, no menos divino, gracias a los poetas, de fantasía. Un ingenio que no fuese tan profundo, como el de Savigny, habría errado por la observación, que recientísimamente ha constituido una crítica a su teoría; ésta es la de que, muy a menudo el Derecho público y, de vez en cuando, el Derecho privado, no es ya el producto espontáneo de la evolución de un pueblo, sino que deriva de una lucha, cuyo éxito depende tan sólo de la fuerza material, ya sea que se combata dentro de un Estado, ya sea que se combata entre varios Estados, de los cuales el vencedor imponga al vencido, de forma más o menos encubierta, el propio derecho. La doctrina de Savigny, afirmada cuando el continente y el azar celebraban por una serie de circunstancias sus triunfos más típicos, no tendría, según tales puntos de vista, más base que un sentimiento romántico, el deseo de encontrar en la debacle general un punto de apoyo, que permitiese a los ánimos consternados tener la fe de que la sabiduría del pasado no había sido toda en vano, y que lo nuevo podía conectarse con lo antiguo, doblado, pero no cercenado por la tempestad. Habría de este modo probado Savigny una vez más, que los hombres no ven jamás lo que tienen cerca y está ante sus ojos, y que a menudo no quieren verlo, para no distraer su mirada del más seductor espectáculo de las estrellas. Rousseau le reprochaba a Grozio haberse apoyado en los poetas; a Savigny se le podría reprochar el haber sido él mismo poeta. Y sin embargo ninguna acusación ha sido jamás más inmerecida que ésta, y el ponerlo de manifiesto puede ayudar en un momento en que aquélla podría asumir un especial valor y aportar un nuevo argumento a aquéllos otros ya doctrinales, o prácticos, con los que de diversas partes se mueven al asalto del edificio constituido por el Estado moderno.

Si fuese posible descomponer en sus diversos elementos las instituciones políticas, de lo que resulta lo que bien puede denominarse el derecho público común de la mayor parte de los Estados civiles actuales, se tendrían que clasificar en tres categorías. Entre ellas deberían encontrarse ciertamente -pero en el sentido que a continuación apuntaremos- tanto la recepción de un derecho extranjero, como la influencia que ejercieron corrientes extranjeras en su mayor parte teóricas. Pero la primera de las categorías debería comprender todos aquellos principios y aquellas instituciones que constituyen una emanación directa e inmediata de las nuevas formas de estructura social, que, si se manifestaron y se impusieron por la vía revolucionaria, no hay duda, no obstante, que fueron madurándose con un lento y secular proceso, del que la revolución no fue más que el momento culminante y decisivo. La mayor característica, y esperemos más duradera, del Estado moderno, por la que éste parece ser la única fuente, si no el único sujeto de todo poder público, tiene precisamente este origen; y el artículo 3 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, proclamando y formulando el principio, en verdad no hacían más que delinear una situación jurídica, que ahora emergía evidente y se imponía de modo categórico. Quedaba ya lejano el Estado medieval, cuyas diversas partes, como es sabido, a menudo alejadas entre sí, no habían podido jamás fundirse en una unidad completa, de modo que cada una se consideraba depositaria por su propia virtud y por el derecho originario de al menos una fracción de la soberanía de la república. Mediante una larga serie de vicisitudes y a través de infinitas y sutiles modificaciones en la esencia íntima de la sociedad, tanto de carácter económico como moral, se va consolidando e imponiendo el principio, que debía parecer ya vigoroso, pero aún no plenamente maduro, del denominado Estado policía, que culminaría después en la figura del Estado moderno. El principio de que el Estado, respecto de los individuos que lo componen y a las comunidades que en él se insertan, es un ente que reduce a la unidad los variados elementos de los que consta, pero sin confundirse con ninguno de ellos, se yergue frente a ellos con una personalidad propia, dota de un poder, que no proviene más que de su propia naturaleza y de su propia fuerza, que es la fuerza del derecho. Sólo así puede superar la caduca existencia de los individuos, pese a estar compuesto de hombres; se eleva sobre los intereses no generales, conciliándolos y armonizándolos; se coloca en la condición de preocuparse no sólo de las generaciones presentes, sino también de las futuras, recogiendo en una íntima e ininterrumpida continuidad de tiempo, de acción, de fines, momentos y energías diversas, de las cuales es compendio y típica expresión.

La Ciudad de nuestro renacimiento había sin embargo acentuado, en una serie de instituciones y con su mismo nombre, la finalidad de representar los intereses de la comunidad entendida en sentido amplio, pero no había alcanzado aún el concepto, pese a haber sido afirmado por los romanistas y los canonistas del Medioevo, de que ésta pudiese ser algo diverso de los elementos que la componen, y no había como consecuencia dado vida a un ente superior a la propia colectividad, en sentido concreto y contingente. El Estado policía no había llegado tan siquiera a tal concepción abstracta y, a pesar de que su fusión fuese ya mayor, seguía existiendo una especie de dualismo entre éste y el príncipe, que poco a poco se proclamaba patrón y servidor del propio Estado, dependiendo del hecho de que predominase el antiguo régimen o aquel que debía finalmente afirmarse. La impersonalidad del poder público, mejor, la personificación del poder a través del Estado, concebido en sí mismo como persona: este es el principio fundamental del Derecho público moderno: una persona inmaterial, pero aún así real; una entidad no ficticia o imaginaria, sino que, pese a no tener cuerpo, alcanza mediante delicados y maravillosos mecanismos jurídicos, a formarse, manifestarse e imponer una voluntad propia; no es sombra o espectro, sino verdadero principio de vida, operativo, si no por medio de un organismo, en el sentido verdadero y estricto de la palabra, con la ayuda de un conjunto de instituciones actuadas y armonizadas a ese cuerpo. Estupenda creación del derecho, que a una crítica fácil le ha parecido que no tenga otra consistencia que aquella de una fantasía poética, pero que, sin embargo, fruto de un largo y seguro proceso histórico, ha dado vida a una grandeza social, para expresarnos, en el peor de los casos, mayor que cualquier otra y más activa y potente que cualquier otra. A ella se debe que los individuos y colectivos ejerciten de facto la soberanía, y que se comporten en este ejercicio, no como titulares de un derecho propio, sino como órganos del Estado, del cual explican y actúan su voluntad suprema, como trabajadores impersonales. Su Majestad no tiene pies, observaba Mirabeau, aludiendo y apuntando a dicha impersonalidad, cuando la Asamblea constituyente quería humillar una cierta opinión a los pies del rey. Ni el monarca ni asamblea alguna -aunque traiga su origen del pueblo- podría ya repetir la famosa frase de Luis XIV: El Estado soy yo, y mucho menos existen ya personas o comunidades, que puedan estar por encima o al margen del Estado. El cual aparece así y no quiere ser objeto de dominio, no ser el órgano de una clase social, de un partido, de una facción, dominante por derecho de victoria o de fuerza, sino una cumplida síntesis de las diversas fuerzas sociales; la expresión más alta de aquella cooperación entre los individuos y los grupos en que se integran, sin la cual no existe sociedad bien ordenada; supremo poder regulador y por ello poderoso medio de equilibrio. Aunque en la práctica sus instituciones se corrompen y degeneran, y es inevitable, el permanente contraste entre la fuerza objetiva del derecho y la fuerza arbitraria de quien ostenta el poder, que tiende a resolverse a favor de esta última, representa siempre una gran ventaja y un gran progreso el hecho de que todo ello no puede considerarse más que como un estado de cosas que, lejos de ser consagrado y reconocido por el ordenamiento jurídico, se revela contrario a él.

Sin embargo esta luminosa concepción del Estado, de la cuál aquí no me he consentido seguir su desarrollo y mostrar sus aplicaciones, parece que, de algún tiempo a esta parte, ha sufrido un eclipse, que día a día se vuelve más intenso, de manera que podría no ser del todo supersticioso el que trajese presagios nada felices.

Y antes que nada, se podrían aquí mencionar ciertas doctrinas que, a pesar de prescindir de toda finalidad política, y no queriendo cambiar la configuración actual de las instituciones, que quieren solo describir y definir de forma exacta, niegan que el Estado, incluso así como está constituido actualmente, pueda considerarse como aquel ente abstracto, dotado de una personalidad e individualidad propias, que nosotros hemos apreciado en él. Éste no sería más que una inútil y superflua ficción jurídica: la realidad, examinada de cerca, nos mostraría siempre una contraposición entre gobernantes y gobernados, y el poder público se concentraría, no sólo de hecho, sino también jurídicamente, en un número más o menos grande de personas físicas: en el príncipe, en los electores, en los electos, etc. El ente Estado, auténtico Briareo de cien brazos, además de sus innumerables órganos, no existiría más que en la fantasía de juristas más bien filósofos, mientras que una doctrina verdaderamente positivista no podrían admitir otra realidad fuera de la de los hombres. Extraño modo de concebir la realidad que, para repetir una famosa comparación, podría corresponder al razonamiento de quien negase la existencia de la raíz cuadrada de 2, sólo porque en el mundo de los fenómenos naturales no hay nada que se le corresponda, o de la Transfiguración de Rafael, porque el físico no puede descubrir en ella más que un pedazo de tela y colores. En cualquier caso, aquí no se podría, sin hacer uso de argumentos demasiado técnicos, mostrar la inanidad de tales teorías, que se denominan empíricas y son sólo ingenuas; pero quizás no es inútil la observación de que quién las analizase a fondo podría probablemente darse cuenta de la infiltración inadvertida e inconsciente de tendencias, que no son puramente especulativas y reflejan cierta corriente que agita la vida social actual. Puesto que sucede a menudo que incluso el jurista experto, que se propone describir solamente el derecho positivo cualquiera que sea, vea las instituciones, a través de un prisma que le deforma la visión, del fermento de ideas y de energías que sobre él influyen.

Sin embargo vale la pena introducirse en un terreno menos incierto y menos formal, y apuntar a todo un movimiento, que trata de descubrir no la fórmula científica que defina el Estado moderno, sino las bases mismas sobre las que se apoya su principio sustancial: un movimiento por lo tanto más práctico, al menos en sus fines, que doctrinal, si bien toma de cuando en cuando las formas de la doctrina.

Probablemente, el movimiento al que aludimos está formado de múltiples y variadas corrientes, algunas de las cuales son tan tenues que apenas se disciernen, pero son ésas, quizás justo por eso, las que se toman a menudo de la mano para fundirse, de forma que, vistas en conjunto, se presentan como un grandioso e interesante fenómeno.

Alimenta esta corriente o, al menos, si contribuir ni a constituirla ni a acelerarla, le confiere un cierto aspecto, aquel renovado sentimiento de imperialismo, que ya niega la misma razón de ser del derecho y por lo tanto del Estado moderno, el cual se afirma, antes que nada, como Estado jurídico, ya sostiene como justo que el ordenamiento institucional se traduzca en una especie de código de la fuerza: «Yo digo en verdad que lo justo es aquello que se da al más fuerte»: son palabras del sofista Trasimaco que se podrían poner como epígrafe en los escritos de destacados filósofos y políticos modernos. El Estado actual iguala ante la ley -y esta es una característica típica suya- a los débiles y a los fuertes, a los humildes y a los poderosos, mientras que debería secundar y reflejar los instintos de la conquista, del heroísmo, de la lucha entre los individuos, entre las diversas clases sociales y las distintas razas. Mal camino en fin el de los que se proponen las instituciones vigentes de buscar el bienestar colectivo a favor de una grey que no es digna de él; mal camino, en consecuencia, el de toda constitución que no sea rigurosa y estrictamente aristocrática, incluso, más exactamente, oligárquica. Y si de estas doctrinas nos hemos referido aquí a sus más extremas, y podemos bien decir, que monstruosas formulaciones, no debemos olvidar que ellas, no sólo han inspirado a los filósofos dionisíacos, sino que retornan, larvadas bajo apariencias más positivas, y con caracteres más atenuados, en concepciones sociológicas, en verdad muy vulgares pero no por ello poco difundidas. E independientemente de toda influencia teórica, el sentimiento de exagerado egoísmo y la falta del concepto de justicia, que está en su base, se revela en algunas manifestaciones de la vida social moderna -de forma inconsciente, pero no por ello menos peligrosa-, de forma que no es inútil añadirlo. Si nuestro tiempo ha acentuado los sentimientos de equidad, de humanidad, de solidaridad, a los que miran con desprecio los valedores de la moral heroica, no es menos cierto que estos sentimientos corren el peligro de mostrarse vanos, justo cuando debían venir en auxilio, esto es, cuando los contrastes sociales se acentúan más, como en el momento presente.

Mientras tanto es precisamente de estos contrates, o mejor, de una actitud especial que ha asumido, de donde recibe su mayor fuerza el movimiento que determina una especie de crisis en el Estado moderno. Dentro de él, y a menudo, como veremos, contra él, se multiplican y florecen con vida exuberante y potencia efectiva, una serie de organizaciones y asociaciones, que, a su vez, tienden a unirse y a conectarse entre ellas. Éstas se proponen los objetivos particulares más disparatados, pero todas tienen una característica común: la de agrupar a los individuos con el criterio de su profesión o, mejor, de su interés económico. Son federaciones o sindicatos de obreros, sindicatos patronales, industriales, mercantiles, de agricultores, de funcionarios, son sociedades cooperativas, mutualidades, cámaras laborales, mutuas de asistencia o de previsión social, todas constituidas bajo el principio indicado, del cual recaban su fisonomía colectiva. Justamente en este resurgir de tendencias corporativas de base profesional, que fueron ya tan florecientes anteriormente al surgimiento del Estado moderno que con él vinieron casi todas a menos, se ha visto el mayor evento de la sociedad contemporánea: éste es, al menos, el que se presenta como más general de todos, el más seguro y el más fácilmente constatable. No se trata de un movimiento artificial, galvanizado de doctrinas más o menos seductoras: éstas tienen en él una parte del todo secundaria, su fuente principal está en la necesidad de una más firme y orgánica estructura social. Necesidad generalmente advertida, que toma naturalmente consistencia y color diversos, según el punto de vista con el que se intenta satisfacerla, pero que es estimulada desde todas las posturas y desde todos los partidos. La promueven y facilitan aquellos que se orientan hacia una subversión generalizada de los ordenamientos actuales; lo miran con simpatía, como poderosa afirmación de vitalidad democrática, aquellos que, evitando vías inconstitucionales, vaticinan reformas profundas y radicales; lo propugna, incluso oficialmente, la Iglesia católica que, especialmente con la encíclica «Rerum novarum», se ha mostrado decididamente favorable al sistema corporativo. Así que, si queremos adoptar la palabra sindicalismo para calificar tal fenómeno, dicha palabra debe usarse en un sentido muy amplio, y no sólo para designar las organizaciones de trabajadores, ni mucho menos, aquellas, de entre tales organizaciones, que tienen un carácter más o menos revolucionario. El movimiento, aunque apareciese anteriormente, actualmente se ha extendido y generalizado, y conserva alguna de sus actitudes originarias, cuestión que, con toda probabilidad, no es más que absolutamente contingente. Y, en otros términos, el denominado sindicalismo integral, pese a conservar justamente o casi su antiguo nombre, y religándose, en algunas características, a sus antiguas manifestaciones, adopta movimientos y formas cada vez más amplias y complejas.

No es nuestra intención rastrear ni los orígenes históricos ni el fundamento económico -que por cierto es el preponderante- del fenómeno mismo, que nos interesa sólo por sus consecuencias directas en la estructura constitucional del Estado. En tanto en su misma afirmación, lleva implícito por necesidad lógica un presupuesto: la organización estatal actual, por el hecho de que siente la necesidad de nuevas organizaciones, complementarias a ella, o al menos no contrarias, se demuestra por sí mismo insuficiente. De hecho es una constatación ya antigua y del todo obvia, que el ordenamiento político que siguió a la revolución francesa –como por otra parte de cualquier otro que sea el resultado de una revuelta catastrófica lleva aún consigo su pecado original: el de ser excesivamente simple. Fruto de una reacción llevada a las últimas consecuencias, éste creyó poder dejar de lado una cantidad de fuerzas sociales que, o bien se engañaba pensando que habían venido a menos, o bien no les dio importancia, considerándolas como simples reminiscencias históricas, destinadas a desaparecer en muy poco tiempo. Peor aún: a menudo no quiso reconocer lo que demostraba tener todavía una vitalidad indiscutible, sólo por temor a que tal reconocimiento pudiese dar aliento y pretexto para la reconstrucción del pasado. Desaparecidas y suprimidas clases y corporaciones, reducidos a la mínima expresión a su vez los municipios, no se quiso poner frente al Estado otra cosa que el individuo: el individuo en apariencia armado de una serie infinita de derechos proclamados enfáticamente y ampliados con una generosidad sin coste, pero no siempre protegidos en sus legítimos intereses en el campo de los hechos. Mientras la organización del Estado moderno, en lo que respecta a su afirmación como único poder soberano, no hay duda de que respetase fielmente la nueva estructura social, ésta se demostró en poco tiempo del todo ineficiente, en la regulación, y también a menudo en la ausencia de reconocimiento de las agrupaciones de individuos, pese a ser tan necesarias en cualquier sociedad que haya llegado a un alto grado de desarrollo. Se entiende, que la vida social, que nunca ha sido dominada por las reglas jurídicas, ha continuado evolucionando por su cuenta y se ha situado en contradicción con un sistema asonante a ella, quizás acentuando más allá de lo necesario, como suele suceder, la contradicción y la lucha que de ella es consecuencia.

Mientras tanto, si se nos permite en esta breve hora, sería interesante apuntar como poco a poco, y a menudo sin tan siquiera darnos cuenta, el derecho moderno ha cedido aquí y allá, ora modificándose, ora tratando, cuando sus disposiciones eran un poco dudosas, de favorecer la interpretación que, quizás a costa de la exactitud, podía servir para no involucrarlo en una lucha desventajosa para él. Cabría a este propósito recordar las disputas que, si bien atañen al campo del derecho privado, han sido originadas por motivos de orden público, sobre la legitimidad de los sindicatos industriales, disputas que a día de hoy van arreglándose en favor de su legitimidad. Y se podría también poner de relieve como en Italia se constituyen, y viven sin perturbaciones las asociaciones de funcionarios públicos, incluso aquellas, por ejemplo, de magistrados, para las que cabría plantear justificadas dudas. En cualquier caso típica y característica es la actitud asumida frente al sindicalismo por el derecho positivo francés. Éste, como es sabido, ha venido refrenando, hasta hace pocos años atrás, los principios por los que ya en 1791 había procedido a la disolución de las corporaciones de artes y oficios y prohibido su reconstitución bajo cualquier forma. Salvo que la afirmación siempre más generalizada y vital de las organizaciones sindicales de operarios le ha inducido a atenuar aquellas disposiciones restrictivas, que no habría podido materialmente aplicar, sin recurrir a sanciones penales contra un número grandísimo de personas. Y donde no ha proporcionado medios el legislador, ha venido poco a poco proporcionándolos la jurisprudencia, con grandes, aunque cuestionables interpretaciones. Así, mientras una autorizada opinión doctrinal niega que los sindicatos de funcionarios fuesen permitidos por la ley de 1 de julio 1901, tales sindicatos florecen en grandísimo número. El Gobierno proclama su legalidad en el Parlamento, y el Consejo de Estado fuerza su postura hasta el punto de afirmar la capacidad de las propias asociaciones para recurrir contra un acto administrativo relativo al estatus jurídico de uno de sus miembros.

El derecho público moderno por lo tanto no domina, sino que es dominado por un movimiento social, al que se viene adaptando con dificultad, y que mientras tanto se gobierna con sus propias leyes. Y mientras los escritores políticos se abandonan según sus diversos temperamentos a las visiones o a las discusiones críticas; mientras se cuestiona si se verifica una especie de recurrencia histórica a las corporaciones medievales; mientras se duda si los sindicatos modernos harán estallar la lucha social y se cuestionan sus posibles consecuencias en relación con la energía del carácter individual, el funcionamiento de los poderes públicos, el avenir del colectivismo y la evolución en general del mundo económico, las organizaciones de diversa índole se multiplican de manera prodigiosa. Y muchísimas asumen, ora de forma larvada, ora abiertamente, una actitud antagonista frente al Estado. La corriente más moderada y conservadora, al mismo tiempo que afirma que los cuerpos profesionales deben desarrollarse bajo la garantía y el control de éste último, advierte que aquellos no deben jamás convertirse en sus instrumentos oficiales, acentuando de este modo, si no su carácter de oposición, el de independencia. Bajo otros puntos de vista y en lo que respecta a su actitud en la práctica, resulta superfluo poner de relieve que en todas las asociaciones de tal género, por ejemplo las de funcionarios, está insita la idea de adquirir un poder material, que pueda presionar sobre los poderes públicos, de forma que pueda obtener con la fuerza que deriva de la unión, aquello que el Estado, escuchando simplemente la voz de la justicia, se temen que no les concedería. Algunas veces, sin reservas y sin sobreentendidos, es la sustitución del sindicato por el Estado lo que se reclama. Éste es precisamente el programa, en su forma más radical y revolucionaria, que se refiere al sindicalismo obrero en sentido estricto. Y en Francia los sindicatos de funcionarios públicos reclaman insistentemente participar en la federación general del trabajo, sólo porque, a pesar de que tengan intereses divergentes de los de las clases trabajadoras, que podrían defenderse mejor con una organización autónoma, condividen las intenciones antiestatales. Baste recordar el famoso manifiesto de los fundadores sindicalistas del 24 de noviembre de 1905, en el que se declara que «los sindicatos deben prepararse para constituir los cuadros de las futuras organizaciones autónomas, a las cuales el Estado tendrá la obligación de asegurar, bajo su control y bajo el control recíproco, los servicios progresivamente socializados».

Además de todo ello, debemos poner de manifiesto los puntos en que el diverso movimiento corporativo tiende a coincidir, sería absolutamente inexacto no diferenciar el propio movimiento en dos corrientes distintas: entrambas se alimentan, como ya apuntábamos, de factores económicos, una de ellas los acentúa y exagera más allá de toda medida y extrae de ellos consecuencias extremas; la otra sin embargo se apoya en un sano idealismo y no olvida que otros elementos, además de los económicos, determinan y consolidan cualquier conquista de la humanidad. La primera de dichas corrientes es, como es natural, la más simple, la más «simplicista» si se quiere y, en su lógica no presta atención al precepto «cave a consequentiaris». Es, en otros términos, la concepción del «derecho económico» de Proudhon, que se sobrepone a la del «derecho político», sobre la cual reivindica una especie de primogenitura, que habría pasado inadvertida sólo por efecto de una ilusión histórica. El principio y el fin de toda organización social sería la economía pública y tener en consideración las exigencias de ésta sería no sólo necesario -lo que nadie discute- sino también suficiente. De tal modo que desde dicho punto de vista se llega -y se afirma sin reticencias- a la descomposición del Estado moderno. La unidad y la soberanía de éste último no tendrían razón de ser y estarían destinadas a desaparecer; es todo un coro de voces que, especialmente en Francia, se eleva en este sentido y retoma el grito que había lanzado ya Proudhon. En lugar de la abstracta soberanía del Estado, había preconizado aquel «una soberanía efectiva de las masas laborales reinantes, gobernantes, en un primer momento en las reuniones de beneficencia, en las cámaras de comercio, en las corporaciones de artes y oficios, en las compañías de trabajadores, en las bolsas, en los mercados, en las escuelas, en las manifestaciones agrícolas, y finalmente en los comités electorales, en las asambleas parlamentarias y asimismo en las iglesias y en los templos». La organización social sería dada por la federación de estos grupos mutualistas y, al lado de ellos, por los Municipios y las Provincias. Además ahora se va más allá y de la quema no se quiere salvar ni siquiera al Municipio, la asociación política elemental, que instintivamente habían considerado siempre como necesaria y a la cual nos ligan los vínculos más naturales y más sólidos. Ésta, según Duguit, habría dejado de ser «un grupo social coherente». De modo que las asociaciones profesionales deberían no ya desarrollarse al lado y junto a aquellas determinadas por vínculos territoriales, de nacionalidad, en otros términos, vínculos políticos, en el sentido estricto y etimológico de la palabra, sino que podrían, incluso deberían prescindir de ellos, puesto que su valor no sería más que geográfico. No es el caso de que el nacimiento, un río o una montaña deba determinar la cohesión de los individuos, que mejor quedaría fundándose en la fuerza productiva de éstos, en el trabajo, en la actividad económica. El poder central, si bien habrá necesidad de él, reduciría, en un futuro próximo, su acción a un simple parte de control y vigilancia. Y esto sería posible porque el movimiento sindicalista, tras un período más o menos prolongado de perturbaciones y quizás de violencia, daría a la sociedad política y económica del mañana una cohesión que nuestra sociedad no ha conocido desde hace siglos. Éstas, tomemos nota, son vistas no sólo por quien restringe el fenómeno del sindicalismo a las clases obreras, sino también por quienes han apuntado a la concepción de un sindicalismo más complejo e integral, extendido a todas las clases, esto es, a todos los grupos de individuos pertenecientes a una determinada sociedad entre los que existe una interdependencia particularmente estrecha, por el hecho de que sirven a una función del mismo orden en la división del trabajo social.

Y se podría continuar fácilmente en esta revisión, no carente de interés, de las predicciones que por obra de fantasías más o menos fervientes, se acumulan día tras día sobre la organización corporativa de la sociedad futura. Que si uno, más prudente, declara no querer ir demasiado lejos en el precisar los detalles de tal organización, no teniendo ganas de reconstruir a su modo la ciudad de Utopía, otros olvidan la repetida experiencia de que todo movimiento social no recorre jamás una vía completamente trazada desde el inicio, sino que poco a poco va abriéndose el camino. Además es necesario reconocer que la verdad es una diosa muy caprichosa, que ama frecuentemente ocultarse bajo las apariencias más fantásticas y no deja nunca de andar persiguiendo, aunque sea por un momento, fantasmas y quimeras. Haremos bien de consecuencia en tener en cuenta también éstas e intentar ver que se esconde tras de ellas.

El núcleo de verdad más indiscutible que anima las modernas tendencias hacia el sistema corporativo está en la relevante y muy simple cuestión, de que las relaciones sociales que interesan directamente al derecho público no se agotan en aquéllas que tienen por fin al individuo, por una parte, y al Estado y las comunidades territoriales menores por otra. Como sería del todo contrario al más evidente y seguro proceso histórico del que nuestra civilización procede, prescindir de éstas últimas, así aparece como exigencia elemental y fundamental tener en cuenta también a las organizaciones sociales derivadas de vínculos diversos a los territoriales. Y entre ellas las más sólidas y las más espontáneas, incluso las más necesarias son, al menos actualmente, las determinadas por los intereses económicos de los individuos que las componen. La distinción en clases de la sociedad es, por otra parte, un fenómeno, que sólo en períodos transitorios puede atenuarse, sin que en cualquier caso desaparezca jamás. Ésta puede parecer peligrosa o contraria al orden público en momentos en los que de una parte se alimentaba la lucha de clases y, por otra, se podía considerar destruido y anticuado el fundamento de cada una de ellas. Pero se trata, nótese, de uno de esos fenómenos necesarios que, cesada una de sus manifestaciones, encuentran necesariamente otra. Las exigencias económicas de la sociedad moderna han podido así hacer renacer una distribución y una organización de los particulares, que anteriormente tenía caracteres y finalidades distintas, pero que en sustancia es una fase nueva de una antigua y perenne exigencia social. Desde este último punto de vista, el sistema corporativo, considerado en su desarrollo normal y no en sus degeneraciones, aparece como natural, puede servir para mitigar las dañosas consecuencias del individualismo excesivo, fuente de enfrentamientos y luchas, desarrollar el sentimiento de solidaridad entre los particulares, y el sentimiento de respeto recíproco entre los diversos grupos e individuos, contribuyendo así a una más completa y compacta organización social. Y en lo relativo a la Constitución política, se puede incluso esperar que el movimiento corporativo se dirija no ya a superar el Estado, en el papel que, en el derecho moderno, ha venido asumiendo, sino a completar sus deficiencias y lagunas, que, como se ha visto, presenta por necesario efecto de su origen. No se puede ignorar que determinados principios del actual derecho público no se deben a una exacta traducción en su sistema de imperiosas y claras exigencias sociales, sino precisamente a la falta de toma en consideración de éstas últimas, que o no se quisieron reconocer o no se pudieron hacer valer en un momento en el que una profunda perturbación debía ocultarlas o presentarlas bajo un aspecto impropio. Justo por este motivo, para completar el edificio del Estado moderno, en parte se recurre a la adopción de instituciones extranjeras, en la creencia de poder trasplantar o imitar el derecho público inglés, en parte se recurre a la frágil base de los principios doctrinales, que aparecían ahora como axiomas de la más indiscutible razón natural. Por fortuna, incluso en virtud de la ley, para la que no existe auténtico derecho que no respete una efectiva condición social -ley que incluso en tal caso no ha desaparecido, como se podría pensar en un análisis superficial- la consecuencia de ello no fue haber creado instituciones contrarias a las nuevas exigencias y a las nuevas necesidades, sino sólo la ilusión de haber dado vida a instituciones jurídicas acabadas, cuando en realidad no se habían obtenido más que formas privadas de contenido, esquemas que debían y aún deben llenarse de contenido. Las constituciones modernas han tenido desde luego la pretensión de consagrar en sus textos los principios fundamentales del derecho público, pero la mayor parte de las veces no han hecho más que apuntar instituciones, que después no han regulado, y escribir los títulos de los capítulos, que ni tan siquiera han esbozado. Aquéllas, por tanto presentan una serie de lagunas mucho mayores de lo que generalmente se piensa. Esto fue y es una virtud, ya que de este modo es posible que la lucha que parece establecerse, en el momento presente, contra ellas, pueda asumir un cariz diverso, puesto que podrá desarrollarse en un campo en el que no hay trincheras que abatir, sino sólo defensas que elevar. Construir y no destruir: es ésta, más que nada, la labor que puede y debe proponerse, respecto al ordenamiento político, el desarrollo de la vida social efectiva y, cuando haya finalizado la construcción, probablemente los nuevos edificios no contrastarán con la sólida y severa arquitectura del Estado moderno, sino que ambos se apoyarán en las mismas bases y constituirán las partes de un todo.

Existe, por ejemplo, en el derecho público común a los actuales Estados, una institución jurídica a la que se mira con un sentimiento muy curioso: con la creencia, de una parte, de que es necesaria y vital, con la conciencia, por otra, de que su objetivo no ha sido logrado. Ningún partido, o casi, la despreciaría, pero todos están igualmente descontentos. Es la institución de la representación política, que conviene aquí mencionar, como aquella que guarda más relación y conexiones indiscutibles con nuestro tema, ya que se propone nada menos que el fin de poner en contacto inmediato la constitución del Estado y la de la sociedad, las instituciones con los elementos móviles de la vida pública: de hecho, los defensores del sistema corporativo han dirigido su atención a este tema constantemente. Pero no siempre se han dado cuenta de lo que aquel sentimiento general al que hemos aludido podría significar: que se trata de una institución, que no tiene necesidad de ser separada de los principios fundamentales en los que se apoya, pero que debe aún incorporar un contenido positivo, en tanto en cuanto se propone un objetivo, que es, y debe ser el suyo, pero no lo logra, es la afirmación de un principio justo, pero no tiene un reglamento práctico y eficaz que lo desarrolle.

Quizás no sea inútil recordar que la representación política nació y adquirió su fisonomía característica en Inglaterra, es decir, en un ordenamiento, que no prescindió, hasta hace muy poco tiempo, de la distinción de la sociedad dividida en clases, distinción que deja todavía profundas raíces. Así pues, transportadas en un diverso clima político, sus caracteres, primeramente tan claros, se han descolorido y casi desaparecido. Como es sabido, la doctrina más difundida mantiene hoy que lo que se denomina representación política es un término inexacto, es más, que sólo conserva dicho nombre por una ficción jurídica, porque ésta, como está regulada, no da vida a ninguna relación entre electores y elegidos, que constituya una verdadera relación de representación. Serán teorías exageradas e inexactas, pero eso no quita que contengan gran parte de verdad. En sustancia, al principio democrático representativo no se le ha atribuido más que un valor negativo: se le ha contrapuesto al principio regio o aristocrático, para negar que el pueblo pueda ser sometido a uno sólo o a unos pocos. Pero su lado positivo ha quedado siempre en la sombra, y es necesario convenir en la justa observación de que los actuales sistemas electorales son expedientes muy mediocres, preferibles al sistema de la extracción por sorteo, adoptado por algunas democracias de la antigüedad, como por ejemplo, por la ateniense, pero siempre muy inferiores al objetivo que querían proponerse. La denominada voluntad popular tiene muy pocas probabilidades de encontrar en los parlamentos su oráculo fiel, cuando el electo es, durante el tiempo que intercede entre una elección y otra, independiente de sus electores; cuando los mecanismos establecidos al efecto no consiguen una representación orgánica de las minorías, ni el más simple, pero más empírico sistema de la especialización del pueblo en colegios; en fin cuando los representantes son miles de personas agrupadas de modo casual, pero distintas en su modo de pensar, por intereses, por cultura y por lo tanto por voluntades divergentes. Y resulta sin duda verdad la observación de un ingenioso escritor, que cuanto más aumentan el número de electores iluminados, más se desarrolla la conciencia civil y política de los particulares, más aumenta, en otras palabras, el civismo, y resulta menos posible que el electo represente a grupos muy poco homogéneos y numerosos de individuos. La composición de las cámaras representativas tiene por tanto algo de extremadamente artificial y ficticio. Y mientras tanto no puede negarse que todo un conjunto de causas, de lo más variado, han atribuido al pueblo una fuerza política, que siempre va aumentando: la mejora de las condiciones económicas, la difusión de la opinión pública y del espíritu crítico e inquisitivo; la ampliación de la cultura, la cotidianeidad de los medios impresos, la facilidad para reunirse y para asociarse, los contactos provocados por el trabajo industrial moderno que reúne a los operarios entorno a las máquinas, la rapidez de los medios de comunicación, que ha abolido la vida sedentaria y es un potente medio de acercamiento. Así muchas veces sucede que la imprenta y otras manifestaciones enérgicas de las fuerzas sociales son anteriores a la tribuna parlamentaria y a la acción de los partidos, ejerciendo sobre el trabajo legislativo bastante más influencia que aquéllos. Y es cierto que, junto a las formas de responsabilidad jurídica y política del Gobierno, independientemente de éste y con mayor eficacia práctica, se ha desarrollado una especie de responsabilidad social de los ministros, que, dejando de lado al Parlamento, pone en contacto directo al pueblo con el Gobierno. La misma existencia de publicaciones no oficiales es un hecho que se podrá deplorar, pero que puede precisamente servir para poner en evidencia este lado extra-jurídico de la vida pública de hoy día.

La crisis por tanto del Estado actual podemos considerar que se caracteriza por la convergencia de estos dos fenómenos, uno de los cuales agrava necesariamente al otro: la progresiva organización sobre la base de intereses particulares de la sociedad que va progresivamente perdiendo su carácter atomístico, y la deficiencia de medios jurídicos e institucionales, que la sociedad misma posee para reflejar y hacer valer su estructura en el seno de la del Estado. Y tal deficiencia puede explicar el porqué incluso aquellas asociaciones y agrupaciones de individuos que, por su naturaleza y por sus intereses no deberían posicionarse contra el Estado, tienden de vez en cuando a hacer causa común con aquellos que propugnan una radical y revolucionaria transformación de los poderes públicos. Ello es el porqué, y también otros motivos, de que se haya difundido una cierta desconfianza -que no puede considerarse extremadamente dañina- contra la posibilidad de encontrar en instituciones creadas por el Estado y encuadradas en su ordenamiento, el remedio heroico que se busca. Y es curioso e interesante notar que si en una institución, como caso raro, convergen las simpatías y las esperanzas de muchos, se difunde, incluso cuando es perfectamente injustificada, la opinión, de que ello sea contrario a los principios del Estado moderno. Así, por ejemplo, nosotros no sabemos y aquí no queremos indagar, si la representación política pueda renovarse y alcanzar su objetivo, por medio de la denominada representación de los intereses: sistema que, al menos a primera vista, parece corresponderse con la creciente división en clases y corporaciones de nuestra sociedad, y que ciertamente retrotraería a sus orígenes y a su significado primitivo a ésta hoy anticuada institución. Además es muy común poner de relieve que ello implicaría atribuir una fracción de la soberanía a cada grupo o clase, y que por ello y por su propia naturaleza es incompatible con el principio que unifica y suma en el Estado todo poder público: y mientras que sus adversarios se valen de este argumento para combatirla, algunos de sus valedores se detienen con complacencia sobre ésta pretendida incompatibilidad, para desarrollar y confortar sus ideas antiestatales. La verdad sin embargo parece ser distinta y, a parte de la dificultad práctica de conciliar los intereses de cada grupo con los intereses generales, la representación de los primeros no está reñida con la defensa de los segundos, más de lo que la actual división en colegios electorales niega la unidad del Estado y la organicidad de sus intereses. Recientemente, se ha hecho de diversas partes revivir una idea, que había ya avanzado Stuart-Mill, la idea de constituir una serie de parlamentos especiales, para cada rama de la legislación, relativos directamente a este o a aquel grupo social. Y mientras alguno querría atribuirles simples funciones consultivas, otros en cambio creen que estos nuevos órganos deberían poseer una verdadera y propia competencia legislativa, la cual vendría naturalmente limitada por la del Parlamento central, cuya misión sería más que nada la de control, ejercitándose especialmente bajo las formas de la aprobación y del veto. Otros incluso propugnan que, permitiéndose subsistir a la Cámara electiva que actualmente poseemos, o incluso modificándola como sistema de representación de las minorías, se reforme el Senado, convirtiéndolo en una Cámara, cuyos componentes serían elegidos por los colegios profesionales.

Pero cualquier idea que quiera acogerse entorno a estas propuestas que, en el fermento del momento actual, florecen y se complementan, nos parece que un principio debe resultar siempre más exigente e indispensable: el principio, de una organización superior que una, equilibre y armonice las organizaciones menores en las que la primera va especificándose. Y esta organización superior podrá ser y será aún por mucho tiempo el Estado moderno, que podrá conservar casi intacta la figura que actualmente posee. Éste por su naturaleza sustancial no es ya un instrumento de clase social, como algunos piensan, una hipocresía monstruosa, detrás de la cual se esconde el dominio de un número más o menos reducido de personas, una ilusión frente a la cual, según la frase de Nietzsche, sólo a los miopes les estaría permitido arrodillarse. Construido, se diga lo que se diga en contra, con el fin opuesto, éste tiene la potencialidad de afirmarse como un organismo que supere los intereses parciales y contingentes, que haga valer una voluntad que bien pudiera denominarse general, la única institución, en cualquier caso, entre aquellas que la humanidad ha conocido hasta el momento, que está en posición de dar vida a un ordenamiento político que impida a la futura sociedad corporativa retornar a una constitución muy similar a la feudal. Cuanto mayores sean los contrastes que de la concreción de las fuerzas sociales y de su crecimiento y organizado deriven en el futuro, más indispensable aparecerá la afirmación del principio, de que al poder público se le podrá atribuir tanto más carácter indivisible, cuanto más amplia y más adecuada pueda rendir la participación de las diversas clases sociales en su ejercicio. Y no sólo el símbolo, sino el ente real, en el que tal principio se afirmará cada vez más, no puede ser otro que el Estado, convertido aún en más sólido en su potestad y más activo, verdadera personificación de aquella colectividad amplia e integral, que una crisis momentánea puede eclipsar, pero que está destinada a adquirir cada vez mayor coherencia y consistencia. Ciertamente nadie puede hoy creer que nuestra vida constitucional haya encontrado las formas en las que pudiese recostarse por un tiempo indefinido. Nacerán formas nuevas y muchas de las viejas se transformarán. Pero qué en particular nos reserve el futuro nadie lo puede seriamente pretender conocer, y debemos limitarnos a contemplar con ojos vigilantes y con sentimiento de fe las semillas quédese ahora han sido sembradas. Semillas, que no todas, como es natural, fructificarán, pero algunas de las cuales parece que hayan ya desarrollado las primeras raíces. Y mientras tanto, en los momentos en los que pudiésemos permanecer más perplejos, ante el crecimiento y el escoramiento hacia la lucha de los elementos contrarios, puede socorrernos la confianza, de que la buena semilla conseguirá siempre y en cualquier caso, antes o después, ser fecundada por la paciente obra del hombre, que, sin dejarse engañar de falaces ilusiones y de intereses egoístas, tenga la conciencia, o la intuición, de los ideales altos y puros, a los que éste está llamado a dar vida.

 

Resumen: El presente artículo es un texto de comienzos del siglo XX en que el autor describe, en primer lugar, las bondades de la estructura del Estado moderno, en que el poder político queda personificado a través del Estado, como una entidad no ficticia, sino real, que impone su propia voluntad a la de los individuos y grupos que lo componen por medio de las instituciones y mecanismos del Derecho Público.

El autor percibe la crisis de tal Estado moderno en el surgimiento de numerosas doctrinas que niegan esa personalidad propia del Estado y ven en él una mera ficción jurídica, y en segundo lugar en la intensificación de los intereses corporativos y particulares de ciertos grupos, organizaciones y asociaciones que se unen frente al Estado para alcanzar el poder y lo socavan. Encuentra en el Derecho Público y las Constituciones de la época lagunas en la imprecisión de instituciones tan importantes como la representación política, concluyendo que el Estado moderno para defender mejor los intereses generales y afianzarse como poder superior, debe incorporar mecanismos que mejoren e intensifiquen la participación política de los diversos grupos y clases sociales.

 

Palabras clave: Estado moderno, crisis, corporativismo, participación política.

 

Abstract: This article is a text of the early twentieth century in which the author describes, first, the benefits of the modern state structure in which political power is embodied through the state, as a non-fictional, but real entity, which imposes its own will to that of individuals and groups that compose it through the institutions and mechanisms of public law.

The author sees a crisis of the modern state in the emergence of various doctrines that deny the personality of the state and see it as a mere legal fiction, and second in the intensification of corporate and individual interests of certain groups, organizations and associations which join against the state to gain power and undermine it. He founds in the Public Law and the Constitutions of the time gaps in the imprecision of such important institutions as political representation, concluding that the modern state to defend the general interests and establish itself as a higher power, it must include mechanisms to improve and increase the political participation of various groups and social classes.

 

Key words: Modern State, crisis, corporatism, political participation.

 

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[*] Discurso inaugural del año académico 1909-1910 en la R. Universidad de Pisa. (Rivista di Diritto Pubblico, Milán 1920, republicado en Discorsi e prolusioni accademici, cit. Módena).