SOBRE EL “DERECHO A LA VIDA”

 

Tomás Requena López

Letrado del Consejo Consultivo de Andalucía. Profesor asociado de Derecho constitucional. Universidad de Granada.

 
resumen - abstract
palabras claves - key words

 

 

 

 

 

  Homenaje a Peter Häberle (II).

 

SUMARIO

 

1. La deriva de los prejuicios

2. Significado del “derecho a la vida”

3. El aspecto económico

4. El aborto

5. La disponibilidad de la propia vida. La eutanasia

6. Conclusiones

  

 

 

1. La deriva de los prejuicios.

 

El objeto de este trabajo[1] es la búsqueda y la determinación del significado del “derecho a la vida” del art. 15 CE. Como en toda indagación jurídica similar, no prospectiva, lo apropiado para ello es la aprehensión de una mínima comprensión previa de la realidad concernida y la utilización de un método de trabajo jurídicamente aceptable; esto, se puede decir con razón, es obvio y por ello de innecesaria explicitación[2], y así es, si no fuese porque el debate, también el jurídico, sobre las implicaciones del artículo 15, en particular sobre el aborto y la eutanasia, pero que creo que alcanza a la comprensión del llamado “derecho a la vida”, está tan moralmente cargado que la puerta a la irreflexión está más abierta que de costumbre. Ese esfuerzo por huir de la intensa gravedad ética no es una ruptura del «razonamiento» de que se vale el «sentido común» para comprender la realidad, para alcanzar «la verdad», sino un intento plausible de evitar el abandono justamente del «sentido común» en aras de la opinión no confrontada o, lisa y llanamente, del producto del «alma», sin apoyo del «intelecto»[3]. Por tanto, esto no es una reivindicación de una supuesta pureza del Derecho, lo que sería alejarse del «sentido común», sino un proyecto plausible por evitar que la negación de esa pureza lleva a posiciones de servidumbre moral y, por ende, irracionales. Interpretar el derecho según la propia convicción no es destruirlo, pero interpretarlo según la propia convicción cuando el Derecho no admite esa interpretación sí lo es. Sencillamente, no vale todo. No es posible, ni sería, de serlo, racional ni razonable, prescindir de las propias convicciones. Pero no se desprende uno de ellas porque haya que renunciar a imponerlas cuando tal imposición conduce a resultados inadmisibles jurídicamente, ni tampoco por someterlas al proceso de interpretación jurídica, que puede exigir, no, claro está, la corrección de la convicción, pero sí su sacrificio total o parcial[4].

Dejando al margen interpretaciones “originalistas”, que en el mejor de los casos son interpretaciones actuales de lo “original”[5] y, por tanto, respecto al significado actual del reconocimiento del derecho a la vida, es pues evidente que, en términos generales, no existe una línea nítida que permita, cuando la problemática hace irrumpir las valoraciones con más fuerza, separar lo que nuestra carga moral o ideológica impone de lo que podría considerarse como fruto de una mera tarea intelectiva, entre otras cosas porque esta última no es, en muchos casos, sino la presentación racionalizada de nuestros prejuicios morales o ideológicos. Quién no es capaz de someter el concreto reflejo de sus propias convicciones a la posible erosión de la tarea de la interpretación jurídica, debería admitir, al menos, que desde un punto de vista jurídico, tan válida es su concepción tergiversadora como cualquier otra, y que, por ello, el Derecho autoriza cualquiera de ellas. Y si eso es así, el Derecho no tiene entidad autónoma, sino que es sólo el reflejo de la concepción que ha logrado imponerse, lo que llevado a su extremo más radical, equivale a decir que la Constitución es sólo papel mojado.

De lo que se trata, en definitiva, es de presentar al “derecho a la vida” de una forma sostenible constitucionalmente hablando. Por eso, en lo que sigue se intentarán someter a crítica los elementos (que constituyen en sus piezas polémicas fundamentalmente presupuestos de su comprensión) de la concepción actual del derecho fundamental a la vida, proponiendo a la vez, el papel que ha de tener el artículo 15 CE cuando proclama que “todos tienen derecho a la vida”, reflexión que puede extenderse al artículo 2.1 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea[6], conforme al cual “toda persona tiene derecho a la vida”, dicción diferente (a la que luego brevemente se aludirá) de la española, pero que no va a llevar a una pacificación de los problemas que se suscitan hoy sobre el derecho a la vida.

 

 

2. Significado del “derecho a la vida”.

 

2.1. La prohibición de atentar contra la vida ajena, en tanto que existencia física

 

Si se piensa en lo que es un derecho y en lo que es la vida, es posible caer en la cuenta de que hay algo filosófica o poéticamente[7] difícil en el “derecho a la vida”, consecuencia de una primera e inevitable imagen fisiológica[8], de necesidad, de un lado, y de la contemplación del paisaje de la vida humana, de otro, que por tosco que sea muestra que esa imagen es sólo un reflejo de una realidad cierta -mínima- de la vida humana, no sólo definida por la carga de la necesidad, con independencia del mayor o menor desarrollo o grado de civilización pues el desarrollo técnico es una cosa y otra es “la vida del espíritu”[9]. No parece que pueda hablarse de un “derecho a las necesidades fisiológicas” o un “derecho a pensar” (como actividad puramente interior del hombre), o “a querer” (voluntad) o “a juzgar” (también interiormente, claro), pues como tales derechos parecen casar poco con lo racional.

La vida, además, no entraña la potencia de una facultad, sino que identifica la existencia física humana[10], a la que se llega y de la que se va (normalmente) al margen de la voluntad. El hombre no viene al mundo por voluntad propia y en la inmensa mayoría de los casos tampoco se va de él por su voluntad. Lo opuesto a la vida no es la muerte, que identifica más bien un acto (el de morir) y no un estado, o más bien, culturalmente, una sucesión de actos o una situación transitoria (al fallecer una persona se dice que está muerta y cuando es enterrada que murió), de ahí que se diga de alguien que dejó de vivir, no que esté muerto, sino que murió. Lo opuesto a la vida es nada o, mejor dicho, la vida no tiene contrario y en su “ejercicio”, si es que puede hablarse de tal, no puede uno optar por la muerte. El ejemplo de un auténtico derecho fundamental puede ayudar a entenderlo: lo opuesto a la libertad de expresión es «no poder» expresarse y en el ejercicio de ella alguien «puede elegir» no expresarse, y luego puede volver a cambiar de actitud. Esa persona puede luchar por expresarse, «puede» actuar para ello, o «puede» decidir expresarse. Y ese no es el caso de la vida[11], pues no se «puede elegir no vivir» y luego pretender vivir, pues ese «no vivir» no es vida, es nada, y el «no expresarse» sí es algo, es vida.

Dicho lo cual, puede ya notarse que el reconocimiento constitucional del derecho a la vida no forma parte del acervo jurídico constitucional[12]. Con independencia de las razones históricas y políticas de tal omisión, desde el punto de vista lógico la existencia como tal de un derecho a la vida y su construcción constitucional resulta problemática, haya sido esto o no la razón de tal ausencia. Incluso si se acude al hombre medio (al «average man» del Common Law; quizás el “buen padre de familia” del Código Civil) y se le interroga acerca de qué sea el derecho a la vida, la respuesta habitual será que es el derecho a que se le respete la vida (a que nadie atente contra ella) y en algunos casos, se añadirá (o sólo se dirá), significa que se prohíba el aborto, o (aquí el grado de respuesta inmediata será menor y a buen seguro también el número de respuestas) que se prohíba la eutanasia. Hay, como se puede comprobar, tanto en un caso como en otro, una evocación inmediata a la existencia de una prohibición, algo que no es equivocado como a continuación se verá, y es que, al fin y al cabo el Derecho se vale del sentido común como instrumento del razonamiento para acercarse a la realidad.

El “derecho a la vida” supone, indica e implica (todo ello), podría decirse en una frase tan incorrecta ontológicamente como tan imprecisa para captar la realidad, la existencia misma de la situación cuya continuidad se protege. Por tanto, propiamente no se tiene derecho a la vida, ni siquiera el derecho a “seguir viviendo”. Piénsese en la persona enferma o anciana que sabe que va a morir (o, simplemente, en cualquier persona que sabe que, como ser mortal, morirá); esa persona no puede reclamar jurídicamente la continuación de su vida, como tampoco puede hacerlo el «nasciturus». En realidad, la vida difícilmente puede configurarse como un derecho, sino como la realidad descriptiva de la existencia de las personas, que son las titulares de los derechos. La vida no identifica «una» realidad, es «la» realidad; la vida es la existencia; es, por ello, el presupuesto, no sólo de los demás derechos, sino también del mundo humano, de modo que sólo tiene sentido hablar de cualquier cosa si se está vivo. Por eso el significado del “derecho a la vida” resulta extraño a la configuración de una posición de poder desde la que el ser humano ejerza facultades que permitan identificar el “ejercicio del derecho a la vida”[13].

Desde dentro del sistema jurídico, puede afirmarse que el “derecho a la vida” no incorpora facultades propias, sino exclusivamente obligaciones ajenas. Es cierto que todos los derechos fundamentales llevan consigo un contenido negativo proscriptivo de obstaculizaciones y lesiones ajenas, y que incluso en algún caso es sólo ése su contenido, como sucede, por ejemplo, con las libertades «ex» artículo 17 CE. Pero además de que en muchos existe un haz de facultades que el sujeto puede ejercitar (lo que no se da propiamente en el caso del derecho a la vida), en todos los casos de derechos fundamentales (si no, no serían tales) existe la posibilidad de acudir a los tribunales reclamando tutela judicial y en última instancia en amparo al Tribunal Constitucional. La posibilidad de reaccionar por el sujeto titular del derecho y con ello obtener la reparación correspondiente, en orden a eliminar los obstáculos para el ejercicio de su derecho o para que se respeten las circunstancias determinantes del estado que define el mismo, es esencial para que podamos hablar de la realidad de un derecho fundamental, es más, para que se pueda hablar incluso de derecho subjetivo[14].

Piénsese, por ejemplo, en un atentado exitoso contra la vida, es claro que el fallecido ya no podrá reaccionar ante los tribunales. Es el Estado a través del Derecho penal, quien debe actuar, y con el «ius puniendi» no se protege el derecho a la vida del que ha fallecido, algo por lo demás obvio, sino la vida como bien jurídico penalmente protegido. Si el atentado ha sido frustrado, el individuo afectado podrá reaccionar, pero no para restablecer su derecho a la vida, sino para castigar al sujeto que ha intentado matarle, aunque de todos modos lo va a hacer el Estado[15]. Y si es éste el criminal[16], resulta difícil incluso que esta vía tenga éxito. En todo caso, qué sentido tendría hablar de reacción judicial por el titular si éste vive y no en otro caso o, mejor dicho, de un derecho cuya lesión imposibilita su reacción judicial porque la misma supone la inexistencia.

Así pues, las personas no pueden reaccionar contra los ataques al “derecho a la vida”, como si se tratase de un derecho, porque, como se ha explicitado, no lo es. En el estado actual del sistema de protección, penal por definición, las personas, y no sólo los perjudicados, sólo pueden ejercer la acción penal o simplemente denunciar los hechos para activar el «ius puniendi». Algo que, evidentemente y por lo demás, no puede hacer el «nasciturus». Esto no es sino consecuencia de que no estamos ante un derecho fundamental, sino ante la protección de un valor que por tratarse de un puro prevalor, no se puede configurar como tal.

Incluso en los casos para los que en las sociedades democráticas avanzadas funciona (activamente sobre todo) el reconocimiento del derecho a la vida, que no son sino el del aborto y el de la eutanasia (dicho sea de paso también en las sociedades no democráticas sucedía lo mismo incluso sin reconocerlo como derecho fundamental), tampoco la fisionomía del llamado derecho a la vida es la propia de un derecho. En el primer caso (el aborto), el «nasciturus» no podría ejercer ese hipotético derecho a la vida, ni por sí (es evidente), ni por nadie, pues se trataría de algo personalísimo, que no puede ser hecho valer ajenamente. Si el Estado actúa, lo hace, no en nombre del «nasciturus», por la razón expuesta, sino de la sociedad, para proteger el bien jurídico vida, y si lo hace cualquier otra persona, es con el mismo carácter y finalidad. En el segundo caso (eutanasia), no se ejerce el derecho a la vida ni, por tanto, su supuesto contrario, como el derecho a morir, que ni aparece en la Constitución ni es posible deducir de ella, sino que se elije libremente (partiendo, lógicamente, de lo que significa la libertad humana) no seguir viviendo.

Cuando se comete el error de concebir el derecho a la existencia física como tal derecho subjetivo, como derecho fundamental, se dicen cosas como que el derecho a la vida constituye una garantía de libertad que forma parte del “núcleo clásico de las conquistas liberales del Estado de Derecho burgués y garantiza al individuo, antes que nada, una protección frente a la reglamentación y tutela estatales”[17]. ¿El derecho a la vida frente a la reglamentación y tutela estatales? Parece más bien que es esta tutela la que es necesaria para proteger la vida, en un Estado constitucional, sin que en esta crítica sea posible hablar de una confusión del derecho a la vida con la vida como principio ontológico de existencia[18], pues cabría entonces preguntar en qué consiste el derecho a la vida primariamente si no es en la existencia misma, sin perjuicio de otros contenidos.

No se trata sólo de que el derecho a la vida no se acomode a las categorías dogmáticas, sino que esto es una consecuencia del hecho, y esto es lo decisivo, de que la propia naturaleza de lo que se quiere proteger no puede configurarse como derecho. La dogmática no puede domeñar la realidad, y en este caso es ésta la que hace precisamente inviable la categoría “derecho”. Resulta curioso que la STC 53/1985, de 11 de abril, para la que “los derechos fundamentales no incluyen solamente [«pero también, claro está»] derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, y garantías institucionales, sino también deberes positivos por parte de éste”, y cita los artículos 9.2, 17.4, 18.1 y 4, 20.3 y 27 (FJ 4), parta de que “el derecho a la vida” es un derecho fundamental, cuando resulta que en él falta el elemento “derecho subjetivo de defensa de los individuos”.

El “derecho a la vida” no es sino la prohibición de que alguien atente contra la vida ajena; prohibición que no genera derecho alguno; ¿alguna persona puede acudir a un juzgado para que se proteja su vida y si no se le satisface, acudir en amparo al TC?; la respuesta es no. El “derecho a la vida” en cuanto existencia física es, por tanto y en puridad, una prohibición; sencillamente no puede ser otra cosa. Y a la existencia de una prohibición constitucional no puede oponerse argumento alguno de dogmática constitucional. Existen otros ejemplos (el propio del art, 15 CE sobre la pena de muerte y el del artículo 117.6 CE -se prohíben los Tribunales de excepción-), pero tal existencia es sólo indiciaria y no significativa de tal posibilidad; si no hubiese otros casos la conclusión no variaría. Esa prohibición opera frente a todos, el Estado y los particulares, y corresponde al Estado la garantía de su virtualidad.

Ciertamente, el “derecho a la vida”, o mejor, lo que sea la concreta vida de los ciudadanos, depende de condicionamientos políticos, económicos y sociales. Así, por ejemplo, de la existencia y funcionamiento de un sistema de libertades, o del establecimiento y funcionamiento de un sistema de salud y de un sistema de seguridad social. Pero, dado que el “derecho a la vida” no puede imponer a tales realidades un contenido determinado exigible, si se quiere que tenga un sentido autónomo y que no sea una mera proclamación vacía, sólo puede concebirse en los términos vistos.

A todo lo expuesto se podría formular una objeción resultante del hecho mismo de que el artículo 15 CE, que inaugura la sección 1ª del capítulo II del título I (“derechos fundamentales y libertades públicas”), expresa que “todos tienen derecho a la vida”, que aparece así formalmente como derecho fundamental (a los efectos del artículo 53.2 y 81 CE, tal y como los ha entendido el TC). Sin embargo, eso no es suficiente para desvirtuar lo hasta aquí expuesto. En primer lugar, negativa y normativamente, porque la literalidad de una norma no puede «per se» enervar el significado que el sistema jurídico le impone, un sistema para el que sólo se puede hablar de derechos fundamentales si, al menos, son derechos subjetivos, aunque sean además, otra cosa (dimensión objetiva). Que la Constitución utiliza la palabra derecho (como si se tratase de un derecho subjetivo) en otros sitios y que eso no ha sido obstáculo alguno para considerar que no está contemplado derechos subjetivos, es algo que por conocido no debe dejar de mencionarse (en general, cada vez que se reconoce un derecho en el capítulo III, “Principios rectores de la política social y económica”, del título I, “De los derechos y deberes fundamentales”: arts. 43.1, 44.1, 45.1, 47, párrafo primero). En segundo lugar, positivamente, porque el sentido de una norma no puede llegar a ser inconciliable con la realidad que contempla. Como se ha expuesto con anterioridad, es un contrasentido lógico hablar del derecho fundamental «a» la vida, de un derecho fundamental «a seguir» viviendo, o siquiera de un derecho a que «se respete» la vida, porque la vida es la existencia, y en ese sentido es todo, y éste no puede configurarse como derecho, so pena de que precisamente pierda por eso su valor. Los derechos designan realidades parciales que sólo son posibles en la vida, pero no el todo, que sólo tiene sentido en sí. Más prosaicamente, no puede existir un derecho (subjetivo y por ende fundamental) a la vida porque lisa y llanamente no cabe articular una tutela judicial actuable por el supuesto individuo titular. Que el afectado pueda acudir a los tribunales en busca de amparo, presentándose así el “derecho a la vida” como un auténtico derecho, no tiene respaldo normativo y resulta difícil pensar en otra vía que no sea la penal, donde entonces sería no ese hipotético “derecho a la vida”, sino el «ius puniendi»[19], el que se desenvolvería como reacción del Estado contra la infracción de una prohibición. No es fácil imaginar qué se dilucidaría en el amparo constitucional y cuál sería su resultado, como tampoco lo es también identificar la vía judicial previa; si es la penal hay que olvidarse de la identificación de un derecho fundamental, porque en éste sólo se ejerce el poder penal del Estado. En tercer lugar, porque si se considera que el artículo 15 CE consagra un derecho fundamental a la vida, los problemas que se susciten jurídicamente en relación con la existencia física van a tener que abordarse fundamentalmente con otros instrumentos jurídicos, como un tal “valor vida” que perviviría junto a una inane derecho a la vida (inane como tal derecho, claro) o a través del derecho fundamental a la integridad física y moral. Expresado de otra forma, por un lado, la concepción de que el artículo 15 CE consagra un derecho a la vida produce ocasiona problemas más que proporciona ventajas, al menos desde el punto de vista jurídico, como sucede con el aborto, y así se verá más tarde, y por otro, no permite otorgar al artículo 15 CE un valor sustantivo propio, pues recurriendo a los temas habituales del juego del precepto, en el caso del aborto, es el valor vida y no, por tanto, el derecho fundamental del art. 15 CE el protagonista, y en el caso de la eutanasia, es otro supuesto derecho (a morir) u obligación (la de vivir), deducidos pero nunca identificados en el art. 15 CE los que tienen protagonismo.

También se puede argumentar contra lo aquí expuesto, que las concepciones jurídicas se deben a la realidad y que si el concepto de derecho fundamental aquilatado en la cultura jurídica no se acomoda a una nueva realidad es porque es preciso transformar aquél. Cualquier proyecto de la heurística jurídica ha de ser racional (satisfacerse internamente como construcción lógica) y razonable (servir a un fin relacional). Lo que sucede es que en el presente caso es que tal realidad sobre la que construir un “derecho a la vida” no existe y así la idea de que el Derecho no puede dar la espalda a la realidad, pues no es sino una transformación de ésta, sirve justamente para justificar la negativa a considerar derecho fundamental el derecho a la vida. El derecho recoge fragmentos de la realidad y los dispone en útiles para esos fragmentos, pero no recoge «toda» la realidad misma o, casi mejor dicho, no puede comprender, en un todo aprehensible, la existencia misma. La realidad tiene sentido a partir de la vida. La realidad se construye viviendo, no con la vida. Expresado de otra forma, el Derecho no puede abordar realidades inexistentes, y la vida no es una realidad, es «la realidad, el todo». Pero hay algo más, el concepto de derecho fundamental se podrá configurar como se quiera, cualquier institución jurídica se podrá construir de una forma u otra, en hipótesis. Pero todo resultado será, para la realidad, para la que tiene sentido el Derecho, baldío, un mero ornato, si no tiene virtualidad, y esa virtualidad falla en un derecho subjetivo, si no se puede reaccionar legítimamente y ante una instancia imparcial ante ataques a ese derecho. Todo esto, como se ha visto, falla en el caso del derecho a la vida.

En consecuencia, respecto a la existencia física, el art. 15 CE no configura un derecho a la vida como tal derecho, siendo el primero y más general significado del art. 15 CE no la existencia de un auténtico derecho a la vida ni, por ende, de un derecho fundamental a la vida, sino la existencia de una prohibición constitucional de atentar contra la vida ajena. Esa prohibición constitucional no lleva a considerar que exista una obligación constitucional impuesta al Estado de proteger la vida de cada persona más allá de la genérica adopción de medidas para garantizar tal prohibición a través, por ejemplo, de la función preventiva del «ius puniendi». No se trata exactamente de que exista un derecho fundamental (un derecho subjetivo) y que, por tanto, no sea su correlativa obligación, pues no toda obligación surge como contrapartida necesaria de un derecho subjetivo, sino, con más precisión, que la prohibición constitucional supone que ni los particulares ni el Estado pueden privar de la vida a las personas[20]. Si en cuanto a la existencia física algún sentido puede tener el empleo de la palabra “derecho” en el art. 15 CE, sólo puede significar que no existe obligación de vivir. No obstante, no es éste el único significado que cabe extraer del “derecho a la vida” «ex» art. 15 CE. Como se tratará de mostrar a continuación, el art. 15 CE no sólo alberga esa prohibición, sino que también permite hablar de derechos fundamentales.

 

2.2. El derecho fundamental a la vida como derecho fundamental a determinada integridad física y moral

 

2.1.a) La integridad física y moral contenido de la vida ex artículo 15 CE

 

La vida constitucionalmente protegida tiene por contenido, «prima facie», y si es que es adecuado hablar de “contenido”, la existencia física. Empero, no sólo puede tener ese contenido[21], porque lo que distingue al ser humano de otros seres vivos es la espontaneidad[22]. Llevan razón, pues, quienes afirman[23], que éste no puede tener por contenido sólo esa realidad. Debe de integrarse por algo más, exigencia de la propia dignidad humana, cuya raíz es esa espontaneidad, no necesariamente derivada de la integración del individuo en una sociedad avanzada, salvo que por ésta se entienda a toda sociedad organizada en un Estado constitucional. Pero el problema es determinar qué es ese algo más que la dignidad humana exige. El ejemplo de los campos de concentración nazis permite apreciar qué se quiere decir, pues muestra quizás como ningún otro, la existencia de personas que no puede considerarse que estuviesen viviendo, aunque tenían una existencia física. En ellos antes de la muerte física se mataba al individuo al privarlo de toda su dignidad. Como Hannah Arendt ha expuesto magistralmente, en ellos se mataba a la persona jurídica[24] y a su individualidad[25], esto es, se asesinaba a la persona moral y a la persona “jurídica”[26]. No obstante, aún haciendo visible la idea, no por ello permite o facilita generosamente la determinación referida, máxime cuando se vive en un sistema que no es el que implantó los campos de concentración.

En todo caso, si eso es así, si la vida constitucionalmente protegida debe ser algo más que la desnuda existencia física, por exigencias de la propia dignidad humana y el ejemplo expuesto muestra qué puede ser ese algo más, no parece difícil llegar a la conclusión que «determinada integridad física y moral» forma parte del contenido de la vida constitucionalmente protegida[27]. Nada empece a tal afirmación el hecho de que el art. 15 CE establezca dos “derechos fundamentales”[28], pues el derecho fundamental a la integridad física y moral no tiene por qué proteger toda integridad física y moral o, mejor dicho, toda integridad física y moral protegida constitucionalmente. Lo contrario sería sostener que en nuestra Constitución el derecho a la vida es sólo el derecho a la existencia física, algo que, como ya se ha apuntado, la referencia constitucional a la dignidad humana (art. 10.1 CE) no autoriza. Lo único que supone el art. 15 CE es que el «derecho fundamental a la integridad física y moral» no coincide con «el derecho a la vida». Pero resulta en todo caso claro que si se afirma que del contenido de la vida forma parte no sólo la “existencia física”, sino también la individualidad humana que encierra la espontaneidad, esto es, el poder del hombre para comenzar algo nuevo a partir de sus propios recursos, por utilizar las ya referidas palabras de Hannah Arendt[29], «determinada integridad física y moral» tiene que ser contenido del derecho a la vida[30].

Lo anterior hace necesario determinar la integridad física y la integridad moral objeto de protección constitucional a través del “derecho a la vida” para distinguirla de la propia del “derecho a la integridad física y moral” y a aquéllas las llamaré «integridad física vital e integridad moral vital». La «integridad física vital» es, sin duda, la más abordable, aunque no por ello es una tarea fácil fijar de modo preciso su contenido a efectos constitucionales.

 

a) La integridad física vital

Respecto de la integridad física, en general, puede hablarse de una concepción absoluta, de modo que aquélla la compondrían todos y cada uno de los elementos que físicamente forman parte de nuestro cuerpo, de modo que la integridad física se afecta por cualquier afectación del mismo, esto es, de cualquiera de sus componentes, por minúsculo que éste sea. Estamos formados por brazos, piernas, cabeza, etc., pero también por pelos y de forma más minuciosa y microscópica, por millones de células. Pero si se concluye que esa integridad física es la que protege el derecho fundamental, no cabe duda que todos los días tendrían lugar, por una u otra causa, millones de atentados a ese derecho fundamental (con o sin consentimiento del afectado), y esa conclusión sería, para la mejor de las opiniones, absurda. No parece que tenga mucho sentido considerar que cualquier intervención en el cuerpo, la más mínima, supondría un atentado contra el derecho fundamental a al integridad física. El entendimiento, por ejemplo, de que un solo pelo es parte integrante del cuerpo a los efectos constitucionales del derecho fundamental a la integridad física, y que, por tanto, cuando, siendo niños, alguien nos ha dado un tirón de pelos (o nosotros lo hemos hecho), ha (hemos) cometido un atentado contra el derecho fundamental en cuestión, ese entendimiento es inatendible, como lo es pensar que el acto de extraer sangre para un análisis también lo es. Como también lo es la idea, verbigracia, de que la bofetada de un padre a su hijo (y ni siquiera de quien no sea su padre) sea un ataque a la integridad física protegida por el art. 15 CE, y poco importa (o nada, mejor dicho), a estos efectos, la reciente reforma del Código Civil[31], que por lo demás, al menos a simple vista, choca con el sentido común.

Eso no significa que, siguiendo con alguno de esos ejemplos, se nos pueda extraer sangre sin más, pues, como regla general, no se puede hacer contra la voluntad del individuo afectado. Pero la clave está entonces en el consentimiento del afectado, de modo que es éste y no la integridad física lo que está en juego. En efecto, como ésta última exigencia denota, no es la integridad física el obstáculo a tal acción, sino sólo la decisión del individuo basada en su libre voluntad para decidir sobre su propia salud y por ello integridad (y su vida, esto luego se verá). Esa decisión no es exactamente consecuencia del ejercicio de ningún derecho fundamental, ni tampoco de la libertad como valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1), pues no parece que un valor superior se pueda ejercer, pero sí pueden actuarse las concreciones y expresiones de esos valores así como aquellas facultades que sin ser precisas realizaciones de los mismos, encuentren en ellos un respaldo adecuado. En todo caso, debe decirse que no existe en nuestra Constitución un “derecho fundamental a la libertad”, sino libertades concretas configuradas como derechos fundamentales, aunque sí un “valor superior libertad” o un “«principio general de libertad»” (arts. 1.1 y 10.1 CE) (SSTC 83/1984, FJ 3; 89/1987, FJ 2; 113/1994, 179/1994, FFJJ 5 y 7; FJ 11; 107/1996, FJ 9; 46/2001, FJ 11; 154/2002, FJ 12; 225/2006, FJ 3, entre otras), o una “«cláusula general de libertad» (art. 10.1 CE)”[32]. Precisamente por no ser un derecho fundamental el fundamento de tal proscripción, es posible admitir intromisiones legítimas en la integridad física si razones de salud pública lo imponen, pues entonces estarían en juego la salud o la vida de otras personas. En puridad, incluso, no debería hablarse de la prevalencia de esos bienes sobre la libertad propiamente dicha, sino sobre la voluntad del sujeto, respaldada por un valor superior[33].

Así pues, no cualquier acto de violencia física es relevante constitucionalmente hablando, esto es, ese acto afecta a la integridad física, pero no necesariamente a la integridad física que protege el derecho fundamental a la integridad física «ex» art. 15 CE y por tanto no será ineludiblemente un atentado al mismo. Por ello, los argumentos de la STC 207/1996, FJ 2, no pueden ser compartidos y la idea de la STC 120/1990, FJ 8, de que la Constitución protege la inviolabilidad de la persona contra toda clase de intervenciones que carezcan de consentimiento de su titular, es sólo correcta si se considera que esa protección no es siempre resultado del derecho fundamental a la integridad física, por las siguientes razones. La primera, porque, como se ha dicho, en la prohibición de injerencias sobre el cuerpo humano que no afecten a la integridad protegida por el art. 15 CE, no es la integridad lo concernido, sino la libre voluntad del individuo. Si fuera la integridad, ésta se protegería con independencia del consentimiento del individuo, que sería así irrelevante. Sin embargo, es precisamente esa voluntad la que determina la licitud o ilicitud constitucional de la intervención. La segunda, porque no se protege esa inviolabilidad con carácter absoluto, y también se han puesto ejemplos en los que la voluntad del individuo (es ésta y no la integridad la involucrada) se doblega, por razones de salud pública o puesta en peligro de la vida de los demás. La tercera porque en todo caso, la Constitución no proscribe cualquier intervención física, sino sólo la intervención “relevante” en el sentido expuesto. Así que no toda intervención física no consentida es contraria a la Constitución. Lo contrario sería no sólo desconocer el mundo vital humano, sino también el sentido de la garantía constitucional.

Eso significa que las agresiones a la integridad física que sí esté protegida por el derecho fundamental del art. 15 CE, serán atentados contra este derecho, se realicen aquéllas con o sin consentimiento del sujeto afectado[34].

Hasta aquí este pequeño «excursus» sobre el derecho fundamental a la integridad física. Volviendo al derecho a la vida, y partiendo de lo expuesto, puede decirse que dentro de las agresiones constitucionalmente significativas, que como se ha visto no son todas las agresiones, sólo aquellas que puedan afectar a la idea de “individualidad” expresada, pueden considerarse como agresiones, no a la integridad física o moral, sino como lesiones del derecho a la vida. Es el caso de determinadas agresiones prolongadas o realizadas bajo determinadas circunstancias o con concretas condiciones. El ejemplo de los campos de concentración nazis es significativo, aunque ese ejemplo extremo no es el único posible e imaginable, y no debería serlo en un Estado constitucional.

En la búsqueda de una delimitación adecuada de tales supuestos en un Estado constitucional, la tortura o los tratos inhumanos degradantes proscritos también por el art. 15 CE, aunque no pueden considerarse automáticamente como supuestos de la integridad física vital si es que esa interdicción ha de tener un sentido autónomo respecto del derecho a la vida, sí pueden servir para construir un criterio (quizás mejor, como modelo) que permita identificar los supuestos en que la integridad física afectada es la integridad vital de utilidad. Todo ello, por supuesto, va a depender del concepto de tortura y de trato inhumano o degradante, pero si se tiene en cuenta la definición que del mismo se ha acogido por el TC (SSTC 120/1990, FJ 9, y 137/1990, FJ 7[35]), que no es sino la prevista en el art. 1.1 de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, de Nueva York, de 10 de diciembre de 1984 (ratificada por España el 19 de octubre de 1987), no es difícil llegar a la consideración expuesta. En efecto, el citado precepto dispone que “«se entenderá por (...) tortura todo acto por el cual e inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidad o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dicho dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, con su consentimiento o aquiescencia»”. Es claro que pueden infligirse dolores o sufrimientos graves, lesionando así la integridad física (o moral) protegida por el derecho fundamental a la integridad física (o moral), sin afectar la integridad física vital tal y como se ha definido. Por lo demás, debe señalarse que esa definición de tortura exige como elemento subjetivo activo la intervención de un funcionario público o persona que ejerza funciones públicas, pero que los actos en que consiste pueden ser realizados por otros sin esa intervención, en cuyo caso no se tratará técnicamente de tortura, pero sí debe hablarse de afectación de la integridad física o, en su caso, de la integridad física vital.

En todo caso, debe reconocerse que es difícil definir los términos bajo los que subsumir, cual silogismo, todos los casos en los que puede hablarse de lesión de la integridad física vital y no de lesión de la integridad física objeto de protección por el derecho fundamental a la integridad física, pudiendo definirlos sólo como aquellos que se refieren a una situación en que el individuo haya perdido toda espontaneidad. Pero también ha de reconocerse en carácter especular que en último término presenta el problema, dado que el sujeto se halla protegido en todo caso y que tal protección debe llevar a la eliminación de la situación que lesiona la integridad física, sea cual sea ésta, formando parte de la vida protegida por el art. 15 CE, o como objeto de la derecho a la vida u objeto del derecho a la integridad física.

En definitiva, la vida protegida por el art. 15 CE no es sólo la existencia física, sino también la integridad física vital, esto es, la integridad física en los términos vistos.

 

b) La integridad moral vital

Como sucede con la integridad física, algo también de la integridad moral forma parte del derecho a la vida. El qué sea parece teóricamente identificable con aquélla parte sin la que no puede hablarse de la dignidad humana. Y otra vez el ejemplo de los campos de concentración nazi es sumamente ilustrativo. Es más, es el que permite aseverar que sólo en casos tan extremos se puede hablar de afectación de la integridad moral a los efectos de considerar en juego al derecho a la vida. Pero otra vez también, es difícil, al margen de tal supuesto, que no debe ser pensable en circunstancias normales, identificar los casos en que tal integridad moral vital se puede apreciar y resulta afectada. Es cierto que, de forma paralela a la integridad física, puede afirmarse que un trato degradante prolongado también afecta al derecho a la vida, pero los actos que atentan a la integridad física, precisamente por lo físico, son más fácilmente identificables que los actos que afectan a la integridad moral, pues en este caso tal afectación puede depender en mayor medida de la persona receptora. Así que, aquí, más que en el caso de la integridad física, cada supuesto concreto manda, o mejor dicho, sólo éste sin construcciones rígidas previas permitirá identificar si hay agresión moral y con qué alcance. En todo caso, lo expuesto para la integridad física vital es igualmente predicable de la integridad moral vital.

 

2.2.b) El derecho fundamental a la vida como derecho fundamental a la integridad física y a la integridad moral vitales

 

Si por lo que se refiere a la existencia física no es posible hablar de un derecho a la vida y, por tanto, tampoco de un derecho fundamental a la vida, no puede decirse lo mismo cuando se está ante la integridad física y moral que forman, junto a aquélla, la vida. Ya no se está aquí ante la existencia física, respecto de la que, como se dijo, no encaja el concepto de derecho, y por eso cabe pensar, no sólo como plausible sino como perfectamente posible y ello con independencia de que la práctica haya refrendado esto más o menos, desde un punto de vista dogmático, en la facultad de recabar la tutela judicial en el caso de menoscabo de tal integridad física y moral. A la identificación de tal integridad física y moral y las dificultades para ello, ya se ha aludido, como también al casi interés especular en ella. Sólo resta señalar que ese derecho fundamental se tiene frente a todos, particulares y Estado, y puede tener las siguientes finalidades, no excluyentes: poner fin al estado o circunstancias que determinan la lesión del derecho a la vida por afectar a esa integridad física y moral; obtener la reparación, incluyendo la económica, por los daños producidos por haberse encontrado el individuo en tal situación o circunstancias; poner fin a la situación de riesgo para esa integridad.

En efecto, en el caso de que el individuo se encuentre en alguna situación cuyas condiciones no permitan hablar de vida humana digna, en los términos vistos, ese individuo sí estaría legitimado, en principio, para reclamar de los tribunales la cesación de tales condiciones o para reparar los daños sufridos. Todo ello, claro está, siempre bajo el presupuesto de la existencia real de un Estado constitucional, dentro del cual son posibles las lesiones de derechos fundamentales, pero en el que también es posible reaccionar jurídicamente contra ellas, y de que las condiciones en que se encuentre el afectado todavía le posibiliten tomar esa iniciativa, y no me refiero a que se halla incapacitado, sino a que haya perdido toda posibilidad de rehabilitar su espontaneidad. Otro sería el caso, lógicamente, de que la perversión estatal fuese tal que el orden constitucional no fuese sino mero ornato, pero en ese caso no habría Estado constitucional y no tendría sentido entonces plantearse todo esto; entonces es difícil pensar que algún aparato del Estado pudiera utilizarse como instrumento de garantía, ni siquiera el judicial.

De la descripción antes referida sobre la finalidad de la reparación, hay una, la de poner fin a una situación de riesgo para la integridad, que no es sólo tal, sino que otorga una configuración distinta al derecho, ampliando cuantitativa y cualitativamente su contenido, y que plantea una serie de problemas, a los que se aludirá en el siguiente apartado. Su inclusión se justifica por la razón de que de admitir la significación que se expone a continuación, carecería de sentido no hacer lo propio en este caso.

 

2.3. El derecho fundamental a la vida como protección frente a un riesgo concreto de perderla. Una alternativa plausible

 

En el apartado anterior se aludió, como uno de los supuestos en que el individuo podía reaccionar, al consistente en la existencia de una situación de riesgo concreto para la integridad física y moral que forman parte de la vida. Eso pone en alerta sobre si, a pesar de lo expuesto sobre el llamado derecho a la vida como existencia física, en el sentido de que no es tal derecho, podría articularse una suerte de derecho fundamental cuando de tal integridad física y moral se trata. El tratamiento separado que se hace de este posible contenido del derecho a la vida responde precisamente a que iría en contra de la idea de que la existencia física no puede constituir el objeto de ningún derecho y a que presenta una problematicidad que sólo autoriza a hablar, en mi opinión, de un proyecto plausible, necesitado de una mayor precisión y compleción, y del que aquí sólo se quieren dar unas pinceladas. Es necesario también hacer notar que lo sigue a continuación se entiende sin perjuicio, y con independencia, pues, de la respuesta penal que pueda darse, si es que integran algún tipo penal, a tales riesgos.

Ese derecho fundamental a la vida consistiría en el derecho a ser protegido frente a los riesgos para la vida propia, bien mediante la adopción por el mismo de medidas de protección frente a una determinada situación, bien mediante la eliminación de tal situación o de sus consecuencias; derecho que juega tanto respecto del Estado, y en ese sentido y sólo en él se puede hablar de la existencia de una obligación constitucional por el Estado de proteger la vida, como por los particulares. Ciertamente en este último caso (la exigencia frente a particulares de la adopción de medidas de protección frente al riesgo vital) se podría pensar que a través de qué vía, pero la misma pregunta habría de hacerse respecto del Estado, y la respuesta está en la misma Constitución. Si se trata de un derecho fundamental, éste opera «ope constitutionis» sin necesidad de desarrollo legal, aunque éste pueda resultar conveniente. Por dar una respuesta práctica, piénsese, por ejemplo, en la institución de la responsabilidad civil como cauce a través del cual arbitrar la vía judicial. En efecto, si el riesgo vital puede proceder de particulares, por qué no reclamar de esto la adopción de medidas de protección o de eliminación del riesgo (piénsese en una central nuclear o, por utilizar el caso de la STC 62/2007, aunque aquí fue la integridad física la concernida, en una empleada embarazada cuya actividad pone en peligro su vida), y ello al margen del eventual juego del ámbito penal, que, como regla general, no permite articular derecho subjetivo alguno y que aquí, por tanto, no interesa[36].

Por otro lado, como se puede comprobar, la identificación de cuándo estamos ante la integridad física o moral, o ante el derecho a la vida (existencia física), o ante el derecho a la vida (integridad física y moral) puede presentar contornos difusos, pero si bien esto puede tener importancia teórica, en principio no parece tenerla práctica, pues en todo caso se trataría de la protección del individuo (útilmente fungible para cualquiera de esos derechos) o de la eliminación de la misma consiguiéndose así también una finalidad válida para cualquiera de ellos. Por lo que se refiere a este derecho, debe ya adelantarse algo que se perfilará más adelante, y es que no se trataría de un derecho de protección frente a cualesquiera riesgos, sino que subjetivamente, no podría ser frente a padecimientos propios, convirtiendo, verbigracia, por esa vía el derecho a la salud en un derecho fundamental, lo que no es coherente con la Constitución en que tal derecho a la salud es sólo un principio rector de la política social y económica, aún reconociendo que esto puede presentar problemas de identificación de lo propio frente a lo ajeno, pues muchas enfermedades pueden tener su origen (y de hecho lo tienen) en factores externos, pero eso es algo que ha de dejarse al examen de cada caso.

En cuanto a la existencia de un derecho a la vida como derecho de protección frente al riesgo de su pérdida, debe tenerse en cuenta la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos «Kilic contra Turquía», de 28 de marzo de 2000. En ella el TEDH recuerda, recogiendo lo ya dicho en su Sentencia «L.C.B. contra Reino Unido», de 9 de junio de 1998, apartado 36, que “«la primera frase del artículo 2.1 exige que el Estado no solamente se abstenga de quitar la vida ilícita e intencionadamente, sino que también tome las medidas adecuadas para salvaguardar las vidas de aquéllos bajo su jurisdicción»” y ello, además del ejercicio del «ius puniendi, “se extiende también, en circunstancias adecuadas a la obligación positiva de la Administración de tomar las medidas operativas preventivas para proteger a un individuo o individuos cuya vida esté en peligro de sufrir actos criminales por parte de otro individuo»” (lo que ya se decía en la Sentencia «Osman contra Reino Unido», de 28 de octubre de 1998, apartado 115, y que después se recuerda en la Sentencia «Pretty contra Reino Unido», de 29 de abril de 2002). Eso sí, el TEDH reconoce que “«teniendo presentes las dificultades en controlar a la sociedad moderna, la imprevisibilidad del comportamiento humano y la elección operativa que debe realizarse en términos de prioridades y recursos, el alcance de al obligación positiva debe ser interpretado de forma que no suponga una carga imposible o desproporcionada para las autoridades»”. Sobre esa base, según el TEDH, “«para que surja una obligación positiva, debe probarse que las autoridades sabían o debían saber en la época, de la existencia del riesgo real e inmediato para la vida de un individuo o individuos concretos e identificados de sufrir actos criminales por parte de terceros y que no tomaron las medidas a su alcance que, consideradas razonablemente, podían esperarse para evitar dicho riesgo»”.

Sin prejuzgar la disposición de nuestro sistema de derechos fundamentales para la admisión de tal construcción ni, en particular, del derecho a la vida, pero desarrollando la lógica de su argumentación, podría decirse que si el TEDH admite que el art. 2 del Convenio[37] lleva consigo tal obligación positiva, parece razonable (y, aún más, racional) aceptar que el derecho a la vida protege frente a otros riesgos concretos contra la vida, aunque no procedan de actos indudablemente criminales, como, por ejemplo, los que procedan de una actividad empresarial de riesgo o, simplemente, de actividades o situaciones que sin ser por definición de riesgo, por las circunstancias concretas de la persona afectada o por otras concurrentes ajenas a éste, supongan un riesgo para su vida[38] (por supuesto aunque las mismas no tengan respuesta penal; como ya se ha advertido y se seguirá subrayando, no debe buscarse una correlación simétrica entre Derecho constitucional y Derecho penal).

La configuración de un derecho del alcance referido plantea problemas de diverso calado o, quizás sea mejor decir, produce perplejidades, algunas de las cuales podrían considerarse como puramente derivadas de la idea de que existe un “nuevo derecho” derivado de la Constitución y, por tanto, del hecho de que haya de perfilarse su contenido, que muta en extraño lo que ya ha sido superado en otros derechos, y otras cabría entenderlas como resultado de la necesaria reconsideración de conceptos o entendimientos ya interiorizados. No obstante, antes de nada ha de decirse que se está hablando del derecho fundamental a la vida y no del bien jurídico vida como objeto de protección penal, de modo que no todo atentado al derecho a la vida tiene por qué merecer respuesta penal, que está orientada sólo como reacción ante determinados ataques a la vida.

Así pues, la configuración del derecho referido plantea los siguientes problemas concretos:

1º Es necesario definir el riesgo frente al que se solicita protección a través del derecho a la vida y que, sin merma alguna de la economía de la tesis estudiada, podría llamarse «riesgo vital». Es evidente, por tautológico, que ha de tratarse de un riesgo para la vida, pues el mismo puede que sólo tenga entidad parar pone en peligro la integridad física o ni tan siquiera ella. Ahora bien, el que sea obvio tal rasgo, no por ello plantea pocos problemas su identificación práctica, siendo difícil de solventar con carácter previo las dudas que puedan surgir, originándose inevitables problemas de deslinde respecto a los riesgos para la integridad física protegida por el derecho fundamental a la integridad física. Estos problemas, sin embargo, como se ha dicho, presentan un marcado carácter especulativo. En cualquier caso, y en términos genéricos, puede decirse que existe riesgo vital cuando la actividad o la situación afectan a la salud del individuo de forma que su vida está en peligro, si se trata de una actividad o situación que afectan a la salud, o si las circunstancias de tal situación (amenazas por parte de un grupo terrorista que suele cumplirlas y que es capaz de concretarlas) son tales que puede afirmarse, razonablemente, que la vida de una persona está en peligro.

Una vez realizada tal precisión, se hace necesario caracterizar ese riesgo para la vida para que sea vital, pues no todos los que pongan en peligro la vida pueden considerarse vitales a los efectos referidos, so pena de absorber bajo el derecho fundamental a la vida contenidos constitucionalmente diferentes. En ese orden de cosas, y valiéndome de una clasificación tradicional, debe exigirse que se trate de un riesgo concreto y no de un riesgo abstracto. Además, la doctrina referida del TEDH puede ser de utilidad a estos efectos. Esa doctrina considera que el derecho a la vida previsto en el art. 2 del Convenio lleva consigo la obligación del Estado de proteger al individuo frente a un riesgo «real e inmediato» para la vida. Pero que haya de ser «real» parece tautológico, pues si no es «real» (si es imaginario) es que no hay riesgo. En cuanto a la inmediatez, éste sí es un rasgo que permite ya delimitar el tipo de riesgo que puede calificarse como vital. La protección, por tanto, sólo podría recabarse frente a un riesgo inmediato para la vida, esto es, la idea del TEDH es que es necesaria la existencia de un riesgo inmediato para la vida a fin de que surja la referida obligación positiva estatal[39]. La inmediatez, pues, ha de caracterizar al riesgo.

Si los criterios explicitados y elaborados a partir de la razón de ser de la doctrina a que se alude, se consideran suficientemente indiciarios del camino a seguir para perfilar el concepto de riesgo vital y, en todo caso, para apreciar éste, cabe plantearse, primero, si los mismos se presentan con la suficiente potencialidad como para marginar cualquier otra búsqueda, y segundo, si el resultado conseguido, dada la realidad concernida por esos rasgos, esto es, el que sólo se pueda demandar protección frente a un riesgo inmediato para la vida (esto es que sea tan intenso como para poner en riesgo ésta) como parte del contenido del derecho a la vida, ha de considerarse razonable. La respuesta a ambas interrogantes ha de ser positiva. En el primer caso, ciertamente es necesario reconocer que los términos barajados no dejan de plantear interrogantes, como lo harían cualesquiera otros que se utilizasen, y que en todo caso, la búsqueda del término o términos precisos sería una búsqueda sin fin, y es que lo limitado del lenguaje aparece aquí, como siempre que la creación está en juego, pero ha de señalarse en todo caso que cualesquiera otros términos empleados tendrían que representar, de cualquier modo, el carácter dibujado por los aquí utilizados, si se quiere evitar la entrada en juego de un riesgo inadmisible. Y aquí entra en juego la respuesta a la segunda pregunta, y es que de no realizarse tal acotación, el derecho a la vida absorbería contenidos de otros (no) derechos como, por ejemplo, el derecho a un medio ambiente adecuado (art. 45.1 CE). Digamos, verbigracia, que la contaminación derivada de la circulación implica un riesgo concreto, pero que en general no ofrece la intensidad suficiente como para hacerla merecedora de integrar este significado del derecho a la vida. Por poner otro ejemplo, vivir cerca de una central nuclear no implica la existencia de un riesgo, sino la probabilidad de que tenga lugar un riesgo, y si este se produce por una fuga radiactiva, entonces dependerá de la intensidad de la fuga el que la misma pueda determinar la existencia del derecho a la vida.

2º El segundo problema consiste precisamente en cómo medir el riesgo a fin de determinar si es o no inmediato, y ello sólo puede determinarse ante cada caso concreto. No obstante, puede decirse que en los casos de actividades potencialmente peligrosas, sólo cuando se hiciese realidad ese peligro (por algún fallo en los mecanismos de protección y seguridad a que se somete la actividad) en principio sólo potencial podría hablarse de inmediatez. Asimismo, en el caso, por ejemplo, del peligro que representan actividades terroristas, sólo cuando el conjunto de circunstancias (relativas, por ejemplo, al afectado, u objetivas, como la existencia de reiteradas amenazas de muerte) permita apreciar tal inmediatez podrá reclamarse protección; todo ello partiendo, claro, de que el riesgo represente un peligro para la vida, no para otro bien jurídico protegido.

3º El tercer problema tiene que ver con el origen del riesgo. Existen riesgos para la vida, concretos e inmediatos que, sin embargo, no legitiman para recabar protección frente a ellos a través del derecho a la vida. Así, si bien sí se han de incluir los procedentes de la actividad o comportamiento de terceras personas dirigidas intencionadamente a poner fin a la vida de persona o a condicionarla de forma que hacen de ésta una vida no humana, como también los que tienen su origen en actividades no orientadas a tal fin, pero que pueden producir tal resultado, como es el caso de determinadas actividades económicas, resulta dudoso que puedan considerarse concernidos los que tienen su origen inmediato en fenómenos de la naturaleza, tales como huracanes, tornados, terremotos. En efecto, cabría preguntarse, en este último caso, ¿qué tipo de medidas de protección sería exigible? Podrían distinguirse unas «ex ante» y otras «ex post», pero ¿es posible configurar un derecho fundamental con esos mimbres? No parece que sea dable el surgimiento del derecho fundamental a la vida en esos casos. En todo caso, lo que sí debe decirse es que ha de tratarse de un “riesgo exterior al individuo”, en sentido estricto, pues en un sentido amplísimo siempre se fallece por intervención de algo o alguien y no es posible por ello hablar de riesgo vital. Las condiciones de vida impuestas por la sociedad, por la situación vital concreta del individuo, que no depende de él totalmente; incluso en el caso de enfermedad, ésta normalmente viene determinada, si no totalmente, al menos en un grado, por mínimo que sea, por factores externos, pero nada de ello autoriza a hablar en esos casos de un riesgo vital, tal y como se ha definido.

Como se comprenderá, ello resulta de que carece de sentido reclamar protección frente a riesgos que uno mismo genera (en última instancia, frente a la voluntad de suicido). Ahora bien, en el caso de personas cuya voluntad no pueda tener virtualidad, en particular, enfermos psíquicos con tendencias suicidas, sería posible hablar en este caso de un derecho fundamental a pedir protección frente a los riesgos de tal tendencia, en el bien entendido que el mismo surgiría o tendría virtualidad cuando el sujeto, en momentos de lucidez o si su incapacidad permite la conciencia del peligro, aunque no evitarlo, actúe tal solicitud, pero no si lo es por otras personas. En ese caso no es posible hablar de un derecho fundamental, pero sí de una obligación del Estado de proteger la vida[40]. Casi al principio de este trabajo se habló de la inexistencia de una obligación constitucional impuesta al Estado para proteger la vida al no existir un derecho fundamental a la vida como existencia física, pero se advirtió que no hay una relación de necesidad entre derecho fundamental y obligación, de modo que, como se comprenderá, puede haber una obligación estatal que no tenga por contrapartida necesaria un derecho fundamental, ni siquiera un derecho subjetivo, aunque, como sucede en el presente caso, sí exista un derecho subjetivo a favor de personas legitimadas para demandar tal protección o del propio afectado, que actúe a través de la postulación legal[41] de otras personas, pero no sería un derecho fundamental, personalísimo por definición.

4º El cuarto problema, a diferencia de los anteriores, no tiene que ver con el riesgo, sino con el contenido del derecho, consistente en obtener protección frente al riesgo, y con el alcance y extensión de tal protección. En efecto, si de lo que se trata es de que el Estado proteja al individuo frente al riesgo vital o adopte las medidas oportunas para poner fin a la situación de riesgo vital, es necesario plantearse cómo se articula tal protección. Para empezar, esa protección parece que sólo puede recabarse del Ejecutivo y de la Administración Pública, y no de cualesquiera otros poderes u organizaciones públicas, pues sólo ellos están en disposición de adoptar las medidas en que consista tal protección. También parece que por exigencias de la propia Constitución, en concreto de la configuración por ésta de un derecho fundamental, no cabe sostener que sólo sea posible solicitar de la Administración las medidas a las que le obligue o le posibilite adoptar el ordenamiento jurídico (vinculación positiva), sino todas las necesarias para el fin perseguido, que el ordenamiento jurídico no le prohíba adoptar (vinculación negativa), y si la prohibición se considera obstaculizadora de la realización del derecho fundamental, debería revisar o derogar la norma reglamentaria que la estableciese, o impugnarla si es de otra Administración, o si se trata de una norma legal, realizar las actuaciones necesarias para que se promueva su derogación, o impugnarla ante el Tribunal Constitucional o, si el plazo ha transcurrido y se dan las condiciones para ello, suscitar la cuestión de inconstitucionalidad. En cualquier caso, el alcance de las medidas que la Administración deba adoptar dependerá de la situación concreta de que se trate, algo por lo demás obvio cuando no hay desarrollo legal.

Junto a todos esos problemas, es necesario señalar un problema dogmático. Y es que el derecho a la vida como derecho a obtener protección frente a un riesgo vital, sería un derecho reaccional, pues consiste justamente en reaccionar ante una determinada circunstancia que puede suponer un riesgo concreto para la vida. Esto es, la posibilidad de reacción jurídica pasa de ser un elemento de la efectividad o, si se quiere, de la existencia del derecho, a la existencia misma del derecho. Esto es, el derecho a la vida se ejercita y aparece sólo cuando se reacciona jurídicamente ante un riesgo concreto para la vida propia. ¿Es posible configurar así un derecho? Es cierto que los derechos subjetivos, y los fundamentales también, se caracterizan porque su existencia y realización se producen sin necesidad de tal reacción, previamente y al margen de la misma, sin perjuicio de que ella (una clase de ella, la judicial) sea un elemento sin el que no puede hablarse de derechos fundamentales, ni siquiera de derechos. Ahora bien, que esos rasgos sean los que normalmente caractericen un derecho es una cosa, y otra que no sea posible configurar un derecho fundamental al estilo expuesto. Un derecho fundamental es la tutela judicial efectiva (art. 24 CE) y nada se ha opuesto a su consideración como tal. Expresado de otra forma, en el caso de los derechos fundamentales, con excepción del derecho a la tutela judicial efectiva, la reacción judicial no forma parte de su ejercicio, mientras que en este caso el derecho consiste justamente en esto.

También es verdad que muchos derechos fundamentales consisten en una situación ante cuya alteración se reacciona, caso del derecho a la intimidad, pero no estamos ante un derecho del mismo carácter. Claro que podría decirse que el derecho a la vida se ejerce mientras se vive, y que sólo cuando existe un riesgo vital se recaba la tutela judicial. Pero, como se ha visto, no es dable, ontológicamente, hablar del derecho a la vida como derecho a la existencia física y sí lo es hablar, por ejemplo, del derecho a la intimidad. Puede decirse que las personas disfrutan todos los días de su derecho a la intimidad, pero no que las personas disfrutan todos los días de su derecho a la vida, sino simplemente que viven. Y eso puede decirse también, como ya se ha visto, de todos los derechos fundamentales, con excepción de la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), pero, a diferencia del aquí estudiado, es un derecho de articulación judicial (con matices, como en el caso del procedimiento administrativo sancionador) sin finalidad específica (la protección de la vida), sino genérica (la defensa de los derechos e intereses) y, además, su satisfacción no requiere de la estimación de la pretensión del actor, algo que sí es necesario en el caso de la exigencia de protección frente a un riesgo vital, como es lógico.

De cuanto antecede puede ya concluirse que el “derecho a la vida” del art. 15 CE comprende: la prohibición de atentar contra la existencia física ajena; el derecho fundamental a la integridad física y moral ajenas vitales; y -aunque esto sólo se plantea con mucha prevención- el derecho fundamental a obtener protección frente al riesgo vital.

 

 

3. El aspecto económico.

 

Se ha afirmado que el derecho a la vida tiene un contenido económico[42]. Sin embargo, dado que, como se ha expuesto, por lo que se refiere a la existencia física se trata en rigor de una prohibición de atentar contra la vida y no propiamente de un derecho a la vida, resulta difícil apreciar un contenido económico. Claro está que no parece muy “científico” construir el concepto y acomodar luego la realidad a él, haciéndolo irrefutable, aunque ese haya sido y sea, curiosamente, el modo de proceder de omnicomprensivas políticas y sociales infructuosas. No obstante, tampoco es posible incardinarlo en los derechos fundamentales que implica el art. 15 CE, ni es posible considerar ese contenido económico como el propio de otro derecho fundamental derivado del art. 15 CE. Sin embargo, es necesario recordar que un derecho fundamental es un derecho subjetivo tutelable judicialmente, primero (si no, no sería siquiera derecho), y que ha de ser, segundo, respetado por el legislador[43], de modo que no es admisible elaborar un irrealizable derecho a la vida, que no sea posible ni identificar, ni defender, ni proteger, porque entonces ya no será derecho a la vida, sino un brindis al sol. Si eso es así, el pretendido contenido económico no puede configurar un derecho ni, por tanto, convertir en derecho al “derecho a la vida”. Un ligero escrutinio de esa afirmación con la realidad muestra su desacierto. Y así lo muestra la pregunta, ¿qué es, en términos que el sujeto pueda reivindicar y defender como derecho a la vida, ese contenido económico? ¿Es el establecimiento por el Estado de un salario mínimo? ¿Y en qué cantidad? Como se puede comprobar, la idea propuesta por esa doctrina se desvanece en cuanto se pretende dar una respuesta que haga real ese contenido económico. Todo esto es trascendente, pues tiene que ver con si se trata de un auténtico derecho fundamental, pues sólo lo será aquella facultad o faz de facultades susceptibles de tutela judicial y que hayan de respetarse por el legislador. Precisamente, cuando se trata de dotar de contenido a tal mínimo económico, es cuando se repara en su inexigibilidad. Así, se dice, que “«no se puede requerir al Estado el remedio universal de todas las necesidades vitales del ciudadano»”, sino que “«se trata de garantizar únicamente la asistencia mínima absolutamente indispensable, en su caso, para asegurar la misma existencia física, sin cuyo soporte no es imaginable, lógicamente, el disfrute del derecho a la vida»”[44], pero entonces, ¿“«eso sí es exigible al Estado»”? ¿El particular puede acudir a un tribunal para pedir ese mínimo? ¿No será que se confunde obligaciones del Estado derivadas de su deber de proteger la vida, con un derecho fundamental?, y aquí vuelve a aparecer el problema de la fisionomía del “derecho a la vida”.

En todo caso y para empezar, resulta difícil ver en el derecho a la vida la razón de una determinada orientación social estatal. ¿El Estado ha de procurar ese contenido mínimo o más bien ha de remover los obstáculos para su satisfacción? Por otro lado, habría que fijar que se entiende por vivir dignamente en el mundo civilizado actual, ¿sólo la procura de alimentos?, e incluso esto resulta algo impreciso. Una cosa es que, como es normal en Derecho, haya de analizarse cada caso para ver si hay lesión de un derecho fundamental y otra distinta la fijación a nivel general de lo que se entiende por ese contenido económico, que se antoja tarea bizantina, de gran carga subjetiva (para una persona aquél se integra, entre otras cosas, y por ejemplo, por conducir un automóvil de lujo y para otro bastaría con la indispensable alimentación diaria), y por ello de resultados poco conciliables con la proscripción de los arbitrario, y más bien cercanos a los caprichoso, cuando no quizás discriminatorio. Es cierto que el legislador podría fijar ese contenido económico vital, pero entonces resultaría difícil admitir que estemos ante un derecho directamente derivado de la Constitución, esto es, ante un derecho fundamental.

Lo que sí tendría sentido sería relacionar el contenido económico con la integridad física pues, ciertamente, en la idea de la integridad física está el de una alimentación necesaria para vivir. Pero el problema se reconduciría, entonces, a la definición de integridad física que forma parte del derecho a la vida o, mejor aún, a un problema de determinar cuándo la obstaculización a la consecución de lo necesario para el mantenimiento de una integridad física resulta integrante del derecho a la vida. Eso, y no la fijación del contenido económico, es lo que permite dotar de sentido al derecho como tal. Pero no se puede ir más allá, hasta el punto de incluir, por ejemplo, el mantenimiento de un salario mínimo por el Estado dentro del derecho a la vida o afirmar que incluye el derecho a los medios o recursos indispensables económicos, pues eso es simplemente igual que no saber hasta dónde llega el derecho a la vida.

El derecho a vivir en condiciones correspondientes con el nivel de vida económico de un país, no forma parte del derecho a la vida. Si eso fuese así, sería imposible delimitar su contenido, de modo que el mismo, con excepción de la existencia física, sería un brindis al sol.

En definitiva, no puede considerarse que pueda formar parte del derecho a la vida el llamado “derecho a la renta básica”, reconocido como “derecho” en diversos Estatutos de Autonomía[45], por las siguientes razones. La primera, porque no participaría de los requisitos propios de un derecho fundamental, ya expuestos, esto es, que surja directamente de la Constitución y que sea pues invocable judicialmente con ella sin necesidad de desarrollo o regulación legal. Es más, ni siquiera puede considerarse como “derecho estatutario”[46], dado que a pesar de que en la mayoría de los casos se recoge la vinculación a los poderes públicos a tal “derecho” y su tutela judicial[47], hay que tener en cuenta que su reconocimiento siempre se hace siempre en los términos previstos en una Ley[48], por lo que no puede hablarse de un derecho estatutario, esto es, de un derecho para cuya existencia baste sólo el Estatuto. Por supuesto, que su establecimiento legal[49] no confiere tal carácter estatutario ni mucho menos constitucional. La segunda, porque si el contenido del derecho a la vida se amplía incluyendo tal aspecto, la lógica lleva a considerar comprendidos en él otros muchos que tienen que ver con una vida digna, pues contribuyen a ella, pero que no parecen casar bien con la Constitución, llevando en último término a pervertir el sistema constitucional de derechos. Así, por ejemplo, sería el caso del “derecho a la salud” «ex» art. 43.1 CE, que no es un derecho constitucional. La tercera, porque minaría la idea, consustancial al pluralismo (valor superior del ordenamiento jurídico, art. 1.1 CE), de que la Constitución debe ser un programa abierto. Forma parte del espíritu constitucional, porque acompaña al pluralismo que impregna aquél, su consideración de marco en el que pueden tener lugar opciones posibles, obviamente constitucionales. Pero justamente para ello es necesario que lo caracteriza lo constitucional, la limitación del poder, se mantenga siempre, y que determinadas opciones que no encuentran refrendo constitucional no puedan considerarse integrantes del sistema constitucional y más en particular de su sistema de derechos.

 

 

4. El aborto.

 

Lo expuesto con anterioridad tiene una repercusión inmediata en uno de los temas habituales en torno al art. 15 CE, el aborto. Y es que si se considera que el art. 15 consagra un derecho fundamental a la vida, como derecho fundamental a la existencia física, entonces, la solución al problema del aborto es clara, pues sólo las personas son titulares de derechos, de modo que no siendo el «nasciturus» titular de un derecho a la vida, puede ponerse fin a su existencia sin más (algo que, lejos de admitirse en la doctrina constitucional, ha sido resuelto en la forma que luego se verá). El art. 2.1 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, como se indicó, proclama que “toda «persona» tiene derecho a la vida”, y en ese sentido quizás debiera zanjar la cuestión, cualquiera que sea el alcance que se le dé[50], pero es claro que eso no va a ser así. Si, por el contrario, se entiende, como aquí, que el art. 15 CE no consagra un derecho a la vida, sino la prohibición de atentar contra la vida humana ajena, entonces el Estado tiene que arbitrar medidas para proteger, en términos generales, la vida del feto. Obviamente, todo esto tiene sentido porque la Constitución no establece expresamente el derecho al aborto, ni expresamente prohíbe el aborto, ni es posible admitir que implícitamente tal derecho o tal prohibición resultan de la propia Constitución; lo primero porque sólo son derechos fundamentales los que como tales pueda considerarse de los establecidos en el capítulo II del título I de la Constitución o que resulten claramente de sus enunciados[51].

En efecto, la concepción actual acerca del art. 15 ha llevado a que la titularidad del “derecho a la vida” haya sido el tema central y casi exclusivo y excluyente de los estudios de este “derecho”. El debate se ha centrado en el “todos” del art. 15 CE, que sin duda incluye a los españoles y a los extranjeros, discutiéndose acerca de si se refiere sólo a las personas o incluye también al «nasciturus». En realidad, como se ha apuntado, no cabe ninguna duda de que si el “derecho a la vida” fuese un derecho sólo las personas podrían ser titulares del mismo. La titularidad de los derechos sólo corresponde a las personas. La titularidad es algo jurídico. Y eso no es claudicación del Derecho constitucional al Derecho privado (como se ha dicho por algunos[52]), pues la idea de que sólo la persona es titular de derechos, aunque se recoja en el Código Civil, no es privatista, sino jurídica sin más, pues lo jurídico es una creación del hombre, y no un «prius», y sólo a él puede atribuirse. Por lo demás, esto se muestra con claridad en el caso de los derechos personalísimos, y éste sería el caso, en que no es posible pensar en el ejercicio en nombre de otro, en el ejercicio en nombre del «nasciturus». Los derechos se ejercen porque se quieren ejercer y es difícil (imposible, vamos) decir que el «nasciturus» quiera nacer. Que los debates constituyentes reflejen que la introducción de “todos” tuvo la finalidad de proscribir, constitucionalmente, el aborto, es de poca utilidad. Como se indicó al inicio, no es necesario un excurso sobre la interpretación para saber que la llamada “intención del legislador” es uno más de los criterios interpretativos, usualmente insuficiente por sí solo, y en muchos casos inútil. Es el “sentido normativo” de la disposición lo que ha de indagar el intérprete[53], búsqueda donde pueden producirse inevitables tensiones entre los diferentes resultados que arrojan los diversos criterios de interpretación, pero que en todo caso ha de marginar los que sean absurdos. Pero el debate, inconsecuente una vez afirmado el “derecho a la vida”, resulta, por otro lado inevitable justamente por las consecuencias de tal afirmación.

Ahora bien, toda esa discusión sobre la titularidad resulta totalmente estéril si se piensa, como se defiende, que, en cuanto a la existencia física, el “derecho a la vida” no es tal derecho, sino una prohibición constitucional de atentar contra la vida. No lo sería totalmente si en este supuesto tuviera sentido hablar de que está en juego la integridad física y la moral vitales, porque en ese caso, como se ha visto, sí puede hablarse de un derecho fundamental a la vida, o de protección frente a un riesgo vital, pero no sólo es que no es el caso, sino que, dado que sólo las personas son titulares de derechos, el «nasciturus» no podría ser titular de ninguno de ellos, cualquiera que sea el estado de la gestación. Es claro que es la existencia física de lo que se trata en el caso del «nasciturus».

Por consiguiente, la cuestión pasa por cambiar el tema del debate, de discutir sobre la titularidad de un derecho ha de pasarse a determinar el alcance de la prohibición constitucional de atentar contra la vida ajena. Podría pensarse que al final el resultado es el mismo y de que se trata de un diferente itinerario conceptual que conduce a las mismas soluciones que el que se repudia. Pero no es así, por varias razones: en primer lugar, porque si está claro que sólo las personas pueden ser titulares de derechos, lo es también que la vida humana comienza antes de que la persona exista, lo que significa que la prohibición del art. 15 CE protege al feto; y en segundo lugar, porque precisamente por lo expuesto, de admitir un derecho a la vida y, por tanto, que sólo la persona es titular del mismo, es necesario, de no llegar a resultados inconcebibles, desde el punto de vista de la vida de la persona (que, verbigracia, se pueda eliminar un feto de 8 meses[54]) idear un sistema doble, donde se distingue entre un derecho a la vida del que sólo son titulares las personas y la vida, valor constitucional predicable del «nasciturus», con el argumento, loable, pero en cierta medida insuficiente (pues aquélla siempre es un paso necesario, como la concepción también lo es y no se protege constitucionalmente, creo, sino sólo religiosamente) de que la vida del «nasciturus» es un paso necesario para la vida protegida por el art. 15 CE como derecho, esto es, para la vida como derecho de las personas.

La vida del «nasciturus» no es un valor constitucional diferente de la vida de las personas, es el mismo valor, la vida del feto y la de la persona tienen el mismo valor. No hay nada en la Constitución que permita afirmar otra cosa. El TC ha optado por considerarlo como tal valor diferente del derecho a la vida de las personas (que también es reflejo de ese valor, pero que es, lógicamente, algo más), dado que ha configurado el “derecho a la vida” como un auténtico derecho, y de ahí la obligación del Estado de protegerla, lo que al final no es sino una perturbación del sistema.

La vida humana es un valor, sin más, la del «nasciturus» y la de la persona. No es un valor superior del ordenamiento, pues sólo lo son los que como tales proclama el art. 1.1 CE, y eso ni es ni puede ser minusvaloración de su trascendencia, sino sólo que no es “valor superior del ordenamiento jurídico”. Habría que decir, quizás, que es el valor básico y no sólo del ordenamiento, sino de todo lo humano; sin vida no hay mundo humano. Es más, en puridad, más que un valor, es un prevalor, en tanto que los valores tienen su sentido dentro del mundo humano y este no existe sin la vida; la vida es la condición para todo lo humano.

Lo anterior lleva a considerar que la Constitución prohíbe atentar contra la vida humana y tal es la del concebido pero no nacido, sin ninguna duda al menos durante sus etapas finales. Y he aquí el problema fundamental, el de determinar cuándo, durante la gestación, puede hablarse de vida humana y cuando no puede hablarse de ella. Sobre ello no se tiene intención de discernir aquí. Sólo se dirá que se discute “científicamente”[55] sobre el momento en que puede hablarse de “vida humana”, aunque sí hay consenso sobre el hecho de que ésta comienza antes del nacimiento[56]. Por tanto, no puede afirmarse que lo constitucionalmente relevante es sólo si está justificado constitucionalmente poner fin a la vida, al margen del significado del art. 15 CE, porque tal justificación dependerá justamente de ello.

Por tanto, la vida humana está protegida por la Constitución, que prohíbe atentar contra ella. Pero de ello no cabe inferir la prohibición absoluta del aborto. Y no por alguna razón especial, sino lisa y llanamente porque no existe nada absoluto, ni siquiera lo que absolutamente se acaba de afirmar, ni en la realidad ni, como entonces no podía ser de otra forma, en el Derecho; lo absoluto es justamente opuesto a la vida misma. De esa prohibición del art. 15 CE, pues, tan sólo resulta la obligación del Estado de establecer un sistema para garantizar que tal prohibición se cumpla, previniendo los ataques contra la vida y castigándolos.

La consecuencia de ello es que el aborto debe estar, en general, prohibido, lo que no significa que haya de estar penalmente castigado, pues el Derecho Penal no es el único medio estatal para establecer prohibiciones y sancionar sus incumplimientos; también el Derecho Administrativo sancionador puede realizar tal tarea. Pero el legislador puede permitirlo en casos en que justamente la vida protegida constitucionalmente (la existencia física, la integridad física y moral vitales), esté en juego: la vida digna del feto en ese momento y (o) cuando nazca, o la vida de la madre y también cuando colisionara con algún derecho fundamental, como puede ser el derecho de la madre a reclamar protección frente al riesgo vital o para su integridad física, cuando el embarazo y parto, o el parto, lo suponen, de acuerdo precisamente con lo antes expuesto, y alguno de los supuestos de despenalización del aborto tiene que ver con ello. Ahora bien, debe advertirse que, por más que se pretenda, la libertad como tal no es un derecho fundamental, sino sólo un valor superior (art. 1.1 CE) que se refleja en las diferentes libertades constitucional y específicamente garantizadas. La decisión de abortar «podría» encontrar respaldo en esa libertad, pero ni es un derecho (constitucional) (no se trata de una específica libertad constitucional) ni es ejercicio de ese valor superior (los valores superiores no se ejercen). Expresado de otra forma, en nuestro Derecho[57] ni la mujer (ni el hombre) tiene una libertad constitucional sobre la que fundar su decisión a abortar.

Así pues, el legislador está limitado por el hecho de que, dado que la vida humana es un valor protegido constitucionalmente y que la misma existe durante la gestación, no puede admitir el aborto indiscriminadamente, sino sólo en casos justificados constitucionalmente. De ahí que los tres casos que actualmente contempla el legislador sean posiblemente aceptables, pero esto es algo que no se va a considerar aquí, pues sólo interesa saber lo que significa el art. 15 CE.

 

 

5. La disponibilidad de la propia vida. La eutanasia.

 

Junto al aborto, este es el otro tema típico que se suscita cuando se trata el “derecho a la vida”, si bien son cuestiones radicalmente distintas (algo que parece desconocerse por determinados sectores), pues en el primer caso se trata de poner fin a una vida humana ajena y en el segundo de poner fin a la propia, ciertamente que con posible ayuda de terceros, pero por decisión propia[58]. La concepción que se defiende aquí sobre el alcance del art. 15 CE en cuanto a la vida como existencia física no conduce necesariamente a resultados distintos a los que conduciría la posición habitual, pero sí permite clarificar el debate, pues si no existe un derecho fundamental a la vida, en ese aspecto, tampoco se puede hablar de un derecho a la muerte, y si lo que consagra el citado precepto es la prohibición constitucional de atentar contra la vida ajena, es claro que a la vida propia no alcanza dicha prohibición, lo que por otra parte sería absurdo[59]. La discusión sobre la eutanasia y el llamado “derecho a una muerte digna” cometen el error común de partir de que el derecho a la vida es técnicamente un derecho fundamental y que por tanto también como un derecho debe configurarse la facultad de poner fin a la propia vida en cualquiera de las modalidades de las que se habla; taxonomía que también tiene su origen en ese malentendido. Aquí, como en el caso del aborto, es la existencia física la concernida.

Es doctrina del Tribunal Constitucional que el derecho fundamental a la vida no incorpora el derecho a poner fin a la propia vida. Esta afirmación es correcta, pero sólo en cuanto a esto último, porque lo contrario podría llevar a admitir (puede ya realizarse esta precisión) la existencia de una facultad ejercitable ante los poderes públicos con el fin de solicitar la ayuda o asistencia del poder público para dejar de vivir, y de ahí que se haya afirmado que se es titular del derecho a la vida con independencia de la voluntad del sujeto. Pero no es tan correcta en cuanto al punto de partida, pues no hay tal “derecho a la vida”, sino la prohibición de atentar contra la vida ajena (y, por tanto, se vive porque nadie debe atentar contra la vida ajena, no porque nadie deba no poner fin a su existencia), como en cuanto -tal y como se sigue de ello- a que se quiera extraer de esa aseveración la conclusión de que constitucionalmente no es legítima la privación de la vida propia. De la Constitución no se desprende que eso sea así, pues no hay nada en ella que legitime al Estado a proteger la vida de una persona contra su voluntad. Es indiscutible que tal facultad no está proscrita por el derecho a la vida o por cualquier otro contenido constitucional, pues en otro caso, resultaría la idea absurda de que existe obligación de vivir. Y eso vale tanto para el suicidio, como para la eutanasia, sea pasiva o indirecta, o sea activa. El individuo es, constitucionalmente hablando, libre de seguir viviendo o no, y no existe ni derecho fundamental, ni principio, ni valor alguno en la Constitución que autorice una afirmación contraria. De manera más precisa puede decirse que el tema es irrelevante desde el punto de vista constitucional. Otra cosa es que por razones morales, religiosas o las que sean, se pretenda que de la Constitución se puede extraer otra cosa, pero ninguna de esas razones tienen cobertura constitucional. Las sentencias del Tribunal Constitucional sobre el tema venían condicionadas por el entorno donde se producían los hechos sometidos a su consideración, la cárcel. Aún así, no son convincentes: si alguien no quiere alimentarse no puede forzarse a ello. No existe problema constitucional alguno; puede haber otros problemas, pero ninguno constitucional[60].

Ciertamente las SSTC (120/1990, 48/1996 y 154/2002) parten de que la base constitucional del rechazo por la persona de tratamientos médicos[61] (aunque en el caso de los presos en huelga de hambre, las circunstancias del caso mandaron, como se ha dicho) se encuentra en la integridad física y moral del art. 15 CE, lo que por otra parte es compartido por la doctrina y jurisprudencia alemanas y por la jurisprudencia americana, y por alguna doctrina española[62]. Sin embargo, no es correcto afirmar que tal rechazo al tratamiento médico tiene que ver con ese derecho fundamental. Como se ha visto, la propia vida en convivencia hace lógicamente imposible considerar cualquier injerencia como atentado a la integridad física y el rechazo de las no consentidas tiene su base precisamente en la voluntad del sujeto, que puede encontrar amparo en el «principio general libertad» o en el «valor libertad», si es que se quiere encontrar ahora un respaldo constitucional. La decisión de no someterse a un tratamiento médico determinado encuentra amparo en ella porque ahora se reconoce expresamente y no tiene sentido una búsqueda cuando la respuesta se encuentra fácilmente en el ordenamiento, pero si no se reconociese habría que encontrarla en la idea de que se hallan en juego decisiones personalísimas que sólo el individuo puede adoptar, espacio de la libertad (fáctica) de la persona que era respetado incluso por el Derecho preconstitucional[63]. Es más, ni siquiera puede decirse que ese rechazo sea expresión de la libertad religiosa[64], aunque el mismo pueda venir motivado por razones religiosas, o de la ideológica, por razones de tal carácter, porque sencillamente su proscripción general (no absoluta, esto es importante; nada hay absoluto) no tiene su base en ellas, como lo prueba el que el rechazo de un tratamiento médico por razones que no tengan nada que ver con ningún derecho fundamental, o lisa y llanamente porque a alguien “no le dé la gana” someterse al mismo, es igual de legítimo, desde el punto de vista constitucional, y así es en la práctica. El sujeto afectado puede invocar las razones que se le antojen, o ninguna, pues tales razones son absolutamente irrelevantes a efectos constitucionales. Lo trascendente es que no quiere someterse al tratamiento médico en cuestión y esa desnuda voluntad de rechazo al tratamiento médico es lo que cuenta.

Precisamente porque la legitimidad constitucional del rechazo se encuentra en la voluntad plena y no en un derecho fundamental[65], puede sostenerse que el menor de edad no está legitimado para rechazar, con riesgo para su salud o su vida, un tratamiento médico. El menor de edad no es equiparable al mayor edad, ni siquiera constitucionalmente hablando (piénsese que sólo se puede votar si se es mayor de edad). La mayoría de edad determina la plena capacidad (art. 315 del Código Civil), con independencia de que aquélla dependa de la realidad, que el Derecho puede intentar asumir o, simplemente, de ciertas determinaciones normativas, razonablemente fijadas, pero en todo caso de base ficticia, como lo es la afirmación de que se es mayor de edad a partir de cierta edad, cuando no arbitrarias, pues la edad de 18 años del art. 12 CE puede sustituirse fácilmente por la de 17 o 19. Ciertamente, la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, viene a establecer una serie de previsiones de las que parece deducirse el necesario consentimiento del menor, pero emancipado o con dieciséis años cumplidos, para poder ser intervenido (art. 9.3.c), pero eso en nada empece a lo aquí expuesto, no sólo porque la Ley, como es lógico, está pensando, como de su propio espíritu se desprende, en intervenciones que de por sí resultan físicamente relevantes para el paciente con posibles indeseables consecuencias, sino porque el propio art. 9.2 de esa Ley establece (para mayores y menores de edad, sin distinción) que se pueden llevar a cabo intervenciones clínicas indispensables en favor de la salud del paciente, sin necesidad de contar con su consentimiento (art. 9.2), tanto cuando exista grave riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias establecidas por la Ley (letra a), como cuando exista riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo y no sea posible conseguir su autorización, consultando, cuando las circunstancias lo permitan, a sus familiares o a las personas vinculadas de hecho a él (letra b). Pero en todo caso, y esto es realmente lo trascendental, poco importa lo que diga la referida Ley respecto a la virtualidad de la voluntad del menor, pues constitucionalmente es claro que ni esa voluntad, ni la de los padres o representantes legales de éste, puede eludir las intervenciones necesarias para la protección de la salud de aquél. Y esta última afirmación viene al caso de un enfrentamiento que me parece equivocado, cual es el de la vida «versus» autonomía del paciente, y lo es, porque la vida es el bien que forma parte del objeto de una prohibición constitucional y el derecho a la autonomía del paciente es un derecho de configuración legal que por ello en mi opinión no es útil para solventar los problemas que se plantean. Como se ha expuesto antes, el consentimiento informado carece de la relevancia constitucional que se pretende, dado que nada tiene que ver con la integridad física constitucionalmente protegida, sino con la libertad en el sentido expuesto, esto es, como reflejo, ahora, de un valor superior del ordenamiento (no como derecho fundamental)[66].

Lo contrario llevaría a afirmar, por ejemplo, que un menor de tres años está constitucionalmente legitimado para rechazar una transfusión sanguínea porque sus padres, sobre la base de una determinada creencia, le han inculcado esa idea. Son los padres, en tanto que titulares de la patria potestad, los que pueden rechazar y sólo, además, entre dos alternativas, los tratamientos que supongan un riesgo para el menor o un sufrimiento sin posibilidades razonables de éxito, pues aquélla ha de ejercerse siempre en beneficio (medido objetivamente, claro está) de los hijos (art. 154 del Código Civil). Esto es, en el famoso caso de las transfusiones sanguíneas con relevancia para la vida del menor, ni éste ni sus padres están legitimados para rechazar la transfusión, cualesquiera que sean los motivos que se aleguen al efecto[67].

Todo lo expuesto significa que la persona puede poner fin a su existencia sin que el Estado esté legitimado para prohibírselo. Ahora bien, como también se deduce de lo expuesto, no existe un derecho constitucional (fundamental) a poner fin a la propia vida y para ello no es necesario ningún esfuerzo intelectivo, sobre todo si se considera que tampoco hay un “derecho fundamental a la vida”. Lo que tiene el sujeto es la “libertad fáctica” de poner fin a su propia vida, que no es propiamente, al igual que se dijo con el rechazo a tratamientos médicos, la actuación de la «libertad constitucional» (valor «ex» art. 1.1 CE, principio general «ex» arts. 1.1, 10.1 y 25, o cláusula general derivada del libre desarrollo de la personalidad), sino una “libertad fáctica”, que encuentra amparo en el valor libertad[68]. El empleo de la expresión “libertad fáctica” se hace intencionadamente, en orden a responder al planteamiento que considera que el suicidio y la eutanasia activa directa son actos derivados del ejercicio de una libertad fáctica, no prohibida por el Derecho, y no una libertad amparada constitucionalmente[69]. Si con ello se quiere decir que no se trata de una libertad específicamente recogida como tal[70], eso parece obvio; como se acaba de decir, y es lo mismo, en la Constitución no se contempla un derecho fundamental a poner fin a la propia vida. Si se quiere decir que la decisión libremente adoptada de poner fin a la propia vida “no está amparada por el valor libertad del art. 1.1 CE”, no comparto tal idea[71]. La pregunta es ¿por que esa decisión no puede estar amparada en el art. 1.1 CE, en el sentido en que aquí se ha expuesto, esto es, no como ejercicio de esa libertad, que no tiene sentido, sino como cobertura de la que hace legítima la decisión del sujeto? De hecho, se afirma que se trata de una libertad fáctica “no prohibida por el Derecho”. Lo cierto es que no hay respuesta constitucional y, desde luego, ésta no puede estar en el art. 15 CE que, reconociendo el derecho fundamental a la vida, no establece sino la prohibición de atentar contra la vida ajena, no de atentar contra la propia; si para algo ha de servir el que se hable de derecho aún cuando técnicamente no lo sea, y no de obligación, es justamente para no considerar prohibidas por la Constitución ni el suicidio ni la eutanasia[72]. Así, se dice, que la Constitución no impone el deber de vivir. En este orden de cosas, se ha puesto de relieve que “la autodeterminación personal, aún no siendo un derecho fundamental, tiene cobertura constitucional en la cláusula de libre desarrollo de la personalidad del art. 10.1 CE; lo que implica que hay un precepto constitucional idóneo para modular el alcance del deber del Estado de sancionar penalmente las agresiones a la vida humana”[73], y así “la eutanasia activa podría ser vista como una colisión entre dos valores o bienes jurídicos de rango constitucional: vida humana y libre desarrollo de la personalidad, ambos predicados del enfermo incurable”[74], de modo que “dista de ser claro que el Estado esté constitucionalmente obligado a castigar siempre la eutanasia activa”[75]. En realidad, no hay colisión entre dos valores, pues el art. 15 CE no protege la vida humana sin más, sino que, se insiste, protege al individuo frente a los ataques ajenos, por lo que es claro que el Estado tiene constitucionalmente vedado castigar la eutanasia activa, con la matización que luego se expondrá.

Si tras esa concepción que desliga el hecho de poner fin a la propia vida con la libertad, se esconde un celo especial por la vida que lleva a extremar cautelas (de modo que sólo cabe excepcionalmente despenalizar la eutanasia activa), éstas deberán serlo hacía la eutanasia activa, no para el suicidio sin más, pues si no, ¿cautelas respecto a qué o frente a quién? Pero si son cautelas frente a la eutanasia activa, creo, primero, que el riesgo de encubrir un homicidio no es tan alto como se cree, y segundo, que ello no puede llevar a adoptar posturas que no casan con la Constitución. Ciertamente, en este último caso como en general en el caso de la cooperación al suicidio, se plantea el problema de que en realidad estemos ante un homicidio o asesinato. Pero la solución no es sancionar penalmente la cooperación al suicidio, algo que no tiene respaldo constitucional, sino perseguir seriamente los casos de homicidio y asesinato. El art. 143 del Código Penal debiera ser derogado o declarado inconstitucional, pues una “interpretación conforme” se me antoja difícil, dada su literalidad. Así, en el caso de la eutanasia activa o pasiva, si es sin el consentimiento del paciente, parece claro que entra dentro del tipo delictivo homicida o del asesinato (quizás, considerando cada tipo, de este último), y entonces se estaría bajo el imperio del art. 15 CE; si es con su consentimiento, el Derecho debería abstenerse de intervenir en cuanto a una posible represión de la cooperación[76].

Pero hay por encima de todo ello, una razón nuclear. Lo que justifica y da sentido al Derecho, a la Constitución, su suprema expresión, y a la política, el campo de las relaciones humanas, en términos globales, es lo relacional, lo trascendente al propio yo. En palabras más bellas: “«Las leyes regulan el ámbito <<político>>, es decir, el ámbito del entre del mundo humano. Dondequiera que se atraviesa ese entre, que establece la distancia y a la vez la unión, y como tal constituye el espacio en el que nos movemos y comportamos los unos con los otros, por ejemplo, en el amor, las leyes dejan de tener validez, pierden su importancia. Las leyes no pueden dictarse para un ámbito cualquiera fuera del estrictamente <<político>>. Me protegen de la injusticia del otro, y protegen al otro de la injusticia que yo pueda infligirle. Pero nunca han de pretender protegerme a mí mismo de mí mismo (...) Toda irrupción de la moral o del razonamiento moralizante en la política que va más allá del concepto de la injusticia cometida contra el otro, es siempre un ataque a la libertad»”[77]. He aquí el por qué carece de legitimación política y, por ende, jurídica, cualquier intervención sobre la decisión de una persona de poner fin a su existencia, pero he aquí también radicado parte del argumento de que sólo quien está impedido para tal acto puede pedir la ayuda de otros y estos libremente pueden prestársela, como luego se razonará.

Expresado en términos más prosaicos, aunque sirviéndome de la misma forma expresiva, sólo en la medida en que existiese la posibilidad de “infligir una injusticia al otro” podría el legislador intervenir en esa decisión, prohibiéndola, por ejemplo, limitándola, o podría intervenirse singularmente para impedir tal acto. En efecto, en tanto que no se trata de un derecho fundamental, es claro que el legislador puede prohibir tal acto si están en juego, si pueden resultar afectados, otros derechos o bienes constitucionales[78], además de la posibilidad incuestionable (salvo que se confundan reserva de ley y principio de legalidad) de intervenir singularmente aunque no existiese una limitación o prohibición establecidas legalmente[79]. Pero el caso es que no existen otros derechos o bienes constitucionales implicados. No lo es la vida protegida por el art. 15 CE, como se ha visto, ni ningún otro derecho o principio constitucional. Por eso, comparto la opinión de que una prohibición del suicidio sería inconstitucional porque castigaría una conducta que no supone un perjuicio para bienes jurídicos ajenos[80], pero no comparto la idea de que una prohibición de la eutanasia como la que lleva a cabo el art. 143.4 del Código Penal no sería una restricción arbitraria de la libertad del art. 1.1 CE porque perseguiría evitar riesgos de abuso y el interés estatal en controlarlos es un interés público de primer orden[81]. Lo primero por lo que se ha expuesto, a lo que habría que añadir que la prohibición constitucional del suicidio sería fundamentalmente un “brindis al sol”, por razones obvias. Lo segundo porque, como se deduce de lo expuesto, si es la prohibición de atentar contra la vida ajena lo que se quiere garantizar (parece que eso debe ser lo que se alude bajo las expresiones “riesgo de abusos” o “sospecha ante la eutanasia”, y no al libertinaje antirreligioso de un derecho ilimitado a la muerte voluntaria por utilizar una expresión teológica, pues ésta es, debe ser, ajena por ello absolutamente al examen que se está haciendo, puramente constitucional) en última instancia, eso se consigue con tal prohibición y su castigo penal, pero no se puede tipificar penalmente (ni de ninguna otra forma) la ayuda a quien libremente ha decidido poner fin a su vida con el pretexto de que se puede estar cometiendo un homicidio, porque eso se consigue con la tipificación de éste y su persecución y castigo, lisa y llanamente.

La idea de que de la Constitución se pueden deducir cuatro modelos distintos y válidos de interpretación jurídica al respecto[82] es excesivamente generosa, pues con ellos resulta que la Constitución permitiría cualquier opción. En efecto, estos son, se dice: el de la eutanasia prohibida, el de la eutanasia como derecho fundamental, el de la eutanasia como libertad constitucional legislativamente limitable y el de la eutanasia como excepción legítima a la protección jurídica de la vida por el Estado. La Constitución tolera, pues, cualquier interpretación. Sin embargo, no comparto esa posición. Es claro que es imposible sostener, racional y razonablemente, que la Constitución prohíba la eutanasia porque exista una protección absoluta de la vida en el art. 15 CE, tanto si se parte de la presuposición unánime de que el art. 15 CE consagra un derecho fundamental, porque si es así no cabe idear un deber de vivir, como si, de acuerdo con lo aquí sostenido, se considera que el art. 15 CE en realidad establece una prohibición, pues ésta, como se ha argumentado (y su literalidad es una razón) es sólo una prohibición de atentar contra la vida ajena. En todo caso, como idea absoluta es ajena al Derecho.

El modelo de que la eutanasia es un derecho fundamental cuenta a su favor con la suposición de que existe un derecho fundamental a la vida, en el sentido de que si tienes derecho a la vida, tienes derecho también a poner fin a ella. Pero el argumento tampoco puede admitirse, pues al margen de que como regla general (una excepción es el derecho de asociación -STC 5/1981, FJ 19-, y también la libertad religiosa -art. 2 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa-), el no ejercicio de los derechos fundamentales no es un derecho fundamental, no existe, como se ha tratado de mostrar, un derecho fundamental a la vida. Se pueden ver aquí las implicaciones absolutamente perturbadoras de concebir el derecho a la vida «ex» art. 15 CE como un derecho, pues quien no quiere asociarse sigue vivo, pero sin asociarse, y puede asociarse cuando quiera, y el que no quiere seguir ninguna confesión sigue vivo, pero sin profesar religión alguna, esto es, siempre cabe la posibilidad de elegir, pero el que no quiere vivir y pone fin a su vida, ha cerrado el mundo, ya no puede cambiar su decisión, ha extirpado la libertad de opción que está implícitamente en la base del sistema de derechos fundamentales.

Tampoco la eutanasia es una excepción legítima a la protección estatal de la vida. Desde el punto de vista constitucional lo trascendente, huelga decirlo, es la Constitución, y una protección estatal también incluye la legal (en este caso el Código Penal), lo que supone prejuzgar el resultado. Y lo que la Constitución dispone es la prohibición de atentar contra la vida ajena. Pero es que incluso sosteniéndose, como se hace habitualmente, que el art. 15 CE consagra el “derecho fundamental a la vida”, la idea de derecho se arrumba radicalmente si no se incorpora esa idea de ajenidad.

El modelo que más se ajusta a la Constitución es el de considerar a la eutanasia como libertad constitucional, aunque en rigor sea más bien una decisión que encuentra cobertura en el «valor» o «libertad» constitucional, como se ha expuesto. Lo que no se puede compartir es lo de la necesaria limitación o restricción legislativa a esa supuesta libertad, no porque teóricamente no sea posible, sino porque no existe ninguna justificación constitucional para ello.

Ahora bien, al margen de todo ello y una vez afirmada la idea de que la eutanasia es un acto que encuentra su amparo en la libertada humana, debe subrayarse que forma parte de la propia libertad con que se adopta el acto, la responsabilidad de su realización por el sujeto que adopta la decisión, si no está físicamente impedido para ello. En efecto, sólo son actos verdaderamente fruto de una decisión libre los que se realizan por uno mismo si se está en disposición de hacerlos. La libertad implica responsabilidad, aquí para con uno mismo. Eso significa que el Derecho no debe aceptar como plausible que quien fallece como consecuencia de la acción u omisión de otra persona, estando aquél físicamente capacitado para poner fin a su propia vida, haya tomado la libre decisión para ello, y por tal razón, es legítimo constitucionalmente que el Derecho castigue a quien afirme que se ha limitado a cumplir la voluntad de tal sujeto, pues es razonable que el Derecho piense que tal voluntad libre no existía y que, por tanto, se ha infringido la prohibición constitucional del art. 15 CE.

Además, como ya se ha dejado apuntado, la intervención de un tercero, estando el sujeto plenamente facultado físicamente para adoptar los actos en orden a poner fin a su existencia, hace que el asunto ya no sea exactamente “de uno mismo”, sino que ya hay una pluralidad y la puerta para la intervención jurídica (política) queda abierta. Esta aseveración, además, no admite matización alguna, de modo que si aún limitado físicamente, el individuo dispone de alguna posibilidad de realizar por sí mismo su decisión, debe hacerlo él. Aunque se puede ver en esto una finalidad también “preventiva” al estilo de la antes indicada, lo cierto es que esto es más bien un resultado que un objetivo perseguido derechamente. De lo hasta aquí expuesto, puede deducirse lo siguiente:

- No existe un derecho fundamental a la muerte (ni propia ni ajena), ni digna ni indigna[83]. Además, de acuerdo con lo expuesto hasta ahora, está claro que las injerencias sobre el cuerpo, con la intensidad de que se trataría en estos supuestos, requieren para ser lícitas el consentimiento del paciente o de sus familiares o allegados; en otro caso se trataría de un delito de lesiones. Así lo impone, no el derecho a la integridad moral y física, sino la integridad física o moral integrante del derecho a la vida, pues se supone que estamos ante tratamientos que no van a impedir la muerte de una persona. En otro caso más bien debería hablarse del derecho a una incapacidad digna, y aquí sí, el derecho fundamental involucrado sería el derecho a la integridad física o moral. Otras muchas injerencias médicas menores no suponen atentado alguno a la integridad física o moral y su legitimidad sólo depende de la voluntad del sujeto, como se ha señalado.

- El derecho a los cuidados paliativos no es un derecho fundamental, sino que cuando se recoja por Ley (sea esta orgánica o no, se trate o no de los Estatutos), será legal, y en todo caso, está relacionado con lo que aquí se trata, pero no resuelve los problemas que se consideran. Aún más, si cabe, puede decirse eso del llamado “testamento vital”[84].

- No existe una libertad constitucional a poner fin a la propia vida. No existen más libertades constitucionales que las establecidas en la Constitución de forma expresa o las que de éstas y de forma específica se pueden deducir vía interpretación del Tribunal Constitucional.

- El individuo puede poner fin a su vida, actuando no una libertad constitucional, que no existe, sino su libertad y esa decisión encuentra amparo en el valor (o principio general) libertad, y lo puede hacer por sí mismo, si está capacitado físicamente para ello o con ayuda de terceros si no lo está.

La consecuencia de todo ello es que no es posible acudir a los tribunales solicitando el auxilio para poner fin a la propia vida, pues no es un derecho subjetivo. Ahora bien, en contra de la jurisprudencia constitucional, sí puede solicitar “el apoyo del poder público para vencer la resistencia que se oponga a la voluntad de morir”. En efecto, a la citada jurisprudencia se pueden hacer las siguientes objeciones. La primera es que no es constitucionalmente legítimo impedir el referido acto que el individuo adopta libremente, como ya se ha expuesto. Luego si no es legítimo, no se puede legitimar “la resistencia que se oponga a la voluntad de morir”. La segunda, que si bien es verdad que los actos amparados, que no actuación, del valor (o principio general) libertad, se pueden prohibir, limitar o impedir, como se ha expuesto antes, también lo es que la prohibición, limitación u obstaculización tiene que tener su justificación en un derecho, principio rector o bien constitucional, y en el presente caso no hay nada en la Constitución que justifique tal limitación o prohibición.

Por tanto, si bien el individuo no puede solicitar que el poder público le asista en el acto de poner fin a su propia vida, sí puede, aquél que quiera poner fin a su propia vida, ir contra los actos de quienes (públicos o privados), obstaculicen su decisión. Así, por ejemplo, un enfermo que no pueda poner fin a su propia vida por sí mismo no puede solicitar el amparo judicial para que la Administración le ayude a ello, pero si puede hacerlo no podrá ser obstaculizado y podrá reaccionar contra tales actos obstativos.

Ciertamente, se dirá, poca diferencia hay, entonces, entre el ejercicio de esa decisión adoptada libremente y algunos derechos fundamentales, en concreto con aquellos que no requieren una actividad prestacional (como es el caso de la libertad de expresión), es decir aquellos cuya realización depende de la libre decisión, lo que no es sino consecuencia de que justamente tanto las decisiones que aquí se estudian como las referidas libertades tiene su origen en la libertad del individuo. Pues bien, puede decirse que hay, sin lugar a dudas, un ámbito de coincidencia, pero no existe una identificación total. En primer lugar, la diferencia entre esas decisiones, libremente adoptadas, y los derechos fundamentales, es clara respecto a los que imponen tal actividad (como el derecho fundamental a la educación), pues respecto de aquéllas ni existe ni, por ende, se puede reclamar tal actividad. En segundo lugar, como es sabido y ya se ha señalado, los derechos fundamentales presentan una “doble dimensión” (SSTC 25/1981, 114/1984, 53/1985, 64/1988, entre otras), como derechos subjetivos y como valores objetivos, dimensión objetiva que, en general, implica la existencia de un deber general de protección y promoción de los derechos fundamentales por los poderes públicos (recurso de inconstitucionalidad, interpretación conforme) y que lleva a la llamada “fuerza expansiva de los derechos fundamentales”[85]. Pues bien, nada de esa dimensión objetiva puede predicarse de las decisiones sobre uno mismo adoptadas con plena capacidad. En fin, y en todo caso, no es posible saber si derechos fundamentales (o libertades públicas) que ahora son típicamente no prestacionales, requerirán en el futuro de la actuación positiva pública, algo que tampoco es posible plantear de las acciones que aquí se consideran.

Cuando se iniciaron estas páginas se dijo que había algo filosóficamente difícil en la invocación de un derecho a la vida. Debe reconocerse que si la vida es dada al hombre y nunca tomada por éste, resulta aparentemente extraño que éste pueda disponer de ella. Sin embargo, esto es inexacto, pues no se trata de que la vida sea dada al hombre, sino que la vida es el hombre mismo, y si la libertad del hombre consiste en forjar una secuencia, un nuevo eslabón (Kant), en su espontaneidad (Arendt), eso significa que también puede renunciar a ello.

 

 

6. Conclusiones.

 

Primera.- El art. 15 CE no establece un derecho fundamental a la vida, como existencia física, sino la prohibición constitucional de atentar contra la vida ajena.

Segunda.- El art. 15 CE consagra el derecho fundamental a la integridad física y moral vitales, que son aquéllas sin las que no puede hablarse de vida humana digna.

Tercera.- El art. 15 CE puede servir de base para la construcción de un derecho fundamental consistente en recabar, ante los particulares o el Estado, protección frente a un riesgo concreto vital.

Cuarta.- El «nasciturus »no puede ser titular de ningún derecho, sino que su vida se haya protegida por la prohibición constitucional de atentar contra la existencia física ajena.

Quinta.- El individuo puede poner fin a su propia vida, no en ejercicio de derecho fundamental alguno, sino actuando su voluntad, por lo que si bien no puede recabar el auxilio del poder para llevar a cabo su voluntad, sí puede legítimamente oponerse a interferencias ajenas en su realización.

 

Resumen: Este trabajo tiene por objeto principal la determinación del significado del “derecho a la vida”, especulando acerca de si verdaderamente es un derecho o no, y analizando las consecuencias, si no lo es, para algunos de los problemas que se plantean en torno al mismo, como el aborto o la eutanasia.

 

Palabras clave: Derecho a la vida, aborto, eutanasia.

 

Abstract: The purpose of this paper is to discuss the meaning of “the right to life,” speculating as to whether or not it is truly a right, and if it is not, analyzing the consequences of some typical problems related to the topic, such as abortion or euthanasia.

 

Key words: The right to life, abortion, euthanasia.

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[1] Quiero expresar mi gratitud a Francisco Balaguer Callejón por hacer posible que este trabajo se publicase precisamente en este nº de la RDCE; un trabajo que quiero dedicar a mis interlocutores permanentes: Miguel Azpitarte (que me ha hecho un marcaje de cerca en este caso) y a Enrique Guillén (bastante más benévolo). Gracias a Ricardo Martín Morales y Juan Fuentes, que me hicieron llegar sus impresiones, inquietudes y críticas.

[2] Aunque en nuestro país el ejemplo, entre no pocos, de las Sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (Sala de Sevilla) sobre la asignatura “educación para la ciudadanía”, 4 de marzo y 30 de abril de 2008, parece refutar tal idea. Para una crítica breve, pero certera, de la primera, que también vale para la segunda, véase E. GUILLÉN LÓPEZ, “La libertad religiosa: los discursos del fiel y del ciudadano. Una aproximación desde la teoría constitucional”, RFDUGr, nº 11, 2008, pp. 50-53.

[3] Para todos estos conceptos, H. ARENDT, The Life of the Mind. Thinking, Harcourt Brace Jovanovich, New York, 1977, en particular pp. 30 ss.

[4] Sobre el control de la precomprensión, T. REQUENA LÓPEZ, Sobre la función, los medios y los límites de la interpretación de la Constitución, Comares, Granada, 2001, pp. 145 ss.

[5] La interpretación originalista tiene mayor sentido para las Constituciones que para las leyes, respecto de las que tal interpretación puede, en cierto modo, aunque no con exactitud, identificarse con la llamada interpretación conforme a la voluntad del legislador. En el caso de las leyes, como la experiencia ha demostrado, indagar la voluntas legislatoris es en muchos casos perturbador, cuando no simplemente inane.

[6] Sobre los derechos en la Unión Europea, véase F. BALAGUER CALLEJÓN, “Derecho y Derechos en la Unión Europea”, en J. CORCUERA ATIENZA (Coord.), La protección de los derechos fundamentales en la Unión Europea, Dykinson, Madrid, 2002.

[7] Filosofía (pensamiento) y poesía se valen de la metáfora como vehículo de lo visible a lo invisible (vid. H. ARENDT, The Life of the Mind, op. cit., pp. 98 ss., 102 ss. y 110 ss.), pues “the metaphor, bridging the abyss between inward and invisible mental activities and the world of appearances, was certainly the greatest gift language could bestow on thinking and hence on philosophy, but the metaphor itself is poetic rather than philosophical in origin” (p. 105).

[8] Vida y muerte se presentan como dos opuestos, y las necesidades fisiológicas son en nuestro mundo cargas inevitables.

[9] H. ARENDT, The Life of the Mind, op. cit., pp. 3 ss. y 53 ss.

[10] En mi opinión es mejor hablar de “existencia física” que de realidad biológica, que es la expresión que utiliza J. PÉREZ ROYO, Curso de Derecho Constitucional, Marcial Pons, Madrid, 11ª edición, 2007, p. 276. Y lo es porque ésta última hace referencia a un conjunto de funciones biológicas (comer, dormir, etc), cuya afectación ya tendría que ver con la integridad física o moral, y aquí se quiere presentar la existencia desnuda, si bien en el caso del autor citado, la terminología que utiliza es por un lado coherente con su idea de que tal integridad forma parte del derecho a la vida, y contradictoria con la autonomía que confiere a la integridad física y moral constitucionalmente protegida respecto a la vida. En sentido similar, G. RODRÍGUEZ MOURULLO, “Artículo 15. Derecho a la vida”, en O. ALZAGA VILLAAMIL (dir.), Comentarios a la Constitución Española de 1978, tomo II, Cortes Generales/EDERSA, Madrid, 1997, pp. 271, que habla de “existencia fisicobiológica”.

[11] Aunque la finalidad es mostrar que el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales no contempla un derecho a una muerte digna, es significativo a los efectos expuestos, el lenguaje empleado por la Sentencia del TEDH Pretty v. Reino Unido, de 29 de abril de 1992, según la cual a diferencia de las libertades [y de cualquier derecho fundamental, cabría decir], como la de asociación del art. 11, que comprende la libertad de asociarse o de no hacerlo, que implican alguna medida de elección sobre cómo se ejercitan, el art. 2 es enunciado en diferentes términos.

[12] Del que forma parte por antonomasia la idea de la limitación del poder. En efecto, las constituciones históricas no solían hacer referencia al derecho a la vida, según G: RODRÍGUEZ MOURULLO, porque “su reconocimiento se daba por sobreentendido” (op. cit., p. 271).

[13] Eso lleva a que se afirme, aún sosteniendo que es un derecho, que “el derecho a la vida no se ejerce” y que “el ejercicio del derecho a la vida consiste en el ejercicio de los demás derechos fundamentales” (J. PÉREZ ROYO, op. cit., p. 289).

[14] Sobre el concepto de derecho fundamental: P. CRUZ VILLALÓN, “Formación y evolución de los derechos fundamentales”, en REDC, nº 25, 1989, pp. 39-41; J. JIMÉNEZ CAMPO, “Artículo 53: Protección de los derechos fundamentales”, en O. ALZAGA VILLAAMIL (dir.), Comentarios a la Constitución Española de 1978, op. cit., tomo IV, 1996, pp. 443-450, en particular la 447 (también en Derechos fundamentales. Concepto y garantías, Trotta, Madrid, 1999), aunque en este caso aparece la necesidad de desarrollo legislativo.

Es cierto que junto a la dimensión subjetiva de los derechos fundamentales existe una dimensión objetiva, pero también lo es que sin aquélla no puede hablarse de tales.

[15] En realidad con la acción penal no se hace valer una exigencia punitiva. El acusador no ejercita el derecho subjetivo de penar, lo ejercita el Tribunal, por primera vez, en la sentencia. Pero con independencia de todo ello, el caso es que no se puede hablar como objeto del proceso penal de la tutela judicial del derecho a la vida reclamada por su titular. Es cierto que el perjudicado puede ejercer una acción civil, pero ésta sólo tiene una finalidad reparatoria del daño, de contenido puramente económico, pero no puede tener el significado de la defensa del derecho a la vida.

[16] Ciertamente, societas delinquere non potest, ni el Estado tampoco. Me estoy refiriendo, como se comprenderá, a la involucración completa del Estado en un sistema que alienta o tolera tales actos por parte de sus ciudadanos y funcionarios, y a la creación por el Estado de un sistema en el que sus piezas son piezas están principalmente ordenada para la delincuencia.

[17] J. P. SCHNEIDER, “Peculiaridad y función de los derechos fundamentales en el Estado constitucional democrático”, REP, nº 7, 1979, p. 18 (en sentido similar, del mismo autor, “Contenido y método en las sentencias comparadas sobre el aborto”, A. LÓPEZ PINA (ed.), División de poderes e interpretación. Hacia una teoría de la praxis constitucional, Tecnos, Madrid, 1987, p. 197). El llamado derecho a la vida no es ninguna garantía de libertad, pues el “derecho a la vida” no se ejerce, sino que se vive, sin más.

Algo de esto parece rezumar en la jurisprudencia constitucional (SSTC 120/1990, FJ 7; 137/1990, FJ 5; y 11/1991, FJ 2), cuando se afirma que “la vida es un bien de la persona que se integra en el círculo de su libertad”. Pero más bien parece que la libertad es la que se integra en el círculo de la vida, pues ésta es antes que la libertad y la vida digna comprende la libertad. Digamos que se puede estar vivo y no ser libre, pero no se puede ser libre y estar muerto.

[18] Como denuncia G. CÁMARA VILLAR, Votos Particulares y Derechos Fundamentales en la práctica del Tribunal Constitucional Español (1981-1991), Ministerio de Justicia, Madrid, 1993, p. 135.

[19] Por tanto, si bien es verdad que en el proceso penal, aunque no se actúen por su titular derechos fundamentales, pueden protegerse estos, protección que, por otro lado, realiza el sistema punitivo a través de su función preventiva, traducción aquí de la dimensión objetiva de los derechos fundamentales, en el caso del derecho a la vida, la función preventiva lo es respecto de la prohibición de atentar contra la vida ajena, puesto que no cabe fuera de él (ni en él) el ejercicio de un derecho a la vida.

[20] Como no hay nada absoluto, ello tiene sus matices, como las causas de justificación penales revela, ni siquiera en el caso del Estado, pues a pesar de proscripción general de la pena de muerte, las leyes penales militares pueden establecer otra cosa para tiempo de guerra; como es sabido, la Ley Orgánica 11/1995 suprimió también la pena de muerte para tiempo de guerra.

[21] H. ARENDT, La condición humana, (trad. esp. de Ramón Gil Novales), Círculo de Lectores, Barcelona, 1999.

[22] Esa idea, entendida como “la posibilidad [del hombre] de empezar algo nuevo con sus propios recursos”,aparece, en general, en las obras de H. ARENDT.

[23] J. PÉREZ ROYO, Curso de Derecho constitucional, op. cit.,p. 276; N. MARTÍNEZ MARÍN, “El derecho a la vida en la Constitución Española de 1978 y en el Derecho comparado: aborto, pena de muerte, eutanasia y eugenesia”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, nº 2, 1979, p. 147. Aunque de esa afirmación creo que no extraen todas sus consecuencias; y por supuesto aluden a un derecho a la vida.

[24] H. ARENDT, The Origins of Totalitarianism, edición de Schocken Books, New York, 2004, p. 577.

[25] Ibídem, p. 585.

[26] Ibídem, p. 586. En sus palabras: “Actually the experience of the concentration camps does show that human beings can be transformed into specimens of the human animal, and that man’s “nature” is only “human” insofar as it opens up to man the possibility of becoming something highly unnatural, that is, a man”.

[27] Dice la STC 53/1985, que el derecho a la vida está “reconocido y garantizado en su doble significación física y moral por el art. 15 de la Constitución”, y que “es la proyección de un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional, la vida humana” (esta última conceptualización es discutible; véase voto particular de F. TOMÁS Y VALIENTE). Aunque con la finalidad de abordar la asistencia sanitaria no consentida y los supuestos de urgencia vital, son interesantes las consideraciones de G. ARRUEGO sobre la jurisprudencia constitucional en “La naturaleza constitucional de la asistencia sanitaria no consentida y los denominados supuestos de urgencia vital”, REDC, nº 82, 2008, pp. 53-82.

[28] Si es que los establece, pues, literalmente, el artículo referido expresa que “todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral”, no que “todos” tengan derecho a la vida, por un lado, y derecho a la integridad física y moral, por otro.

[29] H. ARENDT, The Origins of Totalitarianism, op. cit., p. 586.

[30] De ahí que afirmar que la integridad física y moral forman parte del derecho a la vida, para inmediatamente destacar que eso no significa que no sean derechos autónomos, y dejarlo ahí, no deja de ser impreciso; imprecisión que no se corrige, en mi opinión, afirmando que se trata de derechos que se complementan, pero que son distintos, pues esto sucede si no con todos, con casi todos los derechos fundamentales (vid. J. PÉREZ ROYO, op. cit., pp. 276 y 283), y si se quieren encontrar grados de complementariedad, resulta difícil no ver el mismo grado entre los dos derechos referidos y entre el derecho a la integridad moral y el relativo a la libertad ideológica, religiosa y de culto (art. 16 CE), por poner un ejemplo.

[31] Antes de la reforma realizada por el apartado 2 de la disposición final primera de la Ley 54/2007, de 28 de diciembre, de Adopción Internacional, el art. 154 del Código Civil, no se hacía referencia al respeto de la integridad física y psicológica, pero, en lo que aquí interesa señalar, se disponía (último párrafo), que los padres “podrán también corregir razonable y moderadamente a los hijos”. Quizás con el añadido del párrafo segundo (respeto a la integridad física y psicológica) hubiera bastado, pero si a él se le añade la supresión realizada, el resultado parece ser el que los padres no podrán corregir moderada y razonablemente a los hijos, lo que además de que lisa y llanamente no va a suceder, es, por utilizar una palabra suave, absurdo. Asimismo, de seguir la “lógica” del reformador, cabría deducir que los hijos sí pueden atentar contra la integridad física y psicológica de los padres, pues nada se dice en el art. 155 (deberes de los hijos), al respecto; ciertamente esa idea sería absurda, pero tanto como la que ha inspirado la reforma.

[32] En nuestra Constitución no existe un derecho fundamental a la libertad, sino sólo libertades específicas, aunque sean amplias, como la deambulatoria ex art. 17 CE y la de desplazamiento del art. 19 CE, si bien suele hablarse de un principio general de libertad (J. JIMÉNEZ CAMPO, “Artículo 53: Protección de los derechos fundamentales”, en O. ALZAGA VILLAAMIL, op. cit., pp. 455 y 456, y en particular la 464, y también en Derechos Fundamentales, op. cit., pp. 15-46; J. A. SANTAMARÍA PASTOR, Fundamentos de Derecho Administrativo, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1988, p. 202; M. BELADÍEZ ROJO, “La vinculación de la Administración al Derecho”, RAP, nº 153, 2000, pp. 333 ss.), de un principio de libertad (F. RUBIO LLORENTE, “Principio de legalidad”, en La forma del poder, CEPC, Madrid, 1993, p. 353), o de una cláusula general de libertad (L. M. DÍEZ-PICAZO, Sistema de derechos fundamentales, Civitas, Madrid, 2005, p. 70).

[33] Incluso si se aceptase que el conflicto pudiera plantearse con la libertad, en rigor debería considerarse que en ese caso en realidad no hay conflicto, pues no habría libertad. Pero este entendimiento es tributario de una determinada concepción acerca de la delimitación de los derechos fundamentales, y aunque es también predicable de cualquier otra figura jurídica (su razón de ser opera siempre), no conviene hacer extrapolaciones innecesarias y apresuradas, pues ya se sabe que esa delimitación de los derechos fundamentales tiene su base en la necesidad de convivencia pacífica del núcleo de la Constitución, el sistema de derechos fundamentales.

[34] En el caso de la STC 207/1996, el afectado sufrió un “tonsurado de axilas y cabeza”; si hay lesión de la integridad física la hay hubiese o no consentimiento; otra cosa es que en el primer caso el sujeto no hubiese accionado. Sobre las otras razones dadas por la STC no es posible entrar aquí, pero de antemano, no se comparte la idea (recogida en el art. 8.2 del CEDH), de que toda injerencia singular en los derechos fundamentales haya de estar prevista por Ley, ni siquiera las de la autoridad pública (T. REQUENA LÓPEZ, “La Administración frente a la inactividad del legislador. Posibilidades de actuación en los distintos niveles”, en E. GUILLÉN LÓPEZ, R. MARTÍN MORALES y T. REQUENA LÓPEZ, El Régimen Constitucional de “La Movida”, Grupo Editorial Universitario, Granada, 2001, pp. 95-138, las 126 a 135 en coautoría con R. MARTÍN MORALES), y el propio TC la desmiente, pues admite que la intervención para la obtención de cabello no está prevista en la Ley, bastando sólo con la resolución judicial, por lo demás impuesta por la Ley en el curso de un proceso penal.

De ahí que no puede considerarse acertada la doctrina acerca de la relevancia constitucional del consentimiento informado por su ligazón con la integridad física protegida por el art. 15 CE, doctrina que acoge acríticamente la jurisprudencia constitucional. Entre los trabajos más recientes, véase, A. ROVIRA VIÑAS, Autonomía personal y tratamiento médico. Una aproximación constitucional al consentimiento informado, Aranzadi, 2007, del mismo autor, “Dignidad, autonomía, libertad y consentimiento informado”, RCG, nº 67, 2008, pp. 8-53.

Piénsese en que el Código Penal castiga el delito de lesiones aún con consentimiento del lesionado (art. 155), que sólo funciona (y sólo la del mayor de edad y capaz) para minorar la pena, disponiendo que “se impondrá la pena inferior en uno o dos grados”. Esto, claro está, no se trae aquí a colación como refrendo de lo expuesto, sino sólo como prueba de la irrelevancia del consentimiento para desterrar la idea de lesión, pues las infracciones constitucionales no tienen por qué convertirse en tipos penales, de modo que puede haber (y los hay) lesiones de derechos fundamentales que no merecen reproche penal. Por lo demás, es claro que las lesiones castigadas penalmente no es cualquier atentado a la integridad física, por más que el concepto jurisprudencial de lesión sea muy amplio, entendiéndola como cualquier detrimento de la integridad corporal, lo que por otro lado, muestra la inadecuación del Derecho penal para resolver los problemas constitucionales, algo por lo demás obvio.

[35] El TC considera que “torturas”, “penas o tratos inhumanos” y “penas o tratos degradantes”, “son, en su significado jurídico, nociones graduadas de una misma escala que, en todos sus tramos, denotan la causación, sean cuales sean fueren los fines, de padecimientos físicos o psíquicos ilícitos e infligidos de modo vejatorio para quien los sufre y con esa propia intención de vejar y doblegar la voluntad del sujeto paciente”.

[36] Una excepción puede considerarse que son las medidas cautelares que puedan adoptarse en determinados procedimientos, tendentes a la protección de las personas, como son las previstas en el capítulo IV (“medidas judiciales de protección y de seguridad de las víctimas”) del título V (“tutela judicial”) de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre , de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.

[37] Sobre este precepto y su interpretación por el TEDH, véase J. BARCELONA LLOP, La garantía europea del derecho a la vida y a la integridad personal frente a la acción de las fuerzas del orden, Civitas, Madrid, 2007.

[38] La terminología que sigue es ajena a la penal, pero en parte es lógico, pues aquí no se formula ningún juicio penal, sino puramente constitucional.

[39] Se podría pensar que también la inmediatez es inherente al riesgo, pero quizás eso sea más propio de la intensidad del riesgo que de la inmediatez, aunque sólo sea por la usual distinción entre riesgo mediato e inmediato. En todo caso, si la intensidad se refiere al riesgo y no a la afección de la vida, es claro que se confunde con la inmediatez. Si, por el contrario, alude a tal afección, ya tiene que ver con la existencia misma delriesgo vital y está ínsito, pues, en su propio concepto, como a continuación se verá.

[40] Véase STEDH, Renolde versus France, de 16 de octubre de 2008.

[41] La voluntaria presupondría la capacidad de obrar plena y la idea de que quién actúa el derecho a reclamar protección es el interesado a través de sus representantes, voluntariamente designados.

[42] G. RODRÍGUEZ MOURULLO, op. cit., pp. 271 y 272, recogiendo la idea de Maunz-Durig-Herzog: Grundgesetz. Kommentar, München, 1970, pp. 80 y 92.

[43] P. CRUZ VILLALÓN, “Formación y evolución de los derechos fundamentales”, op. cit., p. 39. El autor alude al “contenido esencial”, al que se refiere el art. 53.1 CE. Sin embargo, críticamente sobre ese “contenido esencial”, puede verse T. REQUENA LÓPEZ, Sobre la función, los medios y los límites de la interpretación de la Constitución, Comares, Granada, 2001, pp. 117 ss.

[44] G. RODRÍGUEZ MOURULLO, ibídem, p. 288, basándose en el citado comentario alemán.

[45] EC (art. 24.3), con el nombre de “renta garantizada de ciudadanía”, EA (art. 23.2) como “renta básica”, EV (art. 15), como “renta de ciudadanía”, ECL (art. 13.9), con el mismo nombre que el catalán, EB (art. 21), como “renta mínima de inserción”, EAR (art. 23.1), como “renta básica”.

[46] Y aunque así fuese, eso no los asimilaría a los derechos constitucionales, pues si bien los Estatutos forman parte del bloque de constitucionalidad, eso es así, en rigor, en tanto que delimitan competencias (art. 28.1 de la LOTC).

[47] Arts. 37.1 y 38.2 EC, 38 y 39 EA, 17.1 ECL, 13.2 EB (aquí sólo se habla de vinculación a los poderes públicos); en el caso del EAR se configura como principio rector de las políticas públicas.

[48] “Con las condiciones que legalmente se establezcan” (EC), “con arreglo a lo dispuesto en la ley (EA), “en los términos previstos en la Ley” (EV), en las condiciones determinadas por el ordenamiento (ECL), “en los términos previstos en la ley” (EB), “en los términos previstos por la ley” (EAR).

[49] “Renta de integración social” (Ley 9/1999, de Galicia, modificada por la Ley 16/2004), “renta básica de inserción” (Ley 3/2007, de Murcia), “renta básica” (Ley Foral 9/1999), “prestaciones sociales de carácter económico” (Ley 13/2006, de Cataluña), “renta básica” (Ley 10/2000, del País Vasco), “renta social básica” y “prestación económica de emergencia social” (Ley 2/2007, de Cantabria), “renta garantizada de ciudadanía” (Ley 9/2007, de Valencia), “prestación de inserción” (Ley ½007, de Canarias), “renta mínima de inserción” (Ley 15/2001, de Madrid).

En este orden de cosas, debe aludirse a la prestación por razones de necesidad prevista en la Ley 40/2006, del Estatuto de los ciudadanos españoles en el exterior, para quienes carezcan de rentas o ingresos suficientes para atender sus necesidades básicas. En la Ley 8/2006, de comunidades andaluzas asentadas fuera del territorio de la Comunidad Autónoma, se habla tan sólo de programas de ayuda a los mayores, en el supuesto referido (para quienes carezcan de rentas o ingresos suficientes para atender sus necesidades básicas.

[50] Sobre ello, E. GUILLÉN LÓPEZ, “The impact of the European Convention of Human Rights and the Charter of Fundamental Rights of the European Union on Spanish Constitution Law (make a virtue of necessity)”, inédito. Véase también L. MARTÍN-RETORTILLO BAQUER, “La doble funcionalidad de la Ley Orgánica por la que se autorizaba la ratificación del Tratado de Lisboa (la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea en el <<Boletín Oficial del Estado>>)”, REDE, nº 30, 2009, pp. 137-158.

[51] Como se comprenderá, nuestros sistema constitucional no puede ser en este punto (como en otros) como el estadounidense. En todo caso, es llamativo, que aunque por razones diversas, sucede aquí en cierto sentido como allí en cuanto a la cultura de los derechos, de modo que todo parece plantearse en términos de derechos, supuestos o ficticios; ver al respecto, M.A. GLENDON, Rights Talk: The impoverishment of Political Discourse, The Free Press, New York, 1991.

[52] G. RODRÍGUEZ MOURULLO, op. cit., utilizando el argumento de MAUNZ-DURIG-HERZOG, p. 275.

[53] Vid. K. LARENZ, Metodología de la Ciencia del Derecho, trad. esp. de Marcelino Rodríguez Molinero, Ariel, Barcelona, 1980, p. 315.

[54] Y se está prescindiendo de si el aborto debe o no permitirse, pues parece fuera de toda duda razonable que con 8 meses la vida del feto debe ser protegida.

[55] Las comillas no son retóricas, sino que expresan el hecho de que la cientificidad no es muchas veces, sino una coartada para imponer determinadas concepciones, al margen de que la llamada exactitud de la ciencia no es un calificativo correcto para la actividad científica. Véase sobre esto, K. POPPER, Conjectures y Refutations, reimpresión de 2004, Routledge, Londres.

[56] Afirma la STC 53/1985 que la vida humana es un proceso que comienza con la gestación (letras a) y c) del FJ 5).

[57] Otra cosa, como es sabido, es el modelo americano con Roe v. Wade (1973), 410 US 113, pero en este, como en otros casos, poco paralelismo podemos ver entre ese modelo y el español.

[58] En la medida en que se alude a tal disponibilidad, no es incorrecta, pero sí poco precisa, la idea de R. DWORKIN, de que “tanto el aborto, que significa matar deliberadamente a un embrión humano en desarrollo, como la eutanasia, que significa matar deliberadamente a una persona por benevolencia, son supuestos en los que se elige la muerte” (El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, Ariel, Barcelona, 1994, p. 9).

[59] No creo que sea necesario reconocer un derecho a la propia muerte para considerar que “es harto dificultoso pretender anclar en la Constitución prohibiciones de comportamiento de disposición sobre el propio cuerpo”, en la frase de R. CHUECA RODRÍGUEZ (vid. “El marco constitucional del final de la propia vida”, REDC, nº 85, p. 105).

[60] La legislación penitenciaria establece la obligación de la Administración de proporcionar alimentación a los internos (art. 21.2 de la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria), no la obligación de estos de comer (y si lo estableciese sería inconstitucional); es más, el art. 311 del Reglamento Penitenciario (Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero) prevé la renuncia del interno a su ración. Ciertamente, el art. 4.2 del Reglamento Penitenciario el derecho a que la Administración penitenciaria vele por sus vidas, su integridad y su salud, sin que puedan, en ningún caso, ser sometidos a torturas, a malos tratos de palabra o de obra, ni ser objeto de un rigor innecesario en la aplicación de las normas. Pero como se comprenderá ello no añade nada a lo que aquí se sostiene, pues se trata de un derecho (no de una obligación), resultado del sistema de derechos fundamentales, y, en todo caso, lo que dijese sería irrelevante desde la Constitución.

[61] Esto ha sido considerado al tratar de la integridad física, pero claro está, en la medida en que es la vida la que está en riesgo, ha de ser tratado aquí.

[62] C. TOMÁS-VALIENTE LANUZA, “La disponibilidad de la propia vida: aspectos constitucionales”, en El derecho a la vida, Actas de las VIII Jornadas de la Asociación de Letrados del Tribunal Constitucional, Tribunal Constitucional/Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003, p. 65; F. REY MARTÍNEZ, Eutanasia y derechos fundamentales, CEPC/TC, Madrid, 2007, 120; R. CHUECA RODRÍGUEZ, “Los derechos fundamentales a la vida y a la integridad física: el poder de disposición sobre el final de la vida propia”, Derecho y Salud, vol. 16, 2008, p. 7.

[63] En sí misma, esa decisión no es ni siquiera y exactamente expresión de la libertad constitucional, pues también en el régimen preconstitucional (que era no constitucional) la regla general era que nadie era forzado a un tratamiento médico y no parece que pudiera decirse que ello encontraba amparo en la libertad constitucional.

[64] Así también el TC (154/2002, de 18 de julio), que centra en el derecho de autodeterminación (FJ 9) la base para el rechazo de la asistencia sanitaria cualesquiera que sean los motivos en que tal rechazo se funde. Otra cosa es que la exigencia a los padres de determinada conducta lleve finalmente a la condena penal de estos y a afectar su libertad religiosa.

[65] Sobre la titularidad y ejercicio por los menores de edad de los derechos fundamentales, véase B. ALÁEZ CORRAL, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978, op. cit., pp. 93-96.

[66] Ver nota 33.

[67] La STC 154/2002, de 18 de julio, no permite adivinar con certeza cuál hubiera sido la posición del Tribunal si al menor se le hubiera realizado la transfusión, aún en contra de la voluntad del menor y de sus padres.

[68] Claro que de la libertad como valor no es susceptible de convertirse en reglas concretas, pero ello no obsta a la idea que se defiende, de que la decisión de poner fin a la propia vida no supone (no puede técnicamente suponer) el ejercicio de un valor, principio, o cláusula libertad, sino sólo que encuentra amparo en él.

[69] F. REY MARTÍNEZ, op. cit., p. 87. Además, una precisión en cuanto a lo fáctico. Todos los derechos y libertades se ejercitan fácticamente. También cuando se expresan opiniones públicamente sobre temas de actualidad, se está fácticamente expresando opiniones; una facticidad que constituye en este caso el ejercicio de una libertad fundamental. Así que lo decisivo, constitucionalmente hablando no es lo fáctico, sino el hecho de que tal actuar no esté prohibido por la Constitución o pueda constituir el resultado del ejercicio de un derecho o libertad fundamental. La posición de F. REY MARTÍNEZ es la del TC. En efecto, para el TC “siendo la vida un bien de la persona que se integra en el círculo de su libertad, [puede] aquélla fácticamente disponer sobre su propia muerte”, si bien, “esa disposición constituye una manifestación del agere licere, en cuanto que la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe y no, en ningún modo, un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público para vencer la resistencia que se oponga a la voluntad de morir” (SSTC 120/1990, FJ 7; 137/1990, FJ 5; y 11/1991, FJ 2).

[70] Esa idea podría derivarse de la idea de que de “la Constitución no se deriva la facultad de disponer de la propia vida”) (ibídem).

[71] Más difícil resulta considerar que se trata de algo que encuentra amparo en “el libre desarrollo de la personalidad” (art. 10.1 CE), se deduzca de aquí una “cláusula general de libertad” o un “principio general de libertad”, pues parece algo contradictorio afirmar que alguien, en el libre desarrollo de la personalidad, alguien pone fin a su vida. Vid. por el contrario, L. M. DÍEZ-PICAZO, Sistema de Derechos Fundamentales, op. cit., p. 225.

[72] En efecto, la palabra “derecho” sería así un mero opuesto a la “obligación”. Si se dice que se tiene derecho a la vida es que no se tiene la obligación de vivir sino sólo la libertad de vivir.

[73] L. M. DÍEZ-PICAZO, Sistema de Derechos Fundamentales, op. cit., p. 225.

[74] Ibídem, p. 225.

[75] Ibídem, p. 225.

[76] El Código Penal no castiga el suicidio, algo por lo demás lógico (¿a quién castigar?), pero tampoco el intento de suicidio. Sobre esto, vid. C.M. ROMEO CASABONA, El derecho y la bioética ante los límites de la vida humana, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1994, p. 106 ss.

[77] H. ARENDT, Diario Filosófico. 1950-1973, trad. esp. de Raúl Gabás, Herder, Barcelona, 2006, p. 144 (versión original: Denktagebuch. 1950-1973. Erster Band, Piper, München, 2002, p. 150). Esta idea de H. ARENDT aparece habitualmente en sus obras: véanse las páginas 15 y ss. y 153 y ss. de ese Diario, así comoThe Promise of Politics, edición de Schocken Books, New York, 2005, pp. 95 ss y 108 ss.

También puede verse J. S. MILL, On Liberty, edición de Hackett, Indianapolis, 1978, pp. 9 ss, para quien la injerencia en la libertad de las personas sólo se justifica para evitar un daño a otros o a la comunidad, nunca un daño físico o moral propio.

En el caso de H. ARENDT, aunque de expresión más individualista que la que se refleja en su obra, cuando trata de la libertad, esa reflexión se inserta en su habitual preocupación por la libertad política; para ella sólo existe política en el pluralismo, no en la unidad, y la política sólo tiene sentido en el mundo relacional.

[78] Es el caso del llamado “botellón” que, en mi opinión, puede prohibirse sin matización alguna y sin que ello suponga ningún problema constitucional.

[79] Ver nota 31.

[80] C. TOMÁS-VALIENTE LANUZA, op. cit., p. 68.

[81] Ibídem, p. 69.

[82] F. REY MARTÍNEZ, op. cit., pp. 12, 13 y 81 ss.

[83] Ver STEDH Pretty contra Reino Unido, de 29 de abril de 2002.

[84] O “voluntades anticipadas”, como se hace en la mayoría de las CCAA (Cataluña, Aragón, País Vasco, Valencia, Baleares), o “instrucciones previas” (Madrid), o “expresión anticipada de voluntades” (Extremadura), o “declaración de voluntades anticipadas” (La Rioja) o “declaración de voluntad vital anticipada” (Andalucía).

[85] Véase sobre ello, M. A. PRESNO LINERA, “La estructura de las normas de derechos fundamentales”, en Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978, Madrid, Tecnos, 2004, pp. 50 ss.